CAPÍTULO 3

TONALIDAD VECINA: EL SEÑOR DE HALKETT

Mi corazón comenzó a latir con fuerza cuando nos acercamos a casa por la gran vía. Llegaríamos por la esquina derecha de nuestra calle y Rosendo recorrería la cuadra en el sentido de las manecillas del reloj, al revés de lo que yo había hecho la noche anterior. No sabía qué tan efectivo sería para recuperar mis recuerdos pues iniciaríamos el trayecto por el tramo que no recordaba haber caminado.

El sol se había puesto para cuando alcanzamos la esquina, debía ser la misma hora en que me había perdido antes del ataque. Esta vez el aire estaba cálido y el cielo había adquirido una tonalidad azul índigo. Pude distinguir con facilidad las fachadas de las casas y la enramada de los árboles con la poca luz natural que había.

Para mi sorpresa, la calle distaba mucho de ser fantasmagórica. Resultaba muy distinto pasar por allí en coche y en compañía de Rosendo. Él aminoró la marcha y me concentré en los detalles. Las casas eran más lujosas que las del lado opuesto de la cuadra: para comenzar, todas tenían amplios jardines frontales sobre los que se levantaban inmensos árboles, a diferencia de las de nuestra calle, cuyos balcones estaban tan cerca de la acera. Las puertas y ventanas se veían más sólidas y sus fachadas eran sobrias e imponentes; ninguna estaba pintada de color y se apreciaban diversos trabajos de piedra esculpida en los muros. Por último, algunas estaban cercadas con rejas de hierro.

Una en especial, la más grande de todas las casas de aquella manzana, llamó mi atención. Su reja era tan alta que sobrepasaba las ramas de los árboles. Un camino de tierra aplanada atravesaba el antejardín hasta las anchas escaleras de granito que conducían a la puerta principal. El arco del pórtico, de alabastro, ostentaba el diseño intrincado de un magnífico dragón. Una corazonada me dijo que había sido atacada justo frente a esa casa. A pesar de que no había bruma y podía distinguir cada revés del pavimento y aun si aquella calle lucía tan encantadora en el esplendor de un nuevo crepúsculo, mi cuerpo recodaba lo que le había ocurrido.

Estaba por pedirle a Rosendo que se detuviera frente a la casa del dragón cuando la reja se abrió y un coche se aproximó a la salida por medio de un camino lateral de piedras sueltas que adiviné debía conducir a la parte trasera de la propiedad. El coche viró sobre el empedrado de la vía principal y avanzó hacia nosotros. De repente, las pequeñas heridas en mi cuello comenzaron a arder y mi respiración se tornó pesada. Me llevé la mano a la garganta sin moverme de mi lugar al lado de la ventana. Algo extraño me ocurría de nuevo, la cabeza me daba vueltas y sentí que mis párpados se ponían pesados conforme los dos coches se aproximaban. Cuando estuvieron uno al lado del otro, Rosendo detuvo la marcha de forma subrepticia.

—¡Félix! —gritó con voz de júbilo—. ¡Qué gusto! ¿Tú por aquí de nuevo?

—¡Rosendo! —exclamó el otro cochero, deteniéndose a su vez—. ¡Las cosas de la vida! ¿Quién iba a pensarlo?

Clavé la mirada en el compartimiento del otro coche, ansiosa por descubrir quién estaba allí. Mis rodillas temblaban y estaba aún más aterrorizada porque las negras cortinas del asiento del pasajero estaban corridas.

—¿Trabajando todavía para los Malraux? —preguntó el otro cochero.

—¡Sí! ¿Y tú?

Antes de que Rosendo pudiera terminar su frase, las cortinas se recogieron, dejando a la vista un sombrero de copa.

—¡Félix! —gritó una voz masculina desde el interior del coche—. ¿Qué demonios crees que haces?

—Perdóneme, señor, hace años que no veía a mi primo Rosendo y pensé que…

—¿Qué brillante ocurrencia tuviste esta vez, si se puede saber? —preguntó la voz—. ¿Tal vez pensaste que a tu señor se le antojaría sentarse a escuchar tus cotorreos durante un par de horas?

—No, señor, yo…

—¡Déjame adivinar! —interrumpió el otro, sacando una mano enguantada y golpeando la portezuela por fuera con un fino bastón de metal—. ¡Creíste que sería importante enseñarme la divina virtud de la paciencia!

—Solo quería saber si… si Rosendo tiene noticias acerca del paradero de mi madre —masculló el pobre hombre, quebrándosele la voz.

—¡Tu madre está muerta, Félix! —exclamó su amo—. ¡Te lo he dicho mil veces! Ahora, haz el favor de reanudar la marcha, a menos que quieras ir a hacerle compañía a tu difunta progenitora a partir de esta noche.

—Sí, señor, como usted mande —dijo Félix con cara de profunda tristeza. Al pasar por nuestro lado, se despidió de Rosendo con una inclinación de cabeza y grandes ojos llorosos.

No podía dar crédito a lo que mis oídos acababan de escuchar. Todo mi miedo se había disipado, dándole paso a la más enardecida indignación. Estaba lista para proferir una retahíla de palabras hirientes en cara del desalmado que le había hablado de esa forma a su conductor acerca de su madre. Me preparé para ello tomando una honda inhalación pero en cuanto nuestras ventanas estuvieron alineadas tuve que detenerme en seco. El hombre que iba dentro del coche giró la cabeza hacia el exterior y su mirada encontró la mía. Nunca había visto ojos tan descaradamente cínicos y hermosos a la vez. Al verme, el hombre frunció el entrecejo por unos instantes y, un segundo después, una sonrisa burlona empezó a dibujarse en sus labios. Digo empezó porque, en ese momento, Rosendo aceleró la marcha y la imagen fugaz del hombre desapareció, dejando en su lugar el inmenso dragón grabado que custodiaba la entrada de su casa. Podría haber jurado que el suave arrullo de la brisa había sido reemplazado por el eco de una sonora carcajada cuyas notas altas revelaban sorpresa, al tanto que las bajas sugerían cruel satisfacción.

—¡Rosendo! —exclamé—. ¡Interrumpe la marcha, por favor!

Rosendo detuvo los caballos y, antes de que yo se lo pidiera, descendió del puesto del conductor y abrió la puerta del compartimiento.

—¿Cree haber encontrado lo que se le extravió ayer, señorita?

—¿Quién es ese hombre, Rosendo? —pregunté, agitada, sin responder a su pregunta.

—Es mi primo Félix, señorita —respondió con expresión resignada.

—¡Sí, esa parte la entendí! ¡Me refería a su patrón! ¿Cuál es su nombre?

—Ha de ser el hijo del barón, señorita.

—¿El hijo del barón? ¿Qué barón?

—El barón de Halkett, señorita.

—¿Un barón vive en este vecindario? ¿Desde cuándo?

—Hace unos diez años adquirió varias propiedades de esta cuadra, pero solo se quedó aquí una breve temporada. Todo parece indicar que está de regreso.

—¿Y ese inicuo mentecato es su hijo?

—Eso creo, señorita. Se parece mucho al señor, el antiguo patrón de Félix, solo que el barón ya estaba entrado en años la última vez que estuvo por aquí.

—¡Pues si de su padre heredó la vileza, aquel se merece la baronía de los infiernos! Qué digo, la baronía… ¡el ducado!

Estaba furiosa con él. ¿Cómo se atrevía? Si no hubiese visto con mis propios ojos su nívea piel, el brillante cobalto de sus ojos y su cabellera azabache, habría jurado que era el espectro que me había atacado la noche anterior. Estaba segura de que el alma que se escondía detrás de esa insolente mirada solo podía equipararse en maldad a la de un vampiro. Y, de no saber que los vampiros eran cadáveres en descomposición que salían de sus tumbas en la noche, habría jurado que el hijo del barón se reía de la rapiña de sangre a la que me había sentenciado frente a su propiedad.

Era hora de ir a casa. El encuentro con el inquilino de la casa del dragón había arruinado por completo mi propósito de recuperar los recuerdos perdidos de la velada previa.

—Vámonos, Rosendo —dije.

—¿No halló lo que buscaba, señorita?

—No, Rosendo —dije, antes de que mi buen cochero cerrara la portezuela.

Para entonces supe que había perdido, irremediablemente, la tranquilidad.

Lucía me esperaba con la cena lista y, como no quería preocuparla, hice un esfuerzo por comer un tercio de lo que me había servido. No pude resistirme a acabar, empero, con las crêpes sucrées que había preparado para que llevara a casa de Perline a la mañana siguiente.

Salí al balcón un rato y me senté con los brazos apoyados sobre las rodillas, repasando los sucesos de la tarde. Los personajes con que me había cruzado se salían de los que (hasta entonces) infranqueables límites de mi amurallada existencia. Tal vez esos dos encuentros no le habrían causado impresiones tan fuertes a otra persona y los habría olvidado pronto, relegándolos a la categoría de coincidencias, pero yo no era otra persona y, además, había sido asaltada por un vampiro. No iba a permitir que es escepticismo de quienes me rodeaban mandara al traste lo único que, en mi concepto, podía mantenerme viva: la confianza que, hasta ese momento, había depositado en mi intuición.

Le eché un vistazo al segmento del parque que podía apreciarse desde mi balcón. Los hombres habían regresado a sus casas, por lo que solo el viento recorría el sendero exterior del parque. Aun así, algo no encajaba con lo habitual en nuestro vecindario: no escuchaba el piano de Vivianne Muse.

Aunque siempre estaba fatigada, Vivianne no solía irse a la cama temprano y era la última en retirarse del balcón en las noches de verano. ¿Dónde estaba? Me reprendí por mi insólito arranque de curiosidad antes de dejar que mi mente hilara terroríficas conjeturas acerca del paradero de mi vecina y me dije que quizá solo se hallaba indispuesta.

Estuve sentada en el mismo lugar hasta que el cansancio se adueñó de mí y solo entonces me incorporé. Mi vestido blanco aún no aparecía y Lucía empezaba a creer que yo misma lo había escondido con el propósito de jugarle alguna broma.

Me puse una bata de seda verde limón con brocados de hilo plateado y me cepillé el cabello cien veces para confortarme a mí misma con algún ritual conocido aunque innecesario: mi cabellera, tan negra como la del detestable hijo del barón de Halkett, jamás se despeinaba a pesar de su longitud. Me miré en el espejo y admití a mi pesar, que lucía muy desmejorada: estaba pálida, ojerosa y flacuchenta. Además, así hubiera querido creer que estaba a salvo, el matiz mercurial de mis ojos delataba mi estado anímico: estaba verdaderamente perturbada.

Me metí en la cama y rogué a Dios que no se olvidara de mí. Si la posibilidad de morir sin confesión me aterraba, la idea de morir experimentando dolores como los que había padecido la víspera me empujaba al límite de la desesperación. A pesar de la angustia que me embargaba, me quedé dormida muy pronto.

Soñé que seguía a Abélard a través de un camposanto a la madrugada. Él corría hacia una de las tumbas y al fin se detenía frente a ella para decirme:

—La vida podría ser bella como la muerte que nos rodea. ¿No le gustaría pasar?

La lápida se descorría sola y la tapa del ataúd que estaba dentro se levantaba, descubriendo el cuerpo sin vida del hijo del barón. En ese instante, una enorme cruz de filosa punta inferior aparecía en las manos de Abélard. Este, en pose de fría dignidad, atravesaba con la cruz el pecho del difunto. Yo gritaba ante la crueldad del espectáculo y Abélard rompía a reír desaforadamente, clamando:

—Solo yo soy bueno, solo yo soy santo, solo yo vivo y reino por los siglos de los siglos.

El hijo del barón abría los ojos un breve instante y, dejando escapar un suspiro, lloraba:

—Madre, ¿por qué me abandonaste?

Un fino hilo de sangre brotó de sus labios y recorrió su rostro blanco para perderse debajo del contorno de la barbilla al tiempo que él me miraba, suplicando con su última exhalación:

—Ore por mí.

Desperté gritando y bañada en sudor. Mi ventana estaba abierta de par en par y más allá de las quietas hojas de los árboles entreví la luna creciente. Hacía un calor infernal en mi habitación. Quería ver a mis padres, me sentía sola y desprotegida sin ellos. Siguiendo un impulso, encendí mi lámpara y me senté a escribirles una carta. Nunca antes les había escrito, pero nunca antes nos habíamos separado.

Queridos mamá y papá:

¿Cómo están?

Las cosas por aquí no son lo mismo sin ustedes, en estos momentos siento el vacío de su ausencia con profunda desesperanza.

Esta tarde estuve en el distrito del arte con Rosendo y visité el taller de un hombre moribundo que tiene una terrible adicción al opio. No me juzguen mal, tuve que ir. Necesitaba un crucifijo. Se preguntarán a qué se debe la urgencia de la situación. Bien, la respuesta es muy sencilla: anoche fui atacada por un vampiro.

Los quiere,

EMILIA

Rompí el papel en pedacitos y miré por la ventana. ¿Estaría el vampiro rondando mi habitación? Llevé mi mano al crucifijo que aún llevaba atado alrededor del cuello. ¿Estaba acaso escuchando el piano de Vivianne Muse? Me acerqué al alféizar de la ventana y agucé el oído: efectivamente, Vivianne tocaba. Regresé a la cama y no desperté de nuevo hasta la mañana siguiente.

Ese día las heridas de mi cuello lucían aún más pequeñas y había recuperado el aspecto habitual de mi rostro. El sol brillaba y, con él, mis ánimos. Iba a visitar a Perline y Lucía había preparado otra tanda de crêpes sucrées. Era viernes, mi día predilecto de la semana, por lo que pensé en vestir algún color fuerte y alegre. Me puse un vestido que mi madre me había mandado hacer imitando el estilo oriental que estaba en boga: era de color rojo bermellón y tenía sutiles diseños de arabescos en hilo dorado. El vestido iba ajustado sobre el busto y después caía en línea recta hasta el piso. Las mangas eran delgadas y se cernían al brazo por debajo de los hombros cubriendo los moretones. Pensé que sería propio echarles un vistazo a los dientes y a los dedos de mi odioso vecino en caso de que mi pesadilla tuviera alguna relevancia aunque, a la luz del día, la idea me parecía verdaderamente ridícula: Abélard era un hombre que tenía un talento descomunal y una enfermedad que solo el opio hacía soportable, y el hijo del barón era un hombre caprichoso que estaba acostumbrado a que todos besaran el suelo por donde caminaba. Mi atacante debía estar descansando en algún lugar del cementerio y acaso se mantendría alejado de mí ahora que llevaba el crucifijo alrededor del cuello. Cambié el cordón de seda plateada del día anterior por uno de seda amarilla que hacía juego con mis zapatillas y salí de casa llevando una pequeña canasta que contenía el postre.

Al legar a la casa de Perline, tía Inés me miró de hito en hito y luego me abrazó con una sonrisa de plena aprobación.

—¡Qué buen trabajo ha hecho tu madre contigo! —dijo, dándome unas palmaditas en la espalda—. Espera a que veas las maravillas que compré, te van a encantar.

Adoraba a mi tía Inés. Era como una mariposa que siempre irradiaba un aire de volátil alegría.

—¡Emilia, querida, al fin llegaste! —exclamó mi prima Perline descendiendo los escalones. Llevaba flores de seda en los cabellos castaños y un vestido blanco de faldas amplias. Tenía las mejillas sonrosadas y los labios rojos, parecía una pintura de lo guapa que estaba.

Nos sentamos en el jardín debajo del árbol, donde habían colocado una mesita con un mantel azul pálido y un par de bancas.

—¿Qué tal la pasaste ayer? —le pregunté, bebiendo un sorbo del café que nos habían llevado.

—¡Ay, Emilia! ¡Ojalá hubieras estado allí para verlo con tus propios ojos! Fue, sin exagerar, la velada más espléndida a la que he asistido en toda mi vida. Había bailarines, músicos y… ¡a que no sabes quién se presentó! Pero qué tonta soy, ¿cómo podrías saberlo? Es el hombre más guapo del mundo. Creo, incluso, que me enamoré. No, permíteme corregirme: ¡me enamoré! —anunció, poniéndose la mano en el corazón.

Mi prima se enamoraba cada día de por medio, así que la noticia ya no me conmocionaba como dos años atrás.

—¿Y quién es el dichoso ladrón de tu amor en esta ocasión, Perline, querida? —pregunté.

—Es tan apuesto, Emilia… Es alto, delgado, de espalda amplia y cintura fina. Viste de maravilla. Lleva los cabellos medio largos por debajo del mentón, pero de despeinado no tiene un pelo. Qué redundante me he puesto, ha de ser el amor. No puedo parar de hablar de él. De nuevo, a su cabello: ¡parece hecho de seda! Te juro que me moría por tocar aunque fuera un mechón para comprobar que es de verdad, es más brillante que… qué sé yo, ¡es muy brillante! Lo trae algo más corto atrás y más largo adelante, es un corte osado pero te prometo que se ve tan elegante enmarcando ese delicioso rostro…

Las galletas de chocolate están deliciosas, pensé, metiéndome dos a la boca al mismo tiempo y procurando que tía Inés no me viera desde la ventana. Perline, por supuesto, no me veía a mí, sino a su nuevo amor.

—¡Su nariz! Es preciosa, Emilia, y tú sabes que me tienen sin cuidado las narices, pero la suya es diferente: no es ni larga ni corta, es recta en la base y no es tan delgada que lo haga asemejarse a un judío no tan ancha que parezca la de un italiano. ¡Y qué decir de sus fosas nasales!

—Son absolutamente perfectas, ¿no es así? —pregunté, ya un poco mareada con la descripción de Perline.

—¿Cómo lo supiste? ¡No me digas que lo conoces!

Negué con la cabeza y puse los ojos en blanco.

—¡En ese caso, no te pierdas de un solo detalle! —exclamó ella, dichosa.

Como si pudiera, pensé, y dejé que mi pensamiento volviera al distrito del arte. ¿Qué estarían haciendo Céline y Abélard en aquellos momentos?

—Su barbilla, Emilia, ¡su barbilla! Pareciera haber sido pintada por el mismo Rafaello. Su rostro es más bien delgado pero sus labios le otorgan tal dulzura que haría suspirar a un ángel de piedra, y lo mejor de todo…

—No me digas: son sus ojos, ¿verdad? —pregunté, resignándome a mi destino.

—¡Ya describí sus ojos, Emilia! ¡Tienes que prestar atención! —protestó Perline.

—Claro, claro que sí. ¿Qué es lo mejor de todo?

—Que me escuchó hablar de Sainte-Marie-des-bois sin siquiera pestañear y sin mirar a nadie más.

El hombre es un santo, conjeturé, pero dije pensándolo mejor:

—Eso es amor.

—¡Lo sé! Me hizo mil preguntas al respecto del internado. Quería saber dónde estaba todo, quería conocer los nombres de todas mis compañeras, los de las institutrices… ¡Todo!

—¿De veras? —pregunté, extrañada.

—¡Sí! ¡Es la primera vez que un hombre mayor me escucha con interés! Queridísima prima, prepárate: algún día voy a ser la esposa del futuro barón de Halkett.

El café que estaba a punto de tragar salió despedido en todas las direcciones ante la mención de aquel nombre.

—Emilia, ¿estás bien? —preguntó mi prima, tratando de ayudarme a calmar mi acceso de tos con una gran servilleta de lienzo blanco.

—¡Me asfixias, Perline! —exclamé, aún tosiendo.

—¿Quieres agua? —preguntó asustada.

—¡No! —grité, temiendo que me arrojara al estanque—. Estoy bien, de veras, tranquilizante.

¿Qué ristra de mentiras acababa de aseverar Perline acerca de mi malvado vecino? ¿Podía acaso tratarse del mismo hombre?

—¿Y bien? —preguntó Perline, pestañeando con los ojillos marrones abiertos de par en par.

—No sé qué decirte. Perline —balbucí.

—No estaría de más felicitarme.

—Te felicito, supongo —dije, aún aturdida—. ¿En verdad dijiste que el hijo del barón es dulce?

—¡Como la miel! Espera, ¿lo conoces?

—A duras penas si lo vi unos segundos anoche.

Le conté a Perline el encuentro de nuestros cocheros omitiendo todos los pensamientos metafísicos que me había inspirado el hijo del barón.

—¡Así que no puedes negar que su apostura en inigualable! —fue todo lo que comentó ella cuando le puse fin a mi corta anécdota.

—Perline, ¿no me escuchaste? ¡El hombre es detestable!

—¡Bah! Tú también lo serías si fueras de la nobleza… y tan guapa como él.

Levanté una ceja indignada:

—No, Perline, no lo sería, y permíteme corregirte: yo soy mucho más guapa que el hijo del barón.

—Ya veremos qué piensas cuando lo veas bien —dijo ella, y elevó los ojos al cielo, adentrándose en mundo de ensoñación. Habría perdido mi tiempo insistiendo en sacarla de su error.

—¿Cuál es su nombre? —le pregunté, frustrada.

—¿Cómo?

—Pregunté cómo se llama tu futuro marido, chiquilla —dije, con doble intención.

Perline guardó silencio y me miró con los labios entreabiertos.

—No tienes ni la más remota idea, ¿verdad? —insistí, saboreando mi triunfo.

Perline negó con la cabeza sin que se alterara su expresión de estupor.

—¡Tía Inés! —llamé.

Mi tía estaba ahora paseándose cerca de nosotras y volvió la cabeza hacia donde estábamos.

—¿Sí, querida?

—¿Cómo se llama el hijo del barón de Halkett? —inquirí.

Perline me miró con ojos de súplica: no quería que su madre supiera cuán enamorada estaba.

—¡No lo sé! —respondió tía Inés—. Creo que Kriwel o Nigel… ¿por qué?

—Estoy prendada de él, tía —bromeé para picar un poco a Perline.

—¿De veras, querida? —rio ella, al tanto que Perline enrojecía hasta las orejas—. ¡Magnífica elección! Supongo que ahora tendremos que buscar una excusa para invitarlo. ¡Ay, qué dulce!

Le dirigí a mi tía una sonrisa inocente y me volví hacía Perline, diciéndole en voz baja:

—¡Sobre mi cadáver! No pienso pasar un segundo en compañía de un hombre llamado Nigel. ¿Qué clase de tonto se da esos aires teniendo un nombre semejante?

Perline guardó silencio unos instantes. Estaba enfurruñada.

—Le gustan los árboles —dijo, al fin.

—¿De veras? —pregunté, abanicándome.

Hacía calor, tanto, que las moscas parecían haberse reproducido mágicamente a nuestro alrededor.

—Sí. Me preguntó si había algún árbol en el internado que estuviera marcado con una cruz. Mi respuesta fue negativa. ¿Por qué motivo marcaría alguien un árbol con una cruz?

Sentí un leve ardor en las pequeñas punzadas del cuello.

—¿Una cruz?

—Sí. ¿Crees que quiera grabar sus iniciales junto a las mías en algún árbol de Sainte-Marie?

—¿Qué podría tener eso que ver con nada, Perline? —pregunté, fastidiada por su exceso de candidez.

—Tal vez quiera asegurarse de que yo pueda encontrar el árbol —rio con alegría.

Quise pellizcar a mi pobre prima pero me contuve. Las cosas que me había referido eran en verdad extrañas.

Estaba invitada a merendar con Perline y tía Inés pero no tenía hambre y de algún modo estaba perdiendo el tiempo allí, así que decidí marcharme antes de lo esperado. Quería hacer algunas averiguaciones acerca del hijo del barón de Halkett por cuenta propia.

Comencé por Rosendo: puesto que su primo trabajaba para la familia del barón, tal vez sabía cosas que toros no. Le pedí que volviéramos a casa y me senté a tomar un vaso de leche con él en la cocina.

—¿Has podido ver a tu primo Félix entre ayer y hoy, Rosendo?

—No señorita, eso sería casi imposible. Ya sabe, trabaja para el barón.

—Pero algún rato libre tendrá, ¿no?

—No, señorita. Trabajar para el señor de Halkett equivale a perder la libertad.

—¿Cómo es posible? Aun llevando la vida social más ajetreada, su patrón tiene que dormir en algún momento.

—Esa es una parte del problema. Las actividades de Félix como cochero son estrictamente nocturnas.

Miré a Rosendo con expresión inquisitiva, alentándolo a seguir.

—El barón duerme el día, señorita —prosiguió—, y Félix no solo es su cochero sino que también se encarga de vigilar la propiedad mientras él duerme.

—Eso es insólito. ¿Cuándo duerme Félix?

—La última vez que pude hablar con él, hace un poco más de diez años, me explicó que podía dormir solo un par de horas antes del amanecer.

—Pobre Félix.

—Sí, desdichado primo mío. Lo que más anhela en el mundo es poder ir en busca de su madre, a quien considera haber abandonado por irse a trabajar con el barón. Nadie sabe qué fue de ella. Algunos dicen que murió de pena cuando vio partir a Félix. Otros dicen, incluso, que el mismo barón la mató cuando ella fue a rogarle que le devolviese a su hijo.

Las palabras de Félix me estremecieron.

—¿Y tú crees que eso sea cierto?

—¿Quién podría creer semejante disparate, señorita? Lo que escasea son plazas de trabajo, no gente dispuesta a trabajar. Sin embargo, es cierto que el barón de Halkett es algo raro. Siendo tan rico, solo tiene dos empleados. Al menos así era hace diez años, antes de que se marchara de la ciudad llevándose a mi primo con él. Es por esta razón que Félix solo vive para su trabajo: ¡siempre está tan ocupado! No nos veíamos hace casi una década y el hijo de su patrón no le concedió un minuto para saludarme.

—¿Y la baronesa qué tal es?

—Nunca he oído hablar de una baronesa. Hasta donde sabía, el barón vivía solo, pero el hombre que vimos ayer se le parece tanto que tiene que ser su hijo. Tal vez la baronesa nunca vino por aquí.

Fruncí el ceño, pensativa. Quizá los señores de Halkett se aferraban a la tradición por encima de su propia comodidad.

—Creo que deberías tratar de hablar con tu primo, Rosendo. El rigor que el barón emplea para con él me parece excesivo. ¡Es posible que su joven señoría también duerma durante el día! ¿Por qué no das una vuelta por la propiedad? Quizá encuentres a Félix con una olla de aceite caliente, listo para defender del enemigo las murallas del fuerte del Dragón

—¿De veras no le importaría? —preguntó Rosendo, enrojeciendo.

—¡Por supuesto que no, Rosendo! Es más, tómate la tarde libre. Así podrás pasearte por la calle del barón hasta que Félix dé alguna señal de vida.

—¡Gracias, señorita! ¿No pensaba ir a algún lugar? —preguntó. Me apesadumbró el ver cuán entusiasmado estaba.

—No, Félix, descuida —respondí, sonriéndole—. Voy a leer en el parque.

La temperatura había ascendido bastante cuando me senté debajo del olmo. Había comprado un libro de vampiros de Le Fanu y me tumbé sobre la hierba para leerlo. Carmilla era el nombre de la corta novela que sostenía en mis manos. En ese momento del día se estaba mejor en el parque que dentro de las casas, por lo que varios de los hombres del vecindario, haciendo una excepción a la hora, se habían refugiado bajo la sombra de los árboles.

Carlitos Canteur se entretenía mirando una abeja mientras su hermanita jugaba con una muñeca. De vez en cuando lo sorprendía mirándome de reojo, lanzando uno que otro suspiro. La admiración de Carlitos Canteur me complacía en extremo, era un niño muy dulce.

—¿Qué es una Carmilla, Manuela? —escuché que le preguntaba a su hermana en voz baja.

—Es un vampiro, por supuesto.

Mi corazón dio un vuelco. ¿Cómo sabía que Carmilla, el personaje de un libro para adultos, era un vampiro?

—¡Ah! ¿Y qué es un vampiro? —preguntó el chiquillo.

—Es un ser que bebe sangre humana para sobrevivir. Algo así como un alma en pena, pero con dientes largos y filosos.

—Como el caballero que me visita en las noches —respondió el pequeño.

La conversación me puso los pelos de punta.

—¡Carlos, te he dicho que no debes decir mentiras, es pecado! Además, es de pésima educación —le dijo su hermana.

—¡No miento, Manuela! ¡Puedes dormir conmigo esta noche si quieres comprobarlo!

—Tú solo tienes miedo de dormir sin compañía. No, Carlos, no vas a lograr que duerma contigo, ya eres lo suficiente grande como para hacerlo solo. Además, me encanta mi nueva habitación.

Carlitos se encogió de hombros y dijo:

—No tengo miedo. El vampiro que me visita es amable.

Manuelita hizo como si no lo hubiera escuchado y se puso de pie, alisándose las faldas.

—¿Adónde vas? —le preguntó su hermano.

—Ya lo verás —dijo ella, avanzando hacia mí.

Carlitos puso cara de espanto.

—¡No se lo digas, Manuela!

—Buenas tardes, Emilia —dijo Manuelita, parándose frente a mí. No había notado cuánto me había afectado el intercambio de palabras que había tenido con su hermanito.

—Hola, Manuelita —balbucí—. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias. Me preguntaba si podría ayudarme a solucionar un problema que tengo con mi hermano.

Carlitos había palidecido y temblaba sentado en su lugar.

Me puse de pie de un salto y, arrodillándome frente a Manuelita, le pregunté en voz muy baja:

—Manuela, ¿cómo es que sabes que Carmilla es un vampiro?

—¡Ah! Me escuchó hablando con Carlitos. Bien, entonces no tengo que ponerla al tanto de nuestro dilema. Sé que Carmilla es un vampiro porque nuestro abuelo tiene el mismo libro que usted y él me contó toda la historia. Espero no le importe que hayamos interrumpido su lectura.

—En lo absoluto, pequeña —dije, trepidando—. Quisiera, aun así, hablar a solas con tu hermano.

Tenía que obrar de forma inteligente. Si el vampiro que me había atacado había estado visitando a Carlitos, el niño estaba en grave peligro.

—No sé por qué se me ocurrió explicarle lo que es un vampiro. ¡Ahora insiste en que esa es la criatura que interrumpe su sueño! ¿Cree poder convencerlo de que el espectro que lo visita en las noches es imaginario? —preguntó la niña, echándole una mirada de reojo a su hermano—. Tal vez la escuche a usted.

—Tengo una idea mejor —dije—: Ve a jugar al lado de la fuente mientras le hablo, ¿te parece?

Manuelita sonrió, satisfecha:

—Se lo agradezco, Emilia, ya no sé qué hacer para que Carlos entre en razón. ¡Temo que termine por parecerse Simón Baramof!

—Es un placer, Manuelita. Tu hermano es un niño maravilloso. Puede apreciarse la gran influencia que has tenido sobre su carácter. Eres una señorita de modales impecables, y muy hermosa también —dije, esperando que la lisonja le infundiera más confianza en mis métodos.

Ella se sonrojó un poco y sonrió, con el pecho henchido de orgullo.

—Gracias, Emilia —dijo y, haciendo una graciosa y casi imperceptible genuflexión, se dio la vuelta para dirigirse a la fuente.

Era obvio que Carlitos había escuchado algunas partes de la corta plática que había sostenido con su hermana porque estaba cabizbajo y había clavado los ojos en el césped. Se lo veía muy abochornado. Me levanté y caminé hacia él, sonriendo. No quería incomodarlo pero sabía que era imposible dada la naturaleza de sus sentimientos por mí. Me senté a su lado en la banca y miré al frente.

—Hola, Carlitos —dije con tono cariñoso.

—Buenas tardes, Emilia —dijo él sin levantar la cabeza—. Siento muchísimo…

—Yo sí te creo —lo interrumpí.

El pequeñín dio un respingo y se quedó muy quieto por unos instantes.

—¿Usted… cree en los vampirrios? —preguntó, girando la cabeza hacia mí.

—Sé que hay cosas que aún no podemos explicar —dije, tratando de medir mis palabras—. También sé que un niño tan bueno como tú sería incapaz de mentir al respecto de algo tan delicado.

Carlitos me miró con adoración. Sus grandes ojos negros estaban llenos de esperanza.

—Papá y mamá creen que lo inventé para que me pongan a dormir de nuevo con Manuela —dijo, casi al borde de las lágrimas.

—Quiero que me cuentes cómo es ese ser que te visita en las noches. ¿Podrías hacer eso por mí?

Él sonrió, enseñándome sus dientecitos blancos:

—¡Sí, claro! —dijo, pero de repente se tornó muy serio—. Pero no le cuentes a Manuela que se lo dije. ¡Me lo reprocharía!

—Te propongo un pacto: no repetiré una sola frase que tú digas y, a cambio, tú tampoco les contarás a Manuelita ni a tus padres nada de lo que yo diga. Será un secreto entre los dos. ¿Aceptas?

—¡Acepto!

El chiquillo estaba encantado, más que por mi comprensión, por la nueva complicidad que nos unía.

Estreché su mano y sonreí, complacida:

—Te escucho.

—Nunca he tenido miedo de dormir solo. ¡Aún no lo tengo! Bueno, no tanto miedo —añadió, sonrojándose—, pero desde que papá y mamá pusieron a Manuela en otro dormitorio, viene un caballero a visitarme en las noches. Antes no me hablaba, solo se paseaba un poco por allí y yo me quedaba dormido. Hace poco, no sé cuánto, me desperté flotando frente a la ventana. Fue muy raro, creí que estaba volando por encima del piso pero luego comprendí que estaba en los brazos del hombre. Él tenía la cabeza metida en el pliegue de mi cuello. Yo no podía moverme, estaba débil y me dormí. Otra noche desperté cuando él estaba al pie de mi ventana, dentro de la habitación. De nuevo me sentí muy cansado pero pregunté qué hacía allí y él dijo que quería beber un poco de mi sangre. Yo no me asusté, no sé por qué. Él rio muy bajo y yo volví a quedarme dormido. Anoche regresó. Estaba junto a mi cama. Estaba más cerca pero mi cuarto estaba demasiado oscuro para verlo bien. Le pedí que se fuera, le dije que ya no quería que estuviera allí. Él me dijo que no podía irse porque tenía sed y yo le pregunté cómo podía beber sangre. Él sonrió y vi que tenía colmillos muy largos. Entonces me asusté, pero tenía tanto sueño que tuve que cerrar los ojos y otra vez me dormí.

Para cuando el pequeño terminó de relatar lo sucedido, mi corazón latía con tanta fuerza que creí que los demás podían escucharlo. Hice un gran esfuerzo por parecer tranquila pero él se percató de que estaba nerviosa porque preguntó:

—¿La asusté?

Yo asentí y tomé su manita entre las mías.

—¿Nunca sentiste dolor? —inquirí con voz temblorosa.

—No, no me ha hecho daño, aunque el cuello me arde un poco —dijo él, poniéndose los dedos sobre la yugular.

Le pedí que me enseñara el lugar en que sentía ardor y, para mi sorpresa, no vi nada. Sin embargo, al acercarme discerní dos puntos de sangre aún más pequeños que los míos.

—¿No tienes un crucifijo en casa? —pregunté.

Carlitos comento que los Canteur no eran practicantes.

—Te daré el mío —le dije, deshaciendo el nudo del cordón de seda de donde pendía mi cruz.

—¿Para qué? —preguntó Carlitos, intrigado.

—El crucifijo evitará que el vamp… que ese hombre vuelva a importunarte —afirmé.

—¿De verdad? ¿Cómo? —preguntó el pequeño.

—A los seres que molestan a los niños por la noche no les gustan los crucifijos —respondí, atándolo alrededor de su cuello.

—¿Es por eso que usted lleva uno?

Yo asentí con gravedad. No me sentía capaz de mentirle a mi nuevo amigo.

—¿Y qué hará para que no la molesten? —inquirió, preocupado.

—Descuida, conseguiré otro —dije.

—¡Es precioso! ¡Gracias, es muy buena, Emilia! —dijo, mirándome arrobado.

—Llévalo por dentro de la camisa durante el día para que no te hagan preguntas… ya sabes, por lo que hemos pactado y cuando vayas a dormir déjalo por fuera del camisón. Eso espantará al hombre que ha estado visitándote.

—¿Y ya no beberá más mi sangre? —preguntó, entusiasmado.

—Creo que no… pero si llegara a volver me lo contarías, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo.

Le metí el crucifijo por dentro de la ropa fijándome en que el cordón de seda quedara oculto.

Esperaba que el pequeño pudiese guardar nuestro secreto. En caso de que no fuera así, les diría a sus padres que solo trataba de tranquilizarlo proporcionándole el crucifijo para que no temiera dormir solo. Me fijé por primera vez en las profundas ojeras oscuras de Carlitos: sus padres debían atribuirlas a sus desvelos, pero yo sospechaba que estas se debían más a las subrepticias sustracciones de sangre por parte del vampiro.

—Entonces, ese hombre… ¿es de carne y hueso? —pregunté.

—Sí —respondió Carlitos—. Al menos parecía serlo.

—¿Podrías describirlo?

Él negó con la cabeza:

—No lo he visto bien. Solo sé que es muy alto. ¡Como usted!

—Yo no soy muy alta, Carlitos, más bien lo contrario.

—Pues a mí sí me lo parece —dijo.

Comprendí que para él cualquier adulto era muy, muy alto.

—¿Recuerdas algo más? ¿De qué color son sus ojos o sus cabellos?

—No. Estaba siempre muy oscuro.

Aun así, el niño había visto sus colmillos.

—¿Podrías adivinar su edad? —pregunté, aunque intuí que sería inútil.

—Debe tener su edad… o la de mi papá, tal vez. No es un niño ni un anciano.

Tuve que darme por satisfecha.

—¿Estás seguro de que no te ha hecho daño? —insistí, una vez más. No podía creer que a un niño tan delicado no le hubieran afectado los ataques.

—Seguro. Solo me ha producido mucho sueño —dijo, bostezando.

Manuela ya se aproximaba a nosotros.

—Recuerda nuestro pacto, Carlos —susurré, mirándolo de reojo al tiempo que le sonreía a Manuelita.

—Jamás lo olvidaré —dijo él, anhelante.

—¡Mamá nos llama! —dijo Manuela a su hermano.

—Hasta mañana, Emilia —dijo Carlitos, estrechándome la mano y sonriendo.

—Hasta mañana, pequeño —dije.

—Buenas tardes, Emilia —dijo Manuelita, sonriéndome con complicidad—. Gracias.

Le guiñé un ojo y respondí:

—Que descanses, Manuelita. Saluda a tus padres de mi parte.

Los dos pequeños se marcharon tomados de la mano pasando frente a Simón Baramof, quien lloraba, de nuevo, a los alaridos.

Me quedé, pues, desprotegida sin mi crucifijo. Debía regresar al taller de Abélard para adquirir uno nuevo pero Rosendo había metido los caballos al cobertizo y ya no regresaría a la casa en lo que quedaba del día. Habría ido a buscarlo a la propiedad del barón para que me acompañara a la iglesia pero habría sido supremamente egoísta de mi parte y, además, no concebía la idea de acercarme caminando a esa calle aunque los rayos del sol acariciaran el firmamento.

Ya eran las seis de la tarde y las campanas de la iglesia repicaban. Vivianne Muse aún no salía a su balcón. Pensé que, como los caballeros habían pasado la tarde en el parque con las mujeres y los niños, no había razón para que no rompiera yo también la estúpida regla y resolví quedarme leyendo sobre el césped. Tal vez otras mujeres comenzarían a imitarme y así todos podríamos disfrutar de la frescura del parque a lo largo del día.

Había visto a Nicolás Issarty hablando con Julieta Baramof al lado de la fuente y se me ocurrió que tal vez ya no sentía predilección por mí, lo cual me produjo cierto alivio, aunque estaba consciente de que la causa tenía que haber sido mi propia torpeza. No comprendía por qué las mujeres se peleaban por acaparar la atención de Nicolás Issarty. Ahora que lo observaba por encima de mi libro no me parecía nada atrayente. El cabello castaño ensortijado le hacía juego con las pestañas crespas y largas, y tenía una nariz algo respingona. Además, tenía una boca demasiado delgada que se perdía en aquel rostro de mentón endeble. Sus hombros eran muy grandes y su contextura bastante musculosa: sospeché, al mirarlo, que caminaba con los brazos algo apartados del cuerpo para acentuar esta característica. En breve, Nicolás Issarty era el sueño de toda mujer. Seguramente que sí, pensé, siempre y cuando la mujer no sea yo.

Me embebí en la lectura de mi libro y, como había tanta gente en el parque, no me preocupé por la hora. Los viernes, de todas formas, los caballeros paseaban por debajo de los árboles hasta las nueve o diez de la noche y muchos coches pasaban por allí hasta la madrugada.

—Hola, Emilia.

La voz me sobresaltó. Era Nicolás Issarty, trayéndome de vuelta a la realidad cuando me encontraba en un castillo solitario hacía un segundo.

—Hola, Nicolás —respondí, sin moverme de mi sitio.

Por algún motivo, mi timidez para con él parecía haberse disipado de un momento al otro. Tal vez se debía a que había descubierto que ya no me gustaba.

—¿Caminaría conmigo? Por fin refrescó un poco.

Miré mi libro y luego lo miré a él. Habría preferido seguir leyendo, pero me pareció poco amable rechazar su invitación así que me puse de pie y acepté el brazo que me ofrecía.

—Hoy luce especialmente encantadora —dijo, sonriendo.

—Gracias —respondí, devolviéndole la sonrisa sin saber qué más decir.

Había estado un segundo en su compañía y, en ausencia de mi acostumbrado nerviosismo, me aburría.

Caminamos hasta el sendero exterior que le daba toda la vuelta al parque sin decir nada más. Alguien tendría que romper este silencio, pensé, incómoda. El sol se había puesto y vi que Lucía se asomaba desde el balcón de nuestra casa para asegurarse de que estuviera allí. La saludé con la mano, liberándome así del gancho que me había impuesto Nicolás.

—La acompañaré hasta su casa después, descuide —dijo él sin que yo se lo sugiriera. No pude menos que apreciar el gesto ya que sus modales le habían fallado dos noches atrás. Sin embargo, no pude evitar contestar:

—No será necesario. Soy muy capaz de regresar sola.

El muy zafio no se había ofrecido a acompañarme hasta la iglesia, la cual estaba relativamente lejos, y en cambio pretendía escoltarme hasta la puerta de mi casa, que estaba a dos palmos de distancia. Estaba claro que solo quería pasearse conmigo si lo veían los demás.

En ese momento noté que un coche se aproximaba al parque y creí reconocer a Félix, el primo de Rosendo, en el asiento del conductor. Le sonreí: Félix se veía tan contento que no pude menos que asumir que Rosendo había logrado encontrarlo.

—¿Qué tal, señorita? —gritó él en cuanto estuvo más cerca, saludando con su mano izquierda.

—¡Hola, Félix! —dije, antes de que el coche pasara de largo.

Agucé la vista y comprobé que, una vez más, las negras cortinas estaban corridas. Seguí el coche con la mirada un par de segundos pero Nicolás Issarty interrumpió mis pensamientos, diciendo:

—¿Por qué saluda a los sirvientes, Emilia?

Me volví hacia él y lo miré de pies a cabeza. La expresión de sus ojos era tan insultante que quise abofetearlo.

—¿Por qué cree que lo hago? —pregunté, sintiendo que me salían chispas—. Mejor dígame usted: ¿por qué la pregunta soez?

Nicolás abrió los ojos y la boca pero no dijo nada.

Me di la vuelta para marcharme y, para mi sorpresa, el coche se detuvo a unos pocos metros de nosotros.

—Perdone, Emilia, yo… —comenzó a decir Nicolás a mis espaldas.

—Calle, Nicolás, aguarde —dije, sin apartar la mirada del coche.

La portezuela se abrió y un hombre alto salió del coche: era el joven señor de Halkett. Se lo veía furioso. Caminó hasta donde estaba Félix, quien se estremeció ante su mirada. Acto seguido se cruzó de brazos e, irguiéndose, inclinó la cabeza a un lado sin apartar la vista de su cochero. Su postura sarcástica lo hacía ver extrañamente cómodo y divertido.

—Así que ahora hacemos vida social con las señoritas del vecindario, ¿eh, Félix? —escuché que le decía.

Félix se limitaba a temblar y a mirarlo con los ojos saliéndose de las cuencas. ¿Por qué le temía tanto a su patrón? Recé para que el infeliz cochero se levantara de su asiento y anunciara su dimisión en plena vía pública pero los segundos pasaron en vano.

—¿Qué te pasa, Félix? ¿Te comieron la lengua los ratones? ¡Y pensar que hace solo un instante dabas tales demostraciones de elocuencia!

—¿Ya ves cómo tenía razón? —murmuró Nicolás Issarty por encima de mi hombro—. No es propio que una señorita…

—¿No es propio que una persona reconozca la presencia de otra? —pregunté, iracunda—. Guárdese entonces de dirigirme la palabra en público, Nicolás Issarty, porque si su mundo fatuo insiste en otorgarme tan caprichosas distinciones con el fin de prohibirme la cordialidad para con un grupo de individuos, me reservo el derecho a incluirlo en el último.

Issarty parpadeó un par de veces y dijo:

—No entendí una sola palabra.

La risa del señor de Halkett llegó hasta mis oídos acompañada de tres lentos pero contundentes palmoteos.

Encore! —exclamó, aún riendo y dando unos pasos hacia nosotros—. ¡Había olvidado cuán gracioso puede resultar el teatro callejero! ¿No ha considerado instalarse en el distrito del arte? ¡Qué talento desperdiciado! Me refiero a usted, por supuesto, señorita —dijo, lanzándole una fugaz mirada de desprecio a Nicolás—. Tal vez podría combinar las artes dramáticas con algún proyecto de índole filantrópica.

Quise responder de inmediato pero el señor de Halkett era tan apuesto como detestable, y cabe decir que era extraordinariamente detestable.

—Le suplico —prosiguió— que no me decepciona con una respuesta como la de su amigo. Vamos, no me mire con esos ojos, que me hace sonrojar… y yo jamás me sonrojo.

Se refería, claro está, a la mirada de odio que yo le estaba lanzando. Nicolás soltó una risita floja ante el comentario y el semblante del hijo del barón se endureció de inmediato.

—No me agrada que mis empleados descuiden su trabajo —dijo, dirigiéndose a mí—. Usted puede rasgar sus vestiduras en su afán por convencerse de que Dios está de su lado, o del lado de mi cochero. Puede, incluso, llegar a creer que la bondad de su comportamiento prevalece por encima de cualquier repercusión que su inútil afabilidad pueda tener sobre la vida de Félix. La realidad es que en el mundo de Félix yo soy Dios. Es una pequeña distinción caprichosa.

Las insólitas afirmaciones del señor de Halkett eran ciertas: el semblante de Félix había perdido toda expresión y el pobre hombre se encorvaba, flaco y cansado, sobre sus propias rodillas.

—No sé cómo lo hace. ¡Rayos! ¡Hoy en día! Es un tirano —balbucí, al fin, llena de ira y desconcierto.

—Gracias —dijo él, tocándose el sombrero.

Quise pellizcarme por haberle dado el gusto. Debí haberlo previsto.

—Presiento que cuando se trata de usted la sinceridad siempre va en contra de quien la emplea y, sin embargo, no puedo evitar decírselo: es un hombre execrable —afirmé.

—Ah, la belleza de la ironía —dijo, esbozando una sonrisa melancólica.

—Si no siente compasión, debería al menos darle vergüenza malgastar su tiempo torturando a su cochero por placer. Es obvio que lo hace con el objetivo de atraer la atención de quienes lo rodean —dije, intentando calmarme. Tenía que haber herido su orgullo aunque fuera un poco.

—¿Por qué habría de avergonzarme buscar algo de entretenimiento? ¿Y desde cuándo es el placer una pérdida de tiempo? —preguntó, interesado.

—¿No puede atormentar a otra persona que no sea su desventurado cochero? —pregunté, a mi vez.

Él entrecerró los ojos y me miró de arriba abajo, como tasándome.

—Es usted quien lo insulta al considerarlo tan deleznable que no pueda marcharse o defenderse si así lo deseara. Me parece que yo lo trato con algo más de respeto que eso —dijo, sonriendo.

—¡Vaya! ¡Ahora resulta que es benevolente! —exclamé.

—No sería yo quien lo dijera —respondió el hijo del barón, gesticulando como si se lavara las manos.

—Soy Nicolás Issarty —interrumpió Nicolás, cuya presencia había olvidado.

—Hywel Halstead —dijo el otro, secamente—. Es un placer, señorita…

—Malraux —respondió Nicolás por mí—. Su nombre es Emilia Malraux. Me disculpo en nombre de mi amiga, todo esto es un simple malentendido, barón de Halkett.

Fulminé a Nicolás con la mirada al tiempo que Halstead (¿se llamaba Hywel?) soltaba una carcajada.

—¿Quién dijo que yo era barón? —le preguntó a Nicolás—. Ya ve, señorita Malraux, el pueblo aún confunde mis títulos o me adjudica alguno que no poseo.

El rostro de Nicolás se tiñó de rojo para mi alegría.

—¡Ah! De modo que usted también goza con el sufrimiento ajeno, señorita Malraux —prosiguió Halstead, leyendo mi expresión—. Tal vez, después de todo, no sea usted tan anodina como pensé en un comienzo.

Abrí los ojos de par en par y pestañeé sin dar crédito a mis oídos.

—No se lo tome a mal, solo trato de darle algún uso a eso que llaman sinceridad —añadió.

—Descuide, señor Halstead, no me ha ofendido en lo absoluto —respondí, haciendo un esfuerzo por mirarlo con desdén.

Halstead suspiró.

—Bien, creo que ya me divertí lo suficiente: me espera una noche aburrida. En cambio a usted, señorita Malraux, seguro le espera una noche fascinante en compañía de algún vampiro —dijo, clavando sus sombríos ojos de cobalto en los míos.

Mi corazón se detuvo.

—¿Disculpe? —pregunté, tragando en seco.

Carmilla. ¿No es el libro que lleva en la mano?

Halstead se tocó el sombrero y se dio la vuelta para alejarse antes de que yo pudiera decir nada. Estupefacta, vi cómo su coche se perdía por las calles. Caminé hasta la casa con Nicolás Issarty pisándome los talones. En cuanto entré, azoté la puerta con violencia, escuchando solo la mitad de la frase de Nicolás:

—Tal vez algún día deberíamos invit…

Subí los escalones a toda prisa al tiempo que Lucía preguntaba, asomándose desde la cocina:

—¿Qué tal su paseo?

—¡Borrascoso, Lucía! ¡Indiscutiblemente borrascoso!

Cerré la puerta de mi habitación y proferí un grito de frustración cuando retumbaba en la distancia el eco de un rayo. Una fuerte tormenta empezó a caer, opacando las notas disonantes que huían del piano de Vivianne Muse.

¡Hywel! ¡Vaya nombre!, pensé, exacerbada. ¿Qué había pasado con Nigel? Y, por Dios, ¿a quién se le ocurría llamar eminente a su hijo? Porque ese era el significado de su nombre según mi interpretación, al menos basándome en el inglés que había aprendido. Nigel era un nombre cómico. Hywel era solo estúpido. Me di unos golpes de pecho figurativos por no haber estado preparada para ese encuentro en que la niebla había obnubilado mi razón, impidiendo que respondiera a sus comentarios con acierto. Dejé la ventana abierta para que mi cuarto se refrescara aunque temía que los vampiros entraran cuando me quedara dormida.

Por suerte aún tengo mi estatuilla de la Virgen, pensé para comprobar con horror un segundo después que había desaparecido. Emprendí una carrera gradas abajo, gritando:

—¡Lucía! ¡Lucía! ¿Qué fue de mi estatuilla?

Lucía salió de su habitación vistiendo camisón, gorro y pantuflas.

—¿Qué ocurre? —preguntó, asustada.

—Mi estatuilla de la Virgen, Lucía, ¿dónde la pusiste? —lloré.

—¡Se la di a Rosendo para que la hiciera reparar en la bisutería, por supuesto! No podía seguir exhibiéndola así, estropeada como estaba.

—¡Ay, Lucía, no sabes lo que hiciste! —gemí, con los ojos aguados.

Sin mi crucifijo y sin la Virgen, me sentí perdida. Mi vida estaba a merced de los vampiros.

—Emilia, ¿qué le ocurre? ¿Por qué está tan afectada?

—¿Por qué? ¿Por qué? ¡Tú jamás me creerías!

—¡Cálmese! ¡Puede confiar en mí, yo no dudaría de su veracidad!

—Bien, entonces dime qué opinas de esto: ¡los vampiros vendrán por mí esta noche para beber mi sangre!

Lucía me miró con expresión preocupada y tomó un hondo respiro.

—Me quedaré despierta junto a su cama hasta que amanezca para asegurarme de que nada le pase, como cuando era niña. ¿Qué le parece?

Me eché a llorar en sus brazos.

—¡Gracias, Lucía! ¡Gracias! Pasaré la noche en vela contigo —sollocé agradecida.

Lucía creía que yo me había enfermado de los nervios, pero no importaba: era tan buena conmigo que estaba dispuesta a desvelarse con tal de que yo me tranquilizara.

—No espere que mueva un solo dedo mañana, ¿eh? —me advirtió.

—No harás nada que no desees hacer, Lucía —dije, mientras ella me acariciaba la cabeza.

Lucía se reclinó en el diván que había bajo mi ventana con un libro sobre el regazo y yo me acosté sobre las sábanas de mi cama. Aún hacía calor aunque hubiera llovido y todavía se escuchaba la música de Vivianne Muse.

—¿Has notado que Vivianne parece haber olvidado cómo tocar el piano, Lucía? —pregunté.

—Ahora que lo menciona, el cambio de estilo es atroz. Quién sabe en qué terrenos desconocidos de la composición musical está incursionando —dijo ella.

—Terrenos lóbregos, sin lugar a dudas —afirmé, abriendo mi libro en tanto que Lucía abría el suyo.

—Emilia, ¿por qué lee libros de vampiros si la asustan tanto?

—No me asustan los libros de vampiros sino los vampiros reales, Lucía. Leer es solo una distracción para mí.

—Cualquier persona con sentido común le aconsejaría que no fuera tan indulgente con esos temas. Yo, por ejemplo, se lo aconsejo de corazón.

—Está bien, Lucía —dije para complacerla y con la esperanza de demostrarle que las novelas no eran la fuente de mis temores—. Ya no lo leeré más.

Puse el libro sobre mi mesa de noche y miré el cielorraso ante el asombro de Lucía, quien se dio por satisfecha e inició su lectura.

—No acostumbro pasar la noche en vela, pero debo admitir que esto es agradable —murmuró para sí, pasando la página.

Mis ojos vagaron por la alcoba hasta detenerse en el esmalte de los mosaicos que ribeteaban las paredes. Me quedé pensando, sin querer, en los ojos de Halstead.

El azul suele ser tan frío, pensé, pero los ojos de Halstead, lo que hay detrás de ellos, con todo su cinismo, con toda su maldad, son tan

—¿Y ese lamento? —preguntó Lucía.

—No es nada, Lucía, estoy un poco inquiera, eso es todo.

Lucía no quiso indagar más y prosiguió con su lectura. Cerré los ojos me dejé llevar por las sensaciones que me abrumaban. Hywel Halstead, señor de Halkett. Parecía un acertijo.

Estaba acostada sobre un lecho de tierra, rodeada de neblina. Me sentía bien allí, era un lugar apacible y fresco. Nada podía perturbar mi paz. La cabecera de mi lecho era de piedra labrada. Mi nombre estaba grabado en ella y sobre mi nombre había un dragón. La neblina se condensaba hasta transformarse en espesa bruma que flotaba sobre mí. Me abarcaba y se hacía pesada, oprimiéndose contra la tierra blanda. Era un peso que me impedía respirar y, sin embargo, me gustaba esa sensación de asfixia. La niebla era densa y a medida que se compactaba yo me enfriaba más. Entonces creí ver el cálido fondo del océano pero pronto me di cuenta de que veía los ojos de Halstead, azul de lapislázuli, azul de ultramar. Yo quería ahogarme en sus aguas.

—¿Quieres morir, Emilia? —decía su voz en un arrullo líquido.

—No —murmuraba yo, con poco aliento porque no podía tomar aire.

—¡Entonces no me amas! —decía él y se separaba de mí.

La niebla me dejaba y yo trataba de retenerla pero se disolvía. Yo sentía que enloquecía, la quería de vuelta. ¡Vuelve! ¡Vuelve, Halstead!

—¡Emilia!

La voz de Lucía me llamaba y yo no quería despertar, dolía aún más estar sin él.

—¡Emilia! ¡Por Dios! ¿Qué hizo? ¡Ay, Dios mío, ampárate de ella! —lloraba.

Abrí los ojos y me encontré tendida sobre el lecho. Todo estaba borroso. Mis sábanas no eran rojas, no podían ser rojas. No sentía los dedos pero tenía una plumilla de plata en la mano y estaba bañada en sangre. El dolor en mi cuello, ardiente, desgarrador, acusaba a mi mano de ser la culpable. Lucía, mi ángel, sostenía mi cabeza. ¡Yo no me había hecho eso a mí misma, lo sabía! ¡No!, quería decir, pero solo lloraba y Lucía lloraba: Ambas llorábamos. ¡Halstead! ¡Vuelve aquí y dile!, imaginé que gritaba, pero todo se oscureció.