CAPÍTULO 29
A CAPELLA: LA SERPIENTE INFERNAL
Era el mismo recorrido que había realizado una noche del verano anterior que había considerado fatídico. Ahora la luna iluminaba la calle helada y todos los árboles habían perdido las hojas. No había brisa ni cielo púrpura. El corazón maligno batía con sigilosa lentitud dentro de la caja y mi pulso se aceleraba, martilleando en mis oídos hasta llegar a hacer casi ensordecerme. No escuchaba mis propios pasos ni mi respiración agitada, que se transformaba en vapor blanco al salir de mi boca. Solo escuchaba dos corazones, el que estaba dentro de mí y el que debía destruir.
Pasé frente a las casas deshabitadas sin siquiera atreverme a mirarlas. No sabía si temblaba a causa del miedo o el frío, pero mis pies me arrastraban hacia la casa de Halstead aunque parte de mi voluntad se resistía a coincidir con la decisión que ya había tomado. Sentía, pues, que iba como oveja al matadero, expresión bastante apropiada para ilustrar los planes de Halstead y su secta para conmigo. Habría jurado que estaba completamente sola: no había rastros de Adrien o Árpad y, aun si sabía que era parte del plan, me acobardaba.
Me detuve en medio de la calle, exactamente frente a la reja de la casa del dragón y, tras depositar la caja en el suelo y abrirla, busqué son dedos trémulos el frasco con el monograma del árbol de la vida. Allí, acurrucada junto al cofre, retiré la pequeña tapa de plata que protegía las semillas y, cerrando los ojos, ingerí el contenido del frasco que se había transformado en polvo.
Mastiqué como pude, tragando con dificultad. Mentiría si dijera que experimenté una sensación sublime: mi miedo era abismal, tanto así que mi estómago se había contraído como si estuviera a punto de lanzarme a un pozo sin fondo. Con una exhalación entrecortada, sacudí el saco para que la serpiente cayera a mis pies. Su cuerpo, aún elástico, rebotó sobre la piedra y rozó mis botas, sobresaltándome.
Quise echarme a correr pero mis piernas no reaccionaron: no había marcha atrás. Me di alientos diciéndome que estaba donde debía estar y forcé el compartimiento superior del cofre que se había atascado, provocando con la brusquedad del tirón que el pergamino y los frascos rodaran por el suelo. Me apresuré a recogerlos confundiéndolo todo en mi afán. Volvía a inclinarme sobre el cofre, acomodando el pergamino y los frascos en el compartimiento correspondiente. Gracias a la dispersa luz de la luna vi el corazón por primera vez: no solo palpitaba dentro de la madera sino su tejido oscuro y heterogéneo tenía movimientos propios. Un vaho pestífero ascendió hasta mí y me compelió a retroceder sin que con ellos pudiese evitar que impregnara mis cabellos y vestiduras, así como todo el aire alrededor.
Estaba consciente de que no debía detenerme en medio de mi tarea así que, haciendo acopio de valentía, toqué la puerta muerta por primera vez. Temblando de asco, me decidí a enrollarla alrededor del corazón solo para descubrir que el extraño movimiento del último se debía a la gran cantidad de larvas negras y blancas que salían y volvían a entrar en él. Llorando, luché contra mis propias reacciones e introduje la culebra en el cofre, curvándola alrededor del corazón y rozándolo en el intento, más a causa de los espasmos de mi estómago que por la estrechez del espacio.
Cuando el corazón estuvo aprisionado dentro del grueso pellejo de la cobra, abrí sus fauces con las puntas de los dedos, distrayéndome con sus opacos ojos azules y la gelatinosa lengua bifurcada. Entonces escuché un siseo proveniente del cofre y me pareció que la serpiente se temblaba, como llenándose de un líquido invisible. Metí la cola dentro de la mandíbula abierta y, en un impulso que solo el terror puede explicar, aplasté su cabeza con mis nudillos para obligarla a morderse a sí misma. Una convulsión la recorrió y retiré mis manos, que se habían manchado de un líquido negro que bien podía ser sangre putrefacta o veneno.
Me puse de pie, lanzando una exclamación musa: la serpiente estaba viva. Salté hacia atrás, convencida de que me atacaría, solo para caer en la cuenta de que, al igual que la noche en que Halstead había bebido mi sangre por primera vez, estaba rodeada de niebla. Jadeé horrorizada y empuñé la daga de Árpad con mano débil. Nada es peor que no ver lo que se acerca, o al menos eso creía.
—¡Halstead! —grité, no para llamar al monstruo sino para darles un idea de mi ubicación a Árpad y a Adrien—, ¿hasta cuándo vamos a jugar a las escondidas?
Di otro paso atrás, temiendo que la culebra escapase del cofre para morderme. Sin embargo, recordé que Halstead podía apoderarse del corazón, así que volví a acercarme.
—¿Hola? —llamé. Sólo el eco de mi propia voz me contestó. Tomé el cofre y volví a cerrarlo. La serpiente y el corazón produjeron extraños sonidos en su interior. En vista de que Halstead no salía a mi encuentro, tendría que ir por él. Entraría por última vez a la casa del dragón.
Me acerqué al portón y lo empujé procurando no hacer ruido pero las bisagras de metal chirriaron con el movimiento. Esta vez tampoco parecía que hubiera nadie en la casa. Temblando, subí los escalones de piedra y giré la perilla de la puerta principal, la cual cedió ante la presión de mi mano. Rogué para que Árpad y Adrien no me perdieran de vista: era imprescindible que supieran dónde estaba en cada momento. Me enfrenté a las tinieblas del interior y cerré la puerta a mis espaldas con delicadeza.
El salón estaba tan oscuro que no podía ver más allá de mis narices, así que me acerqué a tientas a los pesados cortinajes para abrirlos un poco. Bastaría con que la claridad de la luna llena entrara por el cristal de una de las ventanas para darme una idea de la posición de los muebles y no tropezar contra ellos.
Puesto que el cofre me impedía maniobrar con soltura, lo deposité con cuidado en el suelo mientras intentaba descorrer una cortina cuyo punto de apertura no encontraba. Los ventanales eran tan altos y la tela tenía tantos pliegues que me estaba resultando realmente difícil hacerla a un lado. Por otra parte, mis ojos aún no se habituaban a la oscuridad y empecé a sudar profusamente a causa del miedo. Para mi sorpresa, los latidos del corazón contenido en el cofre se hicieron más tenues y, de un momento a otro, imperceptibles. Me incliné con lentitud y palpé la alfombra alrededor con las yemas de los dedos para descubrir con horror que el cofre había desaparecido.
De repente, la madera crujió bajo la alfombra en el otro extremo de la habitación. Presa del pánico, empecé a desplazarme a gatas por el área que creía haber recorrido entre la puerta principal y los ventanales con la esperanza de hallar el cofre pero alcancé la entrada antes de toparme con el artículo perdido. Desesperada, intenté abrir la puerta de nuevo para que la claridad exterior penetrara en la estancia pero la perilla permaneció firme en su lugar; alguien le había echado llave al cerrojo.
Con el fin de recobrar la calma, me dije que quizá la puerta principal se había atascado y Halstead aún no sabía que yo estaba allí, pero no podía estar segura de ello. De todos modos, ese era un triste consuelo puesto que Árpad y Adrien ya no podrían entrar al inmueble de la misma forma que yo. Estaba atrapada y había perdido el corazón batiente. Tuve el presentimiento de haber caído en una trampa planeada por Domán con precisión magistral.
Mi respiración se tornó estertorosa, impidiéndome discernir los sonidos de mi entorno: debía comunicar de inmediato mi situación a Adrien y Árpad, quienes seguramente estaban fuera de la propiedad y tan angustiados como yo. Tendría que abrir la ventana e indicarles por medio de señas que estaba encerrada. Dejaría la ventana abierta de modo que ellos pudieran introducirse en el recinto mientras yo buscaba el cofre. Me puse de pie y caminé a ciegas hacia el ventanal pero, cuando palpé la suave tela de la cortina de nuevo y ya me disponía a levantarla, el piso de madera volvió a crujir, esta vez debajo de mis pies.
Me quedé muy quieta, temiendo haberme delatado. Escudriñé la habitación con la esperanza de detectar el cofre antes de ser descubierta. Aún no podía discernir las sombras que me rodeaban, así que me acurruqué lentamente y me escurrí tras la cortina. Procuré que mis movimientos fueran sutiles a pesar de mi nerviosismo y, cuando al fin estuve oculta por el negro cortinaje de terciopelo, me incorporé para alcanzar el alféizar. Mi corazón se detuvo cuando comprendí el verdadero motivo de la oscuridad del salón; las ventanas habían sido tapiadas con adobe en el interior, de modo que desde afuera parecía que los cristales podían abrirse. Árpad no podría entrar a la casa del dragón aunque rompiera los vidrios. Ahogué una exclamación de horror y me lancé al piso, saliendo de mi escondite y rezando por entre los dientes para que Dios me permitiera recuperar el cofre antes de que Domán lo atisbara. Ahora podía distinguir vagamente los contornos del mobiliario gracias a la diáfana luz que se filtraba a través de la rendija de la puerta que comunicaba al salín con la habitación contigua. No parecía que hubiese nadie allí conmigo pero, aunque me esforzaba, no lograba ver el suelo. ¿Dónde había puesto el cofre?
—¡Emilia!
La voz de Árpad llegó a mí desde la habitación adyacente.
—¡Árpad! —respondí, dirigiéndome a pasos apresurados hacia la puerta que nos separaba—. ¡Estoy aquí!
Lo escuché forcejear con la cerradura.
—¡Esta puerta también está atascada! —exclamó—. ¡Date prisa, Halstead se dirige al pórtico y está a punto de entrar!
Tire de la manija con fuerza pero, debido a la torpeza, esta se rompió.
—¡Socorro! —dije, con lágrimas en los ojos—. ¡No encuentro el cofre!
—¿Qué dices? —preguntó. Percibí la angustia en su voz—. ¡Por lo que más quieras, olvida el cofre! ¡El vampyr te matará!
Tomé la daga que Árpad me había dado y lo incrusté en la cerradura, girándola en mi mano trémula. Entonces, la puerta al fin cedió y mi interlocutor la haló desde el interior.
—Sorpresa.
Domán me esperaba al otro lado de la puerta. Comprendí, horrorizada que había estado hablando con él todo el tiempo. Estaba ataviado con una bata roja que caía hasta el piso y varios rostros familiares me sonreían desde la penumbra tras él: Robert D’Alleste encabezaba el grupo que lo acompañaba, alumbrando la estancia con una vela negra. Enmudecí del miedo.
—La sangre contiene la esencia de cada individuo y yo la retengo hasta el fin de los tiempos —dijo Domán, desalojando la daga de la cerradura y reteniéndola en la mano—. ¿Olvidaba que el príncipe magyar fue la primera víctima?
A pocos pasos de Domán, Vivianne se erguía orgullosa con el cofre en las manos.
—¿Buscabas esto? —preguntó, enseñándomelo con sorna—. Jamás debiste dejarlo fuera de tu alcance. Los conversos podemos ver claramente en la oscuridad.
Pronto advertí que todos ellos estaban vestidos del mismo modo que su venerable maestro, quien había decidido jugar conmigo como una serpiente con su presa, imitando la voz de Árpad y demorando adrede el momento de revelarse ante mí. Me di la vuelta bruscamente con la intención de echarme a correr, solo par chocar contra Marcello Bianchi, quien se detuvo con una sonrisa burlesca.
—¿A dónde cree que va? —preguntó en mi oído, agarrándome con una fuerza sobrecogedora de la que no habría sido capaz si Domán no lo hubiese transformado también—. Es su noche de bodas. Quiero decir, la noche de su boda.
—Ambas cosas son ciertas —dijo Domán a mis espaldas, al tanto que Bianchi continuaba retorciéndome mis manos. Sentí que mis coyunturas cederían en cualquier momento—. Asegúrate de que no pueda volver a escapar.
—¡Dios mío! —grité con toda mi capacidad, presionando mi cuerpo contra el de Bianchi con la intención de herirlo con mi crucifijo. No me atreví a pronunciar el nombre de Árpad o el de Adrien quienes eran mi única esperanza, pero necesitaba que me oyeran de algún modo—. ¡Sálvame!
—¡Por Satanás, que alguien le quite el broche a la novia! —aulló Marcello, alejándose de mí sin soltarme.
Antes de que pudiera parpadear, un jovenzuelo de expresión estupefacta emergió de entre las sombras y se apoderó del crucifijo, arrancándolo de mi cuello con un graznido triunfal. De inmediato reconocí a Crowley, el ocultista adolescente que había ido hasta los Alpes a buscar el cuerpo de Boróka.
—Gracias, Aleister —dijo Domán—. Ahora, pon el talismán de la orden alrededor de su cuello. Bianchi, asegúrate de que la novia no pueda usar sus manos.
Crowley volvió a acercarse a mí con el amuleto triangular que Halstead había querido obligarme a lucir durante la cena en casa de mis padres. Cuando intentaba colocármelo sacudí la cabeza con furia, golpeando al chico en el puente de la nariz, pero él consiguió ponerme el broche. La nariz de Crowley goteó sangre y los ojos de Vivianne se iluminaron. Dio un paso hacia nosotros.
—Venerable maestro, tenemos hambre —dijo.
—Primero la boda, después el banquete —replicó este.
Conforme la luz de la vela iluminó el salón, advertí que un centenar de figuras encapuchadas se incorporaban del suelo. Todos los iniciados, sin excepción, estaban enfundados en túnicas rojas que, como la de Domán, ostentaba a la altura del vientre la insignia del ojo providencial enmarcado en un triángulo.
Marcello me viró de nuevo hacia la otra habitación, obligándome a encarar a Domán y sin dejarme de sujetarme, esta vez por los codos. No había forma de que Adrien y Árpad mataran a tantos vampyr. Si se atrevían a entrar a la casa del dragón, perecerían irremediablemente. Debía alertarlos de algún modo.
—Bien, Emilia, ahora sabe que no solo puede tocar el piano como la señorita Muse —dijo Domán. Su expresión era inescrutable—. También puedo hablar como ella o como cualquiera de mis víctimas, sin importar hace cuánto haya bebido su sangre.
»Aunque no puedo dejar de sentir ira para con usted por haber robado el cadáver del rey, liberando así su ka y permitiendo que su espíritu retornara al cuerpo —continuó—, le estoy agradecido por haber recuperado el primer corazón que le ofrendé a la gran serpiente. Es de valor sentimental para mí.
—¡Lord Halstead los matará a todos en cuanto lleve a cabo su cometido! —lloré, dirigiéndome a su séquito maligno para ganar tiempo—. ¡Arrancará sus corazones y los ofrendará al demonio como lo hizo con el dueño del corazón que sostiene Vivianne!
—No sea ridícula —replicó él—. Monsieur D’Alleste ha sido cofrade desde que vine a Lyon la primera vez y solo ha recibido recompensas de mi parte. En ese entonces me presenté como el barón de Halkett y no como su heredero.
D’Alleste ha guardado mi secreto demostrando así su fidelidad y a cambio de su prudencia lo transformé. Desde entonces no ha hecho más que ascender a nuestra orden. Mis nuevos aliados pueden esperar lo mismo si se comportan, especialmente el oven Crowley, a quien prometí convertir esta noche por su gran labor en los Alpes. Recobró el cuerpo de la viuda, cuya sangre se preservó en el hielo. El doctor Goldberg extrajo de sus venas justo la cantidad necesaria para el rito que llevaremos a cabo en unos instantes. Ah, Emilia, usted será la novia más apetecible gracias al miedo que la embarga.
Todos los vampyr que se hallaban allí aullaron al unísono al tanto que mis ojos se llenaban de lágrimas de verdadero terror.
—Fue un placer, milord —dijo un hombrecillo de anteojos y barba rojiza que adiviné era Goldberg. Estaba cerca de mí, en el costado derecho del salón—. Es lo menos que podía hacer por usted. Después de todo, usó su influencia para sacarme de la cárcel y limpiar mi expediente. Sé que lo hizo para que lo proveyera con la lista de los contactos más poderosos de la condesa Báthory, pero estoy dispuesto a servirlo devotamente por tan excelente favor.
»Me alegra que la novia que va a albergar el espíritu de la viuda sea de su agrado. Sin duda el sufrimiento de su carne despertará su lujuria para garantizar que la mayor proeza científica de la historia se realice en breve. Los profanos que no pertenecen a nuestra orden aún ignoran que la ciencia verdadera yace en este antiguo culto.
»Además —prosiguió, dirigiéndose a sus cofrades—, la novia me ahorró el trabajo de encontrar el elusivo árbol de la vida en el bosque del antiguo monasterio de Saint-Bernard. La condesa Báthory lo odiaba por ser un símbolo del Cristo enemigo y, careciendo de la astucia y sabiduría sacra que el venerable maestro Halstead posee lo tumbó a tierra en cuanto lo vio. Como milord bien lo sabe, me fue imposible localizar el nuevo retoño para sintetizar su semilla en tan corto tiempo.
»Sin embargo, como todos los presentes pueden observar, la novia consumió la trituración del fruto que los monjes ya habían preparado y sus efectos comienzan a hacerse palpables. Es toda fertilidad, tanto así que la simiente de la muerte engendrará en ella un varón capaz de derrotar al Dios enemigo.
Las palabras de Goldberg me hicieron temblar.
—¡Su piel brilla! —siseó Vivianne, mirándome con odio y sacudiendo el cofre—. ¡Yo también quiero un poco!
—No te atrevas —dijo Domán—. Debemos hacerlo de acuerdo con la profecía. Si obedecemos a la serpiente que nos guía, el fruto del árbol terrenal nos dará acceso al verdadero árbol de la vida que está en el paraíso a través de la sangre de la novia y el glorioso unigénito maldito que va a concebir. Así, el Juicio Final no tendrá efecto sobre las potestades infernales. Seremos como dioses.
Domán había revelado el plan de su amo ante todos. Los chillidos de júbilo de los vampyr fueron tan estrepitosos que tuve la certeza de que Adrien y Árpad los habían escuchado. Al menos se harían una idea de cuán numerosos eran. Intenté liberarme del agarrón de Bianchi sacudiéndome y dándole coces pero él me dominaba por completo.
—Gracias a Lucifer la novia siguió las instrucciones que estaban en el pergamino oculto en el cofre —dijo Domán, sonriendo y enseñando dos colmillos larguísimos entre los cuales se asomó una delgada lengua viperina—. Esto demuestra que perfeccioné el arte de conseguir que mis opositores trabajen para mí aun cuando creen seguir los designios de su deidad.
—¡Jesucristo! —vociferé, sintiendo que me desgarraba por dentro. Los vampyr cubrieron sus oídos, estremeciéndose.
—Vamos —ordenó Domán—. Es hora. Si no nos damos prisa, el plenilunio alcanzará su esplendor.
Me debatí con brío, invocando a todos los santos e intentando morder la mano del chico que no había sido convertido, pero él y Bianchi me golpearon, dejándome aturdida.
—Ascendamos a mis aposentos —dijo Domán. Sus ojos azules se habían encendido con un brillo siniestro.
Varios vampyr se empujaron en dirección a la estancia contigua, la cual surcamos precedidos por Domán, y todos entonaron un cántico disonante en latín que glorificaba a la serpiente antigua. No cesé de gemir y de luchar en vano contra mis captores hasta que decidieron cargarme y, como en una orgía serpentina, me arrastraron a través de una ancha escalera hacia la planta alta de la casa. Allí me depositaron en el suelo y me obligaron a caminar.
La superficie de la inmensa habitación estaba cubierta con tierra fresca y húmeda. Mis pies se hundieron en ella mientras los vampiros me guiaban hacia el fondo y sentí que algunas alimañas subían por mis tobillos y pantorrillas. Me estremecí, sacudiendo los pies en un intento vano por impedir que continuaran trepando. Aquel lugar era como un ataúd gigante. En la parte posterior de la estancia, una piscina de aguas inescrutables antecedía a dos tronos de mármol. Uno de ellos permanecía vacío y el otro estaba ocupado por el cadáver hinchado y azulado de una mujer de cabellos largos y oscuros cuyo pecho enseñaba una gran abertura en el lugar donde debía estar su corazón.
—¡Ave, viuda! —clamaron los vampyr, inclinándose frente a ella. El séquito de Halstead se dispersó revelando ante mis ojos un gran altar de piedra clara situado al lado izquierdo de la piscina. Este era cuadrado y estaba cubierto con una tela blanca en la cual el pentagrama había sido bordado con hilo rojo. Cuatro columnas con cadenas sobresalían de sus esquinas. Adiviné que era el lugar donde Halstead pretendía sacrificarme tras la boda, y el grito que surgió de mis labios fue censurado por otro golpe de Crowley.
Bianchi y Monsieur D’Alleste me elevaron en brazos y me depositaron sobre el altar, sujetándome a él. Allí, varios vampyr me encadenaron a las columnas de forma que mis piernas, brazos y cabeza reposaron respectivamente sobre un ápice del pentagrama.
El séquito de Domán se congregó cerca del altar dejando libre el costado del mismo que colindaba con la piscina negra. Observé con espanto que Halstead se desnudaba ante todos. Su cuerpo pálido ostentaba el dibujo de Baphomet en el abdomen, justo sobre su pelvis. A continuación, tomó la daga y se aproximó a mí. Temblé de pavor, gritando por entre los dientes. Árpad jamás me encontraría allí: los vampyr habían cerrado la puerta de acceso de la habitación, que era igual a la de una mazmorra. Domán empuñó la daga de Árpad y, con un movimiento veloz, rompió mi vestido de arriba abajo, de modo que me encontré desnudad ante todos mis enemigos.
—Retiren los jirones sobrantes del vestido —ordenó—. Es preciso que nada se interponga entre el pentagrama y su piel.
Llorando, miré hacia arriba por primera vez y me encontré con que una enorme lámina de hierro cubría la posición del techo que estaba sobre el altar. Una gruesa cadena pendía de la lámina, llegando casi hasta el suelo.
—¡Qué entre la claridad de la noche! —ordenó Domán.
El vampyr encapuchado tiró de la cadena, desplazándose un par de metros de modo que la lámina se deslizó sobre dos ejes metálicos y dejó al descubierto una claraboya por donde se apreciaba el cielo despejado. Los vampyr dejaron escapar una exclamación de asombro, apuntándome con sus dedos. Mi cuerpo brillaba con luz propia en la oscuridad del recinto. Un halo blanquecino me rodeaba como si fuera un faro.
Domán me observó de arriba abajo y a continuación me dio la espalda para zambullirse en el baño oscuro. Vivianne, entre tanto, se aproximó a mí con el cofre entre las manos. El corazón que contenía volvió a latir rápidamente y su palpitar se hizo tan fuerte que llenó la estancia, obnubilando las voces de los vampyr. Dos de ellos tomaron el cadáver de Boróka y lo lanzaron a la piscina mientras Domán aún estaba sumergido en las aguas negras. Al cabo de unos segundos, la superficie del agua se llenó de burbujas y, unos minutos después, Domán emergió del baño impregnado de un líquido negro y con un cráneo en la mano. Supe que era el de Boróka porque la larga cabellera aún se adhería a él.
—He consumido la carne de la viuda muerta —anunció Domán—. Ahora ella y yo somos uno solo.
Acto seguido, soltó el cráneo de Boróka y este volvió a hundirse en el agua. Los colmillos de Domán sobresalían de las comisuras de la boca y su lengua bífida se paseaba por el mentón y las mejillas como si tuviera voluntad propia. Los vampiros aplaudieron y lo ayudaron a salir del baño. A continuación, se puso de pie ante mí y dijo, dirigiéndome una mirada de intensa satisfacción:
—Así como la novia fue purificada por dentro y brilla por fuera, yo me alimenté de muerte y soy putrefacción. Somos los opuestos perfectos. Que comience la ceremonia.
Monsieur D’Alleste se aproximó al altar trayendo un cuenco de plata en las manos. Se descubrió la cabeza y preguntó:
—¿Quién entrega a esta mujer?
—Yo —dijo uno de los encapuchados, ubicándose en la cabecera del altar—. Su progenitor.
Intenté desprenderme de las cadenas con todas mis fuerzas al comprobar que, en efecto, se trataba de mi padre.
—¡No! —lloré—. Papá, por favor…
—Silencio —dijo él, metiendo la mano en el cuenco de plata que sostenía D’Alleste—. Así como tuve la autoridad para traerte al mundo, la tengo para entregarte al ángel negro —y, sonriendo, prosiguió—: Yo te marco con la sangre de la viuda que ocupara tu cuerpo.
Deslizó su manos sobre mi vientre y dibujó una figura con la sangre de Boróka al tanto que yo le imploraba que se detuviera, ahogándome en mis propios sollozos.
—¡Papá! —gemí—. ¿Ya no me amas?
Él me miró con expresión fría.
—No —respondió—. Me deshonraste cuando incumpliste mi voluntad y huiste, poniéndome en ridículo ante todos.
—¡Padre, por favor! —supliqué, llorando—. ¡Siempre quisiste protegerme, intenta recordar!
—Mi hija ya lleva inscrita la rovás de la serpiente —dijo mi padre a Domán ignorando mis ruegos—. Es suya, venerable maestro. Puede cubrirla.
Domán extendió una sábana roja y húmeda sobre mi cuerpo desnudo. Supe de inmediato que estaba empapada de sangre fresca.
—La nívea novia está cubierta de sangre. Sea igual con los santos de la humanidad.
—¿Quién toma a la novia? —inquirió D’Alleste.
—Nosotros —dijo Domán—. La viuda en mi persona y yo por mi propia voluntad.
—¡Thelema! —exclamaron todos los vampyr que nos circundaban.
—Haz tu voluntad. Esta será la totalidad de la ley —dijo D’Alleste, y los demás repitieron sus palabras.
—¿Quién toma al novio? —preguntó a continuación D’Alleste.
—Nosotros —dijo mi padre—. La novia en mi persona y yo por mi propia voluntad.
—¡Mentira! —exclamé, retorciéndome.
—Amen —dijo D’Alleste—. ¡Brindemos por los novios!
Los vampyr se precipitaron a la piscina y hundieron sus cabezas en el agua atrabiliosa, bebiendo como sanguijuelas. Segundos después se levantaron de nuevo con los rostros negros, gesticulando alrededor del altar. Todos enseñaban largos colmillos que me pusieron a temblar.
Domán se acercó entonces a mí y dijo:
—Prepárate para recibir mi simiente.
—¡Santa María! —lloré, horrorizada—. ¡No me abandones!
Mi enemigo se posicionó frente a mí y tuve la certeza de que iba a abalanzarse sobre mi cuerpo pero se detuvo en seco.
—¿Qué es esto? —gritó, señalándome.
Una sombra en forma de cruz me había cubierto. Elevé los ojos hacia la claraboya y observé, anonadada, que la cruz Patriarcal reposaba sobre el cristal en la parte exterior de la casa, interponiéndose entre el plenilunio y la sábana sangrienta que me cubría.
—Almos —murmuré, con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Alguien debe retirar ese odioso artefacto del techo de inmediato! —vociferó Domán. ¡No puedo consumir el acto fuera del altar donde se llevó a cabo la ceremonia!
Giré la cabeza a ambos lados: los vampyr chillaban, pero ninguno le obedecía.
—¡Maldición! —exclamó Domán—. ¿Qué les ocurre? ¡Dense prisa!
—¡Me quemo! —gritaban ellos, contorsionándose y cayendo al suelo uno a uno—. ¡El agua del baño! ¡Arde!
—Debemos cubrir la claraboya de nuevo, maestro —sugirió Crowley—. Así podrá hacer suya a la novia en la oscuridad.
—¡No se trata simplemente de fornicar, Crowley! —replicó Domán—. ¿No sabes que habría podido violentarla en varias oportunidades? ¡Sin la luz de la luna sobre nosotros no podré engendrar!
Vivianne se llevó las manos a la garganta y soltó el cofre, que chocó contra el altar y se abrió. El corazón aterrizó sobre la tierra con la serpiente aún enrollada alrededor.
D’Alleste se inclinó sobre él para recogerlo y, es ese instante, cayó desplomado. Pasaron unos minutos en que los vampyr restantes siseaban, replegándose sobre el piso y gimoteando hasta quedar inconscientes. Solo Domán, el doctor Goldberg y Aleister Crowley permanecieron de pie, consternados.
—El brindis —rugió Domán, aproximándose a la piscina e hincándose de rodillas para olfatear la superficie sin tocarla—. ¡Satán me conceda la venganza! ¿Quién demonios vertió agua bendecida por un sacerdote católico en el baño?
Miré alrededor, súbitamente esperanzada, pero Árpad y Adrien no estaban por ningún lado.
—Uno de ustedes dos me traicionó —dijo Domán, mirando a Goldberg y a Crowley—. Son los únicos aquí que no han sido convertidos y pueden estar en contacto con sacramentales sin problema.
—¡Fue Crowley! —dijo Goldberg, apuntando al muchacho.
—¡Jamás! —exclamó Crowley—. ¡Lo que más deseo en el mundo es ser transformado!
—Venerable maestro, castíguelo más tarde si así lo quiere. Por ahora debe proceder con la novia. ¡Se nos acaba el tiempo!
—Yo subiré al techo y me desharé de la cruz —dijo Crowley, evidentemente asustado.
—¡Apúrate! —bramó Domán.
Crowley abrió la puerta enrejada de la estancia y salió, perdiéndose de vista.
—¡El corazón está envuelto en una serpiente, maestro! —dijo Goldberg, tomándolo en sus manos.
—¿Qué dices? —tembló Domán.
—Véalo usted mismo. ¡No logro zafarla!
—La serpiente jamás debía tocar el corazón —dijo Domán con una mueca que desfiguraba su rostro—. ¿Quién la enrolló a su alrededor? ¡Responde!
—No lo sé, venerable maestro, se lo juro —se defendió el galeno—. ¡Qué mi cuerpo sea desmembrado y los buitres devoren mi carne si miento!
—Lo hizo Crowley —murmuró Domán—. Quiere adivinar mi secreto. ¡Vamos, Goldberg, deshaz el nudo de la víbora, constreñirá el corazón!
—Quizá usted pueda desenvolverlo, maestro —sugirió Goldberg, forcejeando con el órgano batiente—. Es mucho más fuerte que yo.
—¡Yo no puedo tocarlo! —replicó el otro con furia. Estaba visiblemente angustiado.
—Así que el corazón batiente puede destruirlo —dijo Goldberg con un brillo malicioso en los ojos—. Se me ocurre que su mayor secreto está en mis manos, milord.
—¡Jubelum! —balbuceó Domán, quien había palidecido notablemente—. Ahora entiendo por qué has trabajado para mí sin solicitar una conversión.
—Estuve largo tiempo al servicio de la condesa. Aprendí lo suficiente para saber que quienes son transformados en vampyr por otro vampyr son criaturas vulnerables que gozan de menos libertades que el ser humano común. En cambio, los vampyr que son transformados por Satán son inmortales y solo pueden ser destruidos de un modo secreto y específico que está directamente relacionado con el momento de su conversión ritual. Quien descubra ese secreto sabrá qué camino tomar para ser convertido en vampyr por el demonio. Es la única transformación que vale la pena.
»Usted siempre fue el más fuerte de los vampyr inmortales. Boróka lo siguió largo tiempo, deseoso de descubrir qué lo hacía tan especial a los ojos de Lucifer. Estuvo buscando la fuente de su poder en Egipto y documentó todos los ritos que ponía en práctica, imitándolo infructuosamente. He estudiado los textos relacionados con su conversión en Guiza pero aún me queda una incógnita: debe decirme a quién le pertenece el corazón batiente.
—Acabas de condenarte, Goldberg —susurró Domán—. Quien sostenga el corazón con la víbora tiene la oportunidad de resolver el misterio de mi conversión y así obtener el mismo favor de mi amo, pero no puede obligarme a responder.
—Lo tengo en mis manos y usted no puede tocarlo, milord. Según mis investigaciones, me debe obediencia a partir de este momento.
—Si bien es cierto que Lucifer me compele a concederte el permiso de adivinar a quién le pertenece el corazón batiente, tendrás poder sobre mí únicamente si aciertas. Si fallas, te sacrificaré de inmediato y tu alma me seguirá hasta el Juicio Final.
Aterrada, recé para que Dios permitiera que Adrien o Árpad recuperara el corazón. Si adivinábamos la respuesta, tendríamos poder sobre Domán.
—¡Ah! De modo que el demonio requiere que juegue a las adivinanzas antes de concederme la transformación directa —respondió Goldberg con una sonrisa siniestra—. Muy bien, milord. La condesa Báthory fue, como usted, una inmortal convertida por Satán. A ella solo se le podía dar muerte con el madero original de la crucifixión, que está imbuido de divinidad por haber estado en contacto con la sangre del enemigo encarnado. Si usted no puede siquiera tocar el corazón batiente, este debe haber pertenecido a un santo.
—Prosigue, Goldberg —murmuró Domán, echando chispas por los ojos—. Recuerda que solo tienes una oportunidad.
—Se dice que un santo de Capadocia dio muerte a un dragón, símbolo de la serpiente antigua, enterrando una lanza en su pecho.
—Di su nombre —musitó Domán, temblando de ira.
—¡San Jorge! —afirmó Goldberg con expresión jubilosa.
—Error —replicó Domán, soltando una sonrisa ronca por entre los colmillos—. ¿Crees que Lucifer es tan poco imaginativo? Además, ese santo aborrecible nació cinco siglos antes que yo.
—Por todos los demonios —tartamudeó el otro—. Nunca conocí la fecha exacta de su conversión, menos aún la de su nacimiento. De todos modos, tengo el corazón en mi poder. Debe concederme otra oportunidad.
—Demasiado tarde, Goldberg. Fallaste porque ignoras el detalle más importante de la profecía luciferina: cualquiera que sostenga el corazón con la víbora enrollada alrededor puede reclamar la oportunidad de adivinar mi secreto para alcanzar la inmortalidad por el mismo medio, pero solo existe una persona capaz de develar la respuesta —dijo, dirigiéndome una mirada fugaz—. Tu alma me seguirá hasta el Juicio Final.
—¡Lo serviré diligentemente desde ahora! —replicó el otro, retorciéndose de miedo.
—Creo que no me has comprendido. Le entregaré tu corazón a mi amo en este momento.
—Vamos, venerable maestro, le soy más útil vivo que muerto —dijo el galeno con un hilo de voz.
—Ya no lo creo.
—Milord —dijo el galeno, tragándose en seco—. Su cuerpo se está desintegrando. El plenilunio exacto pasará, debe alimentarse y procrear.
Noté que la piel de Domán empezaba a descolgarse de los músculos tensos. Se estaba llenando de escamas.
—Solo buscas distraerme —susurró Domán, acercándose a él.
El hombrecillo pelirrojo trepidó ostensiblemente y se echó a correr. Se refugió tras el altar pero Domán le dio alcance en dos zancadas y lo sujetó del cuello con una garra, elevándose a su altura y zarandeándolo como había hecho con Nicolás Issarty.
—¡Suélteme! —gritó el galeno, pataleando en el aire he intentando rozar a Domán con el corazón batiente—. ¡No me obligue a hacerle daño!
—¿Crees que vas a destruirme si me tocas con el corazón que me hizo inmortal? —rio Domán—. Aun si no puedo sostenerlo con la serpiente atada alrededor tampoco va a matarme, te lo garantizo.
—¡Eso lo veremos! —exclamó Goldberg.
En un acto desesperado, el galeno arrojó el corazón contra el pecho de Domán, pero este ni siquiera se inmutó. El corazón batiente rebotó en su torso y aterrizó sobre mi regazo. Varias larvas salieron despedidas de él a causa del impacto.
Lancé un grito de espanto y soplé para quitármelas de encima pero estas empezaron a deslizarse libremente por encima de la sábana. Domán estrujaba el cuello de Goldberg con deleite.
—¡Piedad! —suplicó Goldberg—. ¡No me mate!
—¿Piedad? —rio Domán—. ¿Con quién crees que tratas?
—¡Soy un miembro de la orden, venerable maestro! ¡Juré lealtad a mis cofrades!
—Supongo que le dijiste lo mismo a Erzsébet Báthory antes de entregarla a sus enemigos.
—¡Nunca! —lloró Goldberg—. ¡Serví a la condesa con gusto hasta el fin de sus días y haré igual con usted!
—Hágase tu voluntad —rio Domán.
Dicho esto, enterró la garra libre en el pecho de Goldberg. Cerré los ojos, sabiendo muy bien lo que había hecho. Escuché el golpe sordo que el cadáver del galeno produjo al caer sobre la tierra y solo entonces me obligué a abrir los ojos de nuevo porque no podía perder de vista a Domán. Él lanzo el corazón de Goldberg a la piscina y me miró de forma extraña. Aferró el borde del altar y se apoyó en él, desplazándose con lentitud hasta llegar a una de las esquinas. Entonces se detuvo y acercó el rostro a una de mis piernas. Sentí como si una víbora me estuviera olisqueando y me estremecí, profiriendo un alarido. Su lengua rozó mi pie y, tras dirigirme una sonrisa pérfida, dijo:
—Aún la deseo. La deseo tanto que podría comérmela viva.
—Tiene que darme una oportunidad de adivinar su secreto —lo interrumpí, jadeando—. Sostengo sobre mi regazo el corazón envuelto en la serpiente.
Detecté el miedo en sus ojos, así que me apresuré a proseguir:
—Solo la novia puede conocer la respuesta que oculta. Es mi derecho de bodas.
—¡Qué Satanás la atormente y la maldiga por los siglos de los siglos! —exclamó, espantado—. ¿Cómo lo supo?
—Lo deduje, imbécil —respondí, llena de odio—. No podría ser la novia de la profecía a menos que la ceremonia se llevara a cabo. Aun si Lucifer le ha hecho grandes concesiones, Dios exige que una más débil que usted tenga el poder de aplastarlo como la serpiente que es. Debe dejarme hablar.
—Muy bien —rugió, por ente los dietes—. Pero debo advertirle que si se equivoca ya no podrá beneficiarse del secreto de mi transformación y el espíritu de Boróka la poseerá de inmediato. Son las reglas del juego.
—Es un riesgo que estoy dispuesta a correr —me forcé a decir, tragando en seco.
—¡Hable entonces! —gruño—. Mi amo la escucha.
—La serpiente que ahora rodea el corazón se formó en el pozo del pecado a partir de la primera capa de piel que usted le entregó al demonio —dije—. Representa los vestigios de su humanidad, de la cual se desprendió por su propia voluntad. Como esta serpiente, usted se nutre de la vida ajena pero se muerde la cola: si su pecado es la envidia, su caída es la avidez. No puede abarcar el mundo sin encontrarse a sí mismo al final: el espejo es el peor enemigo del alma envenenada. La serpiente aprisiona el corazón que le ofrendó a Lucifer. Mientras permanezca así, usted está atado. Por esto no puede tocarlo y debe dar a cualquier mortal la oportunidad de adivinar su secreto.
Domán cayó de rodillas y la luna lo iluminó, revelando su largo cuerpo rugoso. Era como el cuero seco de una vieja serpiente. Extendió los brazos hacia mí, chillando y escupiendo un líquido negro de olor pungente.
—Aun si lo anterior es cierto, usted podía averiguarlo fácilmente por medio de los manuscritos a los que tuvo acceso. Recuerde que si falla en adivinar a quién le pertenece el corazón perderá su único derecho de bodas y ya no tendrá ningún poder sobre mí.
—Así sea —dije, mareada de miedo.
Cerré los ojos e inhalé la esencia putrefacta del corazón que posaba en mi regazo. Exhalé con lentitud, pensando en el acertijo. El corazón batiente que garantizaba la indestructibilidad del cuerpo de Domán solo podía pertenecer a una persona. Apreté los puños y me obligué a hablar:
—El corazón batiente es suyo, Domán —respondí, llamándolo por su nombre por primera vez—. Se lo arrancó del pecho usted mismo en el pozo de Guiza y, una vez transformado bajo las aguas negras, lo depositó en un cofre como prenda de su odio hacia toda la creación. El sumo sacrificio demoníaco logró que el órgano vital siguiera latiendo separado de usted, reteniendo a la vez su poder y la putrefacción que le corresponde. Por eso no puede ser vencido como los otros vampiros: su corazón habita fuera de su cuerpo, haciéndolo invulnerable a cualquier ataque. Así pues, solo morirá si el corazón, cáliz de todos sus pecados, es destruido.
Halstead lanzó un alarido que hizo temblar la casa. Un espeso humo azabache salió de su boca. Entonces supe lo que tenía que hacer.
—Ningún ser humano puede vulnerar el corazón batiente —musité.
—Muchos lo han intentado de varias formas y, sin excepción, han fracasado —aseveró, satisfecho.
Elevé los ojos hacia la claraboya y me estremecí.
—La sombra de la cruz ya no me cubre —anuncié.
—¡Lucifer obró con presteza! Crowley retiró el adefesio del techo —señaló Domán, enseñándome los colmillos puntiagudos—. Consumamos nuestra unión maldita en el esplendor del plenilunio. Solo hay un inconveniente temporal: estoy algo débil para proceder como la ocasión requiere que lo haga.
—Beba mi sangre para reanimarse —pedí—. No se ha alimentado propiamente en mucho tiempo.
Domán le dio la vuelta al altar y se posicionó cerca de mi cuello.
—¡Está cumpliendo la profecía luciferina! —rio—. Pensé que utilizaría la victoria para exigirme que la dejara ir, pero se liberó del yugo de su Dios y aceptó a Satán en su alma. Intentó resistirse al deseo que siente por mí demasiado tiempo, tanto así que su lascivia se desborda. ¿Quiere que me nutra y que la haga mía? Sabré deleitarla como solo la antigua serpiente puede hacerlo, Emilia. No habrá más dolor, solo placer.
—Aliméntese —dije—. Es lo que anhelo y solicito.
—No se arrepentirá —replicó, jadeando en mi oído—. Debí suponer que usted también querría ser más grande que el Dios que subyuga a la humanidad. ¿Quién desearía privarse del beneficio de la emancipación? En cuanto engendremos al vástago de los infiernos, Lucifer la hará inmortal. Será eternamente bella y nadie podrá darle muerte.
—¡Emilia! —gritó Árpad, levantándose entre los cuerpos de los vampyr encapuchados y apuntando a Halstead con una flecha de su arco templado.
Estaba vestido como los adeptos de Domán, por lo que supuse que se había infiltrado en la ceremonia desde el comienzo. Deduje que él había derramado el agua bendita en la piscina negra cuando D’Alleste anunció el perverso brindis, logrando así debilitar a los vampyr que estaban presentes sin levantar sospechas.
—Domán debe alimentarse ahora —declaré, mirando a Árpad a los ojos.
—¡No lo hagas! —gritó—. ¡No te entregues a él voluntariamente!
El monstruo que se estremecía junto a mí lo miró horrorizado pero, en un abrir y cerrar de ojos, su sorpresa se tornó en odio y su odio en burla. Sonrió con malicia:
—Así que nos vemos de nuevo, Árpad de Almos —dijo—. Es una lástima que sea un encuentro tan breve: la novia acaba de ofrecerse a Lucifer. En cuanto beba su sangre tendré acceso al árbol de la vida que está en el paraíso y las legiones del infierno serán libres. Será nuestra gloria. Mi gloria.
»Por cierto —agregó—: Es la segunda vez que me quedo con tu prometida. Has sido traicionado y destronado de nuevo. Dígale que me prefiere a mí, Emilia, que esperó este momento para entregarme su cuerpo y su santa sangre.
—Beba, Domán. Mi sangre es suya —dije.
—¡Eres un maldito cobarde! —lloró Árpad—. ¡Estás manipulando su voluntad!
—Aprendí del mejor —susurró Domán—. Supe que juraste fidelidad al Dios ajeno. Qué triste, Árpad. Cambiaste tu única herencia, el poderío de los verdaderos guerreros magyar, por la sumisión a un cordero humilde que se inmoló para salvar la patética creación de Su Padre. Ríndete como Emilia y tal vez te transforme para que me sirvas. De lo contrario, te meteré en un nicho con los restos de Boróka. Tu cuerpo y el suyo se pudrirán juntos por el resto de la eternidad.
—Pasé diez siglos en la oscuridad por tu culpa. Gracias a Emilia sé que la eternidad es solo un día para el espíritu que conoce a Dios.
Árpad disparó y la punta de la flecha se insertó en la sien de Domán, quien la arrancó de su cabeza y la besó fugazmente antes de quebrarla en su puño.
—Una vez te envidié —murmuró—. Fuiste el rey de un pueblo valiente y yo mísero súbdito forzado a obedecer tus designios. Los tiempos, sin embargo, cambian: tu nombre fue borrado de la historia y yo soy la criatura más poderosa del universo material. Prepárate a perder lo que más amas en el mundo.
Árpad emitió un grito desgarrador y acometió a Domán con ira. Intentó apartarlo de mí sujetándolo por el cuello y el torso con ambos brazos, pero la sed del vampyr inmortal era superior a todas sus fuerzas. Domán lo lanzó a varios metros de distancia tras dominarlo y golpearlo contra el borde del altar.
Vislumbré a lo lejos la figura de Adrien, quien entró corriendo con la cruz Patriarcal en las manos cuando la lengua bífida de Domán ya azotaba mi cuello.
—¡Detente, hijo de la tinieblas! —vociferó, al tanto que Árpad se incorporaba sangrando confusamente.
Un suspiro anhelante surgió de las fauces del vampyr original quien, abriendo la mandíbula de par en par, enterró los colmillos en mi carne. Todas mis venas se contrajeron con la voraz succión que obligaba a mi torrente sanguíneo a precipitarse hacia su boca.
Árpad se arrastró hacia el altar de nuevo y se apoderó de la daga que había caído junto a nosotros. Adrien, entre tanto, intentó traspasar a Halstead con el extremo inferior de la cruz Patriarcal en varias partes pero esta solo se insertaba en la capa superficial de la piel, dejando visibles quemaduras. El vampyr, insaciable, seguía bebiendo sin despegarse de mí. Árpad y Almos hicieron un esfuerzo conjunto por seccionar su cuello, pero el cuero apenas se hundía ante la presión de la daga que Árpad recién había recuperado.
—Emilia —gritó Árpad desesperado, soltando la daga e intentando librarme de la ávida mordida de Domán con ambas manos—. ¿Por qué?
—Nuestro enemigo no puede parar de beber —logré musitar aunque estaba a punto de perder el sentido.
El corazón batiente se había hinchado tanto que sobresalía de los confines de la serpiente, palpitando con furia. Había adquirido un brillo grisáceo, quizá causado por la mezcla de la dilución del fruto del árbol vital en mi sangre y el líquido putrefacto que contenía previamente. Árpad tomo la cruz Patriarcal en sus manos y se inclinó sobre el corazón, decidido a intentar destruirlo por última vez.
—¡No! —grité, justo antes de que lo pinchara.
Árpad se detuvo y, en ese instante, el corazón estalló. Domán abrió al fin sus fauces y cayó al suelo, mirándome con odio.
—¡Emilia! ¡Me engaño! —siseó, retorciéndose de dolor.
Algunas larvas negras escaparon de su boca, deslizándose por las comisuras cruentas.
—Le advertí que su avidez sería su caída —balbucí, con la certeza de que yo también moriría—. Esta vez tomó más de lo que podía abarcar, Uróboros.
Sólo el vampyr original podía causar su propia destrucción: Domán me había despojado de casi toda la sangre que corría por mis venas. El fruto del árbol de la vida lo había compelido a seguir bebiendo hasta colmar la capacidad del corazón batiente que, aprisionado por la víbora, no pudo expandirse más. Domán sabría por primera vez lo que era la muerte. Había creído en la falsa promesa del ángel negro y al fin se encontraba con él para pagar una deuda de siglos de sangre derramada.
—¡No! —vociferó el vampyr moribundo, mirando hacia un punto indefinido del techo. Estaba aterrado.
El vidrio de la claraboya se rompió, volando en mil pedazos que se dispersaron por toda la habitación. El amo de Domán había venido a reclamar el alma que le pertenecía.
Mis ojos encontraron los de Árpad, quien había elevado mi cabeza y estrujaba mis dedos fríos con desesperación, intentando reanimarme. Llena del más profundo dolor, susurré:
—Siempre seré tu novia.
Dejé de sentir mi pulso y mi visión se nubló.
—¡Mi único amor! —grito Árpad, y sus lágrimas cayeron sobre mi rostro al tanto que me sacudía—. ¡No me dejes!
Debatiéndome entre la vida y la muerte, reconocí los gemidos de Vivianne Muse:
—¡Maestro! —murmuró—. ¡Mi maestro sacro! ¿Qué le hicieron?
—Infeliz vampyr conversa, leal a las tinieblas aún después de su derrota —murmuró la voz de Adrien—. Ya no hay nada que podamos hacer. Sujétala, Árpad. Voy a liberarla con la Cruz.
—No Vivianne —supliqué con mi último aliento—. Por favor.
Hubo un forcejeo prolongado y después reino el silencio.
—Emilia entregó su espíritu —dijo Árpad, pero su llanto se perdió en la distancia.
Dejé de oír y de sentir y mi cuerpo ya no fue mi cuerpo. Me adentré en la oscuridad inescrutable y supe que había llegado el fin.