CAPÍTULO 28
STACCATO: LA ESTATUA DE LA ESTACIÓN
Eran las seis y media cuando el sol se ocultó tras la línea del horizonte. Esa noche habría luna llena en la ciudad. El viaje había sido largo y extenuante y al fin habíamos llegado a la estación. Árpad y yo lucíamos tan sucios y hambrientos enfundados en nuestros hábitos rotos que una mujer nos ofreció limosnas sin que se las pidiésemos. Tuve que rendirme ante su insistencia y, más por no llamar la atención que por no enfadarla, acepté, pensando que le daría la moneda a un niño.
Busqué por entre la capucha el maravilloso muchacho que me había ayudado a huir a Turín: no quería alzar la cabeza por miedo a ser reconocida pero deseaba con todo el corazón agradecerle de nuevo por haberme salvado de Halstead. Los rostros de los mozalbetes me eran familiares pero él no estaba presente así que, temiendo lo peor, me acerqué a los chicos y les pregunté dónde estaba su compañero Michel. Ellos me miraron con expresiones vacuas o extrañadas:
—¿Michel? ¿Qué Michel? —respondió uno de ellos, un adolescente de cabellos rubios y rostro lechoso.
Le describí lacónicamente al hermoso chico de cabellos negros, tez morena y sonrisa deslumbrante, pero él dijo:
—He trabajado aquí desde que tenía ocho años, hermana, y puedo jurarle por mis ojos que aquí jamás ha trabajado un mozo de carga llamado Michel, mucho menos uno guapo. Como puede ver, todos somos muy feos —agregó, escupiendo en el suelo, ante las risas de sus compañeros.
Miré alrededor, preocupada: los chicos hablaban en serio.
Tuvimos que partir, así que les di la monea y me despedí de ellos, abatida. Adrien llamó un coche de alquiler y todos subimos con prisa.
—¿Qué te ocurre, Emilia? —preguntó Martina.
Le conté que estaba inquieta por el muchacho que me había salvado y ella comentó:
—Estoy segura de que está bien. Tal vez solo trabajó aquí un par de días y prefirió partir después de ayudarte. Por lo que me has contado, es muy inteligente. ¿Sabes qué es gracioso? Precisamente vi una estatua con los rasgos característicos del chico que describiste a la entrada de la estación.
—¿De qué hablas? —pregunté, aterrada—. ¡Espero que Halstead no lo haya convertido en piedra!
—Ay, Emilia —rio—. ¿Desde cuándo los vampyr pueden transformar a sus enemigos en objetos inanimados?
—Martina —dije, tragando en seco—. ¿Olvidas lo que le hizo a Árpad? ¡Lo metió en una pirámide de cristal durante diez siglos!
—A Árpad le ocurrió igual que a Blanca Nieves —apuntó Adrien con una sonrisa socarrona—. Solo que la malvada bruja era, en este caso, un vampyr.
—Está bien, tienen razón —dijo Martina—, pero no vi un chico petrificado sino una estatua colorida en el pilar que divide los galpones principales en medio de la puerta de entrada. ¿No repararon en ella?
—No —dije, aún nerviosa—. Me gusta observar los detalles decorativos de los edificios, pero estoy tan acostumbrada a la estación de esta ciudad que suelo mirar solo a los viajantes. En todo caso, buscaba a un chico y no una estatua.
—Comprendo —respondió—. La estatua era muy bella y tenía una pequeña leyenda bajo los pies que es toda una rareza en Francia dada la censura religiosa. Habría esperado que la cambiasen por Cupido, ya que, de otro modo, las alas habrían sido motivo de repudio. Quizá los republicanos no la despedazaron solo porque está en un punto ciego.
—¿Qué dice la leyenda? —inquirí.
—Arcángel —respondió, encogiéndose de hombros.
Callé varios minutos, meditando lo que Martina acababa de contarme. Tendría que prestar especial atención cuando volviera a la estación de trenes. Aun así, no me rendiría hasta que tuviera noticias del chico que me había salvado.
El cochero nos llevó a través de las calles de la ciudad hasta la parte posterior de la parroquia del barrio de mis padres. Supuse que le parecería normal que no entráramos por el atrio pues Árpad y yo vestíamos túnicas de monjes y por lo tanto era plausible que trabajáramos en la parroquia. Descendimos del vehículo entre las sombras del atardecer y golpeé con tacto la puerta de la sacristía: el último servicio había acabado hacía unos minutos y el padre Felipe debía estar cambiándose. Un minuto después, mi confesor atendía mi llamado.
Por poco se desmaya al verme: primero se puso muy pálido y luego enrojeció, riendo a todo pulmón y haciéndonos pasar con lágrimas en los ojos. Él, por supuesto, me había pedido que no volviera a la ciudad pero, una vez adentro y resguardados en la sacristía, le revelamos que habíamos hallado el modo de destruir al vampiro.
—Tiene que ser esta misma noche —explicó Adrien.
No teníamos tiempo de explicar quién era Árpad con exactitud, pero el padre Felipe solo requería conocer nuestro plan de acción, el cual narramos en detalle para su tranquilidad. Martina se quedaría con él mientras Adrien, Árpad y yo íbamos al callejón vacío. Ellos me esperarían escondidos entre los árboles de la casa que estaba frente a la propiedad de Halstead, empuñando sus armas.
—El vampiro parece haber anticipado tu arribo a la ciudad —afirmó el padre Felipe—. Esta mañana Félix pasó por aquí para informarme que su amo retornó anoche.
—¿Ha visto a Vivianne, padre? —pregunté, nerviosa.
—No, pero Félix dice que la llevó a casa de monsieur D’Alleste mientras Halstead estaba ausente.
—Ese debe ser otro vampyr —dijo Martina.
—Sin duda —respondió el padre Felipe—. Es uno de los más cercanos allegados del señor Halstead en la ciudad.
Temía que mi padre hubiera sido convertido en vampiro pero guardaba la esperanza de que fuera demasiado pronto, aun para los estándares del demonio. El padre Felipe compartió con nosotros un delicioso estofado que la mamá de Carlitos había preparado para él y, mientras cenábamos con pan y vino, nos contó que Lucía había decidido respaldarme.
—Se lo dijo a tus padres —explicó—, pero ellos se rehúsan a creer que huiste del novio. Simplemente no quieren ver la realidad. Tu madre no ha vuelto por aquí, sospecho que tu padre se lo prohibió y ella lo apoya en sus decisiones. Carlitos Canteur, por el contrario, viene con su hermana todos los días. Me pidió que orásemos juntos por ti.
Sentí gran urgencia de ver a Carlitos pero sabía que no era el momento. Tal vez al día siguiente todo habría cambiado y podría ir a su casa sin el temor de ser descubierta. Le entregué al padre Felipe la carta apresurada que el padre Anastasio le había escrito y él estuvo feliz de recibir noticias de su amigo y mentor. Después de la cena, el padre Felipe escuchó mi confesión y celebró una misa privada para nosotros.
Todos estábamos tan nerviosos que no podíamos estar sentados. Me asomé por la ventana que daba a la calle lateral mientras Árpad y Adrien le explicaban al padre Felipe lo que contenía la ruidosa caja que habíamos llevado con nosotros y, en tanto que el padre daba saltos de horror, observé los coches que pasaban. Me pareció ver a Rosendo con mi madre pero pensé que quizás los deseos de verlos me llevaban a confundirlos con otras personas. Me dije que necesitaba estar a solas un rato y retorné frente al altar para pedir valor, fuerza y calma. No temas morir, yo te llevaré a la eternidad, había dicho una voz en mi sueño con el árbol de la vida. Era más fácil pensarlo que sentirlo: estaba aterrada.
Los minutos pasaban y se acercaba la hora del enfrentamiento. Árpad me dio su daga, que era lo único que podía llevar además del cofre, pues mis manos estarían demasiado ocupadas como para manipular otros objetos más pesados. Tenía mi crucifijo y eso debía bastarme.
Hacia las once y media de la noche, Árpad y Adrien partieron a través del camposanto: debían llegar antes que yo y tomar posiciones que les permitieran actuar rápidamente con base en las exigencias de las circunstancias. Árpad llevaba agua bendita, arco y flechas, y Adrien llevaba la cruz Patriarcal, que había vuelto a ensamblar tras recobrar la llave del cofre de plata que colgaba del cuello del padre Anastasio.
Si había sentido algo especialmente bello y doloroso al tocar la pequeña reliquia de la vera cruz, las grandes piezas de madera labrada, reunidas de nuevo, habían removido mi alma: no pude parar de llorar durante al menos una hora después de que Adrien nos la enseñó al padre Felipe, a Árpad y a mí: nuestras rodillas se habían doblado al mismo tiempo y habíamos caído postrados ante ella en espontánea veneración. La compunción inicial que se había adueñado de mí se tornó lentamente en paz y al fin, cuando me atreví a tocarla con la punta de los dedos, me sentí vivificada por dentro, experimentando la misma gloria que la visión del árbol luminoso me había proporcionado durante el último sueño. Estaba lista para cumplir la verdadera profecía de la novia.
—Pase lo que pase esta noche, te veré en el Cielo —le dije a Árpad antes de que saliera de la iglesia.
—Amén —dijo él. Sus ojos brillaban con la luz dorada del árbol de la vida pero su palidez pronunciada y el ligero temblor de sus labios lo delataban: temía lo peor.
—Ya no se trata de salvarnos a nosotros mismos sino de truncar los planes de Lucifer. Nos hemos preparado para este momento, sin saberlo, desde siempre.
—Que Dios nos conceda la victoria que peleamos por Él —dijo, estrechándome en sus brazos.
—Vamos, Árpad —llamó Adrien—. Es hora de enfrentar la oscuridad.
En cuanto cerré la puerta de la sacristía mis ojos se llenaron de lágrimas. Sabía que debía centrar mis esperanzas en la vida eterna y, aún así, deseaba con todo el corazón seguir viviendo a su lado.
Martina me aspergió con agua bendita, increpando la ayuda de la Virgen y todos los santos. A las doce menos diez salí de la iglesia por la puerta principal, llevando en las manos el cofre con el corazón batiente y un pequeño saco en el cual Árpad había metido la serpiente enrollada.