CAPÍTULO 26

CANTO GREGORIANO: EL MONASTERIO DEL SAINT-BERNARD

Eran las cuatro de la tarde cuando divisamos un bosque que parecía sacado de un cuento de hadas. Disminuimos la marcha y cabalgamos junto a Adrien, pasando en ligero trote cerca de los árboles, algunos desnudos y otros cubiertos de nieve polvorosa, hasta que un grandioso edificio de piedra oscura se asomó por detrás de los troncos: allí estaba el antiguo monasterio de Saint-Bernard, cuna de misterios, santuario de leyendas y escondite de monstruos.

—Cálate la capucha, Em —sugirió Árpad, cubriéndose la cabeza con la suya—. Aunque el lugar es amplio, tu prima podría verte.

Solté sus brazos entre cruzados por primera vez desde que habíamos salido de las pesebreras de la parroquia y escondí mis cabellos y mi rostro bajo el capuchón.

—¡Vamos a los establos! —dijo Adrien, jubiloso—, así podremos entrar a la cocina por la puerta trasera. De ese modo, evitaremos llamar la atención. Allí podrán esperarme tranquilamente mientras busco a Martina: las alumnas tienen prohibido el ingreso a la cocina y el personal es muy afable.

Tomamos un sendero del bosque que bordeaba el camposanto y al fin llegamos a los anhelados establos. Adrien nos enseñó el lugar donde podíamos dejar la bestia que nos había llevado a cuestas durante tantas horas y Árpad descendió de ella, atándola con cuidado y ayudándome a bajar a mí también. Luego tomó unos turrones de sal de su bolsillo y se los dio en señal de agradecimiento, palmoteándola afectuosamente. Después de eso, seguimos a Adrien hacia la parte posterior del edificio central.

—Noté que la yegua que montabas no te pertenece, Adrien —dijo Árpad—. Aún se resiste un poco a ti.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó Adrien—. Ah, déjame adivinar: sabes que no es mía porque lo veías todo desde el más allá y solo quieres evidencias el hecho de que eres mejor jinete que yo. Está bien, Árpad, lo admito, los magyar de antes eran mejores que los de ahora.

—No seas necio —rio Árpad, mirando al piso para que su rostro permaneciera oculto tras la capucha—. Puedo enseñarte algunos trucos.

—A decir verdad, prefiero pagarte para que los pongas en práctica tú sólo.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo en mente una ocupación ideal para ti —respondió Adrien, virándose para mirarnos—. Eso, por supuesto, si te parece bien.

—¿De qué se trata? —inquirió Árpad, ilusionado.

—Mi tío Tomás y yo criamos caballos, por si no lo sabías.

—¿Hablas en serio? —exclamó Árpad, jubiloso—. No, no lo sabía, dejé de seguir tus pasos después de que derrotaste a la condesa y solo te vi de nuevo cuando socorriste a Emilia… y tampoco es que te tuviera vigilado todo el tiempo, no soy chismoso —bromeó—. Pero, espera, ¿de veras crías caballos? ¿Eso es lo que haces?

—No solo eso, pero ya habrá tiempo para explicarles todas las opciones que tienen. Lo que importa es que en cuanto te vi montando ese animal supe que eras la persona que mi tío Tomás y yo hemos estado buscando todo el tiempo: ¿te gustaría ocuparte de nuestros caballos?

—¿Te refieres a criarlos, curarlos, alimentarlos, montarlos y entrenarlos? —preguntó Árpad.

—Vaya, no has dejado nada a la imaginación. ¿Debo asumir que el trabajo te interesa?

Árpad lanzó una exclamación de deleite y abrazó a Adrien:

—Eres demasiado bueno conmigo.

—Tonterías, nunca puede hacerse lo suficiente por los tatarabuelos —bromeó Adrien.

Seguimos conversando y riendo hasta alcanzar un portón de madera que Adrien empujó con toda naturalidad. Entró antes que nosotros y, tras echar un vistazo, nos hizo pasar.

La cocina estaba llena de criadas que, al parecer, preparaban la merienda de las pupilas, porque había un gran tazón de chocolate fundido en el centro del fogón que algunas de las muchachas distribuían en tazas más pequeñas mientras que otras servían leche tibia en vasos altos. El aroma del recinto era celestial. Adrien nos hizo tomar asiento sobre dos barriles colocados junto al gran horno de leña y nos presentó a la encargada de la cocina, una mujer robusta llamada Adélaide que distribuía panecillos recién horneados en varias bandejas. Mi estómago rugió, anhelante.

—¿Te importaría alimentar a estos hermanos peregrinos, Adélaide? —preguntó Adrien, tomando uno de los panecillos y engulléndolo—. Me esperaban a la hora del almuerzo pero me retrasé un poco porque nuestros amigos decidieron venir conmigo.

—¡Ah! ¿No han comido aún? Le diré algo: ¿por qué no suben todos a la habitación de Martina y me dejan llevarles algo más sólido que panecillos? Ella estuvo supervisando el trabajo de la capilla hasta hace un rato y tampoco ha comido.

Recé para que Adrien me dejara probar el chocolate fundido, no quería carne ni patatas sino una cucharada de esa cremosa fuente de cacao.

—¡Ah! Es una idea fantástica, Adélaide. Dígame, ¿dónde están las alumnas?

—En el salón de piano. Pasarán al comedor en unos minutos. Descuide, no se abarrotarán en las ventanas para espiarlo a través del vidrio como ayer… —y, dirigiéndose a Árpad y a mí, explicó—: Es una escuela de chicas y el señor Almos es la atracción principal cuando nos visita.

—Al parecer soy el reemplazo de Giovanni Rossi, quien era el soltero más codiciado por las chicas del internado cuando Martina era una pupila —dijo—. Ella lo encuentra muy divertido.

—Si no molestamos a nadie, me encantaría echarle un vistazo al edificio por dentro —dijo Árpad, con segunda intención. Sabía que quería decir que, si las chicas no estaban en sus habitaciones, era un buen momento para entrar—. Y, la verdad, estoy famélico.

Le eché un triste vistazo al chocolate y agradecí a Adélaide por el ofrecimiento. Acto seguido, volvimos a salir por la puerta trasera al frío patio de Sainte-Marie.

—Muy bien —dijo Adrien—. Tenemos suerte. Síganme.

Cruzamos el espacio que nos separaba del edificio del lado este caminando sobre la nieve sucia: era obvia que muchas personas habían andado por el mismo lugar a lo largo del día.

—Qué hermosos vitrales —dije, mirando hacia arriba—. Supe, por la descripción del libro de Martina, que ese era el edificio donde la condesa Báthory había tenido sus habitaciones cuando había llegado a Sainte-Marie, haciéndose pasar por una de sus alumnas.

—Me parece que fue ayer cuando vine a este lugar por primera vez y vi a Martina asomarse por la ventana —dijo Adrien—. Tu presencia será una sorpresa gratísima para ella, Emilia.

—No puedo creer que aún duerma aquí —dije, tragando en seco—. Es muy valiente.

—Ya no hay vampyr en Sainte-Marie —rio él—. Y sospecho que desde que nació el nuevo árbol ya no pueden acercarse.

—Eso espero —repliqué.

Árpad avanzó y abrió el portón de la entrada para que Adrien y yo pasáramos. La madera del piso crujió bajo mis pies y las bisagras de la puerta rechinaron cuando Árpad la cerró tras nosotros. El interior del edificio estaba en la penumbra: los delgados ventanales de colores retenían la claridad exterior que ya escaseaba a causa de las densas nubes que cubrían el cielo. Había varias puertas cerradas a ambos lados que se extendían a lo largo de los pasillos correspondientes y, frente a nosotros, una vieja escalera tallada que en su ascenso se perdía en la oscuridad.

—Rayos, olvidé tomar una lámpara de la cocina —dijo Adrien—. Yo iré adelante para mostrarles el camino, no necesito luz.

Árpad y yo lo seguimos a tientas por la escalera, apoyándonos en la barandilla. El lugar me daba miedo, tal vez por los terribles eventos que se había desarrollado dentro de sus habitaciones, o quizá porque mis propios recuerdos de Halstead y sus conversos influían mi imaginación. El edificio central donde estaba la cocina daba una impresión mucho más alegre a pesar de ser más antiguo. Este, en cambio, era el escondite perfecto para un vampiro y no solo por la oscuridad: el eco de nuestras voces recorría los muros de piedra fría, los escalones parecían estar a punto de ceder ante nuestro peso en cualquier momento y me daba la impresión, por más que no hubiera nadie allí aparte de nosotros, de que había una cuarta respiración.

—¿Adrien? —pregunté, aferrando la barandilla.

—¿Sí? —replicó.

—Si hubiera alguien más aquí, tú lo sabrías, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo—. No temas, estas escaleras son engañosas.

Al llegar al tercer nivel, Adrien se detuvo frente a una de las puertas y golpeó suavemente:

—¡Martina, soy yo, Adrien! —dijo—. Debo advertirte que traigo compañía… nunca vas a adivinar quiénes vinieron a visitarte.

—¡Un segundo! —respondió su voz desde el interior.

Escuché sus pasos ligeros y, segundos después, la llave giró dentro de la cerradura. En cuanto me vio, Martina balbuceó, llevándose las manos al pecho:

—¡Cielo santo! ¿Emilia? ¿De veras eres tú? ¡Por un breve instante creí verme a mí misma en la adolescencia!

Ella llevaba los cabellos sueltos y una hermosa bata de invierno color ciruela.

—¡Martina! —exclamé, lanzándome a sus brazos—. ¡No sabes cuán feliz me hace verte de nuevo!

—¡Esto es maravilloso! —rio, estrechándome con fuerza—. ¡Gracias a Dios estás bien! ¿Y quién es este monje que los acompaña?

Árpad se descubrió la cabeza y dijo, inclinándose ante Martina con una sonrisa:

—Antal Mihály Benedek de Almos, a su servicio.

—¿De… de Almos? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

Adrien arrastró a Árpad hacia el interior de la habitación y, cerrando la puerta, declaró, divertido:

—Martina: es un honor presentarte a su alteza real, el príncipe de… Oye, Árpad, ¿tú vendrías siendo el príncipe de dónde, hoy en día?

Martina palideció y tartamudeó una frase ininteligible en húngaro.

—Eres perverso, Almos —dijo Árpad en francés—. No le haga caso, Martina, hace mucho que perdí la corona, suponiendo que hubiese llevado un artefacto decorativo sobre la cabeza alguna vez. Ahora soy, ni más ni menos, un mendigo. Y, le suplico, no se asuste: estoy vivo y no soy un vampiro.

Después de la sorpresa inicial de Martina y de haberle explicado concisamente los detalles más importantes, ella se echó a reír sobre la cama y los demás nos sentamos, riendo también, alrededor de la única mesa de la habitación. Martina hacía infinidad de preguntas que intentábamos responder todos a la vez.

—¡Sabía que todo podría funcionar! ¡Lo sabía! —dijo, haciendo ademán de aplaudir y sin dejar de reír—. ¿No te dije, Adrien, que tenía que haber alguna forma de que Emilia y Vajda, como lo llamaba entonces, pudiesen estar juntos?

—Que estuvieras muerto era lo de menos para Marina —dijo Adrien meneando la cabeza—. No sé si las rarezas a las que la vida nos ha expuesto han trastornado un poco su cordura o si, por el contrario, el hecho de haberlas sobrevivido la ha transformado en un ser de optimismo incontenible. En todo caso, acertó.

—Me alegra que sea optimista —dijo Árpad, sonriendo.

—¡Y a mí me alegra que esté vivo! —exclamó ella—. Bien, tenemos motivos de sobra para celebrar. Propongo que todos pasen la noche en Sainte-Marie, de lo contrario sería imposible ponernos al tanto de todo lo que ha ocurrido. Hablaré con la señorita Ricci, estoy segura de que no pondrá objeción. Emilia puede dormir conmigo y Árpad puede quedarse con Adrien en la habitación de huéspedes en el edificio central, que tiene dos camas amplias… lo bastante como para dos hombres tan grandes.

—El padre Anastasio requiere que todos vayamos al pueblo hoy —dijo Adrien—: Emilia y Árpad van a casarse a medianoche y tú eres la madrina.

Martina nos miró a uno y otro, anonadada:

—¿Estoy soñando? Por favor, pellízquenme —dijo.

—Vinimos a pedirte que regreses con nosotros, Martina —respondí.

Ella se puso de pie y, tras un largo suspiro contemplativo en que miraba al horizonte, dijo, con un mohín pícaro:

—No.

—¿No? —preguntamos los demás, al unísono.

—Es una idea terrible —dijo ella, riendo—. Miren por la ventana.

En ese instante tronó con tanta fuerza que los ventanales temblaron. Segundos después, la lluvia empezó a golpear el tejado y el viento aulló como si afuera hubiese una jauría de lobos.

—¿Lo ven? —continuó—. No es propicio viajar con este tiempo. Por otra parte, ¿podrían explicarme por qué tiene que ser esta noche? Emilia, iba a pedirte que te mudaras conmigo pero ahora, por supuesto, quiero obsequiarles a ambos una de mis propiedades. ¡Podríamos vivir unos muy cerca de otros!

—Ya se lo dije —comentó Adrien—, pero tienen prisa en casarse y yo los entiendo mejor que nadie.

—¿Dónde van a dormir? —inquirió ella, divertida—. No me digan que piensan pasar su noche de bodas en la parroquia.

Miré a Árpad como pidiéndole ayuda: no sabía qué responder.

—A decir verdad, no lo había pensado —dijo él, sonriendo con calidez—. Toda mi atención ha estado puesta en la ceremonia.

Martina se llevó las manos a la cintura e, inclinando la cabeza hacia un lado, lo observó con atención.

—Vaya, vaya —murmuró, como hablando consigo misma—. Qué individuo más especial es nuestro rey Árpad. Supongo que no tiene un traje adecuado para su propia boda.

—Aciertas una vez más —dijo Adrien, riendo por lo bajo—. Y no solo eso: Emilia donó todos sus vestidos a los monjes franciscanos de Turín.

—Son entrañables —dijo Marina, sin dejar de burlarse de nosotros—. Bien, con el insondable romanticismo que yace bajo sus intenciones nupciales, del cual, créanme, he sido partícipe desde que conocí a Emilia, debo anunciarles que están completamente locos. De hecho, yo lo estaría aún más si los alentara a proceder con una idea semejante.

—Pero el padre Anastasio nos espera —dijo Árpad—. Se preocupará si no regresamos.

—Creo que, al igual que ustedes, el padre Anastasio tampoco ha tomado en consideración las consecuencias de la boda, por ejemplo, donde van a vivir los tórtolos —rio, pasándose la mano por la frente—. Hasta Marie y Juanito construyeron una pequeña cabaña antes de casarse. Amigos, no pueden empezar su vida de casados en la taberna del pueblo.

—Martina tiene razón —dije, sabiendo que yo misma había pensado en esos detalles, aunque solo de forma fugaz—. Sin embargo, el padre Anastasio estaba escribiendo una homilía y preparando la ceremonia. Me siento responsable.

—El padre puede ver la montaña desde donde está —dijo Adrien—, sabrá que hay una tormenta. Ha vivido en Valais toda su vida. Nadie los comprenderá como él. Además…

—¿Sí? —preguntó Árpad.

—Ya no es solo lluvia.

Era cierto: una ventisca de nieve y granizo azotaba las ventanas. Árpad se puso de pie y se aseguró de que la ventana estuviese bien cerrada.

—Creo que Adélaide va a necesitar ayuda con las bandejas —dijo Marina.

—Sí. Árpad y yo podemos ir por ellas —respondió Adrien, poniéndose de pie—. Por el momento, debemos comer.

—Gracias —dijo Martina—. Me muero de hambre.

—¿Entonces no nos casaremos hoy? —pregunté, mirando a diestra y siniestra.

—No —respondieron los demás al unísono.

Árpad lucía frustrado. Yo no lo estaba porque entendía el razonamiento de Martina y, además, no me parecía nada romántico pasar la noche en la taberna del pueblo. Simplemente, me mortificaba que el padre Anastasio estuviera esperándonos.

En cuanto Árpad y Adrien salieron de la habitación, Martina me dijo, riendo:

—De nada.

—¡Gracias! —dije, riendo también—. La verdad, nos salvaste.

—Veo que Árpad aún no ha descubierto las bondades de la vida sedentaria —replicó, guiñándome un ojo—. ¡Ay, Emilia, estoy tan feliz por ti! Quiero presentarles a todos nuestros amigos, mostrarles Budapest y… ¿De verdad donaste todos tus vestidos a los monjes?

Asentí, sonrojándome un poco.

—Bien, entonces tendremos que visitar a la modista. Por el momento, supongo que querrás darte un buen baño, ¿me equivoco?

—¡Me encantaría darme un baño! —dije, feliz—. Solo temo cruzarme con mi prima Perline. Por ese motivo, el hábito me conviene.

—Bueno, no tienes que ponértelo mientras estés en mi habitación. Te daré una de mis batas. Siempre conservo un baúl lleno de cosas en Sainte-Marie, de ese modo puedo viajar sin equipaje. Te llevaré al cuarto de baño cuando terminemos de comer. Este edificio tiene su propia cocina aunque rara vez es usada, así que podremos calentar agua fácilmente. ¿No te alivia no tener que casarte hoy?

—Mucho —admití, a mi pesar—. Aún no he perdido toda mi vanidad y, en realidad, me gustaría aun cuando fuera adornarme los cabellos con flores.

—Emilia, es perfectamente comprensible. Tendremos que planear una boda digna de ustedes.

—A decir verdad, sin el apoyo de mis padres, no me importa demasiado.

—¡Tonterías! —rio—. ¿Es que no sabes con quién vas a casarte? ¿Y él? ¿Tampoco sabe con quién se casa? ¡Cuánto quisiera que mi amiga Carmen estuviera aquí! ¡Ella les contagiaría su entusiasmo! Según lo que me acaban de contar, Árpad y tú se comprometieron en el mundo del espíritu: no pueden casarse sucios y con los cabellos revueltos un día cualquiera.

—La santa pobreza tiene su encanto —dije, sonriendo.

—Por supuesto que sí, sobre todo cuando tu prometido es un guerrero del Medioevo —dijo ella, elevando una ceja—. Sabes, cuando tenía tu edad, la idea del matrimonio me aterraba y todos los chicos me parecían estúpidos pero, después de conocer a Adrien y vivir tantas situaciones a su lado, no puedo esperar a casarme con él. Me temo, aun así, que el mismo miedo que has sentido desde que conociste a ese vampyr Halstead es lo que te lleva a ser complaciente con la impulsividad de Árpad. ¿No te gustaría, al menos, deshacerte del vampyr que te persigue antes de dar un paso tan importante?

—Bueno, eso sería fantástico, pero es bastante improbable que lo logremos.

Le conté lo que habíamos leído del manuscrito del padre Anastasio y cómo este y la verdadera profecía de la novia parecían implicar que solo yo podía darle muerte.

—Con mayor razón, entonces, deberías buscar la forma de hacerlo mientras no tengas una familia con Árpad —dijo—. Pero regresemos a un tema inconcluso: ¿dijiste creer que el corazón batiente está escondido en Sainte-Marie?

—Sí —dije—. Debemos encontrarlo.

—¡En ese caso, no nos distraigamos con ideas de bodas! Me pregunto si el recinto que encontramos esta mañana junto a la cripta tendrá que ver con el misterio del vampyr original.

—¿Qué recinto? —pregunté.

—Te conté en mi carta que parecía haber una pared hueca junto a la cripta subterránea bajo la capilla central, ¿recuerdas?

—Por supuesto —dije—. Continúa.

—Bien, la señorita Ricci consintió en que tumbáramos el muro para repararlo por completo y precisamente esta mañana los hombres hallaron una habitación pequeña. No sabemos si fue tapiada por practicidad o por algún motivo en especial, el caso es que está vacía.

—¿Vacía?

—Así es —asintió—. Me parece extraño. Por lo mismo, estaba esperando que Adrien regresara para ir a explorar con él. Sus ojos pueden ver cosas que los nuestros no. Ahora que mencionas la existencia del cofre del vampyr, se me ocurre que puede estar enterrado allí.

—En ese caso, tendremos que ir esta misma noche —dije.

—Ay, Emilia, el hecho de que Árpad y tú se hayan presentado aquí vestidos de monjes me trae de vuelta los recuerdos de una de las noches más terroríficas de mi adolescencia. Sabes a cuál me refiero.

Martina aludía a la ocasión en que ella y su amiga Carmen habían tenido que descender a la cripta de Sainte-Marie para darle el descanso eterno a su compañera de estudios, Amalia de Piñérez, cuyo cadáver yacía bajo el suelo de la capilla tras ser desangrado por la condesa Báthory. Ambas chicas se habían vestido con hábitos de monjes para no ser reconocidas por las institutrices.

—Dime que esta no es tu antigua habitación —rogué, atemorizada.

—Siento decepcionarte, pero es la única en la que puedo dormir. Vengo aquí con frecuencia desde que dejé la escuela, pedí a la señorita Ricci que no se la diera a otra persona y ella consintió porque, después de haberme considerado la oveja negra de la institución, me convertí en su mayor benefactora. Al menos nadie ha muerto en este espacio.

—Tienes razón —dije, sintiéndome afortunada—. No sería capaz de pisar las habitaciones de la condesa.

—Han permanecido vacías desde que ella las ocupó hace más de diez años. Ninguna criada se atreve a entrar, siquiera. Pero, Emilia, te confieso que me da más miedo bajar a la capilla con ustedes esta noche que subir al nivel superior.

—¿Tienes un mal presentimiento? —inquirí, nerviosa.

—No sé si es eso, o si es solo anticipación. Hace tiempo no husmeo en Sainte-Marie, al menos no sin que todo el mundo lo sepa. Solo voy a la cripta durante el día y con varios trabajadores.

—Creo que estando con Árpad y con Adrien nada malo podría pasarnos.

—Eso espero —dijo, suspirando—. De todos modos, es importante hallar el cofre. ¿Por qué siempre tiene que ser un cofre, Emilia? Y, además, ¿por qué todo lo que se relaciona con los vampyr está ligado al corazón?

—¿En qué otros lugares se guardan los secretos? —pregunté—. Solo los cofres y los corazones conocen todo lo que humanos o vampiros procuran ocultar.

—Interesante.

En ese instante, alguien llamó a la puerta. Era Árpad y Adrien, quienes estaban de regreso con dos grandes bandejas cubiertas con lienzos.

—No podríamos salir de aquí así hubiésemos decidido partir esta noche —dijo Árpad, calado de agua y tiritando de frío—. Martina hablaba con la voz de la razón.

—Por suerte aquí nos tratan como reyes —dijo Adrien, poniendo la bandeja sobre la mesa—. Miren todo lo que traemos.

Retiramos los lienzos y una mezcla de deliciosos aromas llegó hasta mi nariz.

—¿Qué exquisiteces son estas? —inquirí—. ¡Huele mejor que la cocina de Lucía!

—Son algunos de los platillos especiales de Sainte-Marie —dijo Martina, aspirando hondamente—: Pescado asado con una capa de sal, azúcar moreno, rábano picante, ralladura de remolacha y tomillo, acompañado de patatas al vapor con mantequilla y cebollín. La jarrita de cerámica contiene salsa tártara con jugo de limón y albahaca, y en el cesto hay pan de centeno que, según veo, acaba de salir del horno. Este es un vino blanco dulce preparado en Valais… y lo mejor es el postre.

—¡Chocolate fundido! —exclamé, feliz, observando las generosas porciones.

Acercamos el taburete del tocador a la mesa y los cuatro nos sentamos a disfrutar el banquete que Adélaide nos había enviado.

—¿Qué noticias nos traen del mundo exterior? —preguntó Martina al tanto que Árpad servía el vino.

—Las chicas no han regresado a sus habitaciones —dijo Adrien, probando un trozo del pescado, que estaba aún mejor de lo que olía—, es posible que se queden en el edificio central hasta que amaine la tormenta.

—Es cierto, se está mejor allá, especialmente en el salón de piano —dijo Martina—. Tiene una gran chimenea y muebles muy cómodos. Las pupilas más jóvenes deben estar jugando a las charadas con la señora Riedel.

—Y las más grandecitas deben estar hablando de bailes y pretendientes —especulé.

—Hablando de muchachas indiscretas, vimos a Perline —anunció Árpad—. Adrien y yo fuimos a la oficina de la señorita Ricci a solicitarle que autorizara tu estadía y la mía, y nos cruzamos con tu prima, quien regresaba al gran salón. Adrien no la conocía, pero le dejé saber quién era de inmediato. No adivinarás lo que le decía a su amiga, Emilia.

—¡Cuéntanoslo! —pedí, dejando mi copa sobre la mesa.

—Hablaba nada menos y nada más que del vampyr Halstead —dijo Adrien, al tanto que tajaba una patata en dos—. Al parecer, ayer recibió una carta de su madre, quien le informó que el pobre hijo del barón de Halkett aún no ha regresado a la ciudad, pues continúa buscando a su prometida fugitiva, a quien Perline llamó la necia de su prima Emilia.

—Así que el vampyr Halstead no ha vuelto a casa —dijo Martina.

—En realidad no es nada que no pudiéramos deducir, pues lo vimos en Turín hace muy poco —dije, saboreando a mi vez la delicada textura de las patatas al cebollín—. Me pregunto si, al igual que Abélard, siguió nuestro rastro hasta Suiza: Árpad ya no tiene dominio sobre su mente y es probable que presienta dónde estoy.

—Al menos no huele a vampyr por aquí —dijo Martina—. Por eso es menester que encontremos el cofre que contiene el corazón batiente antes de que él descubra tu paradero.

Le revelamos a Martina que los vampiros que no han muerto no pueden ser reconocidos por su aroma, pues sus cuerpos no se han descompuesto.

—Eso explica muchas cosas —apuntó ella, bebiendo un trago de vino—, entre ellas, que Adrien siempre haya olido tan bien. ¿Qué más dijo la prima de Emilia?

—Dijo que eres una ingrata —reportó Árpad, dirigiéndose a mí—. Espera que lord Halkett desista de ti y la tome a ella como premio de consolación.

—¡Qué tonta es mi prima! —repliqué, derramando salsa tártara sobre la superficie tostada del pescado—. ¿Comentó algo que pueda servirnos?

—No en forma verbal, pero leí su mente —dijo Adrien, sonrojándose—. Era más fácil que robar la carta de su habitación.

Todos estuvimos de acuerdo con él.

—Perline piensa que no mereces contar con el amor incondicional de Halstead y no entiende que hayas huido simplemente porque estás celosa de Vivianne Muse —dijo.

—¿Qué? —repliqué, dejando caer mi tenedor—. ¿Eso es lo que piensa?

—Según su mente, la cual, debes disculparme, es abrumadoramente monotemática, le dijiste a Vivianne Muse que no estabas dispuesta a compartir el amor de Halstead y, en vez de abordar con ella el tren con destino a París, desapareciste.

—¡Yo jamás dije eso! ¡Odio a Halstead!

—Lo sabemos, Em —dijo Árpad—. ¿No ves lo que está pasando aquí? La secta aún necesita encontrarte. Domán planea retornar con tu cuerpo poseído por el espíritu de la viuda y proclamar que logró hacerte cambiar de parecer y están felizmente casados. La idea de que hayas huido por celos facilita su estratagema y refuerza la idea de que lo amas. De ese modo, tus padres seguirán apoyando el compromiso sin pensar que huyes, precisamente, del novio.

—¿Por qué es tan importante para ese vampyr repugnante que los padres de Emilia estén de acuerdo con la boda? —preguntó Martina—. No piensa solicitar la bendición de un sacerdote católico, ¿verdad? Qué cosas digo, si ni siquiera puede pisar una iglesia. ¿Por qué no la raptó desde un comienzo?

—Es parte del procedimiento necesario que antecede el rito de posesión que quieren llevar a cabo durante la noche de bodas —explicó Árpad—. No surtirá efecto si los padres de la víctima inmolada no están de acuerdo con el sacrificio. Es solo otra blasfemia alusiva a la Biblia, la secta quiere tergiversarlo todo y darle una aplicación soez a las sagradas escrituras para complacer al demonio.

—¡Pero los padres de Emilia no saben que el vampyr tiene la intención de sacrificarla! —objetó ella.

—Por supuesto que no, al menos no de forma consciente —dijo Árpad—, pero al participar en los ritos de la secta el padre de Emilia le cedió al venerable maestro todo poder sobre su familia y juró obediencia y silencio pase lo que pase.

—No crees que mi padre consentiría en que me mataran, ¿verdad? —pregunté, tragando el pedazo de pan que había mojado en la salsa.

—Claro que no —repuso él—. Es solo que su voluntad está supeditada a la de la secta y, sin saberlo, concede permiso absoluto sobre su vida y la de sus seres queridos a Lucifer. Los pactos de la secta son cosa grave, por eso los iniciados son excomulgados automáticamente de la Iglesia, por más que la falta no sea conocida por un sacerdote.

—¿Así que se excomulgan a sí mismos, incluso sin saberlo? —inquirió Adrien—. Me refiero a aquellos casos en que personas incautas, como el padre de Emilia, se unen a la secta sin saber lo que hacen.

—Sí a todo lo que dijiste —repuso Árpad—, excepto lo de no saber. Todos los iniciados de la secta saben que buscan poder, dinero, influencias u obscuros conocimientos metafísicos. También son conscientes de que evocan deidades extrañas y juran por sus vidas. Esto le es sumamente placentero al demonio y le conviene, por supuesto, al vampiro original.

—Cuánto lo siento, Emilia —dijo Marina—. Espero que tus padres vuelvan a ser las personas que eran antes de que el vampyr Halstead los deslumbrase con promesas mundanas.

—Gracias, Marina. Ruego que sea como dices —respondí, intentando sonreír—. Así que Vivianne y Halstead se pusieron de acuerdo para dar una excusa falsa que explicara mi fuga —agregué, imaginando el modo en que el último les había dado a mis padres la noticia—. ¿Quién podría creer semejante estupidez?

—Tu prima Perline, para empezar —dijo Árpad—. ¿Recuerdas la noche del baile?

—¿Qué hay con el baile?

—Cuando Halstead se presentó allí con Vivianne, le preguntaste, con Perline como testigo, por qué había llegado con la pianista. Infortunadamente, tu prima lo recuerda y para ella esta solo confirma los motivos de tu huida.

—Por cierto —dijo Adrien—: Según los recuerdos de tu prima Perline, un tal Marcello Bianchi es de la opinión que intentabas enlodar la reputación de Halstead en secreto para alejarlo de la pianista. Bianchi se reunió con tu familia y les dije a tus padres que estabas muy enojada con el señor de Halkett por causa de su relación con la señorita Muse. Les contó, incluso, que habías contemplado la idea de matarlo.

—¡Rayos! —exclamé—. ¡Jamás debí confiar en Bianchi! Pero eso es lo de menos. ¿Cómo es que Halstead puede manipularlo todo con tal perfección? ¡Parece que hubiera planeado cada uno de sus pasos desde el inicio para hacerme caer en trampas que solo comprendo mucho después, anticipándose, incluso, a mis conversaciones!

—Vamos, eso no es nada para quien ha aprendido directamente del demonio —dijo Árpad.

—Su alteza rupestre tiene razón —afirmó Adrien—. Por otra parte, se dice que el ingenio del maligno es superior al de los buenos ángeles, y no es verdad: ya ves cómo tú misma has podido ganarle al vampyr en su propio juego sin hacerte partícipe del mal.

—Yo no diría eso —repliqué—, pero no puedo negar que, a pesar de mis errores constantes, he sido salvada en múltiples ocasiones. Además —agregué, sonriendo— logramos sacar el cuerpo de Árpad de la torre endemoniada. ¡Esa es una victoria que merece un brindis!

—¡Salud! —dijo Árpad, elevando su copa—. Brindo por esta feliz reunión.

—Por la inminente derrota de todos los vampyr —dijo Adrien—. Bueno, todos menos yo —agregó, riendo.

En cuanto terminamos de comer pescado y las patatas, cada uno de nosotros se apoderó de su respectivo tazón de chocolate fundido.

—¡Ay, qué bien huele! —dije—. No sé qué hace la cocinera para que no se torne sólido a pesar del frío. Sigue estando tan cremoso…

Árpad se llevó una cucharada a la boca y su rostro dejó traslucir el éxtasis gustativo que estaba experimentado.

—Nunca había comido chocolate con mi cuerpo físico —dijo, cerrando los ojos—. Espero que Adélaide no se alarme si asalto la despensa esta noche.

Recordé que el cacao había sido traído de América mucho después de que Domán metiera a Árpad en la urna piramidal y sonreí, complacida: era el único europeo del siglo X que había probado algo semejante porque, como bien sabíamos, nuestro enemigo solo consumía sangre.

La combinación de chocolate derretido con el dulce vino blanco era deliciosa, y cuando terminé la última gota de mi postre Martina me condujo por los pasillos vacíos a la cocina que estaba en la parte trasera del primer nivel y puso a calentar agua para mi baño. Me dio una pastilla de jabón de rosas y una tela limpia para secarme y me mostró el cuarto de baño, el cual también estaba en el primer nivel, a escasos metros de la cocina.

—Hay otros cuartos de baño en el edificio, pero solo este tiene una bañera. La mayoría de las chicas se dan baños de esponja en sus habitaciones respectivas entre semana —dijo, entregándome la llave y una lámpara de aceite—. Tendrás que cambiarte cuando regreses a la habitación. Allí te daré una bata. Nunca se sabe, tu prima podría pasar por aquí y será mejor que conserves tu disfraz en público.

—¿Cómo vas a regresar? —pregunté, nerviosa.

—Descuida, hay velas aquí —dijo, extrayendo una vela gruesa y una caja de cerrillos del cajón superior de una gran cómoda que tenía un espejo redondo incorporado—. ¡Voici! ¿Crees que podrás encontrar el camino de vuelta?

—Eso espero —dije, algo asustada. Ya era espeluznante recorrer esa escalera en compañía.

—Si quieres, puedo regresar por ti en media hora. ¿Te parece?

—¡Gracias, Martina! —exclamé—. ¡Eres maravillosa!

—Lo sé —dijo, guiñándome un ojo—. Disfruta tu baño ahora, no sea que se enfríe el agua.

En cuanto salió le eché llave al cerrojo y me sumí en la bañera caliente haciendo abundante espuma con el jabón perfumado. Di gracias a los Cielos por haber puesto en mi camino una amiga como Martina. Reí para mis adentros de mis inclinaciones sibaríticas y, en vez de frotarme enérgicamente, me lavé con calma, dejando que mis dedos se arrugaran como en los tiempos en que solía tomar baños interminables en casa, que ya parecían muy remotos.

Mientras estaba en la bañera escuché que un rumor de voces provenientes de la entrada principal irrumpía en el edificio y supuse, por las risas alegres y los pasos que corrían escalera arriba, que las pupilas habían regresado. El cuarto de baño no tenía ventana y, por lo tanto, no podría saber si la ventisca se había calmado. Recé para no toparme con Perline una vez saliera de allí. Emergí de la bañera y, tras secarme con el lienzo, volví a calarme el hábito y las botas. El primer nivel estaba helado y tirité esperando a que Martina regresara por mí. Limpié el espejo empañado con el dorso de la mano y noté que mi rostro había adelgazado un poco, acaso por una combinación de los arduos viajes y las emociones. Sin embargo, estaba al fin realmente limpia, o lo que yo consideraba limpia, que se derivaba de tomar un baño completo con jabón y agua hervida, pues nunca me había sentido satisfecha con los baños de palangana y vasija, y mucho menos con los tradicionales baños secos de Francia, que consistían en pasarse una tela perfumada con eau de toilette por el cuerpo: detestaba el perfume Jicky, favorito de la signora Maggiora desde que había salido al mercado el año anterior, el cual, entremezclado con el aroma de su transpiración natural, la hacía oler como un vampyr, o al menos eso habría dicho Martina.

Ya empezaba a preocuparme por la tardanza de la última cuando alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —pregunté.

—Soy yo, Martina —contestó su voz.

Giré la llave y abrí la puerta, pero no había nadie allí.

—¡Emilia! —dijo Martina, acercándose y haciéndose visible al fin—. ¿No me veías? No quería pegarme a la puerta para no asustarte.

—Cielos, mi corazón dejó de latir unos instantes —reí, saliendo del cuarto de baño con el lienzo y la lámpara de aceite.

—¿Qué tal estuvo tu baño?

—Mejor de lo que había soñado, no quería que terminara.

—Lo supuse, por eso me tardé un poco más. ¡Tengo buenas nuevas! Cesó de nevar —anunció—. Podremos ir a la cripta en cuanto las chicas se hayan ido a dormir.

—Magnífico… creo —dije, sintiendo un extraño revoloteo en mi vientre.

—También tengo miedo, pero todo estará bien. Es algo que querámoslo o no debemos afrontar y, por fortuna, estamos juntos.

—Cierto —dije, e iniciamos el ascenso por las escaleras.

Creí percibir con el rabillo del ojo que una de las puertas se abrías y me sobresalté.

—¿Estás bien? —preguntó Martina—. ¿Qué ocurre?

Le enseñé la puerta en cuestión, y ella alargó el brazo para arroja algo de luz en su dirección.

—Está cerrada —susurró—. Descuida, es la habitación de una de las chicas más curiosas de Sainte-Marie, la hermana menor de Regina Bailey. Siempre me observa, sospecho que para dar noticia a Regina de todos mis movimientos. Éramos rivales, si cabe decirlo así… o, más bien, ella me veía como su rival —rio—. Estoy segura de que sigue pensando que soy bastante extraña.

—Debe ser amiga de mi prima Perline —murmuré, riendo también.

Era curioso que las historias de las instituciones educativas siguieran siendo las mismas a pesar del cambio de generaciones. Yo nunca había estado en una, pero pensé que me habría gustado hacer pilatunas y tener amigas pues, en realidad, no había tenido ninguna amiga cercana hasta que había conocido a Martina.

Cuando llegamos a la habitación, Árpad y Adrien no estaban allí.

—Fueron al edificio central —explicó Martina, haciéndome pasar—. Ambos querían dormir un rato. Vendrán a buscarnos antes de la medianoche.

La idea de una siesta vespertina sonaba como música. Martina me dio una bonita bata color verde menta y, tras cambiarme, me recosté en una de las dos camitas de su habitación con las mantas hasta el cuello.

—No tengo sueño —dijo—, así que te despertaré a las doce menos cuarto. Voy a leer un rato.