CAPÍTULO 25

MÚSICA RESERVATA: UN AMOR PELIGROSO

Hacia medianoche estábamos ya tan cansados que no pudimos esperar despiertos a que Adrien retornara de Sainte-Marie. El padre Anastasio nos llevó a la biblioteca, en la cual había un mueble largo y cómodo donde Árpad podía tenderse a dormir, y le dio dos mantas de lana.

Luego, guiándome a través de una pequeña puerta lateral, me hizo entrar en la estancia contigua, que era muy austera y contaba con una camita para los visitantes ocasionales. Adrien se estaba quedando al otro lado del edificio donde también estaban las habitaciones del padre, así que no lo veríamos hasta la mañana siguiente.

Antes de darnos las buenas noches, el padre nos dejó saber que estaría orando en la capilla hasta las tres de la mañana. Feliz de estar allí, me metí en la cama fría y esperé a calentarme bajo las mantas. Me tranquilizaba pensar que nuestros enemigos no podrían alcanzarnos aunque lo desearan pues estábamos dentro de una iglesia. Estaba por soplar la vela cuando escuché que unos pasos se acercaban.

—¿Em? —dijo Árpad, asomándose por la puerta que nos separaba.

—¿Sí?

—Disculpa, temía despertarte.

—Aún estoy despierta —dije, incorporándome en el lecho—. Ven.

—No quería irme a dormir sin mirarte.

Sabía que no debíamos abrazarnos cuando estuviéramos a solas pero pensé que, estando tan cerca del padre Anastasio, podíamos hacer una excepción. Árpad no se acercó, así que salí de la cama y fui hacia él.

—No, Em —dijo, pero lo rodeé con ambos brazos y, como si no hubiéramos acordado conservar la distancia más estricta, en un instante perdió las fuerzas y me besó con tanto ímpetu que comprendí que había quebrantado los vestigios de su voluntad.

—No te vayas —dije, aferrándolo a mí vez, sin sentir ningún arrepentimiento. No quería que se apartara y, por más que intentaba considerar el peligro de una derrota por parte de los vampiros, esta era una tarea perfectamente inútil cuando Árpad me besaba de esa forma.

—No puedo detenerme, Em —declaró, rindiéndose, lo que era mucho peor, pues él era mi única fortaleza y lo único que me impedía que me supiera perdida—. Estás en todos mis sentidos.

—¡Árpad! ¡Emilia!

La voz del padre Anastasio irrumpió en la oscuridad de la biblioteca. Por poco me mata del susto: Solté a Árpad como si fuera el fruto del bien y del mal y me cubrí el rostro con ambas manos como si en verdad hubiese estado haciendo algo muy malo. Árpad ocupó el umbral de la puerta de cara a la biblioteca y conmigo a sus espaldas, y yo no pude hacer más que esconderme cobardemente tras él.

—¡Padre Anastasio! —balbuceó, llevándose la mano al pecho—. Le juro que un vampyr nunca me ha sobresaltado así, ¡gracias a Dios ya me había recuperado!

—¡Gracias a Dios que regresé! —dijo él, acercándose, y supe que estaba enfadado—. Venga acá, majestad, deje que esta pequeña tramposa salga de su escondite. ¿Se puede saber qué estaban pensando? ¿Se creen inmunes a la soledad? ¡Ni que estuvieran muertos! Pero, claro —prosiguió—, fue culpa mía por asumir que bastaba con asegurarme de que Emilia ya estaba metida entre las cobijas.

—Perdón, padre Anastasio —mascullé mirando el piso.

—No, señorita —dijo él—. Discúlpate con Árpad. Y tú, Árpad pídele perdón a Emilia. Ambos obraron cono si se odiasen; ¿cómo pueden olvidad que sus vidas y almas están en juego? ¡Es un momento crítico! ¡Los vampyr los siguen! Recién los encuentro y ya podría perderlos.

—Por favor, padre Anastasio, ni lo diga —tartamudeo Árpad—. Tiene toda la razón, es solo que…

—Es solo que están enamorados y eso es más peligroso que nada —lo interrumpió el padre—. No es broma, ¿eh? ¡No pueden derrochar el poder de la gracia, o ese vampyr Doman los matará en un par de segundos! ¿No arranca los corazones con sus garras? O tal vez prefieran que rapte a Emilia para sacrificarla, no lo sé, díganmelo ustedes.

—Padre Anastasio, se lo ruego, no culpe a Emilia —dijo Árpad—. Fue como la vida misma, algo que no puedo detener.

—Precisamente, hijito —replicó—. Por lo mismo, dormirás en mi habitación. Yo dormiré en la biblioteca, vigilando a Emilia hasta que sean marido y mujer. Y, bendita vocación, podré asegurarme de que realmente están casados porque yo mismo oficiare la ceremonia. Ven acá Árpad, permite que te salve de ti mismo.

—Gracias, padre —respondió él, y supe que estaba tan aliviado como agradecido—. Buenas noches, Emilia. Perdóname.

—Perdóname tú a mí —respondí, con un hilo de voz.

Árpad siguió al padre Anastasio fuera de la biblioteca sin atreverse a mirar atrás y, minutos después, el padre regresó. Yo me había sentado en la cama, sintiéndome infinitamente culpable, pues lo había provocado todo, arriesgando nuestras vidas y exponiéndonos a la vergüenza acarreada por las propicias amonestaciones del sacerdote.

—De verdad me siento muy mal, padre Anastasio —murmuré, con lágrimas en los ojos.

—Ay, hijita —suspiró, sentándose a mi lado—. ¿Crees que no me siento peor que tú? Nunca he estado más contento de que una pareja se haya reunido, y eso que considero el amor de Adrien y Martina una de las más bellas expresiones de la bondad de Dios en la tierra. Este fue mi error.

—¿Entonces no cree que soy la más ruin de la mujeres?

Él rio por lo bajo, palmoteando sobre mi espalda, que estaba encorvada a causa de la congoja:

—¡Hija querida, nunca pensé que mis reprimendas fueran tan eficaces! Mira, lo cierto es que recién había comenzado a orar y sentí un terror profundo, cosa que no suele ocurrirme. Por lo tanto, vine deprisa a verificar que estaban sanos y salvos, y me encontré con una sencilla realidad humana: la naturaleza del amor encarnado es llevarlos el uno al otro.

»Por eso mismo, no deben estar solos y mucho menos en la oscuridad. Hoy fue un abrazo, mañana podría ser el rompimiento de un vínculo sagrado. Dime, ¿qué es lo que más amas de Árpad?

—Todo —dije, con sinceridad, enjuagándome las lágrimas.

—Y, todo eso, ¿qué lo diferencia del vampyr que un día creíste amar?

—Doman es débil y cobarde. Es un ladrón de virtudes. Árpad es puro y valiente, sería incapaz de…

—Emilia: si tú lo incitas a convertirse en un raptor que busca la oscuridad para tomar lo que aún no le pertenece, ten por seguro que ensombrecerás el amor que brilla en su corazón. Debes dar buen ejemplo al hombre que amas si quieres tener una vida feliz. No creas que por ser más pequeña en talla y en edad, la responsabilidad recaer sobre él. No puedes ser ocasión de tropiezo para Árpad, así como él no puede serlo para ti porque, palabra de confesor, dejaras de amarlo y esa sí que seria una gran tragedia.

—Yo nunca dejaría de amarlo, padre. Nunca.

—La vida es larga, hija. Sé que el cumplimiento de una profecía te hace creer en la predestinación y que, por ello, asumes que todo estará garantizado si ambos sobreviven. No es así. No juegues con las pasiones de quien te ama con un corazón inocente, no sea que termines por vulnerar la dulce forma en que te mira. Él no busca una sensualidad perecedera sino tu alma. No le enseñes a refugiarse en lo que muere, Emilia, sino en lo eterno.

Permanecí en silencio, lo que el padre Anastasio sugería me aterraba más que la imagen de Domán en el pozo. Aunque mi mente se resistía a creer que Árpad pudiera cambiar, de repente comprendí que yo misma podía destruir lo que un día había creído inalcanzable, que es amar y ser amada de ese modo.

Mis padres nunca me habían hablado así, pero el mundo en el que vivía le daba la razón al sabio padre Anastasio. ¿Qué iban a buscar los caballeros en sus finos coches al distrito del arte? ¿A quién visitaba la señora de Dupin todos los días cuando le pedía a su cochero que la llevara a casa de su hermano, siendo hija única?

Árpad y yo habíamos sido susceptibles a las impresiones externas, él con Boróka y yo con Domán, y esa había sido la causa de nuestra caída. Si Domán se hubiera limitado a atacarme como un monstruo y yo no hubiera sido víctima de su engañosa apostura, me habría ahorrado muchas penas innecesarias. Por otra parte, había bastado un bebedizo para que Árpad viese a Boróka como a la más atrayente de las criaturas, tanto así que su hermosura opacaba el carácter mezquino que no se molestaba en disimular.

—Ahora… —dijo el padre, sacándome de mis pensamientos—. Por más que desees hacerme caso, si Árpad no fuera integro en el amor como en la guerra, perderías tu tiempo. Por fortuna, lo es, y no gracias a su linaje real sino por su gran perseverancia en el honor.

»Pero, hija, recién volvió al cuerpo y por medio del mismo recobro un millar de sensaciones olvidadas. Por si fuera poco contigo le vuelven muchas otras, infinitamente más tentadoras, que jamás conoció.

»Procura, entonces, amar su espíritu, que es su componente inmortal, y honra el cuerpo que lo acoge, porque es tan precioso que merece todo su respeto. De este modo, te garantizo que estarás más cerca de él esta noche mientras duermes que si estuvieras despierta y a su lado. Si ambos murieran hoy, nada podría separarlos. No arriesgues esa posibilidad.

Aun si sus palabras eran difíciles de asimilar por la realidad que encerraban, supe apreciar su consejo. El padre deseaba lo mejor para nosotros y hablaba con la verdad. Estaba segura de que Árpad y yo nos amaríamos siempre a pesar de cometer algunos errores, mientras estos no fueran deliberados ni atentaran contra la moralidad del otro. Sin embargo, con toda certeza, nos amaríamos aun más en el futuro si evitaríamos equivocarnos desde ahora, y más aun si nos ayudáramos mutuamente a diferenciarnos de nuestros enemigos en absolutamente todo.

Árpad estaba vivo, pero no por ello debía pasar más de la cuenta en lo maravillosos que era sentirlo cerca. Debía pensar, en vez, en enaltecer mi amor por él, y quizás muy pronto tendríamos la oportunidad de estar juntos sin prisa ni peligros.

El padre Anastasio se tendió en el mueble de la biblioteca y yo me dormí pensando en que la rapidez con que Árpad había cedido ante el instinto de besarme me asustaba, así como probablemente él debía tener miedo de mí por haberlo tomado de esa forma. Estos pensamientos me movían a compunción más allá de las circunstancias relacionadas con los vampiros. Bueno es ser humano si se puede ver la propia debilidad, y más aún, si a pesar de la misma el hombre se hace excepcional. Siempre había sido caprichosa pero, por las gracias de Dios, no me faltaba inteligencia. Haría, pues, virtudes a partir de mis defectos, y emplearía el exceso de voluntad que me caracterizaba para salvarme de mí misma, como Árpad lo había hecho una vez. Así le demostraría que, cuando a él le faltaran las fuerzas, yo las tendría por los dos.

El día siguiente desperté algo tarde a causa del cansancio y el padre Anastasio ya no estaba en la biblioteca, que era una habitación magnifica a la luz de la mañana. Contrastaba con el resto del lugar, no porque fuera opulenta, sino porque tenía techos más altos y, con la excepción de las ventanas de vitral, no había un solo espacio vacío sobre los muros: los libros se acumulaban en los estantes desde el suelo hasta el cielorraso y estaban cuidadosamente ordenados, según vi, en orden alfabético. Todo el desorden se concentraba sobre el escritorio de madera de roble que estaba repleto de documentos, libros y pergaminos de toda índole. A su alrededor había cuatro sillas diferentes y un banquito acolchado. Vi que el mueble donde el padre había dormido era una especie de diván de cuero marrón sin respaldar y que a su izquierda había una mesita de madera sin pulir con dos voluminosas pilas de libros.

Encontré la sala de baño que había usado el día anterior y me lavé rápidamente para ir a reunirme con el padre y con Árpad. Cuando entré al salón donde habíamos cenado, me encontré con que el ultimo estaba desayunando con Adrien.

—Buenos días, Em —sonrió Árpad, dejando su taza sobre el mesón—. No quisimos despertarte.

¡Emilia! —dijo Adrien, poniéndose de pie para abrazarme—. ¿Cómo está nuestra damisela en apuros preferida?

Reí, retornando al abrazo.

—Sigo estando en apuros —bromeé, aunque era cierto—. Veo que ya conociste a Árpad.

—Así es —dijo Adrien, guiándome hacia una de las sillas vacías—. Es una lastima que no hallas presenciado el momento en que lo encontré.

Creo que indirectamente estoy pagando una deuda por haber asustado tantos sacerdotes.

—Adrien se puso muy pálido y empezó a temblar —comento Árpad, quien se había incorporado para traer otra taza y otro plato a la mesa, riendo por lo bajo—. No quiso estrechar mi mano hasta que el padre Anastasio le prometió que estaba vivo.

—¿Qué podría hacer si cuando regresé a las cuatro de la mañana lo halle en la habitación del padre Anastasio, encogido en la camita de hierro y con los pies fuera de las sabanas? Aún puedo ver en la oscuridad. Mi primer instinto fue buscar una estaca pero, segundos después, caí en la cuenta de que no se trataba de un vampyr, así que pensé que podría tratarse de la aparición de un monje que venía para llevarme.

—Admito que yo también me asusté. Tengo el sueño ligero —dijo Árpad—. Por fortuna, he sabido hace mucho quien es Adrien Almos y por ello lo reconocí de inmediato, así que salí del lecho y le dije mi nombre, pues también estaba al tanto de que ya le habías hablado de mí. Para mi sorpresa, eso sólo acrecentó su aprensión: creyó que venía como un emisario de la muerte.

—No voy a negarlo: no deseo morir —dijo Adrien—. El padre Anastasio me dejó sufrir varios minutos, escondido detrás de la puerta hasta que ya no pudo contener la risa. Entonces supe que Árpad no lo había escoltado hasta los Cielos, como yo lo había temido al verlo ocupando el lecho del padre.

—Pero, Adrien —reí—. Siempre has sabido que Árpad está de nuestro lado, no había razón para que imaginaras semejante disparate.

—En ese momento no sabía nada, estimada señorita —dijo Adrien—. No soy, como Martina, uno que se fía fácilmente del prójimo.

—¿Por qué no leíste su mente? —inquirí.

—Tantos años de entrenamiento no pasan en vano —suspiró—. Ya no es una reacción instintiva a menos que alguien piense en vampyr.

Ni siquiera se me ocurrió explorar un poco.

—En ese caso me alegra —dije, recibiendo la taza de leche caliente que Árpad me ofrecía—. Así puedo pensar lo que quiera con tranquilidad.

—Al menos Árpad me comprende —respondió—. Hemos estado hablando desde el amanecer. Según me contó, recién se deshizo de este talento indeseado.

—Pues a mi no me habría molestado tenerlo —comenté, tomando una rebanada de pan tibio—. Me habría evitado muchos problemas.

—No sabes lo que dices —dijo él.

—Todo es como debería ser, Em —dijo Árpad, clavando sus ojos verdes en los míos—. Y hoy, ah, memorable día, todos mis pecados van a ser borrados.

—¿A qué te refieres? —pregunté, extrañada.

—Voy a ser bautizado —enseñándome los dientes blanquísimos en una sonrisa pura de felicidad—. No puedes ser mi madrina, así que Adrien va a tomar tu lugar en esta ocasión.

—Jamás pensé que seria padrino de bautismo del rey de Hungría —dijo Adrien, elevando una ceja—. ¡Salud!

Bebió el resto de su leche en dos tragos.

—¿Por qué no puedo ser tu madrina? —respondí, algo celosa de Adrien.

—Porque se crea un lazo algo similar al parentesco —dijo Árpad—, y por eso está prohibido que te conviertas en mi madre espiritual: tú vas a ser mi esposa.

—Recién me entere de que Árpad jamás tuvo descendencia —dijo Adrien—. La verdad, me alegra, no solo por ustedes, sino que me resulta un poco extraño pensar en él como ancestro de todos los húngaros. Seria muy gracioso llamarlo abuelito. Después de todo, Árpad, eres más joven que yo.

—Definitivamente —rio él—. Los siglos que pase en el reyuno de la muerte no cuentan.

—¿Qué dices? —pregunté. No podía hablar en serio.

—Un sueño de diez siglos difícilmente puede compararse con mil años de vida —respondió—. Tuve, por decirlo así, una larga experiencia onírica que fue, casi en su totalidad, un tormento.

—Pero retuviste conocimientos de gran valor —dije, asombrada.

—Desarrolle solo aquellos para los que ya tenía una fuerte predisposición en vida —respondió encogiéndose de hombros—. Y, créeme, me alegra que non hayan desaparecido con la encarnación. No puedo esperar a revisar la biblioteca del padre Anastasio. Hay mucho qué traducir. También hay algunos libros de medicina que me interesan.

—¡Almos! —gritó el padre Anastasio desde el patio trasero—. ¡Te busca el capataz!

—El padre está construyendo una nueva biblioteca en el lote adyacente a la iglesia —explicó Adrien—. No me tardo.

Dicho esto, se excusó, dejándonos a solas con Árpad.

—No quería separarme de ti anoche, Emilia —dijo Árpad desde el otro lado de la mesa. Se lo veía solemne, pero no había aflicción o censura en su voz.

—Yo tampoco —respondí—. Por eso, después de tu ceremonia de bautismo, voy a pedirle a Adrien que me lleve a otro lugar por unos días, al menos hasta que podamos casarnos.

—¿Y a dónde vas a ir? —preguntó—. Es una decisión apresurada. Em, no debemos estar separados. ¿Qué ocurriría se Doman te encuentra? Si respetamos ciertas normas todo estará bien.

—Eso dices tú —respondí. Aunque aún llevaba el hábito, estaba hermoso esa mañana; se había rasurado la barba y ya se hacia notorio que estaba menos delgado que hacia un par de días—. Árpad, creo que debería ir a Sainte-Marie. Quiero pedirle ayuda a Martina. No tenemos dinero y tal vez me sugiera algunas opciones. No podemos quedarnos con el padre Anastasio para siempre.

—¿Y por qué no? —respondió él—. ¡Está encantado de tenernos aquí!

—Odio interrumpir una conversación privada —dijo Adrien, quien regresaba antes de tiempo—. Sin embargo, no pude evitar escuchar las últimas frases, y debo tranquilizarlos. La verdad es que Martina ya habíamos considerado la situación de Emilia, quien recién había huido de casa, y ya habíamos pensado en pedirle que viniera con nosotros a Budapest. De hecho hace unos minutos estaba por sugerirles a ambos que se mudaran a una de mis propiedades.

—No sé cómo agradecérselo —dije, conmovida—. Aún así, es menester que parta hoy.

—Emilia, no mentimos cuando te dijimos que ahora haces parte de nuestra familia —insistió—. Y Árpad también, por supuesto, no solo por los lazos históricos que nos unen sino porque ya somos grandes amigos. Ahora que está vivo, espero que todos sigamos el mismo camino. Seria un placer y un honor que nos permitieran compartir todo lo que tenemos con ustedes.

—Gracias, Almos, no esperaba menos de ti, pues te conozco bien desde el otro mundo —rio Árpad—. Sin embargo, hay algo que debo preguntarte: ¿puedes darme trabajo? No podría sentarme a mirar el papel de colgadura de una hermosa casa de cuidad, no soy amante del ocio. Por otra parte, nada me complacería más que ganarme el sustento.

—Te prometo que es perfectamente innecesario, a Martina y a mí nos sobra todo. Si nos veías desde el más allá, sabes que no miento.

Adrien, tú mismo trabajas. Pasé demasiado tiempo ejerciendo solo mi consciencia espiritual, te suplico que comprendas. Además no quiero depender de ustedes.

—Vamos, no seas orgulloso —dijo Adrien.

—En absoluto —rio Árpad—. No tengo ningún problema con la caridad, te aseguro que los monjes mendicantes merecen toda mi admiración. Sin embargo, no deseo conservar este, Adrien y, francamente, la indolencia daña el alma. Pensaba ofrecerme a construir la biblioteca del padre.

—Eso sí que no va a ser necesario, amigo mío. Estoy seguro de que puedo ayudarte a encontrar una ocupación más satisfactoria. ¿Qué tiene en mente? —preguntó—. Hay mucho por hacer. Podrías, por ejemplo trabajar con William en su clínica homeopática… aunque está en Irlanda y, a decir verdad, sé que Martina estaría desilusionada si partieran tan lejos.

—Todo suena maravilloso, Adrien —interrumpí—, pero son planes para el futuro, y yo hablaba del presente: debo partir algunos días.

—Emilia tiene la tonta idea de que debe marcharse a Sainte-Marie hoy —dijo Árpad, ofuscado. Y, dirigiéndose a mí, agregó—: ¿Olvidas que tú prima Perline está allá?

—No pensaba mostrarme ante las pupilas —mascullé—. Tampoco pensaba quitarme el hábito.

—Es una locura —replicó él—. No tienes que estar a varias millas de distancia, un par de metros bastan.

—No comprendo qué ocurre —comentó Almos, confundido—. No tienes que acudir a Martina, Emilia. Te aseguro que hablo por los dos, y aún si ella no estuviera de acuerdo, lo que es absolutamente imposible pues ya lo discutimos en varias ocasiones, puedo disponer de lo que es mio.

No quería explicarle a Adrien por qué tenía que alejarme de Árpad, pero el último sanó la cuestión.

—Emilia cree que si estamos bajo el mismo techo perderemos la gracia que nos permitiría derrotar a los vampiros.

Almos nos miró a uno y a otro con expresión de aturdimiento hasta que Árpad agregó:

—Cielos, Almos, qué inocente eres: me refiero a que, ahora que encarné, no podemos estar demasiado cerca hasta que nos deshagamos de nuestros enemigos o nos casemos.

—¡Ah! —Dijo Adrien, sacudiendo la cabeza—. Lo siento, que torpe soy. Perdonen mi imprudencia.

Me sentí sonrojar hasta las orejas y le dirigí a Árpad una mirada de reproche.

—Por Dios, Emilia, no esperes menos de mí —dijo—. Es perfectamente natural. Sé que Adrien nos entiende.

Pensé que estaba viendo su lado salvaje y me enfade.

—De vuelta al Medioevo —dije por lo bajo, mirando hacia el patio exterior.

—Claro que no —dijo él, con vos firme—. Detesto la hipocresía, pero nunca querría herir tu sensibilidad. Por otra parte, estás llevando tu terquedad a extremos innecesarios. No quiero que vayas a Sainte-Marie y no quiero que estés lejos de mí.

—No te mortifiques innecesariamente, Emilia —dijo Adrien—. No es nada que yo no viva día a día. Por suerte, Martina tiene una chaperona que tiene más aliciente sobre ella que ningún ser humano.

—¿A, sí? —balbucí.

—Su difunta tía Verónika, de quien ya te habíamos hablado, no solo ha prolongado nuestro compromiso sino que nos vigila cuando estamos a solas. Diría que su situación es, en cierta forma, envidiable. Al menos tienen privacidad.

—Verónika Székely es una mujer maravillosa —dijo Árpad, mirando hacia arriba—. No la culpes, Adrien, algún día le agradecerás la espera.

—¿Por qué? —pregunto Almos—. ¿Puedes explicarme por qué no me quiere?

—¿Cómo puedes pensar en algo así? —rio Árpad—. Al contrario, te quiere tanto que esta protegiendo a tus descendientes.

—¿Cómo? —dijo Adrien, exasperado.

—Tienes que perdonar a Erzsébet Báthory —sentenció Árpad.

—¿Qué? —pregunto él, abriendo mucho los ojos grises, que se tornaron plomizos en un segundo—. Dime que es una broma.

—Crees que, por tus poderes, eres el recuerdo viviente de la condensa. Te equivocas. El único vínculo que tienes con la asesina de tus padres es el odio que sientes por ella. A menos que la perdones antes de casarte, tus hijos heredaran de ella algo peor que la capacidad de ver en la oscuridad o leer los pensamientos de los demás: los caracteriza una inexplicable sed de venganza que podría condenarlos. Sufrirán mucho, Adrien. Tanto como tú.

Almos había enmudecido.

—¿Adrien? —Dijo Árpad—. ¿Estás bien?

—¿Por qué nunca lo supe? —balbuceó—. Verónika no ha dicho nada de eso.

—Cada cosa a su tiempo —dijo Árpad, poniéndose de pie y recogiendo los platos.

—Sólo dime que puedo hacer para perdonarla, Árpad —dijo, con ojos acuosos—. Si pudiera quitarme este tormento, lo haría en un segundo.

—Bueno, pues… no quisiera decirte esto; pero si piensas en que el rencor te hace asemejarte a ella, quizá puedas dejarla ir.

—Son los recuerdos —lloró, golpeando la mesa.

—Lo sé —respondió Árpad—. Adrien, Erzsébet Báthory está en el infierno. No puedes rezar para que Dios la ayude o alivie su sufrimiento porque es imposible: ya le pertenece a Lucifer. Sin embargo, por el bien de tu alma, debes compadecerla.

Adrien hundió el rostro en las manos unos minutos durante los cuales Arpad y yo permanecimos en silencio. Al fin, elevo la cabeza:

—Gracias, Árpad —dijo, con vos entrecortada—. Lo intentare.

Entonces salió de la habitación y supuse que iría a la capilla.

—Perdóname por decírselo, Em —dijo Árpad.

—¿Decirle qué? —pregunté, aun entristecida por Adrien—. Creo que hiciste bien.

—Explicarle nuestra situación —respondió él, acercándome a mí—. Emilia, te ruego que no te vayas.

—Ah, eso —respondí, sonriendo—. Perdóname tú a mí, hice mal en enfadarme. Saber que dos personas que admiro han estado en una situación similar me da una idea más clara de lo que podemos hacer.

—Todos los que aman pasan por lo mismo —dijo, tomando mi mano y llevándosela al pecho—. Cásate conmigo hoy.

Me sentí llena de una emoción profunda y desconocida: me había tomado por sorpresa, tanto que me balbuceé.

—¿Hoy? —balbucí.

—Sí —respondió, abrazándome y sonriendo. Me miraba con tanto amor que la luz de sus ojos me traspasaba—. Esta noche.

—Pero…

—¿Qué objeción podrías tener?

—Sólo una —dije, riendo por lo bajo—. Bueno, en realidad son dos: necesitamos una madrina.

—¿Cuál es la segunda? —replicó él, frunciendo el ceño.

—No tengo un vestido.

Su expresión de sorpresa fue más elocuente que nada que pudiera decir. Era obvio que algo así no se le había pasado por la cabeza.

—Ay, Em —rio, mirando hacia arriba—. Mi pequeña francesa no quiere casarse con un hábito franciscano. ¡Qué señorita más decimonónica!

—No te burles —dije, algo avergonzada—. No puedo se pragmática cuando se trata de algo tan bello.

—Ojalá pudiera hacer que un vestido se manifestara de la nada —dijo con tono resignado— pero creo que, en esta ocasión, tendrás que recurrir a Martina Székely.

—¿Entonces estas de acuerdo con que vaya a Sainte-Marie hoy?

—Sólo si puedo llevarte yo mismo —dijo.

—Acepto —respondí.

—Guarda esa palabra para más tarde —replicó, guiñándome un ojo—. Voy a hablar con el padre Anastasio.

Me dejo a solas en la cocina y entonces, tras verificar que nadie me veía, di saltitos de alegría por toda la habitación. Después, caí sentada sobre uno de los asientos, sonrojándome y palideciendo por turnos al recordar la conversación que acabábamos de sostener. Siempre había considerado nuestra boda un evento lejano que llegaría después de que resolviéramos todos nuestros problemas. Supe, que repente, que esa idea era producto de la vida burguesa que había llevado hasta hacia muy poco: tales eventos se celebraban siempre con una gran fiesta, los novios se embarcaban en un idílico viaje de bodas y luego retornaban a una bonita casa en la ciudad. Reí para mis adentros pensando que Árpad y yo no teníamos ni siquiera una tienda magyar.

Media hora después, Almos entro a la cocina y anuncio:

—Vamos.

—¿A dónde?

—Hora de bautizar a Árpad.

—¿Ya? ¡Adrien! ¿Cuál va a ser su nombre?

—¿No quieres que sea una sorpresa? —preguntó, con expresión enigmática. Supe que quería picar mi curiosidad a propósito.

—Absolutamente no —dije—. El padre Anastasio podría escoger un nombre muy cristiano que no sea adecuado para él.

—¿Cómo cual? —rio, llevándome fuera de la estancia.

—Como Protasio.

—Ay, Emilia —dijo, con un gesto de preocupación—, sospecho que no te va a gustar.

—¡Dime! ¡Dímelo ya! —rogué, halando la manga de su camisa.

—No.

Las campanas empezaron a sonar y corrí hasta la nave de la iglesia, donde algunos fieles ya se habían congregado. No veía a Árpad ni al padre Anastasio por ninguna parte, solo al acolito. Adrien reía a mis espaldas, atestiguando mi sufrimiento:

—Vamos, Emilia, cálmate, el nombre es lo de menos. Lo que importa es como lo lleve el bautizado en cuestión. Además, sabes, su nombre de familia puede atenuar el efecto final.

—¿Qué nombre de familia? —inquirí, mirándolo con ojos exorbitantes.

—Almos, por supuesto. Árpad es hijo del primer Almos. Además, no tiene documentos. Lo que ocurra hoy en esta parroquia será un paso definitivo para su integración oficial en la sociedad.

—Eso suena terrible —temblé—. Siento como si fuera a perder su identidad tribal la cual, a decir verdad, me gustaba.

—Hace un rato no parecías muy contenta con las costumbres medievales —comentó, sonriendo—. ¿Nos sentamos?

—¡No! ¡Debo encontrarlo!

—El padre Anastasio no va a cambiar de opinión. Si no ocupamos nuestros puestos en la primera banca, otras personas lo harán.

Le hice caso a regañadientes sin dejar de buscarlos a diestra y siniestra con gran preocupación. Al fin las puertas de la iglesia se abrieron de par en par y el padre Anastasio entró, seguido por una ráfaga de aire de los monaguillos y el acólito, quien había salido hacía unos instantes.

—¿Dónde está Árpad? —susurré.

—¿No querrás decir… Bladulfo? —dijo Adrien.

—¡Por favor, no hagas ese tipo de bromas! —supliqué.

—Tienes razón —susurró—. No debo burlarme de Abrúnculo el día de su bautizo.

El padre dio inicio a la misa, por lo que ya no puedo moverme de mi puesto ni rechistar. Sin embargo, continúe buscando a Árpad con desesperación. Poco después, Adrien se disculpo, poniéndose de pie. Mire entonces por encima de mi hombro y, en ese instante, caí en la cuenta de que el padre Anastasio invitaba al altar a quien recibiría el bautismo y a su padrino: por poco no reconozco a Árpad, quien había estado sentado todo el tiempo justo detrás de mí. Me miro brevemente y se levantó, pasando por entre sus compañeros de banca y avanzando por el pasillo hacia el altar; precedido por Adrien. Deje escapar una exhalación de sorpresa y, un segundo después, descubrí que todos los fieles reaccionaban de la misma forma.

Árpad llevaba una túnica blanca y se había atado los cabellos rubios en la parte posterior de la nuca con un lazo negro, de modo que caían por encima de la capucha plegada a lo largo de su espalda. Estaba resplandeciente. Tan alto como era, la túnica caía hasta rozar sus pies descalzos y el crucifijo de Abelard brillaba sobre su pecho. Con el rostro despejado y sin barba, su piel irradiaba una luz clara y cálida que le daba una apariencia casi sobrenatural. Cuando se detuvo junto al padre Anastasio frente al cirio bautismal encendido, los murmullos de los parroquianos cesaron abruptamente y Almos lo presento. Luego, Árpad asintió, confirmando que deseaba ser bautizado.

El padre continuo la ceremonia en latín al tanto que yo contemplaba a Árpad extasiada, sin escuchar una sola de las palabras que el diminuto sacerdote pronunciaba, respondiendo mecánicamente a las oraciones cuando lo hacían los demás. Árpad se arrodillo ante el padre, quien derramo abundante agua sobre su cabeza y puso una pizca de sal en su boca. Luego lo inscribió en el libro de los fieles, que Almos también firmo antes de retornar a su puesto junto a mí. El padre Anastasio continuo con la elevación y la eucaristía, y solo entonces me di cuenta de que no había reparado en el nuevo nombre que le había dado.

Aterrada, mire a Adrien, pero el ignoro mi gesto deliberadamente y, como yo no me atrevía a levantarme, paso frente a mi de nuevo para unirse a quienes procedían a participar en la comunión. Hacia mucho tiempo que no iba a un confesionario, por lo que permanecí anclada en mi lugar, desando que Árpad me mirase y llamándolo con los ojos, pero él estaba en un estado contemplativo imposible de quebrantar. El desenlace de la celebración se prolongo tanto que estuve a punto de llorar y, cuando el padre nos bendijo y articulo el ite, missa est, una veintena de muchachas y señoras embelesadas rodearon a Arpad para felicitarlo, impidiéndome acercarme. Alcance, pues, al padre Anastasio y, jadeando, me atreví a preguntar:

—¿Qué nombre le puso?

—No puedo creer que seas tan despistada, hijita —me amonestó, mirándome por encima de los anteojos—. Sera mejor que se lo preguntes a él.

—No me haga esto, padre —supliqué con ojos lacrimosos, pero él se encogió de hombros y disimulando una sonrisa picara procedió a hablar con otros fieles.

Entonces divise el libro que aún reposaba abierto junto al cirio. Antes de que el monaguillo lo tomara me interpuse y, temblando, recorrí con la mirada la lista de los inscritos hasta llegar al final. Mi corazón se detuvo cuando leí:

Antal Mihály Benedek Arpad de Almos.

Lo releí unas diez veces hasta que el chico arrebato el libro de mis manos y se lo llevo, receloso, para guardarlo.

—El padre Anastasio me dio un nombre cristiano y, a la vez, magyar —dijo la voz de Árpad a mis espaldas—. Hasta lo escribió en húngaro perfecto, Dios lo bendiga.

Me viré para mirarlo y, antes de que pudiese hablar, me levantó del suelo, estrujándome en sus brazos y riendo.

—¡Estoy tan feliz, Em!

—¡Yo también! —reí, aún estupefacta, aunque aliviada—. ¡Estoy feliz por ti, y feliz de que no te haya dado un nombre risible o espantoso! ¿Cómo debo llamarte ahora? ¿Qué significan tus nuevos nombres? ¡Ni siquiera sabría pronunciarlos!

—¡Vaya, estas muy agitada! —Sonrió, poniéndome en el suelo y besándome en ambas mejillas—. ¿Estabas preocupada?

—¡Por supuesto! —respondí, respirando profundamente—. Todo me tomó por sorpresa y Adrien no hizo más que atormentarme con espantosas posibilidades.

—Bien, Em, tú puedes llamarme cuando quieras —dijo, curvando los labios rojos en una sonrisa indulgente—, pero me gustaría mucho que aun cuando fuera ocasionalmente, usaras uno de los nombres que el padre Anastasio me dio.

—Creí que iba a deshacerse de tu nombre para siempre —dije—. Con todos los sobrenombres que te daba, pensé que iba a eliminar la historia secreta del pueblo húngaro en un día.

—Yo también —dijo divertido—, pero solo la cristianizó. Ahora tengo varios nombres de dónde escoger: Antal es Antonio, como el confesor portugués de la orden franciscana que, en vida, podía hablar en varias lenguas al tiempo, aplacar las tempestades más violentas y comunicarse con animales de toda índole. Ya en el Cielo, es uno de los santos más milagrosos de la Iglesia y de todos los tiempos.

—¿El mismo san Antonio de Padua? —pregunté, entusiasmada. Siempre había sido fiel devota suya y ahora sabía que su nombre era bello en todos los idiomas.

—Sí —confirmó él, con ojos de color aceituna—. El segundo nombre, Mihály, es Miguel, como el arcángel cuyo nombre y grito de guerra son el mismo. ¿Quién como Dios? Así clama su magnífica voz en defensa del único Señor del universo. San Miguel arcángel venció a Lucifer tras su rebelión, expulsándolo del paraíso e inclinándose, gozoso, ante el Verbo, a quien honra por toda la eternidad.

—Fue la primera y única figura celestial que vi, más allá de las nubes, cuando me permitiste sentir a Dios en el momento en que Domán bebió tu sangre.

Quis ut Deus —murmuré, fascinada, recordando el momento en que Árpad se había inclinado junto a mi cuerpo herido tras el primer ataque de Halstead—. ¿Entonces pronunciabas las palabras de arcángel?

—Resonaba dentro y fuera de mí cuando lo vi —respondió él, suspirando—. Jamás lo olvidaré. Desde entonces, derivo mis fuerzas de esa frase cuando más lo necesito.

—¿Qué hay del tercer nombre?

—Ah, por supuesto. Benedek quiere decir Benedicto, como el monje que, a pesar de entregarse completamente a Dios, desarrolló un profundo conocimiento del enemigo. Se dice que nadie podía envenenarlo o asesinarlo, aunque muchos lo intentaron.

—Es uno de los santos de mayor influencia para permanecer inmune ante cualquier ataque demoníaco o para deshacer los peores hechizos con eficacia.

—Parece como si te hubiese amparado aun antes de que supieras de su existencia —comenté—, porque te libraste de la muerte y del hechizo de Domán como del milagro. Tal vez los dos santos y el arcángel te bendijeron, cada uno en su momento.

—Estoy seguro de que es así, al menos en lo que concierne al arcángel invencible, pero los tres serán mis patronos de ahora en adelante.

—Antonio, Miguel y Benedicto. ¡Es un nombre muy poderoso! Así que… ¿Antal Mihály Benedek? —pregunté, intentando articular las sílabas lentamente con el complicado acento húngaro—. ¡Oh, que afortunado eres! El padre no podría haber elegido un nombre más apropiado para ti. No sé cuál de los tres me gusta más. Supongo que Antal me sería más fácil de pronunciar, se parece a Árpad.

—Suena dulce en tus labios —dijo, inclinando la cabeza hacia mí.

—¿De dónde sacaste tu túnica? —pregunté, circundándolo y admirando la fineza de la tela—. No puedo creer que sea del padre Anastasio; sus vestidos a duras penas harían las veces de camisas para ti.

—Estamos en Suiza —dijo, encogiéndose de hombros—. Un monje cisterciense de Zúrich que vino a consultar la biblioteca lo donó a la parroquia años atrás a cambio de una transcripción importante para su orden. ¡El padre Anastasio tiene un amplísimo guardarropa religioso en la sacristía! ¿Estás segura de que no prefieres casarte con uno de estos hábitos en vez de ir a Sainte-Marie?

—Cielos, Árpad, tú sí que tienes vocación monástica. Yo, en cambio, instinto en dejar el hábito cuanto antes. Si Martina me socorre con un vestido, estaré dichosa.

—En ese caso, vamos al internado ahora mismo.

—¿De veras? —pregunté, incrédula.

—Ya hablé con el padre Anastasio: me dejará ensayar un caballo que nadie ha podido domar.

—Espera —tragué en seco—. ¿Y el de Adrien?

—Adrien cabalgará con nosotros —dijo—. No podemos dejarlo sin montura. Tú vendrás conmigo en el otro caballo, que fue un regalo de las pesebreras Sainte-Marie-des-bois.

—La rectora no es muy prudente, según veo —comenté, haciendo lo imposible por ocultar la angustia que sentía—. ¿Esperaba que el pobre Anastasio lo montara?

—Lo dudo, son buenos amigos. Quizá contaba con que lo vendiera. El caso es que no lo hizo, y ahora tenemos una forma de llegar. Ya lo vi. Em, es hermoso. Espérame aquí con Adrien, no me tardo. Debo devolverle el vestido al padre.

Antal Mihály Benedek Árpad de Almos intercambio unas frases apresuradas en húngaro con Adrien y desapareció tras la puerta de la sacristía. Agradecí que sus cambios de apelativo hubiesen sido graduales en el pasado porque, en esa ocasión, supe que me tardaría en acostumbrarme a los nombres que recién había adquirido. Para mí siempre sería Árpad, el olvidado príncipe de Panonia.

—¿Lista para conoces el internado más aclamado de Europa? —preguntó Adrien, acercándose a mí.

—Eres malvado, Almos —respondí—. No sabes cuanto sufrí durante la misa.

—Pues tú no sabes lo que te espera —replicó, entrecerrando los ojos—. Nunca he visto un caballo más brioso que el que están a punto de montar. Reza para que tu prometido no haya perdido práctica en los últimos… ¿eran novecientos años o eran mil? No quiero que se lastime, por supuesto, pero confieso que no puedo esperar a que intente calmarlo —rio—. Promete ser divertido.

—Dios nos ampare —susurré, persignándome.

—No te atreverías a dudar de sus santos patronos, ¿o sí? Recuerda que el milagro depende de la fe de quien lo pide.

—Voy por mi abrigo —dije, trepidando, mientras Adrien reía por lo bajo.

—Debería darle un susto al padre para celebrar —lo escuche murmurar para sí conforme me alejaba.

Cuando regrese no había nadie en la nave de iglesia, así que salí y decidí darle vuelta al edificio, sabiendo que de una u otra forma me toparía con las pesebreras. Caminé de prisa siguiendo el contorno del muro derecho y, finalmente, a un centenar de metros del campanario, divise un pequeño establo.

Avancé en línea recta hacia él, pisando la nieve con cuidado de no resbalar, y al acercarme escuche las voces de Adrien y el padre Anastasio, las cuales provenían del interior del cobertizo. Ambos hombres proferían exclamaciones de pánico. Tan pronto me asomé, descubrí que estaban agazapados junto a un montón de heno: se habían echado uno en brazos de otro y tenían caras de haber visto una aparición.

—¡Te dije que era una bestia infernal! ¡Por poco nos aplasta! —masculló el padre, aferrando el abrigo de Almos.

—¡Por Liliput, nunca me había sentido tan pequeño! —tartamudeó Adrien, con ojos exorbitantes.

—¡Tú cállate, Almos, todo esto fue idea tuya! —replicó el padre dándole coscorrones—. Con que solo querías darme un susto, ¿eh? ¡No creas que no te escuché! ¿Tenías que espolearlo en ese preciso momento?

—¡Sólo sujetaba las riendas, padre, se lo juro! —contestó Adrien, cubriéndose la cabeza con ambas manos.

—¡A otro párroco con tus mentiras, Judas! ¡Pobre Árpad! ¡Quién sabe si volvamos a verlo con vida, gracias a Dios ya esta bautizado!

La puerta de la pesebrera estaba abierta: dentro de ella rumiaba un bonito caballo marrón, ensillado y atado a un poste horizontal de madera junto al montón de heno. Asumí que se trataba de la cabalgadura de Adrien y que Arpad había salido disparado del lugar a cuestas del caballo rebelde.

—¡Padre Anastasio! ¡Adrien! —exclamé, corriendo hacia ellos—. ¿Están bien?

—¡Ay, hija mía! —Respondió el padre, quien ya se incorporaba, al verme—. Creo que no me rompí ningún hueso, si a eso te refieres. ¡Debemos rescatar a Árpad!

—¡Se fue por allá! —balbuceó Adrien, señalando la blanca montaña: estaba tan asustado que creí que no había provocado a la bestia a propósito.

La situación me habría parecido cómica si Árpad no hubiese desaparecido de nuevo. Seguí el rastro de las huellas del animal que habían removido la nieve perfecta dejando un trazo visible sobre ella: estas desaparecían tras la colina, más allá del bosque de abetos.

—¡Ve por él, Almos! —pedí.

—No podría alcanzarlo aunque quisiera —jadeó, halándome hacia el establo—. Debes quitarte de en medio del camino en caso de que regrese.

—¡Puede haber caído! Por favor, ve a buscarlo. Lo haría yo misma si supiera montar.

—¿No sabes montar? —preguntó Adrien, mirándome como a un bicho raro.

—No —dije—, no confío en los caballos. Mi padre nunca me dejó tomar lecciones de equitación, temía que cayera.

Entonces escuche un relincho y, segundos después, el galope salvaje de un animal que tenía que ser muy corpulento. Atemorizada, abracé al padre Anastasio y me pegué al muro exterior del cobertizo, aguzando la vista hacia el horizonte. No bien había parpadeado, una montura descomunal de color grisáceo y crines negras apareció junto a los pinos. Solo me enteré de que Árpad aún lo montaba porque reconocí su risa en la distancia, pues el animal era tan grande y raudo que me impedía discernir al jinete conforme avanzaba hacia nosotros.

—¡Santa Madonna! —Exclamó el padre, prendiéndose del cuello de Almos y elevando los pies en el aire—. ¡Nos va a estampar contra el muro!

En menos de un minuto, la bestia estaba a pocos metros. Cerré los ojos y espere un choque brutal pero, en vez de ello, la voz de Árpad gritó:

¡Ne hagyja abba! ¡Teljes vàgta!

—¡No puedo creer que lo esté arreando! —exclamó Adrien, asomando la cabeza por la esquina del muro y siguiéndolo con la mirada.

El padre y yo lo imitamos, arrodillados sobre la nieve: el caballo paso de largo hasta llegar al campanario, el cual rodeó velozmente para retornar en dirección contraria, guiado por Árpad, el establo.

¡Allí!

Árpad tiró de las riendas justo a la altura del portón y el animal obedeció, frenando en seco al tanto que Árpad saltaba de él sin soltar las riendas y aterrizando sobre la nieve con admirable agilidad, tal como lo había hecho la primera vez que lo había visto en el granero de mis padres. El caballo permaneció inmóvil como la más dócil criatura mientras Árpad acariciaba su cabeza y sus crines.

—¡Padre Anastasio! —exclamó, sacudiéndose el habito—. ¡Qué animal maravilloso! ¡Acérquese, debe hacer las paces con él!

—¡Estás loco, hijo! —Dijo el padre, sin moverse de su escondite—. No volveré a acercarme a esa bestia por el resto de mi vida.

—¡Pero si es su caballo! Mírelo, solo necesitaba echar un buen galope para calmarse. En un par de días será más manso que un cordero.

—Pues es todo tuyo, Árpad. Te lo regalo —dijo el padre, asomando la nariz por la esquina empedrada.

—No puede hablar en serio —dijo, atando el caballo a un poste exterior del cobertizo—. Sé que es grande, yo mismo jamás había montado un animal de este tamaño: los que solíamos usar eran asiáticos, pequeños y ligeros como flechas. Pero este es especial. Además, es solo un potro.

—¡Sólo un potro! —repitió el padre, dando dos pasos en la nieve y arrastrándome consigo—. ¿Qué va a ser cuando crezca? ¿El caballo de Troya? Hazme el favor de quedártelo, hijo. Te lo ganaste.

—¿De veras? —preguntó Árpad, desilusionado—. ¿Estás seguro de que no quiere venderlo?

—Nadie querría comprarlo en el pueblo, ya ha corrido el rumo de su brío. Además, quiero obsequiártelo a ti, no porque quiera deshacerme de él sino porque lo necesitas. Vamos, no te hagas rogar.

—¡Gracias, padre Anastasio! —exclamó Árpad, abrazándolo—. ¡No sé cómo podría compensarlo!

—Dale un buen susto a Adrien alguna vez —dijo, mirando hacia atrás—. Me haría muy feliz.

—Trato hecho —rio Árpad, estrechando su mano temblorosa.

—En honor de la verdad, Antal Mihály Benedek, ¿podrías decirle al padre que yo no provoqué la huida del caballo? —solicitó Adrien, acercándose a nosotros.

—Por supuesto —dijo Árpad—. Fue mi culpa, padre, no pude detenerlo. Adrien no hizo nada.

—No me interesa oír sus explicaciones, señores —dijo el padre—. Emilia, hija, regresa sana y salva. Y a ustedes dos, más les vale que la traigan antes de medianoche. Ahora, si me disculpan, debo escribir una homilía. Esta noche se casan mis hijos queridos.

Dicho esto, dio algunas zancadas en la nieve en dirección a la parroquia y si viro para mirar a Adrien con el ceño fruncido.

—Está bien, te perdono —dijo. Pero sólo por esta vez.

Lo vimos doblar tras el campamento y reímos, divertidos.

—Gracias por las votas, Adrien —dijo Árpad—. Empezaba a creer que mi destino era convertirme en un bloque de hielo.

—Ni lo menciones —respondió él—, me alegra haber dejado un par de repuesto aquí. Es una lastima que seas tan larguirucho, de lo contrario podría obsequiarte un pantalón y una camisa… pero, amigo mio, estas condenado a andar por la vida en faldas, como una señorita.

—Sólo tienes celos de mi libertad de movimiento —rio Árpad—. Descuida, estoy más que acostumbrado a las batas, las cuales son, por si no lo sabías, el vestido masculino original. Las mallas, en cambio… —dijo, señalando a Adrien, quien llevaba unos pantalones poco holgados—. Si no me equivoco, siguen siendo prendas favoritas de actrices y danzantes, y me atrevo a viaticar que lo serían hasta el final de los tiempos. Esa, prima ballerina, llévanos a Sainte-Marie.

Adrien se dio la vuelta refunfuñando y desató la yegua marrón que estaba en la pesebrera.

—Creo que tendrás que ayudarme a subir a tu pequeño monstruo —afirmé, mientras Árpad trepada el animal sin ningún esfuerzo.

—Eso ya lo sé —dijo, guiando el enorme caballo hacia mí.

Retrocedí instintivamente, atemorizada.

—¿Vamos? —preguntó Adrien, quien ya había sacado su cabalgadura del establo y se dirigía a la torre hacía la entrada de la parroquia.

—¡Vamos! —dijo Árpad y, antes de que yo pudiera musitar, espoleó el caballo hacia mí y me ciño por la cintura con un brazo, elevándome en el aire.

—¿Qué haces? ¡Eres un bárbaro! —grito Almos.

—¡Gracias! —respondió Árpad, acomodándome al frente suyo sobre el tejido de lana que hacia las veces de silla sin detener la marcha.

Sobrepasamos la yegua de Adrien en un abrir y cerrar de ojos y me escuché gritar entre las carcajadas de ambos hombres. Recostada contra el pecho de Árpad por la posición en que me había puesto (a la cual estaba sometida por la velocidad del golpe) no tenía de que prenderme, así que, si él me soltaba, saldría volando por los aires. Árpad me sujetaba, sin embargo, con tranquilo equilibrio, rodeándome con los brazos y entrecruzando las muñecas al final, de modo que llevaba en cada mano la rienda del lado opuesto.

—¡Puedes asirte de mis brazos, Em! —dijo, sin dejar de reír—. Debes calmarte o el animal sentirá tu miedo.

—¡No me digas esas cosas! —grité, aferrándolo con torpeza.

—Es broma —afirmó, acelerando el paso—. Esta más que complacido de llevarte.

—¡Dijiste que nunca habías raptado una mujer! —exclamé, intentando recuperar el aliento, lo cual era imposible a causa del movimiento de la bestia.

—Mentí —dijo, hundiendo los pies en los costados del animal.

—¿Qué? —pregunté, elevando la cabeza hacia atrás para mirarlo, aterrorizada.

—Ya me escuchaste —replicó, sonriendo y apretándome con más fuerza al tanto que se inclinada hacia delante para obligarme a mirar al frente.

—¡Ten cuidado, Adrien!

Escuche el relincho de su yegua y, enseguida, el golpe de las patas contra la nieve.

—¿Por quién me tomas? —exclamó Adrien, a varios metros de distancia de nosotros—. ¡Puede que hayas cruzado los Urales, pero yo conozco este camino tan bien como cualquier saqueador!

—Sí, el famoso moderador de Sainte-Marie reincide —murmuró Arpad, riendo por lo bajo.

—Árpad de Almos, exijo que expliques lo que afirmaste —dije, con un nudo en la garganta, aludiendo a nuestro breve intercambio de palabras en cuanto al rapto de mujeres.

—Creo que has leído demasiados romances medievales —respondió, dándome el espacio suficiente para respirar—. Sólo quería distraer tu atención para que no te alarmaras con el salto. Jamás te he mentido, Emilia Malraux.

Avergonzada, tuve que admitir que había resultado.

—¿Cómo me subiste al caballo con tanta facilidad? —pregunté con sospecha.

—Te atrape de la misma forma en que habría rescatado a cualquier hombre herido en el campo de batalla —gruñó—. Por otra parte, me encantaba hacer igual con mi madre, tomándola por sorpresa cuando regresaba al campamento antes de tiempo. Así que tal vez haya raptado a una mujer, si es que a eso se le puede llamar rapto. ¿No es un poco tarde para que me cuestiones?

—¡Sí! —respondí, con lágrimas en los ojos, pero esperando que él no lo notara. A decir verdad, estaba aliviada.

—¿Qué cosa?

—¡Cabalgar conmigo!

—Me parece que apenas empiezo a conocerte en la práctica —balbucí—, pero es mucho mejor de lo que imagine.

—Entonces me doy por bien servido —dijo, inclinándose hacia mi rostro y besándome en la mejilla.

Pase las tres horas siguientes pensando en todo excepto el bonito camino invernal que recorríamos, el cual escapaba hacia atrás con demasiada rapidez como para asimilarlo en su plenitud. Me había acostumbrado al galope y, en cierta forma, lo estaba disfrutando, aunque sabía que sería incapaz de guiar un caballo en mucho tiempo y menos como lo hacia Árpad, quien nos llevaba con facilidad sobre la nieve y el hielo.

Estaba, por extraño que parezca, midiendo su fuerza muscular y observando la precisión de sus movimientos. Era inconcebible que no me hubiera lastimado al alzarme del suelo ni lo hiciera con ninguna otra de las complicadas maniobras que realizaba: aunque no estaba habituado a la montura, no solo la trataba con delicadeza sino que era obvio que no hacia ningún esfuerzo para dominarla. Deduje, pues, que su cuerpo espiritual había sido siempre un reflejo fiel de su cuerpo físico, el cual, según seguía comprobando, había recuperado en su totalidad. Aun más importante, su cuerpo era la manifestación palpable del espíritu puro y saludable que lo habitaba.

Pero, más que sentir que Árpad había llegado intacto al siglo XIX, se me antojaba que me arrastraba al siglo IX. A través del tiempo su raza se había entremezclado, sin desaparecer, con muchas otras, conservando la sutil belleza de algunos rasgos orientales y la destreza artística, pero el carácter nómada del pueblo se había quedado en Árpad, quien nunca había tenido la oportunidad de experimentar la civilización en su vida interrumpida o en el caos de la muerte.

Aun así, el amor por la simplicidad de los húngaros de mi época, como Adrien y Martina, debía ser una expresión innata de las costumbres que habían obligado a los primeros magiares a llevar consigo muy pocas cosas que hermoseaban, según me daba la impresión, con solo tocarlas.

La melancolía, aun así, estaba ausente en el carácter de Árpad, cuya esencia prístina no había sufrido alteraciones a pesar de los muchos conocimientos que habían ensanchado su espíritu en el reino de la muerte. Seguía teniendo una naturaleza primordial, casi cruda, que difícilmente podía ser reconciliada con la filigrana del progreso.

Sin embargo, no creía que necesitara la guerra. Por una parte, la sangre y el dolor no lo excitaban y, por otra parte, las letras podían ser más violentas que muchas batallas y él ya no disponía de la eternidad para colmar el cáliz de la sapiencia, engañoso receptáculo que, conversa e ineludiblemente, siempre tiende a pareces más vacío conforme la erudición aumenta, lo cual sin duda lo llevaría a recluirse en soledad mucho tiempo. Tampoco era reo de la agitación nerviosa propia de quienes huyen de sí mismos, lo cual, además de complacerme en extremo, nos garantizaría un ambiente pacífico, estuviéramos donde estuviéramos.

Árpad era la fuerza abrumadora de lo que fue antes, la cual, por no tener cabida en el mundo, debe sustraer hacia si todo elemento creado que se le asemeje para librarlo de una inminente degradación. Comprendí entonces que Árpad me había salvado de una falsedad ajena a mí y perteneciente a mí era, llamándome como parte suya e invitándome a abrazar la eternidad en él, que era verdad pura: en Árpad no había mentira.