CAPÍTULO 23
LEGATO: EL PADRE ANASTASIO
-¡Detente!
La voz del cochero que ordenaba a los caballos frenar me despertó justo antes de que la diligencia se sacudiera para detenerse abruptamente un segundo después.
Árpad se asomó por la ventana y exclamó, jubiloso:
—¡Hemos llegado!
Sin darme tiempo de parpadear, abrió la portezuela y salió del coche para ayudarme a bajar. Aunque hacía bastante menos frío a la intemperie que en lo alto de los Alpes, aún necesitaba calarme la manta de lana por encima del abrigo. Tomé una bocanada de aire puro del valle que por lo gélido y seco provocó un ligero tintineo en mis pulmones y giré lentamente, intentando absorber la visión de un centenar de casitas cuyos techos cubiertos de gruesa nieve azul se empinaban hacia el cielo imitando a los pinos escarchados mientras sus bases de piedra gris se asentaban en la níveas faldas de la ladera.
—¿Em? —llamó Árpad, sacándome del ensueño invernal.
—¿Sí?
—Aún estoy descalzo —dijo, mirándome a los ojos con seriedad, pero noté que reprimía una sonrisa. Sus pies estaban enterrados en la nieve y esta, por más que aparentaba ser suave como talco, no le haría las veces de pantuflas.
—¡Claro que estás descalzo! —exclamé—. ¡Soy una tonta!
Pagué al cochero sin demora y, como se fue corriendo a la taberna, arrastré a Árpad, quien ya tiritaba de arriba abajo, hasta el atrio de la parroquia. Árpad golpeó la puerta suavemente con el puño al tanto que daba pequeños saltos sobre la piedra helada pero no hubo respuesta, así que entramos sin esperar. La Iglesia, limpia y en extremo sencilla, parecía estar vacía.
—¡Perdóname, perdóname, te ruego que me perdones! —susurré, sin poder dejar de reír de Árpad, quien seguía temblando como un abeto.
—Muy divertido, ¿no es así, Emilita? —respondió por lo bajo, mirándome de reojo.
Avanzamos por el centro de la nave hasta una capilla lateral que estaba tras una puerta de vitrales coloridos y entramos sin hacer ruido: un sacerdote anciano cuya túnica se arrastraba hasta el piso estaba arrodillado ante una estatua de la Virgen más grande que él, de espaldas a nosotros. Era tan pequeño y menudo que se perdía en el hábito, y supe de inmediato que se trataba del padre Anastasio aun si solo podía ver la parte posterior de su cabeza. Esta, coronada de hermosos cabellos blancos y largos, permanecía inclinada sobre sus dedos entrelazados en gesto de profunda reverencia a Nuestra Señora. Mis ojos se llenaron de lágrimas y miré a Árpad, incapaz de musitar. Árpad lo observaba, a su vez, con veneración, y como no deseábamos interrumpirlo nos quedamos de pie en nuestro lugar, orando silenciosamente en pos de él.
Minutos después, el padre se persignó y se incorporó, dándose la vuelta tan pronto que no nos dio tiempo de retroceder.
—Padre Anastasio —empezamos a decir al unísono, pero era demasiado tarde: el buen hombre se encontró, de repente, a un palmo nosotros.
—¡Santos confesores, exorcistas y teólogos! —exclamó, dando un salto en el aire—. ¡Hijos míos, qué susto me dieron!
—¡Perdone, padre, solo esperábamos a que acabase de orar! —dije—. ¡Ay, no puedo creer que hayamos sido tan torpes!
—Descuida, hija —tartamudeó, sin soltar el crucifijo que aferraba con dedos temblorosos—. No es tu culpa que mis reacciones sean tan prestas. Como ves, soy muy ágil —y agregó, mirándonos a través de las antiparras torcidas y meneando la cabeza—: Pero, hijitos, ¿qué les ocurrió?
—¿Me permite, padre? —pregunté, extendiendo la mano hacia su rostro.
Él dio un respingo y, aún asustado, asintió sin comprender a qué me refería, así que le acomodé los anteojos con delicadeza sobre el puente de la nariz.
—¡Ah! —exclamó, riendo—. ¡Qué alivio! Así están mucho mejor. ¿Qué hacen aquí, hijos míos?
—Vinimos a verlo a usted, padre Anastasio —dijo Árpad, arrodillándose ante él—. Bendígame padre, he esperado este momento largo tiempo.
El padre puso la mano sobre su cabeza y lo bendijo. Luego, al tanto que Árpad se ponía de pie, clavó la mirada en su rostro y, entrecerrando los ojos, se pasó la mano por la larga barba blanca. Sin dejar de observarlo, dio un paso atrás y dijo como para sí mismo:
—Pero… ¿podría tratarse de él?
—¿Esperaba a alguien, padre? —preguntó Árpad—. Quizá piense, por las ropas que llevamos, que somos hermanos de la caridad. Permita que aclaremos la confusión: viajamos desde Turín. Los amables monjes del monte de los capuchinos nos socorrieron; estos son sus hábitos.
—¡Válgame Dios! —exclamó el padre—. ¿Vienen de Turín?
—Así es, padre —dije—. Dos amigos recomendaron que viniésemos a buscarlo cuanto antes: sus nombres son Martina Székely y Adrien Almos.
—¡Tú debes ser Emilia! —dijo, sorprendido.
—Sí, padre, soy Emilia Malraux.
—¡Bienvenida, hija! No te esperábamos hasta mucho después, Martina ha estado muy preocupada por tu devenir. Pero no nos quedemos aquí parados, vengan conmigo. Deben estar famélicos.
Sin esperar una respuesta, se abrió paso entre nosotros e, indicando mediante señas que lo siguiéramos, salió de la capilla.
—Adrien fue a Sainte-Marie y regresará en unas horas —comentó, caminando frente a nosotros—, así que tendremos que cenar sin él. Por aquí, pasen.
Nos guio a una amplia habitación que contaba con un mesón de madera, algunas sillas y un fogón caliente sobre el cual hervía una gran olla de barro. Olía muy bien. Árpad se acercó instintivamente al fuego y sonreí pensando que era maravilloso que sintiera frío, pues confirmaba su humanidad. El padre Anastasio le dio la vuelta al fogón y fue a ponerse frente a Árpad. A continuación, se paró sobre las puntas de los pies y, escudriñándolo, dijo:
—Y tú debes ser el muchacho que Emilia fue a liberar de garras del vampyr que se hace llamar Halstead.
—Sí, padre —dijo Árpad, contento—. Emilia me salvó.
—Eres muy valiente, hija —comentó él—. Los felicito a los dos, enfrentarse a la secta es cosa seria y más en un lugar como Turín, donde el demonio tiene especial potestad. Me alegra que estén aquí.
—¿Qué tanto le contó Martina de nuestra situación, padre Anastasio? —pregunté, aproximándome al calor y frotándome las manos sobre el fogón. No quería intentar explicarle lo que él ya sabía.
—A decir verdad, muy poco. Sé que ella y Adrien te conocieron en Chambéry y que insististe en viajar solo para ayudar a un amigo tuyo en Turín. Eso no estuvo nada bien, hija, siempre debes viajar acompañada. ¡Es un milagro que hayas sobrevivido! También me informaron que el venerable maestro de la secta es el mismo vampyr Halstead acerca del cual mi gran amigo Felipe ya me había advertido.
—¿Se refiere al padre Felipe Lacroix? —inquirí, exaltada.
—Sí, hija —respondió, enderezándose con una sonrisa de oreja a oreja—. Él me informa todo lo que ocurre con los vampyr en Francia. ¿Lo conoces?
—El padre Lacroix es mi confesor, padre Anastasio. Él me había dicho que lo consultara en lo concerniente a los vampiros antes de que Martina me urgiera a venir.
—¡No puede ser! —rio—. ¿Serás, acaso, la misma Emilia de quien Felipe me habló? ¿No se suponía que me escribirías una carta para consultar conmigo los efectos indirectos del vampirismo?
—Sí, padre —respondí, sonriendo—. Le escribí a Martina a su parroquia sin remitente, pero las circunstancias quisieron que llegásemos antes de que pudiera escribirle personalmente a usted. Tenemos grandes deseos de consultar su biblioteca si usted lo permite.
—También queremos consultar su sabiduría, padre Anastasio —dijo Árpad—. El vampiro que nos sigue es indestructible.
—Ningún vampyr es indestructible, hijo —replico él, meneando la cabecita al tanto que revolvía el contenido de la olla con un cucharón de palo.
—Este sí —aseguró Árpad, suspirando—. Hizo un pacto con el demonio que…
—¡Pamplinas! —lo interrumpió el padre Anastasio, agitando el cucharón en el aire—. Escúchame bien, hijo: un pacto con el demonio no puede garantizar la indestructibilidad de una criatura, porque toda criatura está sujeta a Dios, y eso incluye al mismísimo Satanás.
»Y, como bien lo sabes, el demonio no tiene poder de creación. Él puede, por medio de su arte, modificar a las criaturas que lo evocan a través del pecado, sea de forma voluntaria o involuntaria, pero paga muy mal a sus servidores.
—Sé muy bien que si Dios se dignara reprenderlo, este vampiro dejaría al fin de hacer la obra del maligno en la tierra —respondió Árpad con humildad—, pero ocurre que, por razones que no logro comprender, lo ha dejado permanecer entre los hombres diez siglos. Halstead, quien en realidad se llama Domán, es el primer vampiro.
—No me digas —replicó el padre—. Tengo en mi biblioteca un maravilloso texto del siglo XII. ¿Hablas latín?
—Hablo todos los idiomas, padre —dijo Árpad, inclinado la cabeza y sonrojándose.
Lo miré, incrédula; sabía que su estado le había permitido aprender muchas lenguas y conocer una miríada de secretos pero, por algún motivo, no dejaba de sorprenderme que comprendiese todos los idiomas. El padre Anastasio lo observó a través del humo del cocido, frunciendo el entrecejo.
—Con que hablas todos los idiomas —dijo, apartándose del fuego y tomando un pequeño volumen que reposaba sobre el estante—. Muy bien, traduce entonces para nosotros lo que está escrito en este párrafo.
Le extendió el libro abierto a Árpad, apuntando un lugar específico. Él lo tomó en su mano y, tras darle una ojeada, dijo:
—Pero, padre Anastasio, este libro no está escrito en latín.
—Eso lo sé de sobra —replicó él, con un mohín pícaro—. Ahora, ¿podrías hacer lo que te pedí?
—Por supuesto, padre. Veamos, es antiguo eslavo eclesiástico, ¿verdad? Creo reconocer el alfabeto glagolítico.
El padre Anastasio asintió, anonadado.
—Solo lee, hijo —balbuceó.
Árpad se encogió de hombros, divertido.
—Muy bien —replicó, aclarándose la garganta—. El texto dice:
Revestíos con la armadura de Dios para que podáis hacer frente a las insidias del diablo. Porque nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados y potestades, contra los poderes de las tinieblas del mundo, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.
—¡Por San Agustín! —exclamó el padre Anastasio, mesándose las barbas—. ¡Pero qué docto eres, hijo! ¿Te es familiar el texto?
—Me hizo leer una parte de la epístola de san Pablo a los Efesios —respondió él—. Esta es la controvertida traducción de la Biblia llevada a cabo por Cirilo y Metodio en el siglo IX cuando algunos eran de la opinión que solo se podía predicar en hebreo, griego y latín, ¿no es así?
El padre dio varios pasos cortos hacia él y, halándolo de la parte frontal del hábito, lo obligó a agacharse hasta quedar a su nivel.
—Dime la verdad —dijo, clavando sus pupilas en las de Árpad, quien aguantaba la risa—. ¿Estás seguro de que no eres un monje?
—Absolutamente seguro, padre Anastasio.
—No es normal que sepas tanto —concluyó el padre y, rezongando, regresó al fogón.
—Vamos, padre, no me ponga a prueba. He estudiado muchos textos, pero usted nos estaba hablando de un libro relacionado con el vampiro original que nos interesa especialmente.
—La cena está lista —anunció—. Les mostraré el libro mientras comemos. Emilia, hija, haz el favor de llevar tres platos hondos y tres vasos al mesón, están en la alacena. Y tú… ¿cómo te llamas, hijo?
—Árpad.
—¿Eres húngaro?
—Sí, padre.
—Como Martina y Adrien. ¿Qué tienen ustedes los húngaros que traen siempre un vampyr pisándoles los talones? Bien, Atila, pon la olla en la mesa y sirve el vino. Voy a buscar el libro, ya regreso.
—Me llamo Árpad, padre —rio él, mientras el padre se alejaba.
—Da igual, hijito, es un nombre pagano —replicó este, agitando las manos en el aire y sin darse la vuelta.
—Le va a dar gusto bautizarte —bromeé en cuanto el padre salió de la estancia—. Así podrá darte un nuevo nombre.
—¡Cierto! —rio él, llevando el cocido al mesón—. Ah, Emilia, el padre Anastasio es maravilloso. Haz que te bendiga cuanto antes, no todos los días tiene uno la oportunidad de estar con un santo.
—Te creo, Árpad, es solo que hay algo acerco del proceder del padre que me preocupa.
—¿A qué te refieres? —preguntó, extrañado.
—Cuando leí el libro de Martina, encontré algunos pasajes que relatan métodos muy poco ortodoxos empleados por el padre Anastasio para combatir a los vampiros.
—¿Cómo qué?
—Bueno, Martina cuenta que el padre esparció hostias pulverizadas en el suelo para ahuyentar ciertas manifestaciones del demonio —dije—. También que echó una mezcla de vino de misa y hostias en las llamas de la chimenea con el mismo propósito.
»Creo que había algo más. Ah, sí, bañar una serie de objetos con vino consagrado para usarlos contra los vampiros. Cielos, sé que son situaciones extremas pero ¿no siguen siendo terribles transgresiones?
—Ay, Em, no es lo que crees —dijo.
—¿No es cierto lo que cuenta el libro?
—En primer lugar, ese libro es un compendio de los diarios de Martina: ten en cuenta que el padre Anastasio no explica su proceder detallado a nadie. En segundo lugar, el vino y las redondas hojuelas de pan ácimo que utilizó en esas ocasiones no habían sido bendecidos durante el sacramento de la misa. No eran el cuerpo y la sangre de Cristo; eran vino y pan sobre los que el padre hizo la señal de la cruz. No hubo transubstanciación.
—¿Ah, no? —respondí, frunciendo el ceño—. ¿Qué poder tenían, entonces?
—Ninguno —dijo él—. No más que el de un crucifijo, pero la textura de una sustancia o su forma pueden agredir al vampiro de un modo particular. La idea de utilizar pan sin levadura y vino para repelerlos proviene de uno de los muchos textos raros que están en poder del padre.
»Según los monjes cistercienses de Saint-Bernard, hasta con una asociación táctil o visual con la comunión establecida por Cristo para que el vampiro reaccione y, si el objeto o la sustancia llevan la bendición de un sacerdote, el vampiro lo percibe y necesita apartarse. Tu estatuilla de la Virgen no es, por supuesto, una aparición de la santa madre de Dios, pero fue capaz de lastimar a Domán de forma considerable.
—¿Por qué no utilizar, simplemente, agua bendita y sal exorcizada? —pregunté.
—Creo que te diste cuenta de que, en muchas circunstancias, todos ellos se vieron obligados a improvisar. No podían saber qué líquido funcionaría mejor que otro en un vampiro determinado. El color, el aroma y la forma influyen en los vampiros tanto como en nosotros. No te preocupes, Em. El padre Anastasio sería incapaz de exponer el sacramento del altar a alguna ofensa.
—Gracias —dije, sintiéndome más tranquila—. Era un poco inquietante imaginar que un santo sacerdote estuviera dispuesto a ir en contra de los designios de la Iglesia que nos ampara del enemigo.
—Te entiendo. Aún así, espero que no olvides que la desesperación de las víctimas de los vampiros, por más nobles que sean sus intenciones, pueden obligarlos a ir en contra de su buen juicio —comentó, sirviendo el vino.
—¿Hablas de alguien en especial?
—Sí. La complejidad de los daños ocasionados a Adrien por parte de Erzsébet Báthory, por ejemplo, lo llevaron a vulnerar las leyes de Dios de tantas formas que solo los atenuantes de su situación particular podrán alcanzarle la ansiada reconciliación una vez sane su corazón.
—¿De veras? —pregunté, atemorizada por Adrien.
—Por supuesto. Nadie puede consumir el cuerpo y la sangre de Cristo de modo ilícito, y mucho menos obligárselos a comer y beber a un vampiro malvado.
—¿Pero esos pecados aún le son retenidos a Adrien?
En ese momento, el padre Anastasio regresó a la cocina con el libro en la mano.
—¡Por poco no lo encuentro! ¡Estaba bajo una montaña de manuscritos que estoy traduciendo! —dijo, sonriendo—. ¿Qué les ocurre, hijos? ¡Vaya expresiones circunspectas! Esperen: ¡no me digan que vieron un murciélago en el patio!
—No, padre, ni lo diga —respondí, persignándome—. No nos haga caso, la naturaleza de ciertas conversaciones puede ensombrecer los momentos más alegres.
—Pero, hijita, ¿cómo puedes estar triste en compañía de dos guapetones como nosotros? Ea, ven acá, ayúdame a partir el pan.
Reí por lo bajo y nos sentamos a la mesa. El padre Anastasio destapó el caldero y sirvió los alimentos. Después, los bendijo dando gracias a Dios y comentó:
—Me pareció escuchar que hablaban de Almos.
—Emilia conoce los pormenores de su historia a través del libro de Martina. Está preocupada por las consecuencias que Adrien podría afrontar a causa de los sacrilegios que cometió tanto para alimentarse como para defenderse durante los años en que estuvo a punto de beber sangre humana.
—El problema de Almos durante ese lapso de tiempo fue, más que su sed de sangre, su sed de venganza. Incluso después de haberse librado de ese horrendo vampyr Báthory, le guardó rencor largos años y aún se lo reserva. Pero, hijos míos, es imposible juzgar a alguien en su posición. Pobre Almos, a veces pienso que nunca podrá dejarla en el infierno. Es por eso que él y Martina no han podido casarse.
—¿De veras? —pregunté, con ojos como platos.
—Sí, pero no se lo digas, ¿eh? Él debe purificar su corazón. Que la sangre de un vampyr inmundo corra por sus venas no es fácil para la mente, el cuerpo o el alma.
—¡Pero Adrien es estupendo! —me aventuré a decir, como si con eso pudiese deshacer lo hecho.
—¿Y quién lo duda? —dijo el padre Anastasio—. En lo que a mí concierne, quien no ame a Adrien Almos está hecho de piedra. Pero él continúa sufriendo y, aunque ha enmendado con creces los errores que cometió, aún tiene que perdonar a su enemiga.
—¿Cómo? —lloré—. ¿Cómo puede alguien perdonar a la asesina de sus padres, al monstruo que lo obligó a vagar solo por el mundo durante años con sed de sangre y con la maldición de saber que, si cedía ante el impulso, se convertiría de inmediato en su esclavo y consorte hasta el Juicio Final?
—¡Ese monstruo está en el infierno, hija! ¡No hay nada que pueda compararse con eso, nada! La condesa recibió de parte de su amo, el demonio, su justo castigo. Y sigue recibiéndolo.
—No todos se solazan porque su enemigo sufra, padre —dije—. Ese tipo de retribución solo sirve a las almas rústicas. Adrien sufre por saberse contaminado, no porque imagine que la vampiresa está feliz.
—Precisamente, hija, no se ha perdonado a sí mismo el pecado que no cometió. Puesto que los efectos físicos y mentales de una transformación del género son tan fuertes y no puede deshacerlos con su voluntad ni con penitencia u oración, le cuesta creer que la condesa ya no tiene poder sobre él. Aunque esté muerta, la ve como si fuera su madre en el mal, y es esto lo que lo aleja de la fe.
—¿Su madre? —pregunté, aterrorizada.
—Es un decir —respondió—. Se siente creado por ella, como si fuera el primogénito de Eva y las secuelas del vampirismo terciario fuesen el pecado original que le heredó.
—¿A qué se refiere con vampirismo terciario, padre? —preguntó Árpad, tomando un sorbo de vino.
—A la condición en que, tras la muerte del vampiro, permanece una víctima transformada que nunca ha bebido sangre humana. Es, sin duda, el mejor de los casos. ¡Almos tendría que estar agradecido!
—Pero la condesa ya no ejerce ningún influjo sobre él, ¿verdad? —pregunté.
—No más que el que un mal recuerdo puede tener sobre cualquiera. Es solo que ella es un recuerdo espantoso.
Miré a Árpad de soslayo mientras masticaba un pedazo de pan crujiente. Él tenía diez siglos de malos recuerdos acumulados y no buscaba vengarse de Domán. Quizá fuera resignación pero, a pesar de todo, parecía estar feliz.
—¿Le importaría enseñarme el libro, padre? —pidió.
—Claro, Asgard —dijo, extendiéndoselo.
—Su nombre es Árpad, padre Anastasio —reí.
—Pero bueno, no es normal, ¿o sí? Tendremos que cambiárselo. Tú piensa en un nombre y yo haré los preparativos para el bautizo.
—¡Íbamos a pedírselo! —exclamé—. ¿Cómo lo supo?
Árpad lo miró aterrado, como si el padre pudiera ver a través de él.
—Porque ningún sacerdote razonable habría aceptado darte semejante nombre —dijo el padre, encogiéndose de hombros.
—Por un momento creí que podía ver todos mis pecados —dijo Árpad, aliviado.
El padre Anastasio lo miró fijamente a través de los anteojos.
—Sabes, no suelo espiar a la gente, pero tampoco estoy ciego —entonces soltó una risita, y agregó—: Solo bromeo, Aquiles.