CAPÍTULO 22

MELISMA: MONJES DEL CÍSTER

-Em.

La voz de Árpad me sobresaltó. Me miraba con tanta tranquilidad que temí que fuese a morir de repente.

—¡No te duermas de nuevo! —le pedí—. ¿Tienes sed?

Él asintió, lo que me llenó de alegría.

—Estoy mejor —dijo, con claridad—. Me siento consciente.

Sostuve el saco de cuero que contenía el agua sobre sus labios pálidos y bebió poco a poco.

—¿Te duele mucho? —pregunté.

—Lo inimaginable —dijo, intentando sonreír, y supe por su voz que ahogaba un gemido—. Pero estamos fuera de Turín. Me siento feliz.

—¡Yo estoy feliz de que hayas despertado! —exclamé—, Árpad, no puedo darte de comer alimentos sólidos, espero que no tengas hambre aún —dije, apesadumbrada—. Tampoco puedes beber vino.

—Está bien, solo tengo sed —dijo.

Le di más agua y él suspiró, entrecerrando los ojos.

—El cofre que recuperaste en la logia subterránea. ¿Lo trajiste? —preguntó.

—Claro que sí —respondí—. Está envuelto en mi abrigo. Di lo demás a los franciscanos.

—Por lo que veo, también adoptaste su estilo de vestir —rio, y apretó los labios con un gesto de dolor.

—Es un buen disfraz —susurré, poniéndome el dedo índice sobre los labios—. Hasta el cochero cree que somos monjes.

—Me gusta —murmuró—. Estás irreconocible.

—Tú estás hecho un verdadero mártir —dije, apesadumbrada—. Árpad, ¿sabías que Boróka sobrevivió a la noche de bodas?

—Escuché tu conversación con el cochero —dijo, tomando aire con lentitud—, Boróka no sobrevivió, pero sí se levantó para beber sangre después de ser inhumada. Domán fue el primer vampiro viviente, y Boróka la primera vampiresa muerta. Sin embargo —agregó, deteniéndose unos segundos a causa de un espasmo de dolor—, en cuanto comprendió que había sido transformada en una inmortal inferior, odio a Domán por haberla matado durante la ceremonia, pues ya nunca sería tan poderosa como él.

Entonces se interrumpió y me pidió que lo ayudase a incorporase un poco. Estaba sudando a causa del dolor y sujetó mi mano con fuerza. El doctor Traversi había dicho que era importante mantenerlo despierto en la medida que fuese posible, pero me sentía culpable obligándolo a hablar. Se lo dije, pero Árpad insistió en retomar la conversación, alegando que lo ayudaba a despejar la mente.

—Boróka juró descubrir el secreto de su amante por sus propios medios —prosiguió, pronunciando con lentitud—, pero a duras penas si logró que el diablo le revelara un rito especial para iniciar a tres vampiros a los cuales solo se los podía matar con la desaparecida cruz Patriarcal.

—¡La condesa Báthory y sus dos aliados, Johannes Ujvary y Anna Darvulia! —balbucí.

—Los mismos —dijo, tragando en seco—. Vendieron sus almas al demonio en vida, nutriéndose de sangre bajo el tutelaje de Boróka, para levantarse de sus tumbas como vampiros. Boróka se valió de ellos para instituir su propia secta, en perpetua imitación de Halstead, siempre deseando sobrepasarlo. Había aprendido del maestro de la envidia.

»Enviar a esos tres vampiros al infierno fue casi imposible para los valientes humanos que se les opusieron. Sé que conociste a Adrien Almos, cuya familia tuvo la desgracia de ser objeto de la infatigable persecución de la condesa durante varios siglos.

—¡Sí! —exclamé—. También leí todo el libro de Martina Székely. Lo envié a la parroquia del padre Anastasio junto con la carta que le escribí a Martina, pero en él decía que una bruja llamada Dorotea había sido la instructora de la condesa Báthory en las artes negras.

—Lo sé —dijo, llevándose la mano a la herida—. Era Boróka, quien había adoptado otro nombre.

Arpad se quedó quieto unos momentos y supe que debía descansar.

—Perdóname, te he hecho hablar demasiado —dije, preocupado. Será mejor que guardes reposo, no quiero que la herida se abra de nuevo.

Arpad estuvo de acuerdo y cerró los ojos.

—No dejes de hablarme —murmuró—. Me hace bien escucharte.

—Tengo una carta de Martina —dije—. ¿Quieres que la lea en voz alta?

—Por favor. Pero antes dame un poco más de agua.

Así lo hice. A pesar de su lamentable palidez, el tinte grisáceo de su tez se estaba disipando. Tomé la carta y leí de modo que solo él pudiera escuchar:

Querida Emilia:

Fue un alivio recibir tu carta. ¡He estado muy preocupada por ti! Gracias por enviar de vuelta el manuscrito de nuestro libro, esperaba recibirlo personalmente de tus manos en nuestra boda, de todos modos, me alegra que me hayas escrito a la parroquia del padre Anastasio, nuestro queridísimo sacerdote y amigo. Si hubieras enviado la carta a Budapest no la habría leído en semanas y el tiempo apremia.

Adrien está albergándose en la parroquia y yo en el internado, pero los veo a él y al padre Anastasio casi a diario. Por el momento, debo discutir algunos asuntos con la directora de Sainte-Marie pues, como sabes, me hice benefactora de la institución y procuro estar al tanto de sus reformas.

A causa de la humedad, la señorita Ricci ha tenido algunos problemas con la cripta que está bajo la capilla del internado (sí, donde reposaba el cuerpo de Amalia, Q. E. P. D.): uno de los muros laterales se agrietó y, según Adrien, parece que hubiera un recinto hueco tras el mismo, lo cual no es normal. La señorita Ricci deseaba simplemente reforzar las estructuras de la cripta y resanar el muro, pero estoy intentando convencerla de que nos permita traer un equipo de excavación. Presiento que puede ser de gran importancia.

He ido, como siempre, a visitar el árbol marcado con la Cruz, que es hijo de mi árbol. A veces me parece como si me hablara, Emilia. Está tan lleno de vida, tan alto y tan fuerte que parece que fuese un árbol mucho más viejo. No puedo negar que siento, cuando lo miro, que Dios le concedió una gracia especial, no solo por la madera de la cruz bendita que reposa bajo el tronco en el cofre, sino por lo que representa en sí.

El padre Anastasio es de la opinión que es hora de trasladar la cruz Patriarcal a una iglesia y lo apoyo en su parecer. Aun si debía permanecer escondida en el lugar indicado por el monje en el Mapa, no está segura, y menos con tantos vampiros rondándola. Me refiero, por supuesto, a los cultos luciferinos que han intentado apoderarse de ella, y en especial al vampyr Halstead. Por cierto, espero que nadie en Francia pueda darle a conocer tu paradero, y en especial que ese buen muchacho Michel que te brindó su ayuda este sano y salvo.

Adrien está revisando cuidadosamente la biblioteca del padre Anastasio con la esperanza de encontrar puntos en común entre Saint-Bernard y los primeros vampyr, así como cualquier recuento histórico que pueda llevarnos a develar el misterio del árbol de la vida.

Por favor, intenta venir a Valais cuanto antes. No estaré tranquila hasta que estés rodeada de fuertes protectores. Recuerda, Emilia que en nosotros tienes una familia. Sal pronto de Turín.

Con afecto y eterna amistad,

MARTINA

—Ah, la señorita Székely —murmuró Árpad—. Hice lo posible desde el reino de la muerte para que la encontraras en Chambéry. Sabía que ella y Almos te ayudarían.

—¿Sabías ya quiénes eran? —pregunté, sorprendida.

—Sin duda —respondió, entreabriendo los ojos—. Seguía los movimientos de Domán y Boróka desde el reino de la oscuridad, y llegué a conocer muy bien a sus aliados y opositores. Adrien es descendiente de mi hermano, su familia tiene vínculos con la casa real de Árpad.

»Aun si él y Martina jamás conocieron a mis enemigos personales sino a los tres discípulos de Boróka, estos últimos probaron ser tan sanguinarios como su maestra. Te conté que Boróka tomó el nombre de Dorotea Szentes. Vivió toda una generación en el castillo de la condesa Báthory haciéndose pasar por su doncella.

»Lo cierto es que quien mandaba allí era Dorotea, es decir Boróka. Erzsébet Báthory, Johannes Ujvary y Anna Darvulia obedecían todos sus designios; eran sus esclavos espirituales. Cuando Erzsébet y sus secuaces fueron descubiertos y sentenciados por sus crímenes, Dorotea también fue condenada a la horca y ejecutada. Por supuesto, no murió, pues se trataba de Boróka: su corazón debía ser atravesado por una estaca.

»La noche siguiente, Boróka salió de la tumba que estaba grabada con el nombre de Dorotea como si nada hubiese pasado. Ujvary y Darvulia salieron del cementerio transformados en vampiros inmortales y la condesa tuvo que morir en su celda y esperar a que sus restos fuesen inhumados para levantarse transformada en un demonio viviente.

Se interrumpió un minuto para recuperar el aliento y decidí pedirle al cochero que se detuviese en cuanto alcanzásemos el siguiente poblado para cambiar las vendas de Árpad y encontrar una Posada en que nos brindaran un plato de sopa, ya que Árpad no podía consumir alimentos sólidos. Ahora pensaba, contra todo pronóstico médico, que iba a recuperarse muy pronto: lo decisivo había sido salir de Turín.

—¿Sabes quién es el sacerdote que realiza misas negras en Turín? —le pregunté a Árpad en un susurro.

Él asintió.

—¿Podrías ayudarle al padre Felipe a conseguir pruebas para que las refiera a los investigadores del Vaticano?

Árpad rio con dolor por entre los dientes:

—Yo fui quien envió las pruebas a la comisión eclesiástica de Roma, Em. Lo hice de forma anónima. No te preocupes, todas serán verificadas y, si Dios lo quiere así, muy pronto perderá todos sus beneficios y será juzgado.

—Solo dime que no se trata del padre Belvisotti y estaré tranquila —pedí.

—El padre Belvisotti es un buen hombre. Descuida, está de nuestro lado. Por otra parte, ya no tengo más que mi intuición para protegerte, Em.

—Creo que quien necesita protección eres tú —dije, sonriendo—. Solo deseo que lleguemos a Valais sin contratiempos.

—Tendremos que pasar la noche en uno de los caseríos alpinos —dijo—. Será mejor que te hagas con una estaca.

La idea de tener que enfrentarme con algún vampiro durante la noche era terrible, pero ya no tenía la daga de Abélard y sabía que era mejor estar prevenida. Hacia mediodía el cochero se detuvo en un pequeño poblado subalpino en el que conseguí que una de las campesinas, una robusta mujer de pañolón blanco, me vendiese un tazón de sopa de patatas y puerros que di a Arpad mientras el cochero bebía un jarro de cerveza y comía un almuerzo confortante en la taberna.

—Cielos, Em —dijo Arpad tras tomar unas cuantas cucharadas—, la comida se siente en verdad mucho más pesada en el cuerpo físico. Y el sabor… el sabor es fascinante.

Aun si no pudo beber más de medio tazón, se lo veía feliz. Le cambié los vendajes y comprobé, con gran alegría, que la herida estaba secando.

—Vas a ponerte bien muy pronto —dije.

Tras lavarme las manos y la cara en un pequeño arroyo, regresé al coche para comer algo. Había encontrado un tronco relativamente afilado entre las plantas que pensé me serviría de estaca.

—¿Qué te parece? —le pregunté a Árpad.

—Si el cochero tiene un cuchillo, podrás pulir la punta mientras viajamos —respondió.

Comí pan con queso y un pedazo de pastel de carne, que estaba frío pero muy bueno. Mientras el cochero regresaba, le pregunté a Arpad qué había sido de Boróka tras salir de la tumba por segunda vez.

—En tanto que Erzsébet Báthory se dejaba morir de hambre tras la condena de confinamiento en su castillo para acercar el momento en que Lucifer la levantaría de la tumba como vampiresa inmortal, Boróka buscaba el modo de matar a Domán para adueñarse de su poder. En ese entonces, Domán ya había comenzado a propagar las ideas naturalistas que serían los cimientos del culto demoníaco que deseaba fundar, ideas que eran necesarias para que la adoración de la Naturaleza reemplazara en el momento oportuno la adoración de Dios.

»Satanás buscaba, pues, que la adoración de la creación sustituyera la del Creador para que algún día el hombre terminase por adorarse a sí mismo, que es lo que pretende asegurar por medio de Crowley y que ya ha impulsado a través de Domán y la secta homicida. Todo lo anterior permitiría a Domán, claro está, tener miles de subordinados incondicionales que lo mantuviesen en el poder como vampiro supremo y amigo predilecto del demonio en la tierra.

»Boróka intuyó, pues, que de algún modo la destrucción de Domán debía llegar por medio de uno de los más preciosos símbolos de adoración a Dios, y llegó a la conclusión de que este símbolo, aunque terreno, tenía que provenir de la fuerza primordial opuesta a aquella que anima, de modo artificial, a los vampiros. Por lo tanto, se concentró en el hallazgo de una fuente de vida custodiada por los ángeles del Cielo desde la expulsión de Adán y Eva del Paraíso.

—El árbol de la vida —dije.

—Sí —replicó él, con dificultad—. Sin embargo, si el mismo diablo no puede acceder al árbol que está en el paraíso, mucho menos podría una esclava del primero aproximársele y ella, a diferencia de otros demonios, aún tenía un cuerpo físico y por lo tanto estaba atada a la tierra.

»Boróka se dijo que debía hallar algún tipo de manuscrito que le brindase información adicional acerca del árbol divino, y para ello debía recurrir a los guardianes tradicionales de la ciencia sagrada, encargados de la transcripción, traducción y preservación de los mayores misterios de la religión.

»Estos son, como bien lo sabes, los monjes escribas. Como al demonio le complace cualquier tipo de profanación, guio a Boróka hasta el monasterio de Saint-Bernard, hacia donde peregrinaban por aquellos días dos monjes cistercienses de gran sabiduría y bondad.

»Uno de ellos había sido designado por el papa para recopilar y estudiar algunos antiguos manuscritos que hacían alusión al árbol de la vida los cuales, precisamente, llevaba consigo el monje a Saint-Bernard para dedicarse al trabajo que le habían encomendado durante el duro invierno alpino.

Unos golpes en el vidrio lateral me sobresaltaron: era el cochero, quien había retornado. Aliviada y riendo de mí misma, le pregunté si había disfrutado su almuerzo.

—La comida italiana no es tan buena como la Suiza —dijo—, pero me harte de cerveza. ¿Lista para proseguir, hermana?

—Por supuesto —respondí. El cochero me resultaba simpático—. ¿Hacia qué hora piensa que llegaremos al poblado donde hemos de pasar la noche?

—Estaremos allí alrededor de las siete de la noche —dijo, y ocupó su lugar en la parte frontal del coche—. Usted descuide, conozco al posadero y ninguno de nosotros tendrá que dormir en la diligencia. Quizá nos topemos con ese muchacho Crowley, pues allí lo dejé.

—Vaya —dije, tragando en seco—, no sé si desee conocerlo después de todo lo que me contó.

—Tal vez logre convertirlo con su fe, hermana —rio él.

—Si Dios me lo concede —dije, atemorizada—. Disculpe, ¿no tendrá un cuchillo que pueda prestarme? Quiero labrar este tronco durante el viaje para entretenerme —dije.

—¿Usted? ¿Una mujer? ¡Qué rareza! Tengo una navaja, si le sirve. Tenga cuidado, ¿eh? Recién la hice afilar —respondió, extendiéndome un estuche de cuero que contenía una navaja de bonito mango tallado.

Le agradecí con una sonrisa y volví a cerrar la ventanilla que nos comunicaba con él para que Árpad pudiese continuar con la historia. El cochero entonó una alegre canción en alemán que supuse debía ser típica de su región natal y espoleó los caballos: los Alpes estaban ya muy cerca y pronto iniciaríamos el ascenso. Acomodé mi manta lana para que le sirviese de almohadón a Árpad y así pudiera incorporarse un poco. Él se aclaró la garganta y continuó:

—Poco después de que la condesa Báthory se levantara de la tumba y matara, ya transformada en vampiresa, a la esposa del joven antepasado de Adrien Almos con quien estaba obsesionada, se dirigió a Valais en compañía de Boróka y sus cómplices tras las huellas de los monjes que portaban los manuscritos deseados.

»Aun si Báthory, Ujvary y Darvulia eran más poderosos que Boróka tras su transformación, su maestra tenía muchos conocimientos que ellos no, y seguían reverenciándola como suma sacerdotisa e intermediaria entre ellos y el demonio. Boróka ordenó que todos partiesen a los Alpes pues su prioridad era, por encima de todo, acrecentar su poderío personal.

»Los monjes surcaban entonces la densa cadena montañosa sobre dos mulas, encomendados solamente a la voluntad de Dios, sin abrigo que sus pobres hábitos y sin más armas que la fe. Por la misma devoción que ambos profesaban al Altísimo, presintieron que un gran peligro se acercaba por influencia del maligno y, temerosos de caer por uno de los muchos despeñaderos en la oscuridad, decidieron pasar la noche en una pequeña cueva en lo alto de la montaña.

»Como hacía tanto frío en la cumbre y el viento helado soplaba se consideraron privilegiados por hallar un montón de leña seca en el interior de la cueva y dedujeron que esta había sido ya refugio de otros peregrinos. Encendieron, pues, una fogata, y decidieron tomar turnos para vigilar la entrada y dormir, respectivamente.

»El más viejo de los dos se extendió junto al fuego con la alforja en que guardaba los manuscritos bajo su cabeza y el monje más joven se arrebujó en su túnica de espaldas a las llamas tibias, orando sin cesar para que aquello que los estaba siguiendo se marchara sin hacerles daño. Un par de horas después las mulas rebuznaban como enloquecidas y el centinela supo que deseaban alertarlo.

»Despertó entonces a su compañero y cada uno tomó una antorcha de la fogata. Expectantes, ocuparon posiciones a la entrada de la cueva junto a las mulas, con los ojos fijos en el reflejo de la blanca nieve del exterior. Minutos después, cuatro figuras de rostros pálidos y ropas oscuras aparecieron en la distancia.

»Temblando, los monjes reconocieron en sus ojos maléficos la presencia del diablo. Eran Ujvary, Darvulia, Boróka y la condesa Báthory quienes se acercaban a ellos.

»—¡Atrás, en nombre de Cristo! —ordenó el Císter mayor a los demonios encarnados que gesticulaban a solo una decena de metros para aterrorizarlo.

»—Entréganos tus manuscritos y solo mataremos al joven —respondió Boróka con la voz que caracteriza a las vampiresas tentadoras, animal y altisonante a la vez.

»—Saca el agua bendita de tu alforja —susurró el monje mayor al más joven—. Estos vienen en pos de Satanás para destruir la palabra de Dios.

»El joven entregó su antorcha al viejo, quien a su vez formó una cruz con ambos maderos encendidos. Acto seguido, el joven se dispuso a encontrar la botella donde llevaban el agua bendita.

»—¡Marchaos, hijos de las tinieblas! —exclamó el viejo, enfrentándose a los cuatro vampiros.

»—Eso jamás —dijo Ujvary, el vampiro de carnes blandas y rostro alargado, con una carcajada capaz de paralizar de terror al más valiente—: No sois más que seres mortales. Vuestros cuerpos, aunque débiles, nos servirán de alimento esta noche.

»—Nuestras almas irán al Padre Celestial —respondió el monje, haciendo acopio de valor—, ¿qué habrá para vosotros cuando Dios os castigue?

»—Ibi erit fletus et stridor dentium —gimieron los cuatro al unísono, sus ojos llenos de odio, rechinando los colmillos afilados.

—¡No me digas! —lo interrumpí—. ¿Los vampiros saben que les espera el llanto eterno?

—Lo saben muy bien —dijo Árpad—, por ello hacen tanto daño como pueden mientras llega el Juicio Final.

—¿Qué pasó después? —pregunté.

—El viejo monje, viendo que los cuatro demonios de dientes afilados estaban a punto de abalanzarse sobre él, dijo a su compañero en secreto que salpicara las llamas con agua bendita.

»De inmediato, el vapor se difundió hasta la entrada de la cueva, impregnando a los vampiros, quemándolos y encegueciéndolos.

»—¡Ahora! —dijo el monje viejo a su compañero, y ambos se precipitaron contra los vampiros, rociándolos con agua bendita y obligándolos a retroceder hasta el borde del abismo.

»Los vampiros lanzaban manotadas enfurecidas hacia los monjes, pero el poder del líquido sacramental les hacía tanto daño que tropezaban entre sí, y tres de ellos rodaron por el despeñadero. Boróka, quien era la más malvada, se sostuvo sin caer, profiriendo imprecaciones contra los hombres que de forma tan inocente la habían derrotado.

»Al final, sacando fuerzas de su propia perversidad, arremetió contra el viejo monje con las garras extendidas y estuvo a punto de clavarle los dientes en el cuello, pero el más joven se lanzó contra ella y, de un golpe, la arrojó a la oscuridad del barranco.

»Como ninguno de los dos monjes conocía la naturaleza de los enemigos a los que acababan de enfrentarse, esperaban que en cualquier momento volvieran a aparecer, quizá volando sobre sus cabezas. Por lo tanto, corrieron de vuelta a la cueva y permanecieron orando hasta el amanecer con la botella de agua bendita entre las manos. No podían adivinar a dónde habían ido a parar los cuerpos de los demonios que los habían atacado e ignoraban si sus cuerpos eran reales o ilusorios.

»Lo cierto es que los tres primeros habían rodado hasta el fondo del abismo, haciéndose daño considerable pero inferior al que el agua bendita les había causado. Por su gran poderío, solo estuvieron malheridos y muy debilitados hasta que, muchos días después, se alimentaron de sangre humana de nuevo.

»Boróka, en cambio, aterrizó a la entrada de una gran caverna de hielo, con tan mala suerte que su corazón fue atravesado por una estalagmita. Murió entre espantosos quejidos maldiciendo a dios, a los monjes y a Domán, quien no la había hecho una vampiresa lo suficientemente fuerte como para no morir de forma tan fácil.

»Su alma, que ya se había degradado de humana a demoníaca, fue arrebatada de inmediato por Satanás sin que un solo acto de piedad se adeudara en su favor. Fui testigo de que, aun en el umbral de la muerte, el demonio ya le cobraba en tortura y sufrimiento el poder que le había dado en la tierra. Pocas veces vi un alma más sucia y malvada cruzar las puertas del infierno.

—Supongo que si Crowley busca su cuerpo en las cumbres de los Alpes, los otros vampiros jamás se molestaron en recogerlo.

—Boróka se les apareció en forma espiritual a sus tres pupilos y les prometió muchos favores a cambio de venganza, pero no les dijo dónde estaba su cuerpo. En realidad, poco le interesaba ya, pues su corazón maldito había sido traspasado y sabía que no podía ser reanimada hasta el Juicio Final. También se manifestó ante Domán, jurando aumentar su poder si él encontraba una forma de hacerla encarnar de nuevo para engendrar juntos al hijo de Lucifer.

—¿Así que Crowley busca en vano? —inquirí—. Según dices, no le serviría de nada encontrar el cuerpo de Boróka.

—Mal paga el diablo a quien bien le sirve —replicó Árpad, con un espasmo de dolor—. Estoy convencido de que el demonio solo está poniendo a prueba la disposición para el mal del muchacho. Además —agregó—, Domán tampoco podría hacer que Boróka encarnara.

—¿Ah, no? ¿Qué hay del rito de la noche de bodas?

—Tú y yo manipulamos la profecía de la secta, Em. Aun si Domán pudiera cumplir con todos los requisitos, la verdad es que tú no fuiste enviada por Lucifer para satisfacer sus planes de procreación.

—Eso no me tranquiliza en lo absoluto —dije, tragando en seco—. Tú mismo has comprobado cuán eficaces son los ritos demoníacos de Domán.

—Cierto —dijo él—. Lo que importa, de todos modos, es evitar a toda costa que sepa dónde estás.

—Cuéntame qué ocurrió con los monjes después de su encuentro con los cuatro vampiros —le pedí, extrayendo la navaja del estuche para labrar la punta de la estaca—. Confío en que hayan alcanzado su destino.

—Al despuntar el alba examinaron el abismo, pero este era tan profundo que no podían ver más allá de unos cuantos metros, así que partieron arriando sus mulas. Poco tiempo después, los tres vampiros sobrevivientes llegaron a las inmediaciones del monasterio para vengarse de los monjes, causando lo que se conoce como la peste negra de Valais.

»Sin embargo, los dos peregrinos ya habían alertado a los hermanos cistercienses y a la población, por lo que muchos se salvaron. Además, los monjes de Saint-Bernard documentaron todos sus encuentros con los seres que los acechaban, y sus métodos para ahuyentarlos resultaron tan efectivos que en poco tiempo lograron hacerlos partir, denotados.

»Los monjes cistercienses del siglo XVII fueron expertos cazadores de vampiros, tanto que una legión de soldados no habría logrado la mitad que ellos, pues el demonio no los intimidaba. Erzsébet Báthory. Anna Darvulia y Johannes Ujvary siempre recordaron con profundo odio el monasterio que llegó a conocerlos tan bien, al punto de reducirlos a la posición de perseguidos.

Todas las víctimas de los vampiros fueron liberadas después de muertas: sus cabezas fueron seccionadas y sus corazones removidos del pecho e incinerados para evitar que sus cuerpos fuesen utilizados por el demonio en la posteridad. En aquella ocasión, la condesa y los suyos habían desangrado a más de un centenar de personas con el propósito de vengar a Boróka, aumentando así la población de vampiros de modo que los monjes no pudiesen controlarlos.

»Fueron, aun así, vencidos y humillados, y se marcharon de Valais jurando retornar algún día. Domán, en contraste, ha sido siempre muy cauteloso desde que obtuvo la inmortalidad terrenal. Sus impulsos no son los de un animal hambriento, como lo eran los de la condesa y los suyos. Él posee la inteligencia del mal, y sabe esperar y planear como ninguno: es por esto que nunca ha sido descubierto y no existe literatura al respecto de él que no sean meras especulaciones de la secta que fundó.

—¿Qué ocurrió con el trabajo que el papa le había encomendado al monje y los documentos relacionados con el árbol de la vida? —inquirí, pelando un gran trozo de la punta de la rama.

—Están en la biblioteca del Vaticano —respondió, tomando aire con lentitud—. El monje realizó una labor tan exhaustiva como hermosa. Lo más bonito de todo, sin embargo, fue la revelación que tuvo cuando terminó de escribir.

—¿Qué revelación? —pregunté.

—Esto no lo vi yo pues, en aquel entonces, por el hechizo de Domán, no Podía atestiguar ninguna manifestación divina desde donde estaba, pero pude escuchar la conversación en la que el viejo monje refirió el evento a un fraile visitante de Hungría que había llegado hasta Saint-Bernard, justamente, siguiendo a la condesa Báthory.

—¡Ah! ¡Martina hablaba de él en su libro! —exclamé.

—Sí —dijo él, sonriendo y enseñándome sus dientes blancos. Estaba muy bello cuando sonreía a pesar del dolor—. El fraile húngaro era cercano confidente del antepasado de Adrien Almos que mencioné hace un rato, y por ello estaba al tanto de los resultados del pacto de la condesa con el diablo.

»Nunca supo que Boróka y Dorotea Szentes eran la misma persona pero pudo rastrear a Erzsébet Báthory hasta Valais y así conocer al monje que se le había enfrentado en aquel despeñadero de los Alpes Con Dios como aliado y los vampiros como enemigo en común, los dos monjes pronto entablaron una gran amistad.

»El viejo monje encargado de recopilar y proteger los manuscritos del árbol de la vida le narró al otro, como te decía, un evento en particular que le dio gran regocijo.

»Aconteció que, recién acabado su trabajo, vio una luz dorada que llegaba desde el cielo para iluminar el punto más alto de la colina que estaba frente a su celda en el monasterio.

»En ese momento sintió que su corazón vibraba de dicha y escuchó una voz dentro y fuera de sí que le decía:

»—Me placería, José, que plantaras un árbol en el lugar que te indiqué. Lo que allí siembres será bendito y las asechanzas del demonio no prevalecerán contra su fruto.

»El monje plantó, entonces, con gran ilusión, un pino en aquella colina. Su amigo, el fraile húngaro, realizó un plano del monasterio y marcó con una X el lugar exacto donde crecía el pino, seguro de que aquel pedazo de tierra había sido tocado por la mano de Dios.

—Ahora comprendo por qué, aun si la llegada de la condesa a Sainte-Marie causó la caída del árbol, un nuevo pino creció de la nada en el mismo lugar. Oh, Árpad, creo ahora más que nunca que estar cerca del árbol te ayudará a sanar.

—Debería ser un lugar de peregrinación. Es solo que, al ser un internado y no un monasterio, nadie podría protegerlo eficazmente.

—¿Sabes algo del lugar escondido que está junto a la cripta de Sainte-Marie?

—Nada —dijo—. Dejé de observar a los monjes para dedicarme a Domán. No sé por qué ha puesto tanto empeño en averiguar el donde crece el pino. Por suerte logré hacer que tu prima lo olvidara en el baile de la signora Maggiora antes de que le proporcionase más información, pero es evidente que Domán sospecha que está en el bosque del antiguo monasterio.

—Cuánto quisiera conocer la forma de acabar con él —dije—. ¿Nunca has tenido siquiera un indicio del modo en que se le puede dar muerte?

—No —respondió, con aire preocupado—. Lo ideal sería que la tierra se abriese y lo tragase, pero supongo que es mucho pedir.

Le di la razón. Ambos estábamos muy cansados, así que me tendí su lado usando mi capa de almohada y dejé que mis ojos se cerraran. Árpad tomó mi mano en la suya y el sueño me venció en pocos minutos.

Cuando desperté, el cielo se había oscurecido. Sobresaltada, me incorporé y verifiqué que Árpad estuviera respirando.

—Gracias a Dios —suspiré, observando que su pecho se movía.

El camino por el que el cochero guiaba los caballos era muy estrecho y estaba cubierto de nieve. Abrí la ventanilla para ofrecerle comida y vino, y él detuvo el coche unos instantes para alimentarse.

—Gracias, hermana —dijo—. Tenía hambre.

—¿Cree que tardaremos mucho en llegar a la posada? —le pregunté.

—Una hora a lo sumo —respondió, masticando con la boca abierta—, al menos cesó de nevar.

—¡Qué bien! —dije, temblando—. Espero que tengan una buena chimenea.

—Cúbrase, hermana —aconsejó—. Yo tengo un sombrero de piel y un abrigo apropiado para estar a la intemperie, pero su hábito no basta para el clima de estas montañas.

Cerré la ventanilla y, tras ponerme el abrigo, bebí de la otra botella de vino y comí el resto del pan, el queso y el pastel de carne. Le di algo de agua a Árpad y me cubrí con la manta de lana, frotándome las manos para calentarme. Estaba asustada por la imperante oscuridad y temía que Halstead u otros vampiros nos saliesen al encuentro de repente como habían hecho Boróka y la condesa con los monjes. Jamás había visto a Halstead actuar sin algún tipo de afectación hacia mí: siempre había representado un papel (incluso la segunda vez en que había bebido mi sangre) pero estaba segura de que, de revelarse tal y como era en el momento del ataque, podría matarme del miedo.

Tal vez lo conocía un poco más que otras personas gracias a la primera agresión, que había sido tan subrepticia como anónima, y su transformación al matar a Nicolás Issarty mientras yo lo observaba escondida tras los árboles de su patio. Aun así, Halstead no se había acercado a mí con la intención de matarme hasta el momento. Recordé que, a veces, su mirada parecía la de una mujer cruel y serpentina y me estremecí pensando que quizá en él se habían fundido los principios masculino y femenino del mal. Después de todo, Baphomet era una especie de bestia hermafrodita que Halstead adoraba.

Una lámpara de aceite colgaba del lado izquierdo de la parte frontal de la diligencia pero no ayudaba mucho a la iluminación sino que más bien arrojaba sombras sobre la nieve. El suelo estaba blando y amortiguaba el peso del coche, que no saltaba tanto a pesar de lo escarpado del terreno. Recé sin parar suplicando la protección de Dios mientras palpaba la estaca, cuya punta estaba ya perfectamente afilada. No entendía cómo hacía el cochero para distinguir el camino en la negrura de la noche: el doctor Traversi había conseguido, en verdad, el mejor guía posible para nosotros. Tras largo tiempo de mirar por la ventana imaginando que Halstead saltaba hacia nosotros desde la ladera, divisé unas lucecillas dispersas en lo alto de una colina. Contenta, me acerqué a la ventana y golpeé el vidrio suavemente con el puño.

—¡Sí, hermana! —gritó el cochero—. ¡Ese es el poblado!

Era una visión preciosa: las ventanas de las casas se hacían más nítidas conforme avanzábamos y el humo de las chimeneas flotaba sobre los tejados.

—¡Árpad, despierta! —llamé—. Ya estamos aquí.

El coche ascendió por la colina y nos detuvimos frente a una gran casa de madera de pino cuyas pequeñas ventanas irradiaban cálida luz.

—¡Esta es la posada, hermana!

El viento aullaba sacudiendo los abetos de un lado al otro. Abrí la puerta lateral y salté fuera de la diligencia. El cochero y yo fuimos por el posadero, un hombre alto y amable que hablaba francés con acento alemán. Él nos ayudó a sacar del coche a Árpad en la improvisada camilla de palo y lienzo sobre la que lo habíamos subido.

Dentro de la casa nos recibió su hija, una joven muy bonita de unos trece años de edad quien nos mostró una pequeña habitación donde pusimos a Árpad. Pedí que instalasen un catre al lado de su cama para poder cuidarlo durante la noche pero, como no tenían uno, la hija del posadero me asistió en improvisar un colchón con varios edredones de plumas.

La casa era hermosa y caliente, y en el salón principal ardía un gran fuego alrededor del cual estaban sentados varios hombres. Noté, en especial, los alegres cojines, tapetes y cortinas de tonos rojos, verdes, azules y blancos. Un gran reloj cucú con motivos de flores y pinos colgaba sobre la chimenea.

—Todos nuestros visitantes dicen que es la casa más bonita de Entremont —comentó una niña un poco mayor que la primera, pero tan guapa como ella. Adiviné que eran hermanas—. Por eso tenemos buena fama y los esquiadores y alpinistas prefieren quedarse con nosotros. Además, la comida de mamá es la mejor.

—No puedo esperar a probarla —dije, sonriendo. Mi estómago rugía de hambre y Árpad había comido mucho menos que yo, así que le pregunté a la niña si su madre habría cocido algún puchero esa noche.

—Siempre —dijo ella, sonriendo—. Yo la ayudaré a alimentar al monje enfermo. La verdad, hermana, parece un rey herido.

Pensé que la niña era suspicaz.

—Gracias —dije, sorprendida—. ¿Cómo te llamas?

—Marión —respondió, en su francés germánico—. Mi hermana y yo somos las niñas más inteligentes de los Alpes Peninos. Sabemos sumar y restar.

—Es un hogar definitivamente superlativo —comenté, riendo un poco para mis adentros. Lo cierto es que la chiquilla era muy simpática.

—¡Y usted es la monja más bonita que he visto! —dijo—. Debería casarse con el monje y ponerse un lindo vestido.

Reí ante la confusión de la niña y fuimos por la sopa para dar de comer a Árpad. Olía tan bien en la cocina que me habría quedado allí gustosa. Al llegar a la habitación nos encontramos con que el cochero y el posadero habían llevado a Árpad al cuarto de baño para que se refrescara, lo que les agradecí profusamente. Estaríamos perdidos sin su ayuda, pues yo no podía levantarlo ni sostenerlo.

—Insistió en caminar por sí solo y lo ayudamos a regresar —dijo el cochero, acomodándolo en la cama.

—Vaya terquedad —dijo el posadero—. Ni que fuese soldado.

Arqueé una ceja y miré a Árpad con fingida desaprobación.

—No puedo depender de ustedes todo el tiempo —dijo, sonriendo.

Marión me ayudó a cambiarle los vendajes, pero no había sangrado en todo el camino.

—¿Qué le pasó? —preguntó la niña.

—Alguien trató de matarme —dijo él—. Sin embargo, estoy sanando muy pronto.

Era cierto: salir de Turín había sido un milagro en lo concerniente a la salud de Árpad. Comí un plato de queso fundido y pan en la habitación, y entonces recordé que había dejado la estaca en la diligencia, por lo que dejé a Árpad comiendo con Marión mientras salía.

Había vuelto a nevar y el cochero había llevado los caballos y la diligencia al cobertizo, de lo contrario habría amanecido enterrada en la nieve. Sentí que el aire helado me permeaba por completo y en menos de un minuto ya ni podía sentir los dedos de las manos. Abrí la Portezuela del coche con gran torpeza a causa del entumecimiento y palpé en la oscuridad del interior. De repente, algo me agarró por el brazo. Sentí las uñas afiladas rasgarme la piel a través de la túnica y una carcajada entrecortada me puso los pelos de punta.

—¿Buscabas tu estaca, Emilia? —preguntó en un susurro burlón.

—¿Quién eres? —balbucí, buscando mi crucifijo entre los pliegue del vestido.

—¿Ya no reconoces mi voz? —dijo—. Te has vuelto mejor artesana que yo. Afilaste muy bien el madero; tu trazo es delicado.

El ser que me hablaba apestaba. Me zafé de un tirón y retrocedí temblando.

—¿Abélard? —me atreví a susurrar.

—A tu servicio —dijo, abalanzándose sobre mí y tumbándome al piso.

—¡No me toques! —grité, estampándole la cruz en la frente.

—¡Maldita sea! —dijo, apartándose—, ¿cómo es posible que mi creación se vuelva contra mí?

Se refería al crucifijo. Corrí hacia el coche de nuevo y al fin hallé la estaca, que tomé en mi mano trepidante. Gracias a la luz exterior, veía la silueta de Abélard a un metro de distancia.

—¿Cómo me encontraste? —lloré—. ¿Qué quieres de mí?

—El beso de la muerte nos une, Emilia. Fuimos víctimas del mismo vampiro y me dejaste entrar en tus sueños hace mucho. Siempre sé dónde estás. Te seguí desde Francia pero perdí el rastro de tu aroma en Turín.

—Abélard —dije, con un hilo de voz—, fuimos amigos una vez. No me hagas esto. Sé que odias a Halstead tanto como yo.

—¡No es cierto! —dijo—. Si me dejaras beberte lo odiarías mucho más. Sabrías, en la conversión, lo que es el odio verdadero. Todas sus víctimas claman tu sangre, Emilia. Los demás no tardarán en encontrarte. ¿No es mejor que lo haga yo?

—¿Hacer qué? —tartamudeé.

—Tomar tu vida humana —dijo, poniéndose a un palmo de mi cara.

—¡Atrás! —grité, sosteniendo el crucifijo contra él.

—Tu voz y tu pulso son tan débiles que dan lástima —rio, alejándose un poco—. Él miedo terminará por vencerte, Emilia. Sabes, quiero hacer esto de buena manera. Los demás quieren sacrificarte, será una tortura lenta que culminará con la victoria de Halstead. Yo, en cambio, jamás le he sido leal. Quiero darte poder en la muerte para que él pierda la oportunidad de engendrar.

—¡La profecía de la novia es una patraña, Abélard! —dije, viendo la mueca hambrienta que distorsionaba su rostro—. Si hubieras resistido, tu alma sería tuya, pero te rendiste por tu propia voluntad. Aún no estoy segura de que estés perdido para siempre —agregué en un sollozo—, deseo matar a Halstead.

—¿ quieres matarlo? —exclamó—. Tendrías que ser más poderosa que él. Ahora, si me dejas consumirte, quizás yo pueda igualarlo con el tiempo. Me he fortalecido bastante.

Golpeó mi mano derecha con tanta fuerza que la estaca que sostenía salió volando y me derribó al piso, golpeándome la cabeza contra el coche.

—¿Qué me haces? —exclamó, de repente, y arqueó el cuerpo hacia atrás.

Distinguí la figura de Árpad, quien lo halaba hacia sí por los cabellos. Tras una violenta sacudida, lanzó a Abélard contra el piso y puso una rodilla sobre él, inmovilizándolo.

—¡Dame tu crucifijo! —gritó Árpad, su voz perdiéndose en el rumor de la ventisca.

Arranqué el cordón de seda de mi cuello y Árpad recibió el crucifijo de mi mano para estamparlo sobre el pecho de Abélard.

—Eres un cobarde como todos los demás —le dijo, su voz temblando de ira, mientras el vampiro gemía—. Los que no escogieron las tinieblas pueden ser salvos. Tú podrías haber resistido.

—¿Quién eres tú? —exclamó Abélard, retorciéndose bajo el peso de Árpad—. ¡Conozco tu sangre!

—Soy la víctima de la transformación inicial de tu maestro —dijo, golpeando la cabeza de Abélard con el puño desnudo sin retirar por ello el crucifijo de su piel.

—¡Él no es mi maestro! —alegó Abélard, a pesar de todo—. ¡Lo aborrezco!

—Te hiciste igual a él —murmuró Árpad—. Así que pensabas matar a la única mujer que te ha ayudado. ¿Sabías que Emilia jamás dejó de pensar en el modo de recuperar tu alma? ¿Es así como le pagas?

—¡Déjame ir! —lloró—. ¡Soy fiel a mi naturaleza!

—La fidelidad no hace parte de tu naturaleza —rugió Árpad—, dame la estaca, Emilia.

—No, por favor —pedí—. Déjalo vivir.

—¡Está muerto! ¿Es que no percibes su olor putrefacto? ¿Quieres que nos convierta a ambos y a estas buenas gentes que nos ayudan? ¡Date prisa!

Le di a Árpad la estaca, aunque no quería obedecerle.

Entonces Abélard clavó sus ojos en los míos y abrió las fauces de par en par.

—Hija —dijo, emulando la voz de mi padre—, no permitas que lo haga. Vine para que retornemos a nuestro hogar. Solo nuestra fraternidad es buena, solo nuestra fraternidad es santa. Solo nuestra fraternidad reinará por siglos de los siglos.

Por un breve instante, creí ver a mi padre retorciéndose bajo la Cruz.

—¡No! —supliqué—. ¡Déjalo ir, por amor de Dios!

—El íbice negro aún te espera en las llamas, hija —dijo Abélard, viéndome con la expresión de mi padre.

—¡Cállate! —vociferó Árpad, dirigiéndose a él—. ¡No lo mires, Emilia! ¡Date la vuelta!

Con gran esfuerzo, le hice caso y me apoyé contra una columna sin dejar de sollozar. Escuché entonces que Árpad susurraba:

Réquiem aeterna dona ei, Domine et lux perpetua luceat ei.

Abélard profirió un aullido que me paralizó y, segundos después, balbució con una voz que no había escuchado en mucho tiempo, la del artista que había elaborado mi crucifijo:

—Gracias, Árpad, hijo de Almos. Dios te guarde siempre.

Temblando, me viré de nuevo para mirarlo. Árpad aferraba con ambas manos la estaca que estaba clavada en el piso, pero el cuerpo de Abélard no estaba por ninguna parte.

—¿A dónde fue? —pregunté, aterrada.

Árpad estaba temblando de rodillas sobre el suelo.

—Partió a lugar mejor —dijo, soltando la estaca y apoyando las manos en el piso.

—¿A dónde?

—Creo que, a pesar de todo, su alma fue liberada. Ven aquí. Inclínate a ver lo que dejó.

En lugar del cuerpo de Abélard, una enorme cruz de colores conformada por un haz de luz brillaba alrededor de la estaca. Esta empezó a reducirse paulatinamente hasta desaparecer, en ese momento, Árpad tomó algo del piso y lo sostuvo en su mano: era un crucifijo precioso, tanto o más que el mío, el cual aún reposaba junto a la estaca. Lo recogí con dedos helados y volví a sujetarlo de mi cuello con el cordón roto, sin dejar de contemplar el prodigio que Árpad me enseñaba.

—Es la última manifestación de su inmenso talento, para que sepamos que le fue restituido el alma como parte de Dios —dijo, con los ojos humedecidos—. Halstead acaba de perder para siempre todo lo que había robado de Abélard.

Árpad se incorporó y, tambaleándose, pasó su brazo alrededor de mis hombros. Luego tomó la estaca y usándola como bastón, dijo:

—Creo que debemos entrar.

Estaba descalzo y tan pálido que supe que había usado todas sus fuerzas para caminar hasta allí y defenderme.

—¿Cómo supiste que debías salir? —pregunté, abrazándolo.

—Llámalo instinto —respondió, respirando con dificultad. Supe que había estado tan asustado como yo.

Cuando regresamos a la casa, Marión nos miró anonadada y exclamó.

—¿Qué hacían afuera en medio de esta ventisca? ¡Creía que ya soñaban con los ángeles!

—Hacíamos oración —dijo Árpad.

—¡Están locos! —dijo la niña, apresurándose a envolvernos con las mantas que mantenía cerca del fuego para los esquiadores.

Acto seguido, nos empujó hacia la chimenea y nos obligó a sentarnos. Sabía que sería mala idea meter a Árpad en la cama antes de que se calentara los pies, así que no me resistí a sus cuidados.

—Voy a traerles leche con miel y brandy —dijo—, de lo contrario se enfermarán. ¡Nuestro vecino recolecta la mejor miel del país!

—Y su hermana es la mejor ordeñadora de cabras del mundo —rio Árpad cuando la niña desapareció tras la puerta de la cocina.

Mientras Marión (quien creía que solo temblábamos a causa del frío) regresaba con la leche, observamos el crucifijo milagroso a la luz de la lumbre. El grueso reborde donde se apreciaba el detalle en miniatura de gráciles aves y flores de esmalte color turquesa era de plata intrincadamente repujada, y el interior de suave topacio azul resplandecía con tonos marinos y amarillos tornasolados. En el centro sobresalía un hermoso cáliz de plata, símbolo de Cristo. Árpad le dio la vuelta en su mano y advertí, maravillada, una clara inscripción en el travesaño horizontal:

PRINCEPS HUNGARORUM.

Príncipe de los húngaros —murmuré—. ¡Es para ti, Árpad!

Ambos estábamos muy emocionados y no podíamos evitar que las lágrimas llenaran nuestros ojos.

—Pobre Abélard —dijo Árpad, cuyo rostro denotaba gran dolor—. Si su cuerpo desapareció es porque el mal ya lo había consumido por completo. Sin embargo, esta cruz es prueba de su redención final. Habría deseado no tener que hacerlo, Em.

—De no haber sido por ti Abélard jamás habría escapado del dominio infernal. No llores, Árpad. Conoces el gran sufrimiento que lo apresaba. Tú mismo me explicaste todas estas cosas. ¿Has olvidado lo que sabías?

—No —dijo, meneando la cabeza—. Es solo que sigue siendo un acto terrible. Vi la paz en su rostro antes de partir y mi mano sostenía la estaca que atravesaba su pecho. Sentí que mataba a un inocente.

—Creo —dije, consolándolo— que su alma solo retornó al cuerpo para despedirse.

—Así es —respondió, tragando en seco—. Es solo que era un alma muy bella. La había visto desde el reino de la oscuridad. ¡Cuánta luz despedía, Em!

Arpad ocultó el rostro entre las manos, y tembló largamente. Supe que sufría por lo que conocía de Abélard, una belleza que yo solo había atisbado a través de su creación.

Marión nos trajo leche caliente y dulce en una bandeja, azuzó el fuego y se fue a dormir, no sin antes decirnos:

—Hermanos, es admirable que hayan dedicado sus vidas al Señor pero debo decirles que son los monjes más penitentes que he conocido. ¿No exageran un poco?

—¿Exagerar? ¿Nosotros? —pregunté, muy divertida y con doble intención.

Árpad rio a pesar de su abatimiento, lo cual me alegró, y la niña nos dejó. Minutos después, el reloj cucú dio la medianoche y por poco derramo el contenido de mi tazón sobre Árpad.

—¡Qué susto me dio! —dije, refiriéndome al pájaro de madera que salía reiteradamente por la ventana del reloj al tanto que la campanilla sonaba. Lo hizo doce veces seguidas sin que yo pudiese dejar de estremecerme por dentro con cada repique.

En ese momento uno de los huéspedes del albergue bajó corriendo por la escalera y, después de pasar frente a nosotros sin determinarnos, salió de la casa llevando lazos y unos extraños instrumentos de hierro. Era un jovenzuelo de inmutable expresión de pasmo, parecía francamente estúpido.

—Ese es Crowley —susurró Árpad en mi oído.

—¿De veras? —pregunté, mirándolo asombrada.

—Seguro va a buscar el cuerpo de Boróka —dijo—, pero está demasiado lejos para llegar a él caminando sin morir en la tormenta.

—¿Qué tan lejos estamos del cadáver, exactamente? —pregunté, espantada.

—Estamos en el paso del Gran San Bernardo, en Entremont. El cuerpo está en el fondo de un glaciar en Martigny cuyo acceso está completamente cerrado por la nieve.

—¡Está muy cerca! —dije, recordando los mapas de papá.

—Ay, Em, ya viste cuánto nos tardamos en llegar aquí desde Turín: fueron más de doce horas de viaje. Los Alpes no son muy accesibles en esta época del año.

—Espero que no la encuentre —dije—. Si la obra poética de ese muchachito es un reflejo de su alma, no quiero imaginar de lo que es capaz.

—Yo tampoco —dijo Arpad—, pero no te preocupes por él esta noche. Regresará en unas horas, decepcionado. Tenemos que estar alerta con la posibilidad de que aparezcan otros vampiros: si Abélard nos encontró, los demás podrían estar muy cerca. Incluso en este mismo albergue.

Dejamos nuestras tazas en el mesón de la cocina y nos dirigimos a la habitación. Al parecer, todos dormían menos el joven lunático que había salido a buscar un cadáver en medio de la nevada.

—¿Quieres que te cambie las vendas ahora? —pregunté a Árpad. Lo veía tan saludable que pensé que sería mejor preguntar. Sus mejillas estaban sonrosadas, y las ojeras parecían haberse esfumado como por arte de magia. Me pregunté si las cabras de la familia de Marión serían, de verdad, las mejores del mundo.

—Creo que lo haré yo mismo —dijo, curvando los labios rojos en una sonrisa de agradecimiento—. Ya he abusado de tus cuidados.

Le di el saquito donde había metido la gasa limpia y el ungüento de Melissa officinalis preparado por los monjes capuchinos, y lo llevó todo consigo al cuarto de baño para realizar la curación frente al espejo. Aún se apoyaba en la estaca, pero caminaba erguido.

Es increíble, me dije. Anoche iba a morir y ahora se lo ve muy flaco, pero se tiene en Pie. Una cosa es que pueda hablar y otra muy distinta que actúe como si nada le hubiese pasado.

Solo esperaba que no simulara fortaleza para tranquilizarme. Miré alrededor y, de repente, me sentí turbada: no había imaginado que Árpad se pondría bien esa misma noche y mucho menos tras un viaje tan largo y fatigoso, de lo contrario habría solicitado la habitación contigua. Había pasado largas horas hablando con él en Turín y había pasado la noche previa cuidándolo, pero nunca había dormido en compañía suya. Además, ahora estaba con Árpad de carne y hueso, lo cual era muy distinto a conversar con un espíritu materializado que siempre iba a desvanecerse. Su nuevo estado lo cambiaba todo.

La nueva situación me ponía tan nerviosa como la probabilidad que hubiese algún vampiro rondándonos: en primer lugar, había estado tan preocupada desde el ataque del demonio en el campanario que no había tenido tiempo de recordar lo inmensamente atrayente que Árpad me resultaba. En segundo lugar, a pesar de que solo Dios me había librado de enloquecer los últimos meses, estaba segura de amar a Árpad con todo mi corazón.

Si bien era cierto (como nunca deja de serlo), que todo ser humano puede morir en cualquier momento, y que nosotros corríamos mayores peligros que muchos por nuestra enemistad con los vampiros y la secta, un nuevo anhelo, tan bello como inesperado, se manifestaba en mi mente: este era el ferviente deseo de compartir mi vida, tan larga o corta como pudiera ser, con la suya.

Aunque había pasado de creerlo muerto a saberlo vivo, y de saberlo vivo a creer que lo perdería irremediablemente por una herida mortal (y todo ello en el transcurso de un día), apenas en ese instante entendía que quizás Dios había cambiado de parecer en cuanto a la tristeza que habría tenido que padecer hasta el momento de mi muerte (que habría sido ocasión de dicha para mí porque solo entonces podría verlo de nuevo en presencia de los ángeles de Su Divina Majestad).

El brusco movimiento de la puerta me sobresaltó y me di la vuelta aferrando mi crucifijo.

—¡Emilia! —exclamó Árpad, acercándose a mí. Estaba temblando.

—¿Qué ocurre? —pregunté, aterrada.

—¡Estoy curado! —anunció, tomando mis manos con las suyas, que estaban tibias.

—Por todos los santos, Árpad, por poco me matas del susto —exhalé cerrando los ojos. Mi pulso se había detenido un par de segundos—. Disculpa, es cierto que estás mucho mejor —agregué, intentando recobrar la compostura para no decepcionarlo, pues tenía justísima razón en estar feliz—. De hecho estaba pensando en cuán pronto…

—No, Em, no lo comprendes aún —me interrumpió, riendo—. ¡Mira!

Me soltó para ensanchar la apertura del cuello de su túnica, halándola con ambas manos hacia los lados y enseñándome su pecho. Conmocionada, me tambaleé y tuve que frotarme los ojos para comprobar que en efecto veía claramente lo que me mostraba, y que no se trataba de una ilusión: en el lugar donde había estado la cicatriz, la piel ostentaba un grabado peculiar, que era más un dibujo perfecto que una marca.

—Dios mío, conozco esa cruz —dije, con un hilo de voz—. Y el ave también la reconozco. ¡La cruz Patriarcal en medio del túrul! ¿Qué significa esto?

Toqué la imagen con las puntas de los dedos sin sentir el menor relieve. Parecía un tatuaje, pero sus líneas plateadas eran tan sutiles que nadie podría haberlo distinguido a más de un palmo de distancia. Aun así, tan cerca como lo estaba yo, cada pluma podía ser apreciada, así como cada contorno y revés de la cruz: el túrul, en posición ascendente y con las alas abiertas, estaba engalanado con la insignia de la crucifixión de Nuestro Señor. El corazón de Árpad retumbaba en su pecho.

—La sutura desapareció y el dolor se fue —dijo, tragándose las palabras—. Retiré el vendaje lentamente, temiendo hacerme daño por primera vez en siglos… ¡Y hallé esto en el lugar de la herida!

—No puede ser —dije, dejándome caer sobre la cama, sin poder retirar la mirada del emblema que ahora llevaba en medio del esternón. Quería echarme a reír, pero no salía de mi asombro.

—¿Pero es? —respondió él, arrodillándose junto a mí.

—Espera —dije, sacudiendo la cabeza y riendo, al fin—. Marión y yo cambiamos los vendajes hace unas horas. La herida era ancha y profunda, y aun si la sangre estaba seca, era evidente que la cicatriz jamás iba a borrarse, sin importar el paso del tiempo. ¡Explícamelo, por favor!

—No puedo —dijo, mirándome a los ojos. Los suyos lucían más vivos y profundos que nunca antes—. Ya no conozco los grandes secretos del mundo y estoy mucho más feliz de este modo. Siento paz, Emilia, siento solo mi ser en vez de sentir a cada una de las víctimas de Domán, a cada muerto y a cada demonio.

—¡Abélard! —dije.

—¿Qué hay con él? —respondió Árpad, extrañado.

—Cuando salimos de Turín tu estado de salud se normalizó un poco, siendo al fin consecuente con el gran trabajo que el doctor Traversi realizó al operarte. Lo extraño era, como bien lo sabíamos tú y yo, que te agravaras progresivamente durante la tarde y noche que siguieron a la operación, siendo los pronósticos del médico tan alentadores tras la misma, y tal decaimiento se debía al lugar donde estábamos por la influencia del demonio.

»Sin embargo —proseguí—, no estabas en condiciones óptimas cuando llegamos aquí, y era obvio que tu recuperación sería, aunque no muy lenta, gradual.

—¿Cuál es tu punto, mujer? —preguntó, expectante.

—Mi punto es —dije, tomando aire— que estoy convencida de que recobraste la salud en el instante en que el alma de Abélard le fue devuelta a Dios. Tal vez no hayas sido consciente de lo que decías en un momento de tal agitación, pero no solo lo atravesaste con una estaca para deshacerte de él, sino que rogaste a los Cielos que le concediesen el descanso eterno.

—¿Y eso por qué me sanaría?

—Fuiste compasivo con el enemigo aun creyéndolo eternamente pedido. Está claro que tu plegaria fue escuchada, Árpad.

—Eso no elucida el misterio, Em.

—¡Por supuesto que sí! —repliqué, emocionada—. Escucha: la herida que llevabas marcó en Domán la transmutación de hombre a demonio capaz de atar las almas de sus víctimas y usurpar todos sus talentos.

Al quitarle el precioso don de Abélard a Domán, que es lo mismo que arrebatárselo a Lucifer, sin olvidar que la misericordia de Cristo es superior a todo mal y pecado, recibiste a cambio el mismo bien.

—¿Misericordia? —preguntó, mirándome fijamente.

—Sí. Los dones que Lucifer te había robado por medio de Boróka y Domán te fueron restablecidos. ¿No eras tú quien sanaba al pueblo magyar? ¡Alégrate, Arpad! El túrul regresó a ti con la bendición del Altísimo.

—Pero el túrul… yo no conocía a Dios en ese entonces, Em. Es decir, no sanaba a nadie en Su nombre.

—¿Qué mal ha hecho el túrul? ¿Acaso es portador de la mentira o la traición? Además, tampoco sanabas a nadie en nombre del túrul, ¿o sí?

—No —dijo él—, simplemente ocurría: ponía mis manos sobre ellos y sanaban, no porque yo lo decretara así o porque me concentrase en ello.

—¿Qué pensabas en esos momentos? —inquirí, entrecerrando los ojos.

—Nada —dijo él—. Solo intuía cuál era la fuente de su sufrimiento y, al estar cerca de ellos, me conmovía su dolor. Deseaba que sanaran porque los amaba.

—Ah, bien, eso solo confirma lo que decíamos antes: puede que tú no conocieras a Dios, pero Él sí te conocía a ti. Tanto la ciencia que derivabas del túrul como el alivio que experimentaban otros a través de ti procedían de Dios. Todo lo bueno viene de Él, Árpad, y esta noche te selló como uno de Su ejército.

—No lo merezco —dijo, bajando la cabeza. Supe que estaba tan emocionado que no podía decir más.

—Nunca te has considerado bueno, ¿no es así? —pregunté, entre divertida y enternecida.

—Jamás se me ocurriría una idea tan descabellada, Em —dijo, sonriendo.

—Es una de tus características más admirables —comenté, guiñándole un ojo, pero lo decía con toda sinceridad.

—Esta es una noche muy feliz —suspiró, mirando alrededor—. Gracias, Emilia, por tus palabras.

Me abrazó con tanta fuerza que sentí su alegría desbordante y cerré los ojos, sujetándolo contra mí. Su barba raspaba mi sien y sus cabellos tocaban mi frente y mi mejilla, de tal modo que, dejándome llevar por una fragancia mirífica que, a la vez sutil e indescifrable, parecía llamarme, giré el rostro hacia el declive donde su mandíbula se unía a su cuello e inhalé profundamente. Sentía el movimiento su pecho batiente contra el mío, y el cálido perfume que emanaba de él se difundía con cada respiración como un elíxir etéreo, el cual, lejos de aplacar mi deseo de retenerlo, despertaba todos mis sentidos.

Supe que tal era el efecto que su cuerpo vivo, masculino y lleno de energía producía en mí, y tuve la certeza de que mi voluntad se quebrantaría a pesar de todas mis reflexiones previas.

—No sabes cuánto deseo besarte ahora —dijo, sin soltarme—; pero lo deseo tanto que temo cruzar un límite que jamás podría haber franqueado en espíritu.

Entonces se puso de pie, apretando mi mano en la suya, y me dijo, sonriendo con dulzura pero con clara decisión:

—Es hora de dormir, Em.

Era evidente que hacía un gran esfuerzo por apartarse y, aunque mi propio instinto no quería permitir que la razón se interpusiera entre los dos, agradecí que Árpad me demostrase la intensidad de su amor, precisamente, alejándose de mí. Comprobé con inmenso gozo cuán fuerte era en verdad el hombre que estaba ante mí, uno que no se doblegaba ante sus impulsos, por fascinantes que fueran todos sus matices, pues reconocía la verdadera victoria en vencerse a sí mismo.

Era fiel en lo grande y en lo pequeño, y comprendí que Dios lo quisiera en sus filas para batalla contra Lucifer.

—Tienes razón —dije complaciéndome en él—. Es muy tarde.

Arrastró hasta el borde de la puerta las mantas con que Marión y yo habíamos preparado un lecho provisional para mí, y se acomodó sobre ellas después de haberse asegurado de que yo ya me había cubierto con los edredones de la deliciosa cama que le habría correspondido a él de no haberse recuperado.

—Buenas noches —dije, apagando la lámpara de aceite y sumiéndome en el mullido colchón.

—Descansa, que yo te cuidaré —respondió, y cerré los ojos para entregarme a un sueño que ya había sido muy postergado.

Cuando desperté, Árpad aún dormía, así que pasé por el borde de las mantas en puntillas, cuidándome de no pisarlo: quería lavarme aunque tuviese que calarme en el mismo hábito de nuevo. Aprovechando que la casa aún estaba tibia por el calor del fuego que había permanecido encendido hasta altas horas de la noche, me vertí encima el agua más helada que hubiera creído pudiese existir, tan superlativas como fuesen mis conjeturas, librándome de aullar cada vez que entraba en contacto con ella. Tiritando, jadeando y con las yemas de los dedos violáceas y a punto de congelación, me sequé vigorosamente para entrar en calor y me puse los calcetines de lana, las botas, la túnica y el abrigo de lana negra por encima. Me peiné como pude con manos trémulas pues había olvidado el peine en Turín y sospeché que debía haber perdido mi antiguo sentido de la estética por completo en el transcurso de unos pocos días porque me pareció que estaba guapa así, con los cabellos negros enmarañados y los labios rojos, sin más adorno que mi crucifijo. Siempre me habían agradado mis ojos grises y oscuros, y ahora creía que los rezagos del beso de la muerte se habían borrado de mi expresión por completo, lo cual me ilusionaba aunque los vampiros aún pudiesen rastrearme.

Busqué en mi monedero otra cinta de seda para el crucifijo de Árpad, con tanta suerte que había conservado, sin quererlo, un cintillo negro con el que me sujetaba los cabellos a menudo: la creación postrera de Abélard luciría preciosa pendiendo de él. Regresé a la habitación para entregársela a Árpad.

Él estaba sentado en la cama, examinando el pequeño cofre que yo había tomado de casa de Halstead. Alzó el rostro y dijo, como arrobado:

—Qué bella, Emilia.

Intenté no ruborizarme recordando que Árpad tenía gustos mucho más sencillos que los hombres de mi era, lo cual era de gran conveniencia para mí. En ese instante caí en cuenta de que ya no podía ver mi alma ni leer mis pensamientos y exclamé, dichosa:

—¡Bendita intimidad! ¿Aún me encuentras hermosa, Árpad?

—Por supuesto —dijo, extrañado—. ¿A qué se debe semejante pregunta?

—No es que planee esconder un alma negra —reí—, pero es un alivio que ya no puedas pensar y sentir por los dos.

Esto me alegraba en especial porque comenzaba a reconocer, solo para mis adentros, que si antes anhelaba su cercanía, ahora que había retornado a su cuerpo físico la atracción que sentía hacia él se había incrementado de tal forma que habría resultado realmente vergonzoso que pudiera descubrirme.

La posibilidad de que algo así ocurriera era algo que no había considerado, teniendo en cuenta lo mucho que ya me agradaba en forma espiritual, y ahora sentía que yo misma me ponía en peligro. Por otra parte, mi admiración por su carácter era tan profunda que no podía ser bueno que Árpad estuviese captando pensamientos lisonjeros de toda índole. Me dije que más me valía concentrarme en otras cosas para no convertirme en una perfecta imbécil.

—Yo te amo porque te conozco, Em —dijo, y podría haber jurado que se había puesto tímido—. A decir verdad, prefiero interpretar algunas de tus reacciones erróneamente y tener una vida humana junto a ti que comprobar, una y otra vez, en medio de una tempestad de sueños sibilinos, que lo único bello en el mundo eres tú.

Lamentablemente, por mucho que pensara que podía evitar convertirme en una perfecta imbécil, no dejaba de serlo. Solo atiné a mirarlo y balbucir:

—No puedo creer que hayas vuelto a la vida.

Me preocupaba que, dentro del marco de la gran familiaridad que nos había unido hasta entonces, se manifestara de la nada sentimientos ajenos a nosotros como la imperiosa necesidad de ocultar algunas emociones. Si él ya lo sabía todo de mí y yo conocía toda su historia, eso lograba entender por qué su recuperación habría de separarnos.

—¿Emilia? ¿Qué te ocurre? —inquirió.

—Espero no parecer contradictoria pero, a pesar de que sé que es mucho mejor para ambos que no lo veas todo, tampoco quiero sentir que te alejas de mí.

—Ven aquí —dijo, invitándome a sentarme a su lado con una sonrisa.

Apreté los labios y caminé hacia él. Árpad cerró los ojos un instante y dijo, cuando me acomodé sobre la cama:

—No he olvidado nada de lo que vi o aprendí en el reino de los sueños. Por eso mismo, ahora que siento que la sangre fluye por todo mi cuerpo de nuevo, sé que puedo estar más cerca de ti que nunca antes.

»Cuando seas mi esposa, que es algo que jamás me había atrevido a soñar porque lo creía imposible, seremos uno. Eso pasa con las personas que se aman de este modo. Ya no seré solo yo quien sepa lo que sientes y piensas, sino que tú también sabrás tanto de mí como yo de ti.

»Sin embargo, hasta ese momento, por el respeto que le debemos a Dios y que nos debemos el uno al otro, es preciso que fijemos ciertos límites, no sea que perdamos tan preciosa oportunidad a manos de Lucifer.

»Ahora que los vampiros están tan cerca y Domán te busca con desesperación, necesitamos conservar nuestra fe intacta para poder luchar contra ellos. La más leve hesitación sería fatal para cualquiera de los dos y no estoy dispuesto a perderte, Em.

—¿Quieres decir que amarnos tanto podría distraernos? —pregunté, alarmada. Era exactamente lo que temía.

—Quiero decir que nuestros cuerpos y corazones podrían volverse en contra de nosotros si nuestras almas no están en gracia. Para preservarla, debemos hacerle honor al hábito que llevas a modo de disfraz.

—Árpad —dije, tragando en seco—, lo entiendo. Solo dime hasta cuándo tendré que cuidarme de tu proximidad.

—Hasta que recibamos la bendición ceremonial del padre Anastasio. No está muy lejos de aquí —respondió, sonriendo—. Estaremos seguros cuando invitemos a Dios a morar entre nosotros, y no antes. Nadie lo está sin Él.

—Lo sé —aclaré, temiendo ser malinterpretada y aún así, dolorosamente consciente de sus bellísimos gestos—, no estaba pensando en transgredir las leyes divinas, solo deseo estar cerca de ti.

—Yo deseo más que eso, Em: quiero ser tuyo para siempre.

Rogué a Dios que llegásemos pronto a nuestro destino: Árpad se estaba constituyendo en la más poderosa tentación que hubiese experimentado y esta parecía ir en aumento cada segundo. Si a él le ocurría lo mismo que a mí, tenía motivos de sobra para vaticinar un ataque del demonio en el peor de los momentos.

—¿Qué hay en el cofre? —inquirí, intentando llevar mi atención a otro lugar.

—La rovás de la muerte grabada en un pedazo de hueso, una pluma que el túrul me dejó, un mechón de mis cabellos y un pedazo de cuero con mi sangre seca que Domán conservó. El cofre lo tomó de mi tienda antes de partir. Mira: todo está intacto.

No me atreví a tocar nada, pero comprobé que la gran pluma plateada era hermosa y brillante, y el mechón de cabellos rubios aparentaba suavidad. Todo estaba recogido en un solo atado, firmemente ligado con hilo rojo.

—Qué cosa más rara —dije—. ¿De qué le servirá esto a Domán?

—Es brujería rudimentaria. Por medio de la misma, Domán pretendía atarme a la muerte de forma indefinida. Probablemente mantenía el cofre en ese ataúd de la logia entre huesos de muertos y tierra de cementerio para asegurarse de que yo estuviera como sepultado en vida y así poder nutrirse de algo que los hechiceros egipcios llaman ka.

—¿Qué es?

—El conjunto de los recuerdos vitales y energéticos que permanece en la tierra cuando el alma de una persona no ha obtenido el descanso eterno. Es una masa de orden espiritual que por lo general permanece asentada en un lugar específico.

»Los antiguos egipcios guardaban a sus muertos embalsamados en sarcófagos bajo pirámides para evitar que el ka se dispersara y así mantener en un solo lugar el poder energético del mismo.

—¡Qué interesante! —dije—. ¿Así que el cofre no era más que una pequeña representación de lo que Domán había hecho con tu cuerpo al ponerlo en esa urna piramidal?

—No me queda más que suponerlo así pues, aunque Dormán se debilitó desde que recuperaste el cofre, mi alma solo retornó a mi cuerpo después de que destruiste la pirámide de cristal —dijo, con expresión preocupada.

—Pero, Árpad, si bastaba con sacar tu cuerpo del campanario con algunas oraciones para deshacer el hechizo de Domán, ¿por qué me pediste con tanta urgencia que recobrara tu cofre antes de reunirme contigo en Turín?

—Es extraño, Em, siempre tuve la idea de que había algo más aquí.

—¿Qué cosa?

—Bueno, en la caverna de la muerte tenía algo así como un sueño reiterado, una imagen precisa de un evento en particular que, según estaba convencido, había ocurrido poco después del ritual demoníaco que Domán llevó a cabo en mi noche de bodas. De acuerdo con toda evidencia, estaba equivocado.

—¿A qué te refieres?

—Cuando Domán enterró la daga en mi pecho y se transformó, perdí la consciencia durante unos días hasta que desperté en el reino de la muerte. Muchas cosas me fueron reveladas después, como el llanto de mi madre y el duelo del pueblo.

»Sin embargo, como sabes, también estaba seguro de que Domán me había matado y, además de mi experiencia personal en esos últimos instantes de lucidez durante los cuales me hirió y bebió mi sangre, una visión en especial que tuve posteriormente parecía confirmarlo.

—¿Qué visión?

—Cuando estaba en el reino de la oscuridad y de los sueños, solía llegar hasta mí con cierta periodicidad una clara imagen de Domán quien, durante la misma, estaba transformado con feroces colmillos y ojos demoníacos, y metido hasta el cuello en una oscura y cruente piscina.

»Estoy convencido de que se encontraba en el interior de un pozo subterráneo, pues aquel profundo baño estaba contenido por estrechos muros de piedra, tan altos que era imposible divisar el techo. Domán se sumergía en la piscina por completo y, después de unos instantes, emergía profiriendo una carcajada estremecedora, con el rostro y los cabellos cubiertos de sangre que no cesaba de gotear.

»Sostenía en la mano un corazón batiente, el cual elevaba tembloroso por encima de su cabeza. Tenía el rostro desfigurado, asemejándose a una monstruosa víbora a través de cuyos colmillos superiores se asomaba, danzante, una lengua bifurcada y gelatinosa que le azotaba el mentón y las mejillas escamadas.

»Domán flotaba hasta el extremo de la piscina y, sin salir de ella, alcanzaba un cofre que se hallaba sobre uno de los escalones que descendían hasta el baño. A continuación, metía el corazón en el cofre y decía con voz doble, a la vez masculina y femenina:

»—Recibid, amo de la oscuridad, este corazón vivo a cambio de mi inmortalidad. Que, por el mismo, mi cuerpo no conozca dolor, enfermedad ni vejez, y reciba de vos, en lugar de tan despreciables consecuencias de la naturaleza humana, la ininterrumpida apariencia de una belleza prodigiosa capaz de confundir a aquellos que han de alimentarse con su sangre y con los talentos que vuestro innombrable enemigo les confirió.

»Concededme, creador de la muerte y el pecado —prosiguió—, que ningún poder humano dañe mi cuerpo renovado aun si este fuese atravesado por lanzas, espadas o estacas, su cabeza seccionada o sus extremidades removidas. Permitid, pues, que nada destruya mi cuerpo aunque sea incinerado, envenenado o tajado por la mitad para que yo pueda serviros por todos los siglos, acrecentando mi poder con cada víctima inmolada para unirme a vuestro ejército de ángeles negros en la última batalla y, en tanto que llega el día anunciado, seros útil en destruir la creación de Aquel a quien odiais.

—Dios nos libre de su maldad —balbucí, aterrorizada—. Es lo más horrible que me has contado hasta hoy, Árpad.

—La visión nunca terminaba allí —dijo—. Después de que Domán introdujo el corazón en el cofre, volvió a hundirse en el baño. Pasaron varios minutos durante los cuales la caja emitió un extraño resplandor intermitente mientras el órgano que reposaba en ella palpitaba con un rumor sordo cuyo eco se reiteraba en el interior del pozo, sin que la cabeza de Domán surgiese de la superficie de la piscina.

»Poco a poco, el batir y la luminiscencia provenientes del cofre menguaron hasta hacerse imperceptibles y Domán emergió de la sangre profiriendo un alarido sin fin. Su apariencia era una de belleza humana sin par y en aquel momento irradiaba una luz negra que yo jamás había visto ni podría describir adecuadamente a los demás por ser tan extraña e indefinible. Entonces cantaba con tono agudo y doloroso, embebido de una tristeza eterna:

»—Gracias, padre de la mentira, por hacerme vuestra más perfecta ilusión.

»En ese momento, la visión se desvanecía, dejándome la fuerte sensación de que en ella se encerraba un enigma terrible que, sin embargo, podía ser mi salvación. Siempre pensé que el secreto residía en recuperar mi corazón, que asumí había extraído de mi cuerpo y puesto en el cofre hurtado al culminar el ritual. Ahora sé que no me pertenecía, pues estoy vivo y mi corazón late en mi pecho, pero eso lo descubrí solo en el momento en que mi alma retornó a mi cuerpo. Por otra parte, este cofre no contiene más que algunos de mis objetos personales. Había concluido, tras revivir, que el cofre escondía el corazón de otra víctima.

—Con los horrores de los cuales Domán es capaz, podría tratarse de cualquier persona. Yo misma lo vi arrancar el de Issarty del interior de su pecho y ofrecérselo a Lucifer, así que el de tu visión debe haber sido el primero de todos. El cofre podía ser, sencillamente, cualquiera que se pareciera al tuyo.

—No lo sé, Em. Tiene que haber una razón por la cual yo experimentara esa visión tantas veces.

—El corazón es el punto más vulnerable de todos los vampiros. Aun en el caso de los llamados inmortales, como la condesa Báthory, su corazón debía ser atravesado por la cruz Patriarcal.

»Los eventos que te fueron revelados por medio de la visión deben haber marcado lo que iba a diferenciar a Domán de todos los vampiros por venir. Según lo que acabas de contarme, no hay absolutamente ningún modo de destruirlo —suspiré, angustiada—. Al parecer no nos queda más remedio que escondernos hasta que Dios nos llame a Su lado.

—Por todo lo anterior, sabía que era inútil que te enfrentaras a él con la daga de Abélard: a duras penas si lo habrías hecho reír —suspiró—. Por fortuna, la misma falsa profecía en que Domán cree ciegamente ha impedido que quiera matarte antes de sacrificarte.

—Al menos los objetos sagrados lo repelen y le hacen un daño temporal —dije—. Aun así, de no ser por tu visión, quizá habríamos cometido errores irremediables intentando darle muerte. Es mejor que sepamos a qué atenernos.

—Es cierto —repuso Árpad—. De todos modos, el hecho de que la visión se haya reproducido tantas veces sigue inquietándome. Una sola bastaba para que no la olvidase jamás.

—Por lo que sea, ambos debemos estar protegidos en la medida que sea posible —dije, y le entregué la cinta de seda negra para que se pusiera el crucifijo que Abélard le había dejado en muestra de agradecimiento—. Por cierto, es menester que seas bautizado en cuanto lleguemos a la parroquia del padre Anastasio —agregué—. No podremos casarnos antes.

—Lo sé —dijo, sonriendo y cerrando el cofre—. Escucho pasos en la planta baja, el posadero y sus hijas ya deben haberse levantado. Vamos a desayunar para que podamos emprender el camino.

—Ah, antes de que lo olvide, quiero devolverte tu daga —dije, sacándola del bolsillo lateral de mi capa—. La traía envuelta en un pañuelo desde Turín.

—Gracias por ser tan cuidadosa, Em —respondió, recibiéndola de mi mano y riendo por lo bajo—. De haber sabido que la tenías no te habría pedido que tallaras una estaca. Tampoco habrías tenido que pedirle una navaja al cochero.

—Vamos, no te burles de mí —respondí, riendo a mi vez—. No creía que fuese prudente desenvolverla y menos aún usarla, podía tener algún residuo de las maldiciones de Domán.

—Los maleficios solo funcionan sobre los que no están en gracia con Dios —explicó, sonriendo—. Domán ya no puede dañarnos de ese modo.

Le di a Árpad un hábito largo y marrón que los monjes me habían entregado para él, el cual se caló por encima de la túnica. Bajamos y nos sentamos en una gran mesa donde se habían acomodado el cochero y otros huéspedes. El joven Crowley no estaba por allí y me pregunté si habría regresado.

—¡Vaya! —dijo Marión, sosteniendo la puerta de la cocina para que su hermanita pudiera pasar con una bandeja repleta de alimentos—. ¡Luce mucho mejor esta mañana, hermano!

—Gracias, Marión —contestó Árpad—. Me siento muy bien gracias a su amable atención. La leche con miel que nos dio anoche me reanimó y me levanté como nuevo.

—¿Está seguro de que no se trata de un milagro? —preguntó la niña menor, depositando la bandeja en la mesa—. ¡Ayer lo sacaron del coche en una camilla! ¡Mire nada más, tiene las mejillas sonrosadas!

—¡Es cierto! —exclamó el cochero, quien hasta ese momento había estado bostezando y frotándose los ojos en el otro extremo de la mesa, sin siquiera caer en cuenta de que Árpad había descendido por la escalera sin ayuda—. ¿Qué tipo de leche le dieron? ¡Yo quiero una taza!

—No puede ser la leche ni la miel, pues ya le llevé cuatro tazas al señorito Crowley a su habitación, y el resfriado que pescó anoche sigue atormentándolo —dijo la menor de las dos hermanas.

—Por santa Fausta, empiezo a pensar que tanta penitencia ha terminado por curar a este piadoso monje —balbuceó Marión, acercándose a Árpad y observándolo en detalle—. Debemos ir a confesarnos hoy mismo, Genoveva —concluyó, dirigiéndose a su hermana.

—Entonces serán las niñas más buenas de Valais —dijo Árpad, recibiendo el pan que Genoveva le ofrecía.

Se habló sin interrupción de la prodigiosa curación de Árpad durante el desayuno: todos exigían saber qué tipo de oraciones solíamos recitar y de qué modo mortificábamos la carne para hacernos merecedores del favor de Dios, por lo que tuve que recurrir a mi limitado conocimiento de la vida y obra de san Francisco de Asís para ser convincente. Era muy gracioso, teniendo en cuenta la lujosa existencia que había llevado en Francia, que estuviera pasando apuros para explicar en qué consistía la vida monástica. Irónicamente, sabía que tendría que implementar todas sus enseñanzas a partir de ese momento, y no solo en lo concerniente a Árpad: una vez les pagásemos al posadero y al cochero dependeríamos enteramente de la caridad del prójimo. Bebí la deliciosa taza de chocolate que las niñas habían preparado deleitándome en cada sorbo y saboreé con lentitud el pan recién horneado, el queso fundido y la miel de Entremont. A pesar del peligro que corríamos, la recuperación de Árpad me llenaba de felicidad.

—¿Cómo no habría de curarlo Dios —decía el cochero— cuando tiene tanta fe que viajó a los Alpes malherido y sin zapatos?

Tragué en seco, mirando a Árpad de reojo: debía guardar unas cuantas monedas para al menos comprarle un par de sandalias.

Envueltos en las cobijas de lana que nos habían obsequiado los capuchinos, nos acomodamos en el coche y nos despedimos de Marión y Genoveva agitando las manos. El cochero nos había asegurado que, si el sol seguía brillando sobre nosotros, llegaríamos al pequeño poblado donde vivía el padre Anastasio en cuestión de cinco horas.

—Dentro de poco solo tendremos que descender —dijo Árpad, calándose la capucha del hábito y cruzándose de brazos—, estamos en el punto más alto del camino que lleva a Sainte-Marie.

Sabía por su expresión que seguía intentando obtener una explicación satisfactoria de sus visiones de Domán. Permaneció largo rato en silencio mirando el crucifijo que pendía de su cuello. Entre tanto me distraje pensando en la alegría que sería ver a Martina y a Adrien de nuevo y en la sorpresa que se llevarían al vernos. No podía esperar a conocer al famoso padre Anastasio y ver el árbol marcado con la cruz Patriarcal con mis propios ojos. Aun si Árpad se había curado y ya no era necesario que peregrinásemos hasta el antiguo monasterio de Saint-Bernard para agotar nuestra última alternativa, no teníamos un mejor lugar a donde ir.

—Árpad —dije, sacándolo de sus cavilaciones—. ¿Por qué crees que Domán tiene tanto interés en averiguar la ubicación exacta del árbol?

—Supongo que quiere talarlo para congraciarse aún más con Lucifer, si puede —respondió—. ¿Qué más da? El árbol volverá a crecer, cada vez más fuerte y poderoso.

—No estoy convencida —dije—. Es extraño que la condesa Báthory supiera exactamente dónde estaba el árbol original y que lo haya derribado sin tocarlo el mismo día de su llegada a Sainte-Marie. Domán es mucho más poderoso de lo que ella jamás fue, y aún lo busca. Hay algo que no encaja en todo esto.

—La condesa deseaba vengar a Boróka, quien a su vez buscaba sobrepasar a Domán. Tal vez quien dañase primero el árbol obtendría algún don especial de Lucifer —teorizó.

—Si bien es cierto que la caída del árbol sirvió para poner a Martina sobre aviso al respecto de la recién llegada —dije—, tal vez Erzsébet Báthory quería, más que ser ensalzada por el diablo, impedir que Domán encontrara el árbol. La condesa debía saber algo que Domán no.

—Él ya está al tanto de que el árbol está en el bosque del internado. De lo contrario, no se habría molestado en interrogar a tu prima Perline. No comprendo por qué, si están importante para él descubrir cuál de todos los pinos de Sainte-Marie está marcado con la cruz, no ha dedicado un minuto de su interminable tiempo terrenal a observarlos uno a uno hasta hallarlo.

—¿Qué dices? ¿Domán nunca ha estado en Sainte-Marie?

—No.

—La cruz Patriarcal apenas reposa bajo el amparo del árbol hace unos años. Quizá este no le interesaba antes y ahora solo lo busca para hallar la cruz bendita.

—¿Qué utilidad tendría algo tan precioso para Domán? —preguntó—. No podría siquiera tocar el cofre que la contiene.

—Para eso son los ayudantes humanos de los vampiros —respondió—, ellos pueden manipular cualquier objeto sagrado sin problema, desde una medalla de la Virgen hasta las sagradas escrituras.

—Cierto —dijo él, frunciendo el entrecejo y pasándose los dedos por la barbilla.

—Tal vez planee enviar a Félix con una pala al internado y obligarlo a excavar todo el bosque hasta dar con la Santa cruz —reí.

—Aun si el pobre Félix fuese tan hábil, ¿en qué crees que se beneficiaría Domán robando la cruz Patriarcal? En primer lugar, el cofre que la alberga es indestructible y el padre Anastasio tiene la única llave. En segundo lugar, solo verla haría que Domán aullara de dolor.

—Un sacrilegio nunca le viene mal al demonio —dije—. Si alguno de sus esclavos pudiese abrir el cofre, la secta podría llevar a cabo el rito más espantoso que podamos imaginar.

—Tienes razón, pero ocurre que nadie en el mundo, con la excepción del padre Anastasio, puede abrir ese cofre hoy en día. Dudo mucho que Domán sepa quién tiene la llave. Dudo incluso que sepa de la existencia de la cruz Patriarcal. Jamás he escuchado que la mencione.

—¿Domán no sabía que ese era el único modo de matar a sus rivales?

—No. Erzsébet Báthory, Johannes Ujvary y Anna Darvulia le tenían sin cuidado, tanto que se burlaba de ellos y de Boróka con sus cofrades de confianza. Jamás fueron una amenaza para él. Los juzgaba burdos y de torpe ejecución, lo cual no dejaba de ser cierto, en especial si tenemos en cuentas que los gobernaba el instinto y no la inteligencia del mal. Domán siempre se ha sabido inigualable.

—En ese caso, agoté todas mis hipótesis sin llegar a un atisbo remotamente satisfactorio de las razones por las cuales Domán quiere encontrar el árbol. Tal vez Adrien y Martina puedan ayudarnos.

—Creo que el padre Anastasio y su biblioteca serán nuestros mejores guías —dijo, sonriendo—. Ahora, si no te importa, voy a dormir un rato. Estuve vigilando el corredor toda la noche.

—Gracias, Árpad —dije, como hechizada por sus ojos verdes, tan cálidos a la luz del sol.

—Un caballero no dejaría que nada le pasara a su más preciado tesoro —murmuró y, sin dejar de sonreír, cerró los párpados—. Palabra de condestable medieval.

Aunque reí para mis adentros con su comentario, que aludía a la graciosa discusión que había sostenido con monsieur D’Alleste y Nicolás Issarty en casa de la signora Maggiora (ocasión en que ambos hombres intentaban ridiculizarlo porque carecía de las detestables afectaciones femeniles que caracterizaban a los varones de crema y nata de finales del siglo), no pude dejar de entristecerme súbitamente. Si la pérdida de mi padre (que había sido antaño el más dulce y amoroso guardián que una muchacha pudiera desear) era un dolor abismal, la pena se intensificaba cuando Árpad expresaba con ternura su deseo de protegerme. ¿Cómo olvidar que el mismo padre que temía verme rodar por los escalones de nuestra casa había decidido entregarme a un monstruo serpentino a cambio de innecesarios triunfos mercantiles de un momento a otro? Un paso moral en falso y todo su carácter se había envilecido a un ritmo vertiginoso, tanto así que la última vez que lo había visto a duras penas si reconocía en él los despojos del padre que era capaz de atravesar cualquier distancia para regresar de un viaje de negocios antes de Nochebuena, sin importar el cansancio o los brutales temporales de diciembre. Ya nunca volvería a experimentar la cálida seguridad de su abrazo antes de irme a dormir, ni tampoco escucharía la voz cantarina de mi madre que anunciaba cada pequeño acontecimiento como si se tratara de un vals.

Cuanto más amaba a Árpad, más echaba de menos a mis padres y deseaba que todos estuviésemos reunidos, lejos del demonio que habíamos dejado entrar en nuestras vidas. Reconocía que había marcado la ruina de mi familia al dejarme engañar por la aparente hermosura de Halstead y lloré largamente por mi hogar destrozado mientras Árpad dormía sujetando su crucifijo. Lo miré a través de los cristales acuosos de mis lágrimas pensando que debía ser, como él, salvaje detractora de la hipocresía que se ocultaba bajo el perfume exótico de la novedad para que las promesas vacuas de los ángeles caídos jamás volvieran a seducirme. Al fin me quedé dormida yo también, anhelando ver a mis padres aunque fuera un instante.