CAPÍTULO 21

ADDORATO: EL REY HA MUERTO, VIVA EL REY

-Dios mío, recibe el sacrificio de mi amor —recé con un hilo de voz y sin atreverme a encarar los peldaños—. Si muero, te ruego que acojas mi alma y la de Árpad. No permitas que se quede atrapado en la muerte.

Colgué la lámpara de mi muñeca por el asidero y en la misma mano sostuve el saquito abierto, mientras que en la otra llevé el frasco. Luego, me viré lentamente. Estaba tan segura de que el demonio me miraba desde el rellano de las escaleras que no me atreví a mirar hacia arriba. Imaginaba que una figura negra y densa me esperaba allí para rugir en mi rostro y reír, llena de maldad.

Avancé con paso vacilante algunos peldaños tomando sal y esparciéndola a mi paso. Mientras tanto, rezaba en un susurro con verdadero terror, al punto de confundir todas mis oraciones. Antes de llegar al segundo nivel escuché el sonido de unos pasos deslizarse e imaginé que esa negra figura de maldad retrocedía solo para encararme un poco después y tomarme por sorpresa. ¿Habría oído el sonido de su cola contra el piso o sus pezuñas? Comencé a llorar del miedo, incapaz de controlarme. No tenía fe ni valentía, de modo que si se trataba de un enfrentamiento personal con Lucifer, moriría de terror. Antes de llegar al último peldaño, miré de soslayo la porción de la pared que había estado oculta a mi vista conforme ascendía y, aunque no pudiera creerlo, no había nada allí. Tenía que pronunciar las palabras.

—Vengo a buscar el cuerpo del rey —dije, con voz fuerte aunque entrecortada.

Creí escuchar una risa sofocada en la parte superior de las escaleras y, en ese instante, un sudor frío me cubrió de pies a cabeza. Sabía que no se trataba de ningún fantasma, pero cualquier cosa me habría paralizado. Me dije que no podía detenerme y me obligué a ascender hacia el tercer nivel aun si me sentía como una anciana frágil, encorvada y con las articulaciones entumecidas por el suspenso de aquel momento.

Al poner el pie derecho sobre el tercer nivel, por poco pierdo el equilibrio y tuve que apoyarme contra el muro. Solo un segundo después me percaté de que la superficie bajo mi mano era tibia y peluda y, saltando hacia arriba, proferí un alarido, segura de haber palpado el brazo del diablo. Rodé por el suelo y golpeé la lámpara, que no se quebró por el armazón del metal que protegía el cristal. Gimiendo, alcé la vista hacia la pared para descubrir que había palpado una rata gorda y negra.

En cualquier otro momento de mi vida, la rata me habría matado del susto, pero en ese momento sentí tanto alivio y agradecimiento que solo sollocé. Fue un milagro que no soltase la sal o el aceite, pero también fue la causa de que me lastimara los codos y las rodillas. Haciendo caso omiso del dolor, me puse de pie y recité la segunda fórmula con certeza y valentía:

—Vengo a encontrar el cuerpo del rey.

Deposité la lámpara en el piso y me di prisa en abrir la segunda cerradura. En cuanto cedió, me colgué la llave del cuello y empuje la vieja puerta hacia dentro. Por poco vuelvo a caer: vi dos sombras afuera de la ventana que estaba justo frente a mí. Parecían danzar un vals demoníaco en el aire que me hizo lanzar un grito. En un abrir y cerrar de ojos, las sombras se precipitaron hacia el interior de la torre, chillando con un silbido tan agudo que me lancé al suelo para esquivarlas, cayendo de rodillas. Entonces, con el rabillo del ojo, creí ver que algo se movía dentro de la urna. No sabía adónde habían ido las sombras negras, pero estaba segura de que eran demonios que querían entrar en su cuerpo. Regresarían por mí.

—Santa María, madre de Dios —susurré, cubriéndome la cabeza con los brazos, como si ello pudiese protegerme de mis enemigos inmateriales.

Enfoqué la vista en la pirámide y concluí que lo que había creído ver moverse dentro de ella era el reflejo de la poca luz que emitía la lámpara. Se suponía que recitase las siguientes palabras de rodillas donde estaba, pero la arremetida de los espíritus malignos había hecho que olvidase la fórmula. Entonces pensé en Árpad dentro de la catedral y, de repente, el chillido de las sombras regresó, esta vez más numeroso: venían de la torre del campanario y parecían ser cientos de ellas. Solté el aceite y la sal y aferré mi crucifijo, exclamando, antes de que llegaran por mí:

—¡El rey vive!

Dibuje la cruz con gran torpeza en el umbral de la puerta. Me puse de pie de un salto y agarré la lanza que estaba en la esquina. Ya venían. Tomé una honda inhalación y blandí la lanza en el aire, gritando:

—¡Muerte al dragón!

En ese instante, una nube de murciélagos me rodeó, batiendo las alas y llenando la habitación. Siguiendo mi propio instinto, atravesé la urna piramidal repetidas veces con la punta de la lanza sin molestarme en esquivar a las manifestaciones vivientes del mal, hasta que no quedó un solo pedazo de cristal que no fuese una astilla. Jadeando, noté que los chillidos de los murciélagos se habían extinguido: estos habían salido por la ventana que estaba a mis espaldas. Me apresuré a tomar el saquito y espolvoreé la sal en forma de cruz a lo largo y ancho del cuerpo de Árpad.

—Dios libere al rey —dije, trepidando, y vertí todo el frasco de aceite en medio del pecho.

Entonces escuché con claridad la misma carcajada que había oído antes de subir al segundo nivel. Sabía exactamente quién era. También sabía de sobra que, si lo veía, moriría o perdería la razón como aquel loco de la plaza. Cerré los ojos y percibí el rumor de su respiración en el espacio contiguo a la habitación. Estaba segura de que se hallaba en el rellano de la escalera, justo tras el marco de la puerta abierta. Mis ojos se llenaron de lágrimas y ya no me atreví a moverme.

—¡Emilia! —escuché el grito rasgado de Árpad, que clamaba desde afuera de la torre—. ¡Arroja la llave!

En el último intento por salvarme, deslicé mis dedos endebles hacia la llave y me saqué el cordón.

—¡Emilia! —rugió Árpad—. ¡Lánzala! ¡Solo no veas al amo de las huestes directamente a los ojos!

Giré la cabeza hacia la ventana, entreabrí los párpados a duras penas lo necesario para apuntar, y arrojé con todas mis fuerzas la llave fuera de la torre. Me ovillé en el suelo, cubriéndome los ojos con ambas manos, rezando y llorando. El señor de los demonios soltó una risita y se acercó otro tanto, murmurando y crujiendo los dientes:

Qui quaerit, invenit.

Grité a más no poder sin abrir los ojos, pero una fuerza estremecedora me levantó del suelo por los flacos y me sostuvo en el aire para lanzarme, segundos después, contra el suelo. A pesar del doloroso impacto, logré protegerme el rostro con los brazos y mantuve los ojos firmemente cerrados.

—¡Déjala, Satanás! ¡Te lo ordeno en nombre de Cristo!

Árpad había llegado.

Hoc regnum meum —rugió la voz demoníaca.

—¡Emilia! —dijo Árpad—. ¡Deslízate hasta las escaleras mirando al suelo y huye de aquí! ¡No importa el dolor físico, corre por tu vida y tu alma! ¡Sal de la torre!

Me arrastré gimoteando por encima del cadáver de Árpad y salí del cuartito.

—¡Me tiene, Em! ¡Es ahora o nunca! ¡Levántate y corre!

Así lo hice: me levanté y corrí escaleras abajo. Me detuve en seco a la entrada del campanario y mirando hacia arriba, grité.

—¡Árpad! ¡Ya estoy fuera!

—¡Corre! —contestó—. ¡Vete de aquí! ¡Domán está por llegar!

—¡No puedo dejarte! —lloré.

—¡Sí que puedes! ¡Hazlo!

—¡Voy a regresar arriba! —grité.

—¡No! ¡Por Dios, no vuelvas! —dijo, y escuché un fuerte golpe.

Segundos después, sentí que la presencia del maligno se precipitaba por las escaleras y tuve que quitarme del marco. Aterrada, surqué la distancia que me separaba de la catedral y subí la gradería iluminada hasta el portón frontal. En esa ocasión no empujé sino que halé la puerta de la iglesia, y esta cedió con facilidad. Sabía que el espíritu del demonio giraba alrededor de la catedral y el campamento. Sin embargo, tenía que vigilar la entrada de la torre a través de un resquicio en el portón de la catedral. Entonces Árpad salió con su cadáver envuelto en una mortaja a cuestas y lo llamé con gritos convulsos:

—¡Árpad! ¡Pronto, aquí!

Avanzando lentamente, ya fuese por el peso del cuerpo que cargaba o porque el demonio le había hecho daño. ¿Podía el diablo dañar a un muerto? ¿A dos muertos? Estaba enloqueciendo.

—¡Date prisa! —grité.

Cuando alcanzó la gradería, salí de mi refugio y lo empujé hacia la puerta, que estaba abierta de par en par. Con uno de sus brazos me obligó a entrar antes que él y a continuación cayó sentado entre su propio cadáver y la pila de piedra tallada que contenía el agua bendita. Cerré la puerta de la catedral y, sin soltar el asidero, permití que mis piernas cedieran y me dejé resbalar hasta el piso.

Árpad se arrastró hacia mí y, rodeándome con sus brazos, me obligo a soltar la puerta y a sentarme en el suelo entre sus piernas, con su torso como respaldo. Así me sostuvo, temblando.

—Em —habló, junto a mi rostro—, ¿estás bien?

Asentí, aferrando sus manos entre las mías y besándolas. Me dolía todo y cada movimiento era una tortura, pero lo habíamos logrado.

—¿Cómo estás tú? —inquirí, aturdida.

—No lo sé —dijo. No sentía dolor físico y debilidad desde…

Viré el rostro hacia él para mirarlo, preocupada.

—¿Dices que sientes dolor físico? —pregunté.

—Así es. No recordaba lo que es estar herido. ¿Em?

Entonces sentí la humedad caliente en mi espalda. Las manos de Árpad estaban tibias y también su respiración. Me di la vuelta bruscamente para mirarlo bien y ahogué un grito de horror: su pecho estaba sangrando desde el centro; la camisa y chaqueta estaban empapadas de sangre.

—¡Árpad! —dije, en un susurro—. ¿Qué te hizo Lucifer allá arriba?

—Lanzó mi cadáver, horizontal como estaba, contra el techo —balbuceó. Un fino hilo de sangre corría por sus labios.

Corrí a su cadáver y me incliné sobre él: la mortaja blanca estaba al igual que Árpad, sangrando.

—Te equivocaste al recitar las palabras —murmuró—, pero está bien: dijiste la verdad, sin quererlo, a causa del miedo.

—¿A qué te refieres? —pregunté, con voz trémula—. ¿Qué hice mal? ¿Qué dije?

El rey vive —respondió él, con voz apenas audible—. Se suponía que dijeras: el rey ha muerto.

—Dios mío, Árpad —dije, llevándome los dedos temblorosos a los labios.

—Tú lo sabías todo el tiempo en tu corazón —dijo—, nunca morí, Em. La maldición conservaba mi cuerpo en un estado similar a la muerte. Mi alma quedó, simplemente, prisionera de un sueño durante varios siglos hasta que tú la liberaste.

Me quedé fría, sintiendo que me iba a desmayar.

—Dijiste las palabras correctas —continúo—. De lo contrario, habría permanecido en estado de quietud eterna. Mira mi cuerpo amortajado, Em: está respirando. Mi corazón ha vuelto a latir.

—¿Qué significa esto? —gemí, aterrada—. ¡Debemos salvarte! ¡Tu cuerpo está herido! ¡Vas a morir!

—Ahora mírame a mí. Mira mi alma, no mi cuerpo.

Su alma, aún engalanada con el traje de baile, se estaba tornando traslúcida.

—Dime qué está pasando, Árpad —pedí, llorando.

—Mi alma está retornando al cuerpo —dijo, y sonrió.

Corrí al cuerpo amortajado y descubrí la cabeza: era exactamente el mismo rostro del Árpad que conocía, solo que con la barba más espesa y los cabellos rubios mucho más largos. También estaba más pálido pero, a medida que el alma de Árpad se hacía más diáfana, las mejillas de su cuerpo se teñían de rosa por debajo de la piel trasparente. Aun así, estaba perdiendo mucha sangre.

—El ataque del diablo abrió la herida de nuevo —dije, observando su pecho.

—No podemos retirar el puñal —me advirtió el alma de Árpad, perdiéndose de vista mientras la respiración del cuerpo se intensificaba—. Retorno a mí mismo Emilia. Si llego a morir…

—¡No voy a dejar que mueras otra vez! —dije, corriendo hacia el alma que ya no podía tocar.

—Si llego a morir, jamás olvides que te amo más que a mi vida. Sabes que es cierto. Partiré feliz.

—¡Árpad, espera! —lloré.

—¡No puedo, Em! —dijo, y su voz se perdía—. El árbol de la vida. Llévame allí. Quizá pueda sanar. La daga no está en mi corazón.

Dicho esto, desapareció: su espíritu había regresado al cuerpo físico que lo había albergado originalmente, el cual se había conservado intacto a través del tiempo y ostentaba, renovada por el diablo, la herida que Domán le había causado siglos atrás.

—¡Auxilio! —grité, rezando para que el campanero, un sacerdote o una religiosa me escuchasen—. ¡Alguien, ayúdeme! ¡Dios mío, apiádate de Árpad!

Intenté impedir la hemorragia utilizando las vendas sobrantes del rostro, los brazos y las piernas. Envolví el torso y apliqué presión para detener el sangrado, rogando a Dios que no muriese en mis brazos, y al fin la sangre cesó de brotar. Lo cierto es que no sabía lo que hacía y actuaba solo por instinto.

Una hora después, Árpad estaba aún tendido en el suelo de la iglesia. Si vivía hasta el amanecer, podría llevarlo a casa para cuidar de él con la ayuda de un médico, pero estaba segura de que Halstead nos encontraría al caer la noche: si el alma de Árpad ya no estaba en el reino de los sueños y la muerte, tampoco tenía más poderes que yo.

De estar sano y consciente, probablemente podría lanzar una flecha y pelear con la espada, cosas que no eran precisamente útiles en pleno siglo XIX, y difícilmente podría controlar a los vampyr que habitaban Turín. Árpad y yo estábamos a merced del diablo y sus potentes aliados.

Nada, ni el cansancio más extremo habría podido hacer que me quedase dormida. Permanecí vigilante hasta que el sacerdote entró a la catedral para preparar el servicio de las seis de la mañana.

Él corrió hacia nosotros y, entre lágrimas, traté de explicarle lo que nos había ocurrido, pero estaba demasiado trastornada para ser clara. Además, nuestra historia era demasiado extraña para ser asimilada por nadie en cinco minutos. Lo importante es que el sacerdote era un hombre tan pragmático como bondadoso y mandó llamar a un médico de confianza.

Con la ayuda del acólito trasladamos a Árpad a la sacristía, donde lo mantuvimos sentado para que pudiera respirar mejor.

Le rogué al padre Belvisotti que nos remitiera a un convento o casa parroquial en Turín donde Árpad pudiese recibir cuidado constante pero insistió en que fuese atendido en casa, puesto que podíamos sufragar nuestros propios gastos y el nuestro no era un caso de caridad sino de urgencia.

Le conté entonces, en calidad de secreto de confesión, que nuestro mayor enemigo y quien había enterrado la daga en el pecho de Árpad era lord Hywel Halstead, venerable maestro de la fraternidad enemiga de la Santa Iglesia y fundador de múltiples logias en Europa. En ese momento el semblante del sacerdote cambió por completo: estaba al tanto de los alcances de la secta homicida y reconoció el peligro que corríamos si nos dejaba a nuestra suerte.

Le expresé mi deseo de llevar a Árpad a Valais cuanto antes, pero ambos sabíamos que podría morir en el viaje si lo trasladaba en tales condiciones, así que accedió a pedirles a los capuchinos, como un favor personal, que acogiesen a Árpad. Si bien es cierto que preferí no contarle que Árpad era el príncipe magyar de la leyenda por miedo a que me tildara de loca (lo que habría sido más que compresible), le dije que había sido herido de gravedad la madrugada previa en el campanario y le entregué la llave que le había robado a Halstead, haciendo hincapié en las presencias maléficas que habitaban la torre y en los muchos rituales demoníacos que habían sido llevados a cabo dentro de ella.

El padre me contó que tanto él como su acólito habían creído ser observados por el mismísimo demonio desde la torre en ocasiones, pero no pensaba que ningún rito o conjuro de los mismos fuesen causantes de su presencia en el campanario, sino que se le ocurría, más bien, que era la sacra síndone, como llaman los italianos al santo sudario de Jesús, lo que provocaba la constante vigilancia y odio del maligno.

Dijo lo mismo que Árpad había enfatizado en el coche de alquiler de camino al campanario: Satanás puede llegar a todas partes, siempre deseoso de perder un alma, y si puede atacar a un fiel es solo porque Dios lo consiente para mayor gloria del reino de los Cielos y el perfeccionamiento de la persona agredida.

Aun si confiaba en la palabra de ambos y sabía que tenían razón, la sensación de horror vivo que causaba la proximidad al campanario era algo que nunca iba a olvidar, y presentía que perduraría por los siglos hasta el Juicio Final, al menos mientras Lucifer tuviera potestad sobre la ciudad.

—El problema no es, Emilia, la sangre derramada sobre las piedras, sino la abierta invitación que el hombre le prodiga al demonio para que more en su alma. En eso reside su poder —dijo el sacerdote.

Las explicaciones en cuanto a los lugares de especial influencia demoníaca en Turín, sin embargo, seguían siendo insatisfactorias. Por su inteligencia y maldad, yo le temía mucho más al demonio que a una legión de vampiros u homicidas. ¿No podía él, después de todo, morar en cualquier lugar de la Tierra por ser el príncipe del mundo?

El médico llego y, mientras el padre oficiaba la misa, seguí las instrucciones del galeno con una insoportable mezcla de angustia y esperanza, reportándole toda fluctuación en temperatura o respiración de Árpad al tanto que él lo vendaba de la forma adecuada y lo preparaba para llevarlo al monte de los capuchinos. Cuando me pidió que lo asistiera como enfermera durante la operación de Árpad se lo agradecí con toda mi alma, pues de ese modo no tendría que separarme de él.

Nos despedimos del padre Belvisotti y partimos al hogar de los capuchinos para que Árpad fuese operado de inmediato. El doctor Traversi, a pesar de su juventud, ya había salvado la vida de otra persona apuñalada y, según el padre Belvisotti, era uno de los médicos más competentes de Turín, lo cual me tranquilizó un poco. Dos hombres llevaron a Árpad sobre una camilla hasta una amplia berlina y así emprendimos el viaje hacia la colina que se levantaba más allá del Po. Prometí al doctor Traversi que le pagaría en cuanto pudiese tomar dinero de casa, pero él estaba mucho más interesado en Árpad que en cobrar sus honorarios.

Después de varias horas de delicado trabajo y ardua concentración, el doctor Traversi logró extraer la daga del esternón de Árpad sin dañarlo y ordenó, tras suturar, desinfectar y vendar, el reposo absoluto de su paciente. Aun si para sus ojos de experto, la herida había sido producida hacia pocas horas, no comprendía de dónde había sacado el atacante un arma tan peculiar. Le expliqué que le pertenecía a Árpad y que era algo así como un tesoro familiar. A continuación, lavé la daga y la guardé en un pañuelo limpio para entregársela a cuando se recuperase.

El doctor Traversi me dejó encargada de cambiarle las vendas y, tras enseñarme a desinfectar la herida, le recetó tintura de árnica y partió, diciendo que regresaría en la noche y auspiciándole al malherido una recuperación satisfactoria. Agradecí a Dios su infinita misericordia y, al fin, me retiré a dormir un par de horas en la celda que los monjes me habían ofrecido. Los últimos se mostraron sumamente afables conmigo y, aunque habían hecho votos de pobreza, más generosos en tiempo y amor que todos los amigos y allegados de mis padres. Compartieron conmigo cada pobre comida que obtenían a través de la mendicación y me proveyeron una sencillísima túnica para usar en tanto que me quedaba con ellos.

La expresión de Árpad era de hondo y constante dolor, y no abrió los ojos en ningún momento del día aunque se quejaba y respiraba con mucha dificultad. Cuando el padre Belvisotti fue a visitarnos al caer la noche, Árpad estaba ardiendo de fiebre, así que suministró los santos óleos in articulo mortis. Durante su breve ronda vespertina, el doctor Traversi había dicho que no podíamos hacer más que esperar, así que me quedé orando y hablando con el padre Belvisotti quien reportó haber recibido una visita extraña en horas de la tarde.

—Estoy seguro de que lo envió el señor Halstead —dijo—, pues aunque nadie inspecciona jamás el campanario, el visitante en cuestión me rogó que le dejara pasar. Yo ya lo había cerrado y me negué rotundamente. Sospecho que no tiene otra llave más que la usted me dio y que deseaban hacer una nueva copia a partir de la mía.

A propósito del campanario, el campanero halló gran cantidad de vidrios rotos en una pequeña habitación que permanecía cerrada y a la cual no teníamos acceso. ¿Fue allí donde el señor Halstead agredió a su prometido?

—No exactamente —dije, evitando entrar en detalles en lo concerniente a la leyenda magyar—. Yo rompí el cristal. La secta había puesto allí un vidrio con forma piramidal para mantener una especie de maldición sobre Árpad. Debería de bendecir la torre, padre.

—Veremos si lo autoriza el señor obispo. Por lo pronto, tendré que darle alguna explicación de lo ocurrido.

—Le ruego que no lo haga hasta que no hayamos partido —pedí, temerosa de que el obispo fuese un colaborador encubierto de Halstead. Después de todo, Árpad me había contado que algún sacerdote había llevado a cabo una misa negra en el campanario.

El padre Belvisotti no deseaba acceder a mi petición, pero el evidente terror que me producía la posibilidad de ser encontrada por la secta terminó por ablandar su corazón. Le pregunté su había guardado bien la llave de Halstead y dijo que ni siquiera el acólito sabía que yo se la había entregado. Me preocupaba la seguridad del padre, así que le sugerí que cambiase la cinta púrpura de la llave por una de otro color. Él se ofreció a acompañarme a casa al día siguiente para que yo pudiese tomar dinero y se despidió, no sin recomendarme que no me apartase del lecho de Árpad, pues temía que los miembros de la secta se hubiesen enterado de nuestro paradero e intentasen acometerlo de nuevo durante la noche. La posibilidad me dio escalofríos.

Halstead debía haber llegado al campanario muy poco después de que Árpad y o nos refugiamos en la catedral. Tenía que estar al tanto de que el cuerpo de su enemigo ya no estaba en el torreón y, como Árpad ya no tenía dominio sobre su mente, el vampiro debía haber descubierto que una impostora se había apoderado de su llave haciéndose pasar por la condesa Egyed. Aun así, no debía comprender en qué podía interesarle a alguien un viejo cadáver cuya identidad solo él conocía. Él y todos sus súbditos, transformados o no en vampiros, tenían que estar buscando a los espías que se habían infiltrado en la Mole la velada anterior para darles muerte y recuperar el cuerpo de Árpad.

Solo esperaba que Árpad hubiese borrado sus recuerdos de nuestra apariencia antes de volver al cuerpo herido. Estábamos en una encrucijada: era menester aprovechar la confusión del enemigo para huir pero, por el momento, estábamos atados a Turín.

Si había conocido a un Árpad pálido y delgado, el que ahora estaba a mi cuidado lo era mucho más: aun si sus músculos tensos habían sido preservados, los huesos de sus sienes y pómulos, así como los de su clavícula, caja torácica y caderas sobresalían mucho más de la cuenta después de la inmensa pérdida de sangre. Las cuencas sus ojos estaban teñidos de un color malva cruento que se extendía hasta los párpados translúcidos. Los cabellos enmarañados estaban empapados de sudor y de poco servían mis esfuerzos de enjuagar su frente con lienzos secos. Parecía imposible que, después de haber estado tan frío, ahora irradiara tanto calor. Árpad estaba vivo, pensé, trepidando. Concluí que la ceremonia que Halstead había llevado a cabo segundos antes de enterrar la daga en su pecho había impedido precisamente, la muerte de su enemigo.

No era justo que Arpad hubiera regresado a su cuerpo solo para debatirse entre la vida y la muerte. Lo cubrí con una manta ligera y lo observé, conmovida: aquel era Árpad en cuerpo y alma, como había existido hacía diez siglos. Acerqué un asiento a su lado y, tomando sus dedos entre los míos, susurré:

—Sé que quieres partir. Árpad, pero te ruego, por mí, que vivas. Mereces descansar y, aun así, te pido que te fatigues aún otro tanto conmigo. Deseo —dije, sin poder evitar que densas lágrimas corrieran por mis mejillas— que sientas sueño, hambre y sed de nuevo. Quiero que sufras un poco más viviendo, aun si es solo por amor.

Apoyé mi frente sobre el duro pecho y lloré hasta que no puede más. Entonces el ritmo de su respiración se intensificó y volvió a quejarse con un gemido profundo. Levanté la cabeza y me encontré con sus ojos entreabiertos.

—Árpad —murmuré—. ¡No te duermas de nuevo!

Él me aferró por el brazo de repente, con mucha más fuerza de la que lo creía capaz.

—El árbol de la vida —balbuceó, con voz ronca—. ¡Emilia! ¡No quiero morir! No aquí, no ahora…

Me pareció que se ahogaba.

—¡Resiste! —lloré.

—¡Llévame a Valais mañana mismo! —dijo por entre los dientes—. Por favor.

Sus dedos se aflojaron poco a poco, sus ojos volvieron a cerrarse. Lo llamé insistentemente pero no volvió en sí. Humedecí un pañuelo con agua fresca y, temblando, lo puse sobre sus labios para darle a beber unas gotas como me lo había enseñado el doctor Traversi pero, al igual que en el transcurso del día, no hubo reacción de su parte. Comprendí que si no le hacía caso aún en contra de todas nuestras posibilidades moriría en Turín: era la ciudad maldita la que ahora estaba absorbiendo su vida, como un enorme vampiro hambriento de luz.

Los monjes me habían prestado un sencillo crucifijo de madera que utilizaban para hacer oración por los enfermos. Pensé que, tras recibir el último sacramento en vida, Árpad podía al fin llevar un crucifijo, así que lo puse sobre él para protegerlo en caso de que algún vampiro irrumpiera en el monasterio y, agotada, me quedé dormida en el asiento junto a él.

Los cantos de los maitines me despertaron antes de que despuntara el alba. Sin perder tiempo, corrí a la puerta de la capilla y le rogué a uno de los frailes que se encargara de Árpad mientras iba a tomar mis pertenencias de la casa. En cuanto los dejé juntos, me lancé a la calle. No podría esperar al padre Belvisotti. Por suerte, la túnica que me habían prestado era tan pobre y estaba tan raída que tenía que haber pertenecido a una hermana clarisa, lo que me servía más que ningún otro disfraz: la secta buscaba a una mujer cuya riqueza le permitía adquirir trajes más suntuosos que los de la misma reina. Las sandalias que llevaba esa mañana eran de uno de los hermanos capuchinos más jóvenes, quien se había quedado felizmente descalzo tras haberme dado algo de su santa pobreza. Eran, en realidad, gentes que lo habían dado todo por servir a cada enfermo y cada pobrecillo sin guardar nada para sí. Pensé que si Dios no quería destruir a Turín debía ser por ellos, pues jamás había encontrado a personas más alegres y bondadosas.

Las calles estaban heladas en el camino a casa y varias personas me escupieron e insultaron al pasar, quizá creyéndome una hermana mendicante. Sabía que los franciscanos recibían con dicha cada agravio para empequeñecer aún más ante el mundo en nombre del sufrimiento de Jesucristo pero yo, a diferencia de ellos, distaba mucho de ser santa, y solo me contuve en responderles porque llevaba el hábito de San Francisco y san Antonio.

Una pandilla de chiquillos malvados empezó a perseguirme y, para evadirlos, me metí en un callejón oscuro que atravesé sin mirar atrás hasta llegar a una plazoleta que reconocí de inmediato, aunque habría jurado que estaba muy lejos de allí: el pordiosero que hablaba directamente con Lucifer estaba parado en medio de la plaza, mirando al cielo blanco. Atemorizada, pensé en darme la media vuelta y regresar a la gran vía, pero luego me dije que, si mis cálculos no me engañaban, podría llegar a casa mucho antes si proseguía mi camino. Me persigné lentamente y caminé cerca de los negocios cerrados que estaban dispuestos alrededor del cuadrilátero sin mirar al mendigo.

—¡Hermana! —gritó, de repente—. ¡Una moneda para este pobre vagabundo!

—Lo siento, no tengo nada aún —dije, sin girar la cabeza hacia él, cubierta a medias por la capucha.

—Gracias —respondió—. Dios le pagará la intención.

Supe entonces que, al menos en ese instante, el diablo no lo torturaba. Sin embargo, los pelos se me pusieron de punta cuando exclamó:

—¡No! ¡A ella no la tocarás! ¡Jamás te mirará a los ojos, Luzbel! ¿Verdad que no, hermana? ¡No me mire, hermana, no me mire! ¡El ángel caído le sonreirá y la hará perder la razón como lo hizo conmigo! ¡No es tan bello como dicen, hermana!

Aterrada, atravesé la plazoleta tan pronto como pude sin mirar atrás y me encontré de nuevo, sin saber cómo, en la Vía Po, justo frente a la librería que había intentado encontrar infructuosamente. Al acercarme a ella para esconderme del mendigo en caso de que me hubiese seguido noté, en medio de mi agitación, que un gran cartel pendía de la vitrina:

La librería había sido clausurada hacía dos años. Nada había sido real. Ni el librero, ni los poemas de Crowley, ni el olor a azufre. Estaba realmente, en el gran teatro del diablo, en el cual él era dramaturgo, actor y tramoyista. Comprendí, pues, que el librero no se había atrevido a mirarme a los ojos aquella tarde porque aún no había llegado mi momento. Esperaba, como siempre a él por voluntad propia. Era la deliciosa anticipación a la victoria lo que causaba su nerviosismo. Ahora, empero, sabía que no tenía nada que perder. Dos almas se le habían escapado y asumí que era mucho más de lo acostumbrado en su propio dominio.

Sudando, corrí calle abajo sin detenerme, ignorando los improperios de los transeúntes: era Lucifer quien me hablaba a través de ellos, era sólo él quien deseaba sacarme del juego por medio de cada una de las fichas de su gran tablero de ajedrez.

Cuando llegué a la casa, el ejercicio me había calentado y estaba sudando. Abrí la puerta tan pronto como pude y hallé en el suelo dos cartas sin destinatario que sin duda habían sido introducidas por la ranura del buzón empotrado en la puerta: una era de Martina Székely y la otra era del padre Felipe. ¡Mis amigos me habían escrito! Metí ambas cartas en el gran bolsillo frontal de la túnica y me precipité al piso superior.

Puse todas mis pertenencias en el baúl, y después de cerrarlo, lo empujé gradas abajo y salí a la calle para llamar un coche de alquiler. Por creer que se trataba de una hermana clarisa, me costó mucho que me tomasen en serio, pero al fin un cochero se dignó detenerse frente a la casa y ayudarme con el baúl tras recibir el pago por anticipado. Le pedí que me llevase de inmediato al monte de los capuchinos y, conforme empezaba a llover, recorrimos el centro de la ciudad en dirección contraria a la que yo había tomado, pasando por el palacio real detrás del cual divisé la punta del campanario de la catedral, el teatro y Vía Po, donde ya no estaba la librería. La Mole se izaba, triunfante, hacia el firmamento.

¡Dios mío, no permitas que nos destruya!, rogué.

El cochero lanzó mi baúl contra la piedra del pórtico del monasterio y partió, quejándose de la vida, del clima y de mí por haberlo hecho llevarme hasta la colina. Dos frailes me ayudaron a llevar el baúl a mi celda y fui directamente a ver a Árpad, quien aún estaba inconsciente. El doctor Traversi estaba esperándome a su lado.

—Me temo que su prometido no va a sobrevivir, estimada señorita —dijo, sin dejar de reparar en el hábito prestado.

—Lo sé —dije, cruzándome de brazos—. Es por ello que decidí llevármelo de aquí para cumplir su última voluntad: partiremos a Valais cuanto antes.

—¡Esa sería una locura! —objetó—. ¡Es imperativo que guarde el más absoluto reposo!

—¿De qué le sirve el reposo a un moribundo? —inquirí.

—De nada —dijo él, resignado—. Pero, si lo lleva, usted será la responsable de su muerte.

—Es un riesgo que estoy dispuesta a correr —dije—. Doctor Traversi, usted ha sido un excelente médico. Permita que le pague ahora mismo sus honorarios.

Así fue. El buen hombre se marchó, meneando la cabeza. A pesar de su posición, había prometido ayudarme a conseguir un coche que nos llevara hasta Valais. En tanto que regresaba, los frailes me asistieron en preparar a Árpad para el viaje: cambiamos sus vendajes y ellos lo vistieron con el sudario con el que yo había dormido varias noches en la casa. También me obsequiaron un hábito adicional para que Árpad pudiese vestirlo una vez llegáramos a los Alpes.

Por su inconmensurable caridad, les obsequié todas mis joyas, mi baúl y mis vestidos, conservando solo un abrigo de lana y unas botas. Les di también la mitad del dinero que poseía, y les habría dado más de no haber sabido que nos esperaba un viaje costoso y un porvenir incierto. Ellos sabrían distribuir esa módica contribución entre los centenares de hambrientos de Turín. Los monjes nos regalaron dos mantas de lana para el viaje y, cuando el doctor Traversi regresa con el coche, el padre Belvisotti llegó.

Traversi había contratado una diligencia destartalada cuyo asiento posterior había sido removido. Era perfecta para nosotros, pues Arpad debía permanecer acostado de forma casi horizontal. El cochero era un viejecillo suizo al que le faltaban todos los dientes. Parecía torpe de movimientos pero juró conocer hasta en la oscuridad los pocos caminos alpinos por los que tendríamos que ascender.

—Puede darse por bien servida —dijo Traversi—. Nadie más quiso hacer el viaje y, según dice este hombre, ha transportado montaña arriba tanto a monjes trapenses como a excéntricos esquiadores.

—¡Es cierto! —dijo el viejo, enseñándome sus encías purpureas—. Tiene suerte, señorita. Acabo de regresar.

Pusimos un cesto con víveres, agua y vino en la diligencia y acomodamos a Árpad con cuidado dentro del compartimiento de modo que yo pudiese sentarme a su lado durante el viaje.

Me despedí de todos con tristeza y verdadero agradecimiento, y el padre Belvisotti sujetó la portezuela del coche. Sabía que intentaba darme ánimos pero su semblante denotaba la poca fe que tenía en la supervivencia de Árpad.

—Rece para que viva al menos hasta que contemple el árbol que desea ver —le pedí.

—Nada es imposible para Dios —respondió él y, bendiciéndonos cerró la Portezuela.

El cochero arrió los caballos y los guio por las calles de la ciudad hacia los viñedos reales, al Norte de la misma. No había desayunado nada y tomé un pedazo de pan negro del cesto de provisiones. A decir verdad, no tenía hambre sino sueño, pero no me atrevía a cerrar los ojos antes de salir de Turín. Aún era muy de mañana, lo que significaba que Halstead debía haberse ido a dormir, si es que había pasado la noche buscándonos. Cabeceé vigilando por turnos a Arpad, a los transeúntes y al cochero.

—¿A qué convento o monasterio he de llevarlos en Valais? —gritó el cochero, disipando mi sopor.

—¿Cómo sabe que debe llevarnos a un lugar religioso? —inquirí, desconfiada.

—¡Son monjes! —rio—. Supongo que no van a los Alpes a hacer ejercicio, ¿eh?

Tragué en seco. Aun si había asumido que éramos religiosos, el cochero tenía razón.

—¿Conoce, por casualidad, el internado de Sainte-Marie-des-bois?

—¿Quién no lo conoce? —respondió, porfiado—. Esas niñas ricas se quedaron con el monasterio. ¡Debe odiarlas!

—Bueno, nosotros no… no vamos exactamente a Sainte-Marie, sino a la parroquia del pueblo más cercano.

—¡Ah! ¡Van donde el padre Anastasio! —vociferó, a través de la ventanilla que nos comunicaba.

—¡Así es! —dije, realmente aliviada. Era una bendición que el cochero supiera a dónde llevarnos.

—Dicen que el padre Anastasio tiene más de cien años —observó—. Si el buen hombre no fuera sacerdote, pensaría que hizo un pacto con el diablo como el jovenzuelo a quien llevé ayer en la tarde a la montaña.

—¿Qué jovenzuelo? —inquirí, asustada. No conocía el camino ni al cochero y este podía llevarnos a donde quisiera incluso directamente a manos de Halstead.

—Un tal Crowley que dice haber dejado la escuela en Inglaterra para contactar a Lucifer en Turín —respondió—. Tiene tan solo 15 años y heredó la fortuna de su padre. Está convencido de que va a ser famoso, pero solo es un chiquillo que trata de llamar la atención. ¡Declama los peores poemas que he oído en mi vida! —exclamó, con una carcajada.

No podía dar crédito a mis oídos: ¡El poeta del diablo existía de verdad!

—¿Qué más le dijo el joven Crowley? —pregunté, acercándome a la ventanilla para oírlo mejor.

—Pamplinas, pamplinas y más pamplinas —refunfuñó el cochero—, pero si tiene curiosidad trataré de recordar.

—Tengo mucha curiosidad —le aseguré.

—Bien, ese fanfarrón sin talento dice que el demonio en persona, le prometió fama y longevidad con tal de que él funde una orden llamada… ¡Caramba, lo olvidé!

—Eso no importa, continúe —lo insté, nerviosa.

—Crowley dice que el diablo vive en Turín. En verdad es una ciudad endemoniada… ya sabe a lo que me refiero, sus gentes son de lo peor. De todos modos, no voy a creerle a un chicuelo pervertido que bebe sangre humana.

—¿Bebe sangre? —pregunté, temblando.

—Eso dice él, hermana —rio el viejo—. No se asuste, ¿eh? Le aseguro que todo es mentira.

—Yo no estaría tan segura de eso —dije—, hay hombres muy extraños.

—Este tontuelo desea imitar a una condesa húngara que bebía sangre. Según él, el diablo le dijo que lo transformaría en vampiro como hizo con la condesa si él empieza a seguir sus pasos desde ahora, pero toda Europa sabe que la condesa Báthory murió de hambre, encerrada en una torre por sus crímenes. Se habla mucho de ella en Turín, ¿sabe?

—¿De veras? —pregunté, expectante—. ¿Por qué?

—Una de las madamas de Saboya fue amiga suya. Esta madama tomaba diferentes amantes y, cuando se hartaba de ellos, los muchachos desaparecían y sus cuerpos jamás eran encontrados. Los turineses suponen que la condesa le enseñó a sacrificarlos para beber su sangre. ¡Pero eso no quiere decir que fueran vampiresas! ¡Vaya superstición estúpida!

—¿Y el joven Crowley? ¿A qué fue a la montaña?

—¡Ah! ¡Eso es lo más gracioso! Está buscando un cadáver. Tiene que desenterrarlo y trasladarlo a otro lugar. ¿Se imagina? ¡Buscar una tumba en el hielo de los Alpes!

—¿El cadáver de quién? —inquirí.

—De una mujer a quien se refirió como la viuda.

Mi corazón dio un vuelco. Árpad no me había contado qué había sido del cuerpo de Boróka.

—Dice que fue una princesa húngara —prosiguió—. ¡Qué mentecato ignorante! ¡Hungría está muy lejos de aquí, al otro lado del país! Si buscaba restos de princesas húngaras tendría que haber ido hacia Gorizia para cruzar la frontera. Por cierto, qué extraña obsesión la de Crowley con Hungría y sus mujeres. Ese chico va a terminar en un manicomio de Budapest.

Temblando, caí en la cuenta de que, si Boróka hubiese muerto la noche en que Domán fue transformado en vampiro, no habría razón para que los miembros de la secta la llamasen viuda. Una parte muy importante de la historia, y Árpad no estaba en condiciones de responder a mis interrogantes.

—¿Le dijo para qué quiere trasladar el cuerpo?

—A decir verdad, en ese punto dejé de prestarle atención. Hablaba de cábala y los signos zodiacales, y de que es hora de desenterrar la princesa viuda que murió en un fatal accidente.

—¿Qué tipo de accidente? Le suplico que intente recordar.

—¡Vaya, nunca había conocido a una religiosa tan curiosa! —dijo—. Déjeme ver, es difícil poner en orden tantas sandeces… ¡Ah, sí! Dijo que un monje cisterciense la empujó desde lo alto y que ella cayó por el risco, aterrizando sobre una estaca de hielo que atravesó su corazón —rio—. ¿Puede creer las tonterías que es capaz de inventar ese chico para ganar adeptos?

—No me diga que quería reclutado a usted —dije.

—¡Claro que sí! Todo el viaje intentó convencerme de firmar un documento en que le cedía mi alma al demonio. Dijo que, si le servíamos bien, Satanás nos transformaría en vampiros inmortales. Ya había recogido una veintena de firmas para su orden.

—¿Y usted no firmó nada?

—¡Por supuesto que no! ¿De qué me serviría prolongar mi vejez para siempre? Por otra parte, a duras penas si sé garrapatear mis propias iniciales y unos cuantos números. No soy supersticioso, pero sé que el diablo existe.

—Lo felicito —afirmé—. ¿Así que Crowley dijo que un monje cisterciense causó la muerte de la princesa viuda?

Adrien y Martina habían dicho que Sainte-Marie era un monasterio en la antigüedad. Se llamaba, precisamente, Saint-Bernard, por lo que era lógico suponer que sus fundadores eran monjes cistercienses.

—Así es. A veces pienso que la gente que sabe leer es más ignorante que nosotros los campesinos. Pierden la noción de la realidad.

—Sí, claro… Disculpe, ¿el chico le dijo que iba a iniciar una nueva secta demoníaca, o si se uniría a una orden existente?

—Es un asunto muy confuso. Me parece que el muchacho quiere iniciar una nueva secta para competir con otra. Si ambas son demoníacas, ¿para qué querría hacerle la guerra? ¡Los ricos son demasiado ociosos!

—Tal vez Lucifer le dé un premio especial al ganador, es decir, al más malvado —dije, a sabiendas de que solo Halstead podía apropiarse de los talentos ajenos a través de la sangre, a diferencia de la condesa y demás vampiros. Era, por esto, el más poderoso de todos.

—No me diga que le cree al loco de Crowley, hermana —dijo el cochero.

—Bueno, la verdad es que, con o sin poder real, esas sectas existen y realizan sacrificios humanos. Sin duda al diablo deben complacerle al menos los homicidios —respondí, intentando no demostrar cuán enterada estaba de la situación.

—¡En eso estamos de acuerdo! —dijo él—. Por eso me alegra salir de Turín, cuna de tantas desapariciones. ¡Mire, la Mole quedó atrás!

Era cierto: al fin habíamos salido de Turín. Conforme nos alejábamos, mi corazón se sentía más ligero. Por otra parte, Árpad empezó a respirar con mayor facilidad. Cerré la ventanilla que me comunicaba con el cochero para resguardar a Árpad del aire frío y empecé a orar con todas mis fuerzas para que despertase.

—Emilia —murmuro, sin volver en sí.

Lo cubrí bien con la manta de lana y seguí orando. Si Crowley había ido en busca del cuerpo de Boróka, tal vez Satanás tenía la opción de despertarla por medio de algún rito realizado por el muchacho. La otra opción era, claro, encarnar el espíritu de la viuda en mi cuerpo con la intercesión de Halstead. El último, enfocado en la profecía de la secta, no debía haberse molestado en recuperar el cuerpo de Boróka tras su desaparición. Al menos eso se me ocurría.

Lo cierto es que el cochero había sido muy informativo y ahora debía averiguar qué había sido de Boróka tras la ceremonia en su noche de bodas con Árpad. Si él no había muerto, quizá ella tampoco. Aún más importante, si su muerte verdadera había llegado al ser empujada por un Císter en los Alpes, quizá hubiese vagado por la tierra como vampiresa durante mucho tiempo.

Recordé que tenía cartas de Martina Székely y del padre Felipe, así que las extraje de mi bolsillo para leerlas con presteza. Me acomodé con la espalda contra la parte posterior del coche y abrí primero la del padre Felipe.

Querida Emilia:

Tu partida causó un desconcierto sin precedentes en Lyon. Halstead tomó el caso en sus manos y, con la ayuda de tu padre y de los miembros de la secta, organizó una pesquisa tan intensa que se diría que son los jacobinos en busca de María Antonieta. No he logrado disuadir a tu padre de renunciar a su membresía de la orden de Halstead aun después de haberle explicado detalladamente todas las blasfemias y herejías en las que incurre al participar en sus ritos, por lo que me temo tendré que solicitar oficialmente su excomunión. Lo siento, hija. Está enceguecido por la ambición y tu madre también. Se la pasan cenando en casa de D’Alleste y lamentándose de tu fuga, que declararon (sin duda bajo el influjo del vampiro) un caso no solo de desobediencia, sino de locura. Por lo tanto, no debes regresar a Francia, Lucía me dijo en privado que te comprende pero teme mucho por ti pues, en su opinión, una inválida sabe valérselas mejor que tú en el mundo. Dejé tu Carta en el marco de su ventana (la verdad, Emilia, me pones en apuros), espero que no la haya tomado otra persona, pero lo importante es que nadie descubra dónde estás: confío en que no hayas mencionado tu paradero en esa nota.

Carlitos Canteur, por otra parte, es un pequeño inteligentísimo: escuchó una conversación que su madre sostenía con la señora Baramof en el atrio de la parroquia, durante la cual se comentó el compromiso que tus padres deseaban imponerte. En cuanto la señora Baramof dijo que ese era el motivo de tu fuga, el niño exclamó:

—¡Yo tampoco querría casarme con el señor Halstead!

Todos reímos, por supuesto. Le entregué tu carta después de la misa, temiendo que les contase a sus padres que yo había sido el intermediario y que el vampiro se enterase, pero el niño me dijo con suma seriedad aun antes de que yo mencionara mi preocupación:

—Sabe, padre Felipe, yo moriría antes que delatarlo a usted o a Emilia.

Sé que dice la verdad, hija. Es un niño íntegro y valiente. No debes temer por él: desde que hablaste con sus padres, toda la familia regresó a la Iglesia y ahora él y su hermanita se preparan para hacer la primera comunión. Su casa está llena de imágenes sagradas, y me tomé la libertad de sugerir a sus padres que planten ajos en los jardines para ahuyentar a «las alimañas» (no me juzgues mal, también es cierto que el ajo es un gran insecticida). Carlitos entendió muy bien, pues me guiñó un ojo y dijo que lo haría él mismo. Cuando le di tu nota, la leyó en silencio ante el altar y luego vi cómo la rompía en varios pedazos, como yo hice con la que me enviaste a mí. Espero que Lucía haya hecho otro tanto.

Por lo demás, Félix sigue informándome todo lo que hace su amo. Sé que va hacia Turín, así que debes tener mucho cuidado: aunque dudo que sepa que estás allá (según dice Félix, va a oficiar una ceremonia de la secta), será mejor que procures no salir de tu refugio por unos días. Citando Halstead haya regresado te lo haré saber.

Me dijo una fuente confidencial que hay un sacerdote en Turín que oficia misas negras para la secta de los vampiros. No puedo decirte su nombre pues, por el momento, la Sacra Congregación Romana está verificando que su participación en tales atrocidades sea real y no solo una calumnia para desprestigiarlo. De ser así, será juzgado por el tribunal eclesiástico. Cumplo, aún así, con advertírtelo: no debes confiar en todo aquel que lleve puesta una sotana.

Mis oraciones están contigo. Escríbeme en cuanto puedas.

Que Dios te acompañe,

FELIPE

Era extraño recibir noticias de casa. Había partido hacía tan poco tiempo, pero la distancia y los sucesos de los últimos días hacían que pareciese un mes. Lloré de rabia hacia mis padres, quienes estaban dispuestos a ir al infierno por satisfacer los placeres sociales que la amistad con Halstead suponía. Comprendía al padre Felipe, pero me dolía que se sintiese obligado a solicitar la excomunión de mi padre. Rogué a Dios para que mi familia se arruinara por causa de Halstead antes de que el obispo la decretara de modo oficial. ¿No se arrepentiría a tiempo? El sacerdote había confirmado de modo indirecto lo que yo sabía ya acerca de las misas negras en el campanario. Temí, sin embargo, que el padre Belvisotti fuese el ayudante encubierto de Halstead y nos hubiese ayudado a partir solo para entregarnos a nuestros enemigos en un lugar desprotegido. Rompí la carta y miré al cielo despejado: el sol brillaba en todo su esplendor.