CAPÍTULO 20
DISONANCIA: EL DIABLO EN LA TORRE
La puerta principal de la Mole estaba cerrada pero Árpad se acercó y, haciendo el aldabón, golpeó seis veces con rapidez.
—¿No es la clave más estúpida? —preguntó en un susurro—. Los iniciados creen que el número seis tiene una importancia especial porque, según el libro de las revelaciones de san Juan, el 666 es el número de la bestia. Se consideran los poseedores de un gran secreto.
—¿Qué secreto? —dije, susurrando a mi vez—. No es difícil encontrar una copia de la Biblia hoy en día.
—Exacto —dijo él, poniendo los ojos en blanco—. No hay ningún secreto. En todo caso, mucho se ha especulado con base en el número. Algunos creen que es una fecha, otros forman palabras a partir de letras cuyos valores numéricos suman 666. La clave de esta noche es el nombre de la bestia, porque es ella quien invita.
—¿El nombre de la bestia según quién? —inquirí, sorprendida—. ¡No sabía que la bestia tuviese un nombre!
—Según san Irenaeus —dijo, suspirando—. Descuida, es muy improbable que baste con yuxtaponer letras que sumen 666 para elucidar un misterio revelado por dios.
Una pequeña ventana se abrió en la puerta y un hombre de rostro rechoncho y cejas espesas se asomó por ella.
—¿Quién ofrece el baile? —pregunto.
—Lateínos —respondió Árpad.
¡Así que se suponía que ese era el nombre de la bestia! Los iniciados, por supuesto, no habían perdido ocasión de implementarlo.
—¿Quién visita? —inquirió el hombre.
—Egyed y esposa.
El hombre cerró la ventanita de madera y abro la puerta. Entonces vi que llevaba puestos corbatín y delantal blanco. Era un sujeto de cabello negro y anteojos sobre cuya panza prominente descansaba una gruesa cadena de plata que caía desde los hombros. Al acercarme un poco, note que apestaba.
Al principio creí que se trataba de un camarero, pero luego recordé que el delantal era una prenda propia de la secta y, tras aguzar la vista, observe que tenía un bordado del ojo providencial en la parte superior de la prenda.
—Bienvenido, conde Egyed —dijo el hombre, saludando a Árpad con un efusivo apretón de manos durante el cual presiono con su dedo pulgar el espacio entre los nudillos de los dedos índice y corazón de Árpad, mientras el ultimo hacia igual con él.
El iniciado estaba tan exaltado que no pudo menos que concluir que pensaba que Árpad era un insigne miembro de la secta.
—Es un honor recibirlo en la Mole esta noche. Mi nombre es Demasi —concluyó.
—El placer es mío, señor Demasi. Ella es mi esposa Minka —respondió Árpad.
—Pase, señora condesa —me dijo el hombre, guiándome al interior de la Mole con un ademán.
El recinto, que era casi tan amplio como una estación de tren, estaba completamente vacío, sin más luz que la de una pequeña vela en un candelabro de plata.
—Podrá reunirse con las otras demás en el salón —agregó, señalando una puerta al fondo, adyacente al muro derecho.
Mire a Árpad con los ojos como platos, esperando que el hombre no notase mi angustia.
—Ve, querida —dijo Árpad—, debo proceder con los caballeros y tras una breve reunión estaré contigo.
Asentí con nerviosismo y avance en direcciona la puerta señalada.
No bien había dado diez pasos sentí que el señor Demasi me seguía con la mirada, así que me detuve. Me di la vuelta lentamente y comprobé que no se había movido de la entrada. Árpad, aun sus espaldas, me dio a entender por señas que lo obedeciera. Le dirijo una sonrisa hipócrita al señor Demasi y proseguí hasta llegar a la puerta.
Antes de llamar, me vire de nuevo para despedirme de Árpad.
El hombre aun no le había permitido entrar a la mole, cosa que me inquietaba. Aun así, debía confiar en que Árpad sabía lo que hacía.
Di dos golpecitos en la puerta y, segundos después, esta se abrió.
Una mujer rolliza y de cabello rojo se paró en el marco de la puerta y pregunto.
—¿Señora de quién?
—Egyed —dije, rezando para que mi pronunciación de mi nombre húngaro de impostora fuese satisfactoria.
—¡Ah, señora condesa! —replicó, retirándose del marco e invitándome a pasar a una estancia un poco más iluminada y llena de mujeres engalanadas que se quedaron mirándome de hito en hito—. ¡Disculpe, no habíamos recibido una confirmación de asistencia por parte de su marido!
La mujer estaba decididamente nerviosa y no pude menos que pensar que afianzar los lazos de amistad con el conde Egyed debía ser muy importante para la secta.
—Descuide —dije, mostrándome altiva para ser más convincente—. ¿Usted es…?
—La señora Demasi, para servirla —respondió con una amplia sonrisa llena de dientes diminutos.
—Se lo agradezco —dije—. Ahora explíqueme, señora Demasi, ya que mi marido se empeña en hablarme tan poco de la sec… —me detuve para corregirme a tiempo—. De la ilustre fraternidad a la pertenece ¿Qué clase de baile es este en el que no hay música y debemos permanecer apartadas de nuestros maridos?
—No entiendo a lo que se refiere, condesa Egyed —pestañeó, sin dejar de sonreír—. ¿Es acaso su primer baile en una logia?
—Así es —dije, elevando el mentón y tragando en seco—. Soy recién casada y apenas empiezo a comprender algunos de los asuntos de mi marido.
—Es mejor así —dijo otra de las mujeres, acercándose a nosotras y agarrándome por el brazo—. Acepte mi consejo y absténgase de hacerle muchas preguntas. A los hombres no les agrada que sus esposas se inmiscuyan en lo que no les concierne.
—¿Quiere decir que ustedes no conocen los secretos de sus maridos? —pregunte, mirando alrededor.
La mujer, de hermoso cabello gris y regia postura, rio:
—Por favor, carissima, si los conociéramos dejarían de ser secretos, ¿o no?
A lo que las demás replicaron al unísono:
—Un iniciado jamás cuenta sus secretos.
Sentí nauseas ante la mención de la consabida frase que sin duda había ideado Halstead, pero creí detectar tonos sutilmente irónicos en las voces de las mujeres, así que las observe con detenimiento: a la luz de las velas no parecían ser vampiras, por lo que supuse que ninguno de sus esposos debía serlo tampoco.
Ese sería un secreto muy difícil de conciliar en el marco de una vida familiar. Por otra parte, tal vez ese fuera precisamente el motivo por el que les impedían acercarse a las logias con demasiada frecuencia, así que procedí con cautela.
—¿Ninguna de ustedes ha sido iniciada? —pregunté.
Ellas rieron, enternecidas con mi aparente inocencia.
—Esta es una fraternidad —dijo la señora Demasi—, lo que significa que es exclusivamente masculina. Si quisiéramos, podríamos unirnos a una de las logias de mujeres, peo ninguna de nosotras ha sentido la necesidad de hacerlo. ¿Para qué? Ya nos reunimos para jugar canasta.
Estaba cloro que las señoras solo veían el aspecto social de la secta, cosa que me tranquilizo. Sin embargo, sabía que no debía bajar la guardia. El señor Demasi me producía desconfianza y su mujer también.
—¿Entonces no vamos a bailar?
—Por supuesto que sí —dio la mujer de cabello gris—. En cuanto los hombres lo juzguen conveniente nos invitaran a pasar al salón y después comenzara la celebración.
—Ah, qué alegría —dije, ansiosa por salir de allí—. ¿Qué se celebra?
—Esta noche mi marido será ascendido al grado 33, que es el más elevado —dijo una de las presentes, una mujer de ojos marrones y cabello rubio cenizo que aparentaba tener alrededor de sesenta años de edad.
—Felicidades —contesté, temblando. Imagine que, muy pronto, su esposo estaría durmiéndose en un cajón repleto de tierra de camposanto sin que hubiese un funeral de por medio—. ¿Todos los hombres estarán presentes en la ceremonia?
—Solo los que han recibido el mismo honor —dijo ella—. ¿En qué grado está el conde?
—¿Qué conde? —pregunte, curiosa.
—Su marido, condesa Egyed —apuntó ella, arqueando las cejas.
—¡Qué tonta soy, por supuesto! —dije con una risita—. Lo ignoro, pero no creo que haya llegado tan lejos como el suyo. Mi esposo es aún demasiado joven y no sería digno de tal honor. Ni siquiera tiene delantal.
La señora Demasi rio:
—El grado no depende de la edad, querida —dijo—, sino de su buena disposición. Mi marido ya obtuvo el sumo grado.
Di un paso lejos de ella por instinto. ¡Rayos! ¡Debía haber sabido que era una sanguijuela de los infiernos! Me alegro sobremanera llevar mi crucifijo, pero me estremecí ante la posibilidad de que me hubiese reconocido como una de las víctimas de Halstead.
Por lo demás, la señora Demasi se había perfumado tanto que no alcanzaba a discernir su verdadero aroma para confirmar o descartar mis sospechas: ya sabía que la mayor parte de los vampiros iniciados eran asesinados por el venerable maestro durante su transformación y, por ende, eran cadáveres.
Si a esta la había convertido su esposo, lo más probable era que la hubiese desangrado en el primer ataque. Deseé tener el inigualable olfato de Martina Székely, pero ella había sido favorecida con un don que ni siquiera Adrien Almos poseía.
—Debe estar orgullosa de su marido, señora Demasi —dije, sudando frio—. Supongo que no muchos alcanzan una condecoración tan loable.
—Cierto —dijo ella—. Además, el venerable maestro Halstead oficia las ceremonias de sumo grado en Turín por ser uno de los fundadores de la Mole, o Logia Subalpina.
—¡No me diga! —exclame, con una sonrisa tonta.
—¿Lo conoce? —pregunto la señora Demasi acercándose a mí.
—No —mentí, sintiendo que me cubría de transpiración—, pero su reputación lo precede, es celebre en los salones de París. Quiero decir, de Budapest. Supongo que será lo mismo en Francia.
—Sin duda —dijo la mujer de cabello rubio—. Al igual que su marido, lord Halstead es uno de los hombres más prominentes de la sociedad europea. Debe disculparnos por nuestra falta de cortesía, condesa. No nos hemos presentado todas.
Pensé que tampoco me habían ofrecido una silla o algo de beber, pero las costumbres de la secta eran muy extrañas. Las mujeres de acercaron una a una y me saludaron, no sin cierto recelo y envidia, aunque en su mayoría eran guapas. Advertí con horror que algunas de ellas despedían el olor nefasto que había percibido en el taller de Abélard durante mi última visita, por lo cual deduje que sus maridos debían haber obtenido ya el sumo grado.
Había, pues, muchos vampiros en ese edificio y por lo tanto debía cuidar mis espaldas. ¿Qué estaría haciendo Árpad mientras Halstead convertía a un nuevo esclavo en vampiro? Los de aquellas mujeres evidenciaban que, aun sin conocerme, me odiaban. Son los frutos de Turín, pensé. Debía haber un centenar de señoras en ese salón sin ventanas y el aire se ponía más denso a medida que el tiempo pasaba.
No había muebles ni comida, y todas se contentaban en hablar en voz baja. Pensé en mi madre y me alegre imaginándola en una situación similar en nuestra ciudad: no tenía dudas de que su primera visita a una logia sería la última; un temperamento jovial como el suyo no podría soportar un suplicio semejante dos veces.
Cuando estaba por pensar que la noche no podía ponerse más tediosa, escuche que una mujer le decía otra:
—Se rumorea que el venerable maestro Halstead es en realidad el mítico conde de Saint-Germain, el alquimista inmortal.
—Lo creería si no fuera porque en cierta ocasión vi un retrato de Saint-Germain y no era muy agraciado —repuso su amiga—. Lord Halstead es, en cambio, muy apuesto. Además, el conde de Saint-Germain está muerto.
—No seas necia: Pitágoras, Nostradamus, Saint-Germain, Christian Rosenkreutz, Albert Pike y Halstead con la misma persona.
—¿Albert Pike? —dijo la más joven de las dos, que era robusta y morena—. ¿Perdiste la razón? ¡El buen maestro ya envejeció!
—¿Acaso lo has visto con tus propios ojos? —preguntó la otra, que estaba demasiado delgada y parecía enferma.
—No, pero he visto su retrato.
—Insisto, Yolanda: el señor Halstead en tan poderoso que puede cambiar de forma a su antojo.
—Como sea, es una leyenda viviente. Por cierto, no puedo esperar a conocer al conde Egyed.
—Quizá el conde Egyed y Hywel Halstead sean la misma persona.
—Eso lo sabremos pronto, Marietta querida, pues si la esposa de Egyed está aquí, él también lo está, y lord Halstead presidirá la celebración.
Me aclare la garganta sin quererlo y ellas se volvieron hacia mí.
—¡Ah, querida condesa, justamente! —dijo la que se llamaba Marietta, izando las cejas—. Excúsenos, no sabía que nos escuchaba.
—Su conversación no es de mi incumbencia, señoras —dije—, pero puedo asegurarles que mi marido y el señor Halstead son personas diferentes.
—Claro que si —dijo la otra mujer con todo incrédulo.
—¿Qué le hace pensar lo contrario? —inquirí, curiosa.
—Quizá usted no entienda aún por ser recién casada, pero se sabe que el fundador de la fraternidad ha tenido múltiples encarnaciones y que asume, además varia identidades —contesto de nuevo Yolanda.
—No me diga —respondí, sin que la obvia herejía me sorprendiese—. ¿Y con qué fin me ocultaría mi propio marido un don tan especial como el de poder encarnar, como el mismísimo Dios, por voluntad propia?
—Basta con verla para saber que no podría hacerla depositaria de su entera confianza —replico Marietta con aire desdeñoso.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? —inquirí, sintiendo que el odio de ambas mujeres me calaba los huesos.
—Por ese adefesio que lleva colgado del cuello, cara —dijo—. Es evidente que no se ha desprendido de los principios monárquicos y eclesiásticos del imperio austrohúngaro.
—Es un impedimento para que cualquier cofrade se fie de su mujer y mucho más para que le confiese tener una misión de tanta importancia —agrego la que se llamaba Yolanda.
—Mi esposo es fiel al imperio y a Roma —replique, incitándolas a hablar más.
Ellas rieron al unisonó.
—En ese caso, señora condesa, su marido no debe haber llegado ni al tercer grado —respondió Marietta.
—¡Señoras! —las reprendió la mujer de Demasi, aproximándose a nosotras. Lucía colérica—. Esta estrictamente prohibido que avergüencen a la esposas de los miembros nuevos ¿Acaso desconocen los títulos del señor Egyed?
—Por lo mucho que se ha hablado de él, pensábamos que el conde Egyed ya debía tener los mismos títulos del maestro —protesto Yolanda—. Además, señora Demasi usted sabe también como nosotras que en la fraternidad la única jerarquía que se reconoce es la de los grados que se obtienes dentro de la misma.
—No piense, señora condesa, que la fraternidad promueve ideas revolucionarias —dijo la señora Demasi, dirigiéndome una sonrisa embustera—. Por culpa de los cotorreos de mujeres como estas, la organización filantrópica a la que pertenecen nuestros maridos ha adquirido la falsa reputación de ser instigadora de golpes de Estado y promotora del ateísmo. La fraternidad acepta a cualquier hombre sin importar su credo, y nosotras estamos aquí para acogerla a usted.
—¿Qué hay de mi crucifijo? —replique—. Estas señoras creían que mi marido y el venerable maestro Halstead podían ser la misma persona pero que, por mi fe, no se dignaría revelármelo.
—Tonterías, condesa Egyed —dijo la señora Demasi—. Créame a mí, que soy la esposa de un venerable maestro: si la fraternidad exige de sus miembros libertad de pensamiento es solo para impartirles arcanos que va más allá de las limitaciones de ciertos dogmas podrían imponerles. Por lo mismo, algunos cofrades piensan que el crucifijo es símbolo de una sociedad sujeta a una ideología de esclavitud y sacrificio.
—¿La religión es el opio del pueblo? —pregunté, mirándola por debajo de las cejas.
—No puede negar que, en cierto modo, lo es —dijo ella.
—No creo que seguir ciertos parámetros morales pueda ser llamado esclavitud, a menos que usted considere que no matar sea demasiado pedir —dije, observando sus dentecillos.
—Me malentiende, querida. No se trata de descartar un artilugio religioso cuya importancia depende exclusivamente del portador, sino de abrirse a la idea de incorporar símbolos espirituales que amplíen su comprensión de la divinidad. La fraternidad no busca infringir la ley sino iluminar a sus miembros y a la humanidad.
Aun así, lo cierto es que ninguna de nosotras conoce sus grandes misterios, pero eso no es excusa para que nos entretengamos con especulaciones como la de lord Halstead haya tenido otras identidades y menos aun que las tenga hoy en día. En pocos minutos estas señoras podrán ver cuán equivocadas están.
Y sus maridos serán castigados por haber abierto la boca, pensé.
Recordé lo que había conversado con Adrien Almos y Martina Székely acerca de la condesa Báthory y como la misma había asumido distintas identidades desde su transformación en vampyr. Lo que había leído en el diario del profesor De la Roche indicaba que la condesa y sus aliados habían sido enemigos de Halstead pero, según Adrien y Martina, Báthory y los suyos también reclutaban adeptos para iniciarlos.
¿Pertenecerían a la misma secta o tendría la suya propia?
—Perdónenos, condesa Egyed —me dijo Yolanda, aunque era obvio que no lo sentía—. Vera con el paso del tiempo que nuestras intenciones son siempre las mejores.
—Descuide —le dije—. Después de todo, me crie en una ciudad pequeña y no sé nada de la vida.
Sonaron seis golpes en la puerta y la señora Demasi anuncio:
—¡Es hora! Ya podemos salir.
Las mujeres formaron una fila y yo las imite, ocupando el último lugar. Aunque estaba ansiosa por vera a Árpad, temía el inevitable encuentro con Halstead. La señora Demasi abrió la puerta y salió antes que las demás. Deduje que los hombres habían encendido varias lámparas y candelabros en el salón vacío por donde había accedido a la Mole, pues los trajes u los cabellos de las señoras que salían una a una se iluminaban en el umbral.
Cuando al fin fue mi turno de salir, observe que los hombres están formados unos tras otros en cuatro hileras. La mayoría tenía delantal, cinto cruzado sobre la chaqueta y medallas que asemejaban condecoraciones militares. Además, varios sostenían delgados espadines cuyas puntas afiladas reposaban contra el suelo. Halstead estaba en el medio de la primera hilera con guantes blancos, ancho y largo collar de plata, delantal brocado de oro y espadín.
Sentí tanto miedo que quise persignarme pero mis ojos se encontraron con los e Árpad, quien estaba en el fondo, en la última hilera.
Me dirigió una sonrisa sutil que me tranquilizo, y supe que Halstead no me reconocería. Exhale, aliviada, y me agrupe con el resto de las mujeres.
—Señoras —dijo Halstead en voz alta—, es un placer para mí anunciar que el señor Bruni es ahora gran maestro de esta logia.
El hombre que estaba ahora a su izquierda dio un paso al frente y, tras elevar la barbilla, cerró firmemente las piernas, golpeando sus talones.
Las mujeres aplaudieron y los hombres golpearon el piso con las puntas de los espadines por espacio de varios minutos sin que nadie hablase.
Que partida de lunáticos, pensé, menando la cabeza.
—Una nueva luz surgió en Turín —prosiguió Halstead cuando el rumor ceso—. Demos, pues, inicio la celebración pertinente.
Algunos hombres avanzaron hacia una larga mesa donde reposaban varios instrumentos musicales y otros descubrieron un bonito piano.
Los primeros tomaron un acordeón, una gaita y un violín, y Halstead se encamino al piano. En cuanto se sentó y toco los primeros acordes, reconocí una pieza corta de Vivianne y una sensación de ira febril me invadió. Entonces la señora Demasi susurró:
—¡Es el himno que el venerable maestro Halstead compuso recientemente para las iniciaciones en la Mole!
De inmediato, todos los hombres excepto Árpad entonaron una letra ridícula que, enmarcada en la melodía, parecía contradecirla:
Oh, ángel de luz que brillas sobre el mundo,
Cierra los nudos de la unión fraterna,
Llévanos gloriosos a la logia eterna.
Oh, genio alado que coronas la Mole,
Condena al tirano a la guillotina
Por medio de la sacra geometría.
El Ser Supremo reinará,
El gorro de Mitras se elevará.
Fraternidad, Fraternidad,
Juramos morir antes de contar.
Parecía un coro infantil. Justo cuando me preguntaba si pensaban tomarse de las manos e interpretar bajo el puente de Aviñón, rompieron filas y hombres y mujeres procedieron a saludarse con cordialidad mientras los músicos, excepto Halstead, cambiaron a una melodía lúgubre en tono menor en la cual predominada en acordeón. El nuevo gran maestro recibo las felicitaciones personales de hombres y mujeres y Halstead fue rodeado por un grupo de señoras antes de levantarse del piano.
Árpad vino a mí directamente y me dijo:
—Todo está saliendo a pedir de boca, Em. Siento no haber podido entrar contigo, Demasi esperaba que susurrase otra clave en su oído.
Al menos no tuve que pasar sobre un ataúd imaginario y recitar un conjuro peor. Se supone que fui iniciado pero que aún no he alcanzado en tercer nivel.
—¿Qué demonios…? ¿Qué tipo de conjuros?
—Uno que ata a los cofrades al sacrificio personal que ofrecen para recibir el delantal —dijo. Los iniciados deben confirmar que son putrefacción cada vez que entran a una logia.
—¿Y el ataúd imaginario? —inquirí—. No me digas que pase a través de él.
—Claro que no —dijo—, tú no has jurado nada. Aunque los neófitos ignoren el verdadero sentido del rito, la tercera iniciación consiste en meterse dentro de un ataúd vacío e imaginar que su carne se descompuso para resurgir como hombres nuevos.
—Ah, como vampiros —concluí.
—Si tienen el infortunio de demostrar que son lo suficientemente estúpidos como para convertirse en esclavos incondicionales de sus superiores.
—Hace media hora la señora Demasi me aleccionaba al respecto de la esclavitud y sacrificio que se supone llevar un crucifijo. Por cierto, ¿por qué están interesados en el conde Egyed? —pregunte—. ¿Existe, acaso, en realidad?
—Sí, aunque está muy lejos de aquí en Budapest. Es tan rico e influyente que desean retenerlo en la secta a toda costa.
—Pues las señoras no han sido muy amables con su esposa, es decir, conmigo. Espero no haberles puesto sobre aviso al declarar que el conde es leal al rey de Hungría y al emperador de Austria. Dije, además, que apoya el Sumo Pontífice.
—Eso es exactamente lo que esperan. Hiciste como una santa.
Domán quiere que Egyed los asista en una gran insurrección que disuelva el imperio y no le sería útil si no tuviese óptimas relaciones con la monarquía.
—¡Me alegra no haber dicho alguna estupidez! ¿Ya hablaste con el esta noche? —pregunte.
—Solo un breve instante. Dijo que mi rostro le era familiar —afirmo, apretando los nudillos—. Sé que temes que nos reconozca, pero no será así. Ahora debemos utilizar el beso de la muerte a nuestro favor.
—¿Cómo? —pregunté, tragando en seco.
—El venerable maestro Halstead querrá bailar con la condesa Egyed para asegurar su vínculo con la fraternidad. Él no sabe que se trata de ti, Emilia, pero sigue siendo muy susceptible a tu encanto. Debes pedirle que te dé la llave del campanario de la iglesia de san Juan.
—¿Así, nada más?
—Sí. Todos los cofrades saben que él la lleva siempre consigo. Dale inicios de que lo encuentras atrayente y dile que si quiere verte a solas lo esperaras en el torreón a las tres de la mañana. No dirá que no: el olor de tu sangre es tal vez lo único a lo que no se puede resistir. Pensara que al fin se curó.
—Pero Árpad, los demás verán que me hace entrega de un objeto de carácter personal —dije, aterrorizada.
—Haré que todos lo olviden. Por lo tanto, cuanto más pronto te la de y salgamos de aquí, mejor. El tendrá que permanecer en la Mole hasta el final del baile y solo entonces podrá ir en busca de la condesa Egyed. Para cuando acuda a la cita ya habremos sacado mi cuerpo del campanario.
—Explícame solo una cosa: ¿Qué hace un vampiro con la llave de un campanario? ¿Por qué puso tu nombre precisamente allí?
—El santo sudario de Cristo está guardado desde 1578 en la catedral de Turín, también llamada iglesia de san Juan, lo que le resta poder al demonio que oprime la ciudad. Para contrarrestar la sagrada influencia del sudario sobre los habitantes y visitantes de Turín, la secta se ofreció a restaurar el campanario usando el nombre de un falso mecenas benevolente. Allí se han realizado los más horrendos sacrificios, tanto así que el mismo Lucifer se pasea por la torre en las noches.
—Creí que los campanarios de las iglesias eran lugares bendecidos —dije, espantada.
—No si un sacerdote cristiano apostata a favor del culto a Satanás realizando una misa negra en el lugar. El campanario ha sido desde entonces hogar de permanente sacrilegios.
—¿Allí está tu cuerpo? —pregunte, temblando y con lágrimas en los ojos—. Con lo que me has dicho, no sé si tenga valor de entrar.
—Vamos, Em, solo baila con Domán —dijo, con ojos suplicantes—. Mi cuerpo y alma están a la merced del demonio.
—Claro que bailare con él y obtendré la llave —dije, reafirmándome en mi posición aun si sentí que el corazón se me helaba—. Perdóname por dudar.
—Gracias —dijo, y note que había palidecido—. Vamos a hablar con Halstead. Yo felicitaré la conversación.
Me tomo del brazo y atravesamos el salón hasta llegar a él, que estaba entretenido con los señores Bruni y Demasi.
—Venerable maestro Halstead —dijo Árpad—. Mi esposa se muere por conocerlo. Le conté acerca de la caritativa labor que la fraternidad realizo en el campanario de la catedral de Turín gracias a su oportuna intervención como mecenas. Ella, quien quiso acompañarme a la ciudad para visitar la sede del santo sudario a modo de peregrinación, desea agradecérselo personalmente.
Halstead me recorrió con la mirada de pies a cabeza y una sonrisa torva se curvo en sus labios al tanto que las aletas de su nariz se dilataban.
—¡Vaya, conde Egyed! —dijo, mirándome a mí en vez de a Árpad—. Si me hubiesen hablado de la belleza de si esposa no habría esperado a conocerlo en Turín sino que habría ido hasta Hungría a visitarlo.
Halstead tomo mi mano sin que yo se la ofreciese y, mientras inhalaba, beso el guante largamente, tanto que temí que fuera a morderme.
—Lo que ha hecho por el campanario es maravilloso, señor Halstead —dije, recuperando mi mano temblorosa—. ¿Le importaría contarme los detalles mientras baila una pieza conmigo?
—Si no lo hubiese sugerido usted misma, temo que tendría que arrebatarla del brazo de su esposo —replico él—. Si el conde lo consiente, por supuesto.
—Honor que me hace —respondió Árpad, cuyas pupilas se habían contraído—. Además, estoy seguro que usted preferiría morir a romper el noveno mandamiento —agregó con una amplia sonrisa.
—¿Desear la mujer del prójimo? —rio Halstead—. Sería incapaz, conde Egyed. En general, las mujeres del prójimo es la que se empeña en seducirme a mí.
Bruni y Demasi rieron y Árpad entrecerró los ojos, sonriendo.
—Que gracioso, señor Halstead —dijo—. Escuche que lleva siempre consigo la llave del campanario porque le recuerda sus deberes para con Dios. ¿Es cierto?
—Yo prefiero llamarlo Ser Supremo, conde Egyed, y le sugiero que haga igual cuando pise el suelo sacro de una logia. Hay demasiados dioses y el nombre del dios verdadero nadie lo conoce. Por otra parte, mi pasión por la arquitectura me llevo a patrocinar la restauración del campanario: el único culto que sigo es el de la razón. La llave la traigo conmigo solo cuando vengo a Turín, como elemento conmemorativo. ¿Bailamos, condesa?
—Encantada —dije, aceptando con repulsión la mano que me ofrecía.
Halstead me arrastró hacia el centro del edificio, sobre el cual erguía la estatua de Moloch. Los miembros ejecutaban una canción aun más fea que la anterior y pensé que sería imposible acoplarme al ritmo.
—Si no llevara este adorno colgado del cuello podría acercarme más a usted —dijo, Halstead iniciando el baile—. ¿Qué pasa con las señoras de hoy? ¿No tienen otras joyas?
—¿Tampoco le agrada la insignia de Jesucristo? —pregunte, arqueando una sea.
—¡Calle! —exclamo, furioso—. Jamás deba mencionar ese nombre en una logia.
—¿Ah, no? —pregunté, extrañada ante su franca confesión—. ¿Por qué?
—Va en contra del principio de tolerancia de la fraternidad, estimada condesa —dijo, suavizando el tono—. Nosotros nos acercamos a la logia en ignorancia y oscuridad, mientras que los cristianos creen que ya esta iluminados. Ese, señora mía, es un error de suma arrogancia que intentamos corregir en el seno de nuestra fraternidad.
Todo cofrade debe creer en una deidad, pero no necesariamente en el nombre que usted acaba de mencionar. Las creencias de los miembros son respetadas siempre y cuando no sean observadas con escrupuloso relativismo y, puesto que hemos hallado en el Ser Supremo una forma universal para referirnos a la divinidad, no consentimos en la mención de ese profeta en especial.
—¡Profeta! —tosí, comprendiendo con cuanto esmero había tejido Halstead las doctrinas de la secta—. ¿Qué hay de Buda, Krishna, Mohama, Apolo o Salomón? ¿A ellos si ser los puede mencionar en la logia?
—Sí. De ellos puede hablar en tranquilidad —replico, sonriendo.
—¿De veras? ¿Por qué? —pregunte, observando su cien palpitante.
—Porque sí —sentenció.
—¡Oh, señor Halstead, de repente siento la necesidad de verlo a solas! —dije, fantaseando con enterrar una estaca en su corazón—. Su retórica es fascinante. Por favor, déjeme ver la llave del campanario que restauro solo por amor al arte y sin prejuicio de la religión.
Sus ojos de azurita relampaguearon con la luz del triunfo. Introdujo una mano enguantada en el bolsillo del delantal y extrajo la llave, que pendía de una cinta purpura.
—Lo veré en el torreón a las tres de la mañana —dije, arrebatando la llave de sus dedos y metiéndola en mi escote—. No tendré otra oportunidad de romper el sexto mandamiento. Mi sangre arde por usted.
—¡Cuan bello es el adulterio! —murmuró, acercándose a mí—. Júreme que se deshará de ese objeto supersticioso —dijo, señalando mi crucifijo—. Sin él, podre beberla toda.
—¡Ah, qué imagen poética! Es un rapsoda del deseo, señor Halstead. Mi pecho estar desnudo —mentí—. Nada podrá interponerse entre sus labios y mi cuerpo.
—Me alegra que su ímpetu sea más fuerte que sus cadenas —dijo. Clavando sus ojos en los míos y respirando con agitación. Su hambre era tan intensa que cualquiera la habría confundido con lujuria.
—Que puedo decir, fui tentada con un fruto de dulce apariencia —mentí, aterrada—. Ahora debo marcharme si quiero deshacerme de mi marido a tiempo.
—Una mujer nunca es tan encantadora como cuando está dispuesta a deshacerse de su esposo —dijo, quizá recordando a Boróka.
—Lo dejare durmiendo y escapare. Hasta más tarde, señor Halstead —dije, liberándome de su brazo.
—No suba sin mí al torreón, condesa. Algo malo podría pasarle si se aventura por los pasadizos del campanario en la oscuridad. Mejor devuélvame la llave —dijo.
—Solo la tome como prenda suya, señor Halstead, para asegurarme de que acudirá a la cita —respondí, temiendo que me la quitase por la fuerza—. Tuve que mentirle a mi marido: no me deslumbra lo que hizo por el campanario, lord Halstead… ¡Ay de mí, solo vine a Turín con la esperanza de conocerlo!, no hay mujer que no hable de su apostura y debo confesar que no estoy decepcionada. Lo único cierto es que no ha podido quitarle los ojos de encima desde que lo vi presentando al señor Bruni con sus blasones y su delantal.
—En tal caso, señora mía, conserve la llave y espéreme fuera del campanario a las tres.
—Así lo haré —dije, y me di media vuelta.
Camine hacia Árpad sin mirar hacia atrás, temerosa de que Halstead nos descubriese de repente.
—Lo escuche todo. Eres increíble —susurro Árpad en mi oído—. Salgamos de aquí.
Avanzamos hacia la puerta y Árpad la abrió. Como cuando paseábamos por el jardín de la signora Maggiora, nadie se percató de nuestros movimientos al salir de la mole. En cuanto cerramos la puerta y el aire helado nos recibió, Árpad me tomo de la mano y dijo:
—¡Necesitamos encontrar un coche de inmediato! ¡Corre, Emilia!
Estaba tan nerviosa que empecé a correr a su ritmo sin siquiera recordar que llevaba puestas zapatillas, y cabe decir que Árpad era veloz.
—Por Dios, ¿qué hora es? —pregunte—. ¡Estuvimos horas ahí dentro!
—Es la una y media —dijo, sin detenerse—. Tenemos poco tiempo.
Las calles estaban vacías y no había coches en la avenida. Dos cuadras depuse, tuve que detenerme: estaba sin aliento.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunte, al borde de las lágrimas.
—Cielos, no es posible que sea tan tonto —dijo, inclinándose frente a mí y rodeando mis rodillas con sus brazos. Antes de que pudiera entender lo que hacía, me elevo del suelo. Deje escapar un grito cuando me echo encima de su hombro y, sujetándome por las piernas, se echó a correr por un callejón oscuro mientras yo miraba el pavimento cabeza abajo.
—¡Dios mío! —protesté, mientras él avanzaba a pasos agigantados—. ¡Bájame!
—Ni lo digas —jadeo, sin perder impulso—. ¡Tu misma pensaste hace unas horas que querías ser raptada! ¡Estoy haciendo tus sueños realidad!
Me queje por entre los dientes, pero sabía que era necesario. Cuando ya no podía tolerar más vértigo, me devolvió al suelo. En ese momento un coche de alquiler paso en frente de nosotros y Árpad lo detuvo con un grito. Lo alcanzamos a zancadas y saltamos dentro sin perder un segundo.
—¡A la catedral! ¡De prisa! ¡Le pagare el doble! —pidió Árpad, cerrando la portezuela.
—Dime que entraras conmigo al torreón —pedí, medio asfixiada, mientras el cochero espoleaba los caballos.
—No puedo —dijo, apretando mi mano—. El conjuro no me deja acercarme. Te necesito hasta el final, Emilia, y también a cada paso. Cuando deshagas la maldición podre entrar y cargar mi propio cuerpo. Antes no.
—¡Lucifer está ahí dentro! —lloré—. ¡Es demasiado para hacerlo sola!
—¡Lucifer está en todas partes! Esta sobre nosotros, junto a nosotros y tras cada ser humano desde que cayó. Esta noche tendremos nuestra única y última oportunidad, Em. Te suplico que te armes de valor. Pronto llegaremos.
—Dime lo que debo hacer —dije, enjugándome las lágrimas y luchando para que otras nuevas dejaran de brotar.
—Primero, abrirás y llevaras contigo la llave. Debes cerrar de nuevo desde adentro, en caso de que Domán llegue antes de tiempo o te tardes más de lo previsto, para que él no pueda entrar. Al pie de la escalera hay una lámpara de gas que el campanero usa para alumbrarse, lo sé porque lo he seguido mil veces hasta la entrada.
—Espera, ¿no podías robar la llave del campanero en vez de hacerme tomar la copia de Domán? —exclamé, agitara.
—No. Ahora tenemos la llave maestra. La del campanero abre la puerta de la entrada no la del cuartucho donde está escondido mi cuerpo.
—Bien —asentí espasmódicamente. Casi no podía respirar—. ¿Después qué?
—Encenderás la lámpara y subirás los peldaños que conducen al segundo nivel. Mientras subes, deberás esparcir esto sable el suelo —dijo, entregándome un saquito de seda que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Qué es? —pregunte.
—Sal exorcizada —dijo—. Que sea poco, solo una pizca a la vez. Es necesario que dure.
—Ay, Dios mío —dije, temblando.
—Al llegar al segundo nivel, dirás en voz alta: vengo a buscar el cuerpo del rey. No te detendrás, sino que seguirás hasta el tercer nivel, espolvoreando más sal exorcizada a tu paso. Allí está mi cuerpo tras una vieja puerta de madera. Antes de entrar, declararas: vengo a encontrar el cuerpo del rey. Abrirás la puerta y, antes de dar un paso adentro, dirás: el rey ha muerto y harás la forma de la cruz en el suelo.
—Árpad, creo que voy a tener un ataque al corazón —dije, con la respiración entrecortada.
Él puso su mano sobre mi pecho y cerró los ojos. Segundos después, sentí que mi corazón se aquietaba un poco, al menos lo suficiente para ni morir.
—¿Mejor? —pregunto.
—Si —dije, inhalando profundamente y forzándome a exhalar con lentitud.
—Hallaras mi cuerpo frente a ti. Esta puesto dentro de una pirámide de cristal. Rómpela. Hazla pedazos.
—¿Una pirámide de cristal? ¿Para qué?
—Es una urna egipcia para retener mis vivencias dolorosas y mis pecados. Domán se nutre de ellos.
Pensé rápidamente en lo que emplearía para destrozar el cristal.
—Hay una lanza en una de la esquinas de la habitación. Eso bastaría —dijo Árpad—. Al tomar impulso para golpear la pirámide con la punta de hierro, grita con todas tus fuerzas: muerte al dragón. Inmediatamente después, espolvorea sal sobre mi cuerpo en forma de cruz, diciendo: Dios libere al rey, y derrama esto en el centro de la cruz, en medio de mi pecho —agrego, haciéndome entrega de un frasquito—. Allí está enterrada aún la daga con la que Domán me mato.
—¿Y esto es? —pegunte, tomando el frasco de su mano.
—Aceite bendito. No, no se lo robe a los monjes —aclaro, leyendo mi pensamiento—. Me lo dio un sacerdote. Cuando hayas derramado en aceite sobre mi cuerpo podre entrar al campanario. Asómate a la ventana y lanza la llave para que yo la atrape. Emilia —agregó, mirando por la ventana—, hemos llegado.
El coche se detuvo y Árpad descendió. Yo tenía el saquito de la sal en una mano y en la otra el aceite, así que Árpad me ayudo a bajar. Mis rodillas temblaban y no podía sentir mis propios dedos a causa del miedo. Mientras Árpad pagaba al cochero, observe el campanario: tenía cuatro niveles. Sobre estos, había un nivel adicional donde las campanas eran visibles a través de grandes arcos y, sobre aquel, un pequeño tejado que podía ser otro nivel, pero me era imposible determinar si tenía piso. Pensé que si el mismo Halstead temía que entrara sola aun si era por un interés alimenticio puramente egoísta, corría verdadero peligro de muerte.
—Estaré en la catedral mientras entras al campanario —dijo Árpad, abrazándome—. Así estaré en contacto contigo, viéndolo todo. Sin importar lo que percibas o sientas, no te dejes amedrantar. Sigue adelante.
Me acompaño al pie del campanario, que estaba frente a la blanca catedral de san Juan, al lado izquierdo de la fachada. La torre era de viejo ladrillo oscuro. En cuanto estuvimos lo bastante cerca se me pusieron los pelos de puntas. En esta ocasión no era solo miedo lo que sentía sino una reacción física a la presencia palpable del mal: el vacío en el estómago y los escalofríos involuntarios no podrían habérmelos quitado ni Árpad ni un sacerdote. Sentí al acercarme al muro que entraba en contacto directo con algo en esencia maligno y rece con todo mi corazón para que se tratara del recuerdo residual de un acto siniestro cometido allí y no de Lucifer personificado, porque la idea era demasiado pavorosa para continuar.
—Son las dos de la mañana, Em —dijo Árpad, estrujándome—. Es hora de abrir el portón.
Puse la sal y el aceite junto al muro y tome la llave maestra.
La puerta rechino en la noche callada, poniéndome la carne de gallina. Árpad me extendió unos cerrillos y encendí la lámpara que estaba al pie de la escalera. Recogí el saquito y el frasco y me volví hacia Árpad.
—Hazlo —dijo Árpad, quien estaba temblando tanto como yo—. Que Dios te acompañe, Emilia.
Besó mi frente y se alejó para que yo pudiese cerrar la puerta. Incruste la llave en la cerradura y la gire. A continuación, la colgué de mi cuello con la cinta purpura y me persigne. Me había quedado a solas con el diablo.