CAPÍTULO 2
CIFRADO MATA HARI: EL DISTRITO DEL ARTE
Lucía puso la bandeja con el desayuno en la mesita que había junto a mi cama y salió de la habitación. Todavía adormilada, pensé que no se había dado cuenta de que me había despertado al entrar. Me puse de pie de un salto y miré alrededor: ¿Cómo había llegado hasta allí? Me toqué el cuello con la punta de los dedos y lancé un chillido de dolor. ¡Allí estaba la prueba, realmente había sido atacada! Despavorida, me tambaleé hasta el tocador para examinarme en el espejo. La luz entraba a raudales a través del fino cortinaje de mi ventana, proporcionándome una clara apreciación de mi propia imagen. Llevaba una bata de seda color rosa pálido que no recordaba haberme puesto. Me acerqué al espejo tanto como pude e hice la negra masa de cabellos revueltos a un lado. Meneé la cabeza con incredulidad mientras evaluaba el daño que el hijo de Lucifer me había hecho: dos puntitos de sangre más pequeños que granos de arena se asomaban a la superficie de mi piel. ¿Cómo era posible? El ataque había sido feroz. Estaba segura de haber emitido mis últimos suspiros. Volví a palpar mi cuello y, de nuevo, gemí. El dolor era ostensible, no correspondía a lo que estaba viendo. De no haber tenido la tez translúcida, ni siquiera habría podido atisbar las gotas de sangre. Nada en mi apariencia revelaba lo que me había ocurrido excepto el manifiesto cansancio de mi rostro: dos ojeras profundas hacían juego con el color de mis ojos grisáceos. Por lo demás, mis mejillas solo estaban un poco descoloridas, lo cual habría sido normal si hubiera dormido de más, pues el sueño prolongado tendía a debilitarme.
Me pregunté qué hora era y miré el pequeño reloj de plata que estaba sobre el tocador. Eran más de las tres de la tarde. Perturbada, me dejé caer de nuevo sobre la cama. La cabeza me daba vueltas, quería creer que todo había sido un sueño pero sabía que no era así. ¿Cómo había regresado a casa?
Me dije que lo último que había palpado antes de despertar había sido la estatuilla de la Virgen, así que me senté sobre el mullido colchón de plumas y la busqué por la habitación con la mirada. Al no verla, comencé a temblar otra vez. Entonces algo me picó el brazo y grité, incorporándome: allí estaba, escondida entre los almohadones La sujeté ante mí deduciendo, con cierto alivio, que era su mano despicada la que me había pinchado. Tomé un hondo respiro y volví a recostarme en el lecho. Revisé la estatuilla con cuidado, acercándola a mis ojos: los dedos índice, corazón y anular de su mano derecha se habían partido, así como un pedazo de la base de marfil sobre la que se erguía. Pensé en el momento en que creía haberla soltado, cuando el murciélago había comenzado a volar hacia mí. ¿Había ocurrido de verdad? Me esforcé en recrear el trayecto que había recorrido desde la iglesia hasta esa calle sombría, quería esclarecer el orden de los sucesos que vagaban por mi mente. De pronto me sentí débil, pero estaba demasiado preocupada para pensar en comer.
Un vampiro me había acometido. Ignoraba cómo había sobrevivido y no me explicaba de qué forma había amanecido en mi propia cama pero nadie me habría convencido de lo contrario. Observé los pliegues de la bata rosa y pensé en el vestido blanco que llevaba puesto el día anterior. Aquel tenía que proveerme alguna evidencia del ataque, era imposible que no se hubiese manchado de sangre.
Me levanté con tanta rapidez como mis escasas fuerzas me lo permitieron y escudriñé la habitación: mi vestido no estaba por ahí. Abrí el enorme armario con la esperanza de encontrarlo, tal vez lo había guardado antes de desnudarme. Saqué todas las prendas blancas con que me topé. Tenía muchos vestidos y estaba ofuscada.
—¡Lucía! —llamé—. ¡Lucía! ¿Podrías venir un momento?
Esperaba que no se hubiera llevado el vestido para lavarlo. Unos segundos después. Lucía asomó su cara rectangular por la rendija de la puerta.
—¡Por fin se levantó! —dijo, sonriendo—. Los niños del parque han de estar extrañando su presencia. Ay, veo que sacó toda su ropa blanca del armario. ¿Se hartó tan pronto de todos esos vestidos?
—No, no —dije, sacudiendo la cabeza—. ¿Has visto el vestido que llevaba puesto ayer, Lucía?
—¿El de muselina?
Asentí con agitación, los ojos abiertos de par en par. Contaba con que Lucía me proporcionara por voluntad propia información que me ayudara a comprender cómo había llegado a casa.
—¿No recuerda dónde lo puso?
Negué con la cabeza.
—Imagino que ha de estar debajo de esa pila de ropa.
—¿No te lo di anoche, por casualidad? —pregunté.
—¡Amaneció muy confundida, Emilia! Usted ya estaba durmiendo cuando subí a verla, así que no podría habérmelo entregado. Por cierto, no la escuché entrar a la casa. Debería haberme avisado que estaba de vuelta, me asusté cuando me percaté de que ya eran las nueve de la noche y creí que aún no había regresado. ¡El disgusto que se habría llevado su padre! Gracias a Dios se me ocurrió buscarla en su habitación en vez de molestar a los vecinos.
—¡Ah! ¿De modo que me hallaste dormida en mi cama?
—¡Por supuesto! ¿En qué otro lugar podría haberla encontrado? —preguntó, sorprendida.
—Supongo que en ninguno —balbucí.
—No quise despertarla antes porque anoche me dijo, entre sueños, que estaba tan cansada que creía que iba a morir. ¿Se tardó mucho en la iglesia?
¿Tan cansada que creía que iba a morir? No podía imaginarme a mí misma pronunciando aquellas palabras.
—Emilia —repitió—: ¿Se tardó mucho?
—Bastante más de lo que había esperado. El padre Felipe aceptó confesarme aun si era tarde. Oye, Lucía, ¿tú crees en los vampiros?
—¿Vampiros? No me diga que ha estado leyendo esos libros de espantos de nuevo.
—Ah, no. Bueno, sí, pero no se trata de eso. No trates de evadir mi pregunta: ¿crees que los vampiros existen?
—Los vampiros no son más que una superstición campesina. ¿Cómo podría creer en semejante absurdo? Usted sabe que yo soy sensata. ¿A qué viene esa pregunta? No querrá decirme que una señorita de ciudad como usted se entretiene con ese tipo de fantasías. ¡A su edad!
Lucía no creería que un vampiro me había atacado así me hubiera encontrado muerta. No lo habría creído aunque hubiera atestiguado el ataque. Cielos, no lo creería aunque lo sufriera en carne propia.
—¡Necesito encontrar mi vestido! —dije por toda respuesta.
—No pensará que un vampiro se lo llevó —sugirió, mirándome con suspicacia.
No se me había ocurrido tal eventualidad pero, ya que Lucía la mencionaba, me parecía la única explicación lógica.
—Ayúdame, Lucía —rogué—. ¡No comprendo cómo no está por ningún lado!
—Disculpe que se lo recuerde, Emilia, pero usted no es precisamente la jovencita más ordenada del mundo —dijo, lanzando una mirada furtiva a los vestidos que había sacado del armario—. ¿Por qué no se da un baño ahora que hace calor? Así no tendré que calentar agua. Yo me encargaré de buscar su vestido mientras usted se pone guapa. Ya verá cómo surge de la nada en cuanto limpie su habitación.
Acepté gustosa, pensando que estar en la bañera me ayudaría a calmar mis nervios. Cuando salía de la habitación para dirigirme al cuarto de baño, las palabras de Lucía me detuvieron:
—¡Ahora sé cómo se hizo esas pequeñas punzadas en la garganta! ¡Mire nada más cómo estropeó la bonita Virgen que le regaló su prima! Traté de zafársela de entre los dedos cuando entré aquí anoche, pero usted estaba empeñada en dormir con ella como si fuera una muñeca. ¡Con razón habla de vampiros! ¡Dios sabe qué se habrá imaginado!
—¿Qué dices, Lucía? —pregunté, estupefacta. Lucía sostenía la estatuilla en la mano derecha.
—¡No crea que no sé cómo funciona su mente fantasiosa, Emilia! ¡Se pinchó el cuello con algún borde cuarteado de la estatuilla mientras dormía y supuso que un vampiro había venido a chuparle la sangre en la noche!
—¡No era eso lo que estaba pensando! —me defendí.
El vampiro me había atacado en la calle, me dije. Lucía me miró con expresión interrogante.
—Usted no me engaña, Emilia, la conozco desde que nació. Cuénteme qué idea extraña se le ha metido entre ceja y ceja ahora.
No pude evitarlo: le conté a Lucía lo que me había ocurrido con lujo de detalles mientras ella se limitaba a sonreír con escepticismo. Cuando terminé, Lucía declaró:
—¡Es evidente que el encuentro con el murciélago ha trastornado su mente al punto que olvidó cómo regresó a casa! La prueba está, querida señorita, en que está viva.
—Pero…
—Pero nada: usted volvió a casa, se metió en la cama y soñó que un vampiro la había atacado en la misma calle en que vio el murciélago. ¡Es perfectamente razonable!
—¡Entonces explícame por qué no encuentro mi vestido!
Lucía puso los ojos en blanco y sonrió, diciendo:
—Vaya a tomar su baño, Emilia. Ya puse agua fresca en la bañera. Verá como el vampiro nos devuelve su vestido mientras usted se perfuma para esperarlo de nuevo.
A regañadientes, me di la vuelta y caminé a lo largo del pasillo.
Siempre me había gustado nuestro cuarto de baño. La totalidad de uno de sus lados estaba conformado por cuatro grandes vitrales cuya creación mi madre había comisionado a un renombrado artista de la ciudad. Los diseños ondulantes evocaban formas naturales que dejaban pasar la luz, llenando la estancia de colores. Las otras paredes estaban recubiertas de mosaicos blancos con incrustaciones de teselas azules y amarillas. Nuestra bañera era de porcelana vidriada con tonos verdes azulados tanto por fuera como por dentro, era un placer sumergirse en ella en las tardes de verano. Al pie de la bañera una delgada alfombra persa enseñaba en su tejido la silueta de una esbelta ave exótica.
Me paré sobre la alfombra con los pies descalzos y colgué mi bata del perchero de madera de sándalo que estaba a mi lado. Puesto que mi aroma favorito era el de la flor de loto, mi padre se complacía en obsequiarme cajas repletas de jabones perfumados: tomé una pastilla de jabón de mi colección personal, como me gustaba llamarla, y me metí en el agua fresca con que Lucía había llenado la bañera anticipándose a mis deseos. Pronto sentí la relajación que se deriva de una atmósfera tan plácida. Me deslicé sobre la superficie de la porcelana para que el agua subiera hasta mis hombros y procedí a frotarme los brazos y las piernas con la pasta espumosa. Me pareció que mis pesadillas se disolvían en el baño y comencé a dudar de mis impresiones de la noche anterior. ¿Estaba Lucía en lo cierto? ¿Lo habría imaginado todo a partir del percance que había tenido con el murciélago? Me enjaboné el torso y los hombros con cuidado pues presentía que el contacto con el agua jabonosa reviviría el ardor de las punzadas de mi cuello. ¿Estaría dejándome influir por los libros que había leído recientemente, como El banquete sangriento? Aunque el tema de los espectros me fascinaba, lo cierto es que la poca literatura referente a los vampiros que había caído en mis manos jamás me había asustado.
Me estremecí cuando me salpiqué, sin querer, las heridas del cuello: yo había sentido a ese ser respirando sobre mí, había vivido en carne propia el flagelo de su mordedura sedienta, había experimentado la desvanecedora sensación de ser despojada de mi sangre para saciar el frenesí de aquella bestia despiadada. Nunca había tenido un sueño que se entrecruzara de forma tan confusa con la realidad. Había tenido, en ocasiones, sueños tan vividos que sus imágenes me perseguían largo tiempo, pero mi percepción de la realidad era nítida y precisa. Además, tenía una memoria excelente. ¡Jamás había olvidado unas horas de vigilia! No tendría más remedio que recorrer la misma calle durante el día: tal vez fuera el único modo de que mis recuerdos perdidos regresaran a mí.
Salí de la tina y me sequé frente al gran espejo del cuarto de baño. Quería ver si tenía señales de la caída en la parte posterior de las extremidades o en la espalda, así que me di la vuelta y contemplé mi cuerpo blanquecino en su totalidad: algunos hematomas azulosos podían distinguirse claramente en varios lugares. Tenía uno bastante grande en la región lumbar justo al comienzo de los glúteos, otro más pequeño (cubierto, además, por un desagradable raspón) sobre la escápula derecha, uno largo y achatado en la curva de la cintura, un par de cardenales casi negros al lado de una de las costillas y uno más, el más grande de todos, en la porción superior del muslo izquierdo. Era obvio que había sido lanzada de espaldas contra el pavimento y que el impacto había sido brutal. Siendo tan ligera, me parecía imposible que un simple tropezón me hubiera producido semejantes cardenales. Además, ¿quién se tropezaba para caerse hacia atrás? ¡Tendría que haber estado sedada para que algo así me hubiera pasado! Extrañamente, no sentía dolor muscular, ni siquiera al tacto.
Pensé que ya había visto suficiente. Me sentía agotada y me dispuse a cubrirme, pero antes de hacerlo divisé unas marcas rojizas en la parte trasera de mis hombros que me habían pasado desapercibidas: eran cuatro líneas horizontales paralelas, idénticas en ambos brazos. Al mirarlas de cerca, reviví los momentos en que el vampiro me tenía inmovilizada contra el suelo. Además de ser increíblemente pesado, estaba sujetándome por los hombros con manos de hierro. ¡Aquellos surcos eran las huellas que los dedos del vampiro habían dejado sobre mis brazos! No podía dudar de mí misma: la evidencia del ataque había quedado grabada en todo mi cuerpo.
Me puse la bata y me arrodillé, temblando. Nadie me creería. Estaba rodeada de escépticos. Mi madre se reiría de lo que consideraba mi absurdo miedo a los murciélagos, mi padre pensaría que estaba inventando una historia de espectros para ocultarle que había rodado gradas abajo a causa de algún descuido y nunca volvería a permitir que me apartara de su vista… y, si mi prima Perline ni siquiera admitía la posibilidad de la existencia de los fantasmas aun residiendo nueve meses del año en un lugar tan lúgubre como el internado de Sainte-Marie-des-bois, podía estar segura de que descartaría cualquier explicación sobrenatural a lo que me había ocurrido. El único ser que sabía cuán real había sido mi experiencia era el agresor… y yo estaba segura de que mi atacante había sido un vampiro.
¿Por qué me había dejado ir? Lo único que se me venía a la mente era la supuesta aversión que los no-muertos les tienen a los objetos religiosos. ¿Lo habría espantado mi estatuilla de la Virgen? ¿Pensaba acaso regresar por mí para sorprenderme en algún momento en que estuviera desprotegida? Con ojos lacrimosos, me incorporé para regresar a mi habitación.
Lucía había vuelto a meter mis vestidos blancos al armario y había limpiado la estancia pero no estaba allí, y agradecí no tener que hablar con ella en ese instante. Esa tarde no iba a ver a Perline. Ella tenía un compromiso que atender en compañía de mi tía Inés, así que decidí que iría a comprarme un crucifijo. Busqué con la mirada la estatuilla de la Virgen y suspiré con alivio cuando vi que Lucía la había dejado sobre mi mesa de noche en vez de la bandeja del desayuno.
Abrí el armario y elegí un vestido de raso color ciruela con corpiño ajustado y faldas amplias que caían hasta el suelo. Me puse unas zapatillas de satín grises que hacían juego con mis guantes y las plumas de mi sombrero y tomé un chal de seda plateada por si caía la temperatura: en él escondería mi estatuilla hasta que hubiera adquirido un crucifijo de mi gusto. Sentí un aguijonazo en el estómago y recordé que no había comido nada desde el día anterior. No quería salir cuando ya se hubiera hecho demasiado tarde así que decidí, una vez más, posponer mi cena: me parecía más importante estar protegida que saciar mi hambre.
Bajé las escaleras y pedí a Lucía que le dijese al cochero que se preparara para salir, pero Rosendo estaba acostumbrado a mis paseos intempestivos y ya estaba esperándome con el coche frente a la casa.
—¿A qué hora vendrá a cenar, Emilia? —preguntó Lucía cuando yo ya había cruzado el umbral de la puerta.
—¡A las ocho! —respondí, pero giré sobre mis talones para preguntarle—: ¿Has encontrado mi vestido?
Esperé un par de segundos a que me contestara.
—No —dijo al fin, meneando la cabeza.
Le pedí a Rosendo que me llevara a ver al joyero predilecto de mamá pero para cuando llegamos ya había cerrado su tienda, así que nos internamos en el famoso distrito del arte de la ciudad, donde numerosos artistas y artesanos exhibían sus más recientes creaciones.
Aunque a mis padres no les habría gustado saber que lo frecuentaba, yo no podía dejar de pedirle a Rosendo cada vez que nos encontrábamos cerca que se desviara un poco de nuestra ruta habitual para al menos echarle un vistazo al vecindario. Yo sabía que a Rosendo le entusiasmaba casi tanto como a mí recorrer sus calles, por lo que nunca me había preocupado que pudiese decirles algo a mis padres: teníamos un acuerdo tácito de reserva acerca de las actividades del otro. Yo solo le decía cuánto pensaba tardarme y él quedaba libre para hacer lo que quisiera durante ese espacio de tiempo.
En cuanto bajé del coche divisé una pequeña pastelería a la que siempre había querido entrar y caminé hacia ella, atraída por el aroma de chocolate caliente. Compré pasteles para Lucía y Rosendo y me instalé en una de las mesitas del patio exterior para engullir un descomunal pedazo de tarta de fresas con una taza de chocolate. El refrigerio me sentó de maravilla, tanto que bebí otra taza de chocolate y pedí una porción de tarta de crema. Le había dicho a Rosendo que lo vería a las siete y media y eran las cinco y veinte, así que me tomé el tiempo de saborear cada bocado del segundo acto de mi banquete público.
Daba gusto estar allí, viendo desfilar esa procesión de magos, pintores, músicos callejeros, prostitutas y bailarinas (las cuales solo se distinguían de las anteriores por llevar un poco menos de rouge). Cuando estaba bebiendo el último trago de chocolate fijé la mirada en el pronunciado escote de una de las bailarinas. Esta debía tener alrededor de treinta años, era voluptuosa y tenía una melena rubia y crespa que rozaba sus hombros sin ningún peinado. Habría sido guapa de no haber estado tan empolvada, pensé mientras observaba el hermoso crucifijo que reposaba sobre su esternón. Era una cruz más grande de lo común que parecía estar hecha de plata y alguna aleación de hierro. De lejos, las pequeñas piedras que estaban colocadas en cada punta despedían destellos sutiles.
Me llamó tanto la atención que tuve que ponerme de pie y acercarme a la bailarina para observarlo más de cerca. Era en verdad bello, más fino por la sencillez de su diseño que las joyas que se vendían en los almacenes más renombrados de la ciudad. La joven mujer se percató de que la miraba y me sonrió comprensivamente. Tenía que ser obvio por mi atuendo que aquel no era mi territorio y los artistas estaban acostumbrados a las miradas curiosas.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted, mademoiselle? —me preguntó con suma amabilidad.
En ocasiones, las bailarinas del distrito del arte eran contratadas para amenizar uno que otro espectáculo privado en casa de algún miembro de la nobleza o magnate local y me dio pena que se hubiera hecho ilusiones de trabajo.
Bajé la mirada y dije con sinceridad:
—Lo siento, no pude dejar de admirar el hermoso broche que lleva alrededor del cuello.
—¡Ah! —contestó, con aire de desencanto.
—¿Lo vende? —pregunté.
—¿Venderlo? ¡No es más que una baratija! —repuso, extrañada.
—Le daré lo que pida por él.
—¿Por qué querría una señorita como usted adquirir esta fruslería, pudiendo tener los más finos adornos?
Su amargura era evidente.
—¿Cómo se llama? —le pregunté, sin saber bien por qué.
—Céline —respondió con aire desafiante.
Di dos pasos hacia ella y dije:
—Céline, estaría dispuesta a pagar cualquier suma de dinero por ese crucifijo.
Ella me miró con sospecha.
—La verdad es que fue un regalo —dijo, poniendo la mano izquierda sobre el broche—. No quiero desprenderme de él.
—¿Sabe dónde lo adquirió la persona que se lo obsequió?
—Lo hizo él mismo. Su nombre es Abélard —respondió, mirando hacia el fondo del callejón.
—¿Y Abélard tiene una tienda? —pregunté, pensando que tal vez podría hacerme un crucifijo similar.
—¿Tienda? —preguntó ella, soltando una risita desdeñosa. Sabía que quería decir: aquí no hay tiendas, chiquilla, pero dijo, en cambio—: Su taller está a la vuelta de la esquina, pero yo no me presentaría allí a esta hora si fuera usted.
Le dirigí una mirada interrogante pero Céline no añadió nada más.
—¿Interrumpiría su siesta? —pregunté, a la espera de una explicación.
—¡Su siesta! —resopló ella, poniendo los ojos en blanco—. Bueno, tal vez. Sí, creo que podría llamársele su siesta.
En ese instante, otra chica nos interrumpió:
—¡Céline! Un hombre está buscando entretenimiento. ¡Necesitan seis bailarinas, ven pronto!
El rostro de Céline se iluminó haciéndola ver casi inocente.
—¡Dame un segundo! —gritó afanada y agregó, mirándome de nuevo—: Dígale a Abélard que yo la envié. Tal vez esto evite que la estafen o… Dios sabe qué más.
Salió corriendo detrás de la otra bailarina antes de que yo pudiera preguntarle qué significaban sus últimas palabras y pronto ambas mujeres subieron a un coche. Las cortinas estaban corridas por lo que no pude ver quién ocupaba el compartimiento, pero deseé para mis adentros que Céline recibiera una buena paga por su representación. La perspectiva de ir sola al encuentro de Abélard me ponía nerviosa y aun así el crucifijo de Céline era tan especial que no pude resistir la curiosidad de ver qué más era capaz de hacer su amigo.
Caminé por el oscuro callejón adoquinado que conducía al taller del hábil bisutero aferrando la estatuilla de la Virgen que llevaba escondida en el chal. Olía muy mal allí y me pregunté si estaría cometiendo otro error aventurándome fuera de la vista de los pasantes. Cuando llegué al final de la calle me detuve frente a la edificación de la esquina: todas las puertas estaban cerradas. Dudé antes de tocar en una de ellas y elevé la mirada hacia las ventanas superiores.
—¿Qué quiere? —me preguntó una anciana despeinada que había perdido todos los dientes desde una diminuta ventana en arco.
—Busco el taller de Abélard —respondí, tratando de mostrarme flemática. La anciana me lanzó una mirada de reprobación.
—¡Abélard! —graznó—. ¡Tienes compañía!
Unos segundos pasaron y alguien masculló una frase incomprensible. La anciana respondió:
—¿Cómo demonios voy a saberlo? ¡No es de por aquí, eso es seguro!
Miré a la anciana a la espera de algún indicio del progreso de la situación pero ella se limitó a escupir, clavando la vista en el pavimento. El sol no llegaba hasta allí, el ambiente era lóbrego e insalubre. Pensé en darme la vuelta y echarme a correr pero el orgullo me detuvo: la anciana me estaba mirando de reojo, midiendo mis reacciones. Me enderecé en mi lugar y esperé obtener alguna respuesta. Al cabo de unos pocos minutos ya me dolían las extremidades y la espalda y pensé una vez más en marcharme, esta vez rindiéndome ante la ausencia de alguna manifestación del artista.
Cuando ya me disponía a partir escuché el sonido de una pesada tranca levantándose. Aguardé con los ojos clavados en la puerta a que alguien se asomara pero esta solo se abrió unos centímetros.
—¡Entre! —ordenó una voz masculina.
Vacilé al acercarme. Si algo me ocurría allí dentro nadie lo sabría. La puerta se abrió algo más y divisé la silueta de un hombre alto y escuálido.
—¿Va a entrar o no? —preguntó, dando un paso hacia fuera.
Tenía unos treinta años de edad, cabellos castaños revueltos y piel macilenta. Dos profundos surcos en las mejillas acentuaban la impresión de enfermedad que transmitía su rostro; la nariz larga y huesuda sombreaba los labios consumidos.
—Vengo de parte de Céline —balbucí intimidada, al tiempo que me aproximaba al umbral de la puerta.
Se produjo un cambio en la expresión del hombre. Las pronunciadas arrugas de su frente se suavizaron y los párpados abultados se entrecerraron ocultando el cristalino amarillento de sus ojos. Sus pupilas negras me recorrieron y sus labios se curvaron en una sonrisa marchita.
—Así que Céline la envió. ¿Qué hizo para que ella la quiera tan poco?
Me tomó un segundo comprender que el hombre intentaba bromear, por lo que solo contesté:
—Me prendé de una de sus creaciones, el crucifijo que Céline lleva alrededor del cuello. Nunca he visto algo semejante. Ella se rehúsa a venderlo y me fue imposible no buscar al artista.
Me pareció ver un brillo de satisfacción en los ojos de aquel hombre fatigado.
—Bueno, ya me vio. Imagino que ahora que ha podido comprobar que la belleza de la obra no se deriva de la de su creador querrá marcharse de inmediato.
—¡Oh, no! Se equivoca, vine hasta aquí con el propósito de adquirir un crucifijo similar al de su…
—Mi hermana —dijo él—. Me halaga. Si una de mis piezas le gustó tanto que puede sobreponerse a mi fealdad, presumo que no huirá antes de haber visto las otras.
—¿Huir? No tendría por qué huir, su aspecto no me asusta. Solo se lo ve un poco…
—¿Enfermo? —preguntó él.
Yo asentí quedamente. Habría sido estúpido de mi parte tratar de denegar lo evidente.
—Estoy muriendo poco a poco, señorita.
—Llámeme Emilia. Lo siento muchísimo.
Abélard se hizo a un lado, invitándome a pasar. El lugar estaba oscuro, muy poca luz se colaba a través de la pequeña ventana y un aroma que no pude identificar flotaba en el aire.
—Opio —dijo él, como si hubiera percibido el movimiento de las aletas de mi nariz.
Yo arqueé las cejas pero no dije nada. No deseaba importunarlo con algún comentario que estuviera fuera de lugar.
—Los dolores de la enfermedad son difíciles de sobrellevar para un alma débil como la mía —agregó, proporcionándome la explicación que no había pedido.
La habitación estaba repleta de objetos de múltiples formas y tamaños. Solté una exclamación involuntaria cuando distinguí una mesa repleta de crucifijos: cada pieza era insuperable, única e irrepetible. Podría haberse dicho que tenían vida propia.
—¡Qué talento extraordinario! —balbucí al fin—. No sabía que tanta belleza fuese posible.
—Tiene especial interés en los crucifijos —dijo él a mis espaldas.
—Sí. Usted sí que debe estar protegido, Abélard —dije sin pensar.
Un crucifijo de aquellos no necesitaba bendición, era fundamentalmente sagrado por estar embebido del espíritu del artista.
—¿Protegido? ¿De qué? —preguntó él, poniéndose al otro lado de la mesa y asiendo con las manos el borde. Me entristecí en cuanto elevé la vista hacia su rostro: era obvio que la oscura nube de la muerte se cernía sobre él.
—Usted mismo no sabe cuán hermosa es su alma, Abélard —murmuré por toda respuesta.
Él se puso tenso, la línea del cuello lo delataba. Desvió la mirada hacia el rincón y suspiró. Cuando volvió la mirada hacia mí de nuevo, parecía haberse adentrado en otro mundo.
—Son los vampiros, ¿no es así? —las palabras del hombre me estremecieron—. Solo me queda salvar a mi Céline y transmitirle a mis creaciones lo que me queda de vida antes de que esta me sea arrebatada. Todos me creen loco… pero usted no, ¿verdad, Emilia?
Negué con la cabeza, atemorizada.
—Soy tan violento que pierdo la noción de mis propios actos —prosiguió, dándose la vuelta para ir a tumbarse sobre un colchón que había al otro lado de la habitación.
Aun si no entendía lo que Abélard quería decirme, intuí que hablaba con la verdad y que intentaba advertirme algo.
—¿Quién quiere arrebatarle la vida, Abélard? —lloré.
Él sonrió, sosteniendo la pipa de opio entre los dedos y cerrando los ojos. Daba la impresión de estar casi en paz.
—Yo mismo, niña —dijo, sumiéndose en los electos del narcótico.
—¿Qué hay de los vampiros? —pregunté, deseando traerlo de vuelta a la realidad.
—Elija un crucifijo y márchese antes de que vengan por mí, antes de que yo mismo haga algo de lo que pueda arrepentirme —dijo, y pareció dormirse sobre el sucio almohadón.
—¿Abélard? —llamé, sin obtener una respuesta.
La situación era confusa y angustiante. Deseaba ayudarlo pero no podía quedarme allí mucho tiempo, en especial cuando él mismo me había puesto sobre aviso acerca de la violencia de la que era capaz. Apurada, volví la vista hacia los crucifijos que resplandecían sobre la mesa. El sol se ocultaría pronto y Rosendo me esperaba para llevarme de vuelta a casa. Había tantas cruces que me sentí abrumada, debía escoger una y salir de ese lugar cuanto antes. Al fin divisé un crucifijo que en vez de gemas tenía aplicaciones de pasta esmaltada color granate en las cuatro puntas y en el medio. La aleación de los metales de la base había dado como resultado una lámina plomiza que había sido exquisitamente moldeada y repujada. La toqué con los dedos y sentí que una vibración me recorría.
—Buena elección —murmuró Abélard, con los ojos aún cerrados.
¿Cómo sabía qué crucifijo había favorecido? Abrí mi monedero y saque bastante dinero, pero el tintineo de las monedas sobre la mesa hizo que Abélard se incorporara, iracundo:
—¿Qué utilidad puede tener su dinero para un hombre que va a morir? ¡Márchese! ¿Qué me ve? ¡Le digo que se vaya, hágalo antes de que nos maten a los dos!
Sus ojos estaban inyectados de sangre. Tuve tanto miedo que no me atreví a mover un solo dedo y, en vez de obedecerle, mascullé.
—Puede utilizar el dinero para comprar opio.
El hombre se quedó viéndome como quien contempla una aparición. Cuando creí que iba a lanzarse sobre mí para matarme en medio de su delirio, rompió a reír.
—¡Opio! —dijo entre carcajadas, acercándose a mí.
Tomó el crucifijo que aún reposaba sobre la mesa y me lo extendió plácidamente:
—Perdóneme, usted no es como los demás. Heme aquí, convenido en su juez y casi en su verdugo, y usted ni siquiera condena mi adicción. Ah, Emilia, la vida podría ser tan hermosa como los objetos que nos rodean en esta sucia estancia. Déjeme su dinero, lo aceptaré gustoso sabiendo que la mujer que lo otorga no lo ha envilecido con insidiosos barnices moralistas. Después de todo se lleva un pedazo de mi alma, ¿no es así? Dios quiera que la salve a usted.
Mi mano temblaba debajo de la de Abélard al recibir el crucifijo.
—Gracias. Que Dios lo acompañe, Abélard —murmuré.
Él me siguió hasta la puerta.
—Vuelva alguna vez, Emilia. Mejor si es de mañana. Quizá no la asuste tanto —dijo.
Le sonreí al despedirme. No sabía si me atrevería a regresar a aquel lugar en lo que me quedaba de vida. Atravesé el callejón en un santiamén y pronto me vi rodeada de luces y coloridos personajes. Era difícil creer que tras las alegres bambalinas del distrito del arte se escondía una realidad tan sórdida como aquella.
Rosendo conversaba con un pequeño grupo de prostitutas que se habían congregado en torno a él. En cuanto me vio hizo un gesto con la mano para saludarme, con lo que las mujeres, suponiendo que acababan de perder un cliente, se dispersaron rápidamente en busca de otros compradores de desesperanza.
—¿Qué hay, Rosendo? —dije, tratando de encubrir con una sonrisa el torbellino de emociones que giraba dentro de mí.
—Nada nuevo, señorita. ¿Qué tal estuvieron sus compras? —preguntó a su vez, ayudándome a subir al coche.
—Te traje un pastel. El otro es para Lucía —respondí, extendiéndole la pequeña bolsa de la pastelería. No quería entrar en detalles.
—¡Qué alegría! Me encantan los pasteles de Colette. Muchísimas gracias. —Rosendo se sonrojaba cada vez que lo mimaba de alguna forma—. ¿Desea que la lleve directamente a casa? —preguntó, aun sosteniendo la puerta.
—Sí, pero me gustaría que le dieras una vuelta completa a nuestra cuadra antes de dar por terminado nuestro paseo. Creo haber perdido algo por allí, y tengo la esperanza de encontrarlo.
—¿Y qué es ese algo, señorita? Tal vez yo pueda ayudarla a avistarlo.
¡Un vestido!, pensé, pero contesté:
—Mi tranquilidad.
Rosendo rio, estaba acostumbrado a mis disparates y jamás habría creído que hablaba en serio.
Me despedí mentalmente de Abélard conforme nos alejábamos del barrio aunque pensé que, mientras tuviera el crucifijo, no estaría separándome por completo de su creador. Até la joya alrededor de mi cuello con un cordón de seda que había utilizado para sujetarme los cabellos y traté de recordar las palabras de Abélard al respecto de los vampiros. ¿Serían la causa de que el artesano estuviera muriendo? Él había hablado de muerte y de matar, pero también de proteger y de Dios. De cualquier modo, Abélard tenía acceso a conocimientos que yo no, así fuera solo a través de sus delirios.