CAPÍTULO 19

SOLFEO: ÁRPAD, REY DE LOS MAGYAR

Me puse una bata cómoda y me recosté en la cama a esperar que el sol se pusiera para que Vajda se presentase. Sin quererlo, me quedé dormida. Soñé que papá y mamá iban a una cena en la logia de nuestra ciudad. Halstead los presentaba como los padres de su prometida y ellos sonreían y pestañeaban como tétricas polichinelas de porcelana con guantes blancos. Luego soñé que estaba en un jardín hermoso, avistando en la lejanía un pino tan alto que no tenía fin. En el árbol se abría una compuerta y de ella emergía Arpad con una cruz grabada en medio del pecho. Se lo veía fuerte y feliz y agitaba su mano, saludándome. Era un sueño tan agradable que habría deseado quedarme en él y no despertar. Sin embargo, unos golpecitos en la puerta me arrancaron del paraíso, llevándome de vuelta a la estancia, que estaba oscura; había caído la noche.

—¿Árpad? —llamé, con voz ronca.

—¿Puedo pasar? —preguntó él desde el otro lado de la puerta.

—Por supuesto —respondí, sentándome e intentando ver algo—. ¿Te importaría encender la lámpara?

La difusa luz empezó a brillar en tanto que la puerta se abría y la silueta de Árpad se revelaba.

—Hola —dijo, entrando a la habitación.

Árpad se detuvo a un par de metros de la estancia y me miró a los ojos. Fue como si el sol hubiese colmado mi vida de calidez en un instante. Intenté sonreír a mi vez, pero solo atinaba a mirarlo. Si alguna vez había sido indulgente con fantasías de magnificencia derivadas de leyendas remotas y mitos olvidados, el hombre que tenía ante mí las sobrepasaba. Era el monarca que había sido borrado de los libros de historia por su fiereza y hermosura.

—¿Em? —titubeó, frunciendo el entrecejo—. ¿Estás bien?

—Tú… —balbucí—. Estás muy elegante.

Él se rio por lo bajo y, sentándose frente a mí en el borde de la cama, dijo:

—No es propio de mí, ¿verdad?

—Cielos, Árpad, te ves tan…

—¿Ridículo?

—No, no, al contrario —dije, tragando en seco—. ¿Nunca has usado ropa así?

—Jamás —dijo, sonriendo—. Mi existencia siempre giró en torno al campo de batalla. Para los magyar, ser un buen gobernante equivalía a ser un guerrero apto, así que los convidados de la signora Maggiora no se equivocaron al tacharme de salvaje. Lo fui. Quiero decir, lo soy.

Tuve la impresión de que se sentía orgulloso de ello y no pude menos que estar de acuerdo con él: en contraste con los afeminados burgueses que regían Europa, Árpad era el recuerdo tangible de un pasado más noble en que el poderío estaba definido por la sangre, el honor y la valentía.

—Debes contarme quién te vistió —dije, en parte temiendo que lo hubiera hecho solo. No me agradaba la vanidad masculina.

—La muerte —dijo, encogiéndose de hombros.

—¿La muerte? —inquirí, incrédula—. ¿Quieres decir que ahora la muerte de se dedica a la confección de la más fina indumentaria?

Árpad llevaba una camisa de seda blanca, un chaleco de terciopelo amatista con broches de plata, una corbata de seda color oro brocada de verde y azul, una chaqueta color turquesa de cuello ancho recamada con hilos de plata y oro que se extendía hasta el pliegue de la rodilla, un ancho cinto de seda negra, pantalón negro y altas botas militares. Su abundante cabello se veía limpio, suave y quizás un poco más rubio a la luz, lo que hacía que sus ojos adquirieran un tinte dorado, entre verde uva y amarillo. Ni mi propia madre habría conseguido que un hombre luciera tan guapo y, a pesar de los detalles, masculino… y sobra recalcar que mi madre podía ser casi tan meticulosa como la modista de Árpad.

—Quiero decir que lo que ves no es más que una ilusión, Em. Simplemente deseé tener las ropas adecuadas para entrar al baile sin despertar sospechas y aparecí así en Turín. La muerte eligió mi apariencia. A decir verdad, no me he mirado en el espejo, pero estoy bastante incómodo.

Reí un poco, aún anonadada por su postura y dije:

—Las señoras se van a sentir un poco intimidadas en tu presencia.

—¿Qué? —preguntó él, entrecerrando los ojos.

—Olvídalo —dije, sonriendo—. ¿Tienes sombrero?

—Sí, lo dejé con los guantes blancos. No lo soportaba.

—Bien, su majestad —dije, escurriéndome hasta el otro extremo de la cama y saliendo de ella para ponerme frente a él—. No pensará llevarme al baile vistiendo esta bata, ¿verdad?

—¡Ah! ¿No tienes un vestido?

—Nada que pueda hacer que luzca remotamente civilizada ante la secta, y menos a tu lado —afirmé.

—Me gusta tu bata —dijo él, poniéndose de pie—. Me recuerda a la primera vez que te besé.

El tono de su voz fue tan profundo que logró ponerme algo nerviosa.

—Cierra los ojos —murmuró, cerrando los suyos ante mí y tomándome de las manos.

Le obedecí.

—Ahora ábrelos —dijo.

Sentí cierto resquemor pero al fin lo hice, confiando en que la muerte no me hubiese tocado.

—No lo creo —tartamudeé, tambaleándome.

Me había bastado con echarles una ojeada a mis faldas para saber que estaba tan ricamente ataviada como Árpad. Él elevo las cejas y sonrió de forma enigmática, mirándome de pies a cabeza.

—¿Sí? —pregunté, expectante.

—Bien —respondió, acortando la distancia entre los dos—, te diré que no estás más hermosa que anoche, cuando entraste a la iglesia calada de agua.

—¿De veras? —balbucí.

—Sin embargo —prosiguió—, debes recordar que, cuando te miro, siempre estoy viendo tu alma.

—¿Y qué hay del resto? —pregunté, curiosa.

—No tienes de qué preocuparte, de veras estás bellísima —replicó, sonriendo.

—Árpad —dije, recordando mi sueño—. Necesitas un crucifijo.

—No puedo llevarlo aún —respondió—. No soy digno.

—¡Claro que sí lo eres! —dije—. Además, puedes tocar los objetos bendecidos. No comprendo.

—Mi cuerpo humano jamás llevó un crucifijo. Morí sin conocer a Dios. Hasta que no realices el ritual que deshaga la maldición de Halstead y me des un entierro digno, mi alma no podrá llevar la insignia de la cruz.

—Pero entonces será demasiado tarde —dije, con lágrimas en los ojos—. Te irás.

—Nunca es demasiado tarde para ir a Él —respondió, abrazándome—. No llores, Em, estaremos juntos en el Cielo como me lo prometiste una vez.

—Me espera toda una vida sin ti —dije, estrechándolo.

—Eso no puedes saberlo. No es que crea que vamos a reunirnos de inmediato, como bien lo sabes… es que alguna cosa solo las decide Dios. La vida es una gran oportunidad, Emilia. Debes estar feliz de vivirla.

—Estoy feliz ahora que estoy contigo —dije, alzando la cabeza para mirarlo.

—Yo también —dijo—. Incluso, podemos cenar juntos, lo que me recuerda que quiero llevarte a un lugar antes de ir a la logia. ¿Vamos?

—Vamos —dijo, sonriendo.

Bajamos y, mientras Árpad se ponía los guantes y el sombrero, fui a verme en el espejo del cuarto de baño. Imposible no admirar el vestido que se me había dado: era de corte impero y sus faldas caían en múltiples vuelos desiguales de organza de colores rojos fuego y naranja mandarina hasta el piso, mientras que el corpiño de seda y las largas y ajustadas mangas tenían preciosos bordados dorados de flores orientales que hacían juego con mis zapatillas. Extrañamente, mi peinado no había cambiado con la excepción de un grácil adorno de flores de seda rojas y doradas en la parte posterior de la cabeza. Mis ojos tenían un matiz gris pálido que me agradaba y mis labios estaban tan rojos como los de Árpad a pesar de no haber cenado aún. Pensé que estaba más bonita que nunca y me alegró lucir así para Árpad. Él me esperaba junto a la puerta con una capa extendida en las manos. Esta era de seda amarilla brocada de oro.

—Estaba junto a mi sombrero —dijo—. Supongo que es para ti. También te dejaron guantes blancos —agregó, con una graciosa mueca.

—Los iniciados estarán complacidos —comenté, recibiendo la capa de sus manos y abrochándola sobre mis hombros.

En cuanto me puse los guantes, Árpad se inclinó ante mí tocando su sombrero. Me ofreció su brazo con una sonrisa y, acto seguido, salimos a la calle. No hacía mucho frío aún y la noche estaba hermosa.

—No tanto como tú —dijo.

—Pero… no he hablado —repliqué.

—Claro que sí hablaste —rio—. Acabas de decir que la noche está hermosa.

De repente, recordé que algo similar había ocurrido cuando estábamos en el baile de la signora Maggiora.

—¡Lees mis pensamientos! —exclamé—. ¡Haces lo mismo que Adrien Amos!

—En lo absoluto —dijo—, yo te escucho hablar claramente.

—Árpad —dije, mirándolo con fijeza—, no tienes por qué mentirme.

Él me miró con suma seriedad y dijo:

—No miento, Emilia.

Entonces caí en la cuenta de que Árpad no distinguía mis palabras de mis pensamientos. Para él eran lo mismo.

—Ay, Dios —dije, atormentada.

—Vamos, ¿qué esperabas? —rio.

—Supongo que a ti no puedo pedirte que me otorgues ese tipo de privacidad —dije, resignada.

—Así es —respondió—. No podría hacer nada al respecto aunque lo deseara. De todos modos, Emilia, ¿de qué te serviría tener secretos enemigos?

Lo medité unos segundos sin hallar respuesta.

—¿Lo ves? —dijo—. Es mejor así.

—Supongo que tienes razón —repliqué—. Sin embargo, sería justo que yo también pudiera conocer todo lo que piensas y sientes.

—Tal vez lo más justo no sea siempre lo más conveniente —dijo, con una extraña sonrisa.

—¿A qué te refieres? —inquirí, preocupada.

—Descuida —respondió, riendo por lo bajo—. Es solo que tú eres bastante más inocente que yo. No olvides que fui un bárbaro en vida y, de una u otra forma, mis instintos siguen siendo los mismos. No me agradaría escandalízate.

—Es muy improbable que así fuera —dije.

—Yo no estaría tan seguro de ello. Aun así, llegará el día en que me conozcas completamente. Entonces podrás decidir si soy digno de ti.

—Qué tonterías dices —comenté, riendo.

Él entrecerró los ojos y me dirigió una fugaz mirada lateral. Me pareció que se reía un poco de mí.

—Cuéntame tu historia. Quiero conocer cuanto antes al salvaje que se esconde tras ese pálido rostro —bromeé.

—No quiero arruinarte el momento —dijo—, pero no vamos a tener uno más propicio. ¿Por dónde comenzar?

—Empieza por el túrul —sugerí.

—Bien —asintió—. El túrul es un ser mitológico, en cierto modo similar al ave Fénix. Es el espíritu guía del pueblo magyar y toda su descendencia, y se presenta a los elegidos como el ave que tú ya has visto. Podría decirse que el túrul es el mensajero del destino.

Cuando mi abuela Emese concibió a mi padre en su juventud, el túrul la visitó en sueños para anunciar que daría a luz a un gran líder cuyos descendientes llevarían a su pueblo a una tierra fértil donde al fin se asentaría. Al nacer mi padre lo llamó, pues, Almos, que significa el anunciado en un sueño.

En aquel entonces, nuestro pueblo estaba compuesto por siete tribus de las cuales mi abuelo encabezaba una. Mi padre era, por supuesto, quien debía sucederlo. Ocurrió que, cuando cumplió la mayoría de edad, los jefes de las tribus se reunieron para elegir de entre ellos un solo líder por cuestiones de supervivencia.

Teniendo en cuenta la significativa aparición del túrul a mi abuela, se decidió que Almos debía ser el jefe de las siete tribus. Así pues, cada uno de los jefes vertió un poco de su sangre en una copa y, a continuación, todos bebieron de ella jurando lealtad a mi padre.

¡Vampyr! —lo interrumpí, aterrada.

Árpad soltó una sonora carcajada.

—No, Emilia —dijo—. Todos eran humanos. Hacer un pacto de sangre no equivale a convertirse en demonio.

—¿Estás seguro? —inquirí, escéptica—. Porque, para mí, un pacto de sangre no obliga a los implicados a beberla. ¿No has pensado que quizás esa práctica haya dado inicio al vampirismo?

—Al revés: un vampiro que ambos conocemos ideó el brindis.

—¡Halstead! —exclamé, petrificada.

—Él mismo —dijo Árpad—. Solo que ese no es su nombre, y aún no había sido transformado por Lucifer.

—Continúa, por favor.

—Su nombre verdadero es. —Árpad hizo una breve pausa y miró a ambos lados. Luego, tomó un hondo respiro y dijo—: Domán.

Sentí un escalofrío.

—¿Tiene algún significado? —pregunté.

Árpad asintió. Sus pupilas se contrajeron y sus ojos me parecieron más rasgados sobre los pómulos altos.

—Niebla —dijo.

Proferí una corta exclamación.

—¡Es en lo que se transforma! —murmuré.

—Yo lo habría llamado humo —dijo Árpad—. Porque en eso se convertirá en cuanto toque las llamas del infierno.

—Dudo que tenga tanta suerte —contesté, pensando en que a Halstead lo esperaba una eternidad de sufrimiento en el inframundo.

—Domán fue el hermano de Töhötöm, uno de los siete líderes —prosiguió Árpad—. Odiaba a su propio hermano por ser el jefe de la tribu, pero el odio que sentía por su propia familia fue superado en cuanto supo que Almos, mi padre, sería el líder de todos, Juró que jamás se arrodillaría ante él ni ante su progenie.

»Domán había planeado matar a su hermano para así sucederlo legítimamente. El anuncio del túrul, sin embargo, quiso que el mismo Töhötöm prefiriese a mi padre como líder. En aquel entonces Domán tenía quince años de edad.

—¿Cuál era la mayoría de edad para los magyar en ese entonces? —inquirí.

—Alrededor de quince años para las mujeres y diecisiete para los hombre —dijo él—, pero en el caso de ambos dependía más de una serie de pruebas iniciáticas. No era un asunto arbitrario. Mi padre, por ejemplo, con solo diecisiete años de edad, era uno de los más hábiles jinetes de todas las tribus. Era tan diestro con el arco y con la flecha que podía cazar no solo para su familia sino para muchas, y además se destacaba por el conocimiento del lenguaje escrito.

—¿Qué tipo de lenguaje escrito empleaban?

Rovás —dijo, sonriendo—. Te lo conté en una carta, ¿recuerdas? Era nuestro alfabeto vernáculo, compuesto por una serie de símbolos o marcas similares a las runas germánicas. Las Rovás se grababan en pequeños pedazos de huesos o maderas para ser enviadas a manera de mensajes, o se dibujaban en la piel de quien estuviera enfermo. Aunque cada marca correspondía a un sonido, también tenía un amplio significado, representando más de una palabra o situación que una letra.

»Pocos eran instruidos en la escritura, pues era considerada un arte exclusivo y no una necesidad colectiva. En el caso de mi padre, sin embargo, era menester que la conociese pues, además de ser el líder, la aparición del túrul lo designaba como sacerdote del pueblo.

—¿Sacerdote?

—No me refiero a un sacerdote como los de hoy en día. Nuestro pueblo era pagano y, aun si no les rendíamos culto a dioses perversos o demonios, reverenciábamos a la naturaleza y a nuestros ancestros como fuerzas de la divinidad. El sacerdote era, pues, quien tenía la facultad de comunicarse con los espíritus ancestrales para guiar al pueblo de acuerdo con la voluntad de los primeros.

—Qué interesante —dije—. La verdad, no le veo nada de malo amar a quienes hacen parte de uno.

—No lo es. El amor y el culto son, sin embargo, dos cosas bien distintas. Los magyar éramos animistas. En ausencia de un culto al Dios que nos creó, que muchos pueblos enemigos ya habían implementado, nuestras tribus nómadas seguían practicando el espiritismo y fue esto, precisamente, lo que dio cabida a ritos extraños como el que Domán sugirió por instigación demoníaca.

—Pero tú no habías nacido aún, ¿verdad?

—Cierto. Los pormenores de la historia los conocí después, cuando mi espíritu fue relegado a esa caverna de la muerte. Sin embargo, viví largo tiempo junto a mi pueblo y llegué a conocer bastante bien a Domán en un ámbito tribal. Siempre fue un maldito cobarde.

—Puedo imaginarlo —dije—. Así que tu padre fue, desde muy joven, líder y sacerdote del pueblo magyar.

—Sí. Pero antes de que fuese instituido como tal, Domán debía encontrar la forma de hermanarse con él por medio de la sangre. Solo así podría llevar a cabo el ritual fratricida que le permitiría adueñarse de la primogenitura material y espiritual que tanto codiciaba. Domán resentía el hecho de que el túrul hubiese favorecido a mi progenitor.

—Almos, mi padre amado, era justo y valiente. Había heredado de mi abuela su naturaleza bondadosa y de mi abuelo la sabiduría para gobernar. Cuando yo era muy pequeño, recuerdo mirar hacia arriba y pensar que mi padre era tan alto y fuerte como un árbol que cobijaba a todos.

—¿Te importaría describirlo? —pedí—. Me será más fácil imaginarlo.

—Como te dije, mi padre era muy alto, tanto como yo. Algunos pueblos enemigos le temían por el tamaño de sus manos —rio—. Aun si su piel se ponía bastante pálida en el invierno, vivir a la intemperie lo había hecho moreno. Llevaba los cabellos negros y lisos parcialmente atados en la parte posterior de la cabeza a la manera de los hombres de Asia central, y sus ojos eran, como los de nuestros antepasados mongoles, rasgados.

—¿Se parecían a los tuyos? —pregunté, fascinada.

—Mucho —asintió—. Mi madre solía decir que yo tenía los ojos de mi padre pero que, a diferencia de él, era demasiado tierno para ser un buen líder. Me esforcé en demostrarle lo contrario. La compasión no era considerada una virtud en nuestro pueblo.

—¿Lograste convertirte en un hombre cruel con la práctica? —pregunté, tragando en seco.

—No —dijo—, aunque debo aclarar que mi padre tampoco lo era. Simplemente, en la batalla, ser blando con el enemigo era sinónimo de debilidad y yo no quería matar.

—¿Por qué?

—No lo sé. Heredé la vocación sacerdotal de mi padre y siempre me fue muy fácil comunicarme con los espíritus. En la guerra procuraba herir al enemigo de forma que pudiera sobrevivir. Para llevar a cabo esta pequeña treta, tuve que fingir que mi destreza con el arco era nula comparada con la de los otros hombres, quienes siempre daban el corazón o en medio de los ojos del contrincante, aun si disparaban sin detener la veloz marcha de sus caballos.

—¿Tan atinados eran? —inquirí, sorprendida.

—No en balde nos llamaban el azote de Dios en toda Europa. Una de nuestras tácticas favoritas era fingir que escapábamos del enfrentamiento al galope, dejando atrás a nuestros enemigos desconcertados. Una vez estos empezaban a reír, nos virábamos hacia atrás sobre nuestras monturas mientras nuestros caballos continuaban avanzando en dirección contraria e, inmediatamente después, disparábamos para verlos caer a todos al tiempo.

—¿Quieres decir que podían cabalgar de espaldas? —pregunté, extrañada.

—Mejor aún: de la cintura para abajo, cabalgábamos como cualquier hombre, con los pies en los estribos, pero mucho más rápido. Con un movimiento subrepticio, nos girábamos solo de la cintura para arriba, encarando al enemigo y disparando. ¿Puedes imaginar el terror que sentían esos pobres hombres al ver a los magyar transformarse en centauros contorsionado? Podíamos hacer lo que fuera sobre nuestras bestias, que eran las más veloces de todas.

—¡Cielo santo! No en vano comparabas a monsieur D’Alleste con una mujercita.

D’Alleste es un inepto aun sin tener en cuenta su poca pericia militar —rio—. Además es miembro de la secta.

—Cómo olvidarlo —dije, poniendo los ojos en blanco—. Háblame más de tu padre, por favor.

—Con gusto —respondió—. Te conté que tenía ojos rasgados. Los suyos eran, a diferencia de los míos, muy azules. Solo eso y su altura lo distinguían de un monarca oriental. Tenía pómulos altos y un rostro angular, de mandíbula casi cuadrada, donde siempre se observaba una sombra de escasa barba negra. Del mismo modo, sus cejas no eran muy espesas. Su frente era alta y sus labios finos. Solía apretarlos en un gesto que para mí demostraba firmeza de carácter. Siempre miraba directamente a los ojos. Era un hombre de fiar.

—Suena maravilloso. ¿Cómo se vestía el príncipe de los magiares entonces?

—Como todos los demás —dijo él—. Llevábamos largas túnicas de tapiz de colores, anchos cintos de cuero y botas de montar. En el invierno usábamos capas de piel y, en la guerra, cascos y chalecos de metal decorados con detalle de flores. Mi casco y el de mi padre tenían un túrul esculpidos en la parte posterior, así como el que ostentaban por derecho de nacimiento los mangos de nuestras espadas.

—Puedo verte en mi mente tal y como acabas de describirte —dije, soñando con ser aun cuando fuera su prisionera para estar cerca de él y conocer la vida de los magyar—. Qué guapo, Árpad.

Él rio de buena gana.

—¡Por Dios, mujer! —exclamó, sonrojándose y pasando su mano por la corta barba rubia—. ¡No sabes lo que dices! En primer lugar, yo nunca tomé una prisionera de guerra y, en segundo lugar, quienes lo hacían no les proporcionaban a sus esclavas un trato precisamente cordial.

—Yo no… —empecé a decir, y entonces recordé que Árpad podía escuchar todos mis pensamientos. Me sonrojé, a mi vez, hasta las orejas, y sudando frío, balbucí—: ¡Pronto, el brindis de sangre! Dime cómo es que Domán llegó a beber de la copa que le correspondía a su hermano.

—Ah, sí —dijo, sacudiendo la cabeza y riendo por lo bajo—. Fue muy sencillo: después de que todos juraron lealtad a mi padre y bebieron de la copa, Domán la recibió de su hermano Töhötöm, quien había proporcionado el recipiente. Entonces, diciendo que se encargaría de limpiarla y pulirla como recipiente conmemorativo, la llevó a su tienda y, mientras el pueblo magyar celebraba la nueva alianza con un gran festín, Domán prometió al espíritu maligno con quien se comunicaba en secreto que daría muerte a todos los líderes cuya sangre acababa de ingerir.

—¿Domán también era sacerdote del pueblo? —pregunté.

—¿Él? ¡Nunca! —respondió Árpad—. Quien hablaba era el demonio. Jamás vio al túrul.

—Podría haber mentido —dije.

—Pero nadie le habría creído —dijo él—. Verás: el túrul siempre evidenciaba sus visitas para impedir que gentes como Domán afirmaran tener un nexo con la divinidad.

—¿Cómo lo hacía? —inquirí.

—Dejando caer una pluma que le servía de prueba al portador.

—¿Y si solo aparecía en sueños?

—La pluma estaba allí cuando la persona despertaba. Era muy hermoso.

—¡Qué gran privilegio! —dije—. Estoy segura que el túrul existe aún.

—No te equivocas —respondió, y me pareció que miraba a lo lejos, suspirando—. Mucho te agradecerá que lo saques de la jaula en que Domán lo encerró.

—¡Por supuesto que sí! —dije, anhelante—. ¿Dónde está esa jaula, Árpad?

—Ay, Em —se quejó, con un dejo de melancolía—. Por ahora, es solo un símbolo del mundo del espíritu. Sabrás a lo que me refiero cuando recuperes mis restos. Desde que Domán separó mi alma de mi cuerpo, el túrul jamás volvió a manifestarse ante los magyar.

—Pero yo lo vi —apunté.

—Sí —dijo él, apretando mi mano afectuosamente—. Viste su recuerdo.

—También vi a tu madre —afirmé—. Te llevaba en su vientre.

—Mis padres me concibieron el mismo día en que Domán juró matar líderes de las siete tribus —dijo él con amargura—, y el espíritu maligno se lo refirió a su aliado a la mañana siguiente. Que ya hubiese un descendiente en camino fue un golpe acerbo para Doman, quien pensaba asesinar a mi padre en cuanto estuviesen de nuevo lejos del campamento para sacar provecho de la confusión de la batalla.

—En vista de las nuevas circunstancias, tendría que esperar a que yo cumpliese la mayoría de edad y recibiese de mi padre el principado. De lo contrario, el hijo de Almos siempre podría sucederlo a él.

—Si ese era un problema, podría haber asesinado a tu madre —dije.

—Tienes razón. De todos, ella era la presa más fácil —replicó él—. Sin embargo, Domán no habría podido enfrentarse a ninguno de los líderes sin sufrir una derrota vergonzosa.

—Además, mi padre custodiaba a mi madre como al más preciado tesoro, aunque eso no quiere decir que Domán no haya intentado acabar con su vida en varias ocasiones. Si alguien lo hubiese descubierto, habría sufrido un castigo sin precedentes. Nuestras leyes eran, aunque algo rudimentarias, muy estrictas, y el homicidio se pagaba con una muerte ejemplar. Sobra decir que si Domán se hubiese atrevido a amenazar abiertamente a mi madre, no habría sido muy popular entre los magyar.

Habíamos llegado a la orilla del Po y las luces de los faroles se reflejaban en el agua, asemejándose a estrellas flotantes en la oscuridad de un firmamento móvil. Me sorprendió que hubiese tanta gente caminando a la vera del río.

—Venganza —murmuré—. ¿Te agradaría vengarte de él?

—No, Em. No me traería felicidad y, además, lo único que agradaría a Dios sería que dejase la justicia en Sus manos. ¿Qué hay de ti? ¿Crees que haciéndolo padecer te sentirías compensada?

—Admito que, si antes lo odiaba por causa propia, conocer tu sufrimiento ha hecho que el mío parezca ínfimo. Debería odiarlo más y, de algún modo, ese oscuro sentimiento ha sido reemplazado por el inmenso deseo que tengo de liberarte —dije.

Árpad se tornó hacia mí y dijo:

—¿Sabías que eres la única mujer a quien he besado, sea en muerte o en vida?

—No puede ser —tartamudeé—. ¿No tenías una esposa?

—Sí que la tuve, al menos de nombre. Pero, así hubiese vivido con ella los magyar no tenían por costumbre besarse.

—¿De veras? —pregunté, intentando asimilar las dimensiones de su confesión—. A pesar de sentirme inmerecidamente favorecida, sus palabras me inquietaban profundamente.

—Dejando de lado el beso, si tu matrimonio no dio frutos, ¿de dónde proceden los húngaros? ¿Tuviste una concubina?

—¡Tu conclusión es muy comprensible! —dijo, entre risas—. Vaya. Em, quizá seas menos inocente de lo que pensé.

Lo miré entrecerrando los ojos. Sabía que bromeaba.

—Por supuesto que es broma —dijo—. Permite que te explique el resto de la historia durante la cena. Ya estamos aquí.

Había perdido el rumbo por completo: podríamos haber estado en cualquier punto de la ciudad frente al Po. Árpad me llevó hacia una puerta de vidrio tras la cual había luz y movimiento. Al levantar la mirada, vi el bonito aviso que decía Ristorante.

—¡Vaya! —dije—. Me había pasado desapercibido.

—Lo sé —respondió, abriendo la puerta para que pasara.

El aire tibio me azotó el rostro. Se estaba bien ahí dentro, la atmósfera era cálida. Un hombre regordete y de mejillas rojas que vestía chaleco y delantal se acercó a nosotros.

Buona sera, signore —dijo a Árpad—, su mesa está lista. Benvenuta, signora —me dijo, a manera de saludo, con una breve inclinación de cabeza.

Nos guio hasta una estrecha escalinata en forma de caracol a través de mesas ocupadas por hombres y mujeres que alzaban la vista de sus platos para observamos. Me sorprendió que el lugar tuviese tantos comensales.

Seguimos al hombre hasta el plano superior, donde había varios comedores privados con divisiones creadas a partir de mamparas orientales.

—Por aquí —dijo, y nos indicó uno que estaba vacío.

—Gracias —dijo Árpad, y el hombre se retiró.

El comedor que había reservado tenía paredes rosa y contaba con una puerta francesa que comunicaba la estancia con un pequeño balcón. La vista era gloriosa y sobrecogedora al mismo tiempo: la ribera de la ciudad se desplegaba ante nuestros ojos como una descomunal serpiente negra que atraía a un sinfín de pequeños adoradores con el sinuoso movimiento de sus brillantes escamas. En el cielo, los oscuros nubarrones ondulantes eran iluminados a intervalos con el blanco resplandor de la centella. En un momento determinado, creí ver el rostro maléfico de Halstead dibujarse en el firmamento y temblé.

—¿Em? —llamo Árpad, a mis espaldas.

—Creo que Halstead está en Turín —susurré, dándome la vuelta.

—Domán —dijo él, apretando los puños—. Sí. Llegó a reunirse con su amo.

—¡No puede ser! —murmuré, estremeciéndome—. ¡Me encontrará!

—No temas —dijo, abrazándome—. No ahora. Nosotros iremos a su encuentro esta noche. Recuerda que, mientras yo esté a tu lado, no puede dañarte.

—¿No sabrá que estamos aquí? —pregunté.

—Mi poder mental es superior al suyo en cualquier lugar. En Turín, especialmente, es casi ilimitado. Me aseguré de que no te perciba por el momento —sentenció—. Podemos cenar en paz.

—¡Gracias! —dije, aliviada porque creía plenamente en su palabra.

Nos sentamos uno al lado del otro en un mullido canapé forrado de terciopelo, frente a la mesa. El hombre de chaleco y delantal regresó y Árpad ordenó platillos desconocidos para mí, además de una botella de vino y pan.

—Siento como si esta fuera nuestra última cena juntos —dije.

—Si así lo fuera, Em, estoy seguro de que sería la mejor —replicó, sonriendo—. ¿Quieres que continúe con la historia?

—Por favor.

Nos trajeron vino tinto, suave pan recién horneado en una cesta y un platito de aceite de oliva con orégano fresco para mojar el pan.

—Cuando Domán probó la sangre de los siete jefes, descubrió que se había unido a ellos en el mundo del espíritu. Con el transcurso de los días, se hizo cada vez más consciente de sus fortalezas y, para su gloria personal, empezó a desarrollar algunas de las habilidades que más había envidiado de ellos.

—Pudo también percibir con mayor claridad los corazones de quienes lo habían alimentado con su sangre involuntariamente, así como sus flaquezas. Lo que Domán ignoraba era que, más que advertir sus debilidades de carácter, las había incorporado a su repertorio personal, que ya era vasto.

—Robar la sangre de otra persona es, con repercusiones tanto más severas, como robar su fortuna. No solo se hurta la riqueza, sino todas las dificultades que protegerla representa. Quien obtiene un bien material adquiere una responsabilidad. Aquel que recibe un don espiritual debe hacer buen uso de él y en lo posible acrecentarlo, pero quien se apodera de un bien espiritual ajeno debe rendir cuenta de ese don ante Dios y ante el diablo.

—Aun si Domán se sintió más poderoso en un comienzo, carecía de la entereza necesaria para que las virtudes de la sangre robada perduraran en su interior y, por lo mismo, advirtió con ira que las perdía con el tiempo. No fue así con las debilidades. Puesto que Domán había elegido el mal, los pecados de los jefes tribales hallaron en él un terreno fértil y sus negros frutos no tardar proliferar.

—Por su naturaleza envidiosa, Domán empezó a buscar la forma de apoderarse de las virtudes que no eran suyas por medio de la sangre. Así pues, si algún hombre caía en batalla, fuese amigo o enemigo, Domán se precipitaba sobre él y presionaba sus labios contra las heridas, bebiendo cuanto podía del guerrero agonizante.

—En cierta ocasión fue sorprendido por mi padre quien, disgustado, le ordenó retirarse del cuerpo de un muchacho que había sido especialmente diestro con la espada, el cual Domán no quería soltar Furioso con el príncipe Almos, Domán continuó bebiendo en un acto desafiante que no era propio de los magyar.

—Debía ser una visión espantosa, aun si no se había transformado en monstruo.

—En efecto, mi padre me refirió este episodio y era bastante obvio que aún le repugnaba el recuerdo. Como Domán aún no había cumplido la mayoría de edad, mi padre se vio en la obligación de reprenderlo y aconsejarlo. Al retornar al campamento, se reunió con Töhötöm y los hombres más sabios, y mandó llamar a Domán para que les explicase su conducta.

—Domán les dijo que la fuerza estaba en la sangre y que esta no debía ser desperdiciada. Los sabios preguntaron de dónde había sacado una idea semejante, pero el joven Domán guardó silencio, por lo que atribuyeron el extraño comportamiento del muchacho a que, a pesar de permitirle estar en la guerra, aún no habían realizado la ceremonia que le daba la bienvenida a la mayoría de edad.

Para evitar que Domán diese rienda suelta a hábitos tan poco naturales, decidieron iniciarlo oficialmente como hombre de la tribu, y su hermano Töhötöm le encontró una buena esposa. Siempre que mi padre ponía su mano sobre la cabeza de un muchacho tras las pruebas iniciáticas para darle la bendición que le correspondía como guerrero adulto y hombre de familia, veía al túrul descender sobre él.

—En el caso de Domán tuvo una visión terrible: en vez de la acostumbrada aparición del túrul, el chico se inclinaba ante él bañado de sangre de pies a cabeza. La tierra se abría y los cuerpos de los ancestros de los magyar se levantaban para repudiar a Domán entre gemidos de dolor.

—Mi padre no supo interpretar la breve imagen que se presentó ante él y no comentó nada a ninguna otra persona en varios días hasta que su perturbación fue tanta que decidió confiarle la visión a mi madre.

—Esa noche mi madre se fue a dormir con la pluma que el túrul le había obsequiado cuando me llevaba en el vientre, esperando tener una revelación durante las horas de la noche. Para ese entonces, yo tenía dos años de edad y dormía junto a mis padres en su tienda.

Desperté. Por algún motivo, antes del amanecer. Nunca había tenido miedo, pero recuerdo haber sentido la necesidad de salir de nuestra tienda y ocultarme entre los arbustos, como si mis padres no pudieran protegerme de un mal para mí desconocido.

Minutos después, vi a Domán merodeando alrededor de la tienda de mis padres. Lo observé con atención: recitaba palabras ininteligibles en voz baja. Al fin tomó una rama, dibujó algo a la entrada de la tienda y se marchó sin hacer ruido.

Regresé a la tienda de inmediato y desperté a mamá diciéndole: ¡Domán! Ella me tomó en brazos y rompió a llorar. No entendí por qué lloraba hasta mucho después: mientras yo estaba fuera, el túrul le había dicho en sueños que el destino de su hijo iba a ser truncado por un hombre maldito.

Extrañamente, mi padre había soñado al mismo tiempo que su hijo Árpad llevaría al pueblo a la tierra anunciada. Sin comprender qué les ocurría, tiré de la túnica de papá hasta que logré que se asomara y viese lo que Domán había escrito.

Papá me miró con seriedad y me preguntó quién había hecho el dibujo. Domán, repliqué yo. Él miró la rovás que Domán había inscrito a la entrada de la tienda con detenimiento y, al notar que yo había dejado una pequeña huella sobre la misma, me miró con suma tristeza y me abrazó. La rovás simbolizaba la muerte del único heredero.

Domán negó enfáticamente haber inscrito la rovás a la entrada de la tienda y, como nadie lo había instruido en magyar rovásírás, el pueblo no creyó que hubiese sido obra suya. Los sabios sospechaban, sin embargo, de su hermano Töhötöm, quien se le parecía bastante y con quien creían que un niño como yo habría podido confundirlo fácilmente en la oscuridad de la noche.

Mi padre habría deseado forzar a Domán a abandonar la tribu, pero la ausencia de pruebas y la lealtad que sentía para con Töhötöm se lo impedían. Mi madre, por su parte, se esmeró en no perderme de vista un solo instante: no tenía descanso excepto cuando sabía que Domán había partido a la guerra. Aun así, mi padre la consolaba recordándole su buen sueño, aquel en que yo debía llevar a mi pueblo a una hermosa tierra.

La esposa de Domán era una mujer taciturna. Nadie entendía por qué no podía concebir como las otras mujeres, pero yo sabía desde niño que la tristeza de su corazón era la causa de su infertilidad. Esto me lo había confirmado, además, el túrul, quien empezó a visitarme en sueños con mucha frecuencia a partir del día en que sané la herida de una pequeña niña al poner mi mano sobre ella.

Nuestra comida llegó a la mesa y quise hacer un brindis.

—Por ti, Árpad, para que Dios te conceda la victoria.

Árpad aceptó y replicó, tras beber un sorbo:

—Por ti, Emilia, para que Dios te conceda su protección.

—Amén —dije.

Nos habían traído un brassato al vino, que era carne de res Carrü especialidad del Piamonte. Estaba tan bueno que supe que habría podido comer el doble.

—No comas con tanta prisa —rio Árpad—, hay un segundo plato en camino.

Intenté moderar mi apetito bebiendo un poco de agua entre bocados.

—¿Qué te decía el túrul cuando te visitaba? —le pregunté, interesada.

—Lo más hermoso que me dijo jamás fue que un día viviría en mi corazón. Mientras más me acercaba al túrul, más se empeñaba mi padre en darme un entrenamiento militar que me protegiese de la maldición de Domán para que el buen presagio se cumpliera.

A pesar de la firme insistencia de mi padre, herir al enemigo me causaba un dolor muy difícil de describir. Solo puedo contrastarlo con la alegría que sentía cada vez que tenía la oportunidad de sanar a los dolientes, quienes me buscaban con afán en el campamento o después de la batalla.

Una vez le pedí a mi padre que me permitiese renunciar al principado para dedicarme solamente al sacerdocio y él se negó rotundamente. Yo no tenía hermanos y, según su sueño, solo su hijo Árpad podía gobernar al pueblo.

Un príncipe que no batallara era una cosa impensable en nuestro pueblo, por lo que mi padre decidió reforzar mi entrenamiento con las más duras jornadas. Lo cierto es que había heredado su destreza con las armas, pero al comienzo fingía extrema torpeza, lo que me había convertido en el hazmerreír de los otros muchachos.

Cuando estaba solo probaba métodos de precisión con el arco y la flecha que nadie me había enseñado. Además de ello, el túrul me había proporcionado un conocimiento exacto del cuerpo humano a través del don de la medicina que, felizmente, logré implementar en mis tácticas de guerra para herir solo de la forma más superficial, asegurando la pronta sanación del adversario.

Mi padre se regocijó, pues parecía que los hombres caían muertos al enfrentarse con su hijo. Ignoraba que, unas horas después, se levantaban casi ilesos y caminaban de vuelta a sus hogares.

—Para ser pagano, tus sentimientos eran muy cristianos —reí.

—Todos somos hijos de Dios, Em —dijo él, sirviéndome otra copa vino—. Yo no conocía al Creador, pero eso no significa que Él no me conociera a mí.

—Y, al parecer, el túrul estaba de acuerdo con Su voluntad.

El hombre de mejillas rojas entró al comedor con dos platos humeantes. Cuando los puso frente a nosotros, pude ver que contenían gnocci con una salsa de crema blanca y trufas. Tras espolvorearlos con algo de pimienta molida ante nosotros, salió de nuevo. Si la carne estaba deliciosa, el segundo plato estaba mejor.

—Me alegra que estés disfrutando la cena —dijo Árpad.

—No puedes imaginar cuánto —dije, pinchando una trufa cremosa con el tenedor.

—La salsa tiene queso Castelmagno. No probarás una semejante en ningún otro restaurante. Cuando el rey está en Turín, visita este lugar de incógnito, pero yo conozco su secreto —rio—. Muy pronto, el cocinero estará trabajando en el palacio.

—Es apenas entendible —dije, saboreando su exquisita creación—. Pero no te detengas, por favor. Dime qué ocurrió después.

—Mi padre orgulloso decidió, al ver que me había convertido en un guerrero tan apto como él, que era hora de buscarme una esposa y proclamarme príncipe. Por mi renuencia inicial, mi entrenamiento había concluido un poco tarde y ya tenía veintiún años cuando se ofició la ceremonia de bienvenida a la tribu como mayor de edad.

Este, aun así, fue un problema menor comparado con el nuevo dilema con que se enfrentaban mis padres: el túrul no les daba ninguna señal clara acerca de cuál de todas las muchachas debía ser mi esposa.

Ellos indagaron con suma prudencia si yo tenía alguna favorita, pero como pasaba todo mi tiempo en solitaria contemplación cuando estaba en el campamento, era un asunto que no había considerado. Por ello, dejé la decisión en sus manos, confiando en que harían la mejor elección.

Mi madre sabía quiénes eran las muchachas que hacían los bordados más hermosos y cuáles eran las más saludables, pero estaba indecisa en cuanto a cuál de ellas sería una esposa apropiada para mí. Todas las noches dormía con la pluma en la mano a la espera de un mensaje del túrul, pero nada ocurría. Entonces mi padre, impaciente, me proclamó príncipe de los magyar, creyendo que solo así nuestros ancestros le mostrarían a la muchacha ideal.

Ocurrió a la sazón que la mujer de Domán acudió a mí con la esperanza de que la sanara. Yo puse mi mano en su frente y, pocos días después, nos sorprendió a todos cantando y riendo. Agradecí al túrul por haberle llevado de vuelta la alegría a esa pobre mujer y, al cabo de un mes, supe que había logrado concebir por primera vez.

Los ojos de Domán, quien ya tenía cerca de 36 años, brillaban con presunción. Pensé que, en vista de que había alcanzado la madurez y al fin tendría descendencia propia, Domán había olvidado las obscuras intenciones de su juventud para conmigo y mi familia.

Mientras tanto, los sabios me presionaban para que eligiera un esposa cuanto antes, pero el túrul quiso que los hombres partiéramos a conquistar un territorio lejano durante dos años. Regresé a casa pues, con veintitrés años de edad, y la única mujer que me esperaba era mi madre.

La esposa de Domán había dado a luz a una niña pálida y enfermiza cuyos instintos desconcertaban a todos: con solo dos años intentaba morder los cuellos, tobillos y muñecas de quienes dormían o jugaban con ella.

Cuando la mujer de Domán se acercó a recibirlo con la niña en brazos, la cólera de este fue grande: al descubrir que no le había dado un hijo varón, se sintió traicionado y humillado. Le atestó un fuerte golpe a la mujer, que cayó por tierra, sangrando.

La niña, quien se había lastimado un tanto al caer de los brazos de la mujer, no lloró, sino que simplemente se arrastró a succionar la sangre que brotaba de la sien de la madre.

Domán no había osado volver a hacer lo mismo en público y el espectáculo que su hija daba ante todo el pueblo lo avergonzaba, pues era obvio que había heredado a modo de instinto la que había sido su costumbre más extraña.

Como era mi responsabilidad castigar a Domán por el trato injustificado que le había dado a su mujer, le prohibí que retornara a su tienda esa noche y le mandé que durmiese a la intemperie, lejos del pueblo, durante un mes.

—Es tu culpa que el túrul me haya enviado esta desgracia —me dijo Domán por entre los dientes, refiriéndose a su hija—. Te juro que me vengaré, Árpad de Almos.

Mi padre y yo estábamos en extremo fatigados y deseosos de ver a mi madre tras el largo viaje, así que olvidamos a Domán y sus amenazas en cuanto nos unimos al banquete tribal que las mujeres habían preparado. Mientras las muchachas bailaban alrededor del fuego con sus coloridos delantales bordados, Töhötöm me felicitó por haber sido firme con su hermano Domán, y me sentí contento con mi decisión.

Una de las mujeres trajo el licor que había destilado para festejar nuestro regreso y brindamos por la gloria del pueblo magyar. En un momento indeterminado de la celebración, mis ojos encontraron los de la chica que nos servía y solo entonces vi de un modo diferente a la hija menor de Elöd. Creí que mi corazón se alegraba con su proximidad pero luego entendí que, como una serpiente astuta hace con su presa, me estaba hechizando.

—¿Cuál era su nombre? —pregunté, tensa. No me gustaba escuchar a Árpad hablar así de otra persona.

Él rio y me rodeó con su brazo, acercándome hacia sí:

—Estoy hablando de mi peor enemiga, Em. ¡Es un demonio! Te aseguro que ya no tiene nada de guapa, a menos que todavía consideres que Domán es apuesto aun después de haberlo visto transformarse.

Comprendí la comparación.

—Lo siento —dije, sonriendo—, Halstead, Domán o como se llame, es el hombre más repugnante que hay en la Tierra y debajo de ella.

—Y Boróka, ahora conocida como la viuda, podría matarme del susto si no estuviera muerto.

La noche de nuestro regreso se empeñó en servirme con la mayor amabilidad, siempre risueña y devota. Para cuando me fui a dormir se había adueñado de mis pensamientos. Soñé con su rostro durante horas y desperté creyendo que la quería como esposa. La mañana siguiente se lo dije a mis padres, quienes concertaron un acuerdo con los padres de Boróka de inmediato.

Esa tarde se anunció que Boróka sería la princesa de los magyar y el pueblo me pidió otra celebración por tal motivo. Como no tenía razones para no consentirlo, esa noche hubo otro banquete. Yo quería, aun así, hablar a solas con Boróka unos instantes y preguntarle si le agradaba el compromiso que nuestros padres habían forjado.

Le pedí que se reuniera conmigo a las afueras del campamento y ella acudió, sonriente como siempre, con una pequeña cantimplora.

—Bebe a mi salud —pidió, ofreciéndome un trago del destilado de la noche anterior.

La complací, embelesado, y me pareció aún más bella. Boróka dijo estar muy feliz al respecto de nuestro compromiso y, así pues, me fui a dormir satisfecho.

El túrul apareció en mi sueño, volando en círculos sobre mi cabeza. Supe que deseaba alertarme acerca de algo, pero yo no podía escuchar su canto, que de costumbre era tan claro.

—¡Háblame, túrul! —pedí, pero solo entendí parte del mensaje.

»En él decía que todos debíamos partir de inmediato hacía las tierras de Atila. Le pregunté si podía casarme con Boróka antes de emprender el viaje, y su respuesta fue negativa.

Tuve que postergar nuestra boda un año en cuyo término conquistamos el valle del Danubio y, triunfantes, nos asentamos en él. La guerra fue tan intensa que a duras penas si pude hablar con Boróka entre batallas.

Estaba herido con frecuencia y, antes de recuperarme por completo, debía volver a pelear. En cuanto tuvimos paz y un territorio propio, elegí uno de los fuertes conquistados como vivienda y se lo mostré con gran ilusión.

—Es el que vi cuando me transmitiste el recuerdo, ¿verdad? —pregunté—. ¡Era un lugar hermoso!

—Panonia es el lugar más bello del mundo —dijo, nostálgico—. Al menos así me lo parecía. Fue la tierra a la que nos guio el túrul, pues era el destino que el imperio magyar naciera allí.

Vajda, el primer rey propiamente cristiano de Hungría, es el santo patrono de nuestra nación. Lo conoces como san Esteban. Infortunadamente, a diferencia de él, nunca pude conocer la vida sedentaria de un reino naciente.

—Pero… ¿San Esteban no fue, entonces, tu descendiente?

—Ten paciencia, Em, pronto terminaré mi historia y lo sabrás todo —rio—. Volvamos al asentamiento: Boróka quiso recorrer el fuerte de inmediato, así que se lo mostré una tarde soleada de verano. Había esperado el momento de casarme con ella con tanta ilusión que no podía creer que la mañana siguiente se convertiría en mi esposa.

Boróka tenía por costumbre ofrecerme licor que ella misma había destilado, lo que me parecía un gesto especialmente dulce pues era obvio que los oficios tribales no eran su mayor talento: sus trenzas eran las más largas y bellas, y su cinturón el más ornamentado de todos.

Me extrañaba un poco que tuviese tantos brazaletes siendo doncella, pues estos solían ser regalos que los guerreros daban a sus esposas, pero su hechizo no me permitía ver más allá de mis narices.

—¿Quieres decir que Boróka era, realmente, una bruja? —pregunté, sorprendida.

—Peor que eso. Mientras recorríamos el fuerte que íbamos a habitar, Boróka susurraba oraciones en un lenguaje desconocido. Cuando le preguntaba qué decía, ella sonreía y me ofrecía licor del saco de piel que llevaba colgado del cinto. Bebe, príncipe Árpad, decía, y yo obedecía. La bebida era amarga pero, como venía de Boróka, me daba igual que fuera miel o hiel.

Al llegar a la habitación más alta, que iba a ser la nuestra, le dije que en ella reinaríamos hasta que yo muriese, y su respuesta me desconcertó, pues declaro:

—Seré tu esposa hasta que te lleve la muerte, pero yo continuare siendo princesa.

Le dije que, efectivamente, ella siempre seria princesa a partir de nuestra boda, tras lo cual me dio la espalda y trazo con el dedo, sobre la esterilla de la cama que ocuparíamos, una forma que no pude descifrar.

—¿Qué haces? —le pregunte.

—Cosas de mujeres —respondió y volvió a incorporarse—. No puedo esperar a ser tu esposa.

Tanto el pueblo como yo estábamos impacientes y me parecía apenas lógico que Boróka lo estuviera también, después de todo ya había esperado un año. Por otra parte, era hora de que tuviera descendencia pues no había un hermano que pudiera sucederme y, para los estándares de la época, yo no era ya un príncipe joven.

Así, pues, concluyo la visita a la fortaleza y ella dijo que prepararía la habitación con su madre como era la costumbre de las mujeres. Todo el pueblo pasó el resto del día cazando y disponiendo el banquete de la mañana siguiente, y yo me dedique a atender asuntos que requerían mi atención inmediata, como solucionar querellas entre algunas familias que se disputaban la parte alta de la colina junto al rio.

Note la ausencia del Túrul cuando un chico vino a mí para que lo sanase y me preocupe un poco, pero me dije que solo estaba algo distraído por el gran acontecimiento del día venidero y, en especial, por el rostro de Boróka, el cual veía cada vez que cerraba los ojos.

Esa noche los hombres quisieron celebrar de nuevo y pidieron que los acompañase, así que fui a mi tienda provisional para dormir un poco antes del festín.

No bien había cerrado los ojos, una voz conocida llamo desde fuera. Era la mujer de Domán. Me incorpore, sintiéndome muy pesado, y salí. Ella lucia inquieta, y le pregunte si tenía problemas con Domán o con su hija. De repente, empezó a llorar. Intente calmarla, pero solo logre agravar su llanto. Al fin, gimiendo dijo:

—¡No te cases, Árpad de Almos! ¡Esa boda esta maldita!

Le pedí que se alegrara por mi, pues era un mal presagio que las mujeres lloraran la noche antes de una boda. Entonces metió la mano en el bolsillo de su delantal y extrajo una pluma.

—¡Túrul! —dijo, agitándola con nerviosismo—. ¡Lo soñé!

»En ese instante Domán emergió de entre las sombras y llego hasta donde estábamos, resoplando.

—¡Con que aquí estas! —gruño, por entre los dientes—. ¿No te he dicho que no debes robar?

La mujer de Domán empezó a temblar tanto que termine por asustarme. Le exigí a Domán que me explicase lo que ocurría, y el exclamo:

—¡Esta mala mujer robo la pluma de tu madre!

Ella negó con la cabeza, enmudecida.

—No es la primera vez que lo hace —dijo Domán—. Si no me crees, pregúntaselo a la mujer de Elöd y a la que va ser tu esposa.

La primera era, por supuesto, la madre de Boróka, y yo creía en su palabra tanto como en la de su hija, con quien iba a desposarme. Mande pues a buscar a ambas mujeres y a mi madre. La mujer de Domán se echó a mis pies, abrazándolos.

—¡Nada he robado, Árpad de Almos! —exclamo—. ¡Siempre has sido bueno conmigo, debes creerme!

Le pedí que se pusiera de pie, pero ella estaba descompuesta y se rehusaba a soltarme. En cuanto llego mi madre, se le veía consternada.

—¡He perdido la pluma del túrul! —me dijo, aun desconociendo el motivo por el que llamaba.

Yo me sentí palidecer al tanto que la mujer de Domán se aferraba a mí con fuerza. Estaba consciente de que jamás podríamos saber si se trataba de la misma pluma pues todas eran de un hermoso color plata, excepcionalmente parecidas entre sí. A mi pesar, desconfié de la mujer de Domán: sabía cuán importante era para mi madre el regalo de túrul, y la posibilidad de que alguien más la hubiese tomado me enfurecía.

—Descuida, Éksa de Almos —dijo Dóman a mi madre, arrebatando la pluma de la mano de su mujer—. Aquí esta.

Mi madre lanzo una exclamación muda y me miro sin saber qué hacer. Ambos habíamos compadecido a la mujer de Dóman largo tiempo y ninguno quería cometer injusticia.

—¡Tómala! —insistió Domán—. Es a ti a quien visito el túrul, ¿no?

Mi madre se arrodillo junto a la mujer de Domán y, mirándola a los ojos, pregunto:

—¿Tú tomaste esa pluma de mi tienda?

Ella negó con la cabeza y dijo:

—Éksa, jamás les mentiría a ti o a tu hijo. Si perdiste tu pluma, no me importa que te quedes con la que me dejo túrul con tal que no permitas que Árpad se despose mañana. ¡Evita una calamidad! ¡Te lo suplico!

Entonces se presentaron Boróka y su madre, y la mujer de Dóman prorrumpió en alaridos, extendiendo dos dedos hacia Boróka:

—¡Jamás serás nuestra princesa, Bóroka, hija de Elöd! ¡Ni tu madre, ni tu padre, ni tu hermana Csílár sospechan lo que haces cuando cae la noche!

Boróka me miro largamente con sus ojos negros y dijo, sonriendo:

—Si no la mandas a matar tú, daré la orden mañana en la noche cuando sea princesa. Esta mujer es una ladrona y una embustera.

Yo estaba muy mareado. Aun así, no iba a ajusticiar a una pobre mujer por tan poca cosa. Sabía que la esposa de Domán de había caracterizado por ser taciturna y algo extraña, pero tenía un marido en extremo cruel y una hija monstruosa, fruto de su unión con aquel hombre que, además, ya me había amenazado en dos ocasiones.

Por lo mismo, pensaba que la cercanía de mi boda le traía infelices recuerdos que la obligaban a actuar en mi defensa. La creía tan perturbada que incluso podía haber olvidado que había tomado la pluma de la tienda de mi madre para justificar sus miedos.

—Mi hija no miente —sentenció la mujer de Elöd—. ¡Ya he descubierto a la mujer de Domán husmeando en nuestra tienda en dos ocasiones! Veo que ahora tomó la pluma de Éska. ¿Qué tomara la próxima vez Árpad? ¿Tu espada, quizá?

Mi madre, quien aún consolaba a la mujer de Domán, hincada en tierra junto a ella, le preguntó:

—¿Qué buscabas en la tienda de Elöd?

Era obvio que mi madre tampoco deseaba darle razón a Domán, pues le temía desde que yo era niño. La mujer de Domán miro a su marido con recelo, y dijo:

—Las joyas que no le pertenecen a Boróka.

Suspire largamente, desalentado por la confesión de la triste mujer. Concluí, pues, que no solo había tomado la pluma de mi madre sino que también había intentado robar las joyas de mi prometida. Sin embargo, le atribuí la culpa de su comportamiento a Domán, que jamás le había obsequiado nada a su mujer a pesar de ser un guerrero victorioso.

—No voy a castigarte, mujer, porque tener un marido como el tuyo es condena suficiente y veo que tu espíritu está trastornado —le dije.

Domán escupió en el suelo y me miro, desafiante.

—Sin embargo —proseguí—, debo reprenderte por insultar a Boróka. Te prohíbo que te acerques a ella o a su familia, que pronto será la mía. Te prohíbo también que te aproximes a mi madre o a mí, pues tus palabras traerán calamidades.

—No debes volver a entrar a una tienda que no sea la tuya, aunque te inviten a pasar —agregue—. Por haber tomado un objeto sagrado y haber mentido al respecto de un sueño, tus labios jamás deben volver a mencionar al túrul. Si me desobedeces tan solo una vez, serás expulsada de tu clan y de panonia.

Los ojos de Boróka brillaron, llenos de ira:

—¡No es suficiente, Árpad! —exclamo—. ¡La mujer de Domán me agravió!

»Le pregunté a su madre, quien conservaba la calma, si la mujer de Domán había logrado llevarse alguna de sus pertenencias, y ella negó con la cabeza.

—En ese caso —dije—, bastará con que devuelva la pluma a mi madre y habremos terminado con este asunto.

—¡Debes matar a esta ladrona, Árpad! —insistió Boróka, colérica—. ¡De lo contrario, todo el pueblo se reirá de ti!

Aunque creía quererla, la voz de mi corazón decía que la muchacha se excedía y que aún no poseía ninguna sabiduría para ayudarme a gobernar.

—¡Basta! —dije, sintiéndome enfermo—. No puedo decidir la suerte de una persona con base en mi orgullo. Además, no debes retarme. Se hará como he dicho. Ahora, márchense todos. Deseo hablar con mi madre.

Por un momento, creí que Boróka me odiaba tanto como Domán, pues me dirigió una mirada rabiosa antes de darse la vuelta. Su madre, temerosa de que fuese a cambiar de opinión en cuanto a la boda por el temperamento de la hija, se disculpó profusamente conmigo, inclinándose al piso.

—La mujer de Domán no mentía, ¿verdad? —pregunté, helada.

—No —dijo Árpad—, arriesgaba su vida por salvar la mía. ¡Cuánto dolor, Emilia! ¡La culpa me ha consumido por siglos, sin poder hacer nada! ¡Cómo desearía defender a esa pobre mujer!

—La pasión que Boróka suscitaba en ti había obnubilado tu razón —dije, sintiendo compasión de él—. Pero Árpad, no puedes culparte para siempre, después de todo la mujer de Domán admitió querer apoderarse de las joyas de… Aguarda, ¿por qué tenía Boróka tantos brazaletes?

—En primer lugar, Em, yo no sentía ninguna pasión por Boróka; ella me había dado un bebedizo para controlar mi mente.

—¿Qué tipo de bebedizo? ¿Te refieres al licor que destilaba? —inquirí.

—Por supuestos —dijo él—. Era una poción mágica destinada no solo a hechizarme sino a impedir que me comunicase con mis ancestros y con el túrul. En segundo lugar, como venía explicando, Borókota tenía muchas joyas, y pocas habían sido obsequios de su padre. Esas se las habían proporcionado, en su inmensa mayoría, su maestro y señor… —Árpad arqueo las cejas y abrió las manos con un gesto suave, esperando a que yo completase su frase.

—¡Dóman! —dije, con un nudo en la garganta.

Ecco —replicó él en italiano, con un mohín cáustico—. Lo adivinaste. Ahora dime, Emilia, por qué supones que un maestro le haría tantos regalos a una simple aprendiz, enalteciéndola de tal modo.

—Está claro que odiaba a su mujer —dije—. Bóroka, en cambio, era tan mala como él. Probablemente la apreciaba más que a nadie.

Árpad rio:

—Vamos, Em, puedes ser un poco más maliciosa —dijo.

—No me digas que… —murmuré, pensando lo peor.

—Sí —replicó, leyendo mi mente—. Para cuando encontraron la receta del bebedizo que me convertía en un idiota útil, Boróka ya había albergado en su vientre a dos hijos de Domán.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Cómo es posible?

—Ay, Em, esperaba no tener que recurrir a la historia de la abeja y la flor.

—Árpad, no seas pesado —reí—. Sabes a lo que me refiero: ¿Cómo pudo Boróka ocultar el hecho de que estaba encinta?

—Fácil: mataba a las criaturas antes de nacer.

Enmudecí, horrorizada.

—¿Cómo puede alguien matar a su propio hijo? —tartamudeé, al fin.

—Para Boróka era un privilegio, le ofrecía el rito a Moloch.

—Es el demonio bovino a quien tanto paganos como hebreos desobedientes sacrificaban a sus hijos recién nacidos en tiempos bíblicos, ¿recuerdas? Bien, su culto jamás cesó. De hecho, tiene un lugar privilegiado en Turín, y no me refiero necesariamente a quien nos observa desde la cúpula nebulosa. ¿Recuerdas el edifico que señalaron los vampiros anoche desde el pórtico de la iglesia?

Asentí, aterrada.

—Como viste es el edificio más alto de Turín —dijo él—, pero quizá nadie te haya dicho que es, además, el edificio de ladrillo más alto de Europa. Se lo conoce como la Mole Antonelliana y fue diseñado inicialmente como una sinagoga.

»Sin embargo, cuando la comunidad Judía no pudo seguir financiando la construcción por falta de dinero, el culto homicida de Halstead lo compró a nombre de la ciudad y reinició la obra, agregándole los pisos finales y colocando en el pináculo de la torre, por encima de la ciudad, del continente y de toda la humanidad, una efigie de cuatro metros de altura de cierto demonio cornudo.

—Moloch —susurré, con los pelos de punta.

—En efecto. Revestido de oro, el dios cananeíta del homicidio de inocentes se alza por encima de toda catedral. El edificio ha sido utilizado como logia sacrificial por la secta desde que fue inaugurado el año pasado.

—¡Es la sinagoga de Satán que mencionaron los vampiros! —exclamé.

Él asintió, diciendo:

—Por si fuera poco, la portentosa estatua de Moloch tiene, además de cuernos, enormes alas y unas fauces horrendas y huecas. Finalmente, ostenta también un grabado del Ser Supremo en el abdomen, que es el sello distintivo de la cofradía de Domán… Y, no te asustes, pero iremos a la Mole en cuanto comamos el postre —dijo él, bebiendo el resto de su copa.

—¡No podemos ir ahí! —dije, poniéndome de pie—. ¡Ya he sido advertida dos veces!

—Emilia querida, el baile de la secta se ofrece en la Mole Antonelliana. Tenemos que ir. Descuida, el peligro vendrá cuando salgamos de ella con la llave de la torre.

—¿Vamos a subir al ápice del edificio? ¿Es ahí donde está tu cuerpo?

—No, mi cuerpo está encerrado en un campanario —dijo—. Siéntate, te lo ruego. Deja que te cuente más.

—Está bien —replique, a regañadientes—. ¿Y cuál es la excusa de los turineses para tener un demonio tan conocido como Moloch en la punta de su edificio más importante?

—Ninguna —respondió él, encogiéndose de hombros—. Adivina como le dicen a la efigie para que el resto del mundo no los tilde de adoradores del diablo.

Me detuve a pensar unos instantes y al fin me aventure a conjeturar, titubeante:

—¿Genio alado?

—¡Eso es, Em! —respondió él, riendo—. No esperaba menos de ti. Los Turineses llaman a la imagen de Moloch exactamente del mismo modo que llaman a la estatua de lucifer que está en Piazza Statuto. Dos palabras vagas para describir monumentos tan diferentes en apariencias y que, al mismo tiempo, representan solo al mismo diablo. Genio alado. Felicidades, Turín, que sutileza. Aunque debo decir que en esta ocasión, el genio eres tú.

—Oye —respondí, complacida con el halago pero espantada por la comparación—, no es para que me insultes.

Árpad ordeno un aperitivo dulce y fuerte, y un postre de cacao fundido con crema de avellanas llamado Giandojòt, que era, indiscutiblemente, el postre más delicioso que había probado hasta entonces.

—Ojalá pudieras degustarlo como yo —dije a Árpad, sintiéndome un poco culpable.

—Puedo disfrutarlo casi tanto como tú, Em, aunque no soy tan glotón —dijo, extendiéndome la servilleta de paño que había olvidado poner sobre mí regazo—. Tienes la cara llena de chocolate.

—¡Gracias! —dije, sin avergonzarme en lo absoluto—. Es cierto que podría vivir solo de postres.

—No hace falta que lo digas —rio—. Perdona que vuelva a temas tan repugnantes como los anteriores, pero el tiempo apremia.

—¡Adelante! —lo alenté.

—Borókota y Domán sostenían, pues, una relación ilícita cuyo aspectos más inocentes era el engaño a que nos tenían sujetos a todos excepto a la mujer de Domán, quien los había descubierto pero callaba.

En aquella época, y más en un pueblo pagano, el concubinato era algo natural. Lo raro era que una muchacha de un clan tan importante como el de Edod se prestara para satisfacer los deseos de un hombre como Domán.

No me malentiendas: Domán era un guerrero fuerte y de aspecto soberbio, pero eso no habría bastado para que una muchacha Magyar, ni siquiera una ten perversa como Boróka, arriesgara sus derechos maritales por un frenesí pasional o joyas.

Lo que hizo que Boróka se ofreciese a él voluntariamente fue su sed de poder. Domán la sedujo haciéndola participe de sus artes demoníacas y, poco tiempo después, la inicio en el culto de la sangre. Si hay una pareja atada en el infierno, esa es la de Domán y Boróka.

—El sonido de sus nombres yuxtapuestos es espeluznante; deben estar hechos el uno para el otro —comenté.

—¿No es dulce? Dios los hace y Satanás los ata en maldita unión. Pero con el diablo doto es odio, no creas que en algún momento se han amado.

—¿Ah, no?

—Jamás, y muy pronto te lo demostrare. Pasa pues que, de los pueblos con quienes combatían los magyar, muchos aún preservaban antiguos cultos e íconos demoníacos de toda índole.

Cuando llegábamos a asediar un poblado pagano, Domán siempre procuraba encontrar a los sacerdotes o sacerdotisas para matarlos y beber su sangre en secreto: con su predisposición innata a escuchar a Lucifer, cada vez que bebía la sangre de uno de sus adeptos consolidaba su alianza con el ángel caído. Moloch, ídolo conservado por los sacerdotes paganos, se convirtió en un favorito instantáneo de Domán.

Con el eterno conspirador como maestro, Domán aprendió a realizar los sacrificios con exactitud. Mientras los demás guerreros batallábamos contra nuestros contrincantes, Domán iba por los niños y las mujeres preñadas.

Cuando llegue al reino de la muerte se me mostró como, cuando los hombres magyar llenaban sacos de oro, plata y ornamentos, Domán echaba el suyo a los recién nacidos, apartándose del grupo para descuartizarlos en privado y beber su sangre antes de que muriesen sofocados. Pero creo que es mejor que me reserve los detalles puntillosos.

—Estoy de acuerdo —dije—, agradeciendo el hecho de haber engullido el postre antes de la última mención.

Como habíamos terminado de cenar, nos levantamos y salimos del restaurante para encaminarnos hacia el monumento más alto del mundo erigido en honor del demonio.

—¿Por qué no bebía Domán la sangre de los sacerdotes cristianos? Supongo que los magyar saquearon muchas poblaciones evangelizadas.

—Claro que sí. En un comienzo, Domán bebía la sangre de todo aquel a quien pudiese herir, incluyendo a los religiosos cristianos que caían en sus manos, pero con el tiempo descubrió que solo conservaba el poder sobrenatural de los hechiceros, mientras que el de los justos lo perdía todo, quedando incluso debilitado.

Fue por ello que pidió a Satán una ceremonia excepcional que le permitirá adueñarse de los talentos y conocimientos ajenos sin perderlo jamás, ya fuese la victima un alma noble o una ennegrecida por el pecado.

»Por tal motivo, antes que nada, Lucifer tuvo que guiarlo a la morada de un brujo turco que le enseño a atar las almas en vida. Este hombre había migrado con su pueblo a las estepas del norte del mar. Muerto donde nosotros también estuvimos antes de llegar al territorio que hoy conocemos como Hungría. Tras haber aprendido cuanto necesitaba del hechicero, Domán ato su alma en vida y bebió su sangre.

—Traicionero hasta con los suyos —comenté, mientras cruzábamos una plaza vacía—. ¿Qué es atar un alma en vida?

—Es adueñarse del espíritu y voluntad de una persona mientras ella continua viviendo, como Domán hizo con Vivianne Muse.

Antes de que Lucifer lo transformase en un vampiro eterno, era menester que Domán llevara a cabo un ritual preciso que todavía emplean alguna sectas de magia negra. Pero desde que Domán adquirió la inmortalidad, todo lo que tiene que hacer para atar el alma de su víctima es obligarla a beber de su sangre.

—¿Qué hay de los otros vampiros? ¿Pueden hacer igual?

—Los vampiros, en general, son torpes y suelen desangrar a sus víctimas a menos que sean muy antiguos y hayan aprendido a moderar su apetito. Por lo demás, recuerda que no están interesados en la conversión masiva de los mortales, así que no es su costumbre darles a beber su sangre. Cuando hay demasiados vampiros, los más fuertes matan a los más débiles para controlar la población.

—¿Y si, por ejemplo, Vivianne quisiera darme a beber de su sangre, se adueñaría de mi alma y voluntad?

—La mayor parte de los vampiros le deben ya obediencia a otros más poderosos que los ha hecho sus sirvientes después de poner a prueba su lealtad. Si el amo ordena que aten el alma de un mortal, lo hacen, pero no es algo que suceda con frecuencia. Vivianne, quien no fue convertida por deseo propio, es una excepción.

—¿Por qué no se limitó Halstead a tomar su talento, como lo hizo con Carlitos Canteur? —lloré.

—Para no privar a Lucifer de atormentar a un alma tan bella. Quería, además, hacerla su concubina y darse el gusto de verla comportarse como una meretriz que lo adulara constantemente con sus celos enfermizos y fría lujuria.

—Juro que lo mataré —dije, apretando los puños.

—No alimentes al demonio con tu ira, que estamos en su casa —ordeno Árpad—. Di una oración en tu mente y proseguiré. Ya nos acercamos a la Mole.

Hice lo que decía.

—Me quede, pues, a solas con mi madre cuando Domán se llevó a su mujer por la fuerza y Boróka partió enfadada a su tienda la víspera de nuestra boda —continuó—. Mi madre me dijo que no aprobaba el tono de Boróka, y pude ver que estaba intranquila, pero la consolé diciéndole que la muchacha aprendería a comportarse mejor en cuanto nos casáramos.

Entonces mi madre reparo en la pluma de túrul que la esposa de Domán había dejado caer sobre el prado, y se inclinó a recogerla.

—Árpad, esta no es mi pluma —me dijo, temblando.

Atemorizado, le pregunte como lo sabía si todas eran tan parecidas entre sí.

—El cálamo aún está lleno de liquido perlado —respondió, con los ojos humedecidos—. ¡Mirala!

Era cierto: la sangre blanca del túrul había formado una gota fresca en la punta del eje hueco. De inmediato comprendí que había cometido un error con la mujer de Domán: el túrul le había dejado una prueba de su visita y yo había rechazado el mensaje que me traía.

—¡El sueño! —dijo mi madre—. ¡No debes casarte mañana!

»Ponderé lo que me aconsejaba contemplando el cielo del Danubio unos minutos y, al final, respondí:

—Madre amada, si lo hago mañana o el día después, no habrá diferencia. Boróka es la mujer que deseo como esposa. El sol no va a dejar de brillar sobre nuestras cabezas si cumplo con mi palabra pero, si no lo hago, nuestros ancestros me castigaran.

Ten presente que, aun si el túrul decidió presentarse ante la mujer de Domán, eso no significa que ella haya comprendido el mensaje del sueño —continué—. Recuerda también que la madre de Boróka la sorprendió en su tienda en dos ocasiones y, como sabes, quien es capaz de robar también lo es de mentir.

Si no me caso mañana después de esta larga espera y el empeño que el pueblo ha puesto en la preparación del banquete, todos estarán decepcionados y perderé el respeto de los lideres, en especial si lo hago por cauda de una mujer quebrantada que es capaz de tomar lo que no es suyo, desobedeciendo nuestras leyes. Necesito un heredero, madre. Apoya mi decisión.

Ella me miro largamente a los ojos y afirmó:

—Hablaste con sabiduría, hijo. Te casaras mañana. Ahora llevare la pluma a la mujer de Domán.

Decidí acompañar a mi madre para disculparme con la mujer de Domán por no haber creído que túrul se había manifestado en su sueño, pero solo hallamos a la hija en la tienda familiar. Domán se había unido al festejo nocturno de los hombres y hablaba con Elöd y mi padre. A él se le veía triunfal, pero su esposa no estaba por ninguna parte.

Mi madre y yo pensamos entonces que debía estar a la orilla del rio para aliviar sus pesares y como todo estaba tan oscuro lejos del campamento acordamos que la buscaríamos por la mañana para devolverle la pluma y permitirle que asistiera a la celebración.

Acompañe a mi madre a su tienda pero volví a sentirme tan nauseado que no pude festejar con los hombres y regrese a mi tienda para dormirme en un instante.

Al despuntar el alba, los guerreros más destacados vinieron por mí para escoltarme con sus armas e insignias, seguidos por todos los miembros de mi clan. Habían dispuesto varios cueros curtidos y repujados en tomo a una roca alta de superficie plana desde la cual yo debía presidir la ceremonia. Nadie hablaba, pues era una ocasión muy solemne.

Subí a la roca y Elöd y su mujer se acercaron, hincándose a mis adornadas. Pedí a los padres que se pusieran de pie y ellos depositaron flores y piedras preciosas sobre la roca como símbolo de que me hacían entrega de lo más bello y preciado que poseían. A continuación, se situaron al lado izquierdo del montículo.

Mi madre puso el manto matrimonial sobre los hombros de Boróka, proclamándola así su hija, y mi padre la tomó de la mano para que se incorporase, guiándola al pie del lugar desde donde yo la miraba. Boróka extendió sus manos y yo le di mi sable y mi pluma de túrul, significado que en ella depositaba toda mi confianza. Ella aseguró ambos objetos bajo su cinto y la ayudé a subir al pedestal junto a mí, momento en que los miembros de mi clan invitaron a los miembros del clan de Boróka a acercarse.

Cuando todos nos rodearon, pasé mi espada por el aire frente a Boróka y tras ella, lo que quería decir que siempre la guardaría del peligro, y ella ató el pañuelo de su padre alrededor de mi muñeca, haciéndome dueño de sus cuidados y obediencia. De ese modo nuestros dos clanes se unificaron y el pueblo gritó exaltando la nueva casa de Árpad.

Todos empezaron a bailar en torno a la roca y hubo gran algarabía. Luego, nuestros padres nos ayudaron a descender y nos instalamos sobre los cueros curtidos para que nuestros súbditos pasaran a rendirnos homenaje. Las mujeres dispusieron la comida y la bebida, y se dio inicio a la celebración.

Boróka, solícita, procuraba que mi copa siempre estuviera rebosante, lo que yo aceptaba gustoso. Tras varias horas de comer, beber y bailar, todo el pueblo nos acompañó al fuerte llevando antorchas y entonando cánticos que continuaron mientras Boróka y yo nos adentramos en el que iba a ser nuestro nuevo hogar.

Me sorprendió que Boróka hubiese preparado la habitación de forma tan peculiar pero, como nuestro pueblo acostumbraba dormir en tiendas, se lo atribuí a la torpeza de la juventud que, deseando innovar, no siempre hacía las cosas bien.

La habitación del fuerte contaba ya con algunos muebles entre los que estaban la cama y lo había cubierto con un manto rojo.

En cambio, no había vestido nuestro lecho con telas y pieles suaves como dictaba la lógica: esa esterilla no iba a resultarle cómoda a nadie que tuviera la costumbre de dormir sobre tapices mullidos dispuestos sobre la tierra blanda del campamento.

Lamenté que solo hubiera puesto una ligera manta sobre la esterilla y, aunque habría preferido llevarla a mi tienda, me resigné a pasar la noche en el fuerte.

No quería contrariar a mi mujer, en especial después de los problemas de la noche anterior, así que dejé mis armas sobre el piso de piedra y ella me guio frente al espejo cubierto. No pregunté qué hacía pues, además de estar bastante ebrio, no me sentía bien.

Boróka se situó detrás de mí y procedió a desnudarme. Primero me quitó el tocado de la cabeza, después el cinto y las botas y, por último, la bata.

—No te muevas —dijo, y yo le obedecí, intentando no tambalearme.

Ella caminó frente a mí, a su vez despojada de las vestiduras nupciales, y descubrió el espejo. Al ver el reflejo de su cuerpo di un paso atrás, atemorizado: mi mujer había dibujado en su vientre una figura que había visto antes en un sueño.

Aquella no era una de nuestras rovás, sino un enorme ojo encerrado en un triángulo. En mi sueño, el túrul me lo había enseñado brillando sobre los cadáveres de los monarcas de todos los pueblos del mundo. Lejos de significar una victoria de los magyar sobre los grandes imperios, sabía que se trataba de un terrible presagio para las generaciones a venir.

—¿Qué significa esto? —pregunté, temblando—. ¿Quién te impuso esa rovás maldita en nuestra noche de bodas? ¡Lávate ahora mismo, mujer! —ordené, colérico.

Entonces Boróka se movió y descubrí que el ojo maligno no estaba dibujado sobre su vientre sino en el espejo.

—¡Árpad, hijo de Almos! —dijo, dirigiéndome una sonrisa pérfida—, llegó la hora de tu muerte.

Sus ojos eran los de un espíritu maligno. En ese momento percibí una figura a mis espaldas y me di la vuelta para encontrarme con Domán, quien se había puesto mi tocado.

—Veremos cuál de los dos es el verdadero sacerdote. Al fin tendré mi venganza —dijo por entre los dientes.

Mi primer pensamiento fue defender a Boróka y por ello quise tomar mi espalda, pero Domán ya se la había ceñido.

—¿Buscas esto? —preguntó, pasando los dedos por el ave labrada en la empuñadura—. El túrul ya te olvidó, príncipe Árpad.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, tan furioso como perturbado—. ¡Devuélveme mi arma y sal de inmediato!

—Te sientes mal, ¿verdad? —preguntó Domán—. Descuida, no te mataremos hasta que hayas presenciado todo nuestro poder.

Miró hacia arriba y, formando un triángulo sobre su cabeza con los dedos índice y pulgar de ambas manos, exclamó:

—¡Oh, Jabulón! ¡Entra en mí y dame el soplo de la quietud!

Dicho esto, sopló en mi rostro y todas mis fuerzas desaparecieron. Caí al suelo sin poder mover un dedo. En vano intenté hablar: había perdido la voz.

Boróka se acercó a Domán y lo abrazó, riendo. A duras penas si podía verlos y escucharlos murmurar entre sí, tendido en el piso como estaba. Ella descubrió el lecho y dijo a Domán:

—Moloch espera el sacrificio prometido.

Domán me arrastró hasta el lecho por los pies y, con la ayuda de Boróka, me levantó para acomodarme sobre la esterilla. En cuanto mi cuerpo la tocó, el olor pungente de la sangre seca llegó hasta mí.

—¿Ofrendaste el niño antes de la medianoche? —preguntó Domán a Boróka.

Ella asintió, diciendo:

—Lo hice en cuanto mi madre se marchó.

Aterrado, evoqué mentalmente al túrul con todas mis fuerzas, pero mi espíritu estaba confuso a causa del bebedizo que Boróka me había administrado a lo largo del día.

—Y no olvidaste mezclar algo de la sangre en la bebida de Árpad, ¿verdad? —preguntó Domán a Boróka.

—No —dijo ella—. Si lo hubiese olvidado, este necio podría levantarse en cualquier momento y darnos muerte. Además, sin la sangre del niño el soplo de Jabulón no habría surtido efecto.

Domán rio y dijo:

—Te equivocas, aprendiz inexperta. Jabulón puede obrar sobre él por la injusticia que cometió anoche con mi mujer: si Árpad hubiese sabido reconocer la verdad y hubiese escuchado el mensaje que el túrul le envió por medio de la única persona que conoce nuestro secreto, no habría perdido su fuerza. La sangre del niño es parte del ritual que va a comenzar. Ahora tiéndete en el lecho junto a él y no me interrumpas.

Ella hizo como él ordenaba, pero replicó:

—Al menos podrías felicitarme por el efecto que tuvo la poción que preparé sin tu ayuda. Árpad e prendió de mí como el más ingenuo de los muchachos. Está aquí por mis artes y no por las tuyas.

Domán ató mi mano a la de Boróka con un lazo húmedo y le dijo:

—¿No es absurdo que esperes agradecimiento de quien te lo ha enseñado todo?

Escupió sobre el lazo seis veces y procedió a espolvorear sobre nuestros rostros y cuerpos tierra que extraía de un saco.

Yo parpadeaba con gran dificultad y por ello mis ojos quedaron llenos de tierra. Respirar era cada vez más trabajoso conforme Domán recitaba una serie de palabras ininteligibles. Al final se puso frente a nosotros y un olor nefasto llenó la estancia.

—Bienvenido, espíritu de putrefacción —dijo Domán en voz alta y temblorosa—. El príncipe y la princesa bebieron la sangre del inocente inmolado a Moloch. Ya los cubre el polvo de la vieja Tierra. La novia maldita, en cuyo vientre mora la muerte, fue desposada con el novio justo. Recibe nuestra ofrenda. Estas son las bodas del íbice. Seamos condenados todos los que asistimos a ellas.

Si hubiese podido respirar más de prisa, mi corazón habría estallado del miedo. Sin embargo, cada vez inhalaba menos aire y mis latidos se hacían más lentos. Domán se inclinó para recoger algo del piso y se incorporó, sosteniendo la calavera de una cabra en la mano izquierda. Dio unos pasos hacia Boróka y, con tono solemne, le preguntó:

—¿Entregas tu cuerpo a Baphomet para que tu maestro se una a él en cópula perfecta?

—Acepto ser el cadáver que acoge su espíritu. Ténganme ambos, uno humano y otro inmortal —replicó ella.

Domán cubrió el rostro de Boróka con la calavera y, tras desnudarse, se echó sobre ella. Boróka emitió un rugido masculino y demoníaco, y supe que el espíritu llamado Baphomet había tomado posesión de su cuerpo.

Mis ojos polvorientos vieron a través de las lágrimas cómo la cabeza de Boróka se transformaba en la de una gran cabra barbada. Estoy seguro de que, si el pueblo no hubiese estado entretenido en el festín de la boda, todos habrían escuchado los gruñidos de los demonios que se entregaban a tan estrepitoso arrebato carnal junto a mí.

A la habitación llegaban cuantiosas sombras oscuras que sobrevolaban el lecho entre chillidos para desaparecer a través del ojos dibujado en el espejo. Finalmente, Domán exhaló con fuerza y se retiró del cuerpo de Boróka, cuya cabeza había vuelto a ser la de antes, aun si estaba cubierta con la calavera de la cabra. Él se puso de pie y tomó mi daga y la pluma del túrul.

Antes de que yo pudiese parpadear, Domán enterró la daga en el vientre de Boróka, quien lanzó un grito repentino.

—¡Maldito! ¿Qué hiciste? —exclamó.

Domán simplemente sopló la calavera tras evocar a Jabulón y supe que Boróka había quedado, como yo, paralizada bajo la máscara caprina. A continuación, Domán extrajo el puñal y bebió la sangre que manaba de su herida. Cuando cesó de beber, vi sus fauces teñidas de rojo por primera vez.

Domán se dio la vuelta y dijo, mirando al espejo:

—Ya tomé el derecho del novio. También di muerte a la princesa y bebí su sangre, amo. ¡Tu ojo es mi testigo! Recibe ahora la sangre del príncipe novio y ata su alma en vida para que yo sea inmortal.

Traté de gritar con todas mis fuerzas, pero solo pude pestañear. Domán se arrodilló a mi lado con la daga y murmuró, de nuevo con la vista clavada en el espejo:

—Como tú traicionaste a tu Rey, oh amo de las tinieblas, yo traiciono al mío. Cumple tu promesa y hazme monarca de las sombras en la Tierra como lo eres tú en el Hades.

Domán alzó la daga y me miró a los ojos.

—Adiós, Árpad de Almos —dijo, haciendo que sus dientes crujieran con un movimiento espasmódico de la mandíbula—. Hoy muere el linaje de tu padre para que mi gloria sea colmada.

Con un movimiento preciso, enterró la daga en medio de mi pecho y, en ese instante, mientras experimentaba el más acerbo dolor, el túrul se manifestó ante mí por última vez. Entendí por medio de su trino que lloraba mi muerte y la suya propia. Desde ahora viviré en tu corazón, cantó, y lo sentí entrar en mi pecho.

Domán se inclinó sobre mí para beber largo tiempo y, antes de que mis ojos se cerraran para siempre, lo vi transformarse en el ser inmortal que es hoy en día. Izó la cabeza y, tras proferir un alarido, me enseñó su rostro desfigurado y largos colmillos. Después de eso no vi nada más, pero sus palabras fueron las últimas que escuché:

—Duerme, Árpad de Almos —siseó—. Duerme el sueño eterno de la incertidumbre y el olvido de quienes en vida no eligieron luz ni oscuridad.

—Árpad —lo interrumpí, con voz entrecortada—. ¿Cómo es posible que no desees vengarte de él?

—Porque al fin conocí la luz, Emilia —dijo—. Diez siglos en el reino de la muerte bastan para que mi alma rechace todo lo que pueda parecerse a mi asesino.

Tomé su mano entre las mías y la besé por encima del guante blanco. Habíamos llegado a la parte trasera de la Mole Antonelliana.

—¿Qué ocurrió después? Aún no me has explicado de dónde descienden los magyar —dije.

—Domán huyó esa misma noche pues debía encontrar un refugio antes del amanecer. Se había convertido en un vampiro y, por lo tanto, estaba sujeto a nuevas leyes de existencia —explicó—. Lucifer lo guio a un sepulcro cristiano que estaba vació; la familia del difunto se había llevado el cuerpo al huir de la región tras escuchar que los magyar habían tomado el valle del Danubio. Allí descansó Domán, si es que a ese perpetuo sufrimiento del alma se le puede llamar descanso.

Una unión tan profunda con el demonio había ahondado el odio instintivo que Domán sentía por el Creador de todo el universo, y su amo empezó a torturarlo desde la suprema oscuridad infernal. Le reveló, sin embargo, todos los misterios del nuevo culto de la sangre que debía desarrollar.

En este, vida eterna en el Paraíso que la preciosa sangre de Cristo había comprado para la redención del hombre sería reemplazada por la inmortalidad del cuerpo a cambio del alma y, en contraposición a la comunión de los santos, Domán establecería la comunión de los malditos.

Cuando mis padres hallaron nuestros cadáveres en el lecho nupcial al día siguiente de la boda, intuyeron que Domán había sido el culpable de los crímenes y al no hallarlo por ningún lado iniciaron la búsqueda para matarlo. La mujer de Domán, quien se había marchado retornó y declaró todo lo que sabía ante los líderes, confirmando sus sospechas.

Por fortuna, mi madre la compensó ampliamente por haber dudado de su palabra y la acogió como a una hermana. Puesto que nunca más se volvió a saber de Domán, la mujer recobró su alegría.

—¿Y tu descendencia? —insistí, impaciente.

—No la hay —respondió, sonriendo—, pero la casa real de Árpad no es solo una leyenda o equivocación histórica: después de mi muerte, mi padre retomó el principado para anunciar, días después, que mi madre estaba encinta.

El varón que dio a luz llevó mi nombre y cumplió todas las profecías del túrul, pues de él proviene una espléndida dinastía de reyes que, a diferencia de mí, sí conocieron a Dios. Mis padres vivieron largos y prósperos años junto a mi hermano Árpad y, a pesar del dolor que les trajo mi muerte, fueron compensados con creces.

—Hablas como si fuese un cuento de hadas aunque ambos sabemos que es una historia de horror —dije, frunciendo el ceño.

—Me gustan los finales felices —respondió, suspirando—. Al menos Domán no logró una victoria completa y los muchos santos que nacieron de la casa de Árpad, mi hermano y tocayo, le duelen personalmente al diablo.

—Supongo que podría ser peor —dije, meditabunda—. Eres el muerto más sereno que he conocido.

—Gracias —dijo, con una pequeña reverencia—. Ahora lo sabes todo de mí. Bueno, casi todo: para evitar que mi alma fuese liberada, Domán robó mi cuerpo sin que nadie lo notara la misma noche en que me sepultaron y lo puso en un lugar que solo él conocía. Entonces desperté en esa caverna desolada de la muerte.

En ella no había más que una especie de espejo a través del cual se me mostró toda mi vida desde el momento de mi nacimiento. Al hacerme esclavo de la muerte, Domán e apropió de todas mis vivencias como fuente de alimento espiritual, aumentando así su poder. Poco después, descubrí que estaba unido a él y a todas sus víctimas. Aún puedo observarlos y saber todo lo que piensan, sienten o hacen.

Solo cuando te asomaste a mi lugar de encierro e hiciste la promesa de ayudarme pude salir de la caverna y vagar con libertad por el Hades sin que Domán lo supiera.

No veía a Dios pero al menos veía a los muertos que pasaban por el umbral antes de ir al cielo, al purgatorio o al infierno, y a veces los acompañaba en su trayecto por la muerte, ese oscuro universo que tantos deben recorrer antes de alcanzar su destino.

Aún lo hago. También encuentro a quienes llegan allí en sueños. Unos y otros se van y yo me quedo, pero la muerte prolongada me ha enseñado mucho más que la vida.

Domán estableció la secta y traslado mi cuerpo a Turín en cuanto Lucifer obtuvo el dominio de la ciudad gracias a la magia negra practicaba en ella por tanto tiempo. De algún modo, mi cadáver sigue siendo el mayor trofeo de Domán. Supongo que no ha odiado a nadie como a mí. Sin embargo, cuando me trajo aquí me dio la posibilidad de interactuar con los vivos.

—¿Él lo sabe? —pregunté.

—No, por supuesto que no. Solo tú lo sabes.

—¿Y el demonio?

—Para él soy solo un alma en pena, un muerto que encontró el portal entre Hades y Turín. Estoy seguro de que le duele que al fin haya podido ver a Dios pero, por otra parte, la ambivalencia de mi estado lo complace porque no puedo ir al Cielo. Me oprime de noche y de día, solo tengo consuelo cuando estoy a tu lado.

Las otras almas que pueden materializarse en Turín deben regresar al infierno o a la muerte a ciertas horas, dependiendo de su estado. Los condenados, claro está, sin demonios de toda clase y su sufrimiento nunca cesa.

Los muertos, por otra parte, están en un período transitorio, por lo que muy pocos tienen el tiempo de hacerse palpables en esta ciudad: todos, sin excepción, son codiciados por Lucifer y deben batallar por su salvación.

—Cielos, Árpad, tengo mucho miedo de morir —dije, estremeciéndome.

—No te culpo —dijo, abrazándome.

—¿Por qué no le dice Lucifer a Domán cuánto poder tienes? —pregunté—. ¿Por qué no lo pone sobre aviso?

—No puede hacerlo. Dios no se lo ha permitido —dijo, con ojos brillantes—. Aun así, le temo profundamente al demonio. Siempre está planeando la perdición de las almas y ya sabe que visito las iglesias de la ciudad con frecuencia. No he recibido ningún sacramento, lo que me hace muy vulnerable a sus asechanzas, pero cuando me des un funeral cristiano, si Dios me ayuda, descansaré.

—Así será —le dije—. Oye, Árpad…

—¿Sí?

—Si muero antes de liberarte, ¿me esperarás en el portal de la muerte?

—Puedes contar con ello —dijo—. Y si logramos nuestro propósito y voy a un lugar mejor, regresaré al umbral para acompañarte al Cielo.

—Sinceramente, aspiro al purgatorio —dije.

—Yo también —replicó—. Estoy ansioso de llegar a un lugar donde no pueda alcanzarme Lucifer. Y, hablando del rey de Turín, es hora de entrar a la logia. ¿Lista para improvisar?

—Tanto como puedo estarlo —dije.