CAPÍTULO 18

RITORNELLO: LOS RECUERDOS PERDIDOS

Desperté unos minutos después sostenida por él, quien me llevaba en brazos hacia la salida de la iglesia.

―Árpad —suspiré, abriendo los ojos—, ¿fue real?

Él se detuvo en seco y respondió, sonriendo:

—Tan real que podría besarte ahora mismo. Es solo que temo que…

—¿Sí?

—Temo que ya no me ames, ahora que sabes lo que hiciste por mí.

—Déjame en el suelo, por favor —pedí.

Él frunció el entrecejo y me depositó suavemente frente al portón. Yo lo rodeé con ambos brazos por la nuca y dije:

—Solo podría amarte más.

Quería que se inclinase sobre mí y me besara, pero él me miró con seriedad y preguntó:

—¿A pesar de saber que todo lo que te ha ocurrido con Halstead fue solo porque quisiste salvarme?

—Sí —dije, sonriendo—. Todo es como debe ser.

Él me tomó de la mano y me arrastró fuera de la iglesia. Había una luna blanca espléndida en el cielo azul añil.

—Ven conmigo —dijo.

Me llevó hasta la parte posterior de la iglesia, que también estaba bastante elevada por encima del nivel del terreno y cuyas barandillas estaban sombreadas por un gran arbusto. Árpad estaba feliz y esto se evidenciaba en todos sus gestos.

—Que hermoso —dije, mirando hacia arriba pero pensando en él—. Parece que nadie nos estuviera observando.

—En este momento nadie nos observa, Em —dijo, girándome hacia él y hundiendo una de sus manos en mis cabellos—. Dime de nuevo que no me odias.

—Solo puedo sentir una cosa por ti, Árpad —dije, sonrojándome bajo su mirada sugerente.

Su boca cubrió la mía en un instante y sus labios se abrieron para prodigarme el más dulce de los besos. Rodeó mi cintura con su brazo y me sujetó contra sí, infundiéndome de tibieza. Sentí que nos envolvía un fuerte torbellino de viento y él dejó escapar un suspiro que revelaba un anhelo profundo. Esta vez no vino a mí ninguna imagen, ni sentí frialdad alguna emanar de él.

—Nunca viví el amor humano así —murmuró en mi oído sin soltarme.

—Yo tampoco —dije. Necesitaba que supiera que jamás había querido a Halstead.

—No hace falta que lo digas, Em, lo sé. He estado contigo desde que Halstead bebió tu sangre por primera vez… es solo que el corazón humano está lleno de engaños.

—¿Y el de los muertos? —pregunté, elevando el rostro hacia él. Se lo veía sereno y, a la vez, lleno de emoción.

—No. Yo solo puedo amarte con el alma, Emilia. Este es el único amor real, y es eterno pues no está oculto tras el velo de la ilusión del mundo.

—Árpad… ¿pudiste conocer la luz cuando Halstead me hizo su víctima?

—Sí. Si pudiera mostrarte ese instante lo haría, pero ya no es necesario. Gracias a que viste el antes en que existías fuera del tiempo, no tengo que imbuirte los recuerdos a través de besos. Estos llegarán a ti por sí solos. Al recordar un recuerdo tan profundo tomaste parte del más allá, lo que te hace más parecida a mí.

—¡Ya no me enfrías! —dije, sorprendida.

—Porque tu alma está más cerca de la mía y de la muerte… y, por ello, has perdido tanto calor que ya no me percibes frío. No debes morir, Emilia. Es preciso que salgas de Turín en cuanto hagamos lo que debemos hacer.

—No me importa morir con tal de recuperar tus restos —dije—. ¿Sabes dónde están?

Él asintió.

—No es suficiente con que te lleve a ellos —dijo—. Tendrás que romper la maldición.

—Creí que se había disuelto cuando Halstead me atacó —afirmé, apesadumbrada.

—Para cuando te encontró en esa calle desierta, Halstead ya había trasladado mis restos humanos a Turín. Por tal motivo, hacía mucho que podía materializarme dentro de la ciudad pero me fue imposible conocer a Dios hasta que tu sangre corrió por sus venas casi un siglo después.

—Tu sacrificio, además de abrir los ojos de mi espíritu, permitió que te encontrara en vida. La unión que se produjo entre nosotros a través de la sangre hizo que te reconociera de inmediato pero, puesto que Turín me proporcionó el medio de hacerme palpable como cuando estaba vivo, me acerqué a ti humanamente. Ahora resulta que estoy apegado a ti, Emilia.

—No solo te quiero en tu forma espiritual sino con todas las características de tu encarnación: lo que dices y lo que haces, tu inteligencia y tus emociones, tu instinto, tus gestos e inflexiones, tu voz y tu mirada, tu ira y debilidad. Quiero, incluso, tu cuerpo: cada vez que me separo de ti duermo en el recuerdo de tu tacto. Este es el segundo motivo por el cual te pedí que vinieras a mi encuentro: no bastándome la salvación, tenía que estar contigo. Tenía que amarte y sentirte en vida, Emilia. Perdóname.

—Me estás pidiendo que te perdone por anhelar lo mismo que yo —dije—. Daría lo que fuera por devolverte la vida que Halstead te robó y estar contigo en el mundo.

—No debes pensar en ello —respondió—. Esa es la filosofía de nuestro enemigo y la razón por la cual se hizo vampiro.

—Te equivocas. Él no conoce el amor —murmuré.

—Solo podremos estar juntos fuera del mundo, Em.

—Bienvenida sea la muerte, entonces —dije, deseando que llegase pronto.

—No la invoques. Tú irías a la eternidad y yo me quedaría atrapado entre Turín y Hades para siempre por causa de Halstead.

—Si al fin conociste a Dios, no comprendo en qué consiste la maldición, Árpad. ¿No conoce tu alma el camino?

—He forjado una alianza con Cristo gracias a ti. Veo Su luz y siento Su amor. Ahora que conozco la fuente de toda la creación, mis plegarias ascienden. Mi alma despertó de la que iba a ser una pesadilla eterna. Por otra parte, lo que ha hecho el demonio por medio de mi cuerpo y sangre debe ser anulado con un rito tan poderoso como el suyo —dijo.

—Sabes que estoy a tu disposición —respondí—. Estoy lista.

—Debes tener toda tu energía vital para llevarlo a cabo —replicó—. Sin embargo, es difícil que la mantengas estando cerca de mí, y más aún en Turín. Por ello, debemos actuar pronto.

—Bien. Dime lo que debo hacer —dije.

—No puedo entrar a la torre donde están mis restos ni tampoco apropiarme de ninguno de los objeto que la secta homicida emplea para mantener la maldición, incluyendo la llave que necesitas para entrar a la torre. Aun así, puedo manipular las circunstancias a nuestro favor. Los adeptos de Halstead darán un baile mañana en la noche en la Gran Logia Subalpina. En ocasiones como esta, las familias de los iniciados son admitidas en las celebraciones. Prepárate para asistir como la esposa de uno de ellos.

—¿Quién será el iniciado que me lleve? —pregunté, aterrada.

—Yo —dijo, sonriendo. Sus ojos se encendieron.

—¿Tú? ¡Sabrán que no eres uno de ellos!

—Claro que no —dijo, riendo—. ¿Olvidas que puedo poner ideas en las mentes de los vivos?

—¡Cierto! —exclamé, tomando sus manos—. ¡Esto es maravilloso!

—Tenemos grandes ventajas —dijo, entusiasmado a su vez—. Será divertido. Ahora…

—Debes llevarme a casa —dije, anticipándome a sus palabras.

—Empiezas a conocer las reglas —dijo, guiñándome un ojo.

Caminamos tranquilamente hacia la casa mientras Vajda me explicaba que era la misma que había adquirido de la signora Maggiora. Si bien había cerrado el trato con la signora antes del baile que esta ofreció en su propiedad, Árpad había puesto brevemente la idea contraria en la mente de Nicolás Issarty para validar su presencia en el festín mientras fuera conveniente. También explicó que la potestad demoníaca que rige Turín no podía observarnos mientras pisáramos suelo sacro, como en la parte trasera de la iglesia, aun si los vampiros aliados de Halstead tenían la facultad de encontrarme en cualquier lugar.

Cuando llegamos, Vajda se despidió de mí en la puerta. Estaba tan hermoso que quise que me besara de nuevo, pero me sentía tan débil que estuve a punto de desvanecer.

—Te acompañaré desde la muerte mientras duermes —dijo, y me pareció que estaba complacido—. No puedo abusar de tu vitalidad.

Comprendí que había reconocido mis intenciones y me sonrojé.

—Buenas noches —dije, sonriendo y evitando su mirada.

Vajda rio y besó mis labios fugazmente. Acto seguido, se alejó en dirección a la estación de trenes. Suspiré y, tras cerrar la puerta, subí a la habitación. Me sentía feliz. Cuando tomé la túnica de Vajda para usarla a modo de camisón de nuevo, reconocí el sudario con el que lo había en el reino de la muerte.

Dios, pensé, con lágrimas en los ojos. Permíteme estar a su lado para siempre. Me metí en la cama y, tras cubrirme con las mantas, me quedé dormida rezando por Árpad y por mí.

Soñé con la primera vez que Halstead me había atacado. En el instante en que sus colmillos me traspasaban, la voz de Árpad había brotado de mi atacante como un gemido profundo que luego se convirtió en mi propia respiración. Soy sangre de tu sangre, decía Árpad dentro de mi corazón, y su dolor se tornaba en dicha. Segundos después, se materializó a unos pasos de nosotros entre la niebla y, sin que Halstead lo viera, se acercó con sigilo y puso la estatuilla de la Virgen en mi mano. Halstead dejó mi cuerpo inerte sobre el pavimento y se marchó, huyendo de la imagen sagrada. Entonces Árpad salió de la niebla y se inclinó a mi lado.

—Gracias, ángel mío —dijo, derramando lágrima sobre mí y deteniendo la sangre de la herida con ambas manos—. Me mostraste la esperanza.

A continuación, miró hacia el oscuro firmamento y lanzó un grito profundo:

Quis ut Deus?

Sollozando, Vajda me tomó en brazos y me llevó al camposanto. Allí me depositó sobre la tierra bendecida y rasgó un jirón de mis faldas para cubrir mi herida, cuidando de mí hasta que la sangre dejó de manar.

—Nuestra sangre es una en el enemigo, y nuestras almas son una en Dios —susurró, arrullándome—. Despierta, Emilia.

Yo abrí los ojos y lo vi entre las tumbas.

—¿Qué me han hecho? —murmuré.

—Ofrendaste tu sangre por mi salvación. Guardaste tu promesa.

—Te conozco —le dije, sin comprender lo que ocurría—. Eres mi único amigo.

—Debo robar tus recuerdos de esta noche para que se cumpla la profecía. ¿Me obedecerás?

—Sí —respondí y, como si Halstead nunca me hubiese atacado, todo dolor cesó.

—Ve a tu casa y cambia tus ropas. Después, deja en el pórtico de la iglesia el vestido blanco que llevas puesto. Tu atacante lo encontrará y te reconocerá como la novia esperaba. Estaré cuidando de ti todo el tiempo.

—Así lo haré —respondí.

Sosteniéndome, me ayudó a incorporarme y me siguió hasta la casa de mis padres. Yo entré, me puse una bata y volví a salir sin que Lucía notase mi presencia. Al salir, Árpad estaba esperándome entre las sombras. Me siguió hasta la iglesia, donde llevé el vestido, que estaba desgarrado y manchado de sangre. Avancé por las gradas y me hinqué de rodillas frente a la puerta de la iglesia. Allí alisé el vestido con cuidado, presionándolo contra la piedra oscura, de modo que las blancas faldas quedaran desplegadas hacia los escalones y el jubón ostentara a la altura del corazón la sangre que se había acumulado en el escote, tal y como si una muerta invisible lo llevase puesto. Daba la impresión de ser el traje de una novia que hubiera sido asesinada en el día de su boda.

—Perfecto —dijo Árpad, supervisando mi hacer—. Nuestro enemigo olerá la sangre seca de su víctima en el vestido antes del amanecer y lo llevará consigo como nuestra de que la profecía de la novia empieza a cumplirse.

—¿Qué pasará después? —pregunté.

—Indagará al respecto de ti para asegurarse de que tienes los requisitos esperados.

—¿No sabrá que dejamos el vestido en ese lugar adrede?

—Creerá que viniste aquí guiada por Lucifer para dejar la señal inequívoca que él ha estado aguardando.

—Ah. Es importante que el padre Felipe no lo encuentre antes.

—Descuida. El óxido de la sangre que ya probó obligará al vampiro a seguir el rastro del aroma a la intemperie en unos instantes. Es uno de sus instintos primordiales, no puede dejar evidencia pública de ningún ataque.

Cuando terminé, Vajda me acompañó de nuevo a casa.

—Gracias —dijo, con ojos acuosos. Parecía acongojado por un ineludible remordimiento—. Ahora, entra en la casa y olvida que me viste.

—Dime tu nombre —pedí.

—Soy Árpad, hijo de Almos y voivoda del pueblo magyar.

—¿Qué es un voivoda? ―pregunté, entre dormida y despierta.

—Un príncipe. Cuando estaba vivo me llamaban Vajda.

—Bien, príncipe Árpad… —dije, creyendo que se trataba de un sueño—. Algún día seré tu princesa.

Él me agarró por los hombros y preguntó, temblando:

—¿Qué dices, mujer?

—Es la profecía verdadera —respondí, ahogando un bostezo—. Ahora debo seguir durmiendo.

Dicho esto, entré a la casa de mis padres, me acosté en mi cama como de costumbre y, en cuanto cerré los ojos, lo olvidé todo.

Desperté sobresaltada con los primeros rayos del amanecer turinés.

—¡Cielos! —gemí, comprendiendo que me sueño había sido real—. ¡El vestido blanco que Halstead me robó!

Le había mencionado a Árpad otra profecía que él mismo desconocía y de la que yo, por supuesto, no tenía recuerdo alguno. Estaba tan aturdida que salté fuera de la cama y me dirigí a la cocina para calentar agua: tenía que darme un baño. Llené una olla de agua y la puse sobre el fogón, cuyos carbones aún estaban tibios. Los aticé y, para mi sorpresa, apareció una pequeña llama. Era la primera vez que intentaba hacer algo semejante. Satisfecha, caminé hasta el cuarto de baño para lavarme las manos y la cara y, en cuanto me vi en el espejo, lancé un grito: así, envuelta en el sudario de Vajda, me asemejaba a él de una forma tan perturbadora que creí estar contemplando una fusión de ambos, él y yo. Me froté los ojos y me salpiqué el rostro con agua helada por si se trataba de algún rezago del sueño y volví a mirarme al espejo: el parecido con Vajda se había esfumado. Me llevé las manos al pecho y dejé escapar una fría exhalación.

Decidí que era hora de escribirle al padre Felipe y, por suerte, encontré pluma, papel y tintero sobre la mesita del primer plano, como si Vajda se hubiera anticipado a mis deseos. Mientras el agua hervía, me encargué de redactar una carta detallada en que le aseguré al padre que había llegado sana y salva a mi destino y le pregunté por mis padres, por Félix y, claro está, por Halstead. Incluí una nota para Carlitos y otra para Lucía, a quien expliqué que había huido pues estaba segura de que mis padres me obligarían a casarme con Halstead. Le escribí a Martina contándole lo que había leído del beso de la muerte, de Goldberg y del vampyr Ujvary. Luego, regresé a la cocina y busqué algo de comer en la alacena: había pan, una botella de leche fresca y mermelada de manzana, así que me senté a desayunar de espaldas al mesón, con un plato en el regazo, elevando los pies hacia el fogón para calentármelos un poco. Me pareció que la comida me satisfacía demasiado pronto, pero se lo atribuí a las fuertes emociones a las que había estado sujeta. Cuando terminé, cargué la pesada olla hasta el cuarto de baño y la vertí en la bañera, y agregué una medida igual de agua fría. En cuanto me sumergí en el baño tibio sentí que me recobrada un poco. Me froté con un paño de lino y jabón perfumado y recordé que esa noche asistiría a un baile de la secta con Vajda. Solo pensar en verlo esa noche me hizo vibrar de alegría a pesar de que estaba muy consciente del peligro que corría. Sabía que nuestro tiempo estaba contado y el deseo de detener un irrevocable adiós se avivaba con la necesidad inmediata de verlo sonreír de nuevo.

Ahora entendía lo que había sentido mientras bailaba con él en casa de la signora Maggiore: estar en su presencia era entrar en la canción de una tempestad y no querer salir jamás. ¿Cómo retenerlo junto a mí? Sabía que él no aprobaba que pensara en ello siquiera pero, si los vampiros habían franqueado las leyes de la vida y de la muerte con la intercesión del demonio, ¿no podríamos nosotros contar con la intervención de Dios?

Salí de la bañera con muy pocos deseos de hacerlo. Hacía frío. Además, esa mañana el malvado observador de Turín daba la sensación de haberse acercado un poco más por medio de la capa de nubes que aplastaba la ciudad pero, aun si prefería no salir, debía enviar las cartas y probablemente me haría bien hacer un poco de ejercicio.

Abrí mi baúl y procuré poner mis ropas en orden: extraje un vestido cualquiera y, tras calarme el abrigo y sombrero con los que había viajado, salí de casa llevando mi bolso de mano, en el cual llevaba las cartas y el manuscrito de Martina que debía retornar. Solo entonces caí en cuenta de que no tenía un vestido que fuese lo bastante elegante para la noche, así que regresé para tomar algo más de dinero. Estaba muy delgada y no sabía si encontraría un traje que no tuviese que ser ajustado a mi medida. De repente tuve la certeza de que sería una pérdida de tiempo: Árpad podría hacer que los adeptos de la secta viesen lo que él quisiera.

Caminé bajo la arcada infinita deseando que pudiese acompañarme durante el día. Él, empero, estaba en el oscuro mundo de los sueños mientras yo veía a la gente pasar. Los habitantes de la ciudad lucían secos y tristes a la hora del almuerzo. Reparé en un hombre cabizbajo cuyos gestos denotaban angustia y desamparo: se paseaba de un lado al otro de la calle con el rostro cubierto de transpiración. Su tristeza no podía ser aplacada por nadie, era obvio que intentaba resistir el influjo de Lucifer sin éxito. Del mismo modo, vi a muchas otras personas en cuyos ojos la miseria del alma había opacado el amor por la vida. Unos estaban llenos de odio y otros de dolor. De cualquier modo, todos sufrían.

Al llegar a una pequeña plaza, me encontré cara a cara con un mendigo que me pidió dinero a gritos. Le faltaban varios dientes. A pesar de sus ropas raídas, los cabellos revueltos y la suciedad de su rostro, se notaba que alguna vez había sido un hombre hermoso, e intuí que probablemente también muy rico. Puse unas cuantas monedas en su escudilla y procuré alejarme pues su actitud me había atemorizado. En cuanto le di la espalda, escuché que decía en italiano:

—¿Y tú qué miras?

Puesto que éramos las únicas dos personas en esa plaza, asumí que hablaba conmigo, por lo que me di la vuelta de nuevo. Estaba equivocada: el mendigo no hablaba con nadie. Se había sentado en medio de un charco de orina y miraba hacia arriba. Quise salir corriendo, pero él habló de nuevo, esta vez vociferando al cielo:

—¡Maldito! ¿Quieres también mi única fuente de sustento? No te basta con verme así, ¿eh? ¡Déjame! ¡Ya me lo quitaste todo!

Temblando, me pregunté si le hablaría a Dios o al diablo. Entonces sus ojos cambiaron de posición. Aún miraba hacia los densos nubarrones, pero hacia el oeste. El hombre podía ver algo que yo no. De repente, soltó una carcajada y lanzó las monedas al piso.

—Búrlate de mí, sí —exclamó, sin bajar la mirada—. Yo me reiré de ti en el Juicio Final, cuando tu potestad te sea arrebatada. ¡Tienes mi mente y tomas mi cuerpo cuando te place, pero jamás tendrás mi alma!

De repente, cayó al suelo, retorciéndose con expresión de horror.

—¡No! ¡No las huestes de nuevo! —suplicó, crispando los dedos hacia el infinito al tiempo que intentaba cubrirse el rostro.

Unos segundos después, todo su cuerpo empezó a contorsionarse mientras profería espeluznantes alaridos. Tuve tanto miedo que no pude articular palabra para pedir auxilio. Al fin me dije que tenía que hacer algo por ayudar a aquel pobre hombre y di unos pasos enclenques hacia él, pero él viró la cabeza abruptamente hacia mí y me miró con una expresión tan malvada que quedé paralizada.

—Bienvenida a nuestro reino —dijo, con varias voces disonantes—. ¿Estás lista para entrar a la sinagoga de Satán?

Sentí como si una mano invisible me hubiese golpeado el pecho y retrocedí, temblando.

Vade retro —mascullé con un hilo de voz antes de emprender la fuga.

No miré hacia atrás hasta encontrar una iglesia. Tiré de ambas puertas y entré, conmocionada. Estaba viviendo en carne propia miedos que hasta ese entonces no habían existido ni en mis peores pesadillas. Hundí las manos en la pila de piedra que contenía el agua bendita y me las pasé por el rostro, rezando mecánicamente y a toda velocidad, tanto que confundía las palabras.

Un sacerdote salió de la habitación contigua al altar y me miró con curiosidad. Incliné la cabeza a manera de saludo y él hizo igual, pero no quise hablarte.

—Veo que lo conoció —dijo desde donde estaba.

—¿Disculpe? —balbucí.

—El loco de la plaza —respondió—. Asusta a todos los visitantes. Ya se acostumbrará.

Intenté sonreír pero me fue imposible.

—Ese hombre necesita que le echen fuera al diablo —susurré, mirándolo.

—No, simplemente ya no está en sus cabales —dijo él.

Pensé que un sacerdote escéptico era lo último que necesitaba.

—No me diga —repliqué—. ¿Cómo puede distinguir entre lo uno y lo otro?

—Cree ser miembro de la familia real y habla con seres invisibles que están fuera de él. No es candidato para un exorcismo eclesiástico.

—¿Es que no puede haber locos posesos?

Él hizo caso omiso de mi pregunta y, dándose la bendición ante el altar, prosiguió con sus labores. Parecía muy ocupado.

Me senté en una de las bancas traseras y recé compulsivamente hasta asegurarme de que mis rodillas pudieran sostenerme de nuevo. El dueño y señor de Turín me había hablado directamente a través del lunático de la plaza a quien, por cierto, yo no me habría atrevido a tildar de loco. Miré recelosamente al antipático sacerdote y me dije que el mendigo debía ser de cuna noble. Entonces recordé al librero de la tarde anterior y repasé mentalmente su extraño comportamiento y la conversión que habíamos sostenido al respecto de aquel poeta nefasto. Concluí que en Turín todos eran abogados del diablo y me marché de la iglesia con el corazón encogido. Me alejé por una calle más transitada y seguí a varios grupos de personas hasta que me topé con una oficina postal. Dejé las cartas y el manuscrito de Martina con un empleado descortés y regresé a casa procurando pasar por calles transitadas por medio al demonio: recibí tantas miradas de animadversión y disgusto en el camino que no supe en qué momento había comenzado a retornarlas con la misma intensidad. Al entrar, me eché a llorar desconsoladamente. ¿Cuándo había perdido mi rumbo? ¿Había sido feliz alguna vez? ¿Era el ser humano maléfico por naturaleza? ¿Era yo, también, otro ser insustancial y lleno de rencor?

Lo único que me interesaba en el mundo era Árpad e iba a perderlo irremediablemente: su salvación marcaría nuestra despedida. Si Dios favorecía nuestros propósitos, no tendría ya nada por lo que vivir. De uno u otro modo, no podía ganar.

—¡Te odio! —sollocé, mirando al cielo por la ventana.

Le hablaba a Lucifer. Nunca me había referido a él directamente y no sabía si Cristo justificaría mi odio aun si lo dirigía a Su enemigo. Esto es personal, maldito, pensé, enjugándome las lágrimas, y a partir de ese momento me encontré maldiciendo para mis adentros con frecuencia. Al menos la guerra estaba declarada.

Comí un poco más de pan con mermelada y bebí agua, y luego me distraje peinándome para el baile de esa noche. Los tocados de las damas de la ciudad eran ridículos, así que la vanidad me impedía imitarlas aun sin quería pasar desapercibida. Sin embargo, no quería desentonar demasiado, por lo que retorcí dos mechones frontales hasta sujetarlos en la parte posterior de la cabeza y después recogí el resto de mis cabellos en un moño suelto sobre la nuca. Me recordó a los peinados de las antiguas mujeres romanas que tantos artistas recreaban en sus obras y me di por satisfecha pensando que Roma era, después de todo, italiana.