CAPÍTULO 17
PERPETUM MOBILE: LA PROFECÍA DE LA NOVIA
Las calles estaban atestadas de gente y me dejé llevar por el tumulto hacia la plaza del palacio real de nuevo. Los guardas ocupaban sus posiciones y los transeúntes intentaban ver a través de los cristales de ambos palacios. Cada vez que me cruzaba con alguien, fuese hombre, mujer o niño, la persona en cuestión parecía reconocerme. Sus miradas no eran de agrado, sino más bien de sorpresa, como si dijesen ah, de modo que también está aquí. De pronto empezó a llover copiosamente y me calé la capucha del abrigo al tanto que cientos de paraguas se abrían a diestra y siniestra. Pensé que debía ser la única persona que no había tomado esa previsión y, en efecto, no me equivocaba: las señoras, casi todas vestidas de negro, me miraban con reproche al pasar, casi embistiéndome con sus paraguas, y un grupo de chicos adolescentes se rio de mí apuntándome con el dedo mientras yo buscaba refugio bajo una marquesina.
Como no quería quedarme allí, atravesé la plaza corriendo y crucé la calle, empapándome y saltando sobre los charcos rebosantes de agua. Había llegado de nuevo al Teatro Regio donde había encontrado a Vajda la noche anterior, pero ahora todo lucía diferente. Podría haber jurado que se trataba de otro edificio y de otra avenida. A pesar de que la última contaba con pórticos amplios y totalmente cubiertos, los turineses se rehusaban a cerrar sus paraguas y se paseaban a lo largo de Vía Po, chocando unos contra otros como insectos amodorrados mientras conversaban o admiraban los escaparates de las vitrinas. Yo me limitaba a esquivarlos, deteniéndome aquí y allí en los puestos de libros que los vendedores ambulantes habían establecido al pie de los negocios.
Un hombre de cierta edad me miró como un lobo hambriento y apuré el paso, asustada. Entonces apareció el bonito tranvía por encima de los rieles de la calle tirado por dos caballos marrones, lo que causó que varias personas se detuvieran a observar a quienes pasaban sentados, y ya no pude avanzar más. Intenté abrirme paso entre las cajas de compras de las señoras sin éxito, así que me di la vuelta para entrar al primer almacén que pude alcanzar. Esta era una librería que se especializaba en textos raros, lo que no existía en mi ciudad de proveniencia. No había nadie allí, por lo que dije buon pomeriggio, pero no hubo respuesta. Tomé un cuadernillo titulado Aceldama y, al abrirlo, lo primero que encontré fue una ilustración del ojo que todo lo ve. Era un poema de un tal A. Crowley.
—Solo hay una copia en el mundo —dijo una voz a mis espaldas en italiano—. Al menos por el momento.
Me di la vuelta y me encontré con un hombre que parecía disfrazado. Tenía bigotes tupidos y ojillos escurridizos.
—¿Davvero? —pregunté, como si me importara. No iba a comprar un poema a Jabulón—. El dibujo está por todas partes en Francia.
—¿Mademoiselle es francesa? —preguntó.
—Sí. Supongo que ya tuvo suficiente de nosotros, como parece ser el caso de sus compatriotas.
—Al contrario, señorita, soy un gran admirador de su país.
—Vaya, no me lo esperaba —dije, sorprendida.
—Usted observaba la ilustración del poema, ¿no? Yo se la agregué al manuscrito del joven Crowley. Me prometió… —carraspeó—. Es una gran promesa.
—¿Ah, sí? —inquirí, extrañada—. ¿Una gran promesa de qué?
—El poema no es gran cosa, pero eso es secundario. Según su carta astral, el jovencito será el fundador de una orden oculta de gran importancia.
Quise poner los ojos en blanco y exclamar ¿otra?, pero en vez de ello regresé el libro al estante y dije:
—¿Tiene algún libro de vampiros?
Él rio nerviosamente y respondió:
—No vendo libros de ficción.
—No quiero u libro de ficción —repliqué, buscando sus pupilas, que se paseaban por el piso.
—Mademoiselle debe ser muy curiosa. Me agrada complacer a los que tienen sed de conocimiento. El poema del joven Crowley habla de vampiros. Si me lo permite…
Le pasé el libro, y él lo recibió con una mano temblorosa.
—Veamos —dijo—. Aquí está.
El hombre señaló una estrofa y leí el texto, que estaba en inglés:
Toda degradación, toda infanta pura,
Vos soportaréis. Vuestra cabeza bajo el fango
Y excremento de mujeres sin valor desearéis
Como en un sueño de odio, por fin tenderos;
La mujer debe pisotearos hasta que respiréis
Aquel humo mortífero;
Los gusanos más viles deben arrastrarse,
Los vampiros más repugnantes hundirse en la oscuridad.
—El poema es atroz, señor —dije, asqueada—. No estoy interesada en la lírica de Crowley, ni en nada que tenga que decir.
—Tal vez u día cambie de opinión —dijo. El hombre estaba sudando a pesar del frío—. Este poema habla de las mórbidas fantasías que atormentan al iniciado.
—¿Iniciado en qué? —pregunté.
—En la orden que este muchacho fundará algún día.
—Lo siento, no es de mi incumbencia —dije, incómoda—. Debo irme.
—Ha sido un placer atenderla. Bienvenida a mi ciudad.
—Gracias —respondí, frunciendo el entrecejo.
El hombre me dio la espalda y desapareció tras una puerta que estaba al fondo de la librería que era oscura y estaba algo sucia. Creí percibir un leve aroma a azufre, y me pregunté si habría una botica cerca de allí.
Como la muchedumbre se había dispersado un poco, salí del negocio. Aún llovía con fuerza y caminé un poco más a lo largo del pórtico hasta que me topé con una confitería. Empujé la pesada puerta de vidrio y entré, retirándome la capucha. A diferencia de la librería, estaba tibio allí dentro y había varios clientes sentados en las mesas o en la barra. Además, olía a pastelitos recién horneados. Me senté en una de las mesas pensando en el extraño hombre que me había atendido. Su insistencia con el poema de Crowley se salía de lo común, por no recalcar lo poco apropiados que eran los versos para cualquier mujer respetable. Si no hubiera demostrado un interés tan genuino por el poeta, habría creído que trataba de pervertirme. Pensé, sin embargo, que volvía a encontrar el ojo providencial asociado con los vampiros, aun si era una simple coincidencia, y concluí que tanto el librero como el autor debían ser adeptos de la secta de Halstead.
Una chica con delantal se acercó a mí y preguntó qué deseaba. Pedí un chocolate caliente con crema y un pastel de nueces, y ella, quien tenía un poco de bigote y brazos peludos, fingió no entenderme. Repetí el pedido con suma lentitud y ella se alejó con un dejo de antipatía. Me pregunté si estaría demasiado despeinada, pero concluí que debía ser por mi acento extranjero.
Las mujeres que estaban en la mesa de enfrente llevaban trajes oscuros y los cabellos recogidos en moños achatados en la parte alta de la cabeza que no les sentaban en lo absoluto. Por lo demás, tenían bonitos ojos oscuros y tez aceitunada. En la mesa que estaba junto a la mía, u hombre muy elegante leía el periódica y tomaba café.
La chica me llevó el chocolate caliente y un pastel que no era de nueces, pero no me molesté en corregirla. En cuanto lo probé supe que era de pera, y estaba bastante bueno. El chocolate estaba delicioso y me sentí confortada en cuanto empecé a beberlo. Me dije que quizá regresaría a la casa para darme un baño antes de que se pusiera el sol, pero antes pasaría por la librería para preguntarle al librero por qué había incluido el ojo con el triángulo en el horrendo poema de Crowley. Terminé de comer mi refrigerio con calma, pensando en Vajda y en lo remoto que parecía mi hogar ahora que estaba en Turín: debía escribirle al padre Felipe cuanto antes para que me comunicase los últimos sucesos.
Le pagué a la chica y, a pesar de que le di una buena propina, no me agradeció. Salí de la confitería y emprendí el regreso mirando con cuidado los negocios para no pasar la librería pero, cuando menos lo pensé, había llegado al teatro. Me dije que no podía ser y recorrí mis pasos de vuelta hasta la confitería sin ver la librería. Confundida, avancé hasta la esquina siguiente y me encontré con una gran plaza frente a la cual pasaba el río.
Era una vista impresionante: más allá del río, que estaba surcado por un puente amplio, se erguía una colina llena de árboles de varios tonos de verde que parecía una pintura. Entonces sentí el impulso irresistible de cruzar el río. Ya regresaría a la librería otro día. Necesitaba estar al otro lado de la ciudad, junto a la colina, aunque estuviera lloviendo. Le di la vuelta a la plaza, caminando de pórtico en pórtico en lo posible hasta que no hubo más resguardo, y me eché a correr por la calle en dirección al puente. Algunos coches y carretas pasaron junto a mí y un hombre me gritó en italiano ¡loca!, pero surqué el río tan pronto como pude, calándome de agua.
Cuando estuve en la otra orilla me sentí a salvo y solo entonces me detuve, jadeando. Frente a mí se alzaba un edificio en cuya fachada se apreciaban gruesas columnas neoclásicas y, sobre ellas, un ancho domo cubierto de cardenillo azuloso. Subí por la empinada gradería hasta estar bajo techo y dejé escapar un chillido de dolor: hacía tanto frío que me estaba congelando. Di algunos pasos encalambrados abrazándome a mí misma y me aproximé a la fachada. Al alcanzar el portón descubrí que había llegado a una iglesia pero, por desgracia, las puertas estaban trancadas. Me acurruqué y lloré por el dolor que el helado viento me infligía, mirando a través de la capucha hacia la plaza que había dejado atrás.
Las siluetas de los edificios se revelaban a través de una densa cortina d lluvia blanca. Un rayo surcó el cielo, iluminado el horizonte. En ese instante anocheció. Con los pelos de punta, recé por entre los dientes mientras otro rayo caía, esta vez más cerca de la ciudad. Su resplandor guio mi atención hacia el más alto de todos los edificios, uno cuya delgada torre sobrepasaba los tejares cercanos por mucho, tanto así que debía ser aproximadamente dos veces más alto que los demás. Me froté los ojos y pestañeé. ¿Qué había sobre la torre? Esperé a que otro rayo cayera, escudriñando la punta del edificio. Pasaron varios segundos hasta que un relámpago me la mostró de nuevo. No podía ver con claridad, pero sentí que alguien me miraba desde allí. Sentí pánico y me doblé aún más, intentando ocultarme tras el capuchón empapado.
En ese momento reparé en una veintena de figuras sombrías dispuestas en una hilera al pie de la parte inferior de la gradería. Ninguno de ellos llevaba paraguas y todos tenían la vista clavada en mí. Por la forma en que me miraban, supe que no eran sacerdotes. Mis dientes dejaron de castañetear de inmediato y, presa de un terror visceral, me puse de pie de un salto y me pegué a una columna, encarándolos desde mi pedestal.
—¡Vampyr! —grité, acompañada por el rumor del trueno, abriendo los brazos para emular una cruz con mi silueta.
Sus ojos brillaron y abrieron las fauces, enseñándome las largas lenguas y colmillos afilados. A pesar de la lluvia que los cubría, noté que eran vampiros hambrientos de ambos sexos.
—Eres la novia —dijeron en un murmullo colectivo que llegó hasta mis oídos—. Te hemos esperado con la cabeza bajo el fango, como en un sueño de odio… Tú nos has pisoteado, despreciando el beso que llevas en las venas. Por ello te convertirás en viuda y beberás sangre maldita hasta el Juicio Final.
Todos ascendieron un escalón, avanzando hacia mí.
—¡Nunca! —vociferé, por entre la tempestad, extrayendo mi crucifijo y sujetándolo en alto para que pudiesen verlo—. ¡Primero caerá su amo en lava ardiente que la sangre de otros sobre mí! ¡Atrás, vurculac!
—¡Llevarás en tu seno a nuestro ungido! El terreno fue fecundado con el beso putrefacto que tú misma robaste. Eres nuestra —susurraron entre risas, subiendo otro escalón y conservando sus posiciones.
Aterrada y sin salida, extendí los brazos al cielo y clamé a Dios, cayendo de rodillas:
—¡Ecce ancilla Domini! ¡Fiat mihi secundum verbum tuum!
Ellos lanzaron un grito al unísono como si la cita del ángelus les hubiese hacho un daño insoportable. Se juntaron unos y otros en una extraña contorsión grupal, retrocediendo y extendiendo sus garras hacia mí.
—¡Maldita eres entre todas las mujeres! —lloró una de ellos, rechinando los colmillos y causando un estridor pavoroso—. Solo ten presente que, en tu noche de bodas, no será el ángel Gabriel quien te visite.
Los demás estallaron en carcajadas convulsas y, retrocediendo otro tanto, dijeron en coro:
—Tu misericordia es tu condena. Cuando el maestro venga por ti, los Cielos se habrán cerrado y tus plegarias ya no ascenderán. Te veremos pronto.
Tras pronunciar esas palabras, señalaron el edificio más alto de todos. Un rayo cegador cayó sobre una estatua cercana, produciendo un chorro de chispas que me obligó a retroceder de nuevo hasta el muro. No pude ver nada por unos segundos en los que crucé los brazos sobre mi cuerpo para protegerme. Cuando mis pupilas se adaptaron de nuevo a la luz, no había más que unas cuantas ratas en el rellano de la gradería. Estas se dispersaron una a una bajo los incidentes goterones mientras yo me incorporaba, temblando. A continuación, golpeé repetidamente con los puños el portón de la iglesia, llamando con todas mis fuerzas en cuanto idioma pude recordar al tanto que intentaba no descuidar mis espaldas. Entonces halé ambas manillas hacia mí y las puertas se abrieron con tal facilidad que salí despedida hacia atrás, perdiendo el equilibrio.
Caí sentada sobre el piso de piedra del enlechado, la iglesia abierta de par en par: comprendí que el portón nunca había estado cerrado sino que, simplemente, solo había pensado en empujarlo. Con gusto me habría echado a llorar amargas lágrimas de rabia allí fuera, pero mi instinto me obligó a precipitarme al interior del templo y cerrar las puertas detrás de mí.
El bullicio de la tormenta quedó aislado detrás del pesado portón y me encontré en un recinto cálido y solitario dentro del cual brillaba la delicada luz de una lámpara de vitral. Me arrodillé en medio de las bancas frente al altar, en el cual el puesto habitual de la cruz estaba ocupado por una estatua de la Virgen con el Divino Niño en brazos. Entonces sí que me permití llorar, medio muerta del miedo y rendida de agradecimiento para con la madre de Dios, quien me había salvado al poner en mis labios su plegaria.
—Pobre Em —dijo la voz de Vajda.
Alcé la cabeza y no lo vi por ningún lado.
—Aquí estoy —dijo él—. En la primera banca.
Movió la cabeza rubia y al fin lo distinguí en la sosegada penumbra de la capilla. Estaba sentado con el rostro ligeramente vuelto hacia mí. Si no hubiésemos estado en una iglesia, le habría gritado por no haber acudido en mi ayuda. Aun así, me contuve por respeto y murmuré, poniéndome de pie:
—¿Dónde estabas?
—Aquí —respondió—. Rezando por ti.
Caminé hasta la primera fila y me detuve cuando estuve justo frente a él. Estaba bellísimo. Esta vez no tenía puesto el capuz, sino que vestía una camisa blanca de lino muy delgado y pantalón negro del mismo material, con botas altas y cinturón.
—Sabías que estaba allá fuera —murmuré, con los ojos encharcados. No podía evitar sentirme poco más que ofendida.
—Así es —dijo él.
—¿Por qué no saliste? —pregunté, a punto de sollozar de nuevo.
—Ven —respondió, dando un par de palmadas sobre la banca—. Siéntate junto a mí.
Solté una exhalación entrecortada y me senté sin rozarlo siquiera con el borde del abrigo. Sabía que era imposible no mirarlo aun cuando fuese con un poco de rencor, así que levanté la vista hacia el domo y dejé que las lágrimas rodaran por mi rostro.
—Sí estaba contigo. Estaba más cerca de lo que imaginas —dijo, por toda explicación.
—No me digas que juzgaste propicio hacerte invisible —repliqué.
—No. Te estaba dictando las respuestas.
—¿Qué dices? —susurré, girando el rostro hacia él—. ¡Te necesitaba en ese momento! ¡El solo hecho de verte me habría dado confianza!
—¡No tenía permiso de manifestarme ante ti o ante ellos hace unos minutos! ¡Yo no tengo libre albedrío, Emilia! Solo actúo en la medida en que Dios me lo permite y ya tengo demasiadas concesiones. Estoy atado a la muerte, compréndelo. No puedo intervenir, no puedo luchar contra ellos y no hay nada que pueda hacer físicamente para protegerte. ¡Nada! ¿No sabes que sufro? ¡Si no estuviera muerto, moriría por ti no solo una sino mil veces! —dijo, tragando en seco y tensando la mandíbula. Ahora sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¿Estabas aquí dentro todo el tiempo?
—Sí. Es lo único que pude hacer. Fuiste muy valiente ―dijo, tomando mi mano y apretándola.
No pude contenerme. Me acerqué a él y me rendí al llanto, abrazándolo. Él me estrechó con fuerza y dijo:
—Siento no haber podido estar en tu lugar.
—Perdóname tú a mí —rogué—. Gracias por estar cerca de mí y mostrarme el camino. Vajda, tienes que explicarme lo que está ocurriendo. La incertidumbre no me permite tener un instante de paz.
—Te diré todo lo que pueda sin transgredir los límites que me impone Dios —dijo—. Los vampiros te encontrarán en cualquier lugar a causa del beso de la muerte siempre y cuando hayan sido víctimas de Halstead. Las personas de quienes se ha alimentado un vampiro comparten un vínculo invisible que los transformados pueden percibir como una marca. Es la antítesis del bautizo cristiano. Ellos la llaman la comunión de los malditos, y surgió de uno de los primeros ritos demoníacos de Halstead.
—Los vampiros no pueden entrar a las iglesias, ¿verdad? —interrumpí, asustada.
—No, pero… Emilia, lo que acaba de ocurrir allá fuera es algo que tú necesitabas vivir. Si hubieras hallado la forma de entrar no habrías recibido el inmenso regalo que llegó a ti por medio del enfrentamiento directo con nuestros enemigos.
—¿Cuál es ese regalo? —pregunté, desconfiada. No sentía nada especial.
—La rendición absoluta ante Dios en la presencia del mal. En vez de retroceder o suplicar clemencia al enemigo, te entregaste a la voluntad del Altísimo. ¿Notaste la estatua que está allá fuera con el cáliz en la mano?
Negué con la cabeza.
—Representa, precisamente, la fe —dijo—. Algunos creen que el Santo Grial está escondido bajo el suelo de esta iglesia. En todo caso, Em, no hay nada que aterrorice tanto a un vampiro como el cáliz de la fe. Aunque la forma los hiere y ahuyenta, no es el crucifijo lo que más asusta a estas sanguijuelas sino el contenido del ser. Lo creas o no, este encuentro te fortaleció más que ninguno anterior.
—Quizá sea cierto que me siento un poco menos cobarde —dije, sonriendo—, pero aún no me has dicho para qué necesito fortalecerme. Me aterra no saber lo que me espera.
—Has sido la única persona que ha tenido compasión de mí desde que morí. Te guíe hasta aquí porque te ofreciste a arriesgar tu alma para salvar la mía y, por ello, solo tú puedes liberarme.
—¿Es por esto que dices ser mío?
—No. Soy tuyo porque te amo.
Mi corazón dio un vuelco de mi pecho. Aun si era lo que tanto había anhelado escuchar, tenía fuertes dudas al respecto de su amor.
—No sé por qué me amas no cómo me amas —dije—. Si es por algo que hice en otra vida…
—No, Em, la reencarnación no existe. Esta es la única vida que has tenido.
—¿Te conocí cuando era niña, entonces? ¡Dímelo, te lo suplico! Si no me ayudas, estoy segura de que no voy a recordarlo.
Vajda se puso de pie y se acercó al sagrario. Primero, se quedó muy quieto. Luego, pareció asentir y regresó a mí.
—No puedo llevarte al recuerdo porque podrías morir. Aun así…
Lo miré, expectante sin musitar.
—Puedo devolverte la promesa que me hiciste —concluyó.
—¡No! —dije—. Después de Dios, eres lo único que tengo. Le he perdido el apego a la vida por culpa de Halstead.
—¡No digas eso! ¡Es menester que desees vivir!
—Por supuesto que deseo vivir, lo que quiero decir es que, si muero, me iré feliz con tal de haber hecho lo posible para liberarte —dije—. Árpad… No puedes vivir conmigo y yo no quiero vivir sin ti. Si no sintiera esto por ti, quizá las cosas serían diferentes. Te ayudaría de igual modo y estaría aquí, pero podría continuar después. Ahora no. No sin ti.
Él se hincó ante mí y dijo, mirándome cara a cara con los ojos verdes oscurecidos:
—Tampoco estaba en mis planes enamorarme de ti como si estuviera vivo.
Tragué en seco. Él prosiguió:
—No sentí un amor semejante antes de que Halstead me matara y, cuando te conocí, no fue el amor lo que nos unió sino la belleza de lo que me ofreciste.
—¿Qué te ofrecí, Árpad? —pregunté, observándolo fijamente.
—Misericordia.
Entonces vi el recuerdo elusivo a través de sus pupilas. Árpad estaba solo en uno de los abismos de la muerte, atrapado en un sueño tan oscuro que él, envuelto en un sudario, brillaba. Supe que era la primera vez que lo había visto. Me sentí transportaba al lugar donde no existen el tiempo ni el espacio y recordé con toda claridad, como si lo estuviera viviendo de nuevo. Ya no había iglesia ni había Turín, tan solo el lindero entre la vida y la muerte que me había separado de él desde la eternidad.
—¿Qué haces ahí? —pregunté sin palabras desde la entrada de lo que se asemejaba a una caverna. Yo estaba en la luz.
—¿Me ves? —preguntó, incrédulo, con la voz se su mente—. ¿De veras me ves?
—Claramente. Ven conmigo al mundo —dije, extendiéndole la mano.
—No puedo —respondió—. Ya estuve allí y morí sin conocer la luz de Dios.
—Yo te la enseñaré —dije.
—Solo los vivos pueden mostrármela y ellos me borraron de la memoria —respondió.
—Te la mostraré al nacer —dije.
—¿Me lo juras? —preguntó—. Casi todos olvidan la eternidad al crecer.
—Juro que no te olvidaré —aseguré.
—Entonces debes mostrarme la luz a través de mi asesino.
Un espacio se abrió en la caverna y vi a Halstead entre los vivos, como a través de un espejo.
—¿Es él? —pregunté—. Es un demonio encarnado.
—Sí. Él me encerró aquí, de modo que solo quienes no han nacido me pueden ver, pero ninguno se había asomado hasta ahora. Solo tú lo has hecho. Todos son tan felices en la luz y yo, desde la oscuridad, no puedo siquiera llamar a quienes están arriba.
—Yo te sacaré de la muerte —dije.
—¿Arriesgarías el Cielo por mí? —preguntó.
—¿A qué más va uno al mundo?
—Cumple la profecía de la novia —pidió—. Si decides hacerlo, Dios se apiadará de mí por tu inmensa misericordia y me permitirá conocer Su luz a través de tu alma. Para que mi asesino repare en ti, deberás nacer en un lugar y fecha específicos.
—¿Y después? —pregunté.
—Si recuperas mis restos humanos durante tu vida, podré ir al Cielo contigo, pero es demasiado peligroso. Tendrías que estar al borde de la muerte y podrías perder tu encarnación —dijo.
—Eso no va ocurrir —respondí—. No hay nada que desee más que ayudarte. Eres mi único amigo.
—¿Soy tu único amigo? —preguntó—. ¡Tu voz es mi único consuelo! ¡Cuánto quisiera verte!
—¡Pobrecillo! —dije—. ¿Cómo me reconocerás?
—Puedo ver a todas las víctimas de mi verdugo. En cuanto él beba tu sangre, sabré que eres tú —replicó.
—Seguiré la profecía y me haré su víctima, pase lo que pase. Es una promesa —decreté.
—¡Alma amiga! Esperaré tu nacimiento con ansias —dijo.
—Iremos juntos al Cielo —grité, sintiendo que me alejaba de la caverna.
—¡No me olvides! —respondió, extendiendo su mano hacia mí—. ¡Recuérdame!
Entonces vi una luz muy brillante y luego todo se oscureció alrededor.
—¿Emilia? —llamó Árpad frente a mí, en el interior de la iglesia.
—Recuperé el recuerdo —balbucí, sintiendo que la cabeza me daba vueltas.
Observé sus labios rojos curvarse en una sonrisa y, tras parpadear, perdí el conocimiento.