CAPÍTULO 16

BATÓN: LA SINFONÍA DEL MAL

Desperté a eso de las cuatro de la tarde. Las cortinas estaban recogidas a un lado de la ventana y a través de ella se colaba un resplandor grisáceo. Bostecé y, en tanto que me estiraba, recordé dónde estaba. Mis padres debían estar a punto de enloquecer y Halstead, por otros motivos, también.

Me incorporé súbitamente y alcancé el ventanal: si lo deseaba podría pararme en el balcón que hacía las veces de puente entre mi ventana y la casa de enfrente. Allá abajo, en la callejuela sobre la que estaban ambos edificios, desfilaban varios transeúntes ataviados con ropas invernales. Se los veía fuertes y elegantes. Una infinidad de coches de todos los tamaños pasaba por la avenida principal, los cascos de los caballos que los tiraban repicaban sobre las piedras mezclándose con el eco distante de las campanillas que anunciaban el arribo de los trenes. Jamás había estado en un lugar así. Esa sí que era una ciudad bullente, digna de haber sido la capital de un próspero reino. La equilibrada mezcla de estilos arquitectónicos denotaba que la realeza, la nobleza y la burguesía se habían unido para incentivar el desarrollo de las artes durante varios períodos y que no habían escatimado recursos para darle la bienvenida al progreso con todo el esplendor del siglo XIX.

Mi habitación estaba tibia y descubrí que el aire caliente provenía de un respiradero cerca del piso de madera, lo que indicaba que debía haber un cuarto de calderas bajo el edificio. Mis ojos se llenaron de lágrimas al pensar en todo lo que estaba haciendo Vajda por mí: él, que no podía vivir como yo, se deshacía en atenciones para hacerme sentir acogida. Corrí a la planta baja y, como lo había prometido, la bañera estaba llena de agua caliente y había varias pastillas de jabón junto a ella. ¡Sí había estado allí! Conmovida, cerré la puerta del lavatorio y me sumergí completamente en el agua, lavándome hasta los cabellos. Me sequé con un lienzo grande y perfumado y volví a ponerme la bata. Vajda había dejado varias lámparas encendidas en la casa y había cerrado las celosías. También había subido mi baúl a la habitación. No quería depender de él hasta para alimentarme, pero tenía tanta hambre que solo podía pensar en la cena que me esperaba en la cocina. Esta vez encontré una bandeja en el mesón repleta de platos exquisitos: una tarta de carne cubierta de espesa salsa de pimientos, polenta de maíz, queso parmesano, pan crujiente y vino tinto. Había también uvas, peras y manzanas. Comí como si fuera mi primera cena en meses. Lo cierto es que había comido muy poco durante el viaje hasta esa noche. Tras saciarme, subí a la habitación, que era el último dormitorio de la casa, y me puse el vestido más bonito que había llevado y unas botas grises. Mis pertenencias habían llegado intactas. No podía creer que tan pocas cosas pesaran tanto. Para entonces mis cabellos ya se habían secado y los peiné con esmero, dejándolos sueltos como los de Martina. No tenía muchos adornos y afuera hacía mucho frío, así que me puse la bufanda blanca y un abrigo gris de capucha amplia, que era un poco más grueso que el negro y dejaba ver el borde azul Prusia de mis faldas. Me di la bendición, tomé la llave y salí de la casa sin olvidar el mapa de la ciudad, el cual doblé y metí dentro de mi bolsillo.

Eran las siete. Los faroles de la calle estaban encendidos y la gente parecía haber desaparecido, con la excepción de los viajeros que se conglomeraban a la entrada de la estación. Presentía que Vajda no saldría a mi encuentro en el sitio más concurrido así que caminé en el sentido contrario de Porta Nuova con las manos en los bolsillos. La niebla de la mañana se había esfumado y la temperatura había descendido aún más a causa del viento del Norte. Pasé varias cuadras hasta que llegué a una plaza desierta en medio de la cual se erguía un monumento en dos líneas de tranvía. Nunca había visto un tranvía eléctrico pero papá me había explicado cómo funcionaban, y sabía por la signora Maggiora que el sistema de Turín estaba electrificado. Además de ello, el alumbrado público era sorprendente.

Elevé los ojos al firmamento y las gruesas nubes se dispersaron para enseñar una luna que parecía hecha de mármol rosa. Debido a que estaba esperando a Vajda, habría preferido pensar que era una hermosa señal del Cielo, pero tuve la sensación de que un ser maligno me observaba y temblé. Asustada, me di prisa en surcar la plaza y seguí caminando en línea recta para no perder el rumbo.

No me crucé con nadie hasta llegar a Piazza Castello, que estaba totalmente iluminada y la cual ya había visto en el mapa. Así, de noche, era una verdadera explosión de luz. Algunos soldados hacían la ronda de los dos grandes edificios que la presidían, por lo que me calmé un poco: aunque Vajda había dicho que me cuidaría, temía incursionar en un área desolada.

Me alejé un poco de los hombres y crucé otra avenida. De repente, me topé con un teatro magnífico. No lo había visto antes de tenerlo frente a las narices. Qué extraño, me dije. Es como si hasta los edificios pudieran esconderse o revelarse a voluntad. La música de la función se oía claramente desde afuera y suspiré con tristeza: si no hubiera sido por Halstead, Vivianne podría haber estado tocando el piano con la orquesta filarmónica en ese preciso instante.

Estaba fatigada, así que me acerqué a los escalones de piedra blanca y me senté sobre ellos apoyando los codos sobre las rodillas y el mentón en los cuencos de las manos. No había nadie por ahí y los encargados del teatro no me amonestarían por obstruir la entrada lateral. La música era grandiosa, pero más lo fue la melodía que la sucedió: si se trataba de algún poema transformado en canción, no lo conocía. Sin embargo, lo sentía dentro de mí. La hermosa voz de un barítono cantó:

Tu espíritu llena mi templo,

Escucha ahora mi canción.

Amada por fuera y por dentro,

Esclavo soy de tu bemol.

Entóname tú sola y róbame.

Cuerda y llama de mi voz,

Musa de notas eternas,

Lira bruñida de Sol.

Tú, mi sagrado instrumento,

Himno de mi esplendor,

Forma perfecta de anhelo,

Mi única inspiración.

¡Ah, los dulces semitonos! Su voz me elevaba a otra esfera. Cuánto hubiera deseado contemplar al intérprete de esos versos. Giré la cabeza y hallé a mis espaldas la imponente estatua de un monje encapuchado con la cabeza inclinada y los brazos cruzados. Era de piedra negra. Por supuesto, no la había visto antes. Suspiré de nuevo y aguardé los versos siguientes. La melodía se había tornado sombría:

La bestia envidiosa reclama igualdad,

Sedienta del llanto de la humanidad.

Dragón furtivo, fuego sin aliento,

Erige un pedestal sobre mi sufrimiento,

Cáliz rebosante de sangre y de hiel

Que arrastra al abismo con vano placer,

Alfil de andar oblicuo que traiciona al rey,

Libertad de ultraje su nueva ley.

Torre de arena que se lleva el viento

Gran arquitecto de nuestros tormentos,

Vil ilusionista, falsa su gloria,

Ángel aciago, vela sin luz propia.

En esta ocasión, sentí tanto dolor que quise gritar. ¿Qué tenía ese canto que me arrastraba de un extremo a otro con tal facilidad?

¡Oh, luna rosa, déjala ir!

En tu olvido perenne encontrará su fin.

Sin ella mi alma no puedo redimir

Y solo por amor vino hacia mí.

No podía ser casualidad. Me di la vuelta bruscamente.

—Emilia.

¡Por Dios! ¡La estatua había hablado! Espantada, salté de un brinco los peldaños que me separaban de la acera.

—¡Soy yo!

Elevé los ojos hacia la estatua, que ahora estaba a algunos metros de distancia y, aún temblando, comprobé que se movía. Tardé un poco en asimilar el hecho de que era, en efecto, una persona.

—¿Vajda? —balbucí, trepidando.

Él irguió la cabeza y me encontré con sus ojos, aún sombreados por la capucha de la túnica. Lucía desconcertado.

—Cielos, te hice llorar —dijo con voz de trueno, y en dos pasos estuvo a mi lado. Antes de que pudiese replicar, ya me estrujaba contra sí.

—¡Por poco me matas de un susto! —sollocé, hundiendo el rostro en su pecho.

—Te ruego que me perdones, pensé que sería una bonita forma de darte la bienvenida. No reparaste que se trataba de mí y… ¡Emilia, lo siento tanto! —dijo, cubriendo de besos la capucha de mi abrigo y casi sofocándome con su abrazo.

—En este lugar todo se mueve por sí solo, todo surge y se desvanece… ya empezaba a parecerme normal —gemí, aferrando los pliegues de su túnica.

En tanto que me consolaba, mi miedo se transformó en dicha cuando caí en cuenta de que estaba al fin con él.

—¡Vajda! —exclamé, mirándolo a los ojos. Mi corazón amenazaba con estallar de felicidad—. ¡Es tal y como si estuvieras vivo!

—En Turín estoy vivo, Emilia.

—¿Qué dices? ¡Eso es maravilloso!

Él rio con un dejo melancólico.

—Lo es solo porque tú estás aquí. Por lo demás, es un castigo. Debo soportar la caída de cada alma que pisa esta ciudad sin hacer nada al respecto.

—Viviré aquí contigo hasta que muera, entonces —afirmé.

—Imposible. Él te hará sufrir tanto que muy pronto querrás acabar con tu propia vida —dijo, apuntando hacia arriba con ira.

—¿Por qué habrá Dios de hacerme un mal semejante? —pregunté, horrorizada ante el gesto de Vajda.

—¿Dios? ¡No, Emilia, no hablo de Dios!

—¿A quién te refieres, entonces?

Vajda dio un paso atrás y, descubriéndose la cabeza, preguntó con aire grave:

—¿Te sentías observada mientras caminabas hacia acá?

Asentí, recelosa.

—Bien —dijo, tomando mi mano—. Ven conmigo.

Me llevó hacia un espacio descubierto bajo el cielo encapotado y prosiguió, mirando hacia arriba:

—Estamos dentro de una gran bóveda. Tras ese manto de nubes oscuras está la cúpula invisible desde donde él nos observa.

—¿Quién es él? —tartamudeé, escudriñando el cielo y buscando refugio contra Vajda.

—El amo y señor de Turín. Se lo conoce por varios nombres, pero pocos lo conocen tan bien como los habitantes de esta desventurada ciudad. Dios le cedió reinos y potestades en la Tierra y, de todas esas posesiones, esta es su favorita.

Me estremecí.

—Creí que sólo Dios estaba en lo alto —murmuré, aterrada. Vajda me rodeó con sus brazos en un gesto protector.

—Dios creó el Cielo y la Tierra y todo lo demás. Lo que es alto para ti, para Dios es muy bajo. Los demonios son ángeles caídos que se mueven por el aire y bajo la superficie del suelo… y cabe decir que el que rige Turín los gobierna a todos.

—Lucifer no puede doblegar mi voluntad —susurré—. Aún me queda el libre albedrío.

—¡No lo retes! —ordenó—. Domina tu orgullo para que tenga menos aliciente sobre ti, Emilia… eres lo único que tengo. No hay nada que quiera más que tenerte cerca de mí.

—Puedo rezar, Vajda —dije—. El adversario no es infalible.

—Cierto —dijo, apretando mis manos entre las suyas—. Por eso estás aquí. El problema es que, con el paso de los días, dejarás de escuchar a Dios.

—Aún si así fuera —dije—, te escucharía a ti y sabría qué hacer.

—No tengo poder sobre lo que sientes. Nadie puede vivir sin Dios, Emilia. No puedes convertirme en el tuyo. Solo un alma mundana puede permanecer aquí sin sentir inconmensurable dolor a causa de la proximidad del infierno.

—Soy mundana —afirmé—. Soy vanidosa, egoísta, caprichosa y estoy acostumbrada al lujo. Lo soportaré.

—¡No sabes lo que dices! —exclamó, meneando la cabeza—. Está claro que no conoces tu propia alma… Es una lástima que Halstead pueda verla mejor que tú.

Lo dijo con un gesto tan dulce que me sentí morir un poco.

—Prefiero compartir tu desdicha que vivir sin ti —lloré.

—Odio ser el portador de un anuncio semejante, pero pronto comprenderás que hay un tipo de desdicha que no se puede sobrellevar.

—¿Por qué me mandaste venir, entonces?

Los ojos de Vajda se encendieron, llenos de esperanza, y sonrió de modo que su expresión se tornó inocente:

—Por dos razones —dijo—. La primera es que tú puedes salvarme. La segunda te la diré más tarde, si me lo permites.

—Por supuesto que sí —dije, optimista.

—¿Estás cansada?

—Ya no, en lo absoluto.

—Vamos a pasear un poco, entonces. Hay mucho que debo explicarte.

Asentí, feliz de estar allí con él a pesar de todo.

—Aguarda… ¿él puede oír todo lo que decimos y ver a dónde vamos?

Vajda rio de buena gana. A mí no me parecía gracioso.

—Es Lucifer, Emilia. ¿Recuerdas cuántas veces te ha hecho tropezar?

—Eso creo —respondí.

—Dime, entonces, si crees que alguien puede burlar al maestro del engaño.

—Tal vez sí —dije.

—No hay mucho que podemos esconderle en su reino. Sin embargo, cada palabra que sale de nuestros labios le duele y le resta poder porque todas son palabras de verdad. No sabes cuánta satisfacción derivo de ello. Nada lo enfurece más que saberse descubierto.

—¿No frustrará nuestros planes si los conoce?

—No si te los digo dentro de una iglesia —respondió, mirando hacia arriba.

Pensé que torturar al diablo era un triste consuelo, pero lo comprendía.

Así, con el capuz fúnebre, Vajda era el más hermoso monumento a la muerte. Tomé su mano blanca y flaca y caminé con él. Las nubes se habían desvanecido y el cielo negro se extendía sobre nosotros. Aunque la sensación de ser observada con ira y odio se hacía más palpable con cada paso que daba, me pareció que cierta tibieza emanaba de Vajda. No era calidez física, sino de otra índole.

—¿Es este tu cuerpo humano? —me atreví a preguntar.

—No —dijo, mientras pasábamos frente al Palazzo Reale—. Es idéntico a mis restos. Lo que ves y sientes es la realización de mi memoria corporal. Es una de las virtudes de la ciudad, si es que podemos llamarla así. Aquí todo ser espiritual puede materializarse.

—Dices que es algo así como un espejismo y que sólo tienes un cuerpo dentro de Turín. ¿Puedes sentirme como si estuvieras vivo?

—Mucho más. Puedo sentirte y verte por dentro y por fuera.

Mi turbación y angustia en ese momento me hicieron enmudecer. No creía ser una persona buena y no quería que Vajda conociese todos los secretos de mi alma, que no solo era frívola sino que estaba manchada por el beso de la muerte.

—¿Todos los muertos pueden ver las almas? —pregunté, mortificada.

—Los que están conscientes de su propia muerte pueden ver ambas dimensiones, la del mundo material y la del espíritu. Si los vivos pudieran observar a Halstead tal y como es…

—¿Qué hay de los espíritus que han tomado forma aquí?

—Para ellos esta es la realidad. ¿Te has dado cuenta de que las gárgolas parecen tener vida propia?

Asentí.

—Lucifer nos espía a través de ellas cuando no puede vernos con claridad desde arriba. Por eso le otorgó especial poder a la materia en su dominio. La membrana que separa el mundo físico y el espiritual es más delgada en Turín que en ningún otro lugar de la tierra. Las puertas del infierno están abiertas bajo nosotros.

—¿Por qué aquí?

—Ha sido un trabajo de siglos. Alquimistas, nigromantes y adoradores del demonio han llegado a esta ciudad desde el Renacimiento buscando una forma de ensanchar su poderío mental o terrenal.

»Michel de Nostredame, por ejemplo, fue convocado por cierta dama de la nobleza que deseaba ayudar a Halstead a fundar una sociedad iniciática secreta, la cual ha tenido un sinfín de nombres a través de los siglos. La dama en cuestión sedujo a gran cantidad de hombres, quienes, uno tras otro, fueron ofrendados al demonio por medio de ritos homicidas.

»Nostradamus no participó en esos rituales pero bastó con que le permitieran trabajar en sus experimentos alquímicos en los pasadizos subterráneos de esta plaza para que su percepción de la realidad fuese truncada, al punto de enloquecer y declararse profeta. Sus vaticinios son producto de un leve envenenamiento con metales pesados y el influjo de las fuerzas oscuras de esta ciudad. Al parecer, el pobre vio demasiado.

»Fue, de todos modos, fiel discípulo de la filosofía ocultista que Halstead promovía entonces en toda Europa, y tuvo gran éxito llenando libros de pamplinas y elaborando por encargo panfletos risibles que suponían la predestinación de sus clientes.

»Muchos ocultistas se congregan todavía en las catacumbas, donde cientos de personas han sido sacrificadas. Un río de sangre corre por las galerías subterráneas. Estar aquí es una prueba constante para la cordura de cualquier ser humano.

—No lo pongo en duda, pero… ¿por qué aquí? —insistí.

—Lucifer puede agradecer a los vampiros, sus actores más efectivos entre los humanos. Halstead, en especial, tuvo mucho que ver con su asentamiento en Turín. Por su inmenso potencial para el desarrollo tanto del bien como del mal, este territorio ha sido contenido desde que yo estaba vivo —afirmó, suspirando.

Pasamos bajo una callejuela cubierta y empezamos a recorrer una avenida que no estaba tan iluminada como la plaza. Había tantas iglesias en el camino que le rogué entrásemos a alguna para hablar con tranquilidad.

—Aún no es el momento de una conversación privada —dijo.

Sacudí la cabeza pensando que, irónicamente, nunca había tenido tanta privacidad.

—¡Cuántos santuarios! —comenté.

—Comprendo que te parezca extraño. Como hijos del demonio, los vampiros son naturalmente aversos a cualquier representación visual de Cristo. Ellos han sido promotores, a través de varias sectas, de grandes movimientos iconoclastas. Dichas prohibiciones jamás han Incluido, por supuesto, sus propios símbolos religiosos, entre los que está el celebérrimo ojo maligno.

—¡Cielos! —temblé—. ¿Por qué no han hecho aquí lo que hicieron en Francia?

—No lo necesitan. Esta es su casa, a pesar de la gran cantidad de iglesias que se yerguen sobre las sangrientas catacumbas. Además, si en Francia han ofrecido festivales al demonio que llaman Ser Supremo sin ninguna vergüenza desde la creación de la república y han plasmado la insignia de Jabulón en el arte y la arquitectura, ya verás las efigies que ostentan abiertamente los monumentos de Turín. Oh, Emilia… —dijo, mirándome con afán—. Gracias por venirte a reunir conmigo en este infierno.

—No querría estar en ningún otro lugar —respondí.

Habíamos llegado a otra plaza. Me sentí muy rara y débil, y le pedí a Vajda que nos sentáramos en una de las bancas. Él se arrodilló frente a mí y tomó mis manos entre las suyas, las cuales me calentaban a pesar de ser frías al tacto. Frente a nosotros había un monumento de piedra.

—Es un tributo público a Lucifer —dijo.

—¿El ángel que sobrevuela el pico rocoso? ¡Pero si es hermoso!

—Lucifer fue un ángel de belleza sin par antes de caer. Sus adoradores piensan que nunca perdió ese atributo. Si te acercas, podrás que la estatua lleva un pentagrama invertido sobre la cabeza.

—¡Cierto! —exclamé, acercándome y aguzando la vista—. Es la estrella de cinco puntas que vi en casa de Halstead. También la tenía sobre la frente el macho cabrío en una de mis pesadillas.

—Es favorita de los brujos. Si apunta hacia abajo, el brujo en cuestión rinde culto a los imperios infernales, lo que no quiere decir que, de no estar invertida, su magia sea blanca, como insisten en calificarla —explicó—. Los turineses llaman criatura alada a esta representación de Lucifer: nadie se atreve a llamarlo ángel a pesar de su espléndida silueta humana, bello rostro y alas. ¿Notas que es la única figura negra del monumento?

—Sí —repliqué.

A sus pies se arrastraban varias estatuas blancas de hombres semidesnudos cuyas posturas indicaban gran tormento.

—¡Se supone que es la ingeniería! —rio.

—¿Tan ignorantes son los turineses? —pregunté, asombrada.

—Los que no son luciferinos, sí. Los demás procuran guardar los secretos de su amo, a quien consideran el portador de la luz. Observa lo que la efigie de Lucifer sostiene en la mano: es una pluma, símbolo del conocimiento con el cual la serpiente tentó a Eva. Se suponía que al comer el fruto del bien y del mal, ella y Adán serían como dioses. Lo que la serpiente deseaba era alentar la envidia de las criaturas a través de una falsa promesa de igualdad.

—Estoy nauseada —dije, sudando frío.

—Te sientes mal, además de la deliberada desacralización del lugar, porque esta plaza fue el patíbulo de Turín durante mucho tiempo. Asimismo, este punto marcaba el inicio de la necrópolis cuando era territorio de los romanos. Por eso la secta homicida fundada por Halstead quiso ensalzar al ángel caído justo aquí.

—Así que en Turín se hace la oda al demonio con cualquier pretexto —concluí.

—Por supuesto. Es su príncipe y tiene incontables seguidores.

—¿Cómo se puede adorar a Lucifer sin creer en el infierno? —pregunté—. Si sus adeptos lo reconocen como potencia enemiga de Dios, deben estar al tanto del destino que les espera después de la muerte.

—Algunos creen que el infierno es la Tierra. Otros creen que al morir van a ser premiados por Satanás. Lamentablemente para ellos, la realidad es independiente de cualquier creencia —dijo Vajda—. Los esperan las llamas eternas y el estridor de dientes.

—Debes contarme lo que te ocurrió —rogué, con un peso insoportable en el pecho—. No fuiste al infierno, aunque digas que Turín es su portal, pero tampoco fuiste al Cielo. Puedes interactuar con los vivos pero no vivir con ellos, al menos no fuera de aquí. ¿Cómo es eso?

—Tengo que llevarte a casa ahora —dijo—. No puedes pasar tanto tiempo sin alimentarte.

Mi estómago rugió. Había olvidado la comida.

—Me encantaría comer —dije—, pero prefiero escucharte.

—Puedes hacer ambas cosas a la vez —replicó, sonriendo—. Ven, salgamos de Piazza Statuto. Hablaremos en el camino.

Sacudió la cabeza como para descartar un pensamiento y el cabello rubio y desordenado ocultó su rostro unos segundos. Su expresión fue sombría al mirar la estatua del ángel negro antes de darse la vuelta.

—No eres un fantasma, ¿verdad? —pregunté, tragando en seco—. Por favor no pienses que eso es lo que creo… es solo que necesito saberlo.

—No, Emilia. No puedo atravesar paredes y, como ves no arrastro cadenas —replicó, alzando las cejas.

Entrecerré los ojos y sonreí. La situación de Vajda era tan trágica que no estaba exenta de un toque de comedia.

—Dime, entonces, qué eres —pedí.

—Soy un espíritu que puede materializarse. O estoy en el reino de los muertos y no tengo ningún contacto con tu mundo, o estoy en esta ciudad y puedo tocarlo y sentirlo todo.

—¿El reino de los muertos, es decir, el subsuelo de Turín?

—No. El reino de los muertos es, simplemente, la muerte. No es el Cielo, ni el infierno, ni el purgatorio. No podría explicártelo sin mostrártelo y aun si pudiera llevarte unos segundos no podrías ver nada porque es todo oscuridad y tú no estás muerta, así que no posees la visión adecuada.

»Esta oscuridad es la quietud anterior a la Creación, que se volvió dinámica con el tiempo. Todos los pensamientos y sentimientos de la humanidad pasaron a formar parte de ella. La muerte es el espacio de intuición que complementa todo lo que existe, es el negro y frío océano donde se crean los sueños y pesadillas, el caos dentro del que, se esconde todo conocimiento.

—Suena terrorífico —murmuré.

—Lo es para los humanos porque es su paso de transición después de la vida, obligatorio a causa del pecado original y creado a partir de este. No hay nada más doloroso para un moribundo que encararla.

»Muchos beben las aguas del olvido. De ese modo sus vivencias, demasiado dolorosas para ser franqueadas, se desvanecen. Los que toman esta decisión deben adquirir consciencia de su estado poco a poco. Aun así la muerte, por larga que sea, es temporal. Algunos permanecen en ella breves minutos. Otros, más de mil días.

»Yo pasé varios siglos en el valle de las sombras hasta que trajeron mis restos a Turín, y como toda forma espiritual en esta ciudad pude hacerme palpable. Las reglas del enemigo me favorecieron en este aspecto.

—¿Por qué una estadía tan larga? —Pregunté, compadeciéndolo profundamente—. ¿Resolviste olvidar?

—Jamás —respondió, cerrando los ojos un breve instante.

Habíamos llegado a la casa. Vajda tomó una llave idéntica a la mía y abrió la puerta. Me invitó a pasar y, de repente, las lámparas de queroseno se encendieron solas. Tal fue mi sobresalto que tropecé contra él y le di un pisotón.

—¡Perdón! —balbucí, sintiéndome más torpe que nunca—. ¡Tengo los nervios de punta!

—Es mi culpa, yo hice que las luces se encendieran. Cuando esto contigo no siento la necesidad de esconder las pequeñas ventajas de mi estado, que en general son inútiles —dijo y, situándose frente a mí me descubrió la cabeza y me obligó a mirarlo. Sabía que lo conocía—. Oh, Emilia, ¿cuándo vas a recordar?

—¿Qué es lo que debo recordar? —gemí—. Te conozco, pero no logro traer de vuelta el momento.

—No puedo decírtelo. Debes recordarlo tú misma —dijo, y acercó su rostro al mío, respirando de forma casi imperceptible.

Sus ojos como dos velas, despedían resplandor tenue. Apoyó su sien contra la mía y exhaló. Lo rodeé con ambos brazos, estrechándolo y cerrando los puños. Abrazarlo era como una sinfonía de sueños y sacramentos. A través de mis párpados entrecerrados podía ver el leve movimiento de su pecho escuálido.

—Una vez me permitiste ver —suspiré, sin pararme de él—. Eras un príncipe y yo era tu esposa… Pero yo nunca fui tu esposa, ¿verdad?

—No, Emilia. Tú nunca habrías hecho lo que ella —dijo, y me apartó, tomándome de la mano—. Ven, vamos a la cocina.

Había una bandeja repleta de alimentos en el mesón.

—¿Quién prepara todo esto? ¡Tú has estado conmigo todo el tiempo!

—Lo traje del monasterio. Los buenos frailes cocinan muy bien —replicó, sonriendo.

—¿Cuándo lo trajiste?

—Fui a buscar los alimentos en la tarde y los deje aquí en cuanto saliste. Te dije que estaría siguiéndote.

—¿Puedes comer? —inquirí, recordando que había cenado junto a mí en casa de la signora Maggiora.

—Sí. Aunque no lo necesito, lo disfruto a mi modo —explicó—. A duras penas si puedo degustar los alimentos. Se desintegran en cuanto los pongo en mi boca, pero su aroma me nutre. Por ello, procuro estar cerca de la lumbre cuando un cocinero hábil cuece sus platillos.

—¿Les ocurre igual a los vampiros? La comida desapareció del plato de Halstead aunque no lo vi probar bocado.

—Halstead es todo putrefacción. Basta con que maldiga los alimentos en voz baja para que se esfumen. ¡Me sorprende que hayas reparado en un detalle tan minúsculo! —dijo—. Eres muy observadora.

Parecía admirado, lo que me puso muy contenta.

—Gracias —repliqué, sonriendo. Incluso, me sonrojé un poco—. Supongo que Halstead está muerto también, pero de una forma diferente.

—Aunque no lo creas, Halstead jamás ha muerto. ¿Has notado que no apesta como otros vampiros?

—¡Sí! ¡Es una de las mayores incógnitas que surgieron durante mi viaje! —dije, aceptando el asiento que me ofrecía.

—Halstead fue transformado por obra y desgracia del demonio sin necesidad de morir. Su alma le pertenece al ángel negro, pero su cuerpo permanece intacto gracias al pacto satánico, el cual conlleva el régimen alimentario específico que ya conoces.

—Sangre —dije.

—Sí. En contraposición a la sagrada comunión, que hace eterno el cuerpo espiritual.

—Pero el cuerpo real de Halstead es espantoso —alegué—. Vi su rostro cuando invocaba a Lucifer.

Su beldad es tan falsa como la del diablo. Sin embargo, su no se ha descompuesto porque se nutre de sangre fresca y duerme en tierra consagrada.

—Es decir que Vivianne tampoco ha muerto —deduje, esperanzada—. ¡Di que aún podemos salvarla, por favor!

—Su alma aún está en su cuerpo.

—¿De veras? —dudé—. ¡Actúa como un demonio!

Vajda sirvió dos copas de vino y respondió:

—Su mente y corazón se han degradado a partir de la constante ingestión de sangre. Además, Vivianne ha adquirido todos los Vicios de Halstead a través del concubinato. Es un caso difícil.

—¿Y su alma no se ha echado a perder también?

—Vivianne fue una víctima que jamás participó voluntariamente en la maldición que se le impuso. Su alma sin duda se ensuciará en la superficie, pero la naturaleza original de la misma es tan noble que a no irá al infierno. Todas sus culpas recaen sobre Halstead.

—Creí que un demonio habitaba en ella ahora —dije, tras probar el pollo asado de la cocina del monasterio. Estaba buenísimo.

—Halstead habita en ella, en el sentido que domina su voluntad por completo cuando lo desea.

—¿Y el vacío de sus ojos?

—Es consecuencia de su esclavitud. Muchos homicidas reflejan lo mismo sin ser vampiros. El devenir de un alma no se decide hasta el momento de la muerte.

—¿Por qué no la mató Halstead? —inquirí.

—Porque Lucifer aún quiere oprimirla. Si Halstead la hubiese matado, su alma habría ido directamente al cielo y un demonio la habría reemplazado en la carne. Debes comprender que los actos y sentimientos de Vivianne fueron nobles hasta el momento de su transformación.

—Así me lo parecía —dije, apesadumbrada—. ¿Cómo liberarla?

—Hay que destruir a Halstead a cualquier precio. Infortunadamente, como Vivianne ya consumó su primer ataque, es posible que esto no baste para que su alma tenga descanso.

—Así que…

—Tendrías que atravesar su corazón con una estaca —dijo, bajando la mirada.

—¿Yo? —exclame, entre sobrecogida e indignada—. ¿Por qué yo? ¡Podrías hacerlo tú!

—De ningún modo —dijo—. No tengo un cuerpo humano y, por lo tanto, no puedo matar.

—¡Puedes mover objetos! —alegué—. ¿Qué te lo impide?

—Para empezar, mi propia muerte —dijo—. Recuerda que soy un prisionero. Recuerda, también, que estoy del lado de Dios. No querría matar.

—¿Y quieres que yo lo haga?

—¡Claro que no! —replicó—. Solo digo que Vivianne tendría que morir atravesada por una estaca para dejar de ser vampiro. De todos modos, Emilia, solo está permitido llevar a cabo ese ritual si la víctima en cuestión ya murió. Los que han sido convertidos por ingestión de sangre maldita, es decir, los vampiros vivos, siguen siendo criaturas de Dios porque retienen sus almas.

—¿Y Halstead? —lo interrogué, atónita.

—Halstead logró convertirse en un demonio viviente por su propia voluntad. Es un vampiro en el sentido real, Em.

—¿Em? —pregunté, desconcertada—. ¿Desde cuándo me llamas así?

—Desde ahora —dijo, con expresión desafiante, apretando los labios para suprimir una sonrisa.

—Me gusta —sentencié, sonriendo.

—La verdad, te he llamado así para mis adentros desde… Bueno, así es como pienso en ti. Em.

—Muy bien —dije—. ¿Y cómo se supone que te llame yo? Sé que Vajda significa príncipe. Es un apelativo algo impersonal, ¿no crees?

—Si —dijo él—. Por eso me presenté como tal. Pero hace tiempo sabes que mi nombre es Árpad y no me llamas así ni en tu mente.

—Cierto. Se debe a que, cada vez que invoco tu nombre, es inevitable que piense en tu esposa —confesé.

Vajda rio y me tomó por el mentón, girando mi rostro hacia él.

—Ya no estoy casado, Emilita —y, entornando los ojos, agregó—: Hasta que la muerte nos separe, ¿recuerdas la famosa condición matrimonial? Bien, yo morí, y ese fue el fin de mi matrimonio para dicha de mi viuda, quien es tan malvada como Halstead. Bueno, para dicha mía, también. Exceptuando el hecho de morir.

¿Es? —exclamé—. ¿Anda por ahí?

Vajda resopló.

—Sí, aunque no encarnada. Es el demonio que, se supone ocupará tu cuerpo en el ritual de bodas que planea Halstead. Es conocida por los seguidores de Lucifer como la viuda.

Una oleada de terror me sacudió.

—Cielos, Árpad, tengo mucho miedo —musité.

—No sin razón. La viuda ha tenido sed de sangre y de vida hace siglos. Ella y Halstead han buscado arduamente el momento para concebir el hijo de Lucifer. La secta homicida lo espera como mesías, se refieren a él como el hijo de la viuda.

—¿Es una especie de profecía luciferina o algo por el estilo?

—Exactamente. Sabes que la Bestia se alimenta de blasfemias, ¿no es así? Como Cristo es hijo de la Virgen, el anticristo debe ser, según la secta blasfema, hijo de una Viuda.

—¡Pero yo no soy viuda! —dije, como si con ello pudiese defenderme.

—No importa, Em. Los rituales demoníacos nunca se han caracterizado por la sensatez. Además, lo que cuenta para la secta es el espíritu que toma posesión del cuerpo ofrendado.

—Y si desean blasfemar con seriedad aun cuando sea en teoría, ¿no debería su mesías nacer de una prostituta? —especulé.

—Recuerda que ellos se consideran sacros y llaman profanos a quienes no han sido iniciados. Por ejemplo, desean que sus miembros sean respetables. No promulgan vicios. Estos deben quedar estrictamente en secreto y de allí los juramentos de silencio so pena de muerte.

»La secta tiene preceptos incongruentes. Esta incongruencia es, precisamente, lo que permite que los vampiros puedan manipular a sus subalternos.

—Sí, pero aún podrían secuestrar a una prostituta —insistí.

—Sin duda. También podrían abducir a cualquier mujer virtuosa. Resulta que te quieren a ti y te han esperado mucho tiempo.

—¿Por qué a mí? —pregunté, aterrada. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Halstead se enamoró de ti. Por más trivial que sea esa infatuación, que no es amor, es lo más cercano a la vida que tiene o tendrá jamás. Solo eso puede hacer que engendre el hijo del ángel caído. Además, matar a la única mujer que ha suscitado su interés le dará gran brío en el momento del sacrificio.

—¿Cuál es exactamente el sentimiento que despierto en ese monstruo? —carraspeé—. ¿Deseo?

—Un capricho que no es solo odio.

—¡Qué desgracia! —sollocé—. ¡Quiero que me odie como al resto de la humanidad!

—También te odia, no te confundas. Es solo que tú haces que su vano corazón desespere —dijo, escanciando un poco más de vino para ambos.

—Es por el beso de la muerte, ¿verdad? Ese evento decidió mi inmolación.

—Tu porvenir no está definido. El beso de la muerte sirve más a nuestros propósitos que a los suyos porque Halstead se debilita. Añade el hecho de que el hambre lo hace errático e impulsivo. Esto nos da la oportunidad de planear con mayor precisión… lo cual no quiere decir que debas andar besando vampiros por ahí —dijo, a manera de broma.

—Ay —dije, limpiándome las lágrimas—. El remordimiento me ha consumido el día y noche desde que ocurrió.

—Si bien es cierto que no viste más allá de la superficie, tienes que perdonártelo. Lo has enfrentado como nadie y le has tendido las más astutas trampas. Tu valor te ha redimido con creces. ¡Alégrate!

—Siento como si te hubiera traicionado —confesé, evitando su mirada.

—Emilia: nadie ha hecho ni puede hacer por mí lo que tú vas a realizar. Estoy en deuda contigo por toda la eternidad.

—Aún no he hecho nada por ti —dije—. Sabes que tampoco tenía más opciones que venir aquí.

Vajda apretó la mandíbula y cerró los ojos con fuerza, como conteniéndose. Se echó a mis pies y, abrazando mis rodillas, dijo con voz entrecortada:

—En verdad soy tuyo, Emilia.

Me había tomado por sorpresa, tanto así que quedé sin aliento unos segundos. Él prosiguió:

—Ocurre que, ahora que estás aquí, me siento feliz. Tú encendiste la luz de mi alma. ¿Aún no lo recuerdas?

—Lo siento, no sé de qué hablas —confesé—. ¡La primera vez que te vi te di un puntapié!

Él rio por entre los dientes.

—Lo merecía por asustarte —dijo, suspirando—. Pero déjame sacarte de tu error: esa no fue la primera vez que me viste.

Mi corazón dio un vuelco.

—¿Dónde, si no entonces, te conocí?

Él se incorporó lentamente y, estirándose, dijo:

—El alba amenaza con despuntar. Debo marcharme.

—¿Por qué? —objeté—. ¡No eres un vampiro! Por favor, no te vayas.

—Necesito regresar a la muerte durante el día. Además, si pasas demasiado tiempo junto a mí, la muerte podría venir por ti.

Resignada, me puse de pie y lo acompañé a la puerta. Él tomó mis manos entre las suyas y las besó efusivamente.

—Buenas noches —le dije, apesadumbrada.

—Buenos días. Duerme un poco —aconsejó—. ¡Ah, por poco lo olvido! En tu habitación hay una caja de madreperla. Está llena de dinero. Ve a comer algo cuando despiertes, por favor. Te veré en la tarde.

Le prometí que lo haría. Él salió de la casa y lo observé alejarse por el callejón. Cuando llegó a la esquina lo perdí de vista e, inmediatamente después, vi que un ave oscura sobrevolaba los techos de los edificios.

Me había enterado de tantas cosas perturbadoras esa noche que me dolía el corazón, así que me retiré a la habitación en cuanto amaneció. Aunque tenía mis propias batas de seda a mano, preferí usar de nuevo la simple túnica masculina que Vajda había olvidado. Además de ser muy cómoda, me permitía sentirme cerca de él.

Dormí como un lirón pero desperté asaltada por una terrible angustia. Me costó salir de la cama; aún me sentía cansada a pesar; de que eran más de las tres. Una sensación de gran desesperanza había llenado el espacio de mi pecho y, aun si tenía la intención de pasear un poco, mi languidez era tal que, después de lavarme, tuve que meterme en la cama otra vez. Sabía que no podía esperar que Vajda calentase agua para mi bario diario como lo hacía Lucía, pero no disponía del vigor para hacerlo yo misma. Al fin me incorporé de nuevo y tomé un trozo de pan de la alacena. No tenía sed, así que pasé del vino. Pasé una hora mirando a la pared sin deseos de asomarme a la ventana. Quise quedarme allí aún otro rato pero Vajda me había pedido que saliera, así que fui a la habitación luchando contra una pesadez anímica sin precedentes. Aquella no era una tristeza circunstancial: estaba siendo oprimida y constreñida por la fuerza nefasta que dominaba la ciudad.

Me vestí con lentitud y salí. Era la primera vez que no me importaba qué traje ponerme, tanto así que no recuerdo qué llevaba bajo el abrigo de capucha. No me había molestado en peinarme tampoco. Lo único que me interesaba era estar bien abrigada: la temperatura debía haber descendido unos diez grados en solo un día, y temblé en tanto que buscaba una confitería.