CAPÍTULO 15

MAESTOSO: TURÍN

Desperté con el bullicio de las voces de mis compañeros de viaje y el ritmo violento del vagón que nos albergaba. Todos se habían puesto de pie a pesar de las advertencias del supervisor y ora recogían sus efectos personales, ora se inclinaban para observar a través de los ventanales las filas de pequeñas casas que indicaban nuestro arribo a la que había sido la capital del reino de Italia. Supe por la exigua claridad del día que recién había amanecido. Lastimosamente, a causa del sopor que me había sobrevivido, no había presenciado nuestro descenso de la montaña al Piamonte y, por lo tanto, nuestro paso por el valle de Aosta.

Me sentía enferma y desorientada. Tanto las cosas que íbamos dejando atrás como los oblongos edificios que encontrábamos se me antojaban tétricos. Los altos tejares traseros de los últimos parecían haber llorado lágrimas negras sobre los muros desvencijados, que eran amarillentos, grises o color terracota. Las pocas ventanas que se divisaban estaban manchadas, despicadas o cubiertas con tablones provisionales, la hierba había crecido libremente a los lados del ferrocarril que estaba un par de metros por debajo del terreno y el cielo que nos encapsulaba tenía un impenetrable matiz plomizo.

Sentí una honda tristeza e imaginé que el tren daba marcha atrás y regresaba a Francia. Esto, por supuesto, era imposible: debía hacer frente al futuro incierto que se desplegaba ante mí. Seguimos avanzando hasta que el rumor de varias máquinas se hizo palpable y, segundos después, insoportable. Habíamos ingresado a la estación de Porta Nuova. A medida que nuestro tren frenaba, uno bastante más ancho inició la marcha a la derecha y otro cuya longitud era indeterminable se detuvo lentamente a la izquierda. El estrepito de las ruedas contra el metal, los repiquetes de campanas y los silbidos de las locomotoras sofocaban las exclamaciones de impaciencia de los tripulantes, que añoraban poner los pies en la tierra tanto como yo.

Al cesar por completo el recorrido, el hollín que flotaba en el aire era tanto que a duras penas si podía adivinarse lo que había fuera del vagón. Aferré mi bolso de viaje, me incorporé y seguí a los demás pasajeros con paso vacilante. El viento helado me azotó el rostro en cuanto hice un alto en el marco de la puerta para bajar a la plataforma e, inmediatamente, sentí un tirón en la base de la nuca que recorrió mi espalda en la forma de un doloroso espasmo. Antes de que pudiera parpadear, una tibia película acuosa sacudió mis ojos y mis dientes empezaron a castañear. Estaba en Turín.

Dos niños que no se fijaban por dónde iban chocaron contra mí, haciendo que mis dedos insensibles aflojaran el bolso y lo dejaran caer al suelo. Ningún hombre me ofreció ayuda como era la costumbre en casa, y me dije que en las grandes ciudades las gentes solo tenían tiempo para sí mismas. Me dirigí al lugar donde estaban descargando el equipaje con la nota correspondiente al mío en la mano. Se la entregué a uno de los empleados y tras verificar la información pertinente él señalo mi baúl, hablando tan rápido que no pude entenderle. Intenté preguntarle en mi italiano rudimentario si alguien podía asistirme, pero él me dio la espalda y prosiguió con su trabajo.

Los mozos dispuestos a cargar las pertenencias ajenas ya se habían dispersado con los viajeros con quienes podían comunicarse. Pronto quedé sola con mi baúl en aquel sotechado y deduje que en esa ocasión nadie me socorrería. Con las fuerzas que me quedaban, arrastré el baúl hacia el domo del pabellón central.

Jadeando y con el pecho adolorido a causa de la sequedad del aire, me senté en el piso entre cientos de viajantes indiferentes que se limitaban a evitarme como lo hacían con los pordioseros que allí mendigaban. Una mujer morena y de apariencia tosca que llevaba delantal blanco y un pañolón colorido en la cabeza se acercó a mí y me habló en una lengua que jamás había escuchado. Pensé que probablemente era una gitana. Me levanté con presteza en intenté explicarle por medio de señas que, si me ayudaba a llevar mi baúl hasta la salida, le pagaría bien. Me miró con rabia pero, después de lanzar una especie de juramento a los cristales del techo semicircular, tomó uno de los asideros de mala gana y cabeceó para que yo tomara el otro. Tras esquivar a los concurrentes que no facilitaban nuestra tarea, pasamos bajo los imponentes ventanales arqueados, los rosetones y el reloj de mármol de la bella fachada, llegando así al pórtico cubierto frente al cual, para mi gran consuelo, una multitud de muchachos nos rodearon para ofrecernos su asistencia. Mi ayudante soltó abruptamente la manija. El baúl me habría aplastado el pie sino me hubiese anticipado a tal posibilidad, pero no tenía sentido protestar. La gitana reclamó su paga extendiendo la palma de la mano hacía mí y le di varios francos, rezado para que nos los lanzara al suelo en un acceso de ira. A pesar de su obvia ignorancia, la mujer debía estar al tanto del concordato de la Unión Monetaria Latina que declaraba las divisas francesas, belgas y suizas equivalentes a la lira italiana, porque sonrió, complacida, enseñándome una decena de dientes negruzcos y desapareció al instante, quizá temerosa de que le pidiese las monedas de vuelta.

Les pedí a los dos chicos que ya habían levantado el baúl que me guiaran a un coche de alquiler y estos sí me entendieron a pesar de mi acento extranjero. A juzgar por su apariencia y simpatía que contrastaban con la del resto, eran meridionales, es decir, del sur de Italia. Cuando detuvieron el primer coche libre que se cruzó en nuestro camino, una bonita Victoria, les pagué con tanta generosidad como pude y me acomodé en el asiento doble. Leí en voz alta al cochero la dirección que Vajda me había dado y él espoleó los caballos sin si quiera molestarse en replicar. Esperaba que me llevara al lugar correcto.

Si había quedado sin aliento dentro de la estación a causa del esfuerzo físico, en cuanto la dejamos atrás me sentí revivir. La ciudad, misteriosa y sublime, se revelaba a través de la densa niebla matutina como un inquietante secreto. Pronto olvidé el frío y me adentré en un sueño que nunca había tenido pero que creía recordar cada vez que mis ojos descubrían un nuevo recodo o alguna columna escondida. Las esculturas de rostros, ángeles y gárgolas que adornaban los muros daban la impresión de tener vida propia y sobresalir o desaparecer a voluntad. Cuando admiraba un grabado de piedra, mi atención era absorbida por uno más intrigante y el anterior se esfumaba. Dejé escapar una exclamación de asombro: no podía absorber tanta belleza a la vez. Los pórticos eran amplísimos y cubiertos, sus cielorrasos abovedados estaba engalanados con coloridos patrones de toda índole y sus arcos se replicaban de esquina a esquina, apoyándose en las anchas losas del suelo por medio de columnas cuyas variadas aplicaciones de yeso dorado o mármol recreaban la forma ideal de una flor, un animal mitológico, un hada o un demonio.

—¡Qué lugar maravilloso! —dije al cochero.

—¿Eso cree? —preguntó él, sin siquiera girar la cabeza.

—Por supuesto —respondí.

—Todos dicen lo mismo —afirmó con un tono inescrutable.

Dejé que los balcones calados acrecentaran mi embeleso y perdí la noción del tiempo. De repente comprendí que, de acuerdo con el mapa, la casa estaba cerca de la estación y nos estábamos alejando demasiado. Intenté decírselo al cochero, pero él simplemente hizo que la Victoria girara por otra calle, al final de la cual se detuvo. Desde allí podía ver la vía sobre la que estaba la estación. No entendía porque habíamos dado semejante vuelta, habría podido pedirles a los chicos sureños que arrastraran mi baúl hasta allí sin necesidad de tomar un coche.

—Aquí es —dijo el hombre, señalando la casa de la esquina.

Depositó mi baúl frente a una puerta ornamentada y me ayudó a bajar. No recuerdo como le pagué, aunque sé que lo hice. Un grácil puente de tres arcos comunicaba el edificio con otro idéntico ubicado justo al otro lado de la estrecha calle, de modo que ambos compartían un largo balcón privado al nivel del tercer plano.

El cochero partió y sentí que la sangre acudía a mi rostro: aquel era el lugar que Vajda había escogido para mí. Nerviosa, tomé la llave entre los dedos y la giré en la cerradura, que cedió con facilidad. Empujé la puerta y miré dentro de la casa. La habitación estaba en la penumbra pero pude apreciar un amplio corredor y una escalinata al fondo.

—¿Vajda? —llamé.

El eco de mi propia voz me respondió. Insistí y no hubo réplica. El lugar estaba desierto, así que halé el baúl hacia el interior y cerré el portón a mis espaldas. Una corriente de aire fresco soplaba dentro de la casa aún si las ventanas estaban cerradas. Me acerque a una de las celosías y tiré de la cadenilla que movía los listones de madera para graduar la luz solar. Había pocos muebles: dos sillas de tapicería azul celeste, naranja y dorado y, entre ellas, una mesita redonda de mármol gris sobre la que se abrían tres azucenas en un jarro de plata repujada. Antes de explorar más, necesitaba un lavatorio con urgencia. Corría hasta el fondo del corredor y ahí, tras una puerta de vidrio opaco color rosa, hallé un amplio cuarto de baño que lo tenía todo, hasta una ducha escocesa.

Di gracias a Dios por las comodidades con que contaba tan lejos de casa y, tras haberme refrescado, me miré al espejo y me sequé el rostro con un lienzo blanco y limpio. También me peiné con, los dedos. Aunque estaba muy cansada, esperaba que Vajda se presentara en cualquier momento. Salí del lavatorio y empecé a recorrer el pianterreno, descorriendo todas las cortinas para que entrara la luz. Era evidente que habían limpiado y ordenado la casa, que era más un torreón alargado que otra cosa. En la cocina había un fogón cuadrado de piedra que aún despedía un delicioso calor, por lo que supe que alguien había estado allí hasta hacía muy poco. Tomé una tetera y, tras llenarla de agua, la puse sobre la gruesa lamina de metal que recubría le fogón mientras me frotaba las manos para calentarme.

Nunca había cocinado, lo cual me mortificaba. Por suerte, Vajda se había apiadado de mí y había dejado una bandeja de canelones en la despensa que devoré en su totalidad. Era el mejor platillo que había probado en mi vida. Una vez reanimada por el fuego y la comida, me percaté de que había un pergamino enrollado sobre el mesón. Me apresuré a desatar la cintilla que lo sujetaba y leí:

Emilia:

No sabes con cuantas ansias he esperado el momento de tu llegada. Estas aquí. Me siento algo más vivo al saberte tan cerca. Tuve que obligarme a partir pero sé que debes descansar. Estaré cuidándote a cada instante. En el plano superior hay una habitación preparada en la cual confío tendrás plácidos sueños. Cuando despiertes hallarás comida en la alacena y un baño caliente. Sal a caminar al anochecer. Te encontraré en la ciudad.

Tuyo, VAJDA

¡Mío! ¡Cuánto deseaba que fuera así! Me llevé la nota a los labios y la besé, llena de una tristeza embriagante. Lo vería esa noche. Estaba tan emocionada que creí que no podría conciliar el sueño. ¿Entraría a la casa mientras yo dormía? ¿Haría que la comida apareciese ante mí como por arte de magia? Preparé la peor taza de té de toda Europa pero tras beberla sin leche ni azúcar me sentí confortada.

Subí la escalinata a toda velocidad y llegué a una estancia amoblada en cuyo centro se erguía un lecho rodeado de flores exóticas y fragantes. Podría haber sido la cama de una emperatriz: gruesos cortinajes de terciopelo verde con brocados de plata pendían de sus altos pilares de cobre. En su interior, almohadones de la más suave apariencia me invitaban a recostarme.

Pronto me invadió un profundo cansancio y, rindiéndome ante él, me desvestí. Al acercarme a la cama descubrí que Vajda había dejado, doblada sobre los tres mullidos colchones, una desgastada túnica blanca de lino. Sin pensarlo dos veces, me la puse. Era enorme, por lo que deduje que le pertenecía a él. Creo solo haber parpadeado antes de quedarme dormida.