CAPÍTULO 14
IN CRESCENDO: EL DIARIO DEL PROFESOR DE LA ROCHE
En cuanto subimos al tren les mostré el mapa que me había hecho Vajda y ellos apuntaron la dirección de la casa donde iba a quedarme en Turín.
Igualmente, me dieron dos direcciones en Budapest: una correspondía a la casa de Martina y otra era la de un hombre llamado Tomás Bakócz, quien entendí era el padre adoptivo de Adrien. Según me dijeron, Martina vivía en un palacete en Pest y Adrien compartía una gran casa con el señor Bakócz en Buda. Explicaron que, aun si la ciudad ya había sido unificada, seguían llamando a cada lado del Danubio por su nombre anterior. Ambos eran huérfanos, lo que me pareció muy triste.
—La condesa mató a mis padres el día en que la conocí —dijo Adrien, mirando hacia fuera—. Los detalles están en el libro que le dimos.
—Mis padres murieron cuando yo era muy niña —explicó Martina—. Tuvieron un accidente cuando regresaban de visitar a mi tío Eduardo, que en paz descanse. Debían atravesar un puente que no estaba en buenas condiciones y este no pudo sostener el peso del coche que los llevaba.
»Mi tía Verónika, hermana de mi padre, se hizo cargo de mí y fui muy feliz a su lado hasta que enfermó y falleció. Entonces mi tío Eduardo me envió al internado de Sainte-Marie-des-bois hasta que cumplí la mayoría de edad. Ya no tengo parientes vivos fuera de Éva, la viuda de mi tío Eduardo, y por suerte no tengo vínculos afectivos sanguíneos con ella.
—Éva es una mala mujer y lo será hasta el día en que muera —dijo Adrien—. Es una víbora. A pesar de vivir en la misma ciudad que ella jamás la vemos, lo cual me alegra.
—A mí también —dijo Martina—. Me pregunto a qué se dedica ahora que sus hijos no están que sus hijos no están.
—Espero que no haya forjado amistad con otros vampyr de los que no tengamos conocimiento —dijo Adrien—. Aún no sabemos cómo se alió su hijo Gábor con la condesa.
—¡Es terrible que sus parientes se hayan aliado con los vampyr! —le dije a Martina, horrorizada.
—Así es —respondió ella—. Mis primos Gábor e István deseaban ser convertidos.
—Cielos —dije, tragando en seco—. Lo siento mucho. ¿No ha pensado en la posibilidad de que fueran miembros de alguna sociedad secreta? Quizá se conocieron de ese modo.
—Es posible —dijo Martina—, aunque no sé reconocer sus insignias fuera de lo que tú nos has contado. No recuerdo haber visto el ojo providencial en ningún broche o talismán que mis primos llevaran.
—Tendremos que estar muy atentos en el futuro —dijo Adrien, suspirando—. La historia de los vampyr parece complicarse en vez de simplificarse.
—Éva siempre llevaba un crucifijo —dijo Martina—. No creo que fuera más que una mala persona.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Adrien—, pero eso no significa que debamos bajar la guardia. Sus hijos fueron dos de nuestros peores enemigos, como lo fue Goldberg. Era la segunda vez que mencionaban ese nombre. ¿En qué otro lugar lo había escuchado?
—Disculpen, ¿quién es ese tal Goldberg? —inquirí.
—Un médico que certificaba falsas defunciones por causas naturales para ayudar a la condesa a encubrir sus crímenes. Probablemente recibía grandes sumas de dinero a cambio de sus favores, porque jamás fue convertido —dijo Adrien.
—¿Dónde está ahora? —pregunté.
—En la cárcel, gracias a que Martina logró encerrarlo en una bodega antes de que escapara —dijo Adrien.
—La mención de su nombre me causa cierta inquietud. Es extraño, creo haberlo visto o escuchado en otro lugar —dije.
—Espero que no haya sido puesto en libertad —dijo Martina—. Por favor, trata de recordar cómo lo conoces. Es un hombre de baja estura, cabellos y barba rojos y antiparras redondas.
—¡Lo, tengo! —dije—. El profesor De la Roche menciona a un Isaac Goldberg en el cuaderno que me dio Abélard.
—¿Isaac? —preguntó Almos, arqueando las cejas.
Martina soltó una carcajada.
—¿Qué ocurre? —inquirí.
—Nada, Emilia, pasa que jamás reparamos en su nombre de pila —respondió ella—. Ninguno de nosotros estuvo presente en el juicio en que fue sentenciado a prisión vitalicia. Nos encargamos de llevarlo las autoridades y un oficial llenó el registro. No recuerdo si la prensa mencionó su nombre completo cuando la noticia de su captura fue publicada.
—El diario del profesor De la Roche habla de vampiros —dije—, pero podría ser una simple coincidencia.
—¿Nos permitiría echarle un vistazo antes de que tornemos rumbos diferentes? —pidió Adrien.
—Por supuesto —dije. Saqué el cuaderno de mi bolso y busqué la frase—. Aquí está —agregué, señalándola con el dedo.
—¡Vaya, vaya! Así que Isaac Goldberg envió al profesor De la Roche una carta de condolencia. Qué considerado —dijo Adrien, con tono sarcástico—. Esto fue escrito en 1873, unos cuatro arios antes de que Erzsébet me encontrara. No es imposible que se trate del mismo Goldberg.
—No hay descripción física, pero De la Roche dice que es médico —dijo Martina—. ¿Te importa si leo un poco más?
—Claro que no —dije, verificando que nadie pudiese escucharnos—. ¿Podría leer para nosotros también?
Martina se aclaró la garganta y nosotros acercamos nuestras cabezas a ella para que no tuviese que hacer demasiado esfuerzo. Leyó:
1ro. de junio de 1873, Ámsterdam.
Un ángel se apiadó de mí. Se trata de Maude LaFontaine, a cuyo pequeño hijo salvé de morir recién había nacido. La señora LaFontaine es viuda y me ofreció una habitación en su casa. Podré instalarme con ella y con Jérôme, quien ahora es un adolescente. Dice que su ático tiene espacio suficiente para ser convertido en laboratorio. ¡Gracias, oh, Altísimo, por atender mi súplica! Copérnico y yo viajaremos a París la semana que viene. Al fin podré darle leche fresca.
15 de agosto de 1873, París.
Maude y yo estamos enamorados. Nos casaremos en la pequeña capilla que está en la propiedad de nuestros vecinos mañana en la mañana. Espero ser un buen padre para Jérôme y el esposo que Maude merece. Atrás quedaron los días de mi sufrimiento. Ya nada me importa lo que piensen DeBoer y la comunidad académica de Holanda, solo espero que mi reputación en el extranjero no enlode el trabajo de investigación que apenas comienzo a reconstruir en Francia.
4 de septiembre de 1873, París.
Hay más infectados. Tal es la situación de una jovencita a la que visité esta tarde. Su nombre es Aventina Rivière, y sus padres la creen loca además de enferma. Lo más extraño de todo es que Isaac Goldberg, quien me escribió en el pasado a Ámsterdam ha llevado su caso hasta ahora. Él les asegura a los señores Rivière que la muchacha necesita beber compuestos de sedantes dormir y que las marcas en el cuello se las produjo ella misma en un acceso maniático causado por el influjo de la luna llena. No tuve el placer de conocer a Goldberg, pero no creo que haya acertado en el diagnóstico de la paciente que tenernos en común. Le dejé mi crucifijo, pues no tenía otro, y pedí a sus padres que pusieran flores de bajo de su lecho. Regresaré mañana en la tarde.
5 de septiembre de 1873, París.
Aventina tenía mejor semblante el día de hoy. Goldberg, no fue a verla, por lo que aún no he discutido el caso con él. La chica dijo que un vampiro había tratado de acercarse a ella durante la noche y había huido enfurecido a causa del olor de las flores de ajo. Sus padres, por supuesto, no creen que el muchacho que deseaba casarse con su hija sea un vampiro. Digo que deseaba casarse con ella porque murió durante el entrenamiento militar. El prometido de Aventina se llamaba François Junot. Buscaré su tumba en cuanto pueda ir al cementerio sin que lo sepa Maude.
6 de septiembre de 1873, París.
Aventina dice que François tiene hambre y que solo puede alimentarse de ella a causa del último beso que la muchacha le robó, cuando el féretro ya estaba en el cajón, durante la relación. Al parecer los chicos se amaban sinceramente, pero dudo que esta sea la causa de la fidelidad alimenticia del vampiro. Todo vampiro es un demonio y, por lo tanto, es incapaz de seguir un código moral. Su instinto desordenado no se /o permite aun cuando haya tenido una vida ejemplar antes de su conversión. Me atrevo a conjeturar que el beso post Morten obliga al vampiro a beber la sangre de una sola víctima (la que lo haya besado) hasta da muerte.
7 de septiembre de 1873, París.
Anoche encontré la tumba de Junot. Puse flores de ajo sobre la lápida y en la tierra que la rodea. Me pareció que el terreno se movía por debajo de mis pies y regresé a casa corriendo. Mauritius estaría orgulloso de mí. Esta tarde fui a ver a Aventina Rivière, quien dijo que su prometido vampiro no la bahía visitado durante la noche. Los padres de la chica están satisfechos conmigo, pero no saben que mi tratamiento consiste simplemente en obrar de acuerdo con lo que me infirma su hija. Todas las tardes le suministro un placebo y la interrogo. Cuando tomaba la consulta llegó el doctor Goldberg. Después de las formalidades, le agradecí la carta que me había enviado y fingió no saber de qué le hablaba. Sé que mentía.
Tal vez tiene miedo de que lo asocien conmigo y con Mauritius debido a mi expulsión de la sociedad médica de Holanda. Goldberg es un hombre extraño. No pareció alegrarle la mejoría de la señorita Rivière en lo absoluto. Insistió en que los padres reforzaran la dosis de sedantes y se marchó malhumorado.
8 de septiembre de 1873, París.
Fui a ver a la señorita Rivière y no me permitieron entrar a la casa. La señora Rivière dice que ya no me necesitan. Pero me pareció que estaba enfadada conmigo. Me devolvió mi crucifijo y cerró la puerta en mis narices. Dios le dé larga vida a Aventina Rivière.
10 de septiembre de 1873, París.
La señorita Rivière murió y, por supuesto, perdió toda su sangre aunque nadie se explica a dónde fue a parar el líquido vital. Esta vez sus padres me recibieron. El cuerpo de Aventina está en un ataúd en medio de la sala. La señora Rivière se disculpó conmigo y explicó que Goldberg le había dado pésimas referencias de mí. Regresé a la tumba de Junot y noté que alguien había retirado las llores de ajo, pues de no haber sido así habría hallado aun cuando fuera los capullos pudriéndose a la intemperie. Qué desgracia. Tendré que tomar medidas drásticas.
12 de septiembre de 1873, París.
Puse flores de ajo en las tumbas de Junot y la señorita Rivière, quien ahora está enterrada a su lado. Regresé a casa y cené con Maude y Jérôme. Goldberg no tuvo la cortesía de asistir a su funeral ayer en la mañana. El señor Rivière dijo que se arrepiente de haberlo escuchado: Goldberg les ordenó que retiraran las flores de ajo del cuarto de Aventina la víspera de su muerte. Es verdadera lástima. Al menos me consuela pensar que los padres de la chica no me culpan a mí sino a Isaac Goldberg. ¿Por qué se habrá tomado la molestia de escribirme a Ámsterdam para ensuciar mi buen nombre después? No lo comprendo.
13 de septiembre de 1873, París.
Les pedía los señores Rivière que me permitieran ver el certificado de defunción de su hija, el cual Goldberg expidió y, para sorpresa de todos (Los padres de la chica no lo habían revisado), este decía hidrofobia. Tuve miedo de que volviesen a retirar las flores de las tumbas de los vampiros y regresé al cementerio hace un par de horas. Allí estaba Goldberg, recogiendo cuidadosamente cada una de las florecillas y metiéndolas en sus bolsillos. Me escondí tras monumento hasta que se marchó y reemplacé las flores por otras frescas. Sospecho que ese monigote pelirrojo de porte desgonzado y ojillos maliciosos está más que enterado de que los cuerpos del señor Junot y la señorita Rivière necesitan sangre humana.
Tal vez esté llevando a cabo su propia investigación sin pensar por un segundo en proteger al mundo de los demonios que son sus sujetos de estudio. Procuraré seguirlo cuando tenga la oportunidad de hacerlo.
14 de septiembre de 1873, París.
Convencí al padre Renaud de que me acompañe a clavar estacas en los corazones de los jóvenes amantes esta noche. Es la primera vez que voy a realizar una tarea semejante, aunque Mauritius jamás se cansó de enfatizar su importancia. Me muero de miedo y, sin embargo, sé que es la única salida. Dios nos guarde.
15 de septiembre de 1873, París.
Ocurrió lo impensable. El padre Renaud y yo llegamos al cementerio a medianoche y, conforme nos aproximábamos a las tumbas, escuchamos ruidos. Asustados, nos escondimos en un lugar desde donde podíamos observar los sepulcros. Pronto distinguí la figura de Isaac Goldberg, quien estaba acompañado de un hombre de gran estatura. Este último golpeó cada tumba tres veces con su bastón y pronto la tierra se abrió para que de ella emergieran François Junot y Aventina Rivière. Quise huir pero el padre Renaud me detuvo. El hombre alto habló, entonces, dirigiéndose a Junot:
«Diario del profesor De la Roche».
—¡Idiota! Por tus descuidos estuvimos a punto de ser descubiertos. ¿Tenías que beber hasta la última gota de esta flacuchenta? ¡No mereces ser uno de nosotros!
—¡Ella me besó! —replicó Junot—. ¡Se lo suplico, maestro Ujvary, no me destruya!
—¿Ella te besó? ¿Y eso a mí qué? ¿Sabes cuántas vírgenes he violentado sin tener que convertirlas? ¡Miles! ¿Quieres que se acabe nuestro sustento? ¿Quieres que dejemos de ser una leyenda que ya todos consideran absurda para que nos persigan? Tu debilidad te condenó, Junot.
El hombre inclinó su cabeza sobre Junot y bebió su sangre hasta que él cayó a tierra, e hizo lo mismo con Aventina, quien no ofreció resistencia.
No sabía que los vampiros pudiesen alimentarse unos de otros. A continuación, arrancó los corazones de las víctimas con sus propias garras y se los entregó a Goldberg, quien los envolvió en una estola blanca que antes llevaba sobre los hombros gachos. Goldberg recogió un hacha que reposaba a su lado en el piso y decapitó los cadáveres de los novios mientras el vampiro llamado Ujvary observaba.
—¿Siempre debe infligirles culpa a sus subordinados antes de destruirlos? —preguntó Goldberg al vampiro, limpiándose las manos en el traje negro.
—Por supuesto —dijo este, cuyo rostro era blanco y blando—. La sangre culpable sabe mejor… y nuestro amo sabrá apreciar los corazones vacíos. Hoy le enviamos dos almas.
—Querrá decir un alma, señor. La infeliz no pudo consumar su primer ataque y murió como una inocente. Acaba de enviar un alma hacia arriba y otra hacia abajo —dijo Goldberg.
—¡Maldición, Goldberg! Dame esos corazones.
Goldberg le extendió la estola enrollada y Ujvary la sacudió. El vampiro olisqueó los corazones que habían caído a tierra y tomó uno de los dos.
—Este es el de Junot —dijo—. Envuélvelo de nuevo.
—Será sacrificio perfecto de sumo agrado a Lucifer.
—Inhuma los cuerpos —ordenó Ujvary—. Es frustrante que a causa del beso de su prometida Junot no haya podido alimentarse de otros soldados. Aún no he acumulado bastante destreza militar para enfrentar a Halstead.
—Nunca es suficiente, señor. Su enemigo ha bebido de los mejores.
—No me saques en cara a Tepes ni a Árpad. Sabes que no habría podido tener a ninguno de los dos.
—Supongo que uno más reciente como Napoleón no habría servido de mucho… —jadeó Goldberg, pisoteando la tierra que había depositado sobre el cuerpo de Aventina.
—Fue solo un idiota útil para Halstead. Los enanos como tú siempre codician más de lo que pueden manejar, por eso es sabio limitarse a jugar con sus esperanzas —dijo Ujvary—. Ningún vampyr respetable habría tocado a Bonaparte.
—Ni a mí —gruñó Goldberg.
—Conténtate con lo que tienes, que es bastante.
—Sí, señor.
—Halstead es demasiado antiguo para nosotros… pero Erzsébet, Anna y yo estamos mejor rodeados. Contamos con la ayuda de la oculista Helena Blavatski, quien ahora está en Nueva York buscando el secreto de Halstead para nosotros. Algún día se lo entregaremos a Lucifer.
—¿Qué dice, señor? ¿Es que Halstead no le pertenece a Lucifer?
—Claro que sí —dijo Ujvary, pateando el cuerpo de Junot y empujándolo a la fosa—. El problema es que Lucifer parece favorecerlo. Encontró un ritual más poderoso que el nuestro para extraer mayores beneficios de la sangre. Blavatski lo buscó en Cairo sin éxito.
—¡Blavatski es un fraude! —dijo Goldberg—. Hacen mal en fiarse de ella.
—¿Quién dijo que confiamos en sus habilidades? La manipulamos para buscar respuestas entre los mortales, eso es todo.
—Es un alivio saberlo, señor —dijo el hombrecillo, respirando—. He terminado.
—Vámonos, Isaac. Te daré tu montoncito de oro en casa.
Ambos se dirigieron a la entrada del cementerio, pero no nos atrevimos a seguirlos. El padre Renaud hizo una oración sobre las tumbas mientras yo vomitaba tras unos arbustos. Regresé a casa y continué vomitando durante horas. Maude me ha cuidado con devoción desde el amanecer. Bendigo el día en que partí de Holanda para reencontrarme con esta excelente mujer.
El tren empezó a frenar de repente y Martina interrumpió la lectura. Estábamos llegando a Modane.
—¿Qué dicen? —les pregunté a mis amigos—. ¿Se trata del mismo doctor Goldberg?
—No solo del mismísimo Goldberg, sino de uno de nuestros adversarios más peligrosos —dijo Adrien—: Ujvary era el mayor aliado de la condesa.
—Eso pude adivinar —dije—. ¡Este cuaderno es un tesoro! ¿Notaron que Ujvary mencionó a Árpad?
—Debe ser Vajda —dijo Martina, mirándome con seriedad—. Lee el diario del profesor De la Roche con mucha atención mientras viajas a Turín y envíanos un resumen del texto con los eventos más importantes. No omitas ningún nombre.
Se lo prometí.
—Debes hacer lo posible por viajar a Suiza cuanto antes —agregó—. Es menester que estemos unidos. Eres una de los nuestros.
—¿Una de los suyos? —pregunté, a la vez extrañada y complacida.
—Los enemigos de los vampyr sabemos que debemos de cuidar los unos de los otros —dijo.
—Ustedes sí que han cuidado de mí —respondí, sonriendo—. Espero estar presente en su boda.
—No le será muy difícil visitar al padre Anastasio antes de diciembre —dijo Adrien—. Turín está al pie de los Alpes.
—Lo sé —respondí—. Todo depende de Vajda.
El tren se detuvo abruptamente y descendimos del vagón con los demás pasajeros. Helaba en Modane, que ya estaba en un punto muy alto de la montaña. La nieve cubría todo el paisaje alrededor. Comimos algo de pan y queso después de comprar nuestros respectivos billetes, y Almos entregó mi baúl a un hombre para que lo pusiera en el tren con destino a Turín, el cual partiría antes que el de ellos. Ambos me acompañaron a la plataforma. Martina me abrazó y Almos estrechó mi mano.
—Escríbeme en cuanto llegues —dijo ella.
—Tenga mucho cuidado —dijo Adrien—. La veremos en suiza.
Subí al vagón que me correspondía, el cual estaba lleno casi en su totalidad, y tomé asiento en la hilera derecha para despedirme de ellos. Este era un tren estrecho que debía pasar por el túnel que atravesaba Grand Vallon, un pico en el extremo elevado, para llegar hasta el valle del río Po. Agité la mano y mis amigos hicieron igual desde la plataforma. Era un día oscuro y las lámparas de nuestro vagón estaban encendidas. Pronto fueron ocupados los puestos restantes y, tras salir la locomotora del cobertizo, iniciamos un ascenso lento y de gran inclinación.
Para cuando nos alejamos de la estación parecía que subíamos hacia las nubes en vez de avanzar hacia delante. Al fin pude tranquilizarme cuando alcanzamos una pendiente menos elevada y nos desplazamos con mayor rapidez. Quería empezar la lectura del manuscrito que Martina me había dado pero decidí seguir con el diario del profesor De la Roche porque hablaba de Árpad. Me quité los guantes para poder pasar las páginas con facilidad y leí:
16 de septiembre de 1873, París.
Hoy me siento mejor. Decidí pasar el día en casa en compañía de Maude. Le pedí a Jérôme que preguntara en el vecindario si alguien conoce el domicilio de Isaac Goldberg. Si el vampiro llamado Ujvary no deseaba que Junot matara a la chica, no logro adivinar por qué Goldberg se deshizo de las flores de ajo que yo dejaba en la tumba. Tal vez era más importante para Ujvary que Junot pudiese alimentarse de soldados durante la noche, y así adquirir su bravura a través de la sangre. El vampiro no parecía estar consciente del poder del beso de una mujer enamorada.
30 de octubre de 1873, París.
Goldberg se marchó de la ciudad sin dejar otro rastro que algunos registros de hidrofobia. Tampoco he conseguido que alguien me diga nada acerca de Ujvary. No he sabido de nuevas víctimas o vampiros potenciales. Me pregunto si Ujvary los eliminó a todos como hizo con Junot.
31 de octubre de 1873, París.
¡Las noticias no se hacen esperar! Ujvary y Goldberg habían enterrado a varias bellas muchachas en la casa donde vivían. Habían trabajado como criadas del primero y murieron, según el dictamen de Goldberg, de hidrofobia. Con tantos certificados nadie pone en duda que hay una gran epidemia en la ciudad. Los parientes de las chicas buscaban los cuerpos para darles sepultura y hoy hubo, al fin, un gran sepelio conjunto. Todos se maravillan de la frescura de los cadáveres.
10 de noviembre de 1873, París.
Han visto algunas de las muchachas muertas paseándose por el cementerio. Esta mañana visité a un paciente que dice haber sido besado por una de ellas. Él, a diferencia de Aventina Rivière, no conocía a su atacante, pero sí había asistido al entierro. Estaba pálido y tembloroso; es evidente que perdió mucha sangre. Puse flores de ajo junto a su ventana y até un crucifijo alrededor de su cuello.
15 de noviembre de 1873, París.
Mi paciente se enamoró de la muerta que lo acecha. Dice que desea casarse con ella. La vampira le pidió que se deshiciera del crucifijo y de las flores, y él no pudo negarse. Estaba medio muerto cuando lo vi esta tarde. Tuvimos que amarrarlo y poner flores de ajo en todas las entradas.
16 de noviembre de 1873, París.
La muerta se pasó la noche cantándole a su amado la más dulce canción. Él intentó desatarse pero, por la gracia de Dios, no lo logró. Gimió para que lo dejaran libre hasta el amanecer.
18 de noviembre de 1873, París.
El padre Renaud y yo fuimos al cementerio y enterramos estacas en los corazones de las criadas de Ujvary, pero no encontramos uno de los cuerpos. Es posible que trate del de la muerta enamorada.
19 de noviembre de 1873, París.
Mi paciente desapareció. Estoy seguro de que la muerta lo llevó consigo.
25 de noviembre de 1873, París.
He tratado en vano de advertir a mis allegados acerca del beso de la muerte. Ni siquiera Maude o Jérôme me creen. ¡Ah, Mauritius, cuánto extraño tu presencia! Ahora creo que la carta de condolencias de Goldberg era una advertencia velada. Mauritius conocía muy bien los andares de los vampiros en Holanda, y estoy seguro de que Goldberg y Ujvary estaban enterados de sus investigaciones. Tal vez DeBoer colabore con ellos. Supongo que debo sentirme afortunado de que hayan preferido desacreditarme a matarme. Quizá sea una estrategia más perdurable para el enemigo.
8 de diciembre de 1873, París.
Maude me rogó que no vuelva a hablar de vampiros por su bien y el de Jérôme. Por el amor que les tengo a los dos, callaré para siempre. Solo este cuaderno será testigo de lo poco que sé. Se lo entregaré a la madre de Aventina Rivière, quien creyó en mi palabra tras la dolorosa pérdida de su hija. Espero que las restantes páginas en blanco representen la paz de mi porvenir. Haré lo posible por olvidar lo que he vivido. Que Dios reprenda a mis enemigos, ya que yo no puedo hacerlo.
Vincent De la Roche.
La última página que el profesor De la Roche había escrito databa de 1873, unos escasos diecisiete años antes de que llegase a mis manos, por lo que me atreví a conjeturar que aún debía estar vivo. Comprendí que Abélard había tomado el término el beso de la muerte del diario del buen médico, así como la idea de usar flores de ajo como medida de protección. Según lo que había leído, besar a los muertos era pésima idea, y yo había besado a los dos. Las notas del profesor no me habían enseñado nada nuevo de mi condición excepto, tal vez, que el beso de la muerte abría una compuerta secreta entre víctima y victimario que era posible cerrar si uno era susceptible a los encantos del otro. Por lo demás la rivalidad entre vampiros se hacía evidente y quedaba claro que Halstead era célebre entre ellos por su poderío.
Miré por la ventana el helado paisaje de los Alpes y temblé ante la profundidad del abismo adyacente a los rieles sobre los cuales nos deslizábamos. Pequeños grupos de pinos pintaban de verde el paisaje aquí y allí y, aún así, la magnificencia de la cordillera no inspiraba otro apelativo que el de naturaleza muerta. No tardamos mucho en alcanzar el túnel y nos vimos envueltos en una oscuridad que distaba mucho de ser reconfortante.
La mujer que ocupaba el puesto junto al mío se había quedado dormida con la boca abierta y roncaba sobre mi hombro. Procuré obligarme a dormir también, pero el zarandeo del tren y los ronquidos de mi vecina lo hicieron imposible, así que abrí el libro de Martina y Adrien y me dispuse a leer.
Es imposible resumir lo mucho que aprendí en sus páginas acerca de mis amigos y de los vampyr. Basta con decir que la lectura me permitió sobrellevar el paso por el túnel sin sentir la asfixia e intensa ansiedad que suele apoderarse de mí en los espacios confinados. No había leído la mitad del libro cuando las lámparas laterales iluminaron una pequeña porción de la montaña que se abría ante nosotros y mi vecina despertó, limpiándose el mentón y las comisuras de la boca. Entonces experimenté gran alivio y me recosté contra la ventanilla para dormir un poco mientras ella se entretenía haciendo punto de cruz. No bien había sacado el marco y la aguja, mis ojos se cerraron tras contemplar la suave luz de la luna creciente reflejada sobre la nieve.