CAPÍTULO 13
FERMATA: MONT CÉNIS
Me acosté sobre la banca para continuar durmiendo pero estaba muy incómoda. Me dolían las articulaciones y estaba entumecida a causa del frío. También tenía hambre. Este tren no tenía un vagón con restaurante como otros que eran más modernos y yo no había empacado nada de comer. En ese momento mi dinero no servía de nada. Me puse el abrigo que solo se había secado parcialmente y volví a sentarme. La intensidad de las lamparillas interiores había menguado y casi todos los ocupantes del vagón dormían. Mi estómago gruñó con tanta fuerza que temí pudiese despertar a la señora que estaba sentada en la banca de enfrente. Me puse de pie y di algunos pasos para estirarme. El viaje a Chambéry no debía ser tan largo pero en la densa noche cada minuto parecía una eternidad. Me apoyé en las bancas para no perder el equilibrio y caminé hacia la parte frontal del vagón. Luego me di la vuelta para retornar y comprobé que solo un pasajero estaba despierto. Era un hombre verdaderamente guapo. Llevaba un sombrero de copa y sostenía un libro grueso en las manos cuya cubierta no pude apreciar. A su lado, una mujer dormitaba recostada en su hombro. Esta no llevaba sombrero como las demás tripulantes, tenía largos cabellos oscuros que caían libremente hasta su cintura. A pesar del abrigo que la cubría, noté cuando se movió para acomodarse que un sencillo crucifijo de madera reposaba sobre su pecho. Era una imagen muy dulce.
¡Qué hermosos son!, pensé.
El hombre levantó la mirada del libro y me sonrió con una inclinación de cabeza, tocando su sombrero. Por poco pierdo el equilibrio: al ver sus ojos grises tuve la sensación de que me estaba dando las gracias, pero estaba segura de no haber hablado. Avergonzada, le sonreí con torpeza y regresé a mi puesto tan pronto como pude. Quizá yo también debía entretenerme leyendo. Después de todo, tenía en mi poder un gran tesoro, según creía, que era el cuaderno de Abélard. Lo extraje de mi bolsa de viaje y lo tomé en mis manos, estudiándolo con atención. La cubierta de cuero estaba algo enmohecida y sus páginas se habían tornado amarillentas. Sin embargo, la tinta se había preservado, quizá porque Abélard lo había cuidado bastante bien a pesar de sí mismo.
Diario del profesor Vincent De la Roche, decía el encabezado. Iba a lanzarme a la lectura pero mi mente regresó a los dos pasajeros que estaban sentados en la parte delantera del vagón. El semblante de la mujer era bello y misterioso, tanto así que tuve que resistir el impulso de levantarme de nuevo para comprobar si la visión había sido real. Según recordaba ella tenía la frente amplia, la nariz recta y los labios llenos. Su rostro era ovalado y sus rasgos eran regulares, no había nada demasiado grande ni demasiado pequeño. Pero no era esto lo que la hacía especial. Aquella mujer no necesitaba joyas ni peinados para transmitir un aire realeza que no había visto jamás. Bueno, lo cierto es que nunca había conocido una princesa pero, por lo que sabía, a diferencia de las princesas de los cuentos de hadas, las de verdad eran bastante feas. Esta, en cambio, parecía salida de las páginas de un libro. Tenía suaves cejas oscuras y espesas pestañas negras que contrastaban con una tez de blancura resplandeciente. Sus manos, de dedos largos y delgados, se entrecruzaban en su regazo con gracia y elegancia. Dormía con el mentón ligeramente elevado, en un gesto de genuina dignidad que, no obstante, revelaba a la vez una naturaleza dulce y apacible. Los lacios cabellos oscuros estaban partidos en el medio y caían de forma desordenada sobre un largo abrigo de color rojo burdeos que, por su infinita sencillez, resaltaba aún más la belleza de la portadora. Era una estampa que, de haber sido recreada en una pintura, se habría hecho famosa. Si una persona de su talante era una rareza en mi limitado mundo, dos lo eran aún más. Así como había percibido el garbo de la mujer en un instante gracias a la cándida intimidad del sueño, no habría podido pasar por alto la inteligencia de los ojos de su acompañante, una que no se asemejaba a la fría racionalidad de los matemáticos sino que era más bien la sagacidad de un hombre demasiado joven para ser tan sabio. Su postura era gallarda, sus movimientos denotaban calidez y gentileza. Como ella vestía de forma tan simple que bien podría haberse tratado del personaje central de un relato fantástico que intentaba pasar desapercibido en el mundo real. No podía dejar de preguntarme de dónde había salido una pareja tan singular. Pronto llegué a la conclusión de que la gente así no existía y mis párpados empezaron a cerrarse en contra de mi voluntad con el movimiento del tren. Tuve que rendirme ante un sueño pesado que me obligó a acostarme en la banca una vez más y me quedé dormida aferrando con fuerza el diario del profesor De la Roche.
Las voces de los demás pasajeros me despertaron cuando estábamos por llegar a Chambéry. Había pasado solo un poco más de una hora desde que dejamos la ciudad. Me froté los ojos y me senté. La lluvia había quedado atrás y ahora podía ver algo del paisaje nocturno del sur de Francia. Pasamos varias colinas en las que divisé varias luces encendidas que debían provenir de granjas. Los árboles aún no habían perdido sus hojas, por lo que el lugar daba una impresión bonita y alegre. Abrí el diario del profesor de la Roche y leí:
13 de mayo de 1873, Ámsterdam.
Soy el hazmerreír de todos mis colegas. La muerte de mi más querido amigo y mentor (Dios te colme de bendiciones en su reino, Mauritius) me dejó devastado y solo en el mundo. Me tildan de charlatán y estafador y ya nadie asiste a mis seminarios. Perdí toda credibilidad ante la comunidad académica, pasará poco tiempo antes de que me llamen loco. No resiento lo que me ocurre por haber aplicado a cabalidad el estricto método científico con que Mauritius me entrenó, ni por saberme el poseedor de un gran intelecto: mi dolor reside en tener que aceptar que tantos van a morir y a perder sus almas a causa de la incredulidad de este mundo vano, este mundo lleno de luces y aparatos que solo cree en el progreso y que ha dotado al hombre de una prepotencia sin precedentes. ¡Estoy rodeado de ciegos y el profesor DeBoer es su rey! ¡Al diablo con DeBoer y sus diagnósticos de hidrofobia! Quemaron todos mis cuadernos y disuadieron a todos mis estudiantes de hacer igual con las notas que les impartí. Tras mi expulsión de la sociedad médica, solo me queda este diario. ¡Diez años de exhaustiva investigación perdidos para siempre! DeBoer se atrevió a sugerir una revisión de mi tesis (¡sí, mi tesis universitaria! Un documento que tiene más de veinte años) para asegurarse de que los jóvenes ingresados no incurran en errores prácticos. ¡Él, que aún cree en el poder sanador de las sangrías, se atreve a censuras mi trabajo!
Los acreedores me asfixian, las cuentas de cobro de apilan bajo mi puerta; de las docenas de cartas que he recibido este mes solo una se ha librado de ser profundamente insultante. Era una nota de condolencias por la muerte de Mauritius que me enviaba un doctor Isaac Goldberg, de quien nunca he oído hablar.
Kramer insiste en que desocupe el laboratorio y ahora me encuentro en esta pocilga, rodeado de tubos de ensayo y frascos de mil tamaños. Solamente el gato me hace compañía. Con él comparto la poca comida que tengo, que no durará mucho tiempo. Espero con ansias una respuesta de París: si no cuento con el respeto de nadie, al menos puedo contar con la conmiseración de unos cuantos. Quizá si empiezo una nueva vida desde el anonimato y en otro lugar me libre del moralismo de mis colegas que, hoy por hoy, juro son más crueles que los malditos vampiros.
La marcha del tren aminoró y las campanas empezaron a sonar: en breve estaríamos en la estación de Chambéry. Guardé el diario del profesor De la Roche en mi bolso prometiéndome continuar con la lectura cuanto antes. ¡Pobre profesor! ¿Dónde estaría ahora? Me quité el pañuelo de mi padre y me puse el sombrero, la bufanda y los guantes. Un hombrecillo delgado con uniforme pasó por cada puesto revisando nuestros billetes de abordaje y, segundos después, nos detuvimos. Me puse de pie de inmediato detrás de los otros pasajeros que ya habían formado una fila y esperaban a que abrieran la puerta. Desde donde estaba veía la espalda del hombre de los ojos grises y la manga del abrigo de su acompañante femenina, que estaba frente a él. El hombre se inclinó para decirle algo y ella asintió. Nunca había sentido tanta curiosidad por nadie. Me reprendí por ser tan fisgona y miré al piso. Poco a poco descendieron todos y al fin los imité con la ayuda de una de los empleados de la estación. Para mi sorpresa, la estación de Chambéry estaba prácticamente vacía: al parecer, nuestro tren era el último y solo restábamos quienes acabábamos de llegar de la ciudad y unos cuantos empleados. Me dirigí a toda prisa al fondo de la plataforma, donde ya estaban descargando nuestro equipaje, y pregunté a uno de los hombres a qué hora salía el próximo tren a Modane.
—A las siete de la mañana —respondió y siguió con su quehacer.
—¿Mañana? ¡No puede ser! —exclamé—. ¿Está seguro de eso?
Él me miró evidentemente fastidiado, y respondió:
—¿Qué cree? ¡Trabajo aquí! La taquilla está cerrada ya, compruébelo usted misma. El último tren a Modane salió hace una hora.
Otro hombre depositó mi baúl en el suelo y gritó mi nombre. Me acerqué a él, le entregué la nota de equipaje y me senté sobre el baúl a llorar. Tenía hambre, frío y miedo, y no me atrevía a salir de la estación sola. Tendría que pasar la noche allí, en ese lugar desolado, exponiéndose a quién sabe qué clase de peligros. Peor aún, si Halstead sospechaba que había abordado el tren a Chambéry podría darme alcance en el transcurso de la noche si viajaba en coche con su temible aliada. Sentí que alguien me observaba y giré la cabeza por instinto. El hombre de los ojos grises me dirigía una mirada curiosa a mí. Comprendí que debía ser una imagen patética y risible sentada sobre mi baúl, ataviada con ropas finas y llorando sin consuelo. El hombre le dijo algo a su acompañante y yo volví a hundir el rostro en las manos. No me importaba quién me mirara.
Segundos después escuché una voz a mi lado:
—Disculpe, ¿hay algo que pueda hacer para ayudarla?
Levanté el rostro hacia quien me hablaba y, para mi sorpresa, me encontré con la mujer de cabellos sueltos y abrigo color burdeos que me sonreía. Su mirada era franca y lúcida, sus ojos oscuros y brillantes.
—Yo… —balbucí, mortificada—. Debo estar haciendo un escándalo, no fue mi intención preocupar a nadie. Por favor, discúlpeme.
—Vamos —insistió, acuclillándose a mi lado con un ademán suelto y simpático—. Le aseguro que no me indispone, al contrario. No podría dormir si la dejara aquí, sollozando como un pajarillo sin nido. ¿Qué le ocurre?
—Pasa que soy una necia —respondí, sonriéndole a pesar de las lágrimas—. Debía viajar a Modane esta noche y jamás se me ocurrió averiguar si podría hacerlo. Cerraron la taquilla, contaba con pasar la noche en el tren pero tendré que esperar aquí hasta mañana.
—¡De ningún modo! —dijo ella, riendo y poniéndose de pie—. Vendrá con nosotros.
—¿Con ustedes? —pregunté, sintiéndome más tímida que nunca.
—También viajaremos a Modane en la mañana. Justamente ahora debemos buscar una posada para pasar la noche, así que todo está resuelto. Una jovencita como usted no puede pasar la noche sola en una ciudad desconocida. Estoy segura de que Adrien estará encantado de que nos acompañe a cenar.
—¿Adrien?
Ella asintió y, sonriendo, le hizo señas a su acompañante para que se acercara. Mi rostro se tiño de bermellón, me moría de vergüenza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer, tratándome con familiaridad y dulzura.
—Soy Emilia Malraux —dije, poniéndome de pie y deseando darle un abrazo por salvarme. Me contuve por respeto—. No sé cómo agradecerle.
—Mi nombre es Martina Székely —dijo, sonriéndome con los labios y los ojos—. No tienes nada qué agradecer, una chica sola corre muchos peligros.
Su acompañante llegó hasta donde estábamos y ella dijo:
—Adrien, esta es Emilia Malraux. No conoce a nadie en Chambéry y casualmente debe ir a Modane en la mañana. Pensé que podría acompañarnos a la posada y regresar con nosotros para tomar el tren. Le dije que no estaremos tranquilos si no viene con nosotros.
—Un placer, señorita Malraux —dijo él, quitándose el sombrero y sonriendo. Era realmente muy alto y muy guapo—. Martina hizo bien en venir a hablarle. Permítame presentarme, soy Adrien Almos.
¿Almos? ¿De veras había dicho Almos?
—No tengo palabras para expresar mi agradecimiento —tartamudeé, mirando a uno y otro con ojos encharcados—. No merezco tanta amabilidad.
—No es nada. ¿Este es todo tu equipaje? —preguntó ella, señalando mi baúl.
—Sí —respondí, lamentándome de haber llevado un baúl conmigo cuando ellos no tenía más que pequeñas maletas—. ¡Lo siento muchísimo!
—No tienes por qué disculparse con nosotros —dijo él, sonriendo—. A veces Martina lleva hasta tres baúles consigo, está en una excepción.
Ella le dirigió una mirada de reproche a manera de broma y él se encogió de hombros.
—Es cierto —dijo ella—. A veces viajo con todas mis pertenencias.
Almos fue a buscar a alguien que le ayudara a cargar mi baúl y los tres salimos de la estación. Hacía mucho frío pero el aire estaba seco.
—Vaya, parece que todos en Chambéry se fueron a dormir —dijo ella, notando que la calle estaba aún más vacía que la estación—. Al menos hay un par de coches más adelante, tomemos el Cabriolet.
Avanzamos hacia él y los hombres pusieron nuestro equipaje en el suelo. El Cabriolet, de solo dos ruedas, no tenía techo sino una capota plegable en la parte posterior y lo tiraba un solo caballo. A pesar de que eran bastante comunes en la ciudad, yo nunca había subido a un coche de alquiler. Siempre habíamos tenido en casa un cochero y un Brougham particular, cerrado y de cuatro ruedas. Mi miedo se había desvanecido en cuestión de segundos ahora que estaba en compañía del señor Almos y la señorita Székely. Además de ser intrigantes, daban la impresión de conocer e; mundo y de estar más allá de cualquier peligro.
—¿Conoce alguna posada buena en Chambéry? —preguntó Almos al cochero.
—La de monsieur LaVie gusta a los visitantes. Las camas son cómoda y la comida sabrosa. ¿Desea que lo lleve allá? —replicó el último.
—Por favor —dijo Almos.
No tardamos mucho en llegar. Después de pasar por varias calles oscuras nos encontramos frente a una bonita casa iluminada. Almos bajó del coche para preguntar si tenían habitaciones disponibles y regresó con una sonrisa en pocos instantes. El posadero salió y le ayudó a descargar el equipaje y la señorita Székely y yo los seguimos al cálido interior de la casa. Había varias mesas con algunos comensales, hombres y mujeres de varias edades. La atmósfera era de calma y recogimiento.
—Las señoras ocuparán la habitación doble —dijo Almos, mostrándole nuestro equipaje al mozo de la posada y dándole unas monedas. Luego, dirigiéndose al posadero, preguntó—: ¿Es posible que nos sirvan algo de comer?
—Tenemos sopa de habas, pan, queso y patatas. Tomen asiento, mi mujer los atenderá.
Le dimos las gracias y nos sentamos en una mesa cerca del gran horno que estaba al fondo de la estancia. Madame LaVie, una mujer amable y regordeta de cabellos castaños, nos trajo agua y explicó que su casa era el lugar de reunión habitual de los pobladores de Chambéry.
—No todos quieren dormir temprano —dijo—, y nosotros siempre tenemos huéspedes, así que servimos comida y bebida hasta la medianoche.
—¡Qué suerte! —comenté. No podía esperar a calentarme por dentro con la sopa de habas que su marido había mencionado.
Nos trajo dos hogazas de pan, una tabla de quesos, patatas asadas y la sopa. Almos le pidió una jarra de cerveza, la señorita Székely un vaso de vino y yo una taza de leche caliente con miel. Almos se quitó el abrigo y vi que tenía un hermoso crucifijo de plata.
—¿Es la cruz de Lorraine? —pregunté, maravillada.
—Es la cruz Patriarcal —respondió él—. Una insignia familiar.
—Los tres llevamos crucifijos —observó la señorita Székely—, no es común estos días y, sin embargo, de tanta utilidad para el portador. El tuyo es especialmente bello, Emilia.
—Gracias —dije, recordando con pesar a Abélard—. Lo hizo un amigo.
—¿Qué le ocurrió a su amigo? —preguntó Almos—. Se la ve apesadumbrada.
—Él… cambió —respondí, tomando una cucharada de la sopa humeante que la señora LaVie había puesto frente a mí. Ahora Abélard debía estar cenando sangre.
—¿Su amigo en un vampyr? —preguntó él, mirándome fijamente.
—¿Perdón? —pregunté, sobresaltada.
—Sé que me escuchó, señorita Malraux —dijo él—. Me gustaría que habláramos con franqueza. Martina y yo hemos tenido las peores experiencias con los vampyr y hace tiempo perdimos la capacidad de ignorar su existencia.
—Es cierto —dijo ella—. Los conocemos bien y por eso sabemos que has estado en contacto con ellos. Tengo un olfato sensible. Hoy mismo estuviste en parecencia de al menos un vampyr.
Estaba tan sorprendida como deslumbrada como deslumbrada por las declaraciones de mis acompañantes.
—Por todos los santos —balbucí—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo saben tantas cosas?
—Somos quienes dijimos ser —dijo ella—. Sabemos mucho por causa de las tragedias que nos unieron y que también pusieron en nuestro camino a algunos amigos muy queridos. Puedes confiar en nosotros, te aseguro que nadie te entenderá mejor.
—Les creo —dije, enderezándome en la silla—. He pasado grandes penurias y encontrado pocos aliados. Haberlos conocido hoy es un regalo del Cielo.
—Precisamente vamos a Modane para tomar el tren que nos llevará a los Alpes suizos, donde está la escuela para señoritas donde fui educada. Allí conocía a un vampyr por primera vez —dijo ella, y sus ojos se ensombrecieron.
—¿Sainte-Marie-des-bois? —pregunté, atónita.
—Así es —dijo ella—. No he podido sacarme de la cabeza la idea de que los vampyr planean retornar y quiero advertir al padre Anastasio, el cura párroco del poblado más cercano. Mientras visitábamos a nuestros amigos en París advertimos con horror que hay muchas señales de vampirismo de nuevo. Aún así, lo que más me preocupa es el internado.
—¡El padre Anastasio! ¡Él es el mentor del padre Felipe, mi confesor y confidente! —exclamé.
Les expliqué que el padre Felipe me había recomendado ponerme en contacto con el padre Anastasio para que me guiara en mi proceder con los vampyr.
—¡Pobre niña! —dijo Martina—. Parece que has estado muy sola. ¿Por qué no vienes con nosotros a ver al padre Anastasio?
—No puedo —dije, pensando en Vajda—. Debo ir a Turín antes que nada.
—¿Turín? —inquirió Almos, frunciendo el ceño—. ¿Qué hay en Turín?
No quería adentrarme en detalles aún, por lo que respondí:
—La esperanza de ayudar a alguien muy importante para mí.
—Debe amarlo mucho para emprender semejante viaje sola —dijo Almos, ladeando la cabeza. Me dio la impresión de que no estaba pensando en asuntos románticos pero no pude evitar sonrojarme.
—Adrien —lo reprendió Martina con una sonrisa de complicidad—, respeta la privacidad de Emilia.
—¿A su amigo vampyr? —preguntó él, ignorando la petición de Martina.
—No —dije—. Abélard se rindió voluntariamente para vengarse. No creo que pueda recuperar su alma. Además, no amo a Abélard. Fue solo el poseedor de un gran talento que le fue arrebatado.
Me interrumpí, nerviosa. No quería pronunciar el nombre de Halstead.
—¿Te gustaría hablar en un lugar más privado? —preguntó Martina.
Asentí.
—Mi habitación tiene un par de sillas. Podemos reunirnos ahí después de la cena —sugirió Adrien—. Así todos estaremos más cómodos.
—Está bien —dije—, pero me gustaría refrescarme un poco, si no les importa.
—A mí también me gustaría lavarme antes de conversar —dijo Martina, quien aún no había terminado su sopa—. ¿Por qué no te adelantas, Emilia?
—Buena idea —dije, y me excusé de la mesa. Ya había saciado mi hambre y me sentía mucho mejor.
El piso donde estaba nuestra habitación tenía un pequeño lavatorio. Me lavé la cara y las manos y luego regresé al dormitorio para ponerme el camisón de dormir y mi bata, cuyo exterior era de seda roja con brocados de hilo dorado y cuyo interior era de lana, también roja y de tejido fino. Tenía un alto cuello oriental que ocultaba mi camisón por completo y un cinto dorado que se ceñía a la cintura. Pensé que era lo suficientemente elegante como para hacer las veces de vestido en tan extraña ocasión. Me cepillé los cabellos y los recogí por encima de la nuca, y me senté en una de las dos camas estrechas a esperar a Martina. Era tan hermosa, los dos lo eran. Sus ademanes, sus gestos, las inflexiones de sus voces, todo en ellos estaba lleno de vida.
Tres golpecitos en la puerta me indicaron que Martina había llegado.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
—Adelante —dije, contenta.
Martina se quitó el abrigo y lo dejó caer sobre la única silla de la habitación. Tenía puestos un vestido de otoño que despertó mi admiración, pues su corte destacaba gráciles contornos de su portadora. Este era de color verde vidrio, de mangas largas y ceñidas de encaje translúcido y amplias faldas de varios vuelos de seda, también verde oscuro. Tenía un corpiño muy ajustado en el que dos delgadas cinta, se entrecruzaban en la parte frontal desde la línea inferior del busto hasta las caderas.
—¿Vamos a ver a Adrien? —preguntó.
—Sí —dije, sonriendo y poniéndome de pie.
Quería preguntarle cuál era su relación con Almos pero no sabía si me consideraría impertinente. Ambos eran bastante mayores que yo pero no compartían un nombre de familia, por lo que supuse que no estaban casados. Sin embargo, parecían estar profundamente enamorados y no creía que fueran primos. Aquella pareja era un misterio para mí.
—¿Cómo conoció al señor Almos, Martina? —me atreví a preguntar.
—Si te lo dijera, no me lo creerías —repuso, sonriendo—: Adrien me salvó de caer a un abismo y yo creí que era un perverso vampyr que tenía todas las intenciones de convertirme en su desayuno. Sin embaído, como es tan apuesto, no pude hacer nada más que mirarlo arrobada —agregó, sonrojándose un poco—. Supe que lo amaba de inmediato. Lo que ignoraba es que ya me había salvado la vida en dos ocasiones.
—¿De veras? —pregunté, anonadada.
—Te dije que no me lo creerías —replicó, guiñándome un ojo—. Nuestra historia es muy peculiar, tanto así que la puse por escrito. La primera vez que Adrien me defendió del vampyr más temible de todos fue el 31 de octubre de 1879, hace casi exactamente once años.
»Esa noche cumplí los 18 años de edad y estaba en el internado de Sainte-Marie-des-bois. No vi su rostro hasta mucho después, cuando me salvó de caer por un despeñadero de los Cárpatos, y fue solo porque, dadas las circunstancias, él mismo ya no pudo evitarlo —dijo, con un dejo nostálgico.
—No lo comprendo. ¿Él no quería que lo viera? —pregunté.
—No. Temía ponerme en peligro. La condesa sangrienta lo acechaba y estaba dispuesta a matar a quien se aproximara a su presa.
—¿Qué condesa sangrienta? —pregunté, aterrada—, ¿otro vampiro de la nobleza?
—Sí, Erzsébet Báthory, la más sanguinaria de todos los vampyr. Gracias a Dios ya está muerta. Pero, Emilia, ¿de qué otro vampyr de la nobleza hablas? —preguntó. Noté por su expresión que estaba alarmada.
—Lord Hywel Halstead, heredero de la baronía de Halkett, es el vampiro que me acecha a mí.
—Esto es muy extraño. No sabes cuánto deseo que se trate de una coincidencia. Mientras estuvo caminando entre nosotros, Erzsébet fue el mismo Lucifer encarnado. ¿Estás segura de que el vampyr de Halkett es varón? ¿No será bajo, menudo y de cabellos rojos como el vino? Los alcances de la condesa son impredecibles, no me sorprendería que se hiciese pasar por un hombre.
—Halstead tiene cabellos negros y es muy alto —dije, aterrada—. Las mujeres lo encuentran irresistiblemente guapo. Estoy segura de que es un varón. Su voz, sus ademanes, todo en él es masculino. Aunque…
—¿Qué? —preguntó Martina, temblando.
—Anoche lo vi transformarse en una especie de demonio en el patio trasero de su propiedad. Emitió un gemido estremecedor e invocó a su dios con una voz que tenía cierto matiz femenino.
—¡Ay, Emilia! —exclamó ella, con ojos como platos—. ¿Y si Erzsébet regresó de la tumba con un cuerpo masculino?
—Supongo que todo es posible —dije, sintiendo que la cabeza me daba vueltas—. Aun así, tengo fuertes motivos para creer que Halstead ha estado sobre la tierra, viviendo como un hombre, desde hace al menos diez siglos. Sea quien sea, no creo que haya mayor diferencia. Halstead es un monstruo, no es un ser humano. Su alma es, simplemente, la de un vasallo de Satanás.
Martina tomó un hondo respiro y asintió, murmurando:
—Si la condesa se hizo vampyr gracias a un pacto con el diablo, un hombre de igual maldad podría haber logrado lo mismo.
—No lo dudo —balbucí, aún horrorizada ante el prospecto de haber besado a una mujer con apariencia de varón—. Disculpe, Martina, ¿la condesa besó al señor Almos?
—De hecho, sí, lo besó a la fuerza, ¿por qué lo preguntas? ¿Este vampyr Halstead te besó a ti?
—Sí, pero no me forzó a hacerlo. Halstead me engañó para hacerme creer que lo amaba —admití, avergonzada—, ¿entonces el señor Almos es otra víctima del beso de la muerte?
—¿A qué te refieres? —preguntó, frunciendo el ceño—, ¿qué es el beso de la muerte?
—Cuando un vampiro besa a una víctima, la infecta. La víctima queda marcada. ¿No fue eso lo que le ocurrió al señor Almos?
—No sabría decírtelo con certeza pues, la noche después de besarlo, Erzsébet obligó a Adrien a beber su sangre y lo convirtió en vampyr.
—¡Dios mío! —exclamé, saltando al otro lado de la habitación—, ¿ustedes dos son vampiros?
—¡No, Emilia! —replicó Martina, meneando la cabeza—, Adrien nunca consumó su primer ataque y logró salvar su alma al darle muerte a Erzsébet. Yo jamás fui mordida ni bebí sangre de vampyr, aunque Erzsébet sí me marcó temporalmente con un arañazo, pero el padre Anastasio me sanó. ¿Será lo mismo que el beso de la muerte? No has bebido sangre humana, ¿verdad?
—¡Nunca! —me defendí—. Tampoco he querido hacerlo en ningún momento. No he sufrido una transformación física diferente al extremo languidecimiento, pero sí fui atacada en varias ocasiones. Lo cierto es que Halstead puede sentirme y rastrearme y otros vampyr, me reclaman para convertirme.
—Tal vez el padre Anastasio pueda ayudarte como lo hizo conmigo. Creo que debemos continuar esta conversación en la habitación de Adrien —dijo, con aire preocupado—. Quizá él sepa algo que yo no. Ven.
La seguí fuera de la estancia hasta el cuarto donde nos esperaba Almos, que estaba al final del pasillo. Nos invitó a seguir y me ofreció una de las dos sillas. Martina se estiró cuan larga era en la cama Almos ocupó la silla restante junto a ella.
—Como disponemos de tan poco tiempo para intercambiar información, Emilia puede tomar prestada una de las dos copias de nuestra historia —dijo Martina—, así podrá enterarse de lo que nos ocurrió con los vampyr mientras viaja a Turín.
—Excelente idea —dijo Adrien, quien se puso de pie y me hizo entrega del libro, el cual creí reconocer por sus dimensiones: si no me equivocaba, se trataba del mismo que él estaba leyendo en el tren. Tenía una cubierta de cuero negra sobre la que habían grabado la insignia familiar de Almos y la palabra vampyr. Ambos grabados habían sido pintados con tintura roja de óleo. Era un libro muy voluminoso.
—¿Esta es su historia? —pregunté, emocionada.
—Sí —dijo Martina, sonriendo—. La escribí para que sea agregada a la biblioteca del padre Anastasio y así pueda consultarla quien lo necesite. Adrien ya transcribió su contenido en un ejemplar idéntico para nosotros, así que puedes llevar este a Turín y enviárselo al padre Anastasio cuando termines de leerlo, o también podrías entregárselo personalmente cuando lo visites. Porque irás a verlo, ¿no es así?
—Sin duda alguna —dije, aferrando el bello manuscrito—. Gracias por el voto de confianza. Lo cuidaré con mi vida.
—Hágalo, señorita Malraux —dijo Almos—. Si cayese en las manos equivocadas sería terrible para todos nosotros. Aun si es aparente que el peligro ya pasó y nuestros viejos enemigos están en el infierno, sé que hay otros vampyr cuya maldad no puede ser jamás subestimada.
—Los hay. Antes de contarles lo que me ha ocurrido, creo necesario elucidar la importancia de Sainte-Marie-des-bois en todo esto. Martina me contó que su primer encuentro con los vampyr fue en el internado. ¿Por qué llegaron allí en primer lugar? El vampiro que me acecha, culpable de todas mis desgracias, parece especialmente interesado en Sainte-Marie o, más bien, en uno de sus árboles. Le preguntó a mi prima, pupila de la institución, si hay alguno marcado con una cruz. ¿Saben qué busca?
—Per signurn Sanctæ Crucis, de inimicis nostris libera nos, domine Deus noster —susurró Martina, quien había palidecido—. ¿Es verdad lo que dices, niña?
—Tan cierto como que deseo enviar a Hywel Halstead al infierno —dije, preocupada por la reacción de mis interlocutores. Almos miró a Martina con expresión de gravedad.
—Esto es terrible —dijo él, y sus ojos adquirieron un matiz plateado—. Bajo el árbol reposa el madero original de la crucifixión de Nuestro Señor, la así llamada cruz Patriarcal, que ha extendido su influencia sobre la madera viva del árbol. Solo la cruz Patriarcal pudo darles muerte a Erzsébet Báthory y a sus aliados quienes, por lo demás, eran vampyr inmortales. Tal es la importancia de Sainte-Marie-des-bois como lugar, según mi entendimiento de las circunstancias.
—Halstead es un inmortal también —afirmé—. ¿Para qué quema encontrar el árbol?
—Quizá quiera talarlo y prenderle fuego —dijo Martina—. Lo que más me perturba es que sepa que el árbol existe. Solo unos cuantos conocemos el secreto.
—Los vampiros buscan la forma de enterarse de todo —dije—. Pero, aun si la cruz Patriarcal se ha transformado en un árbol vivo por virtud de estar bajo el mismo, quizá sea la única forma de destruir a Halstead, como en el caso de los vampyr que los atormentaban a ustedes. Si ustedes dos borraran la cruz que lo distingue. Halstead no podrá reconocerlo. Por otra parte, creía que muchos sacerdotes tenían crucifijos hechos a partir del madero de la crucifixión de Cristo. ¿He estado equivocada?
—No necesariamente —dijo Almos—. Es posible que se tomaran varios pequeños trozos del madero cuando aún estaba expuesto cerca a Jerusalén antes de que un buen gitano lo robara y lo escondiera para preservarlo del mal. En cuanto a borrar la cruz del árbol vivo, es imposible. Yo no me atrevería a hacerlo, la insignia de la cruz Patriarcal se dibujó por sí sola en la corteza cuando el árbol empezó a crecer sobre las piezas de la Santa cruz que el padre Anastasio enterró en un cofre.
—No estaría de más intentar camuflar la cruz, ¿no les parece?
—Quizá tengas razón —dijo Martina—, aunque soy de la opinión que protege el lugar. No te preocupes demasiado, Emilia, la insignia de la cruz está escondida entre las ramas que crecen por debajo de la copa del árbol, que es un pino, por lo que no perderá su follaje aunque llegue el invierno. Además, Sainte-Marie tiene un extenso bosque repleto de abetos, así que descubrir cuál es el árbol sagrado es imposible. Lo importante es que ningún vampyr encuentre el plano que enseña su ubicación.
—Eso me tranquiliza un poco —dije—, aunque nunca se puede ser suficientemente cuidadoso cuando de vampiros se trata. ¿Cómo dio muerte la cruz Patriarcal a sus enemigos? —inquirí. Me preguntaba bastaría con que Halstead la viese para morir.
—Sus corazones tuvieron que ser atravesados con el extremo inferior de la Cruz, que estaba tallado a manera de estaca —dijo Martina.
—Rayos —dije—. Si debe permanecer enterrada, no veo de qué forma pueda combatir a Halstead… a menos que pueda hacer una daga de una de las ramas.
—Es un árbol sagrado —dijo Martina—. No se me ocurre una idea mejor. Quizá el propósito de enterrar el madero justo en ese lugar fuera que la cruz Patriarcal viviese para siempre, sirviendo de protección contra el enemigo.
—¿Por qué debía ser enterrado en Sainte-Marie? —pregunté—, ¿no habría estado más seguro en el jardín interior de una iglesia?
—Antes de que Sainte-Marie fuera un internado, fue un monasterio fundado por monjes trapenses —explicó Almos—, solía llamarse Saint-Bernard. De algún modo, pues, Sainte-Marie es una gran iglesia.
—Una que los vampiros pueden pisar sin ningún problema —comenté, intranquila—. Aún no entiendo por qué debían enterrar el madero ahí.
—El padre Anastasio tuvo una revelación en sueños después de que mi amiga Carmen y yo descubrimos un antiguo plano del monasterio en un libro escrito por uno de los monjes que investigaron a los vampyr hace siglos —dijo Martina—. El lugar donde, según nos dijo el padre Anastasio, debíamos poner la cruz Patriarcal, estaba marcado en el plano con una X que coincide con el punto exacto donde crecía un árbol muy querido para mí.
—¿De veras? ¡Cuán insólito! ¿Qué ocurrió con ese árbol? —pregunté.
—Cayó a tierra a causa de una tormenta el día en que los vampyr llegaron a Sainte-Marie —dijo Martina—. Fue trágico, realmente amaba a aquel árbol. Aún sostengo que la presencia de Erzsébet lo hizo caer.
—¿Por qué habrían marcado los monjes el lugar con una X?
—No lo sabemos aún —dijo Almos—, he pensado en ello día y noche desde que encontramos los planos y aún no he llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Dudo que los monjes tuvieran poderes monitorios o que el árbol favorito de Martina estuviera allí cuando Sainte-Marie era el monasterio de Saint-Bernard. El mapa es del XVII y no está claro por qué lo incluyeron en el libro.
—Dos siglos no representan demasiado tiempo en la vida de un árbol —argüí—. ¿Cuál es el asunto del libro que escribieron los monjes, específicamente?
—Es la historia de la vida de Erzsébet Báthory, su transformación en vampyr y la brutal alevosía que les reservó a los miembros de mi familia a través de muchas generaciones hasta llegar a mí —dijo él.
—Los detalles más relevantes están en el manuscrito que sostienes en las manos —dijo Martina—. Era imposible no transcribirlos; están intrínsecamente ligados a nuestro pasado con los vampyr. El monje que escribió la historia de la condesa era amigo muy cercano de un antepasado de Adrien cuya vida fue completamente devastada por Erzsébet Báthory.
—Lo siento mucho, señor Almos —dije.
—Le suplico que me llame Adrien —dijo él, sonriendo. Tenía hermosos cabellos ondulados de color castaño rojizo. Pensé que aparentaba tener poco más de treinta años de edad, aunque la sabiduría de su mirada lo hacía lucir mayor.
—Muchas gracias —dije, devolviéndole la sonrisa—. Espero que no me juzgue entrometida, pero quisiera hacerle una pregunta, ¿qué edad tenía cuando la condesa lo convirtió en vampiro?
—Erzsébet me encontró el día que cumplí los veinte años y me transformó en vampyr al amanecer. Toda una celebración, ¿no cree? —dijo, sonriendo con resignación—. Por fortuna, desde que Erzsébet murió he pasado unos años muy felices en compañía de Martina, que ha compensado todos mis sufrimientos —dijo, aunque era evidente que lo atormentaba recordar.
—¿Es decir que haber sido convertido no suspendió su proceso de envejecimiento? —inquirí.
—¿Tan viejo le parezco? —contestó él, entre risas—. Verá, Emilia, nunca bebí sangre humana, así que terminé de hacerme adulto como cualquier mortal y luego envejecí, como dice usted. Recién cumplí los 33 años, pronto seré un venerable anciano como el padre Anastasio, si Dios me lo permite.
Tuve que reír ante sus palabras. Lo cierto es que era encantador en todo sentido.
—Eres el anciano más apuesto del mundo —bromeó Martina, mirándolo con expresión divertida. Era evidente que lo amaba sin reservas—. Adrien jamás fue un vampyr imberbe, y gracias a que sobrevivió alimentándose únicamente de vino consagrado es el magnífico ejemplar masculino que puedes apreciar hoy en día. De no haber sido así, la condesa lo habría hecho su esclavo por toda la eternidad.
»Lo que impide que los vampyr envejezcan es su sangriento régimen alimenticio, que deben mantener si no desean que los demás descubran que son repugnantes cadáveres animados. Curiosamente si un vampyr deja de alimentarse, pierde su aparente juventud con presteza —explicó—. En ocasiones, Erzsébet parecía apenas un adolescente y, otras, una mujer de edad mediana, aunque su piel siempre estaba templada como un lienzo. Solo cuando Adrien la atravesó con la cruz Patriarcal encaneció ante nosotros y perdió sus carnes que se hizo un despojo putrefacto de piel y huesos.
—Halstead no se ha alimentado bien desde hace algún tiempo, pero no puedo decir que su apariencia haya cambiado, excepto cuando se transformó anoche mientras lo espiaba. Fue una visión estremecedora —dije—. Por lo demás, jamás ha lucido demasiado joven.
—Probablemente su cuerpo no lo era cuando se convirtió en vampyr —conjeturó Almos—. Eso, o tiene la posibilidad de elegir según su conveniencia. Erzsébet tuvo que volver de la muerte, por lo que hemos asumido que el demonio le concedió el don de hacerse pasar por una jovencita o una mujer madura, quizá dependiendo de la víctima a quien tomase como sustento. ¿Qué la hace pensar que ese vampyr Halstead no ha atacado a nadie últimamente?
—Es parte de lo que esperaba me ayudara a aclarar usted, Adrien —respondí—. Verá, Halstead me besó y, con ello, me infectó —admití, sonrojándome—. Por lo que me dijo Abélard, esto se conoce como el beso de la muerte. Sin embargo, puesto que Halstead bebió mi sangre esa noche, justo después de que yo había participado en la santa eucaristía, solo quiere alimentarse de mí. Anoche, mientras lo observaba escondida, lo confirmó con sus propias palabras. Está hambriento y furioso. Por si fuera poco, cree amarme.
—Sé lo especial que es sentirse amado por un vampyr —replicó él, con expresión sombría.
—No siempre es tan malo —dijo Martina—, uno de ellos fue mi protector encubierto largo tiempo.
Se refería, claro está, a Adrien.
—Y será tu esposo muy pronto, si no cambias de parecer —dijo él. Su mirada se había suavizado tanto que por primera vez vi que Almos guardaba en su corazón una conmovedora candidez que le estaba reservada exclusivamente a Martina. Ser testigo de ese gesto fugaz suscitó en mí una profunda añoranza, que era más un recuerdo elusivo de Vajda en un tiempo borrado por el tiempo.
—¿Van a casarse? —pregunté, encantada.
Martina asintió, sonriendo.
—¿Por qué no lo han hecho antes? Es un poco extraño…
—¿En vista de mi avanzada edad? —preguntó Adrien, con tono burlesco.
—No, no —expliqué, riendo—. Le aseguro que son la pareja más bella que he visto. Es solo que es obvio que están tan enamorados que…
—La razón es muy sencilla, Emilia —dijo Martina—. Por lo mucho que significa para mí poder unir mi alma a la de Adrien para siempre, no he querido tener una boda apresurada. Nuestros más queridos amigos, que no son tantos, están repartidos en lugares diversos y deseamos que todos puedan acompañarnos.
»Eso se habría solucionado pronto si no fuera porque dos de ellos partieron a América hace un par de años y apenas regresarán en unos días. Por otra parte, he tenido sueños que indicaban que debíamos esperar hasta ahora. Nos casaremos en diciembre.
—No hables por mí, yo no necesito que nuestros amigos estén presentes. Este tiempo de espera ha sido una eternidad —dijo Almos, dirigiéndole una mirada acusadora a Martina—. He llegado a sentir verdadera envidia de Rossi, quien no tuvo más que enfermarse para que Carmen se convirtiera en su esposa de inmediato. Lamentablemente, mi salud parece ser inquebrantable. Por mí estaría bien una boda intempestiva a primera hora de la mañana.
—No es que no lo haya deseado tanto como tú desde el principio —se defendió ella—. Además, tuve que esperar años a que te dignaras presentarte ante mí. ¡Podría haber muerto sin conocerte!
—¡Exactamente! ¿Crees que fue fácil para mí? Conozco tus argumentos, querida mía, y jamás los aceptaré.
—Sabes que mi tía Verónika me guio hacia ti desde el más allá. Sería absurdo no escucharla ahora también.
—No, Martina. Dios me llevó hacia ti. Estoy convencido de que tu tía Verónika no me quiere bien, lo que sí es absurdo además de injusto, y espero que me esté oyendo, esté donde esté —dijo Adrien, mirando hacia arriba. A continuación, se cruzó de brazos, fastidiado.
—¡Mi tía Verónika te adora!
—No lo creo.
—Adrien…
—¿Le gustaría asistir a nuestra boda, Emilia? —preguntó Almos, ignorando deliberadamente los ronces de su prometida—. Le garantizo que no se topará con el fantasma de la tía de Martina. No está invitada.
—Me encantaría —dije, a la vez sorprendida y entusiasmada—. Si estoy viva para ese entonces, por supuesto —agregué, balbuciendo—. No sé qué me depare el viaje a Turín.
—Insisto en que nos acompañes a Sainte-Marie y a ver al padre Anastasio —dijo Martina—. Nosotros podemos acompañarte a Turín después.
—Ah, Martina —me lamenté—. Para empezar, no puedo ir a Sainte-Marie pues mi prima Perline podría verme y, de tal modo, Halstead me encontraría muy pronto. Además, es menester que viaje a Turín sola.
—No comprendo por qué tienes que correr un riesgo tan innecesario —dijo ella—. No tiene sentido, estarías mucho más segura con nosotros.
—Lo entenderán cuando se lo cuente todo —afirmé—, al menos espero.
—En ese caso, tiene nuestra atención —dijo Adrien, tomando la mano de Martina entre las suyas. La divertida discusión había sido relegada al olvido en unos pocos segundos—. Es casi la una de la mañana. Hable con tranquilidad, que bien podemos ir a dormir al amanecer y tomar, el tren a Modane a mediodía.
Tomé un hondo respiro y comencé a narrarles todo lo que me había ocurrido desde la noche de mi primer ataque. Ambos me escucharon solícitamente, haciendo algunas preguntas aquí y allí. Pude comprobar que Martina era, además de lúcida, muy sensible, pues lloró en ocasiones, en especial cuando les hablaba de Vivianne o Carlitos Canteur. Adrien, por su parte, se mostró muy respetuoso sin que ello evitara que yo viese cuán humano era: la ira ardía en su mirada cuando escuchaba las vilezas de que Hywel era capaz. Trascurrieron unas horas en las que los dos estaban tan absortos en la historia que no dijeron una palabra pero, cuando al fin les hablé acerca de Vajda y nuestro último encuentro, Adrien me interrumpió:
—Emilia, la visión que tuvo de la mujer con el ave llamada túrul me recuerda a una de las más hermosas leyendas del pueblo magyar, del que Martina y yo somos descendientes y de donde procede mi nombre de familia —señaló.
—¿Lo dice en serio? —pregunté, interesada. Lo que se relacionara con Vajda era de valor incomparable para mí—. Le ruego que la narre, Adrien.
—Por supuesto —dijo él, acomodándose en su silla. Se lo veía entusiasmado—. Dice la leyenda que Emese, esposa de Ügyek, fue visitada por un túrul en un sueño. El ave le comunicó a Emese que concebirá, y que su hijo sería el líder de un gran pueblo. Poco después Emese dio a luz un hijo a quien llamaron Almos, que quiere decir el anunciado en un sueño. Almos fue el primer rey de una larga dinastía magyar. Árpad, el hijo de Almos, fue quien finalmente guio a los magiares a la tierra que hoy en día se conoce como Hungría.
—En mi visión parecía que el túrul estuviera anunciando el nacimiento de Árpad y no el de Almos —dije—. La mujer ya estaba encinta, quizá próxima al momento de dar a luz.
—Tal vez el túrul se manifestó ante la madre de Árpad también —dijo Martina—. Es posible que Vajda te estuviese mostrando la realidad y no una leyenda.
—¿Lo cree? —pregunté, ansiosa.
—¿Por qué no? —dijo ella—. Vajda es, sin duda, real. Pero ese no es su verdadero nombre.
—Podría tratarse del espíritu del mismo Árpad —conjeturó Adrien—. ¿No le dijo que había estado muerto hace más de diez siglos?
—Si —repuse—. Y, aunque pude sentirlo, sospecho que no tiene un cuerpo físico, sino uno inmaterial. Al menos eso creí entender.
—De ser así, Vajda podría ser nuestro antepasado —dijo Martina.
—Antepasado de ustedes, que tienen sangre húngara —comenté.
Ambos hablaban francés con fluidez, ella algo mejor que él, y tenían acentos diferentes entre sí. Me explicaron que el padre de Adrien era húngaro y su madre irlandesa. Adrien había crecido en Irlanda, así que su primera lengua había sido la inglesa. La lengua natal de Martina era el húngaro, y en Sainte-Marie había aprendido latín, francés y castellano.
—¿Está segura de no tener antepasados húngaros, Emilia? —preguntó Almos—. Presumiendo que en efecto se trate de él, es curioso que Árpad tenga un interés tan concreto en usted.
—Hasta donde sé, no tengo ningún ancestro húngaro —respondí—. Mis padres son franceses, así como todos sus nombres de familia.
—En todo caso, fue honrada con la visita de una presencia muy especial. Espero que encuentre las respuestas a sus interrogantes en Turín y, más aún, que descubra cuál es la relación de Vajda con el vampyr Halstead —dijo él.
—Durante la visión, Vajda insistía en que Emilia lo recordase —apuntó Martina—. Ella se vio a sí misma en una torre con Vajda y lo llamó Árpad. Pero, si él murió hace diez siglos y Emilia apenas nació alrededor de hace un par de décadas, ¿cómo podría recordarlo?
—Quizá Árpad le estaba permitiendo a Emilia tomar el lugar de quien fue su esposa en el recuerdo para que comprendiera algo —dijo Adrien.
Sentí una punzada de celos ante la mención de la esposa de Vajda, pero no dije nada. Quería que Vajda, o Árpad, o como se llamase, no estuviese atado a ninguna otra mujer, lo que no me habría atrevido a confesarle a nadie.
—Es muy generoso y valiente de su parte aventurarse sola para ayudar a un espíritu a quien a duras penas conoce —señaló Almos—. Ignoro por qué le prohibió viajar con alguien más, pero sin duda tiene un propósito.
Sabía que lo que me movía a ir a Turín no era generosidad, sino el más visceral egoísmo: deseaba estar cerca de Vajda. Tenía que verlo otra vez, debía liberarlo para estar con él.
—Mi deseo es escapar de Halstead —dije—. Él logró invertir los valores de mi familia y me robó la alegría de vivir. Tengo suerte de estar viva. Si no obedezco a Vajda, Halstead me sacrificará algún día y, lo que es peor, hará que un demonio tome posesión de mi cuerpo para engendrar a su unigénito maldito. No soy digna de elogios, Adrien, seguir a Vajda es mi única opción.
—Que Dios la ayude y la acompañe —dijo él, poniéndose de pie.
Martina y yo le dimos las buenas noches y nos fuimos a dormir antes del amanecer. Ocupé el lecho que estaba junto a la ventana y Martina el que estaba junto a la puerta.
—Sé que lo amas, y tu amor es real —me dijo Martina cuando ya estaba a punto de cerrar los ojos. Había adivinado mis sentimientos por Vajda.
—Está muerto, Martina —dije—. Debo liberar su alma y, cuando lo haga, se irá para siempre. Ya no podré estar con él.
—Eso no puedes afirmarlo con certeza, Emilia.
—Vajda se reunirá con su esposa, quien seguramente está en el cielo, esperándolo. No debería amarlo y, sin embargo, no puedo evitarlo. Es el amor no la sed de venganza lo que me lleva a él.
—Lo sé —dijo Martina, y apagó la vela que estaba sobre la mesita que separaba nuestras camas—. Es hermoso, Emilia.
—No me gustan las tragedias. Antes fui feliz y ahora soy más infeliz que nunca, mi único consuelo es pensar que él pueda al fin descansar en paz.
—Pobre Emilia —dijo Martina—. Ten presente que, si eres su elegida, debe tenerte en gran estima. Todo lo que nos contaste me hace pensar que Vajda te corresponde: recorrió una enorme distancia solo para verte y pasar de su mundo al nuestro no es nada fácil.
—¿Pueden los muertos enamorarse de los vivos? —pregunté.
—Si los vivos pueden amar a los muertos, no veo por qué no.
—Después de haber creído amar a Halstead, desconfío de mis propios sentimientos —confesé—. A pesar de que ahora comprendo que caí en una trampa, no puedo dejar de pensar que mi enemigo llevó a cabo su cometido porque en el fondo soy caprichosa e insensata. Si mi corazón no fuera voluble por naturaleza eso jamás habría ocurrido. He sido víctima de mis propias pasiones.
—Quizá algún día descubras tu inocencia —dijo Martina—. Ese vampyr parece ser muy poderoso y tiene, como Erzsébet, el don de la tentación. Tal vez crea amarte solo porque lo desprecias. Sé que la condesa se empeñaba en seducir a Adrien por lo mucho que él se le resistía.
—Pero Adrien no sucumbió ante ella.
—Emilia, aunque el vampyr Halstead haya logrado influir tu mente, tu alma se rebeló ante su maldad. No olvides que siempre tenemos la posibilidad de redimir nuestros errores.
—Temo que mis sentimientos por Vajda hayan sido producidos por el beso de la muerte.
—¿Crees que besar a un vampyr te tornó enamoradiza? —preguntó—. Si así fuera, ¿no crees que sentirías amar a muchas otras personas?
—Tal vez tenga razón, Martina —dije, esperanzada.
—Vajda te dijo que confiaras en tu intuición —me recordó—. Si crees en su palabra, deberías saber que tu amor es real son importar lo que pase en el futuro. Además, Emilia amar es hacer el bien a la otra persona.
Agradecí a Martina sus palabras de aliento y ella me dio las buenas noches. Pronto me quedé dormida y soñé con ella, con Almos y con Vajda. Estábamos frente a un gran pino en cuya madera estaban grabadas las palabras lignum vitae. Adrien y Martina se sentaban bajo el árbol. Encuéntrame, decía Vajda, y yo sentía un dolor profundo y desgarrador.
Cuando desperté, Martina no estaba en la habitación. Eran las nueve de la mañana. Me levanté y me lavé a toda prisa, guardé mi bata y camisón en el baúl y me puse uno de los pocos vestidos que había llevado conmigo. Era el más sencillo que tenía y, como quería pasar desapercibida en lo posible, lo elegí. Era de lana gris, faldas de poco vuelo y puños cerrados. Me puse el abrigo negro por encima y una bufanda de seda blanca. Me até los cabellos con una cinta de seda negra y bajé al comedor. Encontré a Adrien y Martina, que desayunaban solos. No había otros comensales a esa hora en la posada.
—Buenos días —dijo Almos, poniéndose de pie—. Quisimos dejarla dormir un poco más. ¿Pasó buena noche?
—Dormí muy bien —respondí, sonriéndoles y ocupando una silla junto a Martina—. Soñé con ustedes y con Vajda.
Les referí mi sueño y Martina dijo:
—La inscripción que viste se refiere al árbol de la vida. Sabes que hay dos árboles en medio del paraíso, ¿verdad? Uno de ellos es el árbol cuyo fruto proporciona el conocimiento del bien y el mal, y el otro es el árbol de la vida.
»Por haber comido del fruto del bien y del mal, el hombre perdió su inocencia. A causa de esto, su alma y cuerpo están en constante peligro de muerte, y esto es lo que quería lograr la serpiente tentadora, que siempre ha repudiado a la humanidad. Dios había advertido al hombre que, al probar este fruto, causaría su propia muerte. La serpiente mintió, diciéndole que sería como Dios, pero el hombre se convirtió en un ser mortal en cuanto comió de él.
»Si el hombre comiera el fruto del árbol de la vida tras haber adquirido el conocimiento del bien y el mal, su alma y su cuerpo podrían vivir para siempre. Según mi entendimiento, esto significa que podría alcanzar la eternidad plenaria aunque eligiera el mal sobre el bien, lo que, en términos teológicos, sería muy grave.
»Por esto Adán y Eva fueron expulsados del paraíso: sus mentes y corazones ya habían incorporado el conocimiento de la mentira, el hurto y el homicidio y, aún más importante, habían adquirido la capacidad de premeditación. Invitaron al demonio a su alma por medio de la comunión con el mal y esto creó no solo su muerte física sino la muerte espiritual perpetua del individuo separado de Dios.
—Nunca interpreté el libro del Génesis de forma literal —admití—. Creí que se trataba de una metáfora anímica.
—Yo no estaría tan convencido de eso —dijo Adrien—. Aun si fuera una alegoría, el mensaje es importante: el árbol de la vida está custodiado por poderosos querubines y una espada llameante que se mueve en todas las direcciones. Quien coma de su fruto se hará inmortal.
»De acuerdo con las deducciones personales que he extraído de la historia, si el árbol de la vida estuviera seguro, no sería necesario guardarlo. Creo que el demonio siempre ha querido alcanzar el árbol.
—Bueno… yo solo soñé con un pino —dije.
—La cruz que fue enterrada bajo el pino que crece en Sainte-Marie fue capaz de destruir lo que había sido engendrado por el demonio, y estos sucesos ocurrieron aquí en la Tierra —dijo Martina—. Por otra parte, el madero de la crucifixión de Cristo es también símbolo de resurrección. El pino que ahora lleva la marca de la cruz Patriarcal podría ser la representación terrenal del árbol que está en el paraíso.
—¿Sería esa la respuesta que buscábamos? —pregunté, agitada—. ¿Creen que Halstead busca el pino de Sainte-Marie para regresar de la muerte cuantas veces quiera?
—Dudo que los vampyr puedan hacer uso de algo sagrado para su propio beneficio —dijo Almos—, aunque tal vez ese vampyr Halstead sepa algo que Erzsébet no.
—Halstead es un brujo —dije—. Aún utiliza la magia para comunicarse con su dueño. No sé qué tan equivocada esté pero, por lo que vi en la logia subterránea, sospecho que se vale de la profanación de objetos sagrados para hacer daño a los demás.
—Pero un vampyr no puede tocar objetos sagrados —dijo Martina.
—Necesita dormir en tierra de camposanto para no desintegrarse —les recordé—. ¿Y qué hay de todos los huesos que guarda en ese ataúd? El cuerpo humano es sagrado, o debería de serlo. De todos modos, no podría asegurar que Halstead robó los huesos él mismo. Para algo necesitan ayudantes, ¿no es así? Quizá por eso se hizo venerable maestro de una sociedad iniciática. Así puede ordenarles a hombres comunes que hagan ciertas cosas que él no puede llevar a cabo por su condición de vampiro.
—Interesante —dijo Adrien, tomando un sorbo de la bebida caliente que tenía al frente—. La condensa siempre contó con la ayuda de personas a las que jamás convirtió, como el doctor Goldberg o Gábor e István Székely, los traidores primos de Martina.
—No olvidemos que la condesa se había congraciado con cuantiosos miembros de la crême de la crême parisina, tal como el vampyr Halstead parece haber hecho —observó Martina—. Muchos de ellos iban a ser iniciados en el castillo de Salles. Adrien, un vampyr no puede presentarse en una ciudad y ofrecer conversiones así como así, ¿crees que hubiera podido tratarse de una iniciación en la orden del vampyr Halstead?
—Quizá —respondió Almos—. No vi a los iniciados y jamás supe qué tipo de rituales pensaban realizar nuestros enemigos exactamente. Había dado por hecho que, la noche en que irrumpí en el castillo de Salles, varios personajes de la alta sociedad iban a ser transformados en vampyr porque ellos mismos lo habían solicitado.
»Sin embargo, embargo, en vista de lo que nos refirió Emilia anoche, sería más sabio tener en cuenta que tal vez los vampyr no están interesados en aumentar la población de monstruos que se alimentan de sangre pues algún converso nuevo podría igualarlos en poder.
Cada uno de nosotros quedó sumido en sus propios pensamientos. Madame LaVie me llevó una taza de leche fresca y pan negro, que comí con mermelada de moras.
—Si tuvieran objeciones en convertir a la gente en vampyr, ¿cómo explicar el gran número de ellos que trabajaba para Ujvary? —preguntó Martina—. ¡Los había hasta chinos! También había muchas doncellas vampyr que los atendían.
—Todos ellos eran sus devotos esclavos —convino Almos—. Quién sabe si un hombre importante, acostumbrado a que le sirvan y a dar órdenes a diestra y siniestra, esté dispuesto a asumir la posición de paje, camarero, cochero o maestresala de un vampyr de la noche a la mañana.
—¿Y no les parece que una sociedad secreta como la de Halstead es la forma idónea de ponerlos a prueba? —inquirí—. Todos deben seguir ciegamente al maestro venerable sin importar su riqueza o poderío fuera de la logia. Tal vez los vampyr solo revelan su naturaleza a los más obedientes.
—¿Qué hay de las mujeres que desean ser iniciadas? —preguntó Martina.
—Deben tener sus propias logias —respondí—. El cofrade colgante de la logia subterránea me llamó hermana. Los miembros de la orden se consideran hermanos entre sí.
—¿A pesar de la bochornosa hegemonía? —rio Adrien, sorprendido.
—Supongo que habrá distinciones —dije—. Hermanos mayores y hermanos menores, o algo por el estilo.
—Qué nicho de trepadores sociales —dijo Almos.
—Trepadores espirituales —afirmó Martina con una inflexión irónica.
—Si se pudiera trepar hacia abajo —comentó Adrien.
—¿Por qué les interesará seducir a los más acaudalados? —pregunté.
—Ah, eso sí lo sé —dijo Martina—: Los vampyr son codiciosos. La condesa no solo se apoderó de las riquezas y propiedades de muchas personas sino que se hizo pasar por ellas según sus necesidades del momento. Era una impostora. De ahí mi temor de que pudiera ser el vampyr Halstead.
—Vamos, Martina, no es que puedan cambiar de apariencia de forma tan drástica —rio Almos—. Si así fuera, podríamos estar desayunando con Erzsébet Báthory.
—La reconocería por el olor —dijo Martina—. Emilia huele a jabón perfumado y Erzsébet hedía.
—¿De veras? —pregunté, intrigada.
—¡Claro! —dijo ella—. Todos los vampyr huelen mal. Excepto Adrien, por supuesto: él siempre tuvo la misma fragancia limpia, incluso sus notas olían a lavanda. Creo que jamás adquirió ese olor nefasto porque no bebió sangre.
—Halstead huele muy bien —dije.
—Imposible —dijo Martina—. Quizá tu sentido del olfato se haya atrofiado por el beso de la muerte.
—Mi sentido del olfato no ha sufrido ningún cambio —dije, indignada—. Les digo que Halstead huele muy bien. Es más, detecté un olor terrible en el taller de Abélard la última vez que estuve allí.
—Tal vez Halstead logró engañarte bañándose en perfume —dijo Martina, riendo—. Es imposible que un vampyr que bebe sangre huela bien.
—Pues yo estoy segura de que Halstead no encubre su olor natural con perfume, y también estoy segura de que bebe sangre —insistí.
—Está bien, te creo —dijo Martina, divertida—. Por favor, no te lo tomes a mal. Es solo que el olor de los vampyr con los que me he cruzado ha sido insoportable. Dime una cosa: ¿la vampyr Muse huele bien?
—Sí —dije.
—No lo entiendo —dijo ella—. ¿Entonces qué fue lo que olí cuando te conocí? Era muy sutil pero eso no impidió que lo percibiera.
—Estuve donde Abélard antes de viajar y había varios vampyr allí —respondí, avergonzada por el aroma de mi ropa del día anterior—. Quizá el olor impregnó mi traje aunque, he de decirle, su olfato es realmente sensible, Martina.
—Es cierto —dijo Adrien—. Descuide, Emilia, solo Martina lo habría notado. Por ejemplo, yo no supe que usted había estado en presencia de ningún vampyr por su aroma, y cabe decir que jamás me he topado con algo más repulsivo que el almizcle característico de los vampyr.
—¿Cómo lo supo, entonces? —inquirí, aún mortificada.
Adrien tragó en seco y, después de un par de segundos, respondió, sonrojándose:
—Usted estaba pensando en ellos.
Abrí los ojos de par en par. Era verdad.
—¿Usted escuchó mis pensamientos? —pregunté, alarmada—. Por Dios, ¿cómo pudo hacer algo así? ¡Eso no está bien!
—Lo siento —respondió él—. No pude evitarlo, discúlpeme, por favor.
—No —repliqué, sintiendo que me moría de vergüenza—. ¿Qué más escuchó? ¡Hágame el favor de cerrar sus oídos!
—Emilia, solo leí su pensamiento porque usted evocó a los vampiros. Soy demasiado susceptible a esa palabra; le juro que ocurrió espontáneamente y que solo fueron un par de frases. Por favor, créame, tengo sentido del honor y jamás me entrometería en los pensamientos de una mujer —dijo. Su mirada era suplicante.
—Si no hubiera sido porque Adrien percibió la angustia de tus pensamientos relacionados con los vampyr, probablemente no habríamos notado que estabas en problemas —dio Martina—. Quizá ni siquiera te habríamos visto llorando, sentada en tu baúl. Ambos estábamos muy cansados.
—Espere… Usted me leyó el pensamiento antes de que pensara en vampiros. Sí, sí, lo recuerdo muy bien: levantó la vista del libro que leía y me miró. Tuve la vívida impresión de que me contestaba.
—Ah, sí —dijo él, riendo—. Lo había olvidado. Usted estaba pensando en nosotros con mucha intensidad y nos hizo un galante cumplido.
Me sonrojé de nuevo.
—Es injusto que pueda escuchar los pensamientos de los demás —mascullé, malhumorada—. Además, me mintió: ¡puede saberlo todo!
—Está bien —dijo él, suspirando—. Puedo saber todo lo que los demás piensan de mí si están tan cerca con tal de que el pensamiento en cuestión se haya formulado con intensidad. Insultos velados, malas intenciones, agradecimiento sincero, lo que sea. Lo que usted pensó fue muy bonito, Emilia, no se sienta mal, por favor.
—¡Me siento fatal! —repliqué, recordando cuántas veces había pensado que él y Martina eran hermosos.
—He logrado bloquear mi habilidad la mayor parte del tiempo excepto en lo que se relaciona con los vampyr porque lo que he vivido no me permite relegarlos al olvido. Por ello, siempre estoy en guardia. Le prometo que los pensamientos ajenos no hacen parte de la esfera de mis intereses. Si les prestara atención a todos, serían solo ruido. Además, no quiero ocuparme de los asuntos banales de los demás. Perdóneme, no fue a propósito.
—Prometa que dejará de hacerlo conmigo —le pedí—. De lo contrario, estaré nerviosa todo el tiempo.
—Se lo juro solemnemente —rio, poniendo la mano en alto—. Desde que hablamos con usted en la estación, bloqueé todos sus pensamientos a conciencia. El único motivo por el que tuve que hacer un esfuerzo es que usted estaba pensando en los vampyr con tanto miedo.
—Si Adrien no estuviera diciéndote la verdad y se la pasara adivinando qué piensan quienes lo rodean, la más perjudicada sería yo: podría anticipar todos mis actos y reacciones. Sería terrible para ambos, yo perdería el tiempo hablando y él probablemente se aburriría.
—Eso nunca —dijo él—. En tu caso tengo que hacer uso de toda mi voluntad para no leer tus pensamientos en ciertas ocasiones. Verá, Emilia, no es nada fácil para mí no cruzar el límite que me separa de la mente de Martina si, por ejemplo, se enfada conmigo y no quiere hablarme. Aun así, hacerlo equivaldría a leer su diario si lo tengo a mi alcance. No estaría bien.
—Comprenda que Adrien es bueno y justo —dijo Martina—. Como le dijo Vajda, confíe en su intuición.
—Está bien, Adrien, lo perdono —dije, y esbocé una sonrisa—. ¿Ha tenido esa habilidad toda su vida?
—No. La desarrollé desde que la condensa me obligó a beber su sangre. Supongo que es algo así como un efecto secundario de la tragedia —respondió.
—Lo siento —dije—. Espero que al menos le haya sido de utilidad en momentos de peligro. Ahora, si no le importa, explíqueme algo: si ya le dio muerte a la condensa, ¿cómo es que aún conserva habilidades propias de un vampyr?
—Solo salvé mi alma —dijo él—. Es decir que toda la propensión a hacer el mal, que en mi caso se reducía a un deseo constante e ineludible de beber sangre de mis congéneres, se anuló. Pude volver a alimentarme como cualquier otro hombre, pues durante años mi única fuente de sustento fue la sangre de Cristo. También volví a dormir.
»Sin embargo, no perdí los poderes que había adquirido. Mi cuerpo cambió completamente la noche que Erzsébet me transformó en contra de mi voluntad, y tal cambio no puede deshacerse solo porque ella haya desaparecido. Aún conservo la rapidez, la visión nocturna y la fuerza de uno de ellos.
—¡Es casi como si hubiera sido premiado con lo mejor de las dos especies! —dije.
—Nada que venga de Erzsébet puede significar algo bueno para mí —dijo él, y sus ojos se oscurecieron—. Su sangre maldita me modificó. Desde una perspectiva macabra, es casi como si yo fuera su creación infernal. Es solo que, gracias a Dios, desde que fue a reunirse con Lucifer ya no ejerce ninguna influencia sobre mí.
—¡Adrien! ¡No hay nada infernal en ti! —dijo Martina con vehemencia—. Por el contrario, todo lo tuyo es celestial.
—Con tal de que tú lo sientas así, estaré dichoso —dijo él, sonriéndole, pero pude ver que estaba sinceramente apesadumbrado.
—No se entristezca, Adrien —dije—. Piense en Vajda: él también tiene poderes asombrosos y no es vampyr. Tal vez usted simplemente retuvo los dones que acaba de mencionar porque su estado anterior lo puso en plano intermedio que lo acercaba demasiado a la muerte. Quizá los poderes de los vampyr se deben únicamente a que, más que cuerpos, son espíritus. Podría decirse que usted, en particular, estuvo largo tiempo en el reino de los muertos sin saberlo.
La mirada de Almos se iluminó.
—Gracias por sus palabras —dijo—. Me consuela creer que estas habilidades residuales no provienen de Erzsébet, aunque…
—¿Sí? —pregunté.
—Bueno, mis colmillos no han vuelto a crecer de modo repentino hace mucho, pero ese detalle en especial me ha perturbado todos estos años.
—¿Sus colmillos se alargaban aun después de la muerte de la condesa? —pregunté, extrañada—. Es raro que eso le ocurra si no desea beber sangre.
—Solo me ocurrió un par de veces en las que estaba furioso con desconocidos por su comportamiento brutal. Uno de ello, un hombre corpulento, estaba golpeando salvajemente a un mendigo anciano. No quise beber su sangre; solo quise golpearlo, y de hecho le habría dado una paliza si él no hubiera huido como alma que lleva el diablo al ver mi rostro transformado.
—¿También se deforman sus facciones? —pregunté, temerosa, recordando a Halstead.
—No —respondió Martina por él—. Lo vi transfigurarse antes de que la condesa muriera: lo único que cambió fueron sus colmillos y su mirada.
—Entonces puede que sus colmillos de vampyr se manifiesten solo como reflejo de defensa ante una agresión —dije—. Parece ser un instinto del reino animal, no uno demoníaco. Es más: es su sentido de la moral lo que ha producido tal reacción. ¿No se le ha ocurrido que Dios quiso que conservara sus colmillos?
—A decir verdad, no —repuso él, negando con la cabeza.
—Estás dotada de una fina inteligencia, Emilia —dijo Martina. Su mirada era dulce.
—Gracias —dije contenta—. Disculpen que interrumpa una conversación tan interesante pero ¿no deberíamos ir a la estación?
—Sí —dijo Adrien—. Nuestro tren saldrá en una hora, justo a mediodía.
—Voy a pagarle al posadero —dije.
—No hace falta, Emilia, ya lo hicimos —dijo Martina.
—¡Cielos! —exclamé—. ¡Qué gesto más dulce de su parte!
—Ni lo menciones —dijo Martina, riendo—. Es un placer para nosotros.
—Estoy eternamente agradecida por su bondad para conmigo —dije—. Espero poder compensarlos de algún modo si Dios me da vida para hacerlo.
Pronto pusieron nuestro equipaje en un coche de alquiler que la posadera había llamado y partimos rumbo a la estación. A esa hora Chambéry estaba soleado y fresco, y había algunas personas en las calles.
A diferencia de la noche anterior, la pequeña estación estaba llena de viajeras y Adrien, Martina y yo adquirimos billetes hasta Modane. Ellos cambiarían de tren para ir a Suiza y yo iría hasta Turín en la línea Fréjus. Antes de abordar compramos pan y queso a una mujer que sostenía una enorme canasta, pero yo no tenía hambre aún. El viaje a Modane sería largo, así que tendría tiempo para conversar con mis nuevos amigos.