CAPÍTULO 12

FUGA: LAS CIEN CARAS DEL DEMONIO

Los sucesos vividos en la casa del dragón habían sido tan aterradores que tuve pesadillas toda la noche. Mi cuerpo pendía de cadenas en el interior de una logia subterránea mientras un demonio con rostro caprino, pezuñas y senos de mujer meneaba los cuernos frente a mí. Su mirada cruel despedía llamaradas, su frente ostentaba una estrella de cinco puntas y en su espalda nacían dos enormes alas negras. El demonio decía, con voz profunda y vacía:

—Moloch te espera en la sinagoga de Satán.

Daba vueltas a mi alrededor erguido sobre las dos patas traseras y gesticulaba grácilmente con las manos, en las que llevaba guantes blancos. A veces me parecía que su rostro era el de Halstead y otras el de Vivianne Muse, pero siempre tenía cuernos y orejas de cabra. Sentía un dolor inexpugnable en la raíz de la lengua y en los flancos. También sentía que dos varas traspasaban horizontalmente las coyunturas de mis hombros. Entonces la bestia que me atormentaba clamaba solve et coagula, y veía ante mí a varios vampiros de rostros desfigurados inclinados sobre un charco de sangre en medio del cual latía un corazón.

Desperté a las 7:30 de la mañana sintiéndome muy enferma, débil y desorientada. Me puse de rodillas y rogué a la Virgen con todo el corazón que me amparase y no permitiera que el demonio me dañase. Intenté rezar en voz baja pero el dolor en mi garganta era tan intenso que me tomó mucho tiempo articular la primera palabra. Puse la estatuilla de la Virgen en el baúl destinado a Turín y le pedí a Lucía que me preparara un baño caliente, quizá el último que podría tomar en varios días, si es que llegaba viva al Piamonte. Derramé un chorro de esencia de azahar en el agua y dejé que mis miembros flotaran en la bañera hasta que la tensión desapareció. Al salir del baño, me sequé y me cepillé los cabellos con fuerza, atándomelos con una cinta perlada por debajo de la base de la nuca. Me puse un grueso vestido de paño negro, de corpiño estrecho y puños recamados, cuyas faldas larguísimas estaban recubiertas con dos capas de muselina que terminaban en sutiles vuelos de encaje. Me cubrí el cuello con un chal de fina lana gris que sujeté a un lado con un broche de flores de seda anaranjadas y me puse por encima del vestido un abrigo entallado de lana negra con cuello y puños de terciopelo que solo dejaba al descubierto el encaje de mis faldas. Me calé un suave sombrero de ala ancha con aplicaciones de perlas grises y pequeñas hojas de seda color verdemar que caían hacia atrás desde la parte posterior. Me miré al espejo y suspiré. Estaba muy pálida. De no haber sido por la pesadilla de la noche anterior, habría protegido mis dedos del frío con guantes blancos pero, en vista de que el demonio prefería los anteriores, al menos según mi pesadilla, opté por un par de guantes de cuero gris que eran más tibios. Voilà, me dije, y tras ponerme las botas del día anterior preparé mi bolsa de viaje, que estaba hecha de tapiz de seda aguamarina, gris y blanca. En ella metí mi billete de tren, dinero para el viaje y para pagarle a Michel, la carta de Vajda, la llave de la casa de Turín y el mapa. Llevé además de la daga de Abélard, la dirección del padre Anastasio en Valais y un rosario de plata. Guardé en mi baúl de viaje varios jabones perfumados, un camisón de dormir y una bata antes de cerrarlo definitivamente y echar la llave en mi bolsa de mano. Tomé un gran desayuno en la cocina que consistió en un huevo pasado por agua, dos panecillos crujientes de mantequilla, crema batida, confitura de fresas, quesillos frescos y un tazón de chocolate caliente. Aun si estaba nerviosa, me sentó de maravilla.

—¿A dónde va tan temprano? —me preguntó Lucía—. ¡Su viaje no es hasta después del crepúsculo!

—Quiero hacer algunas compras antes de partir —dije.

—Bien, no se tarde, no sea que su madre se lleve un disgusto. Su tía y su prima van a venir a despedirse de usted.

Le pedí a Rosendo que me llevara al distrito del arte antes de que mamá despertara. Según me contó Lucía, papá había regresado a casa muy entusiasmado después de la cena con Halstead.

Jamás convertirás a mi padre en un adorador del demonio, Hywel, pensé. Iría a ver al padre Felipe después de despedirme de Abélard. Cuando llegamos a su taller, la calle olía tan mal que temí que alguien hubiese muerto. Llamé a la puerta y, como la primera vez que ido, no hubo respuesta.

—¡Abélard! —grité—. ¡Céline! ¡Soy yo, Emilia Malraux! ¡Necesito verlos y llevo mucha prisa!

Escuché ruidos dentro de la habitación, como si varias personas caminaran de un lado a otro dentro de ella.

—¡Abélard! —insistí—, ¡dispongo de muy poco tiempo para verlo!

Después de un largo minuto en que me pareció que muebles y objetos eran desplazados de un lado a otro del taller, unos pasos se aproximaron al portón. Escuché la llave girar en la cerradura y la puerta se deslizó unos centímetros.

—Adelante —dijo la voz de Abélard, pero la puerta no se abrió más.

Tuve miedo, por lo que la empujé con suavidad hasta que estuvo completamente abierta sin dar un solo paso al frente. Abélard no estaba en el corredor. Noté que el montón de flores de ajo había sido removido también.

—¿Abélard? —llamé, sin moverme del pórtico.

—Pase —dijo, ahora desde el fondo de la oscura habitación. No veía nada desde donde estaba.

—¿Está solo? —pregunté.

—Claro que estoy solo —dijo.

Por los ruidos que había escuchado, pensé que mentía, lo que me dio otro motivo para temer.

—Necesito que venga a la puerta, Abélard. No puedo entrar a su taller.

—No voy ir a la puerta, señorita Malraux. Entre de una vez o váyase.

Noté el cambio en su actitud y me pregunté si el beso de la muerte habría terminado por condenarlo para siempre. ¿Lo habrían convertido en vampiro? ¿Habría atacado a alguien? Tenía que ser muy cautelosa.

—No pude darle muerte al vampiro —dije—. No tuve el valor.

—Se enamoró como una tonta —dijo—. Ríndase de una vez, entonces. Es nuestro destino.

Abélard sonaba demasiado sobrio para haber recaído y noté que la nariz no me picaba como antaño. Tomé un hondo respiro para cerciorarme de no estar equivocada: ya no olía a opio desde la entrada.

—¿Se rindió? —me atreví a preguntar.

—Sí, Emilia —dijo, riendo—. ¿Qué esperaba? No podría vengarme de otra forma. Si no supiera que le pertenece a uno más fuerte que yo, me alimentaría de usted y la sacaría de su sufrimiento. ¡Sería como yo! No siento amor, no siento miedo ni dolor, solo odio e ira. Por otra parte, ya no estoy enfermo. Le mostraría cuán apuesto soy si entrara.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Usted era una de mis mayores fuentes de esperanza —dije, sin ocultar mi tristeza—. Vengo a despedirme, Abélard.

—Deje que la convierta antes de que su dueño la mate. Solo así podrá vengarse.

—Mi dueño, como usted lo llama, es inmortal. No hay nada que pueda hacer.

—Al menos no le dará la satisfacción de acabar con su vida.

—Mi vida depende únicamente de Dios, Abélard —lloré—, dígame: ¿ha perdido su talento?

—¿Qué talento?

Quise entrar para mostrarle la cruz que llevaba alrededor del cuello pero, si él mismo había olvidado, como Vivianne, la grandeza de su espíritu, no tenía sentido recordársela por medio de un objeto.

—Antes de rendirse, usted fue un gran artista.

—¿Se refiere a esas malditas cruces? —rio—. Las fundí todas. El único arte que deseo poseer es de la venganza perfecta. Emilia, pronto verá el verdadero sentido de la eternidad.

—¿Y Céline? ¿Dónde está su hermana?

—Muerta —dijo él—. Y viva a la vez. Saluda a la señorita Malraux Céline. Está en la puerta.

—Déjame dormir —dijo la voz ronca de Céline—. Dile que se marche. Nunca me agradó su presencia.

—Creí que estaba solo —le reproché, llorando—. También creí que era mi amigo.

—Lo soy. Si no lo fuera, la mataría. No quiero quitarle la libertad de elegir de qué modo desea morir. Veo que prefiere entregarle su último aliento al que la infectó, el responsable de todo lo que nos ha ocurrido. Bien, que así sea. Le dije que estaba solo porque lo estoy, en verdad. Cinco vampiros sin alma no son compañía.

—¡Somos unos desalmados! —exclamó Céline.

Escuché varias carcajadas trágicas provenientes del interior del taller.

—Halstead los matará, Abélard. No tolera la competencia ni la deslealtad.

—¿No podría ayudarnos a fastidiarlo un poco, señorita Malraux? Hágalo en nombre de la amistad que tuvimos. Díganos dónde duerme.

—Lo haré a cambio de algo que le pertenece a usted —respondí—. Pero debo advertirle que Halstead también duerme de día. No les será fácil hallarlo allí en la noche.

—Ese no es asunto suyo. ¿Qué quiere de mí? —preguntó Abélard.

—El cuaderno del beso de la muerte que usted leía sin cesar.

Él rio desaforadamente. Escuché que se removían varios objetos y, segundos después, el cuaderno de cuero aterrizó a mi lado, junto a la puerta. Lo había lanzado desde el fondo de la habitación. Me apresure a recogerlo con manos temblorosas.

—No sé para qué quiere algo que no le va a servir de nada. ¡Cumpla con su parte del trato ahora, señorita Malraux!

Le di la dirección de Halstead, pero me guardé de hablarle de la logia subterránea. No sabía quién estaba allí con él, o si él mismo me delataría más adelante.

—Dijo que venía a despedirse, Emilia. ¿Acaso piensa huir? ¿A dónde va?

—No pienso huir. Voy a pasar unos días en París —mentí.

—Hermosa ciudad —rio Céline con sarcasmo—. Tráigame unas mallas de tul.

—Adiós, Abélard —dije.

—Cierre la puerta, por favor. La luz nos molesta —dijo él—. Nos veremos otra vez, Emilia, y las diferencias de clase entre nosotros ya no significarán nada.

Sabía que aludía a las diferencias entre humanos y vampiros. Cerré la puerta de un golpe y corrí hasta donde me esperaba Rosendo, sujetando el cuaderno de cuero contra mi pecho. Cuando vi a mi cochero hice un enorme esfuerzo por lucir compuesta y me di la vuelta para secarme las lágrimas. No creía que fuera a ver a Abélard de nuevo jamás. Besé el crucifijo que una vez había hecho y acepté la mano de Rosendo para subir al coche. Aunque me había despedido del padre Felipe el día anterior, tenía que verlo de nuevo y contarle todo lo que había visto y soñado.

—El demonio de tu pesadilla es conocido como Baphomet, que también es Lucifer —dijo, después de haberme amonestado por adentrarme sola en el territorio de Halstead—. Eliphas Lévi, un notorio ocultista que dedicó su vida a la abominación, lo dibujó tal y como lo viste durante tu sueño, solo que el suyo tiene una antorcha sobre la cabeza de cabra, que simboliza la luz infernal. Me pregunto por qué se te manifestaría con guantes blancos.

—Supongo que tendrá algo que ver con la infinita hipocresía del demonio —dije—. El discurso del iniciado que colgaba en la logia secreta giraba en tomo a la pureza y la sacralidad.

—Puede ser una burla al sacerdocio cristiano —dijo el padre Felipe—. En la antigüedad los sacerdotes llevaban guantes blancos con delgadas plaquetas de oro.

—No lo sé, padre, una cabra con guantes blancos tiene que símbolo algo extremadamente perturbador. Por cierto, ¿quién es Moloch? —pregunté, con los pelos de punta.

—Es un demonio taurino al que le sacrificaban recién nacidos tierra santa antes de Cristo, quemándolos vivos dentro del ídolo, que era un horno en sí mismo. No temas, hija, no puede hacerte nada. El diablo solo intenta intimidarte.

—Eso espero, padre.

Recibí su bendición una vez más y le reiteré mi petición de cuida del alma de mi padre. Fui a casa, donde ya me esperaban Perline y mi tía Inés. Habría deseado pasar de las insípidas conversaciones vespertinas y dedicarme a leer el cuaderno de Abélard, pero no podía dejar de despedirme de ellas. Hablamos de bailes y de trajes, de la gran habilidad musical de Hywel y de las maravillas que encontraría en París.

—Habría preferido ir con Perline y no con Vivianne —dije, sinceramente—. Te voy a extrañar, prima.

—Aún no comprendo por qué no me eligieron a mí para viajar con Emilia —se quejó Perline—. ¡Ya no soy una niña!

Nuestras respectivas madres ignoraron los reclamos que les hacíamos y siguieron charlando y riendo. Mi padre llegó a casa a las cuatro y se nos unió. Tía Inés le preguntó por su cena con Halstead y los ojos de papá se encendieron.

—Fue una velada brillante —comentó—. Tuve la oportunidad de conversar con algunos de los hombres más importantes de la ciudad Cenamos opíparamente, solo se escanciaron los más finos licores. Me obsequiaron cuatro pares de guantes blancos, uno de ellos para ti, querida —dijo a mamá.

Por poco lanzo un grito.

—¡Guantes blancos! —exclamé, sintiendo que la habitación giraba—. ¿Por qué te regalaron guantes blancos, padre?

—¡Ah! El significado de los guantes blancos es muy hermoso, Emilia, me alegra que te interese. Me dijeron cuando me los obsequiaron que, al lucirlos, un iniciado recuerda que sus manos están limpias de pecado.

—¿Cómo Poncio Pilato? —pregunté, alterada.

Mi padre rio, enternecido.

—Qué cosas dices, Emilia —dijo—. La orden es una fraternidad filantrópica.

—Pues no apruebo que te unas a ella. Todo lo que he escuchado a través de lord Halstead me parece francamente ridículo, y la idea de los guantes blancos refuerza mis impresiones iniciales. Te pido de todo corazón que devuelvas el regalo y no regreses a la logia jamás.

—¡Emilia! —dijo mamá—. ¿Dónde está tu ligereza? No debes tomarte la vida con tanta seriedad. Es un lindo gesto que los cofrades me hayan enviado guantes blancos. Los aceptaré gustosa, querido. Por cierto, ¿no nos convidarán a alguna de sus cenas? Me encantaría conocer a las esposas de tus compañeros de logia.

—Hermanos —la corrigió mi padre.

—Lunáticos blasfemos —lo corregí, a mi vez—. ¡Qué desgracia, papá! Tú mismo has dicho siempre que nada que deba ocultarse puede ser bueno y, por lo que veo, esa orden está llena de secretos. ¡Al abuelo le habría avergonzado que fueras iniciado!

—¡Silencio! —exclamó él, golpeando la mesa con el puño—. ¡No consentiré el irrespeto para con una organización tan excelente en esta casa!

Jamás había visto a papá perder la calma tan fácilmente.

—Bien, padre —dije, al borde de las lágrimas—. Veo que no puedo hacerte cambiar de parecer. Si me disculpan, creo que debo refrescarme un poco antes de partir. Félix no tardará en pasar por mí con Vivianne Muse.

Me lavé la cara y las manos y entré a la habitación de papá y mamá para verla por última vez. Sentía que mi alma se desgarraba al pensar que debía dejarlos indefinidamente. Con el peso de una plancha de acero en el pecho, tomé un pañuelo de mi padre y un relicario de mi madre y los metí en mi bolsa para llevar conmigo algo que les perteneciera. Rosendo bajó mis baúles y los dejó en el pórtico que por fortuna era cubierto, pues empezó a llover. Para cuando el coche de Halstead se detuvo frente a nuestra casa, caía la tormenta de otoño más fuerte que hubiera presenciado.

Abracé a mis padres y a Lucía, llorando desconsoladamente.

—¡Eres una necia! —dijo Perline—. ¡Deberías estar dichosa!

—Diviértete, querida —dijo mamá—. Tráeme el sombrero más bonito que encuentres.

—Que tenga un feliz viaje, señorita —me deseó Rosendo.

—Gracias, Rosendo —respondí y agregué en un murmullo—: Encuentra a tu tía Felicia y ayuda a Félix a escapar. No te quites el crucifijo que te di.

Rosendo asintió con expresión asustada y él y Félix pusieron mis baúles en el coche.

—No llore más, Emilia —me dijo Lucía con ojos encharcados—. Serán solo unos días.

—Lo sé, Lucía —dije, estando consciente de que sería muy difícil regresar—. Pensaré en ti todo el tiempo.

Una vez mis baúles estuvieron dentro del coche, salté en él y Rosendo cerró la sombrilla. Ni siquiera me fijé en Vivianne; solo tenía ojos para ver a mis padres, a Rosendo y a Lucía a través del vidrio.

Me despedí con la mano mientras nos alejábamos y cuando los perdí de vista me entregué a mi llanto.

—¿Qué llevas ahí? —dijo Vivianne, sacándome de mis pensamientos. Se había arrinconado lejos de mí y apuntaba con el dedo el baúl destinado a París. Se la veía realmente disgustada.

—Flores de ajo —respondí, altiva—. ¿Te molestan?

—¡Me molesta más el otro! —afirmó con ira.

—Ha de ser mi estatuilla de la madre de Dios. Te la enseñaría no quiero incomodarte demasiado antes de tan largo viaje. Por cierto, espero que Halstead haya reservado un compartimiento cómodo y que las cortinas del tren sean de buena calidad.

—¿Por qué lo dices? —preguntó, acomodándose el sombrero sobre la cabellera rubia.

—¡Para que los otros viajantes no tengan que atestiguar una de tus transfiguraciones sorpresivas, bestia de Satán! —dije, aferrando mi crucifijo y sosteniéndolo ante ella—. No creas que bajaré la guardia No podrás alimentarte mientras estés conmigo.

—Eso lo veremos —dijo con una risilla perversa, pero se retorcía del miedo.

—No tendré reparos en matarte si lo intentas. ¡Tú no eres Vivianne, demonio!

—Claro que soy Vivianne, maldita tonta, solo que ahora sé que siempre me odiaste.

—Sabes que no es cierto. Fuiste querida y admirada por mí hasta que Halstead te robó el alma.

—¡Mientes! Solo deseas acapararlo, pero te advierto que es mío. No permitiré que te haga su esposa.

—Quédatelo, vampyr.

Vivianne manoteó hacia mí y le acerqué el crucifijo, que la obligó a tomar distancia. Desvió la mirada y escupió en el suelo del coche, gritando:

—¡Retira ese artefacto deleznable de mi vista!

—Es curioso que un objeto pequeño tenga tanto poder sobre ti, ¿no crees? Dime una cosa, animal de los infiernos, ¿Halstead sabe que lo quieres para ti sola?

—¡Por supuesto que lo sabe, mocosa, todas deseamos que sea nuestro nada más!

—¡Qué horror! ¿Cuántas son?

—Somos muchas. Todas bellas, bellísimas. ¡Mucho más que tú!

—Eso me tiene sin cuidado. No me interesan las atenciones de Halstead.

—¡Tú misma dijiste amarlo! Estaba en su casa cuando fuiste a buscarlo y te vi besarlo. He sufrido en silencio por tu causa, pero él me eligió a mí antes que a ti. Volveré a ser su reina, te lo juro.

—Si un día creí estar enamorada de él fue solo porque me manipuló. ¿Qué hay de las otras concubinas?

—Halstead no quiere casarse con ellas. ¿Qué has hecho para que te ame? —chilló, con los ojos encendidos como carbones. Parecía una serpiente.

—Odiarlo con toda mi alma —dije.

—Si pudiera, te mataría, pero el maestro me castigaría. Debe quitarte la vida él mismo.

—Dices que Halstead me ama y quiere matarme. ¿No ves una pequeña contradicción?

—¡No hay contradicción! —exclamó—. Debe hacerlo. Será prueba de fe.

Vivianne no sabía que yo ya estaba enterada de los planes de Halstead y, por lo tanto, estaba siendo bastante informativa.

—¿Para qué me dices todo esto? —pregunté—. No eres muy leal a tu maestro.

—¡No entiendes nada! ¡Yo merezco su semilla viva! No es justo que la deposite en tu cuerpo muerto para que le des un hijo.

—Un cadáver no podría darle un hijo a nadie —dije, temblando.

—Jabulón te conferirá un nuevo espíritu cuando engendres.

—¡No! —exclamé—. Eso jamás va a ocurrir. ¡Lleva tú el hijo de Halstead si lo quieres!

—¡Eres más obtusa de lo que pensé! Lucifer le dará el poder de procrear solo durante la ceremonia y el venerable maestro te escogió a ti como novia. Solo tú serás el receptáculo de su simiente.

—¿Por qué yo? —lloré.

—¡También nosotras pensamos que eres indigna! —gimió.

—No entiendo para qué me previenes. ¿Deseas torturarme, demonio?

—No. Quiero que te quites la vida. Solo así escaparás de los designios del maestro y yo podré suplantarte. Si te mato, él lo sabrá. Si huyes, te encontrará.

—Me refugiaré en un convento cuando regresemos de París —le dije.

—¡No! ¡No le entregues tu alma a Él! —dijo, furiosa, señalando mi crucifijo.

—No pienso ir al infierno, Vivianne —afirmé.

—El maestro te sacará de donde estés —dijo, enseñándome sus colmillos—. ¡Muere por tus propios medios mientras puedas hacerlo! Nuestro vagón de tren será el lugar ideal para que expires. Yo llevaré la nota de suicidio a tus padres, chérie.

—Tomaré los hábitos cuando regresemos —dije, aterrada.

—¡Sera demasiado tarde! ¡Halstead se reunirá con nosotras en París!

—¡Entonces hablaré con él para disuadirlo! —mentí—. Ahora, compórtate. Hemos llegado a la estación.

Miré nerviosamente por la ventanilla. Los viajeros se agolpaban con sus sombrillas a la entrada de la estación. No veía a Michel bajo la lluvia. Félix detuvo el coche y silbó, llamando a uno de los mozos para que le ayudara. Saltó de su asiento y abrió la portezuela al tiempo que uno de los chicos llegaba hasta nosotros. Estuvo a punto de echarle mano a mi baúl y lo detuve:

—Primero los baúles de la señorita Muse —dije, con el corazón en vilo. Bajaron los baúles de Vivianne y otro mozo llegó a ayudarle al primero a cargarlos.

—¡Entrégueles nuestras notas de equipaje, Félix! —dijo Vivianne.

Entonces vi a Michel corriendo hacia el coche, empapado de pies a cabeza. En cuanto puso un pie sobre el escaloncito, me miró como pidiendo disculpas por su retraso. Le sonreí y Vivianne le dijo con tono gélido:

—No necesitamos más ayuda, chiquillo.

—Al contrario —dije yo, dándole tres golpecitos al equipaje destinado a Turín—. Toma al menos este baúl, que es más liviano, y sigue a esos dos hombres, que ya llevan las notas correspondientes. ¡Date prisa!

Michel me dirigió una mirada inteligente y descargó el baúl antes de que Vivianne o Félix pudieran rechistar. Lo cargó sobre sus hombros y se echó a correr bajo la lluvia. Alcanzó a los dos hombres y entro a la estación tras ellos.

—¿Dices que no necesitamos ayuda? —reprendí a Vivianne, fingiendo enfado—. ¿Quieres que perdamos el tren? Félix, cargue usted el baúl restante con el otro chico. Vivianne y yo nos embarcaremos solas. ¿Tiene nuestros billetes de viaje?

Él nos los extendió y Vivianne los arrebató de su mano.

—No pienses que podrás dejarme atrás para quedarte a solas con Halstead en París, maldita —me dijo en un susurro antes de bajar del coche con la ayuda de Félix.

—Date prisa, no sea que te derritas con el agua, infeliz murciélago —respondí.

—¡Odio la lluvia! —exclamó ella cuando estampó los pies en el suelo encharcado. Abrió su paraguas de inmediato y siguió a Félix, que ya se encaminaba al portón. El abrigo rojo de Vivianne se caló de agua en un par de segundos a causa del viento, la vi tambalearse en un bache pero continuó caminando tan rápido como podía sin mirar atrás. Estaba iracunda.

Acepté la mano del hombre que había quedado a cargo del coche y bajé con cuidado, apoyándome en el escaloncito. El paraguas solo evitaba que me mojase la cabeza y los hombros; nunca había llovido así en la ciudad.

Félix y Vivianne desaparecieron en el tumulto y yo me oculté rápidamente tras un hombre robusto para llegar al otro lado de la estación, donde cientos de cansados viajeros descendían del tren que iba a llevarme a Chambéry. Vivianne y Félix ya debían estar esperando a que llegara el tren con destino a París con los otros pasajeros en la plataforma de enfrente. Aun así, pronto notarían mi ausencia y empezarían a buscarme. Rogué para que nos permitieran abordar cuanto antes, solo estaría a salvo dentro del tren. Miré a lado y lado para asegurarme de que Vivianne no me hubiera seguido y entonces escuché una voz familiar:

—¡Señorita! —dijo Michel, agitando su mano y acercándose a mí casi sin aliento.

—¡Michel, gracias a Dios! —exclamé—. ¿Lograste poner mi baúl con el equipaje que va a Chambéry?

—¡Sí, señorita! —respondió con una amplia sonrisa. Escurría agua por todas partes—. Aquí tiene el recibo para que lo reclame al llegar.

Extendió su mano y me lo entregó. Por suerte, estaba casi seco.

—Eres un ángel —dije, y abrí mi bolso para entregarle una suma superior a la del día anterior.

—No puedo aceptar su dinero, señorita —dijo el chico, dando un paso atrás.

—Sí que puedes —dije, sonriéndole a mi vez—. Me salvaste la vida. Por favor, tómalo.

Michel recibió a regañadientes el pago que le ofrecía y dijo:

—Le habré salvado la vida cuando haya escapado. Vi a su acompañante, otra vurculac —susurró—. Aguarde aquí.

Michel habló con el empleado que regulaba el abordaje del tren y me hizo señas para que me aproximase.

—Buenas noches, señorita —dijo el hombre—. El chico me explicó lo de su condición. Suba, por favor. Él la acompañará a su asiento.

Le di algo de dinero por la excepción que había hecho conmigo.

—Se lo agradezco —dije, y subí el gran escalón precedida por Michel.

—¿Qué le dijiste para que me permitiera subir antes que los demás? —le pregunté en un susurro mientras lo seguía por las hileras de bancas vacías hasta la parte posterior del vagón.

—Que la aqueja una dolencia mortal, lo cual es cierto —respondió, guiñándome un ojo—. Creo que debería sentarse aquí atrás —agregó, mostrándome un amplio asiento de cuero—. Así podrá ver la otra plataforma por la ventana.

Michel descorrió la pesada cortina solo un poco y se asomó hacia fuera.

—Creo que veo al cochero —dijo—. Parece desesperado, camina de un lado al otro. Seguro está buscándola.

—¿Ves a la rubia?

—No. Aguarde, allí está. Habla con un hombre de cabello liso y negro. ¡Es él! —exclamó, y cerró la cortina abruptamente—. El vurculac está aquí también.

—¡Dios mío! —dije, llevándome las manos al pecho—. ¿Qué hace aquí? ¿Nos seguía todo el tiempo?

—Siéntese y no se mueva. Los demás pasajeros no tardarán en subir. Intentaré distraer a los vurculac.

—¡No! ¡Te matarán! Si te reconocen en el futuro, será mejor que digas que te encontré y te pedí que pusieras mi baúl en otro tren. De lo contrario, podrían acusarte de haberlo robado. ¡Oh, Michel! ¡Parte de la estación cuanto antes!

—Está bien —dijo—. No se preocupe, no la encontrarán. En cuanto a mí, sabré exactamente qué decir si me interrogan.

—¡Te agradezco tanto lo que has hecho por mí! —exclamé, con lágrimas en los ojos. Le di un fuerte abrazo—. Jamás lo olvidaré, Michel.

—No fue nada. Buena suerte, señorita —dijo, con su encantadora sonrisa—. Cuídese mucho.

Michel descendió del vagón y los otros viajantes empezaron a subir, ocupando los puestos de su elección. Nadie se sentó a mi lado, quizá porque no se habían vendido todas las plazas. Asomé un ojo por la cortina y busqué a Halstead, Félix o Vivianne entre la gente. Al fin vi el sombrero rojo de Vivianne y fijé mi atención en ella. Hablaba con una mujer obesa y gesticulaba, quizá describiéndome. Instintivamente me quité el sombrero, el broche y la bufanda, que eran lo más distintivo de mi tocado, y até el pañuelo verde de mi padre alrededor de mi cuello. Deshice mi peinado y me trencé los cabellos hacia un lado, me quité el abrigo y lo doblé sobre el sombrero. Estaba tan mojado que me calentaría más pronto sin él. Pensé que, si era lo suficientemente listo, aunque se equivocara en sus deducciones, Félix debía estar buscándome fuera de la estación. Recé para que Halstead no adivinara que me había metido en el tren que iba a Chambéry, pues no lo veía por ningún lado. Ya habían cerrado la puerta de nuestro vagón y me sentí más tranquila. Cinco minutos después, nuestro tren estaba a punto de partir y no había señales de Halstead. Vivianne caminaba de un extremo al otro de la plataforma, abriéndose paso entre la gente y hablando con algunos vendedores. Todos negaron con la cabeza hasta que uno de ellos señaló al frente. Me había cruzado con él cuando buscaba llegar a la plataforma de abordaje a Chambéry. Vivianne giró la cabeza hacia la locomotora y luego recorrió cada vagón con la mirada. Aunque estaba segura de que no podría verme a través de la cortina, me retiré de la ventana. Dios mío, hazme invisible para mis enemigos, recé. La locomotora silbó y pronto comenzamos a movernos. Sentí el peculiar cabrioleo del tren cuando las ruedas pasaron sobre los primeros carriles. Fue algo abrupto al inicio y progresivamente se hizo más suave. Solo entonces me atreví a mirar de nuevo por la discreta rendija. El tren que llegaba de París y que saldría quince minutos después se cruzó con el nuestro, así que la plataforma opuesta de la estación quedó oculta a mis ojos por el inmenso armazón de metal del tren. Ya no podría vigilar a Vivianne. La banca del lado estaba vacía y quise asomarme a la ventana pero me acobardé. Si mis enemigos habían seguido la pista del vendedor, estarían demasiado cerca de mí y podrían reconocerme. Esperaba que tanto Vivianne como Halstead creyeran que había tomado un coche de regreso a casa. Esperaba también que no pensaran en revisar las listas de los tripulantes de la línea a Chambéry: mi nombre estaba allí y quizá encontrarían el modo de seguirme.

Cuando salimos de la estación descorrí la cortina con cautela y vi las brillantes luces de la cochera alejarse hasta que desaparecieron en el infinito. Estaba a salvo, al menos por el momento. ¡No podía creerlo! Di gracias a Dios y me froté las manos vigorosamente, soplando dentro de ellas para calentarme un poco. Vivianne tenía mucho que explicarle a Halstead, comenzando por su supuesta presencia en la logia subterránea la noche anterior, si es que el iniciado colgante había repetido mis palabras. Aparte de eso, tendría que justificarse por haberme perdido de repente: confiaba en que el castigo recayera sobre ella y no sobre Félix. Sus revelaciones en el coche habían sido escalofriantes pero aún tenía la ilusión de recuperar su alma. Le había dicho que no tendría reparos en matarla y no era cierto, solo deseaba encontrar la forma de destruir a Halstead. Mientras existiera una posibilidad de liberarlos a ella o a Abélard, sus cuerpos debían seguir con vida. Me quedé dormida llorando y tiritando de frío: ahora sí estaba completamente sola. Había fantaseado con ello un plácido día de verano en que me quejaba para mis adentros de la escasa libertad que me daba mi padre. Ahora lo lamentaba profundamente. Nunca se teme tanto como cuando no se tiene a nadie en el mundo.