CAPÍTULO 11

PENTAGRAMA: EN CASA DEL ENEMIGO

Noche de brujos, pensé, cubriéndome con una capa púrpura de capucha amplia. Era hora de salir. Me puse fría de miedo y anticipación. Debía darme prisa si quería disponer del tiempo suficiente para buscar el cofre de Vajda en casa de Halstead. Solo en ese momento caí en la cuenta de que no sabía qué tipo de cofre estaba buscando: tendría que confiar en mi intuición como había dicho Vajda. Cuando estaba a punto de salir de casa, recordé que jamás había visto una luz encendida en la morada de Halstead. Rayos, me dije. Tomé una de las velas del salón y la caja de cerillas que reposaba sobre la mesa esperando que Lucía no las echara en falta y me precipité hacia la calle guardándome de cerrar la puerta delantera sin hacerla rechinar. Tomé el camino más oscuro para que los vecinos no advirtieran mi presencia fuera de casa. Sin embargo, la calle estaba bien iluminada por lo que, si alguien se asomaba a la ventana o pasaba en coche, me reconocería. Di vuelta a la esquina con la cabeza gacha y me concentré en las sombras: ignoraba qué tan a menudo se alimentaba Vivianne pero no habría sido extraño que buscara sustento en las inmediaciones de nuestra calle. Además, después de atestiguar su espantosa transformación, nadie me habría convencido de que no me mataría en un impulso de odio si me hallaba sola. Vacilante, pisé la calle de Halstead: como la noche en que este me había atacado por primera vez, no había ningún farol en funcionamiento. Una ráfaga de aire helado me descubrió la cabeza, haciendo que varias guedejas de cabello revolotearan frente a mis ojos. Creí vislumbrar la silueta de Vivianne Muse al otro lado de la cuadra, unos metros más allá de la casa del dragón.

—Jesús, María y José —murmuré.

Al pestañear, la visión desapareció. Empuñé la daga de Abélard y la saqué de mi bolsillo. Me obligué a caminar por la acera opuesta a la de la propiedad de Hywel, pasando frente a las casas deshabitadas sin detenerme aun si los crujidos más siniestros provenían del interior de cada una de ellas. Cuando distinguí el enorme grabado del dragón desde el otro lado de la calle, me agazapé tras el único arbusto que podía servirme de escondite para observar la casa de Halstead: era tan grande que elegir un solo punto focal habría resultado inútil para verificar que estuviera vacía. Por lo pronto, ningún criado hacía las veces de centinela en el jardín frontal. Todas las cortinas estaban cerradas, así que no podía adivinar si alguien se ocultaba tras las mismas. Debía arriesgarme a entrar. Atravesé la vía sufriendo paso a paso el ruido que mis botas hacían sobre los adoquines y tiré de la reja que cerraba el camino lateral. Para mi sorpresa, esta cedió con facilidad: al parecer, Hywel Halstead no esperaba ladrones aquella noche. Me dije que cualquier ladrón tendría mucho que perder si intentaba saquear la casa del futuro barón de Halkett durante la noche y que, probablemente, Halstead solo necesitaba vigilancia en sus horas de descanso. Franqueé la reja y corrí en dirección al patio trasero sobre la tierra del camino por donde regularmente entraba y salía en su coche el vampiro (o vurculac, como lo había llamado el chico de la estación). Jamás había visto el costado lateral de la propiedad. Había solo una estrecha ventana en la parte superior, justo debajo del techo, que asumí debía ser la ventana del ático. ¿Estaría allí el cofre de Vajda? Las hojas secas crujían bajo mis pies en tanto que me aproximaba al patio trasero en busca de una segunda entrada. Si Halstead llegaba de repente, podría salir y esconderme entre los árboles.

El jardín posterior era aún más grande de lo que había supuesto, y en la oscuridad los árboles parecían malvados gigantes de brazos quebradizos que se extendían hacia mí. Busqué con la mirada algún lugar en que hubiera tierra fresca sobre el prado pero, para mi desconcierto, el césped lucía pulido hasta sus confines. ¿Dónde pondría Halstead la tierra del camposanto? ¿Quizá sobre su cama? Me acerqué a la puerta trasera, que era doble y bastante pesada, y la empujé. No se movió de su sitio, así que le di un fuerte empellón con la cadera y escuché el sonido de un objeto metálico golpear el piso dentro de la casa. Sin duda, el golpe había hecho que la llave cayera de la cerradura. Me puse de rodillas e introduje los dedos por debajo de la puerta pero la ranura no era lo bastante amplia para permitirme alcanzarla, por lo que tomé una delgada rama seca de entre la broza del trabajo de jardinería que aún se hallaba esparcida cerca del muro y la pasé suavemente de derecha a izquierda por la apertura, con cuidado de no empujar la llave hacia atrás. Al sentir que la rama se topaba con algo, viré la muñeca hacia mí con un movimiento preciso y la llave salió disparada por debajo del portón.

¡Eureka!, pensé, entusiasmada. Tomé la maciza llave de cobre bruñido entre los dedos y me puse de pie. Tuve que luchar con la vieja puerta mientras hacía girar la llave en la cerradura para que funcionara, lo cual me hizo sudar, pero al menos había logrado abrirla. Recé para que nadie hubiese escuchado el ruido procedente del patio de la casa del dragón y, respirando agitadamente, entré y ajusté la puerta a mis espaldas.

Si afuera la noche estaba oscura, adentro no se veía nada: de no haber llevado la vela, habría tenido que caminar a tientas. La saqué del bolsillo de la capa y la encendí. Poco a poco, el contorno de las paredes se dibujó ante mí: estaba en una habitación que no tenía ventanas ni otra puerta que comunicara con el resto de la casa. Además, estaba completamente vacía. Concluí que entrar por la parte posterior de la casa había sido una colosal pérdida de tiempo y juré por lo bajo, zapateando el suelo con firmeza. Quise darme la vuelta para salir de inmediato pero, al moverme, noté que un recuadro del piso sobresalía en medio de la habitación. Estaba segura de no haberlo visto allí hacía un instante.

Temerosa, me acerqué un poco para iluminarlo. En efecto, una plataforma de aproximadamente un metro de largo por otro de ancho se elevaba un par de centímetros por encima del suelo de madera. ¿En qué momento había aparecido? ¡Solo recordaba haber entrado a la habitación y no había tocado nada! Di algunos pasos hacia la plancha cuadrada y me agaché para rozarla con los dedos. Su suavidad y frialdad eran inconfundibles: era mármol negro pulido. ¿Para qué tendría Halstead una losa de mármol en una habitación vacía? Me pregunté si sería una lápida. Apoyándome en ella, me esforcé por descubrir alguna inscripción. Sostuve la vela cerca de la superficie para ver mejor: una serie de líneas se entrecruzaban formando triángulos dentro de ella, pero la luz no era lo suficientemente brillante para permitirme apreciar el grabado en su totalidad y no había letras reconocibles. Me puse a gatas sobre la piedra y seguí las líneas con las yemas de los dedos, iluminando su trayecto con la llama. Dentro de la placa de mármol, un gran círculo había sido tallado y, dentro del círculo, cinco líneas transversales conformaban una estrella de cinco puntas. Nada más. La golpeé suavemente con el puño en varias partes esperando que se moviera pero no ocurrió nada. Azorada, me puse de pie, pues estaba decidida a marcharme. Antes de que pudiera dar un paso al frente, sentí que el piso se zarandeaba y lancé un grito: la losa se deslizó dos metros hacia abajo, se detuvo un segundo, y luego volvió a descender otro tanto. El desplazamiento repentino hizo que me lastimara y soltara la vela, que se había apagado por sí sola. Estaba aterrada. No veía absolutamente nada y no sabía si la plancha bajaría aún más. Acurrucada sobre ella, extendí los brazos hacia los lados y palpé la fría humedad de una pared. Usando las manos para guiarme, me obligué a girar con suma lentitud. Pronto descubrí que el muro estaba surcado por varias cadenas y poleas templadas verticalmente y concluí, con desesperanza, que el cuadrado de mármol era una especie de trampa mecánica. No me atrevía a hacer el intento de trepar por una de las sogas así que, entre sollozos, seguí girando a tientas mientras mis manos tropezaban con ganchos y eslabones. En un punto determinado me encontré con un espacio abierto y por poco pierdo el equilibrio. Retrocedí un poco y lloré, aliviada, al comprender que al menos no estaba encerrada entre cuatro paredes. Intenté medir el espacio vacío con los dedos temblorosos de mi mano izquierda mientras, con la derecha, aferraba firmemente una de las cadenas. El espacio abierto era tan grande que estaba segura de poder escapar por él. Dejé que mi mano soltara la cadena mientras me acercaba al extremo de la losa: debía examinar el borde y determinar qué tan lejos estaba el suelo, si es que aún me hallaba suspendida en el aire. De ser inevitable, saltaría. Cuando me arrastraba a gachas, sentí la vela con los dedos a solo un palmo de mi rodilla. ¡Gracias a Dios!, murmuré entre lágrimas y me di prisa en buscar las cerillas en mi bolsillo. Inmediatamente después me dije que era una tonta: no habría necesitado esperar a encontrar la vela para encender una cerilla. Los nervios me ponían más torpe que de costumbre. Cuando pude ver más allá de mis narices, comprendí que había llegado al sótano. La placa de mármol no era más que una plataforma móvil que por medio de un complejo entramado de cuerdas y cadenas comunicaba la habitación trasera de la casa del dragón con un nivel inferior secreto. Pensé que muy posiblemente había activado el mecanismo del elevador al ponerme de pie en el centro del mismo y, antes de que la impredecible plataforma marmórea me llevara de vuelta hacia arriba, descendí de ella de un brinco: no corría peligro de caer pues se había asentado sobre un llamativo piso de baldosas blancas y negras, intercaladas entre sí. En cuanto lo pisé, tuve la sensación de ser la última ficha restante en un enorme tablero de ajedrez.

Jamás habría adivinado que la casa de Halstead tenía un nivel subterráneo adecuado con tal fineza: dos gruesas columnas de mármol sostenían los límites de un falso cielorraso en arco más bajo que el resto del techo y decorado con estrellas. Al fondo del mismo, entre las dos columnas, pendía del muro un tallado en altorrelieve del ignominioso ojo providencial. Me di la bendición e, instintivamente, lo señale con furia. No entendía lo que acababa de hacer, pero sentía que era un enemigo vivo y poderoso. Bajo el oro maligno se extendía un altar negro, probablemente de ébano, en el que resaltaban varios objetos de índole macabra, entre ellos un cráneo humano, una espada de empuñadura curva, velas negras y un libro de cubierta dorada. Al pie del altar se apreciaba un gran cajón rectangular de madera, de apariencia sólida, que bien podría haber sido un arca fúnebre. Por lo demás, la habitación parecía estar vacía. ¡Con que esa era la capilla subterránea que los empleados de Halstead no tenían permiso de pisar! Sentí que las fuerzas se me escapaban por las extremidades inferiores y me tambaleé en la penumbra. Aun así, me complací en la idea de invadir el espacio privado de Halstead, que era a ojos vistas un lugar de blasfemia y condenación.

Sabía que tenía que abrir el arca aunque me muriera de miedo, así que avancé hasta ella y contuve el aliento. En la tapa se leía claramente la inscripción en latín audi, vide, tace: escucha, ve, calla. Fijé la vela al suelo con su propia cera y levanté la cubierta haciendo un gran esfuerzo con ambos brazos.

Caí hacia atrás cuando el chillido de varias voces suplicantes surgió del interior del cajón y me enredé en mis propias faldas mientras intentaba levantarme de nuevo para echarme a correr, entre tumbos y traspiés, al extremo derecho de la cripta. Con la espalda contra el muro, observé que un resplandor rojizo emanaba del arca. Un sudor helado me cubrió de arriba abajo y jadeé, aterrada. Los chillidos provenientes del cajón cesaron poco a poco. Ya había escuchado. Ahora tenía que mirar. Me forcé a separarme del muro y en ese instante unas garras me tomaron por los cabellos y tiraron de mí hacia atrás.

—¡Profana! —gruñó con voz masculina el ser indistinto que me aferraba desde la oscuridad al tanto que yo gritaba como no había gritado nunca en mi vida.

Manoteé, golpeándolo con todas mis fuerzas, y logré zafarme. Al empujarlo sentí que, a pesar de ser corpulento, se balanceaba. A causa de la lucha, volví a caer al suelo y solo entonces noté, mirando hacia arriba que lo que me había atacado era un hombre cuyo cuerpo desnudo pendía del techo, sujetado por dos gruesas cadenas que, a su vez, se enganchaban de un cinturón de cuero que le rodeaba el torso. Sus ojos estaban vendados. Era una imagen espantosa.

—¿Quién es usted? —gritó el hombre, quien por suerte no podía verme ni acercarse a mí—. ¿Qué hace aquí?

—¿Qué hace usted aquí? —pregunté, aún aturdida.

—¡Venerable maestro Halstead! —Aulló, agitando los brazos y las piernas en el aire—. ¡Una mujer mancilló el sagrario!

—¡Por Dios, cállese! —pedí—. ¡Buscaré el modo de bajarlo de allí!

—¡No se atreva! —vociferó—. ¡He sido elegido y nadie va a impedir que Baphomet se manifieste ante mí!

—¿Quién es Baphomet? —pregunté, sintiendo que el aire estancado de aquel nivel subterráneo se hacía aún más denso—. ¿Es así como llama a lord Halstead?

El hombre soltó una risotada propia de un orate y respondió:

—Un iniciado nunca cuenta un secreto.

Me puse de pie y observé con detenimiento a mi interlocutor. Debía tener unos veinte años de edad. Sus tobillos, suspendidos a solo diez centímetros del piso, enseñaban varias mordeduras.

—Veo que Halstead se ha alimentado de usted —murmuré, conjeturando que esa había sido su cena las dos noches anteriores—. ¿Cuánto tiempo lo ha tenido en este sótano?

—¡Es una logia perfecta! ¡Venerable maestro, la intrusa lo ultraja con su lenguaje!

Estaba perdiendo la paciencia con él. Ignoraba si ya había sido transformado en vampiro pero era evidente que no se oponía a la idea.

—Esta es una prueba de la orden —mentí, improvisando—. Ahora, guarde silencio, o el maestro lo castigará.

—¡Oh, hermana! —gimoteó—. ¿He pasado la prueba?

No sabía qué responder. Por una parte, quería decir que sí para que dejara de gritar. Por otra parte, si decía que no, quizá me revelara algo que no sabía.

—Deberías tratarme con más respeto. Soy una vampyr conversa —dije al fin.

—¡Maestra! —lloró—. ¡Perdóneme! ¡Hágame digno de beber su sangre! ¡Purifíqueme por medio del flagelo! ¡Entierre varillas en mis flancos, ate mi lengua!

Había funcionado. Cielo santo, el hombre estaba completamente loco.

—¿Beber la sangre de quién? —pregunté, confundida.

—¡La sangre del venerable maestro! —replicó, lloriqueando—. ¡No soy débil, no soy débil!

—Te daré otra oportunidad —dije, para sacar provecho de la situación—. Si respondes con la verdad, serás premiado. De lo contrario, jamás verás a… eh… Baphomet —balbucí en cuanto pude recordar la extraña palabra que el hombre me había enseñado sin querer. Por lo demás, nunca había escuchado una jerga semejante. ¿Atravesarlo con varillas? ¿Atarle la lengua?

—¡Soy su esclavo, maestra, haga conmigo como le parezca! —rogó.

—¿Qué ocurrirá cuando bebas la sangre del maestro? —inquirí, simulando ejercer autoridad sobre él.

El hombre convulsionó ante mí. Un grueso hilo de babaza corrió por su mentón.

—¡Él me hará inmortal! —tartamudeó, atragantándose con su propia saliva.

—¿Quién te hará inmortal?

—¡Es una treta! —rio—. ¡Sabe que no puedo pronunciar el nombre del Ser Supremo a menos que sea en el oído de un iniciado!

—¿Te refieres al señor Halstead?

—¡No! ¡El Ser Supremo es superior a todos, incluso al venerable maestro!

—Por supuesto —dije, adivinando que debía tratarse del apelativo de algún demonio idolatrado en su sociedad secreta, ya que el muchacho no había tenido ningún problema en mencionar el nombre de Halstead—. Pero yo sí puedo pronunciarlo, porque él me dio el poder. Tú solo asiente o niega con la cabeza.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Me gusta esta prueba! —consintió.

Por todos los santos, pensé. ¡Necesito llegar al fondo de esto!

—Veamos… ¿Entonces dices que el venerable maestro Halstead no te hará inmortal con su sangre? —insistí, antes de proceder con las adivinanzas.

—¡No! —rio, sacudiéndose—. ¡Su sangre es la piedra filosofal, el medio que transmutará mi sangre impura en elíxir imperecedero, es la fuente de la eterna juventud! El venerable maestro es el gran alquimista que encontró el oro espiritual y lo hizo suyo… Yo apenas paso por la nigredo, maestra excelente, como usted lo hizo alguna vez. El Dios enemigo da la vida finita, pero solo el Ser Supremo puede darnos la inmortalidad.

No sabía de qué hablaba. Parecía creer que viviría para siempre si el demonio en cuestión se lo concedía, bebiera o no la sangre de Halstead.

—¿Así que no te bastará con beber la sangre del venerable maestro? ¿Acaso necesitas algo más?

—¡El maestro tiene mi reverencia, pero solo uno tendrá mi adoración! ¡Deseo pertenecerle solo a él, maestra, ayúdeme a ser sacro!

—Veamos… ¿Es Baphomet el nombre del Ser Supremo? —me aventuré a preguntar.

Él negó con la cabeza:

—Sabe que no puedo decir la palabra, maestra, no juegue conmigo.

—¿Es acaso Lucifer quien te dará lo que buscas?

—Ese no es el nombre que no puede mencionarse —rio.

Nombré cuantos demonios pude recordar de la Biblia, pasando por Belcebú, Azazel y Astarot, pero él solo reía, contorsionándose. Solo quedaba una opción, que era la más sencilla y obvia de todas para mí, gracias a la conversación que había sostenido con el Padre Felipe.

—¿Deseas adorar a Jabulón? —murmuré, articulando con acento forzado el nombre de la deidad representada en el triángulo con el ojo que Halstead deseaba imponerme.

Él asintió en estado de frenesí, meneándose de un lado a otro como un péndulo.

—¡El Ser Supremo me dará la vida eterna! —exclamó—. ¡La maestra excelente pronunció su nombre ante mí!

—¿Crees que Jabulón te permitirá vivir para siempre una vez bebas la sangre del maestro venerable?

—Solo si soy digno de adorarlo —respondió, suspirando—. Debo ser puro, debo ser sacro, debo ser paciente y honorable. El venerable maestro depurará mi sangre, bebiéndola poco a poco antes de ofrendarme a Su Omnipotencia Abismal. ¿No tomará usted un poco de mí antes que yo beba de él, maestra excelente? ¿No catará mis carnes impuras?

—No —musité, temblando ante la magnitud de mi descubrimiento—. Tu impaciencia te condenará. Por el momento pasaste la prueba, esclavo. Ahora calla, jubiloso, sabiendo que Jabulón te hará su hijo. Vivirás para siempre.

Él cabeceó de nuevo y yo me alejé, procurando no delatarme con pasos apresurados. Tenía que ver qué había en el fondo del arca. Conforme me acercaba caí en la cuenta de que mi vela se había consumido casi en su totalidad, así que me hice con una de las velas negras del altar y la encendí. Despidió un aroma fétido.

—La maestra buena ofrece sacrificio de olor agradable al Ser Supremo —dijo el hombre colgante desde el otro extremo de la habitación.

—¡Cállate, esclavo! —Ordené, encaminándome al arca—. ¡Tu lengua fue atada!

Para mi sorpresa, obedeció. Casi asfixiándome con el repugnante humo de la vela negra, me detuve al pie del cajón: a primera vista, parecía estar lleno de tierra. Me incliné frente a él y, llenándome de valor, metí la mano libre en la masa parda. Mis dedos se toparon con un objeto sólido que extraje, mordiéndome los labios para no a gritar. Al elevarlo, descubrí con horror que era el hueso de un pie humano. Lo solté de inmediato, al tanto que las lágrimas se me escurrían por las mejillas. Tenía que seguir hurgando. Después de palpar varios objetos que identifiqué como huesos que podían ser de humanos o animales, sentí los contornos de una caja. Mi corazón se detuvo. La agarré con firmeza y la saqué del arca, sacudiéndola. Era pequeña y de madera. Tenía dibujos cuyas formas me eran vagamente familiares y, en la tapa, un ave con las alas extendidas. ¡Túrul! Reconocí el pájaro de la visión que Vajda me había suministrado por medio del beso helado. ¡Había encontrado su cofre! Di gracias a Dios y cerré la tapa del arca. Con la vela en una mano y el cofre en la otra, me encaminé hacia la plataforma de mármol para una huida precipitada.

—¿Se va tan pronto, maestra? —exclamó el discípulo de Halstead desde el lugar de donde pendía—. ¿Qué he de decirle al venerable maestro cuando regrese?

No había pensado en ello. Era importante que Halstead no sospechara que había estado allí.

—Le dirás que la maestra Vivianne vino a adorar al Ser Supremo —respondí.

—¿Puedo contarle que pasé la prueba?

—¡Un iniciado nunca cuenta, imbécil! —Repliqué, parafraseando sus palabras iniciales y agregué, imitando el estilo de su discurso descabellado—: Te ordeno, en castigo por tu deseo de vanagloriarte ante el venerable maestro Halstead, que no hables en una semana. Las circunstancias cambiaron: si mencionas siquiera que estuve aquí, me encargaré de impedir que Jabulón te acepte. Profanaré el momento de tu entrega y habrás muerto en vano.

—¡No lo haga, maestra excelente! ¡Todo menos eso!

—A partir de este momento tu lengua está atada para siempre —dije.

—¡Qué mi cabeza sea removida de mi cuerpo y mi cerebro sea expuesto al sol caliente si traiciono el voto de silencio que hago a partir de este momento! —exclamó, y de repente todos sus miembros se aflojaron. Vi en la distancia que había caído en un estado catatónico.

¡Rayos!, me dije, pensando en que ya había hablado sin permiso hacía unos minutos. Si este lunático es ejemplo de la obediencia de los elegidos de Halstead, ¿qué puede esperarse de los demás? Este, por lo pronto, perdió el miedo al dolor físico y quiere entregar su alma voluntariamente, pero es el hombre más imprudente que he conocido.

Esperaba haberlo convencido de que arruinaría su consagración a Jabulón pero, si Halstead resultaba ser más persuasivo que yo (y no dudaba que lo sería cuando echara en falta la vela negra que necesitaba llevarme y quizá también el cofre de Vajda), al menos le había dicho a su marioneta humana que mi nombre era Vivianne Muse.

Me puse de pie sobre la placa de mármol y esperé a que se moviera pero nada ocurrió. También salté sobre ella sin obtener ningún resultado. Había pasado demasiado tiempo en casa de Halstead y era muy probable que retornara en cualquier momento, necesitaba salir de allí como fuera, así que tiré de varias poleas con fuerza, pero la losa negra se mantuvo en su lugar. Ya casi ni podía respirar allí abajo. Entonces reparé en una vara metálica incrustada en la arista donde el piso y la plataforma se encontraban y la halé hacia arriba. La plataforma se separó suavemente del piso y ascendió conmigo sobre ella deteniéndose por un segundo, como la vez anterior, en la mitad del trayecto. No podía creer que hubiese sido tan fácil. Al llegar al nivel superior descubrí que había una varilla idéntica a la que había utilizado para subir incrustada en el piso, junto a la base de piedra. No podía darme el lujo de quedarme a averiguar si la plataforma descendería de forma más grácil al ser accionada por medio de la palanca pero apostaba a que el hecho de que hubiese cedido ante mi peso había sido un suceso muy afortunado; jamás habría encontrado la había varilla antes de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad.

Corrí a la puerta de la habitación vacía y salí, cerrándola con llave mis espaldas. Eché la llave por debajo de la puerta aun cuando fuese para despistar a Halstead y, en ese instante, escuché el relincho de un caballo. No podría utilizar el camino por el que había accedido a la casa del dragón, el coche de Hywel ya se adentraba en la propiedad. Atravesé el jardín en vilo y me refugié tras el árbol más grande de todos.

—¡Detén los caballos, Félix! —gritó Halstead desde el compartimiento—. ¿Qué ocurre con todos esta noche? ¿No entienden que tengo hambre?

Recordé las condiciones del beso de la muerte y entendí que Hywel a duras penas si podía alimentarse del iniciado del sótano pues solo deseaba beber mi sangre. El iniciado, empero, parecía estar convencido de que únicamente su venerable maestro se encargaba de depurar su sangre. ¿Quién habría estado ayudándolo? No debía tratarse de Vivianne pues, por la conducta del muchacho, estaba claro que ninguna mujer acostumbraba a visitar la logia subterránea.

—Yo también tengo hambre, maestro —dijo una voz conocida.

Entonces, Félix abrió la portezuela del coche y Halstead salió, seguido por Nicolás Issarty.

—No tienes que recordármelo a diario, Issarty —dijo Halstead, encaminándose a la puerta trasera de la casa—. Por desgracia, la temperancia no forma parte de tu carácter. Debería darle una oportunidad al mozuelo que nos espera en vez de a ti —y luego agregó, dirigiéndose a Félix—: Dame la llave y desaparece.

Félix le entregó a su amo una llave igual a la que yo había usado para entrar en la habitación vacía y se dirigió a la parte frontal de la propiedad con prisa.

—Maestro, ambos sabemos que el necio que está allá abajo jamás podría contribuir a la fraternidad con riqueza y elegancia —dijo Nicolás Issarty.

—Tal vez no, pero es obediente. De cualquier forma, es demasiado tarde. Lo necesitamos para sacrificarlo a Jabulón —dijo Halstead con voz tajante mientras forcejaba con la puerta.

—¡Lo más divertido es que aún cree que va a ser convertido en uno de nosotros y que verá a Baphomet! —rio Issarty—. ¿Cuándo va a sacarlo de su error, venerable maestro?

—Nunca. Lo menos que puedo hacer por él es dejarlo morir ilusionado —respondió Hywel con tono sarcástico—. En cuanto a ti, Issarty, no pienses que tus colmillos hacen que te parezcas a mí.

—Con todo respeto, maestro, me parezco a usted un poco más que antes —dijo Nicolás—. Nunca envejeceré.

—Mide tus palabras, idiota —dijo Hywel entrando a la casa—. No eres un inmortal —acto seguido agregó, inclinándose para recoger la llave que yo había lanzado por debajo de la ranura—: ¡Alguien tiene que arreglar esta maldita puerta!

—¿Puedo pasar, venerable maestro inmortal? —preguntó Issarty.

—Aún no. Date la vuelta y ahórrate las lisonjas.

Nicolás le dio la espalda a Halstead y encaró los árboles. Quería ver qué hacía Halstead a escondidas de Issarty pero no podía arriesgarme a ser descubierta, así que oculté mi rostro tras el tronco.

—¡Por Lucifer! —vociferó Halstead—. ¡Alguien estuvo aquí!

—¿A qué se refiere, venerable maestro?

—¡La plataforma de acceso a la logia sobresale! ¡Solo yo conozco el truco para hacerla surgir!

—¡Oh, ángel negro, tráenos la luz para que hallemos al trasgresor! —dijo Issarty.

—¿Quién demonios te dijo que podías darte la vuelta de nuevo, Issarty? ¡Fuiste tú, lo sé! ¡Me observaste alguna vez y divulgaste el secreto!

—¡No, maestro! ¡Se lo juro por el Ser Supremo, desconozco lo que hace para que la plataforma se eleve por encima del suelo!

—¡Mientes, maldito! ¡Lo leo en tus ojos, eres un traidor! ¡Te ordeno que confieses!

Asomé la cabeza con cautela por detrás del árbol. Halstead había tomado a Issarty por la garganta, clavándole las garras en la piel. No podía ver su rostro, solo el de Nicolás, quien estaba aterrado.

—¡Se lo suplico, maestro! —lloró Issarty, a quien Halstead elevó del suelo sin esfuerzo aparente.

—¡Confiesa! —gruñó Halstead—. ¡Lucifer todo lo ve a través del ojo testimonial y me lo revelará si tú no lo haces!

—¡Está bien, maestro, sé que eleva la plataforma golpeando el suelo de la entrada con el pie! ¡No lo vi, simplemente lo escuché y deduje el resto, no es tan difícil!

—¡Con que tienes el intelecto despierto para lo que te favorece, maldito! ¿A quién se lo dijiste? Abriste la boca en la gran logia para presumir con los hermanos, ¿no es así?

—¡No, maestro! —Chilló Nicolás, pataleando en el aire—. ¡Usted mismo ató mi lengua!

—¡Sabes lo que significa! —gritó Halstead—. ¡El rito no impide hables, te impone un castigo si lo haces! Te daré una última oportunidad, Issarty: ¿a quién se lo dijiste?

—¡A nadie! ¡Nadie lo sabe! ¡Qué Lucifer cobre mi deuda ahora mismo si miento!

—No será necesario, Jubelum —dijo Halstead y, en un abrir y cerrar de ojos, metió la mano libre en el pecho de Nicolás y extrajo su corazón palpitante— yo te escarmiento en su nombre.

Sentí que me iba a desmayar. Por más que, según mis deducciones a partir de la breve conversación que habían sostenido, Issarty había sido convertido en vampiro y había entrado a la secta de Hywel por voluntad propia, lo conocía desde la infancia. Por otra parte, jamás había atestiguado una muerte y ahora acababa de presenciar un homicidio. Aun si sabía que la crueldad de Halstead no tenía límites, verlo matar a un amigo de mi niñez me revolvió el estómago y tuve que hacer un esfuerzo enorme por no vomitar o prorrumpir en alaridos convulsos.

Halstead soltó el cuerpo inerte de Issarty y lo dejó caer al piso. Entonces giró sobre sus talones y pude ver su aspecto real por primera vez. Ya no era el hermoso hijo del barón de Halkett: la piel de su rostro parecía derretida, los dientes afilados e irregulares se salían de las comisuras de su boca ensanchada, el ceño fruncido se hundía sobre la nariz hueca y sus ojos habían perdido los párpados superiores. Las cejas despobladas se arqueaban hacia las sienes, donde ahora crecía pelo blanco e hirsuto. En medio de su frente, un punto ambarino y luminoso vibraba. Halstead elevó hacia la negra noche el corazón que aún sostenía en el puño derecho y exclamó, con un vozarrón masculino y femenino a la vez:

—¡Dame la venganza, señor de la luz! ¡Tú que moras entre tinieblas para que veamos tu llama, dales muerte a los que conocen mi secreto!

Cayó de rodillas, temblando y estrujando el corazón Issarty entre los dedos.

—No comería esta porquería aunque pudiese hacerlo —gruñó—. ¡Permite que me alimente, señor! ¿Por qué me castigas?

Lanzó un aullido violento y enterró el corazón sangrante en la tierra, cubriéndolo con cuidado. Acto seguido, se puso de pie y arrastró el cuerpo de Issarty al interior de la habitación vacía, cerrando la puerta tras de sí. Aun si hubiese deseado correr tras él para recuperar los restos de quien había sido mi amigo, no quería pensar en qué haría Halstead con su cadáver o conmigo si me descubría, así que solo esperé unos segundos antes de salir de mi escondrijo. Había estado a punto de vomitar todo el tiempo y necesitaba que mi estómago se asentase. Cuando ya no escuché ruidos provenientes del interior del cuarto trasero, dejé caer la vela negra en el prado y me eché a correr por el camino polvoriento con el cofre de Vajda en las manos. Llegué a la entrada lateral en pocos segundos pero descubrí que Félix había cerrado la reja con llave. No tenía sentido sacudirla, solo pondría al cochero sobre aviso y no lograría escapar. Debía buscar otra salida. Por suerte, no veía a Félix por ningún lado, así que probablemente estaba dentro de la casa. Corrí a la entrada peatonal que estaba justo frente al pórtico, era mi única alternativa. La reja ornamental que la comunicaba con la calle era demasiado alta, sabía que no podría trepar por ella con el cofre. Jadeando, empuñé la manilla y la giré: la reja frontal estaba abierta. Di gracias a Dios por el descuido de Félix y me precipité hacia la calle, despavorida. Surqué la avenida sin mirar atrás, imaginando que Halstead me seguía para matarme. Ahora entendía por qué me había prevenido Vajda: el pequeño puñal de Abélard no habría bastado para destruir a mi enemigo; según Halstead le había dicho a Issarty, no era un vampiro común, era inmortal.

Solo tuve el valor para evaluar mi entorno al llegar a la segunda esquina. El parque estaba desierto y las luces ya no brillaban en el interior de los edificios. Escudriñé la fachada de la casa de Vivianne desde el pórtico de la nuestra: se la veía abandonada. Me escurrí en el corredor de nuestra casa y subí a mi habitación con gran zozobra. Ya no me sentía a salvo en ningún lugar, mi única salvación era confundir a Halstead y a mis padres para escapar a Turín. Encendí mi lámpara después de echar el cerrojo a la puerta y me tendí sobre la cama para darle rienda suelta a un llanto sordo y doloroso. Nicolás Issarty había sido asesinado ante mis ojos. Mi mundo se había transformado en un infierno, mi familia estaba en contra mía, mis únicos aliados eran extraños y tenía que separarme de los pocos amigos que me querían bien.

¡Basta! ¡No puedo pensar así!, me dije, recordando que había estado a punto de morir o enloquecer y cuán importante era continuar mientras tuviera la oportunidad de hacerlo. Cada pequeña proeza había llevado a cabo había sido un milagro. ¡Había logrado infiltrarme en la casa de Halstead y recuperar el cofre de Vajda! Me enjugué las lágrimas y limpié la caja de madera con un paño humedecido. Pensé que Halstead la había enterrado en ese ataúd con un propósito específico, entre huesos humanos y quién sabe qué más. Había visto a Vajda la noche anterior y ya me parecía tan irreal que solo los objetos relacionados con él podían convencerme de que no había sido un sueño. Sin embargo, sabía que tenía que ir a él. Tenía que liberarlo aunque fuese lo último que hiciera. Quería abrir el cofre pero no me atrevía a hacerlo sin el consentimiento de Vajda, así que lo metí en el baúl que iba a llevar a Turín y me cubrí con las mantas para dormir unas horas. El día siguiente definiría todo mi futuro.