CAPÍTULO 10

TRIÁNGULO SAGRADO: UN EXTRAÑO TALISMÁN

Desperté a las seis de la mañana con el canturreo de un pajarillo en mi ventana. Estaba sudando a pesar del frío así que fui a la sala de baño para lavarme a toda prisa antes de que mis padres despertaran. Me fregué fuerte mente con la esponja rebosante de espuma de jabón de sándalo y tirité al enjuagarme con agua helada. Después, me sequé con un lienzo limpio y me vestí en mi habitación. Parecía que hubiera llegado el invierno, por lo que elegí un cálido vestido de punto de lana rosa y magenta, de corpiño ajustado y faldas amplias. Me puse mis botas preferidas, que eran cómodas y elegantes, y me peiné con cuidado, calándome por encima de los cabellos un sombrero de fieltro adornado con plumas rosa y aplicaciones de seda en forma de pequeños corazones azulados como hojas de tilo. Me puse por encima del vestido un grueso abrigo de terciopelo que cubría completamente mis faldas tras anudarse en la cintura con un doble lazo de seda y cuya tonalidad azul pavo real hacía juego con las hojas del sombrero.

Me deslicé fuera de casa sin avisar a Lucía y atravesé el parque tan pronto como pude: quería hablar con el padre Felipe antes de partir a Turín. La misa de seis había terminado hacía pocos minutos y el padre estaba en el atrio de la iglesia hablando con otros feligreses. En cuanto me vio, sonrió y me saludó afectuosamente:

—Qué gusto me da verte tan temprano, hija. Has recobrado tu salud.

—Gracias a Dios, padre. Sé que debe estar muy ocupado pero me urge hablar con usted.

—Viniste a buena hora. ¿Dónde te gustaría conversar?

—En cualquier lugar que no sea el camposanto —dije.

—Acompáñame adentro, entonces.

Seguí al padre Felipe al interior de la iglesia y me llevó al ala derecha, donde había adecuado recientemente una pequeña capilla en honor de san Martín. Nos sentamos en una de las bancas y le pregunté si podía hablarle en calidad de confesión.

—Por supuesto que sí —respondió con expresión grave.

—Voy a partir de la ciudad, padre Felipe. Mis padres quieren enviarme a París, pero yo voy a huir a Turín.

—¿Por qué harías tal cosa? —preguntó, alarmado—. ¡Matarás a tus padres de la preocupación!

—No deseo casarme con lord Halkett —dije, mirándolo a los ojos—. Si les obedezco, él me matará durante la noche de bodas.

—¿Qué te hace pensar algo semejante, hija? —inquirió, con aire de sospecha. Estaba demasiado sereno, lo cual me puso sobre aviso.

—El señor Halstead pertenece a una sociedad secreta —repliqué, tragando en seco—. Hoy mismo va a llevar a mi padre a la logia donde se reúnen. Padre Felipe, ellos le rinden culto a un ojo confinado en un triángulo al que llaman Ser Supremo. Anoche el señor Halstead quiso obligarme a usarlo en vez de mi crucifijo.

—¡El Jabulón! —dijo el padre Felipe, estremeciéndose y dándose la bendición.

—¿El qué? —pregunté, saltando de la silla.

—Ay, hija mía —dijo él, afligido—. Esperaba más de tu padre. Creí que un hombre tan perspicaz no se dejaría seducir por la fachada ilusoria de la secta. Hemos perdido muchas almas en los oscuros corredores de las logias.

¿La secta? ¿Es acaso conocida? —murmuré.

—Por supuesto que sí, hija. Aunque sus adeptos la hacen pasar por una sociedad filantrópica, los jesuitas estamos al tanto de los homicidios y ritos diabólicos que se han llevado a cabo en ella desde el renacimiento.

—Padre Felipe: ¿qué es el Jabulón? —pregunté con voz trémula.

—Es una entidad espiritual compuesta de tres partes. Podría decirse que es la trinidad del mal.

—¿Algo así como el diablo?

—No exactamente —dijo él—. El diablo es más poderoso y universal. Los tres espíritus que conforman el Jabulón actúan como uno solo y obedecen al diablo en un plano intermedio. El ojo providencial no puede, por ejemplo, tentar, pero sí le reporta a Satanás todo lo que atestigua.

»El diablo puede escuchar las palabras del hombre y murmurar cosas en su oído; el Jabulón le facilita el trabajo, encontrándolo donde esté. El llamado ojo que todo lo ve hace las veces de bola de cristal para los espíritus infernales u oculistas. Es una compuerta demoníaca. Hay más, pero sostengo que a veces es mejor no averiguar demasiado.

—Escapar es mi única alternativa, padre. En este momento mi familia me pone en peligro. Si me niego a casarme con el señor Halstead, el doctor Medina me declarará loca u quién sabe qué manicomio iré a parar. Si voy a París, Halstead estará esperándome allá para obligarme a participar en un rito nupcial que culminará con mi muerte. Estamos en Francia, donde reina el ateísmo: sabe que nadie creería en mi palabra. Solo usted.

El padre Felipe me miró largamente y preguntó:

—¿Tienes algún conocimiento adicional del señor Halstead?

Vacilé en contestarle con franqueza. Una cosa era afirmar que Hywel era miembro de una secta pagana y otra muy distinta aseverar que era un vampiro. Ya había intentado decírselo a Marcello la mañana anterior y los resultados habían sido desastrosos; dudaba que el padre Felipe pudiera verme como a una persona racional si le hablaba de monstruos y no quería que tomara mis palabras a la ligera.

—Sospecho que, si está dispuesto a casarse conmigo y a engañar a mis padres para sacrificarme al Jabulón, debe de ser un enviado del demonio. No creo que pueda salvar su alma, padre Felipe —respondí.

—No pensé que existiera tal posibilidad —dijo. Me pareció leer en su mirada que sabía algo más y me dije que quizá necesitaba que yo lo mencionase antes de poder hablar al respecto. De ser así, compartíamos la misma posición, solo que el padre Felipe no podría ceder si estaba atado a un secreto de confesión. Decidí indagar un poco más:

—¿De veras? Es curioso que un sacerdote tenga una opinión como la suya. ¿No se supone que todas las almas pueden ser salvadas?

—Todas las almas humanas pueden ser salvadas siempre y cuando no estén en el infierno.

—¿Creen que el señor Halstead está en el infierno, padre?

—Creo que el arrepentimiento no hace parte de su naturaleza —repuso con aire cauteloso.

—No se equivoca —confirmé, frunciendo el entrecejo—. ¿Ha hablado con él alguna vez?

—El señor Halstead no pasa por la iglesia.

Arqueé una ceja y lo miré con expresión inquisitiva.

—¿Algo más? —lo insté a proseguir.

—Bueno, lo cierto es que yo jamás salgo durante la noche, así que me sería imposible conocerlo —respondió, mirando al piso.

—¡Usted también lo sabe! —exclamé, sintiendo que la sangre acudía a mi rostro.

El padre Felipe miró a lado y lado, como cerciorándose de que nadie pudiera escucharnos y preguntó en voz baja:

—¿Qué es exactamente lo que sé, Emilia?

Me acerqué a él y susurré:

—Sabe que lord Halstead es un vampiro.

Él permaneció quieto unos segundos y luego dijo con una entonación peculiar:

Vampyr. Un demonio con cuerpo humano cuya alma infernal permanece la Tierra.

—¿Cómo lo descubrió, padre? —pregunté con lágrimas en los ojos. Por primera vez desde que había conocido a Halstead mi corazón se sentía consolado. No era lo mismo compartir un secreto de tal gravedad con Abélard o con un niño inocente como Carlitos Canteur. Vajda, por su parte, estaba muerto. El padre Felipe tenía autoridad y conocimiento y yo creía firmemente en que podía protegerme aun cuando fuese con su bendición.

—En un valle perdido entre las cumbres escarpadas de los Alpes suizos se alza la cruz de una pequeña iglesia. El cura párroco que se ha hecho cargo de ella hace casi un siglo les ha dado descanso eterno a muchas víctimas de los vampiro en Valais.

»Él tiene en su poder la más extensa colección de documentos relacionados con las apariciones de los últimos y permite que los sacerdotes interesados en demonología consulten sus archivos libremente. Su nombre es Anastasio y me ha enseñado lo poco que sé. Nunca he conocido un ser humano cuya bondad y sabiduría superen las suyas —dijo, con viva emoción.

—¿El padre Anastasio le enseñó a reconocer un vampiro a simple vista? —pregunté, anonadada.

—Aprendí a distinguir las señales de actividad vampírica en un lugar —respondió—. Lo primero que noté en esta ocasión fue una alteración en la tierra del camposanto. Quienes oficiamos los ritos fúnebres de los feligreses sabernos exactamente dónde se hallan sus féretros y, por ende, dónde ha sido removido el terreno recientemente.

»Es mi costumbre orar por las almas al amanecer. Paseo por el camposanto con mi rosario deteniéndome frente a las lápidas de quienes fueron llamados por el Señor. Una mañana llegué hasta el extremo oriental, donde están las tumbas más antiguas. Los árboles que las sombrean son densos y hermosos y, aunque ya nadie deje flores sobre las piedras talladas, se respira una atmósfera de paz perenne.

»No fue así esa oscura madrugada de verano. En cuanto pasé bajo el olmo, me percaté de que la hierba tupida había desaparecido en una porción del suelo en medio de dos sepulcros. Al inclinarme para observar mejor, hallé una hoya superficial de bordes indefinidos. La tierra del centro estaba inequívocamente más húmeda al tacto que la del perímetro por lo que deduje, alarmado, que alguien había cavado allí la noche anterior.

»Ninguno de los empleados de la parroquia supo darme razón del extraño incidente así que, al caer la noche, esperé escondido detrás de los árboles a que apareciera el excavador clandestino. Pasaron varias horas en que no escuché más que el murmullo de las hojas y los animales nocturnos pero, hacia las tres de la mañana, cuando estaba a punto de quedarme dormido, el sonido de una fuerte respiración a unos pocos pasos de mí me puso en guardia.

»Me quedé quieto, observando la silueta de un hombre que llevaba consigo un saco vacío y una pala. Segundos después, pude identificarlo a pesar de la oscuridad: se trataba del criado del Halstead a quien ya había visto pasar por el parque guiando el coche de su se señor. Me pareció que era bastante torpe pues tropezó con varias lápidas antes de detenerse. No obstante, una vez escogió un lugar para su hacer, se puso a cavar diligentemente hasta llenar de tierra el enorme saco. Pensé en confrontarlo pero temí que fuese a atacarme con la pala, así que lo dejé partir sin saber que había sido descubierto. Las noches sucesivas volvió al camposanto y repitió exactamente lo que yo ya había atestiguado. Opté por pasar por la casa del señor Halstead al mediodía con la disculpa de invitarlos a él y a Félix, que es el nombre del cochero en cuestión, a acompañarnos en la misa.

»Como podrás imaginar, Félix me dijo que su amo no podía atenderme pues solo sale de la cama al crepúsculo. También se disculpó con anticipación por no poder participar en las actividades de la parroquia en el futuro: dijo que su amo le tenía prohibido pisar la iglesia o asistir a misa.

»Entonces sentí profunda compasión por el sirviente de Halstead e, indignado, le dije que nadie podía impedir que se acercara a Dios, mucho menos un hombre que lo enviaba a tomar tierra del camposanto a escondidas. Félix se sonrojó y luego palideció. Le pregunté para qué quería su señor la tierra y él cayó de rodillas, suplicándome que no lo obligase a contestar. Le dije que no insistiría con tal de que accediese a hablar con migo esa noche en el camposanto y estuvo de acuerdo.

»Ya había leído durante mi preparación con el padre Anastasio los diarios de dos monjes que documentaron sus encuentros con vampyr en las inmediaciones de Valais. Ambos coinciden en explicar que estos entes maléficos roban tierra santificada de los cementerios para descansar en ella durante el día. Al parecer, después de una búsqueda extensa, los monjes descubrieron en una bodega abandonada a varios vampyr durmiendo en cajones de madera repletos de tierra fresca. Según las suposiciones del padre Anastasio, los vampyr necesitan apropiarse de la bendición que corresponde a los difuntos cristianos para yacer como los muertos que son en las horas de luz. Solo así evitan la desintegración de sus cuerpos humanos, que deberían haberse convertido en polvo.

—¿Cómo es posible que soporten el contacto con una superficie bendecida? —pregunté, recordando el sueño en que vagaba por entre tumbas ajenas en busca de un solaz incierto—. ¡La piel de lord Halstead se lastima visiblemente al tocar un crucifijo!

—Cualquier representación de la divinidad ahuyenta al demonio, en especial la cruz de Cristo. No es la madera o el metal lo que hiere al vampyr, sino la forma y el contenido del objeto en cuestión. La bendición sacerdotal, por supuesto, lo hace más poderoso, pero no ocurriría lo mismo si bendijésemos una de tus zapatillas y tú lo tocaras con ella. Hay figuras que son intrínsecamente sacras y otras que, por su peso histórico y uso ritual, se han convertido en objetos de poder con el paso de los siglos. Este no es el caso de la tierra de cementerio.

»El alma de un vampyr está atrapada entre la tierra y el infierno y debe alimentarse de cualquier despojo de humanidad que esté a su alcance, sea corporal o espiritual, para sostener su animación.

Las palabras del padre Felipe tenían sentido. Halstead era un ladrón de sangre y talentos y no me sorprendía que robase también la bendición de los difuntos de forma indirecta. Se lo dije a mi interlocutor.

—Un vampyr es un ladrón de vida, un demonio que se alimenta de la divinidad residual de los seres humanos y su entorno —afirmó—. No sabía que se apropiasen de la habilidad humana por medio de la sangre, pero es evidente que llevan a cabo un ataque espiritual conjunto. Después de todo, ¿qué es un talento sino una bendición única? Un vampyr es un ser que se hizo maldición y, por lo mismo, no puede recibir nada de Dios. Su destino es volver al infierno que lo reclama. Los cielos están cerrados para él.

—¿Qué hay de los que han sido convertidos en contra de su voluntad? —pregunté, aterrorizada—. ¿Qué ocurre con sus almas?

—Para que un hombre sea transformado en vampyr debe morir a causa de los ataques continuos de una de estas entidades infernales o beber la sangre de otro vampyr. El alma humana inocente permanece, entre tanto, en un estado de sufrimiento incesante.

—¿Cómo puede Dios permitir algo así? —lloré, pensando en Vivianne.

—Te recomiendo que no juzgues a tu Creador desde tu imperfecta condición humana —me amonesto—. Cuando nosotros sufrimos, nuestro padre celestial sufre con nosotros. Nos envió, además, el Espíritu Defensor para que sepamos cómo obrar en tiempos de dificultad.

»Dios le ha dado libertad al diablo pues, a través de la tentación, nosotros fortalecemos nuestras almas. Gran parte de este proceso es aprender a aborrecer a Satanás conforme nos acercamos a nuestro Salvador. Sin batalla no hay gloria, Emilia, y la tuya parece estar ligada a la derrota de los vampyr. ¿Cómo sería tu vida si jamás hubieras sufrido?

—Cómoda y vacía —admití con facilidad, pues ya había pensado largamente en ello—. Sin embargo, padre Felipe, no me resigno a que las almas de las víctimas de Halstead sufran indefinidamente hasta que un ángel se tome la molestia de liberarlas.

—No tienes por qué esperar. Tú misma puedes ser el ángel que las redima enterrando una estaca afilada en sus corazones. No tienes por qué esperar.

—¿De veras? ¿No irían al infierno?

—No a menos que su transformación haya sido volitiva.

—¿Y yo no iría al infierno por matarlas si sus cuerpos no hubieran muerto con anterioridad, sino que hubieran sido convertidas bebiendo la sangre de otro vampyr? Estas víctimas estarían vivas aún. ¿Cómo diferenciarlas de las otras?

El padre Felipe frunció el entrecejo.

—Tu duda es legítima, Emilia, y temo que no tengo una respuesta certera para ti. Sin embargo, sospecho que las víctimas vivientes pueden recuperarse participando asiduamente en la santa misa. Quiero ponerte en contacto con el padre Anastasio. Él te dirá qué hacer en lo que concierne al vampyr Halstead y sus víctimas.

—¿No va a ayudarme a enviarlo al infierno? —pregunté, desconcertada.

—Ya lo estoy haciendo por otros medios, hija, pero creo que mis aliados pondrían a prueba tu paciencia —respondió.

—Félix —adiviné, esbozando una sonrisa.

El padre Felipe asintió con una mirada de complicidad.

—¿Qué pasó después? —inquirí—. ¿Habló con él en el camposanto?

—Sí. Lo encontré en el mismo lugar aquella noche. Había orado toda la tarde a la Virgen para que me indicase la forma correcta de proceder con él y al fin decidí hablarle con sinceridad cuando lo viese de nuevo. Esa noche le dije que sabía lo que hacía con la tierra del cementerio y agregué que, por ser un demonio encarnado, su amo lo estaba forzando a trabajar para Satanás. Feliz prorrumpió en llanto y me pidió que lo perdonara, por lo que me ofrecí a confesarlo para poder otorgarle la plena absolución de sus pecados.

»Desde entonces, logré que venga a la iglesia todos los días mientras su amo duerme. Poco a poco lo he ido convenciendo de cooperar conmigo, pero no juzgo conveniente interrumpir esta cuidadosa labor de investigación matando al vampyr de repente.

—¿Le has contado Félix quiénes son las víctimas de su amo?

—No. Félix no lo sabe y por ello no es cómplice del vampyr en este aspecto. Halstead se alimenta en soledad. Aun así, no es difícil identificar a quienes han sido atacados. Es solo que no es sensato hablarles al respecto a menos que ellos tomen la iniciativa —agregó, mirándome fijamente.

—Disculpe mi falta de fe, padre. Creí que, si se lo decía, también me creería loca.

—Al menos no te has convertido en vampyr —dijo a manera de broma.

—Yo no, pero Vivianne Muse sí.

—Lo sé, hija.

—¿Lo sabe? —exclamé—. Disculpe, padre, ¿cómo puede esperar si está al tanto de los sufrimientos de Vivianne?

—¿Qué sugieres que haga, Emilia? Podría encontrar su lugar de reposo y enviar su alma directamente al cielo… o investigar un poco más y, si Dios lo quiere así, evitar que le suceda lo mismo a alguien más. No es el miedo al infierno lo que me detiene: todos los vampyr se convierten en demonios a partir del momento en que empiezan a alimentarse de la sangre de otros y Vivianne ya dio ese paso. Su cuerpo es ahora la morada del diablo.

—Pero, padre, ¿no se multiplicarán los vampyr mientras Vivianne continúe atacando?

—No necesariamente. Según el padre Anastasio, los vampyr procuran no convertir a las víctimas que puedan significar competencia y, por lo que sé de Halstead, sus gustos son bastante excelsos, lo que explica que haya muchos ataques espaciados y pocas transformaciones en el área.

—Es extraño que no necesite alimentarse más a menudo —dije.

—Tal vez lo haga. El vampyr Halstead podría estar alternando entre varias víctimas a las que no tiene la intención de matar o convertir.

Pensé en Carlitos Canteur. Él habría muerto si no hubiese sido porque sus padres me habían permitido atar mi crucifijo alrededor de su cuello. Lo comenté con el padre Felipe.

—¿No se trataría de una trampa del vampyr para que tú llegaras hasta él sin protección, ofreciéndole tu vida a cambio de la del chiquillo? Mi opinión es que, si hubiese deseado matarlo, no habría esperado tanto. Un par de ataques bastarían para desangrarlo.

Era cierto que Halstead no había tenido que matar a Carlitos para apropiarse de su talento musical. También era cierto que su prudencia excedía su apetito pues, de lo contrario, ya habría puesto sobre aviso a toda la comunidad, en especial si las defunciones por ataques abundaran. Parecía para un vampyr, como lo llamaba el padre Felipe, no causar demasiado revuelo en el área donde deseaba establecerse. Además, Vajda había confirmado a su modo la teoría del padre Felipe con antelación: Halstead quería hacerme su esposa para sacrificarme al Ser Supremo que regía su secta y había orquestado los eventos de los últimos meses con cuidado para manipular a mis padres. Por motivos que no comprendía aún, Halstead necesitaba su aprobación para llevar a cabo su cometido.

—Tal vez sea parte importante de la inmolación —concluyó el padre Felipe—. Todo parece indicar que se trata de una especie de misa negra. Me recuerda a lo que hacían Catherine Monvoisin, la infame bruja, y su amante, el abate Gibourg, durante el reinado de Luis XIV.

—¿Eran vampyr?

—No lo creo, pero sacrificaban mujeres jóvenes en sus ritos. Es una práctica común entre los adoradores de Satán.

—Me pregunto si es coincidencia que este vampyr quiera hacer igual —dije.

—Hay muchas incógnitas y pocas respuestas, Emilia. Si deseas destruir a Halstead y ayudar a Vivianne será mejor que le escribas al padre Anastasio —recomendó y, poniéndose de pie, me hizo señas para que lo siguiera a su despacho—. Voy a darte su dirección —dijo—. Le enviare una carta hoy mismo para que sepa que yo te referí.

—Gracias, padre Felipe. Le ruego que haga lo posible por evitar que mi padre sea iniciado en la orden de Halstead durante mi ausencia. Por favor, hable con mi madre. Intente hacerla entrar en razón. Sé que ella disuadiría a mi padre fácilmente.

—¿Le escribirás a tu familia cuando llegues a tu destino?

—No. padre Felipe. Será mejor que desconozcan mi ubicación. Le escribiré a usted y le enviaré cartas para ellos conjuntamente que le pido deslice bajo la puerta de la casa sin que nadie lo vea. No deseo ponerlo en peligro a usted también.

—¿Fue este el propósito de tu visita?

—Sí. Sabía que no podría escribirles directamente a mis padres.

—Hiciste bien en venir, hija.

—No habría dejado de hacerlo aunque no necesitara su ayuda en lo que se relaciona con la correspondencia. Voy a echarlo de menos padre Felipe.

—Y yo a ti, Emilia.

El padre Felipe me dio la nota con la dirección de la parroquia del padre Anastasio y su bendición para partir.

—Ten cuidado —dijo, después de un cálido apretón de manos—. Mantenme enterado de cuanto descubras.

—Usted también —pedí.

Le dije adiós al padre Felipe y me dirigí a casa por el camino del parque. Julieta Baramof y su madre estaban a punto de subir a un coche, lo que no impidió que se detuviera a saludarme estampando sendos besos en mis mejillas. Sabía que su cambio de actitud se debía únicamente a que lord Halstead había dado muestras de favorecerme en el baile de la signora Maggiora y ellas seguramente lo habían escuchado de boca de las Frimas.

—¡Cuánto me gustaría que mis padres me enviaran a París! —exclamó Julieta, dirigiendo una mirada abiertamente chantajista a su madre.

—¿Por qué lo dices, Julieta? —pregunté, sorprendida.

—Tu madre nos contó hace unos minutos que ella y tu padre van a enviarte a París con una amiga. ¡No sabes cómo desearía estar en tu lugar!

—¿De veras? —inquirí, disimulando mi alegría: podría escapar a mis anchas si de Perline dependía que lo hiciese.

—Sí. Aunque, pensándolo bien, no deberías ir —dijo Julieta con tono malicioso—. Alguien podría robarte al señor Halstead si lo dejas solo en la ciudad.

La madre de Julieta soltó una carcajada baja y entrecortada.

Lord Halstead no me preocupa —dijo con aire confiado, pues deseaba importunarlas un poco—. Me ama como si su vida dependiera de mí.

Las vi enrojecer de rabia y me despedí dando saltitos hasta mi casa. En cuanto entrara, más me daría las buenas nuevas.

—¡Buenos días! —dije a Lucía en cuanto abría la puerta.

—¿Puede saberse en dónde estaba? ¡Su madre ha estado buscándola como loca!

—Calma, Lucía, solo salí a dar un corto paseo matutino.

—Vaya al salón de inmediato. Su madre quiere hablar con usted.

—Bien, bien, ya voy —respondí y, silbando, me apresuré a ir al encuentro de mamá.

—¡Cariño! —dijo mi madre cuando entré al salón—. ¡Me tenías preocupada! Ah, te pusiste guapísima esta mañana. ¿Saliste a pasear?

—Exactamente, madre querida —respondí, sonriendo.

—Me encanta que tengas la disposición de divertirte, tesoro, porque tu padre y yo hemos decidido que es hora de que ensanches tus horizontes. Siéntate, Emilia, para que escuches lo que voy a anunciarte.

Le obedecí.

—Dímelo pronto, mamá, que me mata el suspenso —mentí.

—Mañana mismo viajarás a París con una acompañante —anunció con una enorme sonrisa.

—¡Ay, mamá, mamita querida! —exclamé, poniéndome de pie y cubriéndola de besos para que creyese que recién me enteraba de sus planes para conmigo—. ¡No sabes el gusto que me das! ¿A qué debo semejante regalo?

—Debes agradecérselo a tu padre, quien considera oportuno para tu recuperación que realices un viaje que despeje tu mente.

—¡Oh, júbilo! —reí—. ¿Y quién será mi acompañante?

—Vivianne Muse.

El nombre retumbó en mis oídos como las notas de un piano roto. Por poco me desmayo.

—¿Vivianne? —balbucí con un hilo de voz, haciendo un esfuerzo excepcional por conservar la compostura—. ¿Por qué no Perline?

—Porque la señora Muse es mucho más responsable que tu prima y casualmente va a viajar a la capital mañana mismo. Habíamos considerado enviarte con Perline pero el señor Halstead nos envió una nota con su criado a primera hora. Tu padre debe haberle dicho algo al respecto del viaje después de la cena porque Hywel se tomó la molestia de encontrarte la acompañante perfecta. Hace unos minutos recibí la amable confirmación de la señora Muse: está encantada de viajar contigo a París mañana en la noche.

—¿Hywel? —fue lo único que atiné a preguntar—. ¿Desde cuándo te refieres a él con tanta familiaridad?

Mamá se rio y me abrazó.

—Ay, tesoro, no perdamos más tiempo. ¡Ve a empacar! ¡Vas a ir a París con la pianista más famosa de Francia! ¡Cuánto quisiera estar en tu lugar!

Era la segunda vez que escuchaba la misma frase disparatada esa mañana. Ascendía mi habitación cabizbaja y temblando de miedo: Halstead se había asegurado de tenerme fuertemente custodiada por la vampyr más temible hasta que cayese en sus garras. Escapar a Turín con vida sería un verdadero milagro.

Como ya había empacada pero mamá no lo sabía, esperé a que se retirara a tomar su siesta acostumbra. Bajé a la cocina y comí pan con creme de chocolate y le dije a Lucía que saldría con Rosendo a comprar algunas cosas para el viaje. Lo que hice en realidad fue pedirle a Rosendo que me llevara de inmediato a la estación de tren.

—Pensé que saldría mañana en la noche, señorita —dijo él.

—Así es, Rosendo, pero quiero ver los trajes de vieja de las señoras para inspirarme —mentí—. No quiero llegar a París vestida como una provinciana.

Era imposible que Rosendo no creyese lo que le decía. Lo envié a comprar una tarta de limón a una pastelería lejana para que me diera tiempo suficiente de hacer las averiguaciones necesarias y bajé del coche frente a la estación de nuestra ciudad que, por ser la única y relativamente pequeña, era sumamente concurrida. Los trenes llegaban y salían con pocos minutos de intervalo entre sí, de modo que no había hora del día en que uno no tuviese que abrirse paso entre una multitud de viajeros, vendedores ambulantes, limpiabotas y hábiles ladronzuelos. Por ser un otoño particularmente frío, todos los viajantes llevaban abrigos gruesos, guantes y paraguas. Las mujeres tenían, por regla general, chales de colores y los cabellos cuidadosamente recogidos bajo llamativos sombreros de ala ancha. En contraste, los hombres exhibían, además de los infaltables sombreros de copa, sobrias bufandas blancas, grises o negras que abrigaban sus cuellos y tapaban sus corbatas. El equipaje de unos y otros dependía de la longitud y el propósito del viaje: siempre podía apreciarse gran variedad de baúles de todos los tamaños, simples o adornados, que eran cargados de un lado al otro de la estación por ávidos mozos que los viajeros contrataban en el pórtico de la gran entrada. Además de esto, los pasajeros portaban consigo bolsas de tapiz de Bruselas o maletas de madera, lana o cuero que, si eran muchas o voluminosas, también cargaba algún mozo de la estación.

Para no quedarme atrapada dentro de un corro de astutas vendedoras de bagatelas seguía a dos hombres que pasaron rápidamente frente a mí. Aferré mi bolsa de mano con fuerza y, tras ellos, atravesé la estación en dirección a la taquilla, que contaba con una sola ventana. Me puse en la fila para llegar al enrejado puesto de venta de billetes que se izaba sobre un mostrador de piedra estrecho y recé para que los clientes que había delante de mí se dieran prisa. Entre tanto, observé con atención los horarios de partida de los trenes que un empleado modificaba según el atraso o puntualidad de los arribos. El siguiente tren a París saldría a las tres menos cuatro y el último, que supuse era el que Vivianne quería tomar la noche sucesiva, a las ocho y media. Si quería viajar a Turín debía comprar un billete que me llevara a la región de Ródano-Alpes al sudeste del país y bajar en la estación de Madame, dese donde podría viajar directamente a Turín. Estaba al tanto de todo lo anterior gracias a los frecuentes viajes de negocios de papá: desde que era niña, le pedía que dibujara para mí las rutas de sus múltiples desplazamientos en un mapa y por ello sabía que la línea ferroviaria de Fréjol me llevaría a mi destino.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita? —preguntó un hombrecillo detrás del mostrador, sacándome de mis pensamientos. La fila se había despejado en unos pocos minutos y ya era mi turno.

—Buenas tardes —dije—. Necesito un billete a Madame para mañana en la noche. ¿A qué hora sale el último tren?

—Deberá tomar la ruta de Chambéry. El último tren sale a las ocho y cuarto.

Estaría justo sobre el tiempo. Quería tomar un tren que me sacara de la ciudad a las siete.

—¿Hay otra línea a Madame que pueda tomar?

—Está cerrada por un accidente. Si tiene que viajar pronto, su única opción es comprar un billete hasta Chambéry y allí adquirir otro que la lleve a Madame.

—Bien, así lo haré —dije. Iba a ser bastante más riesgoso de lo que pensaba.

—¿Equipaje?

—Un baúl, nada más.

—Llene este documento con su nombre y destino de viaje, en este caso Chambéry, y entréguelo mañana a quien cargue su baúl.

Escribí mi nombre y destino en la nota de equipaje allí mismo y la escondí en mi bolsa con el billete de tren. Nadie podía enterarse de lo que acababa de hacer. Agradecía al empleado y salí de la fila. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al dar unos pasos, tropecé con Félix, el primo de Rosendo.

—¡Félix! —exclamé, nerviosa—. ¡Qué gusto verlo! ¿Qué hace por aquí?

—Buenas tardes, señorita —dijo, sonrojándose—. El señor Halstead me envió a comprar billetes de tren para usted y la señorita Muse.

—Ah, qué amable es el señor Halstead —dije, sin ánimos de ocultar mi sarcasmo—. ¿A qué hora piensa enviarnos a París?

—Se supone que compre los billetes de las ocho y media.

Tal como lo había imaginado.

—Escuche, Félix —dije, acercándome a él—. No le diga a Halstead que me vio, por favor.

—¡Por supuesto que no, señorita! Me reprendería por hablar con usted.

—Lo sé —dije, guiñándole un ojo—. Yo tampoco voy a contarle nada. Dígame, ¿quién traerá a la señorita Muse a la estación?

—Yo, señorita —respondió él—. El señor Halstead quiere que pase por usted también para que su padre pueda disponer de Rosendo en la noche.

—¡Ah! ¡Qué considerado es su amo, Félix! —dije asustada. Había planeado llega con Rosendo antes que Vivianne para tomar el tren a Chambéry y ahora Halstead entorpecía mis planes de nuevo—. ¿A qué hora debo esperarlo?

—El señor Halstead dice que tengo que estar cargando sus baúles al coche a las seis y media en punto. No quiere retrasos ni percances.

—Halstead no ha dejado nada al azar —comenté—. Me pregunto a qué se dedicará mientras Vivianne y yo estamos en París.

—Según me dijo, también va salir de la ciudad unos días.

—¿De veras? —inquirí—. ¿Sabe a dónde irá?

—No, señorita, pero piensa llevarme con él. Siempre necesita de mi ayuda.

—No lo dudo —dije, pensando en las múltiples labores que Félix debía realizar, entre la que estaba tomar tierra del camposanto. Seguramente Halstead tomaría el tren de la noche siguiente con él, o bien ambos viajarían en coche hasta París—. Por cierto —agregué—, pienso llevar dos baúles conmigo, así que le pido de antemano reclame dos notas de equipaje para mí.

—Descuide, señorita, el señor Halstead ya me había pedido que reclamase varias y pagara el costo adicional mañana en caso de ser necesario.

—Gracias, Félix. Recuerde no decirle a Halstead que habló conmigo.

—No escuchará nada de mi parte, señorita Malraux. Que tenga una feliz tarde.

—Lo mismo le deseo. Hasta pronto.

Corrí a la entrada donde estaban los mozos y los observé con atención: todos estaban ocupados o esperando a ser llamados por alguien. Uno de ello, más flaco y joven que los demás, me miro a los ojos y le hice señas de acercarse. Su rostro se iluminó y llegó hasta mí en zancadas.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —pregunté, sonriendo.

—Michel —replicó el adolescente, limpiándose las manos ennegrecidas por el hollín de la estación en los pantalones.

—Necesito contratarte para un trabajo especial, Michel —dije—. Parto de viaje mañana y deseo enviar uno de mis baúles a Chambéry sin que mis acompañantes se den cuenta de ello: ¿Es posible?

—¡Claro que sí! —dijo el chico moreno con una hermosa sonrisa—. Conozco la estación y a todos sus empleados al dedillo. No hay nada que no pueda hacer. ¿A qué hora es su viaje?

—A las ocho y cuarto —dije.

—Así que va a Chambéry —respondió.

—Sí, pero nadie lo sabe, solo tú. Es preciso que los demás crean que voy a París, y es por esto que empacaré dos baúles.

—Descríbame lo mejor que pueda el baúl que desea enviar a Chambéry —pidió. Noté que el muchacho era muy listo.

—Es relativamente pequeño y tiene grabados de flores en las cuatro esquinas delanteras. Quiero que estés atento a mi llegada mañana en la noche. Estaré aquí a eso de las siete y, cuando te aproximes al coche, te miraré y daré tres palmadas al baúl que debes poner en el tren de Chambéry.

—Fácil —dijo él—. Si no me contratan a mí para llevar los baúles, los seguiré y cambiaré su baúl de tren a tiempo, aunque sería mejor que me los designaran a mí para empezar.

—Lo sé, y debemos intentarlo, pero sospecho que será mucho equipaje, así que necesitaremos al menos a dos hombres. Por suerte eres muy rápido. Échate a correr hacia el coche en cuanto me veas y toma tú mi baúl, ¿de acuerdo?

—¡De acuerdo! —exclamó él, entusiasmado—. No se preocupe, estoy acostumbrado a realizar trabajos de este tipo.

—¿Tan extraños como el que te estoy proponiendo? —pregunté, riendo.

—¡Sí! —dijo el chico—. Le demostraré mis habilidades.

—Cuento con ello, Michel. Te aseguro que sabré recompensarte con creces —dije, abriendo la bolsa y entregándole la nota del equipaje y una buena suma de dinero—. Te daré otro tanto mañana antes de subir al tren de Chambéry.

—¡Señorita! Nunca me habían dado tanto dinero por tan poco cosa —afirmó, sorprendido—. Sino tuviese que dárselo a alguien más con suma urgencia, le devolvería todo lo que me ha dado. Además, se nota que está en problemas. Querría ayudarla solo por eso.

—Gracias, Michael. La verdad es que estoy pasando grandes apuros.

—Haré lo que sea por usted. Estoy a su disposición —expresó, con postura firma. Era un muchacho fascinante.

—Esconde la nota del equipaje y no se la muestres a nadie. Si alguien frustra mis planes, moriré.

—¡Cielos! —silbó—. Con mayor razón puede contar conmigo. Verá que todo sale bien.

—Llegó mi coche, Michel. Es aquel que ves allí —dije, señalando el coche que guiaba Rosendo—. Sin embargo, mañana llegaré en ese que está más allá —afirmé, apuntando hacia el finísimo coche de Halstead, que Félix había dejado al cuidado de otro hombre.

Vurculac —dijo Michel por entre los dientes, dándose la bendición.

—¿Qué dices? —pregunté, temblando.

—Es el coche del demonio, señorita.

—¿Cómo lo sabes, muchacho?

—Sé reconocer el mal, señora mía. Lo he visto en los ojos del amo cuando pasa por aquí en la noche. ¡Tiene que huir!

—Eso intento hacer —dije, tragando en seco—. Ahora debo partir antes de que mi cochero nos vea hablando. ¡Hasta mañana a las siete!

—¡Vaya con Dios! —respondió—. Estaré esperándola.

Asentí, mirando dentro de sus ojos suplicantes y le hice señas a Rosendo con el brazo. Este avanzó con el coche hasta donde yo estaba y se detuvo para ayudarme a subir a mi asiento.

—¿Qué tal, señorita? ¿Se divirtió observando los atuendos de las viajeras? —preguntó.

—Sí, Rosendo, esta visita, fue de gran utilidad —repliqué, y él espoleó los caballos.

Le dirigí una última mirada a Michel a través de la ventanilla: el muchacho esperó a que nos alejásemos sin moverse de su sitio. Me despedí con una inclinación de cabeza que él imito, y lo perdí de vista.

—Al parecer el señor Halstead también estaba en la estación —comentó Rosendo—. Vi su coche afuera.

—Me topé con Félix, pero no deben comentarlo entre ustedes, pues el señor Halstead lo reñiría por conversar conmigo —dije, para no agravar la situación—. Tampoco le digas a mamá, papá o Lucía que estuve allí. Sabes que no aprueban que visite esos lugares sin compañía.

—Sobra que me lo diga, señorita —respondió Rosendo alegremente.

Cuando llegamos a casa tuve mucha hambre y me senté en la cocina junto a Lucía y Rosendo a comer la tarde de limón.

—Está buenísima —dijo Lucía entre bocado y bocado—. Apuesto que ninguna pastelería de París puede imitar la tarta de limón de madame Villeneuve.

—Yo apuesto que hasta la pastelería más pobre de París es mejor que cualquiera de esta ciudad —dijo Rosendo, engullendo un trozo descomunal de tarta.

—Voy a extrañarlos mucho a ambos —dije, con lágrimas en los ojos.

—¡Vamos, Emilia, solo se va por una semana! —dijo Lucía.

—Nunca se sabe qué pueda pasar en un viaje —dije, a modo de disculpa—. Los trenes sufren percances, además escuché que mucha gente murió hace poco en un accidente trágico.

—No sea pesimista, señorita, su viaje será maravilloso. ¡París! ¡Mi sueño! Algún día iré a la gran ciudad —dijo Rosendo.

—Oye, Rosendo: ¿tu primo Félix ha tenido noticias de su madre? —pregunté.

—Ninguna, señorita. He intentado hacer averiguaciones al respecto en mis ratos libres pero nadie sabe qué fue de ella.

—¿Dónde solía vivir?

—En un barrio a las afueras de la ciudad, en un pequeño cuarto que pagaba Félix. Por desgracia, todos los viejos que habitaban con ella en aquel caserón murieron y los nuevos inquilinos no la conocen.

—¿A quién daba Félix el dinero?

—Al dueño de la casa, uno delos ancianos que falleció. Su sobrina heredó el lugar. Según me dijo, el cuarto de mi tía ya estaba vacío cuando ella se mudó a vivir allí con su esposo e hijos tras la muerte del propietario. No echó fuera a ninguna de los inquilinos sino que les permitió quedarse hasta que, uno a uno, murieron pacíficamente.

—¿Y estos ancianos jamás le hablaron de tu tía?

—Ello no recuerda haber escuchado su nombre. Se llamaba Felicia. Por eso mi primo se llama Félix.

—¿Dónde y cuándo vio Félix a su madre por última vez? —inquirí, preocupada.

—Cuando se despidió de ella para irse con el padre del señor Halstead hace diez años. Félix dice que tía Felicia corrió tras el coche hasta quedar sin aliento, pero él no se atrevió a dar marcha atrás o a detener el coche por miedo a su amo.

»Eso, por supuesto, solo lo supe cuándo, casi dos años después, tuve noticias de mi primo por medio de otro criado del barón que vino a la ciudad a tomar algo de la casa del barón Halstead por orden suya. Jamás se me ocurrió que mi tía hubiera desaparecido y, por desgracia, no fui a buscarla hasta que mi propia madre murió la primavera anterior. Usted debe recordar que mi tía no asistió al funeral, señorita.

Asentí, palmoteando el brazo de Rosendo para consolarlo.

—¿Crees que tu tía Felicia haya desaparecido la misma tarde en que Félix partió? —pregunté.

—Creo que jamás lo sabremos, señorita. No me atrevo a fiarme de las habladurías de los criados.

—¡Eh! —lo interrumpió Lucía—. No olvide que también es un criado, Rosendo. En cuanto a usted, Emilia, hágale caso solo en eso: ignore por completo las habladurías que circulan al señor Halstead —y, poniéndose de pie, me preguntó—: ¿Le apetece un trozo de pollo frito? ¡Su almuerzo no debería consistir exclusivamente en tartas!

—No, gracias, Lucía, fue suficiente —respondí—. Debo continuar con los preparativos del viaje.

Me apresuré a llenar el más grande de mis baúles de cosas sin importancia. En él puse el vestido rojo que Hywel me había regalado, el espantoso vestido azul de la noche anterior, todas mis botas y zapatillas viejas, los sombreros que habían pasado de moda, libros de aritmética, varias muñecas que Lucía había guardado en uno de mis armarios y unas cuantas piedras del jardín, entre otras fruslerías que no me importaba perder para siempre. Encima de todo lo anterior puse manojos de flores de ajo. Le eché llave y salí de casa en busca de Carlitos Canteur.

El pequeño estaba jugando en la fuente del parque con un barco de papel u no se dio cuenta de que había llegado hasta él.

—¡Carlitos! —lo llamé, sintiendo que mi corazón se encogía.

—¡Emilia! —exclamó y me rodeó con los brazos las rodillas—. ¿Por qué estás triste?

Me puse en cuclillas junto a él y murmuré:

—Estoy triste porque tengo que huir. El vampiro quiere casarse conmigo y matarme.

—¡No, Emilia! ¡No te vayas! Yo me casaré contigo —dijo, llorando y poniendo las manitas sobre mis hombros—. ¡Yo mataré al vampirrio!

—No te preocupes, Carlitos —dije, llorando a mi vez—. Te escribiré y no pasará tanto tiempo hasta que nos veamos. No puedes decirle esto a nadie, de lo contrario Halstead me encontrará y me matará. Necesito que durante mi ausencia te cuides más que nunca, pues el vampiro sin duda pensará hacerte daño de nuevo para obligarme a volver. Sabe que eres mi debilidad.

—¡Llévame contigo, Emilia! —sollozó, abrazándome—. ¡No quiero estar sin ti!

—Si pudiera lo haría, pero ya va a ser bastante difícil huir sola sin que me descubran. Además, necesito que cuides a Lucía.

—¿A Lucía? —balbució, entre lágrimas—. ¿Cómo voy a cuidarla? ¡Soy sólo un niño pequeño!

—No podré despedirme de ella, Carlos. Sé que va estar muy triste, pero jamás creería que esté huyendo de un vampiro. ¡Ni siquiera cree en fantasmas!

—¿No cree en fantasmas? —preguntó, atónito—. Pues entonces tu nana es una tonta, Emilia —concluyó, meneando la cabeza con desaprobación.

—A veces es algo tonta, sí. Por eso te pido que le recuerdes todos los días que no se quite el crucifijo. Has de decirle que lo haga porque yo se lo obsequié y quiero que lo lleve siempre consigo. ¿Crees que puedes hacer eso por mí?

—Puedo hacer lo que sea por ti —respondió de mala gana, enjugándose las lágrimas—. Pero no quiero que te vayas.

—No tengo otra opción, Carlitos —dije, apretándolo contra mí—. ¡Júrame que no te acercarás a Halstead ni a Vivianne Muse!

—¡Te lo juro! —dijo, ahogando un gemido.

Ambos lloramos un buen rato escondidos tras la fuente de piedra hasta que su madre empezó a llamarlo desde la casa.

—¿A dónde vas, Emilia? —preguntó, angustiado.

—Voy a la ciudad del olvido. Debo liberar a una víctima de Halstead y, cuando lo haga, los vampiros jamás volverán a molestarnos. Entonces regresaré.

—¡Adiós, Emilia! —exclamó, mirándome con angustia—. Estaré esperándote.

—Adiós, mi compañero del alma —lloré—. Nos veremos otra vez.

Carlitos corrió hasta su casa sin mirar atrás y pasó por el lado de su madre sin saludarla. Subió los escalones que llevaban a la puerta, cruzó el umbras y se detuvo abruptamente. Entonces se dio la vuelta y, aferrando las faldas de su madre agitó la mano en señal de despedida. Ella lo hizo entrar y cerró la puerta.

Me sequé las mejillas con el dorso de la mano, sintiendo que se me partía el corazón. La escribiría a Carlitos por medio del padre Felipe, pero no sabía si podría regresar. Me dejé caer sobre la hierba y permití que mis lágrimas corrieran libremente una vez más, deseando. No tener que alejarme de mi hogar, de mis amigos y de mi entorno. Al fin, después de mucho pensar que no existía otra solución, me puse de pie y volví a la que sería mi casa una noche más.

Lucía había hecho sopa de puerros y patatas y había horneado pan. Me obligué a comer aun si no tenía hambre y volví a mi habitación. Me quité el abrigo y el sombrero y me puse un vestido más cómodo y oscuro, también de lana, que permitiría correr si lo necesitaba. A las siete en punto vendría Hywel para llevar a papá la logia. En cuanto papá saliera, yo lo haría también: debía recuperar el cofre de Vajda de la casa del dragón mientras Halstead y Félix no estuvieran allí. Hasta entonces no había visto ningún otro empleado de Hywel pero no podía confiarme demasiado. Metí la daga de Abélard en el bolsillo derecho de mis faldas y tomé montones de flores de ajo, con los que llené mi otro bolsillo. Me aseguré de que el nudo de mi crucifijo estuviese atado con firmeza y me tendí sobre la cama a rezar mientras pasaban las horas. Mi madre vino a mi habitación a cerciorarse de que ya hubiese empacado: al ver mis armarios casi vacíos se dio por satisfecha y partió a casa de tía Inés.

—Ella y Perline vendrán a mañana a despedirse de ti —dijo, sonriendo—. Procura irte a dormir pronto, tesoro. Te espera un largo viaje.

A las siete escuché cascos de caballos. Me asomé a la ventana y vi a Halstead bajando del coche procedido por Félix, quien llamó a la puerta. Papá salió y en unos instantes los tres ocuparon sus respectivos puestos en el vehículo.