LA ESPAÑA DE FELIPE II
Cuando subió al trono Felipe II tuvo que asumir la enorme responsabilidad de administrar el mayor imperio conocido. Aunque es cierto que heredó algunas de las maneras de su padre el emperador Carlos V, fue un monarca bien diferente a su antecesor y debió adaptarse a los nuevos tiempos luchando contra numerosos residuos que persistían de la etapa anterior.
España, y sobre todo Castilla, habían sufrido durante años el ser fuente de recursos militares y económicos para unas guerras lejanas y difíciles de justificar localmente. Incluso las riquezas americanas iban directamente desde América a los banqueros holandeses, alemanes y genoveses sin pasar por las arcas castellanas.
Tal vez por esos motivos el más firme y leal baluarte de la ambiciosa política de Felipe II, que era España, es en esta época el más despoblado y pobre de sus señoríos. Había muy pocas ciudades grandes y realmente importantes. Madrid había pasado en poco tiempo de ser una villa de apenas 5000 habitantes a una población tumultuosa que crecía sensiblemente cada año. A pesar de no tener aún las características de una gran ciudad destacable en el conjunto de Castilla, la villa fue elegida en 1561 como sede de la corte por Felipe II, siendo la primera capital permanente de la monarquía hispánica. Desde ese momento, campesinos, mercaderes, artesanos, servidores, soldados y mutilados de guerra llegan a la nueva corte en busca de trabajo o subsidios, lo que supuso pasar de los 10 000 o 20 000 habitantes de la ciudad en 1561, a 35 000 o 45 000 en 1575. A finales de siglo, fallecido ya Felipe II, la cifra se situó en 100.000.
Entre todas las ciudades descollaba la opulenta Sevilla con 108 000 habitantes. Fuera de las vegas riquísimas de Valencia, Murcia, Granada y el Guadalquivir, la zona cultivada en la ancha España debía de ser muy escasa. Destacaban los viejos núcleos urbanos de ilustre historia, forjados en la Reconquista, en estrechas zonas de huertas, en las márgenes de las corrientes fluviales o rodeados por campos de cereales, olivares y viñedos. Pero podemos deducir en general de las descripciones de los viajeros y de los viejos censos, como el de don Tomás González, archivero de Simancas, del que deducimos que España sería en este siglo XVI un desierto silencioso y grande, con bellos núcleos de población no muy numerosa donde brillaban el arte y la tradición.
Esta peculiaridad configura una estructura social que habrá de prevalecer durante casi dos siglos. Los grandes señores ya no tienen poder por sí mismos, sino que lo reciben del rey. En esta época, el poder de la Corona ya no es discutido. Los nobles siguen ahora a la corte, buscando situarse cerca del monarca, que es donde reside la preeminencia social. Los castillos, que antes eran el lugar donde ejercían un dominio las grandes casas, quedan ahora abandonados como inútiles armatostes y las villas muradas empiezan a quedar olvidadas residiendo en ellas sólo los hidalgos y el pueblo llano.
Los grandes señores reúnen inmensas posesiones y riquezas, muy mal administradas, y habitan en enormes residencias donde mantienen un verdadero pueblo ocioso de parientes, damas, dueñas, gentileshombres, escuderos y pajes. A pesar de las ceremonias externas y el aparato de súbditos y sirvientes que acompaña a la alta nobleza, sufrían la misma penuria económica que es característica de esta España del siglo XVI y que alcanza desde el rey al último hidalgo. Es la clase de los caballeros la que aporta las más altas dignidades de la iglesia y la milicia, y los hidalgos son la gran cantera que nutre conventos, monasterios, órdenes militares, clerecías, catedrales, y el grueso de los soldados principales del tercio. Tener un apellido de cristiano desde algunas generaciones atrás daba ya el derecho de cierta distinción. Este tinte aristocrático de la sociedad alcanza incluso a los últimos estamentos populares: labradores y pastores de los campos, villanos y tenderos de las ciudades buscan tener apariencia hidalga. Son el clero, los hidalgos y el pueblo de las Españas de uno y otro lado del océano los que dan la sangre abnegada y el oro necesario para que los altos ideales del Rey Católico puedan llevarse adelante.
El número de hidalgos (baja nobleza) es muy elevado en estos tiempos. La Corona acrecienta la venta de títulos de hidalguía, lo cual se refleja en la novela picaresca del XVI: desprecio al trabajo, sentido de honor, etc. Muchos hidalgos están arruinados y se dedican a las armas, la emigración a América o las órdenes religiosas.
Es notable la adhesión popular a la política imperial que caía sobre las gentes de España de forma abrumadora gravando sus vidas con un continuo gasto del cual apenas se obtenía beneficio alguno. El pueblo español se creía instrumento de la Providencia para contener al protestantismo y al islam, así como el gran misionero llamado a llevar la fe a las Indias Occidentales. El rey es el jefe designado por Dios para esta alta misión. De manera que servir al Rey Católico en cualquier empresa es un gran orgullo y motivo suficiente para sobrellevar cualquier sacrificio por grande que sea: viajes, guerras, cautiverios y la misma muerte. Y este sentir hispano se amplifica enormemente por el inmenso orgullo que suponía para un español tener posibilidades reales de actuar en Nápoles, Milán, Sicilia, Cerdeña, en los Países Bajos o en el Rin, en los territorios del norte de África, en las islas de los mares de Oriente, en las Indias Occidentales y en el Levante turco.
EL LINAJE DE LOS MONROY
La poderosa familia de los Monroy fue muy significada en Extremadura desde el siglo XV. Se sabe muy poco sobre el origen de este linaje, pero los hechos más destacados la vinculan a Alfonso de Monroy, conocido como el Clavero, su hermano Hernán de Monroy, apodado en las crónicas como el Gigante, y un primo de ambos nombrado como el Bezudo. Su afán guerrero llevó a los Monroy a mantener continuas contiendas por los señoríos familiares. Estas guerras se sucedieron paralelas a las que tuvieron lugar con los Álvarez de Toledo de Oropesa, con Portugal en tiempos de los Reyes Católicos, y con los Gómez de Cáceres y Solís, por la sucesión del maestrazgo de la Orden de Alcántara.
El linaje, dejando aparte estas luchas encarnizadas y banderías, fue extenso e influyente. Muchos Monroy ocuparon importantes cargos en el ejército, en la política y el clero a lo largo de todo el siglo XVI. El padre del conquistador Hernán Cortés era, por ejemplo, Monroy y gran militar. Aparecen numerosos miembros del linaje en las listas de la milicia de la época y los segundones se fueron situando por toda Extremadura, merced a matrimonios con damas nobles, el ingreso en el clero o la recepción de prebendas por servicios militares.
JEREZ DE LOS CABALLEROS
En el extremo sudoccidental de la baja Extremadura, sobre un terreno accidentado y agreste que mira a Andalucía, se alza una ciudad verdaderamente singular: Jerez de los Caballeros. En un medio natural cubierto de tupidos encinares, dehesas, monte bajo y otras especies propias del bosque mediterráneo, la visión de este núcleo urbano, asentado sobre dos colinas, como un conglomerado de murallas, fortificaciones, iglesias y torres, no puede resultar más sugerente. Fue cabeza del poderoso Bayliato de los Caballeros templarios hasta la disolución de la Orden del Temple en 1312. Pasó luego a integrarse en la Orden de Santiago y, convertida en cabeza de partido, recibió de Carlos V el título de «muy noble y muy leal ciudad» en 1525. Con ello se inicia una época de pujanza económica y social que la convertirán en uno de los centros más sobresalientes de toda la región.
Durante todo el siglo XVI se configurará un peculiar núcleo urbano que perdura hasta hoy, con destacadas construcciones de iglesias renacentistas y barrocas, ermitas, conventos, dos hospitales y una arquitectura señorial repleta de palacios y casas solariegas de nobles fachadas, que exhibían los blasones de los ilustres apellidos que proporcionaban constantemente hombres de armas a las empresas guerreras del Emperador.
LA EDUCACIÓN DE UN FUTURO CABALLERO EN EL SIGLO XVI
Durante el siglo XVI perviven muchos de los ideales que constituían la base de la sociedad medieval. El espíritu caballeresco y militar es un pilar fundamental en la vida de gran parte de la nobleza, tanto urbana como rural. Los futuros caballeros, soldados principales del ejército imperial, nacían en el seno de familias con tradición caballeresca. Muchos de ellos solían ser nobles rurales que pasaban la mayor parte del tiempo en sus posesiones, en la residencia de su padre dentro de la hacienda familiar. En ocasiones, estas familias vivían en diferentes casas según la época del año, para asegurarse de que su condición de señores fuera reconocida y respetada en todas sus posesiones. Aunque ya en decadencia, algunas familias conservaban la costumbre de habitar en los castillos de sus antepasados. Pero es ésta la época en que esta forma de vida tan genuinamente feudal empieza a caer en desuso.
Durante los primeros años de su vida, los futuros caballeros o militares estaban al cargo de las mujeres de la casa. Cuando tenían siete u ocho años, eran confiados a un señor y se criaban junto a otros hijos de caballeros. Allí se les comenzaba a instruir en el arte de las armas, la equitación y la esgrima. Primero hacían de pajes, aprendían a servir la mesa y realizaban algunas tareas domésticas. Era frecuente también que aprendieran a tocar algún instrumento musical, el canto y la danza. Herencia de los siglos precedentes era el gusto por los poemas de trovadores, los romances y los cantares de gesta.
Cuando llegaban a la adolescencia, los muchachos ascendían en la jerarquía del castillo o casa señorial y se convertían en escuderos. Durante este periodo perfeccionaban el arte de la montura y se les adiestraba en el manejo de todas las armas. Debían aprender buenos modales y se iniciaban en otros aspectos más sutiles de la vida cortesana, como trinchar la carne, servir a su señor en la mesa, practicar la caza, participar en banquetes, cantar, bailar… En ocasiones aprendían a leer y adquirían afición por la música y la literatura; esta última incluía, además de los libros de instrucción militar, tratados de caza, crónicas de los reinos y de la nobleza y libros de caballería. La vida palaciega permitía a muchos de estos jóvenes llegar a ser entendidos en los ceremoniales de la corte y en ropajes lujosos, armas y armaduras.
Al llegar a la edad apropiada, los jóvenes eran incorporados a la hueste de su señor, a una orden militar o a los tercios como soldados principales. De entre ellos se nutría luego la alta oficialía del ejército.
LAS ÓRDENES MILITARES EN TIEMPOS DE FELIPE II
Las órdenes militares surgieron en la Edad Media como agrupaciones con fines hospitalarios, en una época de grandes inseguridades y desprotección de las personas, coincidiendo con la gran pugna entre el cristianismo y el islam. En un principio, el ideal básico consistía en defender los santos lugares frente al infiel, pero el auxilio no tardó en extenderse a otros ámbitos más amplios. Por lo tanto, distinguir entre órdenes militares y hospitalarias resulta muy artificial.
Se trataba de conjugar la religiosidad de la vida monástica con el ideal del caballero de la Edad Media, con el gran fin de recuperar Tierra Santa como centro del mundo y eje de peregrinaciones, manteniendo la virtud cristiana de la caridad manifestada hacia personas necesitadas. Reunidos en conventos que eran al mismo tiempo cuarteles, combinando la disciplina y el orden de los soldados con la sumisión y humildad del religioso, conviviendo hermanados superiores y subordinados, estas órdenes superaron, en efectividad y cohesión, a los cuerpos más famosos de soldados escogidos que se hayan conocido, desde las falanges macedonias a los jenízaros otomanos.
A pesar de lo cual, primaba lo religioso sobre lo militar. De manera que los caballeros de las grandes órdenes militares fueron considerados en la Iglesia análogamente a los monjes, cuyos tres votos profesaban y de cuyas inmunidades gozaban. Los superiores sólo eran responsables ante el Papa; tenían templos propios, clérigos, cementerios particulares y se desenvolvían aparte de la jurisdicción del clero secular. Sus tierras gozaban de la exención del pago de diezmos y no se sujetaban a los interdictos tan frecuentes de los obispos.
Sin embargo, no todas las órdenes militares seguían la misma regla monástica: la del Temple y las que de ella se generaron seguían la reforma cisterciense; mientras que los Hospitalarios escogieron la regla de san Agustín. En el caso de las órdenes españolas, llamadas «castellanas», Montesa, Alcántara y Calatrava quedaban integradas en la familia cisterciense, en cambio la de Santiago siguió la regla agustina. De hecho, el Císter no perdía ocasión de resaltar que las tres órdenes eran hijas de la misma madre y por ello, obviamente, hermanas. Realmente la proximidad jurídico-religiosa que se daba entre ellas no existió nunca entre Calatrava y Alcántara respecto a Santiago.
En cambio, la organización militar de las órdenes fue uniforme, desde sus orígenes, debido a las leyes de la guerra que obligaban a mantener un aparato militar adecuado a los tiempos. La fuerza de un ejército radicaba en su caballería, conformándose a ella el armamento y las tácticas de las órdenes militares. Los caballeros nunca fueron muy numerosos; formaban un cuerpo de élite que estaba al frente de la gran masa de los cruzados.
Andando el tiempo las reglas se fueron relajando. Y la Santa Sede introdujo mitigaciones a favor de los hermanos legos, especialmente en lo referente a la norma del celibato que ya no se impuso en todo su rigor; sino que se les permitía a los caballeros, en algunas órdenes, casarse una vez y sólo con solteras.
La importancia adquirida por las órdenes militares en el curso de la Edad Media puede medirse por la extensión de sus posesiones territoriales, diseminadas a través de Europa. En el siglo XIII, nueve mil fincas pertenecían a los Templarios; trece mil a los Hospitalarios. Su perfecta fiabilidad les reportó la confianza consiguiente de la Iglesia y de los monarcas, que veían en ellas a fieles, abnegados y píos servidores, dispuestos siempre para las misiones más arriesgadas. La perfección cristiana les dirigía hacia el sacrificio hasta la muerte, apostando por el amor y practicando la tolerancia. El papado las empleó en el recaudo de subsidios para las cruzadas; los príncipes no dudaban en confiarles sus propiedades personales. También en este aspecto las órdenes militares fueron instituciones modélicas.
EL IDEAL CABALLERESCO
El monacato cisterciense fue un movimiento de renovación, tanto de la vida monástica como del hombre mismo. Se trataba de lograr que el cristiano se despojase de lo viejo para hallar al hombre renovado: un programa evangélico que recogía ya el Exordium parvum, el primer documento cisterciense. El hombre nuevo desprecia los valores que el mundo convierte en absolutos: dinero, fama, poder, vanagloria…, no porque desprecie al mundo, sino porque sitúa aquellos valores en su justa relatividad. El monje cisterciense vive su vocación monástica estrictamente en el nuevo monasterio, auténticamente, ateniéndose en su rigor a la regla de san Benito. Y la vive alejado del mundo, en el desierto. Se trata de una vida de milicia en la lucha contra el mal.
Por un lado, puede decirse que los caballeros de las órdenes militares eran monjes en sentido pleno, pues profesaban los votos de pobreza, castidad y obediencia; se congregaban en verdaderos conventos, organizaban su vida de acuerdo con una regla monástica y dependían directamente del Papa. Pero al mismo tiempo que monjes eran también milites, militares, al ejercer el oficio de las armas y estar motivados por el ideal de cruzada.
En España, una vez terminada la Reconquista del territorio peninsular, las órdenes militares perdieron parte de esta primitiva esencia. A la par que se fue abandonando el sentido de milicia, se produjeron hondas transformaciones en la vida conventual, desligándose sus miembros del celibato, previa dispensa de los pontífices. Los Reyes Católicos adoptaron la decisión de incorporar los maestrazgos de las órdenes españolas a la Corona. En 1487 el rey Fernando el Católico asumió la administración de la de Calatrava, que Adriano VI confirmó a perpetuidad en 1523. En cuanto a la de Santiago, a mediados del siglo XV surgieron disensiones en su seno, estando a punto de producirse un cisma en la Orden, que pudo evitarse al hacerse cargo los monarcas de la suprema jurisdicción. A partir de este momento, las órdenes comenzaron a decaer, aun cuando conservaron privilegios, propiedades y rentas. Sólo la Orden del Santo Sepulcro fue suprimida por bula de Inocencio VIII en 1489.
En cambio, la Orden de San Juan de Jerusalén, por su carácter más universal, siguió su propia trayectoria y mantuvo su autonomía y prestigio. Después de ser expulsados sus caballeros por los turcos en 1522 de la isla de Rodas, en marzo de 1530 Carlos V concedió la soberanía plena de la isla de Malta a dicha orden, a condición de que se opusiera al progreso del Imperio otomano y ayudase a defender el Mediterráneo de sus ataques y de los de las miríadas de corsarios que estaban asociados a él.
LA ORDEN DE ALCÁNTARA
A mediados del siglo XII, Suero Fernández Barrientos y varios caballeros fundaron la llamada Orden de San Julián del Pereiro, en los territorios limítrofes entre los reinos de León y Portugal. En principio, se trató de una congregación monástica, pero pronto pasaría a pertenecer al grupo de las órdenes militares que desenvolvían su actividad dentro de la órbita cisterciense, al estilo de las del Hospital y el Temple.
Reconquistada la villa de Alcántara, la Orden recibió del rey Alfonso IX la custodia de la plaza y decidió su traslado a aquel lugar, afincándose definitivamente en él y mudando su nombre por el nuevo de «Orden de Alcántara».
La autoridad suprema dentro de la Orden la ejercía el Gran Maestre. Pero en los tiempos modernos, como hemos dicho, esta dignidad pasaría a la corona para estar bajo la administración del rey. A partir de entonces fue el comendador mayor quien asumiría la representación civil y militar de la Orden en nombre del real maestre.
Era el prior del sacro convento de Alcántara quien ostentaba la segunda dignidad en la jerarquía de la Orden. El cargo estaba reservado sólo para clérigos, como el de sacristán mayor, que le seguía en importancia. Sin embargo, había otros cargos que podían ser ejercidos por laicos, como el de clavero, cuya función era custodiar el convento de San Benito, sustituir al maestre en su ausencia y coordinar las actividades de administración interna.
Los territorios de la Orden estaban organizados en espacios denominados «encomiendas», especie de señoríos gobernados por los caballeros, a cuya cabeza estaban los comendadores.
Tras su ingreso en la Orden, los caballeros podían aspirar a los beneficios, rentas y cargos diversos propios de la administración de la hacienda alcantarina. Pero inicialmente lo más normal era que el caballero recibiera salarios por trabajos concretos, tal y como se advierte en las nóminas de Alcántara que se guardan en los libros correspondientes a las órdenes militares custodiados en el Archivo Histórico Nacional.
El proceso para ingresar en la Orden de Alcántara difería poco del que se seguía en otras órdenes. Se enviaba solicitud de ingreso al maestre y generalmente se hacía uso de una carta de presentación. Tras ser admitido al noviciado, el aspirante se recluía en el convento de San Benito y permanecía en él durante el tiempo necesario para su formación, transcurrido el cual, se le imponía el hábito de Alcántara. En la ceremonia, el novicio renunciaba a su «legítima» en manos de su padre, junto a los votos de castidad y pobreza. Pero estos compromisos variaron años después, como ha quedado dicho, al poder casarse los caballeros y disponer libremente de sus bienes en el testamento.
Cuando el prior y el capítulo lo estimaban conveniente, el novicio era llamado a profesar solemnemente en la Orden, quedando unido a ella de por vida.
Las obligaciones dentro del convento eran las que establecía la Regla para regular la vida conventual: rezo de los oficios, honestidad de frailes y prior, hábitos, misas, capellanías y ornamento; trabajos, estado en la enfermería, administración de rentas, beneficios y economía del monasterio, etc. Con respecto a los caballeros alcantarinos, ya estuviesen en las encomiendas o desempeñando cualquier labor, debían comprobar los visitadores su obediencia a la Regla de la Orden; rezos, comunión y confesión; si vestían los hábitos previstos; la asistencia a sus obligaciones encomendadas y el estado de los bienes que administraban. E incluso debían averiguar con cierta discreción la fama personal que tenían.
Los caballeros podían ser llamados a acudir junto al rey en sus guerras, quedando obligados a concurrir con sus hombres y vituallas. En el tiempo en que se desenvuelve esta novela, por ejemplo, hubo apercibimiento de guerra a los comendadores en 1569, con motivo de la guerra de Granada, como queda puesto de manifiesto en el Archivo de las Ordenes Militares ya citado (libro 338-C, f. 276).
De la importancia que tuvo la orden y el sacro convento de San Benito de Alcántara dan fe las vías del correo ordinario de la época: la sexta vía era la vereda de Extremadura, que transcurría por Maqueda, Escalona, Talavera, Plasencia, Alcántara, Badajoz, Jerez de los Caballeros (duques de Feria), Mérida y Trujillo.
EL SACRO CONVENTO DE SAN BENITO DE ALCÁNTARA
Tras establecerse la Orden del Pereiro, desde comienzos del siglo XIII, en Alcántara, cambiando su inicial denominación, fue erigido en esta villa el convento, sede de la Orden y centro administrativo y religioso principal. La casa tuvo diversos emplazamientos, el primero de los cuales ocupó la antigua alcazaba árabe reconquistada. En el siglo XV se acometió la tarea de construir un nuevo convento, que también sería abandonado, porque pronto se vio que el lugar escogido no resultaba adecuado.
Sería en el capítulo de 1504, celebrado en Medina del Campo, cuando se acordó elegir el definitivo emplazamiento y encomendar la realización del proyecto a. Pedro de Larrea. Conseguido el beneplácito real, se iniciaron las obras a las que se incorporaría, como maestro mayor, Pedro de Ybarra en 1545, permaneciendo al frente de las mismas hasta su fallecimiento en 1570. Este célebre maestro está ligado a monumentos tan significativos como el palacio de Monterrey y el colegio Fonseca de Salamanca, así como a las catedrales de Coria y Plasencia.
La fábrica del edificio es soberbia, majestuosa, mezclando los estilos gótico, renacentista y plateresco. El claustro (patio cuadrangular con una galería porticada) tiene dos plantas de estilo gótico. En el interior, se destacan la capilla mayor y la capilla de Bravo de Jerez.
La desamortización del siglo XIX sumió al convento en el olvido. Desapareció el mobiliario y la ruina se cernió durante décadas sobre el monumento. Hasta que en marzo de 1866 el edificio fue subastado y vendido a particulares. El 16 de marzo de 1914, tras el informe realizado por D. José Ramón Mélida Alinari, fue declarado por real orden monumento nacional.
En la actualidad es sede de la Fundación San Benito de Alcántara y lugar de múltiples actividades culturales, encuentros de estudio e investigación, así como de un célebre Festival de Teatro Clásico.
Para documentarme acerca de los detalles y descripciones que aparecen en la novela durante los capítulos correspondientes al noviciado de Luis María Monroy, me he servido de dos trabajos muy precisos: El sacro y real convento de San Benito de Alcántara. Un tesoro heráldico ignorado (Cinco blasones al exterior) de Pedro Cordero Alvarado (Alcántara: revista del Seminario de Estudios Cacereños, n.° 27,1992, págs. 25-44) y El sacro convento de San Benito de Alcántara, de Salvador Andrés Ordax (Fundación San Benito de Alcántara, 2004).
DON FRANCISCO DE TOLEDO
Don Francisco de Toledo fue uno de los más célebres vástagos de la linajuda casa de Oropesa. Fue el cuarto y último hijo de los condes don Francisco y doña María, y sus primeros años de vida transcurrieron en la villa de Oropesa, en el palacio-fortaleza donde nació. En 1535 profesó en la Orden de Alcántara, no por razones de encumbramiento social, sino por verdadera vocación, como bien demostraría por el ascetismo y la espiritualidad de su vida, que parece inspirada por el misticismo propio de la época, no desprovisto, sin embargo, de sentido práctico. En su juventud se formó al lado del emperador Carlos V, a cuyo servicio permaneció un cuarto de siglo, llegando a ostentar la dignidad de mayordomo suyo. Fue comendador de Esparragal y de Acebuche y clavero de Alcántara. Durante unos años estuvo también en Roma en calidad de procurador de la Orden. Entonces pudo demostrar su aguda inteligencia y esa perspicacia que había adquirido en el trato con los hombres a través de los cargos que desempeñó en la orden militar a la que siempre se sintió lealmente vinculado. Parece ser que, a pesar de gozar de dichas virtudes, también fue célebre por su severidad, a veces inflexible y rigorista, y por cierta acritud de carácter, no muy adecuada para atraerse la simpatía de quienes entraban en relación con él.
En 1568 fue nombrado virrey del Perú. Antes de emprender viaje, participó en las deliberaciones de una junta extraordinaria convocada en Madrid para examinar a fondo los problemas que afectaban a la buena administración de los dominios en las Indias, y muy en especial la crisis por la que atravesaba el virreinato peruano, que por diversas causas todavía no había logrado su definitiva estabilidad.
Para los detalles necesarios sobre su persona, así como para otros concernientes a la Orden de Alcántara, me he servido del libro titulado El virrey del Perú don Francisco de Toledo (Toledo, 1994), escrito por León Gómez Rivas.
De este ensayo he obtenido una cronología muy precisa, que me ha proporcionado, entre otros, el dato de la noticia que tuvo Toledo de su nombramiento como virrey del Perú a finales de 1567. Y también abundante información sobre los documentos de la Orden de Alcántara y sus actividades precisamente en el periodo en que se desenvuelve la novela.
LA AMENAZA TURCA EN TIEMPOS DE FELIPE II
Cuando Felipe II renunció a la Corona imperial en favor de su tío Fernando I, sólo heredó dos de los tres enemigos de su padre el emperador Carlos V: la Reforma y el islam. El tercer adversario era Francia, pero ya en 1559 la paz de Cateau-Cambrèsis con el rey francés Enrique II y, sobre todo, las guerras entre católicos y protestantes iniciadas en el vecino país, neutralizaron casi por completo el enfrentamiento entre las dinastías Valois y Habsburgo, tan intenso durante el reinado anterior.
La hegemonía en Italia y la relativa calma en Alemania tras la dieta de Augsburgo (1555), propiciaron que los primeros años del reinado de Felipe II fueran en cierto modo tranquilos. Aunque el enemigo secular de la monarquía española, el islam, sigue causando enfrentamientos bélicos más o menos graves cada cinco años. En 1560 se produce el desastre español de Los Gelves (isla de Djerba) y en 1565 el asedio de la escuadra otomana sobre la isla de Malta, sede de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén. Después podemos decir que hay un periodo continuado de guerra contra el turco comprendido entre 1565 y 1573: por el Danubio desde 1565 y en el Mediterráneo entre 1571 y 1573. A esta amenaza se suma un peligro grave en el propio territorio peninsular por la rebelión morisca de las Alpujarras en 1568. En cualquier caso, la hegemonía del poder otomano en el Mediterráneo alcanzó su auge en el segundo tercio del siglo generando una gran inquietud en la monarquía española.
Durante los primeros años de su reinado, Felipe II prestó poca atención a su gran rival islámico. Renunció a una guerra a fondo e incluso a una defensa efectiva de las costas españolas e italianas, dedicando sus esfuerzos preferentemente a la política atlántica y europea. Pero en 1557 la pérdida de Trípoli supuso el punto de arranque de las campañas contra los musulmanes. Las alianzas del Imperio otomano y los moros del norte de África ponían en peligro las costas españolas y las rutas marítimas. La monarquía católica no estaba dispuesta a perder las preciadas conquistas logradas en tiempos de Fernando e Isabel y se hacía consciente de la grave amenaza.
Este temor y sus consecuencias era expresado, por ejemplo, en las Cortes de Toledo de 1558, en las que se dijo que «Las tierras marítimas se hallaban incultas y bravas y por labrar y cultivar, porque a cuatro y cinco leguas del agua no osan las gentes estar, y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse en las dichas tierras y todo el pasto y aprovechamiento de las dichas tierras marítimas, y es grandísima ignominia para estos reinos que una frontera sola como Argel pueda hacer y haga tan gran daño y ofensa a toda España».
El rey tenía que enfrentarse con el formidable poderío turco, que fomentaba la piratería en el norte de África, lo cual imposibilitaba el comercio en el Mediterráneo y mantenía en constante alarma a todo el extenso litoral. Por otra parte, la persistencia de una población musulmana en la península favorecía la comunicación de los moriscos españoles con los puertos musulmanes y alentaba la esperanza de una nueva invasión, como sucedió tantas veces en la Edad Media, para restaurar el Imperio del islam.
EL AÑO 1568 DE TAN INFAUSTA MEMORIA para Su Majestad
El año 1568 es considerado forzosamente el annus horribilis en la vida de Felipe II, por los tristes avatares familiares que afligen al soberano y por los acontecimientos internacionales concatenados que afectan a la monarquía. Dos focos de rebelión se encienden, uno en el norte y el otro en el sur, ambos con connotaciones religiosas, aunque de muy dispar signo: la revuelta promovida por la reforma protestante de Calvino, en el ámbito cristiano, y el alzamiento musulmán de la población morisca granadina. La primera deparó la expedición del duque de Alba y la persecución de los disidentes, que culminó con la dramática ejecución de los condes de Egmont y de Horn.
Además, durante ese mismo año tan cargado de problemas para Felipe II, se produce la muerte de su hijo el príncipe heredero don Carlos, en circunstancias oscuras y muy penosas para el monarca. Y poco después, muere su esposa la reina Isabel de Valois.
LA REBELIÓN DE LA ALPUJARRA
Este problema de la persistencia de una población musulmana era gravísimo al advenimiento de Felipe II en 1556. Porque se tenía muy arraigada la idea de que la defensa contra el islam seguía siendo la más angustiosa de las urgencias del pueblo español, a pesar de haberse concluido simbólicamente la Reconquista en 1492 con la rendición de Granada. Y el rey tuvo que enfrentarse irremediablemente con ello, porque amplios territorios ganados al moro en tiempos de sus bisabuelos los Reyes Católicos seguían estando con el enemigo en su más hondo sentir. Los moriscos españoles mantenían permanente contacto con los puertos musulmanes del Mediterráneo y albergaban la esperanza de una nueva invasión desde África, como tantas veces sucedió en la Edad Media, para restaurar los antiguos reinos de Valencia, Murcia y Granada.
A todo esto se unía el hecho de que los moriscos veían cómo empeoraba su vida y se veían obligados a recurrir a la emigración al norte de África, disminuyendo la población y los ingresos que los señores y el estado obtenían de ellos. Por tal motivo, en 1518 el emperador Carlos V publicó una pragmática que, entre otras disposiciones, establecía la prohibición del uso por los musulmanes de la lengua y hábitos árabes y les obligaba a tener abiertas las puertas de sus casas los viernes, sábados y días de fiesta, así como a que en los desposorios y matrimonios no usasen ceremonias de moros sino que se celebrasen con arreglo a las órdenes de la Iglesia católica.
Los moriscos enviaron repetidas comisiones para evitar el cumplimiento de esta ley, y lograron que el Emperador firmase finalmente el llamado Veredicto de la Capilla Real el 7 de diciembre de 1526, en el que se admite que los moriscos no eran responsables de su débil incorporación a la comunidad cristiana por el escaso empeño evangelizador de los castellanos, y se ordena una nueva campaña de evangelización que además de prohibirles mantener los ritos usuales de sacrificios de animales y el uso de la lengua árabe hablada y escrita, suprime el régimen tradicional de transmisión de bienes por herencia y establece que, en las bodas y bautizos de moriscos, los padrinos sean necesariamente cristianos viejos.
Aun así, nuevos cristianos bautizados descendientes de moriscos resisten en su patria y siguen trabajando la tierra y manteniendo industrias como la seda o la pasa que aporta grandes beneficios a la Hacienda española. Una treintena de años después sigue perviviendo el árabe coloquial, los usos gastronómicos y las ropas y los baños musulmanes.
Pero las cada vez más frecuentes incursiones de los piratas berberiscos en las costas, unidas a las malas cosechas a partir de 1555 y una violenta epidemia de tifus, llevaron a los cristianos viejos a cargar su ira contra los moriscos.
El 1 de enero de 1567 se publicó la renovación del edicto imperial de 1526. Fue entonces cuando, tras un año de infructuosas negociaciones, la población morisca granadina decidió levantarse en armas en 1568. Aunque en la capital no recibieron mucho apoyo, la rebelión se extendió rápidamente por los agrestes territorios de las Alpujarras. Era preciso un jefe y los conjurados celebraron en Cadiar una asamblea en septiembre de 1568. Un morisco rico y noble, don Hernando el Zaguer, conocido como Abenjaguar, propuso a su sobrino, el joven caballero llamado don Hernando de Córdoba y Valor, veinticuatro de Granada, que se decía descendiente del Profeta por los califas omeyas. Por lo tanto, fue proclamado rey con el nombre de Aben Humeya. Don Hernando, mozo rico y de poco seso, estaba a mal con la justicia y disgustado con la nobleza granadina y se avino al papel de fundador de una dinastía que viniese a sustituir a la vencida de los nazaríes. Un año más tarde fue asesinado, ocupando el puesto de rey su primo Aben Aboo.
La rebelión fue apoyada militar y económicamente desde Argelia y siempre se temió que viniera en su socorro la armada turca, lo cual habría supuesto un serio peligro en España. De los iniciales 4000 rebeldes alzados en 1569 se pasó a 25 000 al año siguiente, incluyendo musulmanes africanos y turcos llegados con el objetivo de debilitar a Felipe II.
LA DIPLOMACIA EN EL SIGLO XVI
El equilibrio entre las potencias surgidas de los estados modernos exigía la organización de una estructura diplomática eficiente para evitar la hegemonía de unas respecto a otras.
Ya los Estados Pontificios solían tener legados permanentes en las principales capitales cuando, al finalizar el siglo XV, Venecia, Milán y Nápoles, todavía no sometidas al dominio español, empezaron a mantener embajadores estables en España, Francia, Inglaterra y el Imperio. Pero, aparte de Italia, fue España el primer país en adoptar el sistema desde que los Reyes Católicos establecieron embajada en Roma y desde 1480. Poco después, sus sedes diplomáticas pasarían a estar en Venecia, Génova, Viena, Lisboa, París y Londres.
Sin embargo, ni Carlos V ni Felipe II mantuvieron representantes permanentes en la Constantinopla turca. Lo cual no significa que se careciera de informaciones en la monarquía española sobre los movimientos del Gran Turco. Hubo algunos contactos de carácter no oficial y verdaderas treguas concertadas de manera irregular entre ambos antagonistas. Pero, sobre todo, muchas pesquisas secretas canalizadas fundamentalmente a través de Venecia, Nápoles y Sicilia.
LOS SECRETARIOS DE ESTADO DE FELIPE II
Felipe II confió en sus ministros y asesores pero nunca dejó los asuntos más importantes entre sus manos, al menos durante los últimos años de su mandato. Sus decisiones eran siempre consultadas. Aunque una vez tomada la decisión, por terrible que fuera nunca, jamás se volvía atrás.
Después de abdicar el emperador Carlos V en 1556, el sucesor nombró secretario de Estado para los asuntos de fuera de España al clérigo Gonzalo Pérez, y para los asuntos de España a Juan Vázquez de Molina, al que sucedió Francisco de Eraso. A la muerte de Gonzalo Pérez, en 1566, Felipe II decidió reestructurar la secretaría de Estado. Un año después la dividió en dos: la secretaría del norte, que concedió a Gabriel de Zayas, y la de Italia y Flandes, que fue para el hijo de Gonzalo Pérez, el célebre y controvertido Antonio Pérez.
Este último, hombre inteligente, astuto y capaz, de maneras florentinas, menudo, de salud delicada y, al parecer, una desenfrenada afición por los placeres mundanos, constituye una de las figuras más enigmáticas de la historia de España.
EL IMPERIO DEL GRAN TURCO
Lo que en Occidente conocemos como «Imperio turco» duró aproximadamente desde 1300 hasta 1922, y fue un dominio territorial que en su mayor extensión llegó a abarcar tres continentes, aunque su centro de poder se encontraba en la región de la actual Turquía y su capital en Estambul, lo que fue la antigua Constantinopla, sede del Imperio bizantino. Su nombre deriva de su fundador, el guerrero musulmán turco Osmán (o Utmán I Gazi), que estableció la dinastía que rigió el imperio durante su historia, la otomana, también llamada dinastía osmanlí.
Como sucede en todo imperio, la principal ocupación del estado otomano era la guerra. Y su institución más importante la constituía su ejército, que estaba compuesto por una caballería, los sipahis, pagada a través de concesiones en tierras, los timares. Cuanta más tierra era conquistada, más ingresos tenían los turcos musulmanes. Pero también los otomanos comenzaron a reclutar tropas de mercenarios, esclavos, prisioneros de guerra y, desde mediados del siglo XV, una leva de jóvenes cristianos de los Balcanes, los devsirmes. A partir de estas nuevas incorporaciones se creó la disciplinada infantería otomana, los jenízaros, que fue el factor principal de los éxitos militares turcos desde finales del siglo XV en adelante.
La dominación otomana se extendía sobre un conjunto enorme de pueblos heterogéneos que debían convivir bajo la égida del sultán, incorporados al imperio en el transcurso del permanente proceso de conquista. A esta diversidad étnica se añadía la religiosa. La comunidad mayoritaria y dominante era la musulmana; de obediencia mayoritariamente sunnita, aunque en la periferia del imperio pudieran encontrarse también minorías chutas y sufíes. Entre cristianos, la comunidad griega ortodoxa era la más extendida, conviviendo con minorías católicas, armenias y monofisitas. Resultando que en la parte europea del imperio los cristianos constituían la mayoría de la población. Los judíos eran también muy abundantes en todo el imperio y se repartían entre diversas sectas.
El sultán gobernaba como señor de pueblos muy diversos, pero aspiraba también al dominio universal. Esta ideología imperial hundía sus raíces en la tradición islámica, en la medida en que era obligación religiosa de los monarcas musulmanes la extensión del islam a costa de las tierras de los infieles. Aunque en el caso de los sultanes otomanos se unía también a esta aspiración el hecho de que se consideraban herederos de los emperadores romanos y de sus pretensiones a un dominio universal.
La legitimidad de los sultanes se determinaba en base a la dinastía, lo cual tiene su lógica. Ahora bien, al tener la consideración de aspirantes legítimos al trono todos los descendientes masculinos del sultán reinante, a la muerte de éste se planteaba siempre un delicado problema sucesorio que provocaba la lucha por el poder entre los pretendientes. Y aquel que conseguía alcanzar el trono mandaba ejecutar a sus hermanos varones para consolidar su posición. Fue Mehmet II, el conquistador de Bizancio, quien institucionalizó esta práctica con la famosa ley del fratricidio, proclamada con el apoyo de los ulemas musulmanes, con la que se pretendía prevenir las guerras sucesorias.
EL SULTÁN SELIM II EL BEODO
La dinastía otomana había logrado formar uno de los imperios de mayores dimensiones de la historia, pero sería en el largo reinado de Solimán el Magnífico cuando se alcanzó el momento de mayor esplendor y expansión territorial. Ciertamente, el imperio cristiano gobernado por sus máximos rivales, los Habsburgo, era aún mayor, pero resultaba mucho más disperso.
En cambio, el sucesor de Solimán, su hijo Selim II, que gobernó después de acceder al trono tras intrigas palaciegas y disputas familiares, se convirtió en el primer sultán carente de interés por lo militar y delegó sus funciones gubernativas a favor de sus ministros, a condición de que lo dejaran dedicarse a sus excesos y libertinajes. Llegó a ser conocido entre sus súbditos como Selim el Borracho o Selim el Beodo. Y fue su inteligente gran visir Mehmed Sokollu quien controló los asuntos estatales. Uno de sus mayores logros, alcanzado dos años después de la ascensión de Selim, sería un tratado honorable firmado en Constantinopla el 17 de febrero de 1568, por el cual el emperador Maximiliano II consentía en pagar un tributo anual de 30 000 ducados al sultán y le cedía los territorios de Moldavia y Valaquia.
LA SUBLIME PUERTA
Con este nombre, Babi Alí o Sublime Puerta, se nombraba en general al gobierno otomano. La puerta era un símbolo de poder y en ella se tomaban las grandes decisiones del imperio. El país estaba sometido a una jerarquía que recordaba la de un ejército. El sultán estaba auxiliado por el gran visir, cuatro ministros o visires y el reiseffendi, encargado de los negocios extranjeros. Alrededor de él había agás exteriores o comandantes de las tropas y el Kapudanbajá, jefe supremo de la flota y gobernador de las islas. Toda la administración estaba a su servicio: el Nisanji o secretario de Estado, los defterdars o tenedor de los libros de impuestos, los cadi-el-asker o jueces de los soldados. Estaban además los ulemas u hombres de leyes, doctos del Corán, los jurisconsultos y profesores de Derecho.
Con las provincias o sandjaks, las relaciones se establecían por mediación de los beylerbeys y los bajás.
Una vez en el trono, el sultán gozaba de unos poderes sin parangón posible con los reconocidos a cualquier monarca occidental coetáneo. Gobernaba como señor de pueblos muy diversos, pero aspiraba también al dominio universal. Los miembros de la clase dirigente otomana y lo más granado de su ejército eran considerados esclavos del sultán y, en su condición de tales, su persona y bienes estaban a la entera disposición de aquél. Por otro lado, todos ellos o bien eran cautivos de guerra que el sultán reclamaba para sí o bien procedían de la devchirme, institución antigua que consistía en la elección cada tres o siete años de los niños más capacitados de las familias cristianas de los Balcanes y de Anatolia, sobre todo, para la educación como Kapikullarïo servidores del sultán, previamente convertidos al islam. De entre ellos salían después los dignatarios del Estado, grandes visires y gobernadores, así como la caballería formada por los spahis de la Puerta y los jenízaros, que era la temible infantería del ejército turco.
En relación al gobierno despótico del sultán otomano, frente a la realidad de los monarcas occidentales, hay un texto del Viaje de Turquía que lo dice todo por sí mismo. Pedro de Urdemalas (el cautivo cristiano) conversa con su amo Zinán bajá acerca de las maneras de gobernar tan diferentes del rey español y el sultán turco:
Después de haberme rogado que fuese turco, fue quál era mayor señor, el rey de Frangía o el Emperador. Yo respondí a mi gusto, aunque todos los que lo oyeron me lo atribuyeron a necedad y soberbia, si quería que le dixese verdad o mentira. Díxome que no, sino verdad. Yo le dixe: Pues hago saber a Vuestra Alteza que es mayor señor el Emperador que el rey de Francia y el Gran Turco juntos; porque lo menos que él tiene es España, Alemania, Ytalia y Flandes; y si lo quiere ver al ojo, manda traer un mappa mundi de aquellos que el embajador de Françia le empresentó, que yo lo mostraré. Espantado dixo: Pues ¿qué gente trae consigo?; no te digo en campo, que mejor lo sé que tú. Yo le respondí: Señor, ¿cómo puedo yo tener quenta con los mayordomos, camareros, pajes, caballerizos, guardas, azemilleros de los de lustre? Diré que trae más de mil caballeros y de dos mill; y hombres hay destos que trae consigo otros tantos. Díxome, pensando ser nuestra corte como la suya: ¿Qué, el rey da de comer y salarios a todos? ¿Pues qué bolsa le basta para mantener tantos caballeros? Antes, digo, ellos, señor, le mantienen a él sin menester, y son hombres que por su buena gracia le sirben, y no queriendo se estarán en sus casas, y si el Emperador los enoja le dirán, como no sean traidores, que son tan buenos como él, y se saldrán con ello; ni les puede de justicia quitar nada de lo que tienen, si no hazen por qué. Zerró la plática con la más humilde de las palabras que a turco jamás oí, diziendo: honda hepbiz cular, que quiere decir: acá todos somos esclavos.
Me lleva esto a pensar que las ideas de libertad y democracia de nuestra Europa no son un invento de la Ilustración, como algunos quieren hacer ver; sino el fruto de todo un proceso histórico en el que, salvando las distancias, subyace una visión cristiana del mundo y del poder.
ESTAMBUL EN EL SIGLO XVI
En 1453, el sultán Mehmet II el Conquistador entró en la Constantinopla bizantina y la convirtió en la nueva capital del Imperio otomano que luego recibiría el nombre de Estambul. Un siglo después, bajo el reinado de Solimán el Magnífico el imperio consiguió su más alto nivel de poderío y su más brillante civilización. La ciudad alcanza un esplendor singular gracias a una enorme actividad arquitectónica dirigida por el genial arquitecto Mimar Sinam, constructor de fabulosas mezquitas como la de Sehzade, la de Solimán y la de Selim, además de baños públicos y otros edificios.
El sultán sé entregó a repoblar Estambul sistemáticamente haciendo venir pobladores de todas las regiones del imperio para instalarlos sobre todo al sur del Cuerno de Oro. A medidos del siglo XVI, se estima que la población superaba los 600 000 habitantes. La ciudad tomó entonces el aspecto característico de las ciudades islámicas, con sus redes de callejuelas y laberintos complejos, con vías sin salida, en medio de las cuales resaltaban las soberbias mezquitas. Los barrios fueron invadidos de casas de madera con pisos, parecidas a las viviendas de las zonas rurales extendidas por las regiones pónticas pobladas de árboles. Estambul parecía un inmenso campamento.
Le descripción de Constantinopla que hace el manuscrito del Viaje de Turquía nos da una idea de la forma de la ciudad en aquel tiempo:
En la ribera del Hellesponto (que es un canal de la mar la cual corre desde el mar Grande, que es el Euxino, hasta el mar Egeo) está la gibdad de Constantinopla, y podríase aislar, porque la mesma canal haze un seno, que es el puerto de la gibdad, y dura de largo dos grandes leguas […]. La excelencia mayor que este puerto tiene es que a la una parte tiene Constantinopla y a la otra Gálata. De ancho, terna un tiro de arcabuz grande. No se puede ir por tierra de la gibdad a la otra si no es rodeando quatro leguas; mas hay una gran multitud de barquillas para pasar por una blanca o maravedí cada y quando que tubieredes a qué.
Puede sorprender en la novela, a la cual sirve de explicación esta nota, que aparezcan en aquella ciudad musulmana cristianos moviéndose con libertad, dedicados a sus negocios e incluso asistiendo a los oficios religiosos católicos. En la descripción del manuscrito citado, se dice lo siguiente al respecto:
También me acuerdo de haber dicho que será una gibdad de quatro mili casas [se refiere a Gálata], en la qual viven todos los mercaderes venetianos y florentines, que serán mili casas; hay tres monasterios de fraires de la Iglesia nuestra latina, Sant Francisco, Sant Pedro y Sant Benito, en éste no hay más de un fraire viejo, pero es la iglesia mejor que del tamaño hay en todo Levante, toda de obra mosaica y las figuras muy perfectas.
LOS PECES DE TIERRA EN AQUELLA ASOMBROSA CIUDAD
Una de las curiosidades que pueden visitarse hoy día en la ciudad de Estambul es la cisterna Yerebatan, que es la más grande de las 60 cisternas que fueron construidas en Constantinopla durante la época bizantina. Está situada frente a la gran basílica de Santa Sofía. El motivo de esta monumental obra es la de proveer de un enorme aljibe a la capital de Bizancio, ya que no había agua dulce suficiente dentro de las murallas que rodeaban la ciudad. Durante siglos la traían de las fuentes y ríos desde el bosque de Belgrado, a unos 25 kilómetros de distancia. Pero, cuando había asedios, los enemigos destruían los acueductos o envenenaban el agua, por eso se vieron obligados a depositar el agua potable en estas cisternas y, de este modo, utilizarla en caso de necesidad.
Para su construcción se utilizaron diferentes tipos de columnas romanas de distintas épocas. Consta de 336 columnas repartidas en 12 hileras de 28 y situadas a 4 metros unas de otras y nos recuerda a un bosque de piedra. Ocupa un área de 10 000 m2, tiene 8 m de altura y aproximadamente su capacidad es de unos 80 000 m3. En el extremo izquierdo de la cisterna, se descubrieron dos columnas cuyas bases esculpidas con ovólos clásicos reposan sobre dos extrañas cabezas de Medusa.
Fueron utilizadas hasta el siglo XIV, durante todo el Imperio bizantino y, tras la conquista otomana, su rastro desaparece durante cientos de años. Un viajero francés que visitó Constantinopla en el siglo XVI escribió una amplia descripción de la ciudad, en la que dejó constancia de una curiosidad digna del mayor asombro: en el centro mismo del barrio más noble, en los aledaños de Santa Sofía, los muchachos abrían un agujero en el suelo y pescaban peces que parecían provenir de las profundidades de la tierra. No era otra cosa que acceder al ya olvidado espacio subterráneo, correspondiente al inmenso aljibe bizantino que seguía intacto con su agua y sus peces aclimatados y hechos a vivir en la oscuridad.
Ya en el siglo XIX, el estudioso francés Petras Gylius comienza a investigar a partir de ciertas historias sobre gente que pescaba en los sótanos de sus casas. Bajó a través del pozo de una de ellas y redescubrió el aljibe, uno de los sitios más evocadores de la mítica Constantinopla.
Tras las restauraciones realizadas en el año 1987 se reabrió para el turismo. Hoy puede contemplarse iluminado, lleno de agua clara y ofreciendo la sobrecogedora visión de los peces blanquecinos surcando las profundidades.
LOS ESPÍAS DEL REY CATÓLICO
Ya hemos visto en los apartados anteriores cómo las sucesivas campañas militares y, especialmente el desastre militar español de los Gelves de 1560, llenaron de prisioneros españoles e italianos los puertos turcos. A Estambul llegaron miles de estos cautivos y se convirtieron en una mano de obra esclava muy útil, así como en una fuente de ganancias sustanciosa merced a las operaciones comerciales de rescate.
Esta presencia de cautivos en la capital otomana, así como el ir y venir de comerciantes y emisarios encargados de negociar los rescates, propició la organización de una compleja trama de espionaje que facilitó la llegada de interesante información al rey de España, la cual sería después de gran utilidad a la hora de programar las principales victorias de la flota cristiana en el Mediterráneo: Oran, Malta y Lepanto.
Es sabido que Felipe II puso un gran interés siempre en obtener información complementaria de cuanto ocurría en sus vastísimos dominios, pues no se fiaba del todo de los documentos oficiales. En este sentido, puede ser considerado como el precursor de los servicios de información españoles, al crear un verdadero cuerpo de agentes en todos los países europeos. También se preocupó de conocer las intenciones de sus enemigos y no dudó en utilizar cuantiosos fondos para sostener verdaderos entramados de informadores secretos en los puertos corsarios, en los presidios turcos y en la mismísima capital otomana.
Ya hemos tratado anteriormente sobre la importancia de una diplomacia y un ejército permanentes en la política exterior de Felipe II. Esta misma lógica se sigue en la consolidación de unos servicios de inteligencia permanentes.
Desde el mencionado desastre naval de la isla de Djerba (Gelves) y el hundimiento de una escuadra española en la costa malagueña en 1562, se tuvo conciencia de cierta indefensión ante un posible ataque a mayor escala combinado, que reuniera a la potente armada turca, a los piratas berberiscos y a los moriscos de Andalucía. Por tal motivo, los avisos enviados por los espías desde Levante son aguardados con ansiedad en Nápoles, Sicilia, Venecia y España, para conocer con tiempo suficiente cualquier rumor sobre las intenciones de la armada turca para la campaña veraniega anual.
Sobre ningún monarca español se ha escrito tanto como acerca de Felipe II. Se llega a tener la sensación de que es uno de los personajes históricos mejor conocidos, dentro y sobre todo fuera de España. Al igual que otros monarcas de su época, era consciente de la importancia de la información para el mantenimiento de su política interior y exterior. Los requerimientos de noticias a sus ministros eran continuos: «Habéis de tener particular cuidado en saber y entender por todas las vías, modos y formas que pudiereis las nuevas que hubiere», escribía a su embajador en Venecia, Diego Guzmán de Silva en 1569. Felipe II tuvo fama de ser el monarca mejor informado de su tiempo y no dudó, frente a los enviados extranjeros, en jugar con la ventaja de conocer algunos acontecimientos antes que ellos. Quería estar al tanto personalmente de todos los detalles, por insignificantes que pudieran parecer a simple vista. Aunque contaba con el asesoramiento de sus secretarios de Estado, el rey hacía pasar todo por su mano y se reservaba siempre la última palabra hasta en los más nimios asuntos.
Y es harto sabido que para Felipe II el secreto era la condición consustancial al propio hecho de gobernar. Como señalara Braudel, «gobernar es también escuchar, espiar, sorprender al adversario, y el gobierno de los Habsburgo, desde este punto de vista mucho más avanzado que los Estados rivales, dispone desde la época de Carlos V de una vasta red de espionaje».
En su relación de 1593, el embajador veneciano Tomás Contarini comentaba:
Guarda en todos sus asuntos el más riguroso secreto, hasta el punto de que ciertas cosas que podrían divulgarse sin el menor inconveniente quedan sepultadas en el más profundo silencio. Por otra parte, nada desea tanto como descubrir los propósitos y los secretos de los demás príncipes, y en ello emplea todo su cuidado y actividad: gasta sumas considerables en mantener espías en todas las partes del mundo y en las cortes de todos los príncipes, y con frecuencia estos espías tienen orden de dirigir sus cartas a S. M. mismo, que no comunica a nadie las noticias de importancia.
Francisco Vendramino, que le sucedió en el cargo, insiste dos años después en los mismos términos señalando el interés de Su Majestad de estar permanentemente informado.
En su correspondencia se hace muy visible esta obsesión por conocer detalles directos en cualquier negocio para tomar decisiones. Esto le llevó a asumir personalmente la dirección de los servicios secretos. «En todos los casos proponía y daba el visto bueno a las misiones de espionaje, aceptaba o rechazaba la contratación de espías, autorizaba los pagos y controlaba la distribución de los gastos secretos, dictaba las normas sobre la utilización y cambio de la cifra, coordinaba la información y daba instrucciones sobre su canalización mediante el correo y, por último, ordenaba todo lo relativo a las precauciones y medidas de seguridad que debían acompañar a las actividades de inteligencia». Así se pone de manifiesto en el interesantísimo trabajo publicado bajo el título Espías de Felipe II, escrito por los historiadores Carlos Carnicer y Javier Marcos (Madrid, 2005), en el que se pone al corriente con acierto y todo lujo de detalles de la ingente trama de espionaje a la que aludimos.
La gran mayoría de los espías españoles en Levante eran «hombres de la frontera», griegos, albaneses, renegados y mercaderes, que se ofrecían movidos por la codicia, casi siempre con dudosas intenciones, para poder introducirse en Italia, en Venecia o en Estambul, o simplemente para seguir la frecuentísima carrera del espía doble. Todo esto obligaba a extremar las precauciones, «y más con tanto bellaco renegado que dicen mil mentiras», en palabras del cautivo español en Túnez Juan de Zambrana, testigo privilegiado de estos hechos.
Por eso inspiraban en las autoridades españolas tan poca confianza la gran mayoría de los confidentes en Levante y se concedía poca credibilidad a las informaciones que enviaban. Lo cual motivó que para las más secretas y complejas misiones se emplearan otro tipo de efectivos, como bien pudieran ser los miembros de las órdenes militares, que tanta seguridad proporcionaban al monarca en muchos otros asuntos.
Constantemente los virreyes de Nápoles y Sicilia y los representantes en la embajada de Venecia expresan en su correspondencia la preocupación que tenían por el control de los confidentes y la comprobación de la veracidad de la información. Uno de estos hombres de plena confianza de Felipe II fue Diego Guzmán de Silva, embajador de España en Venecia. Él mismo lo expresaba con lucidez: «Como por acá hay gente mudable y es ésta la causa de particularidades semejantes, no doy aviso a Vuestra Majestad algunas veces porque son tantos los burladores que es menester gran tino para no ser engañado», escribía al rey en 1573.
Sería por este riesgo tan evidente que Felipe II creyó necesario que los espías contratados no se conocieran entre sí, si no era estrictamente necesario, para evitar ponerse de acuerdo en transmitir información falsa y «poder entender mejor la verdad». Y se llegó a eludir cualquier tipo de colaboración en materia de espionaje con los aliados venecianos, dada su permanente actitud ambigua.
ESPÍAS Y MERCADERES
En aquellos tiempos de tanto movimiento de agentes secretos entre Oriente y Occidente, comercio y espionaje se solapaban de una manera natural. De manera que el hábito de mercader era el más empleado como disfraz por los espías. El caballero de Malta Juan Barelli consiguió pasar a Levante haciéndose pasar por mercader. Y lo mismo hizo Acuña. Pero sucedía que, en otros muchos casos, los espías eran realmente mercaderes y el viaje se aprovechaba tanto con fines de espionaje como comerciales.
LA EMBAJADA ESPAÑOLA EN VENECIA
El movimiento que tuvo la embajada de España en Venecia, durante el periodo correspondiente al reinado de Felipe II, refleja perfectamente el papel que desempeñaron los representantes diplomáticos en el fichaje y en el control de las intenciones y de los recursos ocultos de los espías. De entre todas las legaciones del monarca en el extranjero, la que se estableció en la serenísima fue el caso más claro de que los asuntos de inteligencia tenían preferencia sobre cualquier otro negocio. Hasta el punto que puede llegar a pensarse que la principal razón de ser de la embajada española en Venecia era facilitar los asuntos del espionaje. Así lo expresa el propio monarca cuando le indica a Guzmán de Silva en una carta que su función principal es «saber y entender por todas las vías, modos y formas que pudiereis las nuevas que hubiera».
Hay numerosos episodios que son prueba de ello. Como el ofrecimiento que hizo un tal Juan de Trillanes al secretario en Venecia, García Hernández. Trillanes, natural de Valladolid, había sido hecho cautivo en el desastre de los Gelves y conducido a Constantinopla, donde llegó a convertirse en secretario del embajador del emperador ante la corte otomana. Es muy posible que, como muchos otros cautivos, hubiera renegado del catolicismo convirtiéndose en espía turco por puro interés.
García Hernández escribió a Antonio Pérez refiriéndose a él en estos términos: «Los espías más fieles fingen y los demás son dobles, porque yo les tengo bien contados los pasos».
La red de espionaje en Venecia estaba centralizada en la propia embajada, por mandato directo del rey. Y sus actividades se centraban en la captación de información en la propia ciudad, sobre los movimientos en ella de importantes personajes franceses, turcos, griegos o judíos. Pero manteniendo siempre la atención hacia las noticias que pudieran llegar desde el Imperio otomano, los posibles movimientos de su armada y los planes de cara al futuro.
Para este complejo menester, eligió el rey a personas de su estricta confianza, como al secretario García Hernández, que permaneció al servicio de la embajada durante más de dos décadas, recibiendo el encargo de poner en funcionamiento las sociedades de conjurados o conjuras, que era así como se designaba en los documentos a las redes de espionaje.
Es lamentable que haya sido tan poco reconocida y estudiada esta genial intuición de Felipe II a la hora de solucionar muchos de los graves problemas de su reinado. Sin duda, el trabajo de investigación más arduo, completo e interesante al respecto, además del ya mencionado de Carlos Carnicer y Javier Marcos, sea el patrocinado por el profesor Emilio Sola de la Universidad de Alcalá. Ya tenía yo conocimiento de sus pesquisas a través del Archivo de la Frontera, un serio esfuerzo de recuperación de muchas informaciones contenidas sobre todo en los legajos del Archivo General de Simancas. Y recientemente, el citado profesor ha publicado un interesante libro que resume sus investigaciones: Los que van y vienen. Informaciones y fronteras en el Mediterráneo clásico del siglo XVI (Universidad de Alcalá, 2005).
LA CODICIADA ISLA DE CHIPRE
Después de fracasar en su intento de invadir la isla de Malta, Solimán el Magnífico intentó el desquite invadiendo Hungría, pero el viejo guerrero murió en su campamento ante Szigeth el 8 de septiembre de 1566. El sucesor, Selim II él Beodo, prefirió, sin embargo, buscar el dominio en el Mediterráneo oriental, antes que cualquier intrépida aventura europea. Con tal motivo puso su mirada en el último vestigio del poder de los cruzados en Oriente: la isla de Chipre.
El 13 de septiembre de 1569 tuvo lugar en Venecia una terrorífica explosión que se escuchó a 30 millas de distancia. Un almacén de pólvora había estallado y ardió el arsenal. Cuatro iglesias e innumerables palacios quedaron destruidos. Sin embargo, la armada de la serenísima sólo había perdido cuatro galeras. Aunque en Estambul se pensó que toda la flota estaba arrasada. Selim interpretó esto como la señal por la que Alá le revelaba que era el momento de apoderarse de Chipre. Y empezó a cundir la sospecha de que el judío Joseph Nasi, impaciente por reinar en la isla del dulce vino que Selim le había prometido, era quien envió a Venecia a unos sicarios para que provocaran la explosión.
El gran muftí de Estambul, Abu Saud, bendijo el proyecto, justificándolo en el hecho histórico de que la isla había estado sometida al islam en el pasado remoto y proclamó una. fatwa aprobando la empresa y convirtiéndola así en una guerra santa. El bailo veneciano, muy alarmado, escribía a su gobierno en estos términos el 23 de noviembre de 1569: «Me informan de diversos sectores que don José anda diciendo que este señor llevará adelante la empresa de Chipre, con tal seguridad como si ya estuviera decidida».
El despliegue de fuerzas para el asedio que, organizó el sultán fue sobrecogedor. Entre los meses de marzo y en mayo de 1570 partieron más de 150 galeras, 12 fustas, 8 mahonas, 40 barcos de transporte para caballos y otros 40 de tropas, además de bastimentos y aparatos de guerra. Al mando de la expedición terrestre iba Lalá Mustafá, mientras que el renegado húngaro Pialí Bajá era el comandante en jefe de la flota.
En 1570 el rey Felipe II se hallaba en Córdoba, estableciendo allí la capitalidad de sus dominios para enfrentarse a la rebelión de los moriscos granadinos. El Papa le escribió entonces unas instrucciones que envió del emisario romano Luis de Torres: «Las fortalezas venecianas son el antemural de las plazas fuertes del Rey Católico». Venía esto a poner en guardia al monarca frente a la amenaza turca contra los dominios venecianos en el Mediterráneo, en especial Chipre, aprovechando la movilización granadina, rompiendo una paz con Venecia que se remontaba a treinta años atrás. El pontífice advertía a España de que no debía consentir en verse acorralada e iniciaba con ello una política de alianzas que culminaría en la Liga Santa.
Ante los preparativos guerreros turcos, la serenísima república se preparó para defenderse y reunió una flota de 90 galeras y 3000 hombres para socorrer Chipre. Por otra parte, se formaba una coalición con el resto de reinos de la Europa occidental. El Papa, que aportó dos galeras, emprendió la labor de concienciar a las potencias occidentales.
¿QUIÉNES FUERON LOS MARRANOS?
Se denomina marrano al judío convertido al cristianismo qué observa secretamente los ritos judaicos. Según algunos autores judíos, la palabra proviene del odio popular hacia los hebreos, a los que se designaba con el mismo término que al cerdo, como insulto y desprecio. Sin embargo, otros afirman que se trata de un término de raíz hebrea que hace referencia a la conversión forzosa. Pero parece más adecuado afirmar que «marrano» derive del verbo «marrar», del latín aberrare, «desviarse de lo recto». La voz se aplicó en España desde principios del siglo XV a los cristianos nuevos que guardaban de forma oculta el ritual hebreo. El vocablo se extendió más tarde al conjunto de los judíos conversos y se empleó para denominar al puerco.
Las prácticas judaizantes de las comunidades de origen hebreo fueron las que impulsaron a los Reyes Católicos a decretar, el 31 de marzo de 1492, el destierro de los judíos públicos: «Consta y parece el gran daño que a los cristianos nuevos se ha seguido y sigue de la participación, conversión y comunicación que han tenido y tienen con los judíos, los cuales se prueba que procuran siempre, por cuantas vías y maneras pueden, de subvertir y sustraer de nuestra Santa Fe católica a los fieles cristianos, y apartarlos de ella, y atraer y pervertir a su dañada creencia y opinión, instruyéndolos en las ceremonias y observancias de su ley… Y como quiera que de mucha parte de esto fuimos informados antes de ahora, y conocimos que el remedio verdadero de todos estos daños estaba en apartar del todo la comunicación de los dichos judíos con los cristianos nos…».
Aunque fueron numerosos los judíos públicos que salieron de España, muchos optaron por hacerse cristianos, habida cuenta de las ventajas que ello entrañaba. Sin embargo, una buena parte de los neófitos siguió profesando el judaísmo ocultamente y, lo que era más importante, muchos de sus descendientes continuaron haciéndolo durante siglos.
La emigración sefardí al Imperio otomano alcanzó su mayor desarrollo en la primera mitad del siglo XVI. Muchos de ellos se establecieron en Salónica, convertida entonces en el «centro judío de mayor irradiación en Europa». Con relación al tema, dice Dubnow que «durante el siglo XVI se fundaron en la Turquía europea y asiática multitud de comunidades judías. En la capital, Constantinopla, había unos 30 000 hebreos y 44 sinagogas», existiendo una división grupal de acuerdo a la procedencia: «castellanos», «aragoneses» y «portugueses».
Con mucha frecuencia los judíos importantes, hombres cultivados, ocupaban altas posiciones en la corte otomana como consejeros o médicos. En tiempos del sultán Solimán, desde 1520 a 1566, se afianzaron las comunidades hebreas en Estambul y alcanzaron su máximo esplendor. E hicieron grandes aportes al imperio. Menciona Dubnow que «hicieron conocer a los turcos las últimas invenciones, como la pólvora y los cañones, prestando así un señalado servicio a la clase militar».
Hace notar el historiador Cecil Roth que los cristianos nuevos residentes en la zona de Italia no controlada por España espiaban en favor de los turcos. William Thomas Walsh escribe que «En 1542, la Dieta de Bohemia expulsó a los judíos de Bohemia, fundándose en que informaban a los turcos de los preparativos militares de los cristianos. Los exiliados pasaron a Polonia y Turquía». Pero también en el reino de Nápoles, donde el número de judíos públicos superaba al de conversos, a principios de 1534 se descubrieron muchos actos de complicidad con los turcos. Esta connivencia fue uno de los factores determinantes de la expulsión de los judíos públicos del reino de Nápoles el 31 de octubre de 1541. La mayoría de ellos se estableció en Turquía.
También cuenta Roth cómo los conversos proveían de armamento a los turcos: «Durante el sitio de Metz, Carlos supo que los marranos de España y Portugal enviaban armas y municiones secretamente a los turcos, en guerra contra el cristianismo y el imperio». En una carta de fecha 25 de junio de 1544 el emperador denunció que ricos mercaderes cristianos nuevos huían a Turquía llevando clandestinamente armas a los turcos.
Ante estas realidades, se comprende que Felipe II manifestase una permanente inquietud y que estuviese muy interesado en que sus espías le proporcionasen la mayor información posible acerca de las actividades y los planes de los marranos huidos a los dominios del Gran Turco.
LOS MENDES
El clan de los Mendes fue fundado por los hermanos Francisco y Diego, que llegaron a ser importantísimos comerciantes en toda Europa desde Lisboa, donde estaba Francisco, y en Amberes, donde vivía Diego. Establecieron juntos un verdadero y propio imperio financiero a nivel internacional: dominaban en particular el campo de las especias y de la pimienta. Asimismo, se ocupaban del transporte de capital clandestino de muchos marranos de la Península Ibérica que, en un azaroso viaje, atravesando Europa y Venecia, decidían dar el paso de ir al Levante, a Tesalónica o Constantinopla.
Los judíos portugueses, como los españoles, empezaron entonces a ser acosados por la Inquisición. En 1536, a la muerte de Francisco, su mujer, Beatriz de Luna, decide dejar Lisboa y refugiarse en Amberes, donde vivía su cuñado Diego con su esposa Brianda de Luna, que muchos autores sostienen que pudiera ser hermana de la primera. Ambas tenían una hija cada una, la de Beatriz de nombre Brianda y la de Brianda, Beatriz. La viuda de Francisco Mendes, Beatriz de Luna, marrana como su marido, y con el nombre secreto de Gracia Nasi, llegó a Amberes acompañada de su sobrino, un joven de inteligencia dispuesta y de porte noble, que se llamaba Juan Micas.
En Amberes, en la corte de Carlos V, los Mendes vivían en el bienestar y el florecimiento. Aunque, y a pesar de la amistad de mucha gente importante en un nueva patria, empezaron de nuevo a soportar la precariedad de resultar sospechosos de ser secretamente hebreos. Ya en 1532 Diego Mendes había sido encausado por herejía y en 1540 muchos colaboradores suyos de origen marrano fueron arrestados e interrogados.
En 1544 una nueva amenaza se cernía sobre ellos en Amberes. Al parecer, el anciano noble don Francisco de Aragón, favorito de Carlos V, aspiraba al matrimonio con la bella Brianda de Luna, hija de Beatriz de Luna, que en realidad se llamaba Gracia Nasi.
Con decisión imprevista, considerando incompatible ese matrimonio con la propia condición marrana, la viuda de Francisco Mendes decide abandonar Amberes con su hija, con su hermana y con su sobrina, dejando al joven Juan Micas la entera gestión de los negocios de la potente empresa familiar.
Juan empieza entonces a reducir, con habilidad y discreción, gradualmente los negocios de Amberes y Flandes, diversificando la actividad comercial en Francia, en Lyon y en Ratisbona.
Sus tías habían ya llegado a Venecia en marzo de 1544, gracias a un salvoconducto concedido expresamente por el Consejo de los Diez, concedido no sólo a la estrecha familia, sino también a su servidumbre, hasta un total de treinta personas. El salvoconducto del Consejo rezaba así: «Le otorgamos la patente de manera amplia y consentida como si se tratara de los demás habitantes de esta ciudad nuestra». Así lo recoge Riccardo Calimani en Storia del Ghetto di Venecia (Milán, 1995).
Beatriz (Gracia de Luna) será en todo momento la administradora de la fortuna familiar, y Brianda (cuyo verdadero nombre era Reina) terminó por no soportar más esta situación. Entonces se inició un pleito entre ambas hermanas, cuando esta última acudió a la autoridad veneciana para pedir que se le otorgase la mitad del patrimonio de los Mendes. El pleito duró al menos cinco años: una primera sentencia del tribunal veneciano es de septiembre de 1547 y otra definitiva de diciembre que cede a Brianda la mitad de la herencia de los Mendes, quedando depositada en las oficinas de la Zecca veneciana hasta que la otra Beatriz, hija de ésta, alcanzase los dieciocho años.
Gracia Nasi no se sintió ya segura en Venecia. Y repentinamente, durante la noche de 1549, decide huir a Ferrara. Reina fue denunciada por un agente francés empleado de los Mendes a quien ella sobornó en su anterior litigio. Fue detenida y llevada a prisión, y las jóvenes, Brianda y Beatriz (en realidad Reina la Joven y Gracia la Joven), recluidas en un convento. Entonces, como tantas veces, José empleó sus notables destrezas diplomáticas para lograr que el sultán turco exigiera la liberación de Gracia.
Reconciliadas al fin ambas hermanas y con sus hijas nuevamente bajo su custodia, la familia entera se reunió en Ferrara. Allí, en 1550, Gracia se despojó de su identidad cristiana y confesó abiertamente su judaísmo. A partir de ese momento fue conocida como doña Gracia Nasi, en lugar de Beatriz de Luna, e intensificó su ayuda a los expatriados marranos. Además, financió la publicación de numerosos libros, entre ellos, la primera traducción de la Biblia hebrea al español, así como otras obras en hebreo, español y portugués, y se empleó intensamente socorriendo y animando a la comunidad judía.
Pero el clima de intolerancia cristiana en Europa se intensificaba. Los judíos pudientes empezaban a mirar hacia Constantinopla, donde eran mejor recibidos por el sultán turco Solimán, a quien Gracia Nasi le estaba agradecida por facilitarle sus gestiones en favor de los hebreos huidos. En 1553 trasladó su familia y su fortuna a la capital del Imperio otomano. Allí las comunidades judía y marrana de la ciudad les recibieron con gran magnificencia, como si de príncipes se tratara, pues para ese entonces se había convertido en una verdadera leyenda para el pueblo hebreo en la diáspora.
Doña Gracia se estableció en una imponente mansión en los suburbios, en el célebre barrio de Ortaköy, donde celebraba lujosos festejos, recibía a sus congéneres y ofrecía comidas gratis a ochenta pobres cada día. El comercio de lana, sedas y especias prosperó en el Imperio turco, tal como lo había hecho en la Europa cristiana. Y ello propició que «La Señora», como ya se la conocía entre los judíos, pudiera continuar sus buenas obras como patrona de sabios, academias y sinagogas en Constantinopla, Salónica y otros lugares.
Y en Turquía cumplió una promesa que le había hecho a su difunto esposo: que vería la manera de darle sepultura en la Tierra de Israel. Al hallarse Palestina bajo el dominio otomano, logró que los restos de su esposo salieran secretamente de Lisboa y fueran enterrados nuevamente al pie del Monte de los Olivos.
Cuando en 1554, la Inquisición llegó a Ancona, decenas de marranos que ejercían el comercio en aquel puerto fueron arrestados y torturados. Con la ayuda del sultán, doña Gracia logró que algunos de ellos fueran liberados por ser súbditos turcos. Aunque la mayoría fueron obligados a confesar su error. Y veinticuatro de ellos que se negaron a renegar de su fe murieron en la hoguera.
Como represalia, los Mendes organizaron un boicot general del puerto de Ancona por parte de la comunidad financiera judía del Imperio otomano. Pero, a pesar de que muchos líderes judíos apoyaron su propuesta, finalmente fue rechazada al oponerse el rabino de la Gran Sinagoga de Constantinopla.
Doña Gracia Nasi se había pasado la vida trasladándose de un refugio inseguro a otro y, como tantos judíos, soñaba con la reconstrucción del verdadero hogar de su pueblo, la patria de Israel. En 1560, los Nasi propusieron al Sultán que le fuera vendida la tierra de Tiberíades con siete aldeas adyacentes, a cambio de recaudar allí los impuestos y de una cuota anual de mil ducados.
Solimán accedió y don José Nasi fue nombrado gobernador de Tiberíades. Éste envió entonces a José ibn Adret como delegado suyo para que supervisara la reconstrucción de la ciudad y sus murallas.
Se conservan documentos que acreditan que por entonces doña Gracia estableció una academia talmúdica que atrajo eruditos, rabinos y sabios en diversas materias. Así como que mandó construir un palacio para sí misma cerca de las fuentes termales de Tiberíades. Por su parte, don José importó ovejas y moreras para producir lana y criar gusanos de seda que aportasen la base de una rentable industria textil en la ciudad que sustentase a la población judía llegada desde todo el mundo. Sin embargo, los Nasi no se adaptaron a la vida allí y no tardaron en regresar a Constantinopla.
Doña Gracia murió en el verano de 1569 a la edad de cincuenta y nueve años, dejando un hondo pesar en las comunidades judías. Su memoria se perpetuó en publicaciones eruditas y fue alabada en las sinagogas, siendo comparada con las grandes heroínas bíblicas: «la corona de la gloria de las mujeres virtuosas».
DON JOSÉ NASÍ
Cuando la familia judía conversa Mendes fue acogida en la corte de doña María de Hungría, hermana de Carlos V y regente de los Países Bajos españoles, doña Beatriz de Luna llamó a su sobrino mayor, Joao Miguez (después José Nasi), cuyo padre había sido médico del rey de Portugal. El joven marrano fue admitido en el círculo íntimo de Maximiliano de Habsburgo, que más tarde heredaría el trono del Sacro Imperio romano, llegando a ser su camarada y compañero de torneos.
Entonces iniciaba su ascenso vertiginoso este judío, que adoptó luego el nombre de José Nasi (príncipe, en hebreo) y llegaría a ser uno de los hombres más ricos, célebres y poderosos del siglo XVI. Se le llegó a considerar un verdadero monarca entre las comunidades hebreas y mantuvo por toda Europa agentes y amistades que constantemente le informaban cuanto ocurría en la cristiandad.
En 1553 se establecieron en Constantinopla Gracia de Luna y su parentela. Posteriormente se les uniría José Nasi, el cual se casó con su prima Raina. Allí alcanzaría la cima del poder. Influyó decisivamente en el sultán turco, intervino en asuntos de la mayor envergadura política y llegó a vengarse de España alentando la revuelta de los holandeses. Se le concedió el ducado de Naxos y de las Siete Islas, que gobernaba por medio de sus servidores y gozó en Constantinopla, donde residía, de prerrogativas principescas. Ningún judío de su tiempo pudo soñar siquiera alcanzar tanto poder.
El comerciante alemán Hans Dernschwam nos habla de él en estos términos:
El mencionado portugués, como otros españoles de la corte imperial, debe de haber practicado en justas y torneos. Se ha traído toda suerte de equipos, como armaduras, yelmos, armas de fuego, lanzas largas y cortas, así como hachas de combate y horquetes, grandes y chicos. Y hasta en su jardín de gálata ha conservado esta momería de hacer que sus servidores lidien y jueguen.
Resulta cuando menos sorprendente que una historia tan apasionante, que parece sacada de los cuentos de Las mil y una noches, sea tan poco conocida y pertenezca hoy casi exclusivamente a los muy reducidos círculos de los eruditos.
Por esas casualidades de la vida, tuve la suerte de dar en una librería especializada de Venecia con algunos documentos muy interesantes acerca de los judíos sefardíes que se instalaron en la serenísima república en el siglo XVI. De entre ellos, me llamó la atención la singular historia de los Mendes portugueses. Comencé a seguirles la pista y hallé una sustanciosa información en tres libros: dos de ellos de Riccardo Calimani, Storie di marrani a Venezia (Milán, 1991) y Storia del guetto di Venezia (Milán, 1995); el tercero es un vasto ensayo de Brian Pulían que lleva por título Gli ebrei d’Europa e l’Inquisizione a Venezia dal 1550 al 1570.
Se ha escrito con frecuencia que Nasi y sus parientes huyeron a Turquía por haberse negado doña Gracia de Luna a que su hija se desposara con el anciano don Francisco de Aragón. Según el historiador judeobritánico Cecil Roth, que es quien con mayor detenimiento ha estudiado a los Mendes, ese argumento no es válido, dado el poder que tenían y que se mantenía intacto cuando Nasi se encontró con el emperador en Ratisbona, casi dos años después de la partida de sus familiares. Dubnow afirma que la familia de Nasi escapó de la Inquisición y que éste se instaló en Constantinopla por requerimiento de Solimán. «El sultán Solimán —escribe— notó las aptitudes de José y lo atrajo a su corte». Pero, sin embargo, todo parece apuntar a que decidió establecerse en la capital turca porque existían fundados elementos para creer en una posible victoria del Gran Turco sobre Occidente. Y para muchos, Solimán II el Magnífico, el adversario jurado de la cristiandad y particularmente de España, parecía estar llamado a gobernar un inmenso imperio que abarcase también los territorios que un día pertenecieron a los emperadores romanos. Si se cumplía este sueño de los musulmanes, el judaísmo podría albergar la esperanza de alcanzar una patria. Por eso tantos marranos emigraron a Turquía, ocupando allí posiciones influyentes, y contribuyeron a la causa del islam expiando para ella.
Dice Roth que «Debió de haber sido una persona singularmente fascinadora en esta época. Contemporáneos suyos sin ningún motivo para lisonjear atestiguan su planta vigorosa, su hermoso aspecto y su encanto personal. A todo esto se sumaba una gran fortuna, maneras refinadas y una amplia experiencia. Su conocimiento del mundo era memorable. Había sido una figura familiar en la corte de Bruselas. Había conocido íntimamente a la reina regente de los Países Bajos, al rey Francisco I de Francia, y hasta al mismo Santo Emperador romano, el severo, fanático Carlos V, que lo había hecho caballero, y a su hijo, Felipe II de España».
Tras la muerte de Solimán en 1566, Selim II el Borracho fue proclamado sultán. En la ceremonia de entronización José Nasi ocupaba un lugar principal. El nuevo sultán «lo elevó al rango de muteferik o “caballero del séquito imperial”… y en los documentos oficiales se le mencionaba constantemente como Frank Bey Oglu, o Príncipe franco (esto es, europeo), o si no Modelo de los notables de la nación mosaica».
Y no podía ser de otra manera, ya que don José lanzaba constantemente llamamientos a los judíos de todo el mundo para reunidos en una nación. Todo hebreo podía instalarse en el territorio judío independiente establecido en el siglo XVI en Palestina bajo la protección del sultán otomano. El rumor de que se había levantado una nueva ciudad sobre las ruinas de Tiberíades, y de que se construía una patria judía en Éretz Israel, impresionó a los judíos de Europa y les llenó de esperanzas. El entusiasmo cundió entre las masas perseguidas y errantes que veían una luz mesiánica en José Nasi.
EL INTENTO DE FELIPE II DE DEVOLVER A LA CRISTIANDAD LOS MENDES
La información que constaba en España acerca de Joao Miques (o Juan Micas, como se le llama en los documentos) decía que era un judío de origen portugués —y, más lejano, español— que residió en Amberes desde 1530 y en Venecia entre 1549 y 1553, hasta su expulsión, entre otras razones, por ser acusado de espiar para los turcos. Y que luego se instaló en la corte de Solimán, donde gano la confianza del sultán sobre todo por sus habilidades como espía.
Andrés Laguna —cautivo en Constantinopla poco tiempo atrás— hace referencia a él en su obra autobiográfica Viaje de Turquía:
Los primeros días que Juan Micas estuvo viviendo en Constantinopla como cristiano, fui a verlo diariamente y le rogué que no hiciera una cosa tal como convertirse al judaísmo por cuatro reales, pues algún día el diablo se los quitaría. Lo encontré tan firme (en su fe) que naturalmente me fui de allí consolado; pues me aseguró que no volvería a visitar a su tía, y que deseaba regresar (a Occidente) en seguida. Puede usted juzgar mi sorpresa cuando supe que se había convertido ya en uno de los del diablo. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, me dijo que era para no quedar expuesto a la Inquisición española. Le contesté: «Pues sepa usted que estará más expuesto a ella aquí, si vive; pero no creo que sea por mucho tiempo, y enfermo y arrepentido de ello».
También el comerciante alemán Hans Dernschwam habla de él en sus escritos:
Ha estado en la corte del emperador del Santo Impero romano. Los prisioneros cristianos lo conocen de vista… Los judíos que lo rodean a diario no están de acuerdo en cuanto a su nombre, a fin de que la gente no llegue a conocer a tales pillos. Se dice que lo han llamado Zuan Mykas, o Six; dicen que su padre era un médico de nombre Samuel. Este pícaro a quien acabo de mencionar llegó a Constantinopla en 1554 con más de veinte sirvientes españoles bien trajeados. Lo atienden como si fuera un príncipe. Él mismo traía ropas de seda bordeadas de marta. Delante de él marchaban dos jenízaros con varas, con lacayos montados, según la costumbre turca, a fin de que nada pudiera ocurrirle. Se circuncidó en el mes de abril de 1554… Es un hombre alto con una barba negra muy cuidada… Los sirvientes que han llegado con él y con las mujeres se han circuncidado también y se han hecho judíos…
Quien más tarde fuera arzobispo de Gran, Antonio Veranciscus (Verántius), que estuvo en Constantinopla en misión diplomática, describió en uno de sus despachos a su vuelta a Nasi como hombre que «tanto por su aspecto como por su trato abierto, el porte de su figura y su conversación se prestaba más para ser cristiano que judío».
José Nasi era uno de los grandes personajes de la corte turca. Y su influencia en el sultán no era disimulada. En Constantinopla se le conocía por «el Gran Judío». Los embajadores extranjeros lo visitaban con frecuencia y le pedían consejo e intervención en los asuntos, escuchaban con deferencia sus opiniones para saber cosas acerca de la Sublime Puerta. En la correspondencia diplomática de la época se encuentran constantemente referencias a su persona, ya sea bajo el nombre de Giovanni o Jean, Jehan, Joseph, Micas, Nasi, el Gran Judío o el Judío Rico.
Por estas informaciones y otras muchas por el estilo llegadas a la cristiandad, José Nasi (Joao Micas) desde 1569 se convirtió en objetivo de los servicios secretos españoles. Primeramente se buscó la manera de eliminarlo, pero después Felipe II intentó ganárselo para devolverlo a la cristiandad y sacar provecho de su ingente fortuna. El virrey de Sicilia, marqués de Pescara, aconsejaba al Rey Católico que se ganase al poderoso marrano porque: «sería hacerle menos al Turco una cabeza que tanto vale y mano tiene en los negocios de por allá […] cuando más que tendría en el Vuestra Majestad, por su mucha experiencia y noticia que ha alcanzado de las cosas de Levante, grandísimo caudal por la razón de saber los secretos del enemigo que podrían excusar trabajos con prevenirlos».
En el ensayo Espías de Felipe II, escrito por los historiadores Carlos Carnicer y Javier Marcos (Madrid, 2005) se afirma que «en 1570 el propio Micas, a través de un espía también judío, Agustín Manuel, que luego se haría sospechoso de agente doble, entró en contacto con los españoles para proponerles pasar a tierras de Felipe II con todos sus deudos y su enorme patrimonio acumulado, convertirse al cristianismo y entregar la plaza de Castelnuovo». Las conversaciones secretas en este sentido se alargaron sin éxito. Y las autoridades españolas, empezando por el propio Felipe II, sospecharon que la operación fuera una treta. Porque los contactos tenían lugar en un momento en que José Nasi animaba al sultán a que atacara Chipre e incluso llevara su flota hasta la Península en apoyo de los moriscos sublevados por aquellos años.
ISAAC ONKENEIRA Y SU FAMILIA
Don José Nasi, como ya hemos señalado, vivía en Constantinopla rodeado de servidores, como si fuera un verdadero príncipe. Tenía un séquito muy numeroso. Tres «caballeros» de servicio personal lo acompañaban siempre: don Abraham, otro don Samuel y don Salomón. El médico Daoud era su representante para asuntos oficiales en la Corte. Yosef Cohén, o Cohén Pomar (Ibn Ardut) era su secretario y amanuense, y a veces actuaba como apoderado suyo para transacciones oficiales.
Por último, es de destacar el erudito Isaac Onkeneira, miembro de la famosa familia de Salónica de ascendencia española, que estaba a su servicio como trujamán o intérprete. De él se habla constantemente como el «agente de confianza nombrado para el santuario del noble Duque». Sabemos que una hija suya, cuyo nombre es desconocido, casó con un mercader europeo y abandonó Constantinopla.
EL DULCE Y EMBRIAGADOR VINO DE CHIPRe
Ya hicimos referencia más arriba al apodo que maliciosamente quedó unido para siempre al nombre del sultán Selim II el Beodo. Se contaba una curiosa historia acerca del modo en que el sucesor de Solimán el Magnífico, cuando todavía era sólo príncipe, se aficionó a la bebida. Al parecer fue Joseph Nasi quien aficionó al sultán al vino de Chipre e incluso le embelesó con la idea de conquistar la fuente misma de la que manaba tan delicioso licor. Contaban que, en una ocasión, mientras disfrutaba embriagado el sultán, llegó a abrazar efusivamente a su favorito judío y le prometió: «En verdad, si mis deseos se cumplen, serás el rey de Chipre».
Es sabido cómo la ley islámica, muy indulgente con otras debilidades carnales, prohíbe rigurosamente a los fieles musulmanes beber vino. Esa restricción no siempre se cumplió a rajatabla en unas tierras donde abundan los viñedos. Andrés Laguna, en el citado libro Viaje de Turquía, hace relación de la variedad y exquisitez de los vinos que se podían degustar en el barrio de Gálata: dulce malvasía y moscatel de Creta, vinos blancos de Galípoli, tinto de Asia Menor y de las islas griegas.
El príncipe Selim debió de acostumbrarse a los placeres y a condescender con pocas privaciones. Dice Roth que don José era un gran conocedor de los vinos y que se dedicó con interés y éxito a su comercio; hasta el punto «que finalmente adquirió su monopolio en el Imperio turco». Importaba vinos seleccionados de toda Europa y su bodega era famosa. Se dice asimismo que poseía viñedos en Quíos y Chipre. Incluso cuando Alejandro Lapuseanu recuperó su feudo de Moldavia en 1563 dio una fiesta en Constantinopla para celebrarlo y Nasi obtuvo una ganancia de 10 000 ducados por la provisión de vino.
El duque de Naxos enviaba con frecuencia al sultán cajones de exquisiteces en los que iban empacadas botellas de vinos seleccionados.
FELIPE II Y LA EMPRESA DE GRECIA
Ya ha quedado puesto de manifiesto el hecho documentado de que la década que transcurre entre 1560 y 1570 constituye la época con mayor movimiento de espías, agentes dobles, corresponsales y avisos entre un extremo y otro del Mediterráneo. Junto a estas informaciones secretas, que se mueven en una enorme tensión, surgen también infinidad de proyectos de verdadero sabotaje y guerra oculta: intentos de quemar puertos, ayuda a sublevaciones, envenenamientos, captar a hombres con mando en las galeras enemigas, etc. En fin, todo lo que suele acompañar a los conflictos entre naciones en los momentos que preceden a las guerras propiamente dichas.
De entre estos planes, generalmente muy ambiciosos pero poco realistas, destacan los intentos por parte de Felipe II de sublevar a las regiones cristianas de los Balcanes para apoderarse de enclaves en el Adriático, La Morea o la costa norteafricana y la estrambótica maquinación de un gran sabotaje en los puertos de Constantinopla para destruir la armada turca.
En cuanto a la pretensión de levantar en armas contra los turcos a los griegos, diversos factores contribuyeron al fracaso repetido de todos los intentos de sublevación. Por un lado, España —y quizá más exactamente Castilla— no tenía por tradición histórica ningún interés en el Mediterráneo oriental. Después de la Reconquista, la lucha contra el islam seguía principalmente la costa septentrional de África: Marruecos, Argel, Túnez y Trípoli. Por lo que el Imperio turco era enemigo de España en la medida en que se inmiscuía en dicha franja costera alentando y protegiendo a sus corsarios, ayudando a los moros africanos o amenazando las posesiones españolas en Italia. Por lo demás, se le consideraba lejano, como en otro tiempo Bizancio, al cual había venido a sustituir, y con el que Castilla no había tenido apenas contacto, a diferencia de lo que ocurría con los territorios de la antigua corona de Aragón.
En alguna ocasión se llevaron partidas de armas y municiones a algunas regiones: Chimarrá, en el Epiro septentrional; Maina, en Morea, como mucho acompañadas de dinero. Pero jamás se pasó a una guerra de ocupación, al menos tras la experiencia fallida de Corón (1532-1534). Se iba sólo ocasionalmente, se efectuaban rápidas razzias, se tomaba alguna ciudad, se saqueaba y se abandonaba inmediatamente.
Esto no beneficiaba en absoluto a los griegos, sino que les causaba perjuicios y mayores problemas con sus dominadores y así lo manifestaron en más de una ocasión a las autoridades españolas a las que presentaban sus proyectos.
Fue el rey Felipe II quien cayó en la cuenta por primera vez de que España necesitaba a los griegos como informadores privilegiados y, sobre todo, como elemento de inestabilidad en los amplios dominios del Gran Turco. Con frecuencia, el rey o sus ministros ordenan a los encargados de tratar con los embajadores griegos que no se les den falsas esperanzas, pero que se mantenga la plática.
EL CABALLERO DE MALTA JUAN BARELLI
En los años que preceden a la gran batalla de Lepanto, se despiertan las esperanzas de los griegos sometidos de diversas regiones por los turcos. Se conservan numerosos documentos que dan fe de la frecuencia con que hacen llamadas a España y Venecia para que apoyen sus proyectos de sublevación.
Uno de los agentes más destacados al servicio de España en cuestiones orientales fue el caballero de la Orden de Malta Juan Barelli. Entró al servicio de la Corona a través del marqués de Pescara, virrey de Sicilia, y propuso en Madrid una empresa que contó con la aprobación del secretario de Estado Antonio Pérez: sublevar a los griegos de La Morea contra el Gran Turco. El plan no era idea exclusiva suya, sino también del antiguo Gran Maestre Parisot de la Valette y del clérigo griego ortodoxo Juan Accidas. En ella estaba implicado el patriarca ecuménico Metrófanes y el noble moraíta Nicolás Tsernotabey.
Destaca José Manuel Floristán que Juan Barelli procedía de una familia de Corfú, algunos de cuyos miembros en este siglo nos resultan conocidos. A él pertenecieron al parecer los veintidós códices que su hermano Nicolás Barelli donó para El Escorial a través de don Diego Guzmán de Silva, embajador en Venecia, y que hoy se custodian en el real monasterio.
El caballero de Malta presentó en persona a Felipe II su plan múltiple que pretendía, no sólo levantar a La Morea, sino también destruir la flota otomana y envenenar al hijo del sultán.
El Consejo de Estado aprobó sus propuestas y Barelli partió de Sicilia, con dirección al Levante. Diversos inconvenientes hicieron que su viaje terminara en fracaso. Los griegos no se sublevaron y el intento de envenenar al hijo del sultán resultaba una quimera de imposible consecución.
Pero sabemos que casi logró incendiar el puerto de Pera con la ayuda del renegado de origen griego Mustafá Lampudis, que ostentaba un alto cargo en el atarazanal de Constantinopla. Aunque este episodio está envuelto en las brumas del tiempo, se conservan datos vagos de su realidad que pasaron a lo legendario en las generaciones que exaltaron la gloria de Lepante.
A su regreso, como no pudiera justificar Juan Barelli detalladamente los gastos de su viaje, fue condenado a la cárcel de la ciudadela de Palermo por malversación de fondos públicos. Su encierro no duró mucho, pues pudo pronto recuperar la confianza de los ministros del rey.
Los planes de la Corona que siguieron a la victoria de Lepanto hacían necesaria la colaboración de cuantos expertos había en cuestiones orientales. El embajador español en Venecia, Diego Guzmán de Silva, escribió al duque de Terranova, nuevo virrey de Sicilia, intercediendo por el caballero de Malta confirmado que, al parecer, no había existido fraude alguno. Barelli salió de su encierro en noviembre de 1571 y se puso a disposición de donjuán de Austria el 26 de ese mes.
ESTANCIA DE FELIPE II EN EL MONASTERIO DE GUADALUPE EN 1570
Como consecuencia de la sublevación de los moriscos de Granada, el rey Felipe II, profundamente preocupado por el desarrollo de los acontecimientos, decidía a principios de 1570 acudir a Andalucía para estar cerca del lugar de las operaciones militares.
En los primeros días de enero, con los caminos en mal estado a causa de un invierno muy lluvioso, partió de Madrid y se dirigió al monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe (Cáceres), donde consta que recibió un correo del ejército con el primer despacho favorable sobre la guerra granadina desde hacía varios meses.
Durante su estancia en Guadalupe, el rey subía a un aposento alto, junto al órgano, desde donde contemplaba la imagen de la Virgen y se encomendaba a ella mientras los monjes rezaban completas y maitines. Le acompañaban sus dos sobrinos hijos de la emperatriz, su hermana doña María, y dos príncipes de Bohemia (fray Sebastián García O.F.M., en Guadalupe: historia, devoción y arte, Sevilla, 1978).
La visita se prolongó hasta el día 8 de febrero, en que emprendió viaje con toda su corte, con el tiempo aún muy en contra, para atender cuanto antes a sus generales que batallaban en las sierras de la Alpujarra.
Poco después, en abril del mismo año, entraba en Córdoba, en pleno florecer del azahar, para celebrar la Semana Santa. Y allí atendería el día 19 a una misión especial enviada por el papa Pío V, en la que el pontífice rogaba a Su Sacra y Católica Majestad que se uniera en Liga, con Venecia y la Santa Sede para hacer frente a la amenaza del Turco que acababa de atacar la isla de Chipre. Felipe II daría su consentimiento incondicional el día 24, cuando se disponía a salir de Córdoba para ir hacia Sevilla.
Fin