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Pronto corrió la noticia por toda Constantinopla. En las plazas, caravasares y mercados no se hablaba de otra cosa. La gente turca estaba encrespada, eufórica, relamiéndose al pensar que los ricos emporios venecianos pronto les pertenecerían. Cundía la esperanza de que todo el Mediterráneo estuviera en breve bajo el dominio del sultán. En cambio, sobre el barrio veneciano de Gálata pareció haber caído un velo de desamparo y temor. Decían que el bailo representante de la serenísima permanecía oculto, sin que nadie supiera dónde, por temor a que algún exaltado atentase contra su vida. Las casas, almacenes y atracaderos de los súbditos de Venecia que vivían allí se cerraron y todos los negocios cesaron.

Hablé de ello con Melquíades de Pantoja. Me dijo él:

—Lo que sucede es terrible. Hay una gran incertidumbre. Nadie se aventura a navegar desde hace una semana y todo parece indicar que en Venecia ha ocurrido un grandísimo desastre. Cuentan que en Chipre ha triunfado una sublevación promovida por los agentes del Gran Judío y que la isla posiblemente no pertenezca ya a la serenísima. Pero… ¿quién puede saber esto? Llegan muy pocas noticias.

—¿Se veía venir algo así? —le pregunté—. ¿Era previsible lo de Chipre?

—Sí. Era un secreto a voces. Desde que subió al trono, al sultán Selim le apeteció siempre reinar Chipre y Creta. Y dicen las malas lenguas que fue don José Nasi quien le engolosinó con la idea de poseer los mejores viñedos del mundo en propiedad. Pero detrás de todo esto hay algo mucho más peligroso: es el gran visir Mehemet Solloku quien anima al frágil sultán para que se decida por fin a declarar la guerra total a la cristiandad.

—¡Terrible! —exclamé.

—Sí que lo es. Aquí todo el mundo sabe que el Rey Católico se afana muy ocupado tratando de aplacar la insurrección de los moros de Granada, a la vez que ha de sostener una guerra en Flandes contra los protestantes calvinistas. Ésta es la oportunidad que siempre han esperado los turcos para hacerse con el dominio de la mar entera. Y el Gran Judío ve el momento muy propicio para emplear su cuantiosísima fortuna en perjudicar a quienes humillaron a su familia de marranos.

—¡He de correr a llevar la noticia a Su Majestad! —le dije—. Debes ayudarme a prepararlo todo lo antes posible para embarcarme.

—Cuenta conmigo.

Esa misma tarde fui a pedir consejo a mi suegro y lo encontré conmovido por lo que sucedía. Nada más verme, me apremió muy apesadumbrado:

—Debéis iros cuanto antes. Las cosas se complican y el invierno se echa encima. El año próximo no sabemos lo que puede pasar.

—Venía precisamente a comunicarte eso mismo. Tengo la intención de aparejar mi barco enseguida.

—Pero considero que debes ir a ver al duque antes de partir —me pidió—. Creo que es oportuno que te despidas de él. Ha sido muy generoso contigo.

—Su forma de ser me desconcierta mucho —objeté.

—Trata de comprenderle. Ha obrado siguiendo el dictado de su conciencia. ¿Iba acaso a ponerse de parte de quienes tanto mal les causaron a él y a su familia? Don José ha interpretado las muertes de La Señora y de su hermano como una señal propicia. Ha creído llegado el momento de actuar al fin en favor de los judíos. Si aspira al trono de Chipre no es por agrandar su poder, sino para lograr la consecución del reino ansiado de Israel.

—Todo eso lo comprendo —observé—. Pero temo que se avecina una gran guerra. Mi rey no dejará desamparada a la cristiana Venecia.

—También a mí me asaltan esos miedos. Desde que me enteré de todo esto, no puedo dormir…

El duque me recibió en su palacio con pasmosa naturalidad; como si nada hubiera pasado. Yo estaba tan nervioso que incluso llegué a temer que me impidiera de alguna manera partir enseguida; que se hubiera arrepentido de sus decisiones y todavía pudiese entregarme a los jueces. Así que no me anduve por las ramas y le pregunté directamente:

—¿Vas a dejarme marchar?

—¿Por qué temes? —replicó—. ¿Sigues pensando que soy un pérfido judío…?

—¿De verdad vas a consentir que le comunique a Su Majestad Católica todo lo que he visto y oído?

—¡Qué más me da! Quiero que tu rey tiemble sabiendo que pronto el orbe pertenecerá al Gran Señor. El destino lo ha dispuesto así. El mundo, su mundo cristiano, será finalmente turco también, como ya lo es Hungría y muy pronto Venecia. Después le tocará al Papa tener que doblar el espinazo ante el paso triunfal del sultán agareno…

—¡La cristiandad se unirá!

—No. La cristiandad ya está dividida para siempre. Satanás ha sembrado la discordia entre ellos. Sus maldades les han perdido. Francia jamás se aliará con España, y en Europa crece la discordia entre cristianos. Ha llegado el tiempo en que un poder superior ha de gobernar a todos.

—¡Es una locura! ¡El reino del Gran Turco es un reinado de esclavos! Tú has vivido en la cristiandad y sabes bien que allí los reyes no se rodean de pobres criaturas mutiladas: mudos, sordos, eunucos… ¡Éste es el reino de Satanás!

—¿Y las hogueras de la Inquisición? —replicó.

—Esa comparación no me sirve.

—¡Pues a mí sí!

—Las consecuencias no serán buenas… —dije con tristeza y enfado.

—La suerte ya está echada —sentenció orgulloso—. El Señor de los mundos resolverá este pleito. No nos corresponde ni a ti ni a mí vislumbrar el futuro, sino a aquel que todo lo sabe.

Dicho esto, se fue hacia un arcón y sacó algo.

—Aquí tienes —me dijo—. Éstos son los presentes con los que respondo al rey de las Españas. Él me envió un libro, el Orlando Furioso, escrito por Ludovico Ariosto y traducido al hebreo precisamente en Venecia. Veo que sus consejeros le asesoraron muy bien en eso. Es un inteligente obsequio, preñado de intención, en el que adivino que tu rey quiere hacerme ver que no debo fiarme de los sentidos ni de los juicios meramente humanos. He aprendido la lección. Y yo le envío como contestación otro libro: Calila e Dimna; una antigua colección de cuentos que, a pesar de haber sido escritos en Castilla hace tres siglos, casi nadie conoce. Fue el árabe español llamado Al-Mugaffa quien lo ideó, basándose en una antiquísima obra de la India, el Panchatantra. Es un libro que todo príncipe de este mundo debería leer, para llegar a comprender que el hombre no sabrá jamás evitar las decisiones del destino, a pesar de sus denuedos. Tu rey, como los monarcas de todos los tiempos, deberá conducirse en su reino con libertad; pero cuidándose de pretender tener atado y bien atado hasta el último cabo. Todo poder es limitado, excepto el del Eterno. Dios es uno y todopoderoso, que recompensa el bien y castiga el mal. Nadie tiene el dominio sobre su voluntad y nadie debe ejercer en nombre suyo autoridad alguna…

—Debería pues leerse también ese libro el Gran Turco —observé con ironía.

—El Gran Señor no lee nada de nada —contestó con desdén—. Ya nos encargamos otros de hacer eso por él.

Dicho eso, me mostró algo más.

—Y esto son rubíes —explicó, dejando un puñado de brillantísimas piedras preciosas de color rojo vivo sobre la mesa—. El rey envió a doña Gracia esmeraldas traídas del Nuevo Mundo que posee allende el océano. Yo le devuelvo el regalo en nombre de La Señora que descansa en paz; son las más preciadas joyas del mundo, traídas desde la India a través del Camino de la Seda. Por esta parte de la Tierra también hay señoríos para conquistar. ¡Sólo Dios sabe qué emperador dominará el orbe enteró al final de los tiempos!