Pasaron las fiestas de la Natividad de Nuestro Señor y, a mediados de enero, llegó a Venecia la noticia de la sublevación de los moriscos de Granada contra el Rey Católico. Al principio eran solamente rumores vagos, imprecisos, que se propagaban durante aquel invierno frío y colmado de preocupaciones. Se decía que los moros andaluces, alzados en armas, eran dueños de amplios dominios en las sierras y que habían osado no ya desoír las llamadas a volver al orden de la cristiana monarquía, sino que incluso nombraron un califa y se declararon súbditos de un reino mahomético.
Los turcos que pululaban por los puertos venecianos a la espera de que la primavera reviviera los mercados, entre los cuales hacíamos la vida, disimulaban su entusiasmo en presencia de los cristianos; pero, apenas estaban en privado entre gentes de su religión, se manifestaban encantados con el sueño de que pronto se extendiese el señorío del sultán nada menos que hasta las tierras más católicas del orbe. A Barelli y a mí nos hervía la sangre al escuchar tan sombríos propósitos, y confiábamos esperanzados en que todo quedase en ilusorias fábulas de mercachifles.
A primeros de marzo nos convocó el secretario de la embajada en el lugar de costumbre y esta vez no se presentó solo, sino que vino con él el recién llegado embajador de España, don Diego Guzmán de Silva, el cual nos puso al corriente de las nuevas dignas del mayor crédito: en efecto, los moriscos de Granada se habían levantado en armas y se presagiaban males mayores si el Gran Turco, como era de temer, estaba resuelto a sacar provecho de la revuelta.
Sería por las graves noticias que portaba, pero el embajador me pareció un hombre sombrío y trágico. Tenía una estatura media, poco cuerpo, la boca grande, los ojos grisáceos y tristes y la palidez de quien anda poco al aire libre.
—Su serenísima majestad me ordena que salude a vuestras caridades en su nombre —nos dijo—. Nuestro señor el Rey está harto tranquilo sabiendo que dos freiles se ocupan de estos negocios. Confía mucho Su Majestad en las órdenes de caballería. Mas son éstos unos crudos y peligrosos tiempos…
—No podemos confiar en nadie —añadió García Hernández, el cual estaba muy desmejorado, ojeroso, con la piel macilenta, y no paraba de toser.
—Haremos lo que se nos mande —dije, queriendo animar a ambos, al verles tan turbados a causa de los temores que se cernían sobre la cristiandad—. Por nosotros no han de inquietarse ni Su Majestad ni vuestras mercedes, que ya pondremos cuidado en cumplir la misión.
—Digo lo mismo que mi compañero —secundó Barelli mis palabras.
—Bien, pues vamos a ello —dijo el embajador—. Todo se precipita y los malos vientos que corren anuncian el temporal que se avecina. Muy probablemente pronto habrá una gran guerra. Pero, antes de que hablen las armas, Su Majestad quiere hacer uso de otros recursos más sutiles.
Dicho esto, describió con todo tipo de pormenores lo que debía hacerse inmediatamente. Anunció que todo estaba dispuesto para que nos recogiera cuanto antes la galera griega que debía llevarnos a los dominios del Gran Turco.
García Hernández ya se había ocupado de todo, haciendo las gestiones oportunas con las autoridades del puerto y solicitando los permisos necesarios para que pudiéramos navegar por las aguas territoriales venecianas sin despertar sospechas. Según dijo, para estos menesteres contaban con hábiles agentes.
—¿Cuándo partiremos? —le preguntó Barelli.
—Cuando vuestras caridades hagan una serie de negocios menores aunque muy necesarios.
—¿Qué negocios son ésos?
—Comprar esclavos, contratar un contable y un amanuense y buscarse hombres que les custodien. Si Monroy ha de hacerse pasar por un rico mercader, debe aparentarlo. Necesita llevar consigo lo necesario para ser tenido como tal en cualquier parte.
Cuando terminó el secretario de decir esto, don Diego Guzmán de Silva alzó una talega que tenía a un lado, en el suelo, y la depositó encima de la mesa.
—Aquí hay tres mil escudos —dijo—. Los secretarios de Su Majestad estiman que ha de ser suficiente.
—¡Es una fortuna! —exclamé espantado.
El embajador me miró fijamente con sus melancólicos ojos azules y dijo circunspecto:
—Todo es poco para lo que está en juego. Confiamos en que vuestras caridades sabrán administrarlo como corresponde a los fines establecidos.
—Y esto otro es lo que se entrega al caballero Juan Barelli —añadió García Hernández, levantando una segunda saca y poniéndola al lado de la anterior—. Aquí hay cuatro mil más que han de emplearse para iniciar la empresa de sublevar a los cristianos griegos de La Morea. El secretario Zayas, en nombre del rey, envía recado avisando de que pronto llegarán más dineros para este menester.
Barelli abrió unos enormes ojos y susurró entre dientes:
—Compraré armas y caballos.
—No se precipite vuestra caridad —replicó el embajador—. Esto ha de hacerse con sumo cuidado. Si los turcos llegan a recelar y descubren algo, todo habrá sido en balde.
En ese momento, García Hernández se puso en pie y, dirigiéndose a su jefe, observó:
—Llegados a este punto de la plática, creo conveniente que vuestra excelencia se reúna en privado con cada uno de los caballeros.
—Sea —otorgó el embajador.
—Pues, si no manda otra cosa —dijo el secretario—, Monroy y yo saldremos y se quedarán aquí solos el caballero f rey Juan Barelli y vuestra excelencia.
Así se hizo. Salimos García Hernández y yo a la calle y nos separamos en la misma puerta, yendo cada uno a matar el tiempo por su lado, para no dejarnos ver juntos.
Según lo acordado, regresamos en torno a una hora después, cuando ya el embajador terminó su conversación con Barelli. Le llegó entonces el turno de salir a éste y yo entré a recibir mis recomendaciones.
Don Diego Gómez de Silva me pidió que le relatara todo lo que había averiguado acerca de los Nasi durante mí estancia en Venecia. Se lo conté y escuchó él con atención. Luego me dijo:
—Veo que no has perdido el tiempo. Es interesante todo eso. Por lo menos sabe vuestra merced la manera de aproximarse a don José Nasi. Esperemos que se logre ese propósito. Su Majestad está sumamente interesado en hacerle llegar su invitación a regresar a Portugal.
—Buscaré el momento más oportuno para hacérsela llegar —le aseguré.
—Cuando llegue ese momento, ¡y Dios lo quiera! —dijo con mucho misterio—, nuestro señor el Rey, además de manifestarle su deseo de traerle de nuevo a Lisboa, quiere hacer un obsequio muy singular a doña Gracia y otro a don José Nasi.
—Yo se los entregaré, si me decís de qué se trata.
El embajador echó mano entonces a una especie de zurrón de tafetán y extrajo un paquete.
—Esto es un libro muy valioso —explicó—. Se trata del Orlando Furioso, una obra que Su Majestad ha mandado traducir al español con el fin de complacer a don José Nasi. Déselo vuestra merced, pues se dice de él que es hombre cultivado y muy amante de los libros.
—¿Y para la dama? —pregunté.
Abrió un segundo envoltorio y extrajo un precioso collar hecho con oro y cristalinas piedras intensamente verdes:
—Esto son esmeraldas de las Indias. A ella le gustarán, no sólo porque valen una fortuna, sino porque son dignas de una reina.