Hicimos el viaje hacia Madrid por la que llaman la ruta de las buenas posadas, pues se cuentan por el camino once ventas hasta Segovia, en las cuales el viajero puede encontrar el mejor de los acomodos. Pero poco pude gozar de tan afamados alojamientos, porque don Francisco de Toledo resolvió ir haciendo penitencia, en austeridad y silencio, para —según decía— aprestar el ánima y disponerla con el fin de afrontar las importantes encomiendas que nos aguardaban.
—Iremos cual peregrinos —me explicó nada más salir de Alcántara—. Pan, vino y poco más ha de ser nuestro sustento; que ya dice bien el proverbio: que con ellos se anda el camino. Nada de posadas ni de lujos. Pernoctaremos al raso, bajo las estrellas; que es verano y los cielos limpios nos han de mostrar la grandeza infinita del firmamento. Y tampoco conversaremos mientras cabalgamos. Se hablará sólo lo imprescindible. Nos vendrá bien el silencio a ambos para meditar y ponernos a bien con el Todopoderoso. Tú acabas de tomar hábito, lo cual no es responsabilidad menuda, y te aguarda una ardua misión que cumplir. Por mi parte, he de reflexionar mucho acerca de lo que Dios me reserva allá en las Indias. Si no es con su ayuda no podré afrontar tan grande encomienda. Así que a ambos nos resultará este viaje una ocasión oportuna para purgar pecados, haciendo sacrificio y oración mientras vamos de camino. ¿De acuerdo?
—Sea como dice vuestra excelencia —otorgué.
—Bien, pues no se hable más.
Dicho lo cual, cerró la boca y fue como si se desplegara un frío y denso telón entre nosotros. Cabalgábamos a buen paso, delante él, siguiéndole yo. Y en pos nuestro su menguada servidumbre; para ser un caballero tan importante, apenas su ayudante y un par de mozos que le cuidaban las armas, la montura y el ligero bagaje. La parquedad de palabras impuesta en tan reducido grupo de viajeros daba licencia para muy poco: alguna que otra pregunta rápida seguida de una somera contestación, simples gestos de las manos o leves indicaciones con movimientos de cabeza.
En tal adustez de trato, escasa idea podía hacerme yo acerca del ilustre comendador que se había convertido en mi padrino y superior inmediato. Le conocía desde hacía pocos días y mi conversación con él no pasó del saludo inicial, cuando llegó al convento. Ahora, que habíamos de compartir las largas leguas de camino, le daba por ahorrar la plática. Así que me causó una impresión nada agradable. Me pareció de principio un hombre sombrío, de genio áspero, del cual difícilmente podría brotar una frase dulce o amable, menos una lisonja. Ya su presencia resultaba distante: el rostro grave, la barba y el bigote oscuros, veteados por hilos de plata, los ojos pequeños, hundidos, la mirada lejana y algo perdida; delgado, alto, de pálida piel, reconcentrado y de movimientos comedidos. Supuse que se trataba de unos de esos seres impenetrables que rehúsan la cercanía del prójimo.
Avanzábamos en silencio por el camino que discurría al pie de los montes hacia el levante. Los arroyos se veían muy secos, las tierras pardas y polvorientas. En las laderas crecían las jaras, el cantueso que tenía perdidas sus flores y las amarillentas retamas. Las chicharras prestaban su voz al verano severo que parecía agotar la vida bajo el sol implacable.
Más adelante, proseguía el itinerario por parajes muy agrestes, entre tupidos bosques cuya sombra se agradecía. Fuimos adentrándonos en la espesura de castaños, madroños, quejigos y encinas carrascas, subiendo y bajando por las sierras. Después el enriscado camino serpenteaba descendiendo poruña ladera. Entonces mis ojos, al otear la lejanía, descubrieron repentinamente la visión de algo conocido:
—¡Oh, el santuario de Guadalupe! —exclamé llevado por la emoción—. ¡No sabía que pasaríamos por aquí!
El comendador me miró con gesto de extrañeza y, rompiendo la penitencia, ordenó:
—Descabalguemos. Cae la tarde y pronto anochecerá. Pernoctaremos aquí, en este monte, pues no será ya hora de ir a pedir hospedaje en el monasterio. No quiero perturbar el descanso de los monjes con una llegada inoportuna, a deshora.
Contemplaba yo la hermosura del santuario allá abajo y me sentía feliz al saber que a la mañana siguiente podría abrazar a mi hermano fray Lorenzo, que era monje de San Jerónimo.
—¡Qué alegría! —comenté, olvidado del todo del silencio prescrito—. ¡No sabía que pasaríamos por Guadalupe!
—Es parada obligada en esta ruta —observó f rey Francisco—. Es menester encomendarse a María Santísima. Y además hay una tercera razón: un negocio que debemos gestionar allí. Mas ya te explicaré en su momento de qué se trata.
Aproveché que se le veía propicio a la conversación y, deseoso de comunicarme, le expliqué:
—Tengo un hermano que es monje en el monasterio.
—Ya lo sé.
—¿Podré verle?
—Sí.
—¡Oh, bendito sea Dios! Me alegro tanto…
—Bien —dijo adusto—. Retornemos al silencio y a la oración.
—¿Rezamos juntos? —propuse, queriendo parecer cercano.
Pero él contestó secamente:
—No. Rece cada uno lo suyo por su parte. Ya habrá tiempo de unirse al coro del monasterio mañana. Separémonos ahora y retirémonos a la soledad de estos parajes hasta que sea de noche.
Le vi alejarse por entre unos peñascos escarpados y comprendí que retornaba a su mudez, pasado aquel solaz de conversación.
Me fui entonces a buscar la compañía de los sirvientes, que aliviaban el peso de los caballos y preparaban el modesto lecho retirando las piedras del suelo.
—¿Siempre es así vuestro amo? —les pregunté, sin reparar en mi indiscreción.
—¿Así? —contestó el ayudante—. ¿Cómo así?
—No sé… Es muy poco hablador.
—Ah, se refiere vuestra merced a eso —dijo con una media sonrisa—. Bueno, no siempre es tan silencioso. Cuando la ocasión lo pide, habla lo que sea preciso.
Para no parecer imprudente, decidí zanjar el asunto. Recogí mi breviario y me fui a rezar debajo de una encina.
Pero, sentado en un peñasco, me distrajo enseguida la soberbia visión del inmenso santuario que se alzaba al pie de las montañas. Con la última luz de la tarde los muros parecían dorados, resplandeciendo por encima de ellos las claras yeserías de pulcros estucos, los esmaltes verdeazulados de los chapiteles y los detalles policromos de las chimeneas. Alcanzaba a oír el tañido alegre de la campana, persistente, neto, que llamaba a la oración de vísperas dejando que su eco se ahogara en el valle.
En esto, me sacó de mi arrobamiento el ruido de unos golpes que sonaban no muy lejos de donde me hallaba. Pero aún me sobresalté más cuando escuché una voz que se lamentaba:
—¡Ay, Señor! ¡Señor!…
Decidí ir a ver, por si alguien necesitaba ayuda. Anduve buscando por entre los roquedales, hasta que me topé repentinamente con una escena sobrecogedora. El comendador estaba puesto de hinojos delante de una cruz hecha con dos palos y se disciplinaba propinándose recios latigazos con un flagelo de cuero y cuerda trenzada. En su espalda desnuda, blanca, destacaban los moratones.
Me detuve sin decir nada. Pero él se percató de mi presencia. Alzó la mirada muy triste hacia mí y me dijo con voz lastimosa:
—Hay que espiar los pecados, muchacho. El espíritu está pronto, pero la carne es débil. No quería presentarme ante Nuestra Señora sin hacer penitencia. Y tú, ¿quieres hacerme una merced?
—Vuestra excelencia dirá lo que pide de mí —respondí solícito.
—Pínzame los hematomas para que brote la sangre. —Me alargó una pequeña cuchilla.
Con sumo cuidado, fui haciendo minúsculas incisiones en la piel amoratada. La roja sangre corrió pronto en densas y brillantes gotas por la espalda.
Él permanecía impasible, orando:
—Señor, soy un pecador. Tened piedad y misericordia de mí. No merezco tus favores, Dios mío.
Estupefacto, contemplaba yo a tan grande caballero, que se humillaba con el rostro por tierra, arrugado sobre sí mismo, empapado en sangre y sudor, tembloroso y vencido por el arrepentimiento.
En mi desconcierto, la duda brotó espontáneamente: «o era un gran santo frey Francisco de Toledo o, ciertamente, un gran pecador».