Si trabajando no tienes nada que ganar, tampoco tienes gran cosa que perder si no das golpe. Por eso, puedes usar tu pasividad para fastidiar a la empresa sin correr ningún riesgo: sería una pena no aprovechar la ocasión. Se acabaron las especializaciones, se acabó la autoridad y se acabó el trabajo: es una oportunidad que hay que aprovechar, pero fingir que se está ocupado no siempre resulta tan fácil…
Las profesiones especializadas han desaparecido, y muchos ejecutivos no saben por qué les pagan exactamente. Hay sectores enteros de actividad, además de numerosos cargos (de asesores, expertos o gestores) que no sirven para nada… para nada que no sea «gestionar» el papeleo, presumir en el paperboard o fanfarronear en las reuniones. Son legión las tareas absolutamente prescindibles: ultimar una política sobre la redacción de las aplicaciones; participar en un grupo de trabajo sobre el desarrollo de un sistema de sugerencias para mejorar los productos; asistir a un seminario sobre el tema: «Imaginamos soluciones integradas de nivel internacional a escala mundial». Además de diseñar formularios nuevos y procedimientos nuevos, redactar un informe de más de dos páginas —que nadie leerá— o, más sencillo aún, «encauzar» proyectos: la mayoría fracasan o terminan por no tener nada que ver con la idea de partida.
Para colmo, los nombres absolutamente opacos de algunos cargos contribuyen a la confusión: ¿qué entiende el gran público por «responsable de exploración», «delegado de calidad» o «encargado de normalización»? Pruébalo: intenta decir simplemente «Trabajo en una gran empresa» en la próxima reunión social, y verás como nadie te pregunta: «¿Y qué haces?», o «¿En qué empresa estás?», ni siquiera por cortesía.
Hasta las secretarias han perdido su función; eso cuando las hay, porque son una especie en vías de extinción. Solo Michel Houellebecq, autor que logra introducir lirismo incluso en los pintorescos despachos de nuestras hermosas y competitivas empresas francesas, puede escribir aún: «Les cadres montent vers leur calvaire /Dans des ascenseurs de nickel / Je vois passer les secrétaires / Qui se remettent du rimel" (‘Los ejecutivos suben al calvario / en ascensores de níquel /veo pasar a las secretarias / que se retocan el rímel’). Pero la dactilomecanógrafa de los años sesenta, con sus gafas y su minifalda, dócil y obediente detrás de su máquina de escribir, ya no es más que un recuerdo lejano. Con la «reducción» de este tipo de personal, se han perdido numerosas ocasiones de adulterio, según me cuentan, en beneficio de un discreto puritanismo burocrático que se vuelca por entero en los placeres de la pantalla. Las secretarias que sobrevivieron al gran movimiento de informatización de las oficinas son tituladas universitarias y hacen lo mismo que tú: escogen, clasifican y producen papeles.
Pensar que están a tu servicio no sería tanto un error como una falta de tacto que nunca te perdonarían. Es conveniente mostrarse amable con las secretarias, porque sufren un gran complejo de inferioridad que tiene que ver con el injusto desprecio con que la sociedad francesa ve las tareas denominadas «serviles». Estar directamente al servicio de una persona se considera poco digno, y la sensación de fracaso ligada a estas tareas es tan grande, que las personas que las llevan a cabo no acostumbran a mostrarse demasiado solícitas ni eficaces con los clientes porque no quieren ser sus «criadas». El problema es que todos estamos, poco o mucho, al servicio de alguien… Prestar un servicio sin ser servil: ese es el reto, el desafío, qué digo, ¡el «challenge»!
Aunque la mecanógrafa ha desaparecido, su trabajo no: en parte, lo haces tú. Apuntar las citas, controlar la facturación, contactar con los clientes, reservar hoteles o aviones, el pequeño mantenimiento, el correo: un incordio. Las tareas nimias son tantas, que de medios pasan a ser fines. Está demostrado; reducir el número de empleos solo sirve para desplazar el trabajo, que a partir de entonces recae en otras personas, las cuales, de este modo, se convierten en ejecutivos «dos por uno». Cuando no es «tres por uno», porque la reducción de los niveles jerárquicos ha hecho que cada vez haya menos jefes, con lo cual toca ser a la vez el ejecutivo de nivel medio, su superior y su secretaria. ¡Santísima Trinidad de la empresa, escucha nuestras súplicas de ejecutivos sobrecargados de papeleo!
Sin embargo, en realidad nunca hemos sido más libres que en este laberinto de papel, precisamente por la imprecisión que rodea a la naturaleza de las tareas que nos corresponden. Nadie sabe exactamente qué es lo que haces: si te lo preguntan, nunca digas que te dedicas a recoger hojas secas con la pala.
«¡Ya no nos gobiernan, esto es un desastre, se ha perdido la autoridad, no se respeta nada, esto acabará mal, necesitamos un hombre fuerte!»: una frase habitual entre quienes añoran otros tiempos. La autoridad no solo se ha perdido en las familias; sencillamente, ya no es de recibo. Los psicoanalistas se han interesado por esta dehiscencia (sí, me gustan las palabras raras, esas que a mis superiores les parecen incomprensibles), los educadores están preocupados, y los maestros y profesores se mesan los cabellos.
Yo, por mi parte, me froto las manos: es una oportunidad de oro. Si eres ejecutivo, nadie te dará órdenes de forma directa, nadie te dirá nunca que eres idiota o un inútil. En las empresas reina un ambiente permisivo y siempre cordial. Pero cuidado, no por eso la opresión es menor: ahora se ejerce por consenso, el sacrosanto consenso. Lo importante es respetar los reglamentos, los rituales, el status quo: que las cosas funcionen bien es más importante que la empresa y su función; la relación entre fines y medios se invierte.
¿Cómo se manifiesta todo esto en la vida cotidiana? El jefe expresa una opinión imprecisa, todo el mundo opina vagamente o comenta cuestiones secundarias, los que no tienen opinión piensan en qué van a cenar esa noche, y al final todo el mundo se pone de acuerdo. Es central la voluntad de no perjudicar la cohesión del grupo. La empresa, tan ultra-soft, no es lugar donde se diga al pan, pan y al vino, vino; además, la aquiescencia es una condición necesaria para ascender a las esferas superiores. La unanimidad cristaliza mediante reuniones. ¡Reuniones, más reuniones, reuniones hasta terminar con dolor de cabeza! Ahora bien, comulgar con el espíritu de grupo y sacrificarse frente a la racionalidad colectiva (que muchas veces no es tan racional), ¿es trabajar? Vamos, vamos, no nos engañemos… Es una carga pesada, porque entenderse con los demás es difícil por definición; pero maticemos, no es un trabajo.
El objetivo supremo de la empresa es conseguir que el asalariado se imponga por sí solo tareas que, normalmente, tendrían que venirle impuestas desde el exterior. Este nuevo tipo de presión adopta la forma imaginada por el visionario inglés Jeremy Bentham, que en el siglo XVIII inventó un sistema denominado panóptico. Gracias a este sistema, una sola persona, encerrada en una especie de garita central, puede vigilar a cientos o incluso miles de individuos: nadie sabe en qué momento lo vigilan ni si realmente hay alguien vigilando, porque el carcelero invisible puede haber ido un momento al lavabo. Según el filósofo Michel Foucault, el sistema panóptico es un modelo del poder tal como se manifiesta hoy en día, en las empresas en todas partes: inasible y tentacular.
Como no hay una auténtica autoridad, porque esta se encuentra ahogada por un dispositivo omnipresente e impersonal a la vez, tampoco hay debate. Muchas veces, las personas que no están de acuerdo con la línea del partido único impuesta por su jefe, pronuncian frases como estas: «No se lo podemos decir así como así». Y como no se lo podemos decir así como así, nadie dice nunca nada, o lo hace de una forma tan disimulada que el lenguaje pierde su claridad y la crítica su eficacia. Todos firmes. Queremos que haya un solo rostro, y ningún lenguaje.
Así pues, ¿quién trabaja en las empresas? Confesémoslo: poca gente. Circula una historia muy ilustrativa a este respecto. Un grupo de grandes compañías adoptó la costumbre de organizar una competición interempresarial de remo (cuatro remeros y un timonel). Los equipos están formados por empleados de cada una de las empresas. Pero la dirección de una de ellas advierte que su equipo, desde hace unos años, llega siempre el último. Emoción, vamos a investigar: se contrata a un experto, un asesor deportivo, para ver qué pasa. El experto lleva a cabo una investigación de varias semanas y al final envía su conclusión: en el barco hay cuatro timoneles y un único remero. La dirección, preocupada, pide consejo a un consultor. El dictamen del experto se resume esencialmente en lo siguiente: ¡hay que motivar al remero! Todo parecido con una empresa real es pura coincidencia, naturalmente… De hecho, muy a menudo la empresa parece un ejército mexicano, una organización ineficaz donde todo el mundo quiere ser jefe, «director de proyectos» o «team manager», pero donde nadie quiere ejecutar las órdenes.
Lo que demuestra la anécdota relatada es que Francia es un país donde nadie da ni golpe. Es una de las facetas, poco conocida, de la «excepción francesa»: la cantidad total de trabajo del Hexágono es increíblemente baja en relación con la población. No hacen falta estadísticas para saberlo, basta con pasearse cualquier día de entre semana por Saint-Germain-des-Prés para comprobarlo: hay gente por todas partes, uno ve pasear por la calle a un montón de adultos en edad de trabajar y de contribuir con su actividad a la fuerza económica del país. Pero, precisamente, la fuerza económica del país no los necesita: la productividad de Francia es una de las más elevadas del mundo. En consecuencia, la vida activa dura apenas treinta años, la cifra de desempleo sigue siendo elevada, y los sacrosantos puentes del mes de mayo tienden a transformarse en viaductos si caen en medio de la semana. Los acuerdos de reducción del tiempo de trabajo (RTT), por su parte, limitan el número de semanas en favor de un tiempo libre cada vez más exigente.
Entonces, ¿por qué el ejecutivo, que se lamenta sempiternamente de su falta de tiempo, no deja de quejarse? Dice que trabaja cada vez más y que lleva un perpetuo retraso. Hay que reconocer que a veces es cierto: como hemos visto antes, esta preocupación es comprensible en el caso de las empresas subcontratadas, que trabajan con una producción ajustada y deben cumplir normas muy estrictas de calidad. Lo mismo les sucede a los incautos que han aceptado funciones operativas «sobre el terreno», es decir, «junto al cliente», y que hacen lo que pueden para superar los retrasos, presionados entre el mercado y la organización (pero, entre nosotros: hay que ser masoquista para trabajar en estas condiciones). Es normal que quienes las aceptan corran peligro de sufrir un karochi, la muerte brusca que fulmina a los ejecutivos en la flor de la edad y que solo se da en Japón, u otro mal menos grave, el burn out, es decir, el agotamiento asociado al estrés, que queda reservado a los asalariados de los países anglosajones.
Es un hecho que el trabajo está repartido de una forma en absoluto equitativa: por unos pocos individuos que sudan la camiseta, la mayoría no pega ni golpe. Los ejecutivos surgidos de universidades buenas o regulares y que han conseguido hacerse un hueco entre los pliegues y repliegues de una gran empresa mienten cuando dicen que están sobrecargados de trabajo. Algunos, más astutos, presentan las cosas con habilidad, como el presidente de Air-France, Jean-Cyril Spinetta, que confiesa con una franqueza que le honra en una entrevista reciente: «Me reservo espacios de desconexión»[14]; traducción: en determinados momentos no hago nada, y no me avergüenzo de ello. El trabajo ha muerto, ¡viva el trabajo!
Como los ejecutivos no dan a la empresa más que su tiempo, su disponibilidad, lo disfrazan diciendo que están desbordados. ¡Es su forma de decir que se esfuerzan! A diferencia de Alemania, donde el empleado que sale tarde del trabajo esta considerado un inútil, en Francia y en muchos países está bien visto quedarse hasta las ocho de la noche, o incluso las nueve cuando se está terminando un proyecto urgente. Es una forma de demostrar que uno arma su trabajo. En algunas empresas grandes, algunos se quedan en la oficina hasta más tarde aún para hacer llamadas de teléfono personales, navegar por internet, hacer fotocopias gratuitamente o leer el periódico. Mientras hacen todo esto, al menos, no trabajan.
Pero no hacer nada no es tan fácil: hay que saber fingir. Veamos los acertados consejos que nos dispensa el inefable Scott Adams en su valioso manual El principio de Dilbert:
«Nunca salgas al pasillo sin un expediente debajo del brazo. Los empleados que van cargados de carpetas tienen pinta de ir a una reunión importante, mientras que los que no llevan nada encima parece que van al bar. El que pasa con el periódico bajo el brazo parece que se dirige al váter. Sobre todo, no te olvides de llevarte varios documentos a casa por la noche, así darás la flaca impresión de que haces horas extra».
Ya está: ya sabes qué hay que hacer para no hacer nada.
También te puedes pasar el día de reuniones, recopilando información y volviéndolo a introducir en el circuito, pero procurando siempre incorporar algún valor añadido: eso sí que se considera trabajo. Un estudio reciente realizado allende el Atlántico estima en 95 el número de correos electrónicos diarios que recibe de media un ejecutivo; sospechamos que la mayoría no sirven para nada. Pero esta avalancha de mensajes presenta al menos tres ventajas: permiten crear puestos de administradores de redes, mantienen ocupados a los que los envían y también mantienen ocupados a la gente que los recibe.
Para los más ambiciosos, el asunto consiste sobre todo en estar disponible si uno de los jefes importantes asoma por el pasillo. Es la obsesión de Adrien Deume, el mediocre protagonista de la mítica novela de Albert Cohen Bella del señor; este funcionario de gama media solo sueña con una cosa: dar coba a los jefes para ascender por su propio esfuerzo hasta el nivel A, que le permitirá formar parte de lo más selecto de la Sociedad de naciones (la antepasada de la ONU, ese «chisme» que De Gaulle estigmatizó en su momento). Entre tanto, evidentemente, la mujer de Deume, la hermosa Ariane, le pone los cuernos alegremente con su jefe, el vivaracho Solal: es la prueba de que hay una justicia inmanente en las novelas y en las organizaciones.