V
LA EMPRESA ESTÁ SENTENCIADA: ¡AUXILIO!

¿Está herida de muerte la empresa? Ya nadie cree en ella, y ella misma tropieza con sus contradicciones: veamos cuáles son. Que quede claro que no por ello habrá que deducir que soy marxista.

LA FLEXIBILIDAD ES UN ROBO

En nombre de la sacrosanta flexibilidad, toque de llamada de todos los empresarios, «demasiado» es el lema de la casa. Desde mediados de la década de los ochenta, se ha impuesto la idea de que la empresa tiene un exceso de activos, emplea a demasiadas personas y se ve lastrada por demasiados objetos. Por eso ha decidido cambiar; está de moda desvincularse de bastantes funciones y tareas y subcontratar todo lo que no forma parte del «núcleo de la actividad». La imagen tipo de la empresa moderna es la de una entidad con un núcleo reducido, rodeado de una nebulosa de proveedores, subcontratas, prestatarios de servicios, personal interino, empresas amigas que permiten variar el número de efectivos según la actividad. Los propios trabajadores se organizan en pequeños equipos multidisciplinares y descentralizados que tienen al cliente como verdadero jefe.

De creer a sus defensores, parece que un frenesí de cambio se ha apoderado de la empresa. Se suceden las campañas de comunicación y de movilización, para que todo el mundo entienda bien el «sentido» de las reformas y pase a ser «protagonista» del nuevo orden. Entre tanto, la empresa va cambiando regularmente el nombre de sus secciones, redefine la organización del trabajo y reparte otra vez los despachos. Tal como lo ven muchos, la reorganización ayuda a que las cosas avancen; pero también sirve para justificar el propio salario, pues ¿por qué cobran los jefes? ¡Se les paga para que los asalariados tengan la impresión de que realmente sucede algo! De hecho, todo cambia para que nada cambie.

Esta cultura de la revolución permanente, impulsada por grupos empresariales como ABB, General Electric o IBM, es a la firma lo que la Revolución Cultural china es a la política: una ilusión de cambio incesante que no es más que una quimera. Mao Zedong se habría quedado sorprendido: barajar las cartas de nuevo, volver a cuestionarlo todo para evitar los obstáculos que impiden avanzar y evitar que las situaciones heredadas cristalicen es lo que él intentó hacer en China sin éxito, sacrificando millones de vidas en el proceso… En Occidente, lugar más moderado (al menos desde 1945), esta imagen ideal e inquietante a la vez sigue perteneciendo al ámbito de la utopía, afortunadamente.

De este objetivo tan platónico, liberarse del mundo material de los artículos básicos, queda sin embargo el aspecto negativo: la supresión de puestos de trabajo. Las reducciones de empleos permiten «agilizar» y, por qué no, desembarazarse de la fábrica, pesada, fea, sucia y sin gracia. Serge Tchuruk, presidente del Consejo de Administración del grupo de telecomunicaciones Alcatel, alberga el inspirado proyecto de deshacerse totalmente de las plantas de producción: cuantas menos fábricas haya, menos personas, menos nóminas… y mayor remuneración para los presidentes de los Consejos de Administración. Georges Fisher, presidente de Eastman Kodak, responsable del mayor número de despidos del año 1997 (20.100 puestos de trabajo eliminados), recibió ese mismo año una cartera de acciones por un valor de 60 millones de dólares. Y otro dato aún más escandaloso: Jean-Marie Messier aumentó sus ingresos en un 66 por ciento en el 2001 y ganó 5,1 millones de euros, mientras que su empresa, Vivendi, perdía 13.000 millones. Es el principio del reloj de arena: cuanto más dinero, personal y fábricas pierden las empresas, más (pasta) reciben los jefes. Cuanto más hay por un lado, menos hay por el otro. ¿Cuál será el límite?

Digámoslo a la manera de los proverbios chinos (a Mao le habría gustado): El día en que los asalariados se cabreen, los peces gordos se hundirán.

DOS DISCURSOS, NINGÚN CONTENIDO

La coexistencia de dos discursos nos lleva a morir, víctimas de las contradicciones. Es lo que podría terminar sucediéndole a la empresa: vacila entre dos discursos incompatibles, el de la obediencia y el de la libertad. Hay que aceptar las cosas como son: una compañía de cierta envergadura se convierte en mamutlandia. Es una máquina renqueante, organizada en feudos cerrados, lastrada por el peso de tradiciones y usos establecidos, encorsetada por un complejo sistema de salarios y estratos jerárquicos tan impenetrable como una jungla. Y muy especialmente en este país, donde el sistema de castas sigue en pie y donde las redes de privilegios y los enchufes son determinantes para acometer un proyecto y llegar a algo (a lo que sea).

Al mismo tiempo, ahí está la paradoja, nuestro mamut cree ser informal, adaptable y cool: se somete a una reorganización y elimina puestos de trabajo a porrillo para ganar flexibilidad. Como vemos, la pretensión de buscar el «bien» de la gente, la ausencia de autonomía y la obediencia obligatoria coexisten con el cinismo, los despidos y la reducción del individuo a simple recurso. Paternalismo y ausencia de moral son las dos ubres de esta forma moderna y moderada de la barbarie. De hecho, la empresa es una contradicción viviente, que trata de hacer encajar bajo un mismo techo la solidez y la ligereza, cada una neutralizando a la otra, y viceversa.

Además, el discurso defendido por la empresa vacila entre dos sistemas de referencia. Esta vacilación está en la base de las dos posturas más habituales. La primera, que tiene mucho de la retórica estalinista, es un discurso neocomunista que sueña con regresar a un pasado idealizado, mediante nacionalizaciones, una economía poco internacionalizada, un proyecto de solidaridad social apoyado en un igualitarismo ingenuo y unos sindicatos poderosos y caducos. La segunda, que huele a derecha falsamente moderna y enérgica, es un discurso liberal cuya brutalidad se disimula con NTIC (véase «Las Nuevas Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (NTIC) son el futuro»), interactividad y desarrollo personal. Uno y otro discurso se reducen a una sarta de estupideces unilaterales, evidentemente, pero siempre hace gracia ver cómo los demás sueltan necedades con tanta convicción. Además, como no te las crees te sientes inteligente, algo que es en sí mismo una gran satisfacción.

EL CAPITALISMO: ESPÍRITU, ¿ESTÁS AHÍ?

¿Cómo hacer que los asalariados trabajen de forma duradera y sin grandes inversiones? «A día de hoy», como dice mi jefe frunciendo sus labios babosos con un mohín, nadie tiene la respuesta. Sin embargo, para que el mundo de la empresa logre atraer a sujetos no demasiado tontos y convertirlos en ejecutivos productivos, tiene que demostrar que hace una aportación a la sociedad en su conjunto y que el objetivo de sus negocios no es únicamente el lucro. El capitalismo, si quiere funcionar, debe proporcionar, como cualquier sistema ideológico (porque de hecho lo es), razones para actuar, trabajar, avanzar. Según el filósofo Max Weber, el capitalismo estuvo impregnado de ética protestante en sus inicios. En aquel momento lo sostenía un «espíritu», algo ascético que lo movilizaba, como el fantasma de las creencias religiosas. ¿Y ahora? ¿Acaso han caído en el olvido la idea de la realización personal y el deseo, no ya de tener un trabajo, sino de tener un trabajo que nos llene?

Parece que así es. Podemos irnos, ya no queda nada en qué creer. No vale la pena arriesgar la propia vida por un combate, económico o no: la historia está llena de batallas superfluas donde las personas lucharon para decidir si tenían que ser franceses o alemanes, católicos o protestantes… En vista de tanto combate perdido, será mejor llenar nuestra existencia con esos placeres falsamente dulces que tanto abundan en la sociedad de consumo, como alquilar un DVD, comprarse un coche personalizado con Mickeys en el parabrisas o atiborrarse de remolacha al estilo asquenazí fabricada en Ethnic Delights.

El escritor Laurent Laurent se ríe de todo esto en su excelente Six mois dans un bureau:

«¡A ti que recorres los pasillos con un expediente debajo del brazo, te felicito! ¡A ti que sueñas despierto mientras mordisqueas la punta del bolígrafo, te felicito! ¡A ti que cuelgas el abrigo cerca de la salida, te felicito! Y también a ti, que haces llamadas personales desde el trabajo… ¡Al menos, no serás tú el que provocará una guerra!».

Si ya no quedan causas que nos motiven para levantarnos por la mañana, eso quiere decir que, tal como pensaba el filósofo Alexandre Kojève, gran lector de Hegel, la historia ha terminado. Lo único que nos queda es consumir cada vez más para distinguirnos cada vez más de un vecino que se nos parece cada vez más.

Pero ¿son suficientes las luchas pacíficas y las pequeñas satisfacciones que posibilita una economía liberal próspera y satisfecha de sí misma para alentar el amor al exceso que hay dentro de nosotros? No está claro, la verdad; dentro de cada uno duerme un ser brutal, un santo, un loco o un héroe (a escoger): marca la casilla que prefieras y… si te apetece, haz lo necesario para cumplir las expectativas. Pero no olvides que optar por esta vía es incompatible con llenar el carro en el hipermercado y tomarte una cervecita delante de la tele al volver a casa después del curro.

LA INUTILIDAD ES LA LEY DEL MUNDO POR FIN REVELADA

Un ingenuo podría creer que la empresa no busca más que una cosa: la ganancia. Evidentemente, a veces es así, pero no siempre, o no únicamente. Porque la ganancia es algo paradójico: todo el mundo habla de ella pero nadie sabe exactamente qué es. Nace de la separación entre lo que se compra y lo que se vende, entre la mercancía y el producto tal como se introduce en el mercado. Marx creía que una parte de este intervalo era un robo que perpetraba el capitalismo a costa del trabajador. Si la economía capitalista persigue con ansia esta separación hurtada, es quizá porque, en otro ámbito, el placer acecha en un pliegue, en el desfase entre lo que se ofrece y lo que se recibe, entre lo que se toma y lo que se retiene… En resumen, ¡lo que mueve a la humanidad es este pequeño añadido siempre inaccesible!

Por eso, creer que lo real es racional es un grave error: la empresa no funciona solo por el cash flow y los resultados. Además de eso, más a menudo de lo que parece, es el reino del absurdo; es frecuente que la acción sea el objetivo último de la acción. Por este motivo, la empresa despilfarra tiempo y recursos. Cuanto más grande es, más puede permitirse dilapidar, hasta el punto de que la munificencia puede llegar a convertirse en la prueba de su fuerza y su importancia. Fijémonos, para empezar, en la cantidad de documentos inútiles que produce: descripciones de proyectos, actas de reuniones y entrevistas, proyectos de empresa y de servicio, códigos éticos… ¡Cuánta prodigalidad!

Invariablemente, toda esta profusión se traduce en dobletes. Me refiero a las personas, o a los departamentos, que hacen lo mismo o desarrollan un mismo producto a la vez pero separadamente. A veces hay incluso tripletes y, no tengamos miedo a reconocerlo, «quarterons», por usar en un sentido algo diferente un término del agrado del general De Gaulle (quien lo utilizó en un contexto muy distinto, para denunciar la insurrección de un cuarteto de generales rebeldes)[13]. En la empresa abundan también estos cuartetos, y cuantos más hay, más imbuidos están de su importancia: lo entendemos, ya que son los únicos que creen que sirven para algo…

Ningún programa de reducción logrará erradicar jamás tanto sobrepujamiento. Es a la empresa lo que el amor, la fiesta y el arte son a la vida: un exceso de energía y de fuerza, que busca un derivativo. Se podría creer que la empresa, a su manera, practica lo que el antropólogo Marcel Gauss denominó potlatch, una institución de algunos pueblos primitivos que consiste en acumular excedentes y riquezas sobrantes para derrocharlos de golpe sin aprovecharlos. «Nada define mejor al ser humano que su disposición para llevar a cabo acciones absurdas en busca de resultados absolutamente improbables. Es el principio que mueve las loterías, las citas galantes y la religión», comenta Scott Adams en El principio de Dilbert.

La empresa, tan pródiga en gastos inútiles, pretende al mismo tiempo reorganizarse para ganar en eficacia. ¡Y es que se siente culpable! Yo la comprendo, porque después de los excesos de Año Nuevo siempre decido iniciar un régimen drástico, aunque enseguida entierro una dieta tan aburrida y la sustituyo por una serie de almuerzos bien regados, antes de volver a limitarme la comida cuando se acerca el buen tiempo… Este stop and go algo caótico, aunque no sea la mejor manera de avanzar, es seguramente la más humana.

LA NUEVA ECONOMÍA, UNA LLAMA PASAJERA

La nueva economía fue el señuelo del capitalismo durante algunos años (tres como mucho), antes de decirnos adiós en 2001. La nueva economía hacía realidad el sueño de una empresa que no fabrica nada, cuesta lo menos posible y se limita a comprar y vender. En resumen, una empresa light, que «crea valor» casi por milagro, porque produce lo menos posible y procura no ensuciarse las manos. Su modelo era Enron, compañía norteamericana del sector de la energía provista de un new look, que decidió deshacerse de todas sus centrales para consagrar sus fuerzas al oficio más viejo del mundo: el de intermediario, también conocido como trader. Se ponía de moda el «puntocom», añadido al final de cualquier palabra para combinar el mundo antiguo como el nuevo: ¡cómo mola currar-poco.com!

Al inicio de la década de 2000, cada vez que una salía a cenar se topaba con algún joven ambicioso que acababa de dejar su trabajo para crear o incorporarse a una start-up prometedora. Y nosotros, los dinosaurios de la «antigua economía», bloqueada por nuestra nómina y nuestra carrera, nos sentíamos muy, muy viejos. Sobre todo porque en estas empresas de nuevo cuño reinaba lo cool: entre week-ends de karting, consolas de videojuegos y partidos de futbolín, los jóvenes adultos se paseaban por la oficina con su skate-board bajo el brazo, comentando la rave de la noche anterior alrededor del distribuidor de agua.

Pero en 2002 entra en quiebra Enron, seguido de cerca por WorldCom, mientras que Jean-Marie Messier, el Mesías de la nueva economía forzado a dimitir, se ve acompañado por Ron Sommer (Deutsche Telekom) y Robert Pittman (AOL-Time Warner). Todos habían vendido ilusiones antes de tropezar con sus trajes de supermán; el resultado fue un preocupante efecto dominó. Cuando se desmoronan Enron y WorldCom, víctimas ambas de las dos mayores quiebras de la historia, todo Estados Unidos se tambalea. En Francia las cosas son un poco distintas: cuando Vivendi, France Telecom y Alcatel pillan un catarro, en último término el que paga la minuta del médico es el Estado, y el contribuyente es el que firma el cheque; de este modo, todo vuelve al orden, a costa de grandes gastos, claro, pero quien quiere el fin quiere los medios.

Desde entonces, las numerosas start-up fundadas por jóvenes convencidos de inventar la sopa de ajo han terminado barridas como briznas de hierba. ¿Se ha visto amenazado por ello el sistema económico? ¡Qué va, seguro que se recupera! Hasta ahora siempre lo ha hecho, aunque a veces suceden cosas desagradables mientras el motor vuelve a ponerse en marcha: estoy pensando en la ascensión del fascismo tras la crisis de 1929. Nos haría falta una buena guerra, ese oneroso acontecimiento militar que generalmente impulsa la economía porque después de destruir llega evidentemente un momento en que es necesario reconstruir; ¿por qué privarnos?

Llega el momento de la moraleja. Si la nueva economía ha sido un engañabobos es porque no se puede volver la espalda impunemente al principio de realidad, que nos dice que una empresa sin clientes y sin una cifra de negocios está condenada a desaparecer. Lo que demuestra el crash de las tecnologías del futuro (Internet, telecomunicaciones…) es que el mundo de la empresa se mueve por una ilusión: la del dinero fácil, capaz de dar mucho con poco esfuerzo. El psicoanálisis diría que la empresa quiere huir del complejo de castración, y el marxismo podría decir que el gran capital trata de conjurar la tendencia a la baja del índice de beneficios.

Lo que yo digo es lo siguiente: ¿cuándo piensas volver, nueva economía? Porque, como muchos espectadores, aplaudo entusiasmada cuando los perezosos ganan más dinero que los laboriosos, cuando gana el malo, cuando el hijo repudiado se casa con Peggy, la corista del saloon, todo ello sobre una música de Ennio Morricone, por favor. «Despierta, Corinne —me dice la voz de la razón—: esto no es una película del oeste, es la vida de verdad…». ¡Quizá sea este el problema de la economía, que sueña poco!

LA GLOBALIZACIÓN: EL GUSANO ESTÁ EN LA MANZANA

Actualmente, el único horizonte es el mundo. René-Victor Pilhes lo profetizó hace décadas en Imprecaciones:

«Era el tiempo en que los países ricos, saturados de industrias y rebosantes de comercios, acaban de descubrir una fe nueva, un proyecto digno de los esfuerzos derrochados por el ser humano desde hacía milenios: convertir el mundo en una sola e inmensa empresa».

Esta gran demostración de sabiduría de las naciones nos deja sin palabras. Quien no lo entiende se vuelve inútil y obsoleto: individuos-mundo, empresas-mundo, Estados-mundo. El mundo como único depósito de materias primas o como único vivero de mano de obra, el mundo como mercado común, como vasto terreno para juego financiero. El mundo unificado tras la bandera de un único sueño: el de uno y lo mismo. En todas partes las mismas marcas, los mismos productos, las mismas personas. El siglo XXI será internacional o no será, ese es el lema del liberalismo, que no tiene nada de revolucionario: ¿será una nueva forma de imaginar la lucha final?

Y todo esto, además, es absolutamente necesario. ¿Adoptará el fin de la historia la forma ineludible de la empresa liberal, cuyos tentáculos se extienden cada vez más lejos, atravesando mares y fronteras? Antes nos hemos referido a Hegel: el filósofo alemán creía que la evolución de las sociedades humanas no sería infinita, sino que terminaría el día en que la humanidad habría desarrollado una forma de sociedad capaz de satisfacer sus necesidades más profundas y fundamentales. El problema es que, en el siglo XX, todo lo que se nos ha presentado como necesario ha resultado ser, de hecho, profundamente totalitario. Así pues, se impone la desconfianza: después de la ley de la historia, a la que decía obedecer el comunismo, y después de la ley de la naturaleza, que era la que regía al nazismo, ¿tendremos ahora un capitalismo movido por la ley de la ganancia?

Afortunadamente, se elevan algunas voces de protesta. En las filas de los ensalzadores de la globalización se multiplican las deserciones. Algunos de los más fervientes defensores del sistema capitalista mundial han cambiado bruscamente de chaqueta en los últimos años. Entre ellos hay personajes de lujo: nada menos que el especulador George Soros, que sin embargo debe su fortuna colosal a la interdependencia de los mercados financieros, y el premio Nóbel de Economía Joseph Stiglitz, ex vicepresidente del Banco Mundial. (Pequeño paréntesis: quién sabe por qué, la opinión y los medios se interesan siempre más por quienes critican aquello de lo que se benefician. Según esta lógica, ¿me traerá éxito Buenos días, pereza, que pone verde al mundo de la empresa? A saber…) ¡Parece como si se hubiera puesto de moda criticar la globalización! Si inspira desconfianza a los mismos que fueron sus más ardientes defensores o sus protagonistas más implicados, es que «el gusano está en la manzana». Dejemos que se propague: el gusano pequeñito crecerá.