Como no quiero que se enfaden mis colegas, este capítulo debe comenzar con una advertencia. Françoise Verny, famosa editora aficionada a la divina botella que, aunque no es muy sabido, trabajó durante quince años para Kodak (lo cuenta en su autobiografía, Le plus Beau Méier du monde), decía que en la empresa se encuentra el mismo porcentaje de personas de valía que en cualquier otro sitio. Y es cierto, lo he comprobado; por eso, mis burlas se dirigen únicamente a prototipos y caricaturas que, como se comprenderá, no corresponden necesariamente a la realidad.
Las filas de los ejecutivos medios se forman a partir del ciudadano francés prototípico que Pierre Dac describió con humor:
«El francés medio es un mamífero invertebrado. Presenta la particularidad de no presentar ninguna particularidad destacada. Profesa por encima de todo un gran respeto al orden y la moral oficialmente establecidos; su cartilla militar incluye, en general, la siguiente descripción: Talla, media; frente, media; ojos, indeterminados; nariz, media; mentón, ovalado; marcas particulares: ninguna».
En resumen, el francés medio perteneciente al cuerpo de los ejecutivos medios forma parte de una serie y se parece a todo el mundo.
¿Por qué tanta uniformidad? En primer lugar, porque determinadas estructuras engendran inevitablemente un determinado tipo de persona. En segundo lugar, porque la empresa es por naturaleza un lugar de exclusión, lo que explica que todo aquel que no sea «medio» es simplemente tolerado. De este modo, la firma reproduce los obstáculos de la sociedad a la que pertenece: en Francia es una empresa rígida y anquilosada. De hecho, los procesos de selección dejan de aplicarse en cuanto el número de candidatos que se presentan a las pruebas previstas para un empleo no guarda proporción con el número de personas capaz de superarlas. Como las empresas se encuentran inundadas de currículum vitae, ya que «no hay puestos de trabajo para todo el mundo», más vale reservárselos a algunos. Y esos algunos son siempre los mismos.
No pretendo defender una visión imperialista y azucarada tipo United Colors, pero hay que reconocer que los criterios de edad, origen nacional y sexo son inapelables; y no estamos hablando de accidentes de salud o problemillas transitorias fáciles de identificar en un CV, que son redhibitorios. ¿Eres discapacitado? Tienes derecho a trabajar, pero en otra empresa. ¿Has pasado unos años en la cárcel? Te costará buscar trabajo; Francia se identifica con Los miserables, la célebre saga de Victor Hugo, pero ningún francés está dispuesto a contratar a Jean Valjean, el expresidiario de gran corazón.
La contratación de personas de color, árabes y extranjeros, de los «jóvenes de origen inmigrante», como se dice púdicamente, es aún menos usual; en los puestos directivos, la presencia de estas personas es muy escasa. Y no es solo porque tengan más éxito en el fútbol o en el espectáculo. La falta de cifras disponibles (en Francia está prohibido hacer constar el origen o la religión en los estudios estadísticos) impide cualquier tipo de debate. Es un problema conocido por todos, pero que se escamotea sistemáticamente. En cuanto a los homosexuales, si bien los «chicos sensibles» están bien vistos en las profesiones relacionadas con la creación y la moda, el consenso quiere que no existan en la industria. En el sector, la homosexualidad no se lleva: es así. Como resultado de este ambiente de homofobia, en igualdad de condiciones, un gay tiene pocas posibilidades de acceder a un puesto directivo.
Si en el mundo del trabajo algunos son más iguales que otros, la mujer lo es menos que nadie. Gana menos dinero que un hombre en niveles equivalentes y tiene dificultades para acceder a los puestos de responsabilidad. ¿Por qué? Simplemente, porque es poco visible a partir de las seis o siete de la tarde, y por tanto… no está muy disponible para cumplir los horarios estratégicos, cuando la empresa cierra filas y reúne a sus incondicionales. Ya lo sospechábamos, pero además se han hecho estudios que han determinado que la vida familiar es un handicap para el éxito profesional de las mujeres, mientras que en el caso de los hombres es una baza a su favor: ¡quién lo entiende! Da igual que la madre de familia haga mejor su trabajo que otras personas y sea más eficaz —lo cual, según mi experiencia, sucede a menudo—: no es ella la que dicta las reglas del juego, son los hombres.
Y es sabido que los varones pasan más tiempo en el trabajo que sus colegas femeninas. Esto se explica por sus instintos de depredador nunca saciados, pero también por su falta de interés por las tareas domésticas básicas, que los hombres franceses solo asumen en un 20 por 100; los cual, estaremos de acuerdo, no es como para agotar a nadie. Como las mujeres pasan más tiempo en casa que los hombres, son dos veces más numerosas que ellos en los empleos a tiempo parcial, situación que alimenta las desigualdades y hace que el techo de cristal que las separa del poder sea aún más impenetrable. En consecuencia, en las altas esferas, es decir, en las alegres filas del personal directivo superior, hay solo un 5 por ciento de mujeres. Las cifras, que no siempre dicen tonterías, son contundentes.
Así pues, la paridad es un sueño lejano; entran ganas de empezar a dar puñetazos en la mesa y exigir cuotas femeninas en el personal directivo de las empresas, pero no está claro que fuera a servir de algo. Una ley francesa reciente ha impuesto porcentajes de mujeres en la política, pero los grandes partidos políticos prefieren pagar una multa en vez de incluir a representantes del bello sexo en sus listas… Afortunadamente, es un consuelo saber que los hombres tienen una esperanza de vida más corta que las mujeres y son cuatro veces más numerosos entre los suicidas. Una desigualdad intolerable, pero ¡está bien que haya justicia!
El ejecutivo de antaño, envuelto en una aura de jerarquía y estatus, está acabado. Hay que decir que el «ejecutivo» (cadre) ya no significa gran cosa, aparte de que el implicado tiene estudios y no se le puede pedir que se ponga a fregar suelos. Al menos en las grandes empresas, porque las pequeñas son capaces de pedírselo: conozco a personas con el nivel «bac + 5» (bachillerato y cinco años de universidad) que se dedican a abrir cajas o a pasar cables por debajo del parqué (con ayuda de un técnico, eso sí). Ejecutivo es un título, no una función. Más vale serlo que no serlo: como todo el mundo se dedica a hacer el trabajo de la persona que está por encima de uno, cuanto más alto estás menos tienes que hacer: cuanto más importante eres menos trabajas, es una de las leyes de bronce del mundo del trabajo. Siendo así, es mejor no estar demasiado arriba, porque se pierde el tiempo en funciones de representación, como los políticos, que están mano sobre mano sin avergonzarse… pero lo hacen en público, a plena luz, lo cual cambia totalmente las cosas. Te tiene que gustar; en mi caso, para no hacer nada prefiero quedarme en casa, pero es que yo nunca haré carrera, lo tengo muy claro.
En general, el ejecutivo no ejecuta; el que ejerce realmente la función del ejecutivo es el directivo o gestor, el manager en francés. La palabra «manager» es de aparición relativamente reciente en el área francófona, se difunde y adquiere su nuevo sentido en la década de los ochenta. El manager moderniza al ejecutivo del mismo modo que el management rejuvenece la gestión de empresa; las cosas no son más interesantes, pero es evidente que el término ha ganado garra con el nuevo look, porque en el mundo de la empresa, como en todas partes, las palabras envejecen.
¿Qué hace el manager? Evidentemente, maneja con maestría la retórica empresarial, pero eso no es todo: también es «animador de equipo», «catalizador», «visionario» y por qué no, «inspirador». Ya no es el que posee sino el que inicia; no pretende amasar una fortuna o construir un imperio; manipula personas, más que cosas. De hecho, en lugar de abordar una tarea material o un problema que exige solución, aborda a las personas. En teoría, la autoridad que adquiere sobre su equipo tiene más que ver con la «confianza» que inspiran sus cualidades de «comunicación» y su «capacidad de atención», que se manifiestan en la relación directa con los demás. Juvenil, alegre y seductor, nuestro jefe conserva la ilusión de que es libre de escoger, e incluso de crear. Nos recuerda lo que decía un dirigente bolchevique: «Ser marxista es ser creador». Lo mismo sucede en el mundo de la empresa; terminaremos por creer que hay más de un punto en común entre el país de los soviets y el universo más moderado de nuestras grandes y competitivas empresas capitalistas.
En el caso extremo, el manager pretende ser artista o, no tengamos miedo de las palabras: intelectual. En la época en que Jean-Marie Messier (véase «Esos a los que nunca verá» [pero tampoco te pierdes nada]: Bernard Tapie y Jean-Marie Messier) era la niña de los ojos de los medios de comunicación y de una determinada inteligentsia, el escritor Philippe Sollers, que como es bien sabido no se arredra ante nada, no dudó en entablar un diálogo amistoso con el Mesías de la nueva economía. Este monumento antológico, publicado en su revista L’infini, nos mostró a los dos duelistas haciendo esgrima para determinar cuál era el más subversivo de los dos… Sus comentarios superan las «perlas» estudiantiles que se solían publicar en el Almanach Vermot.
Liberado del lastre de la posesión y de las limitaciones de la pertenencia jerárquica y abierto a las ideas nuevas, nuestro manager moderno no cree en nada. A diferencia del hombre nuevo soviético, no defiende ninguna causa y no siente ninguna lealtad hacia la empresa para la que trabaja. El trabajo bien hecho no le inspira demasiado interés porque, en el fondo, su ideal de éxito está vacío de contenido. Réne-Victor Pilhes, autor del vanguardista L’imprécateur, nos ilustra sobre esta cuestión, entre muchas otras:
«Un gestor no es un financiero ni un técnico ni un comerciante; creo que en cierto modo se ocupa de organizarlo todo […]; la vía de la gestión conduce a lo que ahora llamamos management. El management consiste en dejar los programas, las cifras, las organizaciones, las transacciones, en suma, todas las decisiones imaginables, libres de sus factores emocionales. Por este motivo los grandes manager no hacen distinción alguna entre religiones, regímenes políticos, sindicatos, etc.».
¡Pobres de los que consideran, quieren y hacen lo mismo toda su vida! El orgullo y el afán de ganancias que caracterizan el mundo de la mercancía cuando está en el limbo, no son de recibo en el universo volátil propugnado por la empresa. Las apariencias son más importantes que la calidad del trabajo efectuado; la reputación o la atribución del éxito cuentan más que los verdaderos logros. De lo pesado a lo ligero, del bronce al papel, ¡esta podría ser la frase que resume la historia del capitalismo!
¿Qué sabe hacer el ejecutivo? De hecho, nada en concreto; es un «generalista» que conoce las problemáticas globales, pero solo algunas, y solo de lejos. Ha estudiado en instituciones clásicas: el Instituto de Estudios Políticos, la Escuela Central y diversas facultades comerciales, donde ha aprendido gran cosa aparte de a ser seleccionado. Lee las columnas de dos o tres individuos que difunden tópicos y lugares comunes, salpica su lenguaje con su vocabulario anglosajón simplificado y valora mucho la globalidad. Nuestro hombre (o nuestra mujer) nunca profundiza porque no vale la pena; agobiarse con hechos y cifras no contribuye a clarificar las cosas, al contrario, las vuelve aún más complicadas. Por este motivo, más vale no entrar en ello. «Afortunadamente, nuestras compañías no están en manos de intelectuales: ¡qué sería de nuestra sociedad de consumo!», exclama uno de los personajes de René-Victor Pilhes en imprecaciones.
Digámoslo sin ambages: el ejecutivo de base es totalmente inculto, lo cual no debe sorprendernos si consideramos la indigencia del universo intelectual en el que se mueve. Para él, la cultura general es un accesorio, algo que sirve para presumir socialmente. Hay que reconocer que el BMW descapotable o el reloj de oro dan un toque de vulgaridad, pero una cita bien traída, en cambio, es una cosa muy distinta. La empresa, que ha comprendido que la cultura constituye a veces un elemento valorizador interesante porque confiere un pequeño suplemento humanístico o una amplitud de campo inédita a las decisiones de los altos ejecutivos, organiza onerosos programas de formación relacionados con ese ámbito a sus elementos más brillantes. Normalmente se trata de cursillos que imparten licenciados de la Escuela Normal Superior, a los que se convoca en nombre de la buena marcha de la economía. Y ellos están encantados de ganar más dinero que en la universidad explicando los grandes clásicos de nuestra hermosa tradición y reduciendo a digests simplificados una «cultura general» que antaño estaba reservada a la elite de personas ociosas que leían libros y escuchaban música… ¡por placer! ¡Qué increíble!
Lo cierto es que nuestros ejecutivos situados en las altas esferas no tienen nunca tiempo de leer a Michel Foucault, escuchar una ópera de Mozart o ver una película de Fellini. ¡Imposible, siempre están desbordados! «Des-bor-da-dos», repiten. Pero ¿por qué! Pues bien, por culpa de sus agendas. ¿Y de qué están llenas sus agendas? De reuniones. ¿De reuniones que sirven para qué? Para organizar el trabajo, el suyo y el de los demás. ¿Realmente es más útil esto que leer La comedia humana, obra que nos enseña muchas cosas sobre nuestros semejantes y sobre la naturaleza y los límites de sus ambiciones? Tenemos derecho a preguntárnoslo…
Todo esto explica que estemos dirigidos por Homos Economicus cretinus, la forma más lograda y extendida del hombre nuevo engendrado por la empresa.
En vista de la inmensa cantidad de documentos que produce, se podría creer que la empresa está interesada en las personas capaces de construir una frase compuesta por sujeto, verbo y complemento. Curiosamente, no sucede así, ya que a la empresa no le gustan mucho la gente «de letras», expresión que aplica con afán despectivo. Los de letras «no saben hacer nada» y «son unos soñadores». En cambio, los ingenieros sí que saben hacer cosas: han estudiado matemáticas, y las mates, como todo el mundo sabe, son la ciencia de la racionalidad.
Según esto, el ingeniero observa directamente la realidad y trata de llegar al fondo de las cosas sin complicarse la vida; desconfía de los hombres (y más aún de las mujeres), que son poco fiables por naturaleza y constituyen una fuente de incesantes complicaciones. Su sueño es la automatización total, «con la máxima exactitud» y «en el tiempo real», a base de máquinas que funcionan de tal modo que basta con pulsar un botón para obtener un resultado. El ingeniero, estrafalario por naturaleza, suele resultar gracioso sin quererlo; por su aspecto marginal podría ser un compañero agradable en la cafetería de la empresa, si no fuera burro además.
Mientras aguardamos a que la vida en su conjunto funcione como una máquina bien engrasada, el ingeniero se dedica a resolver problemas y, cuando no los hay, a creárselos. Esto explica que sea una mina de actividades completamente inútiles: eso que le tenemos que agradecer. Por desgracia, para compensar la influencia de los ingenieros, la empresa contrata también a comerciales, que suelen ser cretinos pretenciosos convencidos de que todo se compra y se vende. Se entiende que haya frecuentes tiranteces entre los dos grupos. Cuando los ingenieros están al mando, los del área comercial se encargan de promocionar y comercializar la racionalidad aplicada por los del área técnica. ¡Pero es difícil! Acordémonos del Concorde y del Superphénix: eran joyas tecnológicas, pero también insoldables pozos de pérdidas. En cambio, cuando los que mandan son los comerciales, no hacen más que hablar de reducir costes y se comprometen a eliminar radicalmente las actividades superfluas pero a veces divertidas ideadas por nuestros imaginativos ingenieros.
La gran empresa, dividida entre la técnica y la cartera, se apoya en dos piernas que no van en la misma dirección; ¡no es raro que tropieces tantas veces!
En nuestros días, es impensable educar a un niño sin:
Vivimos en el mundo de la ayuda generalizada; casi nos parece increíble que la humanidad, sin apoyo exterior, sin psicólogo y sin cuidados paramédicos reembolsados por la Seguridad Social, lograra inventar la imprenta y levantar catedrales (es un verdadero misterio, que da crédito a la muy seria tesis de que las pirámides y otras construcciones faraónicas puedan haber sido erigidas por extraterrestres).
Sucede lo mismo en la empresa. Como se supone que las organizaciones actuales deben fomentar el «autoaprendizaje» y los individuos deben ser «creativos», hay que ayudar a que todo este mundillo adquiera nuevos sabores y nuevas ideas. Por eso ha surgido una nueva especialidad indispensable: el coach. Su cometido es ofrecer acompañamiento personalizado para que cada persona pueda desarrollar su potencial. Como las organizaciones necesitan las capacidades de la persona susceptible de desarrollarse plenamente, los coachs cuidan la semilla y se aseguran de que germine. De hecho no son más que asesores modernizados para conseguir un toque actual… y para responder a la importante demanda social de autenticidad y libertad. ¿No nos propone el neomanagement que dejemos de ser instrumento y nos liberemos llevando a la práctica nuestras aspiraciones más profundas[11]? Pero esta supuesta «libertad» es a la empresa lo que el porno a la liberación sexual: un mísero derivativo. En una versión algo deformada de una frase que hizo célebre el humorista Cabu, podríamos decir: «He hecho coaching, team-building, e-learning y… sigo tan karting como siempre».
El coach no es el único parásito que se alimenta del animal. La empresa se gasta millones en todo tipo de «especialistas» en auditoría y asesoramiento que cobran para decir lo que su interlocutor quiere escuchar y para apoyar las decisiones de los principales responsables. Las propuestas estratégicas y organizativas del consultor se presentan en forma de documentos muy austeros y a menudo ilegibles que incluyen largas listas de «ítems», acompañadas de gráficos con figuras geométricas y flechas que simbolizan las múltiples interacciones existentes y pretenden aportar coherencia al discurso. Cuando nuestro consultor no tiene más que dos ideas (lo cual ya es mucho), las expresa en forma de matriz. El mensaje de fondo de todo este rompecabezas empresarial se pone de manifiesto en banalidades como las siguientes: «Cuando el edificio funciona todo funciona», «La electricidad es esencial para la iluminación», «Este mercado ha llegado a la madurez, lo cual significa que muchos consumidores ya han comprado el producto», etc. Al consultor le encanta proponer soluciones obvias, como sugerir mecanismos de ahorro cuando ha habido malos resultados o aconsejar una diversificación a una empresa que está ganando dinero.
Por último, nuestro asesor no sirve más que para que los asalariados admitan la buena fe de las limitaciones impuestas en todos los ámbitos o normalicen su comportamiento: «¡Todos firmes!» es el credo del consultor, que se dedica a derribar puertas abiertas. En fin, es una categoría de personas que me cae bastante mal…
A la empresa le gustan las tipologías, porque son tranquilizadoras. En la neolengua de la empresa, aparecen en primer lugar las familias de consumidores: de los «adulescents» (en inglés kidults, adultos con gustos adolescentes) a los «papyboomers» (de papy ‘abuelo’ y boomer, adultos de entre cincuenta y cincuenta y cinco años), de las «célibattantes» (treintañeras ‘solteras’ y urbanas, de célibataire, soltera, y tante, ‘tia’) a los «dinks» (double income, no kids: parejas sin hijos y con dos sueldos), pasando por los «influenceurs» (‘influidores’), los «bobos» (de bohemian bourgeois, ‘burgueses bohemios’), los «early adopters» (los que adoptan pronto las tendencias)… Cada año se crean conceptos nuevos. Y, si hay categorías de compradores, ¿hay familias de trabajadores? Sí, están los «novatos con experiencias», los «jóvenes ejecutivos», los «ejecutivos con gran potencial» y los «ejecutivos sobredimensionados».
Pero a mí no me termina de convencer este batiburrillo, así que voy a dar dos tipologías diferentes que se aplican al mundo del trabajo. La primera es mía y la segunda es una propuesta del psicoanalista Jacques Lacan[12], que no se dedicó solamente a decir cosas incomprensibles destinadas a los profesionales del inconsciente. En uno de sus seminarios, definió a las personas que frecuentan los grupos de psicoanalistas y de otro tipo; no profundizó mucho en la cuestión porque no era lo que pretendía, pero veamos lo que sugirió. Resulta sorprendente comprobar hasta qué punto se solapan las dos clasificaciones que paso a explicar.
Tipología de Maier: hay tres categorías de personas, los seguidores, los molestos y los perezosos. Los seguidores son los más numerosos: avanzan poco a poco, no tratan de cambiar nada, nunca ponen en cuestión el orden establecido y no toman ninguna iniciativa susceptible de tener algún efecto; en resumidas cuentas, son totalmente inofensivos. Los molestos son los que desorganizan toda una sección, soliviantan los ánimos, envenenan el ambiente y provocan una depresión nerviosa en sus colegas. Son menos numerosos que los primeros, afortunadamente, pero mucho más perjudiciales. Los últimos, los perezosos, no son muy visibles; son discretos, desprecian vagamente a los seguidores y huyen de los molestos como de la peste; su único objetivo es trabajar lo menos posible.
Tipología de Lacan: el canalla, el cínico y el débil. El canalla es el hombre o la mujer que se coloca en el lugar del Otro, es decir, el que pretende mandar por los demás en la causa del deseo. El canalla intenta gobernar a los que le rodean, modelarlos. Es el patrono que te explota, te paga menos de lo que debería e intenta hacerte creer que es por tu bien. El cínico, en cambio, no tiene más ley que su placer pero no intenta imponérselo a los demás (por otro lado, los demás le importan poco): es la persona que se coge dos semanas de baja con cada resfriado, que no se avergüenza de pasarles todo el trabajo a los demás con la excusa de que él en la vida tiene otras cosas más interesantes que hacer; judo, las mujeres, el póquer… da igual. Vuelca toda su energía en su pasión; en el gran juego de la vida, su participación es absolutamente «individual». ¿Sale vencedor? Sí, hay que reconocer que no le va mal, porque sabe mantenerse alejado del canalla. Estos dos personajes son muy diferentes del débil: dócil, crédulo, sumiso, el débil (que no es forzosamente estúpido) se deja captar por el discurso del Otro hasta el punto de no poder despegarse de él. En realidad, es suficientemente lábil para dejarse dirigir por quien desea hacer de jefe. En las empresas (y de hecho en todas partes), hay una legión de estos perfectos cumplidores, trabajadores celosos, serviles con los poderosos y altaneros con los demás, siempre dispuestos a identificarse con el modelo que les proponen. En realidad, ninguna empresa podría funcionar sin ellos, y es precisamente su abundancia lo que hace que cualquier cambio sea posible.
Ahora te toca a ti establecer la relación entre los dos paradigmas: «hacemos balance mañana, pero no hace falta que te quedes toda la noche trabajando».
No te cruzarás nunca con algunos cretinos, por dos motivos: en primer lugar, porque se mueven en esas altas esferas a las que tú no puedes acceder, y en segundo lugar, porque atraviesan la galaxia de la empresa como estrellas fugaces antes de perderse en un agujero negro que los absorbe irremediablemente…
Hagamos un poco de historia. Antes de los años ochenta, la empresa nunca había ocupado un lugar tan importante en la sociedad francesa. Hasta la época de Mitterrand, la empresa no gozaba de buena prensa en Francia: era el lugar de la explotación y la alienación, y el self-made man era visto como un nuevo rico en un país que aprecia las distancias sociales. Después cambiaron las cosas, en un contexto marcado por la crisis de la militancia y los grandes proyectos políticos: ¡como no podemos hacer nada más, hagámonos empresarios!
El símbolo de este cambio tan radical fue Bernard Tapie, el gran predicador del culto al rendimiento, modelo de dinamismo y ojito derecho de los medios de comunicación por su personalidad tan show-biz. Recuerdo el lamentable programa de televisión Ambitions, que se retransmitía en un horario de gran audiencia, en el que un Bernard Tapie poderoso, relajado y decidido atravesaba a grandes pasos el pasillo central antes de subir al podio al son de una cancioncilla que decía: «Jamais trop tard pour changer / Fais ta révolution / Et contre vents et marées, défend tes ambitions» (‘Nunca es tarde para cambiar / Haz tu revolución / Y contra viento y marea, / defiende tu ambición’). ¡Cuando pienso que en aquella época yo tenía veinte años! Pero hay cosas peores: mientras la imagen del ganador y el directivo empresarial se revalorizaba, la idea del «derecho a triunfar» cristalizaba en una opinión pública extremadamente exigente; tras el «derecho al hijo» de las mujeres estériles o el «derecho a la sexualidad» de los minusválidos, ¿cuánto tardará en llegar el «derecho a la clonación» de los fanáticos de la ciencia?
El sueño de Tapie duró bien poco, en realidad: la mitología de la empresa fue perdiendo fuerza a finales de la década de los ochenta. Se vio que no había logrado evitar del crack de 1987 y que no era una defensa contra el desempleo y menos aún contra Jean-Marie Le Pen, en pleno auge por entonces. Si la ilusión de la competencia que reinó en los años ochenta daba a entender que cualquiera podía triunfar, el discurso de hoy, mucho más negativo, sugiere que cualquier ciudadano puede caer en desgracia. Eso es lo que le sucedió a Bernard Tapie, convertido en paria del mundo de los negocios y de la vida política tras un carrera fulgurante que duró lo que dura una flor, antes de marchitarse y oler tan mal como el dinero sucio y los sobornos. Y el telespectador vio cómo se deshacía el sueño de Tapie, representado en directo, noche tras noche, en «Los pasos del oprobio», «La noche de los chorizos» y «Perderse de vista» que es una caída inapelable del telón.
Más avanzado el siglo, el culebrón continuó con Jean-Marie Messier, que también terminó tropezando con sus alas de gigante. Messier es el narciso regordete que se vio ensalzado antes de ser puesto en la picota. Como dice la frase célebre, «la roca Tarpeya está cerca del Capitolio», lo que significa que Messier tuvo un brillante éxito antes de fracasar clamorosamente. Sus tobillos hipertrofiados valieron a Messier, en las noticias del guiñol, el apodo de J6M, que significa: «Jean-Marie Messier, dueño del mundo». Al hombre le encantaba salir en las fotos y, en su momento de esplendor, su casa de 20 millones de euros (pagada por Vivendi, su empresa) y los asientos de cuero de su jet privado salían en todas las revistas.
Deberíamos haberlo sospechado; este hombre sobradamente preparado (ex alumno del Instituto Politécnico y de la Escuela Nacional de Administración) pertenece a la arrogante casta de los inspectores de finanzas pasados por la función pública, donde, en determinado nivel, no hay que familiarizarse con ninguna especialidad porque uno ya es el dueño de Francia y de los franceses. J6M, a la cabeza de la Compañía General de Aguas (rebautizada como Vivendi) tenía que familiarizarse con el agua y los residuos; pero ¿para qué? El agua es insípida y los residuos huelen mal. En cambio, utilizar el dinero de estos dos sectores poco glamourosos para construir un imperio mediático ex nihilo, recurriendo a supuestas sinergias que no eran más que ilusiones, eso sí que había que hacerlo.
No, la famosa «excepción cultural francesa», cuya muerte anunció J6M, profeta de un tiempo nuevo, no ha muerto. Simplemente, no está donde creíamos que estaba. La excepción cultural francesa no radica tanto en el conjunto de esas peculiaridades nacionales que hacen de Francia un lugar increíble y ocasionalmente maravilloso, como en la insistencia con que nuestro hermoso país se deja embaucar por hipócritas. Recordemos que hace unos veinte años el presidente de la República, Valéry Giscard d’Estaing, falso pero verdadero ex alumno de la Escuela Politécnica, se dejó engañar por un tipo que decía que los aviones podían oler el petróleo a distancia…