II
LOS DADOS ESTÁN TRUCADOS

En el gran juego de la empresa, la que juega es sobre todo ella. Tú no eres más que un peón, y el empleo que te reserva es un regalo que te hace. Lo que tienes que hacer es dar las gracias al señor o a la señora, ser educado y obediente, no levantar la voz para no molestar, y esperar tranquilamente la paga al final de mes. ¿Pensabas «demostrar tu valía», impresionar con tu «formación», «volverte indispensable» ante tu empleador? Te has equivocado de puerta, porque aquí has venido a venderte y a ayudar a vender. No para «soltar lo que se te pase por la cabeza» (como se suele decir en las reuniones cuando la gente se relaja un poco), porque ese es el mejor camino para «recibir un rapapolvo».

EL DINERO SALE CARO

Todo el mundo trabaja por dinero, y por la multitud de objetos que se pueden comprar con él. Frédéric Beigbeder hace un explícito retrato del ejecutivo en su best-seller 13,99 euros: «Se pone el traje y está convencido de que desempeña un papel crucial en el seno del holding en el que trabaja, tiene un gran Mercedes que ruge en los embotellamientos y un móvil Motorola que zumba en el estuche colgado sobre la radio Pioneer del coche…».

El dinero es el motor del trabajo, pero esto no se puede decir porque es un tabú. La empresa nunca habla de dinero, es vulgar; prefiere usar eufemismos mucho más refinados, como cifra de negocio, resultado, salario, beneficio, presupuesto, prima o ahorro. Un día, en plena reunión sobre la motivación del personal, osé decir que yo solo iba a la oficina para pagarme los garbanzos: durante quince segundos reinó un silencio absoluto y todo el mundo pareció sentirse incómodo. Aunque la etimología de la palabra «trabajo» es un instrumento de tortura, es de rigor proclamar, sean cuales sean las circunstancias, que uno trabaja porque su trabajo le interesa. Aunque te vieras sometido durante largas horas a los suplicios de carceleros implacables, no dirías otra cosa.

Por otro lado, has elegido este trabajo, y esa es precisamente la prueba de que es intrínsecamente «gratificante». Ahora bien, ¿gratificante para quién? ¿Eres tú el que aporta valor al trabajo, o es él el que te aporta valor a ti? Vasta cuestión… Además, no es cierto que lo hayas elegido, ha sido tu trabajo el que te ha elegido a ti.

En el fondo, ¿qué es lo que uno elige realmente en este mundo? ¿Su cónyuge? ¿Su religión? ¿Su psicoanalista? ¿Su vida? ¡Nada de eso! Pero olvidémonos de estas preguntas existenciales, que no tienen cabida aquí (aunque tampoco es cuestión de eludirlas porque pueden llevarnos muy lejos, por ejemplo a preguntarnos sobre lo que deseamos realmente, y hay que reconocer que eso es importante). En resumen: trabajas porque no tienes más remedio, ya que a nadie le gusta trabajar. Si a la gente le gustara, ¡trabajaría gratis!

El dinero sí que nos apasiona; solo hay que ver cuántas revistas incluyen monográficos sobre una cuestión esencial y que suscita una curiosidad nunca satisfecha: el salario de los ejecutivos. Aunque el abanico de remuneraciones es bastante similar de una empresa a otra, saber cuánto ganan los otros permite compararse con el vecino, una actividad siempre interesante. Pero para lo que sirven sobre todo los miles de euros que te agencias cada mes es para adquirir una profusión de cacharritos divertidos. Tener una palm pilot, un ordenador portátil y un móvil consuela de muchas cosas. Tener o ser, esa es la cuestión, seguramente mucho más fundamental para el ejecutivo medio que el famoso «ser o no ser» que Hamlet impuso como eslogan. Pero el triste héroe de Shakespeare era menos feliz que el ejecutivo de base de hoy en día. Aunque, a veces, me pregunto si…

TRIUNFAR, DICEN

«J’ai du succès dans mes affaires / J’ai du succès dans mes amours / Je change souvent de secrétaire / J’ai mon bureau en haut d’une tour / D’où je vois la ville à l’envers / D’où je contrôle mon univers" ['Tengo éxito en los negocios / Tengo éxito en los amores / Cambio a menudo de secretaria / Tengo el despacho en un rascacielos / Desde allí veo la ciudad al revés / Desde allí controlo mi universo’], se lamenta el hombre de negocios en la célebre canción titulada «Le blues du businessman». Pero ¿por qué se siente desgraciado este pobre hombre cargado de dinero que solo lamenta una cosa: no ser artista? Quizá porque se debate por una ganancia irrisoria, tanto más insignificante cuanto más disputada. El motor del éxito, pues, es la lucha contra los demás, ya lo dijo Sigmund Freud, no es más que la búsqueda narcisista de una pequeña diferencia, minúscula por naturaleza.

Por eso son tan importantes las señales de estatus en el mundo de la empresa. De ahí la importancia atribuida a los despachos, que se adjudican en función del escalafón. Por ejemplo, en el nivel n, te toca un espacio de 5,9 m2 separado por mamparas y compartido con un colega o un becario, mientras que, en el nivel n+1, tienes derecho a un auténtico despacho de 6,3 m2, con, atención, una pequeña mesa redonda que se usará para las reuniones. En n + 2 te regalan un bonito mobiliario de madera noble, la prueba absoluta, irrefutable, de que tu empresa te quiere más que algunos de tus colegas menos favorecidos. Y esto sí que es importante: el amor, siempre el amor…

Pero por muchos peldaños que suba y muchos cacharritos y señales tangibles de éxito que acumule, el ejecutivo medio está destinado a seguir siendo un ejecutivo medio. Cuando uno es una rata de despacho, lo es de por vida. Los cargos «de alta responsabilidad» (secretarios generales, directores, jefes de servicio, subdirectores…) están acaparados por los antiguos alumnos de la Escuela Nacional de Administración, y las direcciones, en la cima, están monopolizadas por altos funcionarios (Minas, Inspección de Hacienda…). Son tecnócratas como tú pero de lujo, porque cuentan con la imprescindible «red de contactos» que se teje, por ejemplo, en las «instancias decisorias de la vida política» (es decir, en los gabinetes ministeriales y en el estado mayor de los partidos políticos). Si el ejecutivo medio es un puro producto de las clases medias, el ejecutivo superior surge de una elite más exclusiva. Hay tanta distancia entre el directivo de nivel superior y el ejecutivo de nivel medio, como entre éste último y los trabajadores eventuales que están en situación precaria, tienen muy pocos derechos y son parados en potencia.

A ti, que no tienes padrinos y no cuentas con nadie que dé cuerda al motor que podría impulsar tu carrera, no te queda más remedio que fingir, representar un papel. De ahí la importancia que adquiere la vestimenta en las empresas. Sirve para poner de manifiesto lo que se espera de un ejecutivo (que, no hace falta decirlo, es una persona sana, deportista, comunicativa, con espíritu de iniciativa, ambiciosa y optimista): un aire de desenvoltura y profesionalidad, de masculinidad (o feminidad) emancipada y conservadurismo clásico. El «dress code» es estricto: el traje chaqueta para las mujeres y la combinación de americana y corbata para los hombres son de rigor en muchos sectores económicos. Salvo los viernes, momento en que se acepta el «friday look», es decir el atuendo de viernes; ese día, uno tiene «derecho» a ponerse un tipo de ropa distinto al que ha llevado los primeros cuatro días de la semana. Pero estas prendas solo se admiten entonces y, para colmo, tampoco son (sería demasiado sencillo) las que uno se pondría para estar cómodo. La única libertad que queda es la de elegir la corbata o los calcetines, y con reparos.

¿Cuándo se aceptarán el monday look o el thursday look, para complicar más las cosas? ¿Cuándo volveremos a la corte de Luis XIV, donde una horda de nobles ociosos se reunía a las faldas del Rey Sol, no para cumplir una tarea determinada sino simplemente para mostrarse?

RELACIONES DE FUERZA: ESTO NO ME LO DICES EN LA CALLE…

En el pulso entre la empresa y tú, es ella la que gana, al igual que en la selva es el león el que vence normalmente al antílope. Esto da la impresión de caer por su propio peso, pero el discurso establecido es muy distinto y refleja la utopía de una sociedad donde todo se podría resolver a través de la argumentación racional, la negociación y un contrato estrictamente igualitario con el que todo el mundo saldría ganando. Este angelismo no engaña a nadie, especialmente por lo que respecta a los salarios: la determinación de las remuneraciones tiene mucho que ver con la relación de fuerzas desequilibradas propia de un mercado que coloca frente al asalariado, que es una persona aislada y con necesidad de trabajar, a una empresa sólidamente estructurada y dispuesta a aprovechar las oportunidades que le ofrece el derecho laboral.

Porque la empresa utiliza el derecho laboral… para saltárselo. Ha adoptado de buena gana todas las posibilidades de contrato temporal, de mano de obra interina y de flexibilidad de horarios que han ido surgiendo desde hace tiempo en el conjunto de los países de la OCDE, reduciendo los dispositivos de seguridad instaurados a lo largo de un siglo de luchas sociales. Así «tiene las manos libres» y no necesita comprometerse a largo plazo con un asalariado. Por eso se ha creado un doble mercado de trabajo: por un lado una mano de obra estable, cualificada, que disfruta de un nivel de salarios bastante elevado, una relativa seguridad en el empleo, con una auténtica protección social y diversas «ventajas» (bonos de compra, colonias de vacaciones, tarifas preferentes, ayudas de vivienda, etc.). Son los enchufados, categoría a la que tengo la suerte de pertenecer, como probablemente también tú, amigo lector, porque si no, imagino que no estarías leyendo este libro sino haciendo otra cosa. Por otro lado, están los precarios, los suplentes, los interinos, que constituyen una mano de obra menos cualificada que la de la primera categoría, subpagada y poco protegida. A los machacados con contrato intermitente, la empresa no les debe ni vacaciones pagadas, ni seguros sociales, ni cursillos de formación. Oficialmente se ocupan de las tareas auxiliares pero, de hecho, muchas veces absorben todo el trabajo que la primera categoría, la de los privilegiados, no quiere hacer. ¡Para que haya enchufados, tiene que haber currantes! Ha sido así desde tiempos inmemoriales, y no cambiará en un abrir y cerrar de ojos. Quizá sea esta la única ley verdadera del mundo: para que haya amos, tiene que haber pobres, etc. Por eso, en cuanto se presenta la ocasión, el fuerte sigue aplastando al débil y el superior sigue dominando al inferior. Que quede claro, repetidlo conmigo: las cosas son así, y en cualquier caso, «no existe ninguna alternativa», al menos eso es los que nos hacen creer.

En el seno de la empresa, la injusticia puede adoptar la forma del acoso moral, recogido en el Código de Trabajo francés desde el año 2002. Tiene como principio una palabra que no se puede expresar, la de la secretaria que es menospreciada o la del pequeño ejecutivo que se ve tratado como una mierda y sometido a presiones por un/a hábil manipulador/a que confía en el silencio y la aceptación del más débil. Todo esto es cierto y falso a la vez, porque hagamos lo que hagamos, sea cual sea el aparato jurídico desplegado y los derechos que se les concedan, la mayoría de las personas son incapaces de ver respetada su dignidad: habrá que creer que nuestro mal-estar en el mundo tiene un carácter fundamental… Cada vez más derechos y cada vez menos satisfacción: los Rolling Stones ya lo cantaron cuando nuestros padres eran jóvenes, no es una idea tan novedosa.

¿De dónde viene la violencia que se manifiesta en la empresa cuando ésta elige a una ascensión a una víctima propiciatoria? Como la mayoría de los ejecutivos medios desean lo mismo (un coche de empresa, una ascensión jerárquica, entrar en un comité de reflexión y decisión superimportante…), la rivalidad sube como la espuma, se exacerba y termina por amenazar la cohesión del grupo en su conjunto; la competencia engendra un conflicto que solo se resuelve cuando se escoge a un chivo expiatorio entre el grupo. Es la teoría del filósofo René Girard, según el cual muchas veces se prefiere sacrificar a una víctima en aras de la coherencia del conjunto.

Como lo importante es reforzar el espíritu de equipo de los asalariados, haré una propuesta iconoclasta que me obsesiona cada vez que participo en una de esas aburridas reuniones que se prolongan en exceso (lo cual sucede a menudo): ¿por qué no vamos a por el presidente del Consejo de Administración? Sería la primera vez que unos empleados secuestran a su jefe y le cortan la cabeza, pero ¿quién habría imaginado, antes de 1789, que un rey podría morir en la guillotina[8]? Francia tiene una historia bella e inspirada: ¡hagámosle un guiño organizando un remake de sus mejores momentos! ¡Vamos a cortar cabezas! El sacrificio de un presidente de Consejo de Administración permitiría sentar nuevos fundamentos para el pacto en el que se apoya la empresa, pensar de otro modo las relaciones entre los directivos y los cuadros medios, entre la jerarquía y la base, y reflexionar sobre el reparto del trabajo, los despachos, la masa salarial, etc.

Además, después de todo, organizar esta especie de Camel Trophy para empleados con ansias de aventura colectiva sería un remedio definitivo para que la empresa mejorara y anularía la triste equivalencia: «A jefe granuja, asalariado de usar y tirar».

DE LOS TÍTULOS Y CUALIFICACIONES, O CÓMO USARLOS PARA HACER PAJARITAS DE PAPEL

Un exceso de titulados anula los títulos. Cuantos más hay, menos valen; según el INSEE (Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos), un tercio de los asalariados tienen una titulación superior a la necesaria para el puesto que ocupan. Y esta desvalorización de los diplomas y las competencias no afecta solamente a los puestos de cartero, cajero de banco o revisor del ferrocarril, donde en general se requiere un título universitario, ¡un papel que hace solo cincuenta años bastaba para convertirlo a uno en un intelectual!

¿Quieres una prueba de que tus títulos apenas valen ya? Da igual el papel tras el que te escudes, la empresa se limita a tolerar tu presencia. Por eso, en la fértil década de los ochenta, ideó el concepto de los «despachos móviles». Este sistema consiste en atribuir un despacho a los empleados según van llegando al trabajo por la mañana. De este modo, el miembro del personal directivo, que no ocupa un puesto permanente, tiene constantemente «un pie en la calle»; hay que evitar que eche raíces. Este estado de cosas ha dado lugar a una maravillosa inversión: el empleado ya no es el hombre o la mujer que está «al servicio de los demás», sino que es la empresa la que se pone a su servicio al permitirle trabajar, regalándole ese bien precioso que es el trabajo.

Ya lo advirtió la filósofa Hannah Arendt: el capitalismo engendra bienes superfluos, y lo primero que se puede considerar superfluo somos nosotros mismos. Lo cierto es que vivimos en el mundo del exceso: hay demasiados cafés, demasiadas revistas, demasiados tipos de pan, demasiadas grabaciones digitales de la Novena de Beethoven, demasiados modelos de retrovisor en el último Renault. Llega un momento en que uno se dice: ya basta, realmente es demasiado…

Sin embargo, no te apresures a tirar tus títulos. Aunque estos documentos no miden ni la inteligencia ni la competencia, no dejan de ser la prueba de que el asalariado, el pequeño ejecutivo, sabrá adaptarse. Sólo el alumno que ha sido capaz de soportar durante cierto número de cursos la estupidez de sus maestros y el instinto gregario y espíritu de imitación de sus compañeros, será capaz de vivir durante unos treinta años más o menos en un entorno empresarial, con su jerigonza y sus tareas repetitivas. Porque eso es lo que se espera de ti, ahora que la mayoría de las profesiones ya no exigen un elevado nivel de cualificación técnica o intelectual. Son básicamente una rutina y requieren tan poca iniciativa y espíritu de innovación que cualquier persona con los estudios apropiados se encuentra ya de entrada sobradamente preparada para la mayoría de los puestos de trabajo disponibles.

Así pues, basta con ser mediocre. «En el seno de un equipo de especialistas, no tendrás una actividad de relación determinante, ni un papel funcional en los proyectos de reestructuración y desarrollo. Sin una sólida cultura económica y financiera, y sin una experiencia significativa en especialidades de las que nunca has oído hablar, como la inversión de capitales y la fusión-adquisición, tampoco necesitas unas excelentes motivaciones personales para desarrollar una colaboración duradera», se burla Laurent Laurent en su irónico Six mois au fond d’un bureau.

De este modo, los trepas y los falsos tienen su oportunidad en el universo civilizado de las grandes organizaciones: la empresa es democrática.

EMPLEO Y EMPLEABILIDAD: SABER VENDERSE Y HACERSE VALER

¿Nos está mintiendo la empresa cuando repite: «Las personas son nuestra principal riqueza»? Es una frase inquietante, que Stalin usó también en su momento. ¿Significa esto que, cuanto más idealizamos a la persona, más la menospreciamos en la práctica? Porque la empresa escoge y descarta, en función de sus necesidades. Y el paro afecta al conjunto de las clases sociales: a los jóvenes y los obreros no cualificados que antes constituían la masa de parados, se les suman hoy los obreros cualificados, los oficiales, los técnicos y los ejecutivos. Los franceses, que tenían la esperanza de que la movilidad social ascendente de la época de los «Trente Glorieuses» se mantuviera, se enfrentan hoy a una movilidad descendente generalizada… La única ventaja, de momento, es que las cosas se mueven (véase «Moverse: viaje al fin de la carrera»), aunque no en la dirección adecuada. Moraleja de esta historia: si trabajas en una empresa, aunque no tengas nada que esperar, tendrás en cualquier caso algo que temer.

Las empresas exigen mucho, pero se cuidan de hacer promesas y no garantizan nada a largo plazo. ¿De qué serviría? Como se sabe, las promesas solo comprometen a quien las escucha. Además, en un ámbito donde se supone que las oportunidades se reparten de forma equitativa, es inevitable pensar que el parado ha hecho algo para merecer su situación: si está sin trabajo, es porque es peor que otros que sí trabajan. Si se elimina tu puesto en la empresa, es porque no has sabido demostrar su utilidad, no has sabido hacer valer tus funciones, interesar a un cliente, etc. ¡Es culpa tuya, por supuesto! Y eres tanto más culpable cuanto que trabajar es un imperativo categórico en un mundo donde, según nos han hecho creer, el trabajo es la principal esfera sobre la que se construye la identidad individual. «Trabaja, trabaja», nos ordenan: pero como aún nos queda cierta capacidad de juicio y libre albedrío, tenemos derecho a preguntarnos «¿Para qué?».

Para no caer en el paro, tienes que cuidar tu «empleabilidad». El asalariado no tiene más remedio que pertrecharse de esta cualidad indispensable pero indefinida, en un momento en que hasta la tostada del desayuno, objeto cotidiano y totalmente banal, se disfraza de «untabilidad», «refrigerabilidad» y, por qué no, «mantequillabilidad» para visar la empleabilidad de la palabra «empleabilidad»… En realidad, no significa más que la aptitud de convencer a los demás de que uno puede y debe ser contratado. Y si hay necesidad de convencerlos es porque, ahora que todo el mundo se ha vuelto intercambiable, el ejecutivo medio se esfuerza en desmarcarse de los demás. ¿Cómo? Con su personalidad. La regla de oro de los procesos de selección del personal directivo se resume en una sola frase: hoy en día, a la gente se la contrata por lo que es y no por lo que sabe hacer. Las «capacidades de relación» y las «aptitudes comunicativas» son decisivas y la experiencia y los títulos son accesorios. Dentro de nada, lo único que necesitaremos saber es cómo seducir al seleccionador. Trabajador sin cualidades, bienvenido seas.

Por todo ello, no tienes más remedio que convertirte en tu propio agente comercial. Tienes que saber «venderte», como si tu personalidad fuera un producto al que se pudiera asignar un valor de mercado. Para Tom Peters[10], grandilocuente gurú de la nueva economía, triunfar consiste en hacer de uno mismo una sociedad comercial: la marca . El objetivo es comunicar que sabes comunicar, y ya habrá tiempo más tarde de comprobar si realmente sabes hacer algo. Un intento más y acabarás pareciéndote al protagonista de la película Jerry Maguire, en la que Tom Cruise se queda hasta la madrugada trabajando, redactando notas y folletos sobre la necesidad de abrazar la novedad, de hacerse presente en Internet para no quedarse fuera de juego y de remontar campañas publicitarias antiguas con un aire más fashion.

La imagen es más importante que la mercancía, y la seducción, más que la producción. El pequeño ejecutivo, contratado por su flexibilidad y capacidad de adaptación, servirá para ayudar a vender. ¿A vender qué? En primer lugar, bienes homogeneizados por la producción en masa, a menudo fabricados en el Tercer Mundo; cualquier obrera china pude hacerlos, y además, cuanto menos valor añadido incluye el artículo, más persuasión se necesita para convencer al consumidor de que le interesa. Hay otros productos un poco más difíciles de confeccionar; para ellos se inventó el marketing, esa etología barata que sirve para saber qué es lo que uno no necesita y cómo se le puede vender de todos modos. Por último, y de forma destacada, tenemos los servicios, que, para muchos, están lejos de ser indispensables: por eso el vendedor tiene que hacer bien su trabajo, para que el comprador no se dé cuenta de que está comprando air…

La atención individualizada a los clientes, el servicio personalizado, tiene como único objetivo introducir un valor real en una producción capitalista que lo ha eliminado por completo. Es el «detalle añadido», el «suplemento emocional» del que carece un mundo uniformizado. De este modo, la empresa finge una autenticidad que antes, con la apisonadora de la producción de masa, ha eliminado, y exige a los ejecutivos a los que emplea que se encarguen de estos simulacros.

Para eso servimos. Hay que asumirlo: si obtuvimos unos títulos determinados es porque se nos necesitaba para hacer de valedores de la empresa… y muy secundariamente por nuestra inteligencia, que en algunos casos existe, pero siempre por casualidad.

LA DERROTA DE LA PALABRA

Cada vez hay menos conflictos laborales; el número de días de huelga se está reduciendo. En los lugares de trabajo, en las fábricas, en los espacios diáfanos de las oficinas o en los rascacielos de La Défense reina el orden, y no solo gracias a Nicolas Sarkozy. Pero, a estas alturas, ¿cómo podemos rebelarnos contra un discurso plano que no ofrece ningún asidero, contra la «modernidad», la «autonomía», la «transparencia» o la «convivencia»? ¿Qué se puede hacer frente a unos poderes e instituciones que repiten incesantemente que su único objetivo es «afrontar los cambios» y responder lo mejor posible a la «demanda social» y a las «necesidades individuales»?

En teoría, cualquiera puede expresarse. El despacho del director está abierto y todo el mundo puede ir a hablar con él; en la empresa reina el tuteo, y el jefe adopta el papel de animador amable, amiguete e incluso, por qué no, ¡terapeuta! Una o dos veces al año, el asalariado «hace un análisis de su situación» que conduce a una «valoración global». ¿Cómo pueden hacer frente común contra la jerarquía unos asalariados a los que se ha concedido el derecho de juzgarse a sí mismos y a los demás? La palabra es libre, cierto, pero ahí está la trampa, porque no conduce a resultado alguno; ya puedes hablar, que tus opiniones no tendrán ningún efecto. «Palabras, palabras, palabras», susurraba la cantante Dalida en los años setenta, en un dúo inolvidable con el guapo Alain Delon…

De hecho, en Francia no ha cambiado nada desde Luis XIV: la autoridad se sigue ejerciendo de forma absolutamente centralizada. Son muy pocas las decisiones que se toman colectivamente; la empresa teme los careos y rehuye los debates porque la participación de todas las partes en conflicto podría conducir a algún tipo de conciliación. Además, la jerga empresarial es un discurso de sentido único que confisca y desacredita el lenguaje normal y por eso mismo no admite réplica; la comunicación se corta y el asalariado se ve afectado de afasia. Y si de todo esto resultara una verdadera confesión pública, ¿no se tambalearían los valores franceses del buen gusto, la mesura y el equilibrio?

Por eso, cuando «aparece» una decisión, la estructura del poder es tan opaca que pocas veces puede identificarse su origen. De ahí que no sea fácil determinar a quién hay que expresar el posible desacuerdo. ¿Quién ha tomado la decisión? Nadie lo sabe. ¿Hay Otro inspirado y voluntarioso que toma las decisiones privilegiando el interés colectivo? No lo hay, aunque muchos así lo creen, y con ello le dan consistencia. ¡Y si renunciamos a las prerrogativas que nos corresponden como asalariados responsables es por culpa de este personaje hipotético! Hágase tu voluntad, Otro que estás en las alturas…

Como la palabra está exenta de consecuencias y responsabilidades, nos queda el placer bastante anodino de usar la lengua para hablar mal de los demás. A mucha gente que se alimenta de rivalidades insignificantes le encanta pitorrearse del vecino a sus espaldas y criticar disimuladamente a la empresa. Y es que la hosquedad y el malhumor, «la hargne, la rogne et la grogne» como decía el general De Gaulle, se apoderan fácilmente de los tristes asalariados, que se entregan a las delicias de una enfermedad muy francesa: el tracassin (‘humor inquieto’, neologismo gaulliano creado a partir de la palabra tracas, ‘desazón causada por preocupaciones de orden material’).

Frente a esta ineficacia de la palabra, ¿qué hacen los sindicatos, cuya razón de ser es precisamente poner remedio a esto? Los sindicatos, perfectamente implantados en las grandes empresas y sobre todo en el sector público, no están fuera de juego pero se soslaya su intervención. Y es normal, porque no saben qué hacer ante la nueva coyuntura celebrada por el neomanagement; no tienen demasiadas posibilidades de participar porque son considerados dinosaurios procedentes de un mundo jerárquico y burocrático a punto de caducar pero que aún perdura. Además, los dirigentes de las organizaciones sindicales son antiguos rebeldes de Mayo del 68, una gente que no logró cambiar nada, porque en ese caso lo habríamos notado. En consecuencia, el sindicalista suele ser un cincuentón desengañado que deplora la inercia y la falta de «combatividad» de los jóvenes.

Aunque los sindicatos sean un poco has been por culpa de la inexorable erosión de sus efectivos, a veces, cuando un conflicto se convierte en una prueba de fuerza, desempeñan un papel determinante. Así lo demuestran las inolvidables huelgas de 1995, que paralizaron las grandes ciudades durante varias semanas. Curiosamente, la mayoría de los parisinos guardan un recuerdo emocionado de aquel inmenso embotellamiento que convirtió cualquier tipo de desplazamiento en una tortura interminable. Algunos aprovecharon para dejar subir al coche a guapas autoestopistas que no podían coger el metro y otros aprovecharon para tomar la palabra, pero, en definitiva, todo el mundo se dedicó a hablar, en la calle, en los bares y en todas partes. Fue impresionante, la verdad. ¿Cuándo volveremos a hablar entre nosotros de ese modo?

LA RÁPIDA CADUCIDAD DEL TRABAJADOR

La religión de la empresa es la novedad: el nuevo siempre tiene razón. El joven, que inyecta sangre nueva en la estructura, se convierte naturalmente en un objeto muy codiciado por unas empresas aterrorizadas por la posibilidad de quedarse anticuadas. De hecho, es la sociedad en su conjunto la que presenta continuamente como modelo la imagen de un individuo perpetuamente fresco y con inmejorable salud, capaz de rendir eficazmente en todos los ámbitos.

El «joven», con mérito de no tener lorzas ni michelines que le deformen el traje, accede con inocente confianza al mundo del trabajo. Cree que las palabras «proactivo» y «benchmarking» significa algo, está convencido de que la sacrosanta conminación «sé independiente» debe tomarse al pie de la letra, espera que sus méritos se vean reconocidos y espera… que lo quieran. ¡Ah, la juventud! El «joven» es especialmente valioso porque la casa espera de él cosas contrapuestas: que se calle y que proteste, que aprenda y que proponga, que se adapte al resto y que destaque… Es un poco lo que les sucede a los niños en las familias: los padres desean que su querido retoño los respete y se les parezca, pero al mismo tiempo esperan que triunfe allí donde su madre o su padre han fracasado, dos anhelos que a menudo son absolutamente incompatibles.

El «senior», en cambio, es otro cantar. Históricamente, la selección de los «empleables» (véase «Empleo y empleabilidad, saber venderse y hacerse valer») en el marco de planes sociales o despidos por razones económicas ha afectado con preferencia a los asalariados con más de cincuenta años. ¡Cincuentones, a la calle! La entrada en vigor, en las décadas de los setenta y los ochenta, de los sistemas de jubilación anticipada y los subsidios de cesantía financiados por los poderes públicos facilitó el golpe de gracia. Gracias, querido Estado: realmente, nos preguntamos si es legítimo pagar impuestos para subvencionar el alejamiento del mercado laboral de personas que aún están en la flor de la vida. Como resultado, hoy en día, en Francia, solo trabajan un tercio de los varones pertenecientes a la franja de edad entre cincuenta y cinco y sesenta y dos años: un récord mundial. Hay que decir que la exclusión de los trabajadores «maduros» es una hábil maniobra para desviar posibles fuentes de protesta: la persona de cincuenta años es menos flexible que el treintañero que estrena su primer empleo estable convencido de que ha tenido una enorme suerte al haber resultado elegido en el gran casting de la empresa.

En resumen, las personas que trabajan en el mundo empresarial están acabadas a una edad que, en política, le valdría la consideración de debutantes ambiciosos o de elementos renovadores del partido (aunque esto último no es especialmente apreciado en Francia). Acabadas a la edad que tenía Cézanne cuando pintaba sus admirables Sainte-Victoire o Dostoievski cuando escribía Los hermanos Karamazov. El «ciclo de vida» del ejecutivo, por emplear una terminología muy apreciada por los consultores y que generalmente se aplica a los productos, es breve: de la «ascensión» (hasta los treinta y a veces más) a la decadencia (a partir de los cuarenta y cinco años), no hay más que un paso. Se puede ir del Capitolio a la Roca Tarpeya de un plumazo, con una simple tachadura de los responsables de recursos humanos.

Pero esta rápida caducidad del trabajador no puede mantenerse eternamente, ya que los intereses combinados de la empresa y los individuos, ambos favorables a la jubilación anticipada, entran en absoluta contradicción con los de una sociedad envejecida que cada vez cuenta con menos jóvenes para financiar la jubilación de los mayores. Como la citación es un barril de pólvora, asistimos a curiosas explosiones locales, de siempre grata observación para el entomólogo o el ciudadano: las huelgas de mayo y junio de 2003 lo demuestran. Al menos está pasando algo, y Francia, agitada por conflictos apasionantes, parece de pronto… más joven.