Cuando se trabaja en una empresa, lo que más llama la atención es su jerga. Hagamos un paréntesis y reconozcamos que la retórica hueca no es monopolio de las empresas y que vivimos en un mundo amante del argot: la universidad, los medios de comunicación y el psicoanálisis son ejemplos particularmente destacados. Pero la retórica empresarial es especialmente fastidiosa: suficiente para desanimar por completo a ese héroe del trabajo que dormita en tu interior y que recibe el nombre de estajanovista. (Aunque no conozcas el significado de esta palabra puedes seguir leyendo tranquilamente el libro porque el estajanovista no salió elegido en el casting; no se ven muchos en la empresa privada. En la unión Soviética hubo algunos, pero nadie sabe qué ha sido de ellos).
Cuando empecé a trabajar no entendía nada de lo que me decían mis colegas, y tardé un tiempo en darme cuenta de que eso era normal. En la novela de Michel Houellebecq Ampliación del campo de batalla, obra emblemática de toda una generación (la mía), hay un ejemplo magnífico de este lenguaje ridículo. «Antes de instalarme en el despacho, me entregaron un voluminoso informe titulado "Esquema rector del plan de informatización del Ministerio de Agricultura".[…] A juzgar por la introducción, que versaba sobre cierto "ensayo de predefinición de distintos escenarios arquetípicos", presentados de acuerdo con la línea blanco-objetivo». […] Hojeé rápidamente el texto, subrayando con lápiz las frases más divertidas. Por ejemplo: «El nivel estratégico consiste en la realización de un sistema de información global construido mediante la integración de subsistemas heterogéneos distribuidos». En esto consiste la retórica empresarial: es el nivel cero del lenguaje, aquel en el que las palabras no significan nada.
La empresa parte de una ilusión: para ella, el lenguaje humano, lejos de ser una ventana o un espejo, como creen algunos intelectuales especialmente iluminados, no es más que una «herramienta». Es un código reducible a información por poco que controlemos la clave. Este sueño de una palabra transparente, racional y fácil de dominar se traduce en una verdadera lengua de nadie. Al presentarse como libre de pasiones y prejuicios, limpio de todo lo imaginario, el lenguaje empresarial envuelve cada afirmación en una aura de científica frialdad. Las palabras ya no sirven para significar, y lo que hacen es escamotear los vínculos existentes entre los acontecimientos, simulando las causas que los han engendrado. Esta lengua de nadie, deliberadamente oscura e ininteligible, termina pareciendo una oscura jerga derivada de las pseudociencias. Es cierto que son precisamente estas las características necesarias para seducir a un público que se siente tanto mejor informado cuando más confusas tiene las ideas. Cuanto más abstractas y técnicas son las palabras de la empresa, más convincentes parecen ser para ella, que usa y abusa de esta lingüistiquería.[5]
La jerigonza empresarial constituye una paráfrasis inmutable de la realidad. Están funcionando ciertos mecanismos, pero avanzan de forma inexorable y preestablecida, lo cual hace pensar que no hay nadie implicado: «Ha sido creado un dispositivo de seguimiento», «Se ha elaborado un programa de información», «Se ha determinado el balance de situación». De este modo, podríamos llegar a pensar que en el seno de la empresa no sucede nada; este lenguaje impersonal, que pone el énfasis en el proceso, nos produce la ilusión de estar a salvo. No puede pasar nada; es la paz, no la de los valientes sino la del ejecutivo medio: ninguna aventura…¡aparte, claro está, de la eventualidad del despido! La historia es para los demás, para los pelagatos que habitan en los márgenes del mundo civilizado y se matan entre ellos cuando no tienen nada mejor que hacer.
Solo el régimen comunista, tan locuaz, ha sido más prolífico en retórica hueca que el mundo empresarial. George Orwell, el visionario autor de 1984, fue el primero en comprender que el discurso de los soviéticos no constituía una jerga como las demás, risible e inofensiva, sino una auténtica metamorfosis del lenguaje producida por el contacto con una ideología. Orwell intuyó el papel desempeñado por la neolengua en el funcionamiento del Estado totalitario. Y la empresa también es totalitaria, de una manera soft, evidentemente; no nos dice que el trabajo nos hará libres (en alemán «Arbeit macht frei», de siniestra memoria), pero algunos hipócritas sí se atreven a afirmarlo.
El verdadero problema es que la lengua que habla la empresa niega al individuo porque escamotea el estilo: ningún memorando, ninguna nota, debe dejar traslucir a su autor. Cada texto se pule al máximo para respetar el ritual retórico propio de cada compañía. Se instaura un modo de escribir colectivo. Sea cual sea el asunto tratado, el contenido se somete a la acción de una apisonadora. No lo asume ningún locutor, solo se reproducen palabras ya pronunciadas y por tanto el texto no se dirige a nosotros: ¡con razón nos duerme de puro aburrimiento! La retórica empresarial constituye el único ejemplo de un lenguaje divorciado del pensamiento pero que no ha muerto (aún no) como resultado de esta separación.
Esta retórica obedece a cinco reglas básicas:
El lenguaje de la empresa nos conquista y pretende pensar en nuestro lugar. Reduce al empleado a puro mecanismo. ¡Máquina, levántate y trabaja! Tus percepciones, tus ambiciones y tus sentimientos pueden ser traducidos en tablas y curvas, y tu trabajo no es más que un «procedimiento» que hay que racionalizar.
Pero adulterar el lenguaje cuesta caro. Cuando se fuerzan las palabras hasta este punto, cuando se hace difícil desentrañar lo verdadero de lo falso y poner freno a los rumores, reina la desconfianza. Por eso a tantos asalariados les asalta la idea paranoica de que sus superiores jerárquicos han urdido una vasta conjura en su contra. Si sus jefes usan una retórica digna del Pravda, el órgano soviético de la verdad oficial, ¿no es para pensar que hay gato encerrado? A veces lo hay, pero a menudo las cosas son mucho más sencillas: los directivos usan la neolengua porque para eso han estudiado y porque si los han seleccionado para acceder a determinados puestos ha sido precisamente por su dominio de la jerga; sucede como si la retórica empresarial pasara a ser su elemento natural.
Aunque un curso «elemental de lengua» les sería muy útil a muchos de nuestros jerarcas, lamentablemente no está previsto en la lista de actividades de formación homologadas por la casa. La empresa prefiere enseñar programación neurolingüística (PNL) y otros métodos de pacotilla, cuyo único objetivo es conseguir que todo el mundo siga hablando y pensando de forma circular.
Otro de los motivos de que la neolengua empresarial nos resulte tan descorazonadora es que todo el mundo habla por siglas. La retórica de la empresa ha comportado la desaparición de unas cuantas palabras pero también ha creado muchas, sobre todo a partir de abreviaciones y truncamientos, sin tener en cuenta su sonoridad bárbara. Para nombrar los departamentos, los grupos o los servicios se utilizan acrónimos. Veamos el tipo de frases que se oyen en las reuniones: «El AGIR es ahora el IPN y pasa a controlar el STI en detrimento de la SSII, la cual se ocupará del DM; ahora bien, está previsto que esté último migre al RTI». Una hora de conversación de esta índole en la cafetería de la empresa basta para enloquecer a cualquiera. El objetivo de estos acrónimos es que quienes conocen su significado crean que pertenecen a una minoría privilegiada, la de los iniciados que están realmente en el ajo.
Sin embargo, no vale la pena memorizar el significado de todos estos acrónimos en clave porque cambian continuamente, al ritmo de las sucesivas reorganizaciones que tienen como propósito repartir de nuevo las cartas sin que cambien las tornas (¡eso si que no!). Lo que demuestra la proliferación de siglas es que, al hilo de las sucesivas reestructuraciones y fusiones-adquisiciones, las empresas terminan por convertirse en organizaciones tan complejas y laberínticas, que ni una gata lograría orientarse para recuperar a sus pequeños. Como resultado, las rivalidades se exacerban, las competencias se superponen y las estructuras en forma de caja china se multiplican. Así resume el fenómeno un diario económico de vanguardia[6]: «Estamos en la era de la polipertenencia». Traducción al lenguaje cotidiano: «La organización es un caos»…
Sin embargo, hay una regla de oro que determina el proceso de denominación de los equipos: el nombre de cada entidad debe hacernos creer que su importancia para la empresa es vital, pero sin revelar su misión de una forma demasiado explícita porque eso podría suponerle demasiado trabajo. Por eso la mayor parte de los acrónimos se crean a partir de unas mismas palabras, que son las siguientes: información, tecnología, asistencia, gestión, desarrollo, aplicación, datos, servicio, dirección, centro, informática, red, investigación, mapache[7], soporte, mercado, producto, marketing, consumidor, cliente. Tienes un minutos para localizar la palabra intrusa…
La lengua de nadie de la empresa está trufada de inglés. Esto podría parecer sorprendente si pensamos en el odio casi unánime que sienten los europeos hacia Estados Unidos, un país que, como se sabe, es racista, inculto y lleno de desigualdades. Por ejemplo, en Francia, a Dios gracias, el modelo republicano asegura sin ningún problema la integración de las personas de origen extranjero, a las que entregamos en bandeja, en un gran gesto de altruismo, los derechos humanos y la escuela laica-gratuita-obligatoria que garantiza la promoción de los mejores, y además todos los franceses son naturalmente cultos desde los tiempos de Montaigne y Racine. Por eso, como suele repetir el francés medio con rotundidad y una pizca de alivio, «el modelo norteamericano es muy diferente del nuestro». Lo cual significa, por supuesto: Vade retro, Satanás.
A pesar de todo, como los propios franceses reconocen aunque no les guste, los norteamericanos son unos expertos en capitalismo. Harvard es el Belén del dinero. Por lo tanto, hay que prestar oído a lo que dice sobre este asunto el Tío Sam. Las empresas de Europa occidental se sienten acomplejadas ante las Business Schools norteamericanas; tan pronto como una palabra hace furor en Estados Unidos, cruza el Atlántico rápidamente y se convierte en una moda que afecta a nuestras escuelas de gestión, nuestras instituciones comerciales y el discurso de nuestros empresarios. La precisión lingüística tiene poca importancia: basta con salpicar con la palabra nueva las transparencias y los «charts» y en muy poco tiempo se ha introducido en nuestro idioma. Fue así como «packaging» sustituyó a «emballage» ['embalaje’], «reporting» a «compte-rendu» ['informe’], «feedback» a «retour» ['retorno’] y «benchmarking»… aún no tengo claro qué significa (si algún lector avispado conoce su traducción, le agradeceré que me escriba).
«Estoy haciendo el follow-up del merging project con un coach porque quiero chequear el downsizing» significa que estás despidiendo a gente. Del mismo modo, «reengineering» ocupa el lugar de «réorganisation» ['reorganización’]: cuando las connotaciones negativas de los términos vernáculos dificultan su uso, el inglés se revela como un práctico recurso de ocultación. En el contenido en torno de la empresa da igual que todo vaya mal: hay que «positivar». ¿Te acaban de despedir? ¡Sonríe y di «cheese»!
Esta fascinación-repulsión que inspira Estados Unidos, y que está acompañada de un absoluto desconocimiento respecto a nuestros vecinos del otro lado del Canal de la Mancha, explica que en Francia nadie hable realmente el idioma de esos bárbaros. Si todos los que pretenden acceder al mundo del trabajo declaran sin ambages ser bilingües francés-inglés, es porque quienes deben contratarlos saben tan poco inglés como ellos y ninguno está capacitado para poner a prueba sus capacidades lingüísticas, a menudo muy teóricas… es un hecho que los franceses no tienen demasiada habilidad para captar las sutilizas de los demás idiomas, y no me estoy refiriendo a Shakespeare, un autor difícil que utiliza formas de expresión anticuadas, pero sí por ejemplo a Michael Jackson, cantante que tiene menos vocabulario a su disposición que matices del blanco o del gris en los botes de maquillaje de su cuarto de baño.
Al ejecutivo francés, que teóricamente se encuentra en el seno de redes cosmopolitas y flexibles y debe comunicarse con todo el planeta, se le dan irremediablemente mal los idiomas. ¿Es quizá su manera, un poco chauvinista, de luchar contra la globalización? ¿Cree tal vez que el mundo empresarial del futuro hablará en francés, idioma que para él (pero solo para él) es el más preciso y bello que existe? Tener que usar la lengua de nadie de la empresa es bastante duro de por sí, como para encima complicarse la vida aprendiendo inglés…
En la empresa proliferan de manera asombrosa las fórmulas huecas y los lugares comunes, que son muy apreciados. La empresa adora los giros convencionales y las obviedades. De hecho, en este mundo de clichés alentadores solo tienen cabida las expresiones más trilladas: la graciosa «au diable les varices» ['al diablo’], demasiado anticuada, y la enigmática e inquietante «á bon chat bon rat» [literalmente, «a buen gato, buen ratón», con el sentido de «donde las dan las toman»] no tienen carta de ciudadanía. Se trata de hablar, como se dice en las oficinas, «au ras des pâquerettes» [sin florituras].
Cuando uno acaba de entrar en el mundo de la empresa se siente desconcertado, pero termina por comprender que la aparente impersonalidad de esta sabiduría barata no hace más que esconder los intereses y ambiciones de quien los enuncia. En la colección de frases hechas y expresiones utilizadas, ocupan la pole position (con su interpretación entre paréntesis):
«No hay problemas, solo hay soluciones» (frase absurda, muy apreciada por los ingenieros para justificar su cargo).
«Saber es poder» (traducible por: yo sé más que tú).
«Trabaja menos, pero trabaja mejor» (eslogan empleado por los jefes más hipócritas cuando quieren que curres).
«Todo es cuestión de organizarse» (idéntico sentido que la frase anterior).
«No se puede estar en misa y repicando» (no pienso trabajar más de lo que ya trabajo).
«Cuando se sobrepasan los límites, ya no hay fronteras» (estoy harto).
«Cuando el río suena, agua lleva» (sospecho que hay trampa).
«Es mejor decir las cosas a las claras» (estoy harto de hipocresías y voy a ser sincero).
Para el admirador de las fórmulas huecas y pomposas, resulta siempre interesante tomar notas en las reuniones. Además, a veces (todo llega), del gran y generoso vientre del lenguaje surge una perla, una fórmula inesperada y bella que nos compensa de tanta tarde perdida escuchando estupideces.