Introducción

LA EMPRESA NO ES UN HUMANISMO

«Nunca trabajes», decía Guy Debord, el filósofo situacionista. Es un proyecto maravilloso, pero difícil de llevar a la práctica. Por eso tantas personas están contratadas por alguna compañía; durante mucho tiempo, la empresa, sobre todo la gran empresa, ha sido una generosa creadora de empleo. Curiosamente, el universo empresarial nos sigue pareciendo misterioso: ¿será quizás un asunto tabú? Hablemos de la empresa, por una vez sin falsos pretextos y sin retórica hueca.

¡Oídme bien, ejecutivos medios de las grandes sociedades! Este libro provocador pretende «desmoralizaros», en el sentido de haceros perder la moral. Os ayudará a utilizar en vuestro provecho la empresa que os emplea, a diferencia de lo que ocurría hasta ahora, que era ella la que se aprovechaba de vosotros. Os explicará por qué trabajar lo menos posible redunda en vuestro interés y cómo se puede minar el sistema desde el interior sin que se note.

¿Es cínico Buenos días, pereza? Sí, lo es deliberadamente, pero no olvidemos que la empresa no es un humanismo. No nos desea ningún bien y no respeta los valores que predica, como demuestran los escándalos financieros que inundan las noticias y los numerosos «planes sociales» que entran en vigor para mitigar los efectos de despidos masivos. El mundo empresarial no es cosa de risa, excepto cuando alguien, como es muestro caso, opta por reírse de él.

¿ES EL DESENCANTO LA SOLUCIÓN DE LA EMPRESA?

Millones de personas trabajan contratadas por empresas, pero su universo es opaco. Sucede que quienes más hablan de la empresa, y me refiero a los profesores universitarios[1], nunca han trabajado en una: no saben. Y quienes sí saben se cuidan bien de hablar; los consultores que han abandonado la firma en la que trabajaban para montar su propia sociedad callan porque no les interesa cortar la rama sobre la que están sentados. Lo mismo se puede decir de los gurús de la gestión empresarial, que inundan de consejos el mundo de los negocios, lanzando modas ridículas en las que ni siquiera ellos creen. Este es el motivo de que la indigesta literatura dedicada al management sea a la empresa lo que los manuales de derecho constitucional son a la vida política: no sirven para comprender cómo funciona el «schmilblick»[2].

Sin embargo, ha habido algunas voces que se han atrevido a hablar de la empresa tal como es realmente. Abrió la vía el género de la novela romántica, que no vaciló en utilizar como telón de fondo las pasillos enmoquetados de Arthur Andersen (que quebró en 2002) o la Toru Gan (que parece inderribable), el rascacielos del distrito parisino de La Défense. La cosa tiene mérito, teniendo en cuenta lo difícil que resulta imaginar a Romeo y Julieta hablando de cash flow o de management, cerrando expedientes, ideando joint-ventures, calculando sinergias o trazando organigramas. Lo cierto es que la empresa no suele ser escenario de pasiones nobles como el coraje, la generosidad o la entrega abnegada al bien público. No nos hace soñar. Y sin embargo… Si la empresa no es el principal lugar que reúne a las personas que dedican su energía a hacer cosas de verdad, ¿por qué tantos licenciados universitarios ponen su talento al servicio de una compañía, preferiblemente grande?

Yo misma, cuando empecé a trabajar, pensaba que el mundo empresarial iba viento en popa y aunaba en un mismo movimiento los valores de la ascensión social y el espíritu libertario de Mayo del 68. Pero no tardé en desilusionarme. Ya llevo muchos años en este entorno y he tenido tiempo de comprender que nos habían mentido. He visto que el universo de la empresa no tiene nada de «jijí jajá»: además de ser aburrido, es potencialmente cruel. Su verdadero rostro se hizo visible en el momento en que estalló la burbuja de Internet y los periódicos hicieron su agosto con las noticias de escándalos financieros. La caída de las cotizaciones de Vivendi, France Télécom, Alcatel y otras compañías echó sal en las heridas porque arruinó el patrimonio de miles de accionistas asalariados, que hasta entonces habían confiado cándidamente en el agresivo discurso de sus jefes. Pero lo peor fue la catástrofe de 2003, que puso de manifiesto la cara negra de la empresa y que provocó que se multiplicaran los planes de despido: STMicroelectronics, Alcatel, Matra, Schnider Electric…

La empresa está acabada. Hay que rendirse a la evidencia: ya no es el lugar del éxito. El ascensor social está bloqueado. Los títulos académicos ya no proporcionan tanta seguridad como antes, las jubilaciones se encuentran amenazadas y la carrera profesional ha dejado de estar garantizada. Queda lejos la década de los sesenta, con su entusiasmo por el progreso y sus carreras aseguradas. Soplan otros vientos y, para huir de ellos, miles de universitarios sobradamente preparados empiezan a mendigar oscuros empleos de chupatintas en la Administración.

De hecho, el mundo empresarial ya no ofrece demasiadas posibilidades de proyectarse hacia el futuro: a las generaciones que vienen detrás nuestro se les exigirán todavía más títulos para ocupar puestos aún menos valorados y llevar a cabo tareas menos motivadoras. Tengo un hijo y una hija y ya se lo he advertido: «Niños, cuando seáis mayores, nunca trabajéis para una empresa. ¡Nunca! ¡Nos daríais un disgusto muy grande a vuestro padre y a mí».

Ante una ausencia tan evidente de perspectivas individuales y sociales, los retoños de la burguesía, vivero del que se nutre el personal directivo de las empresas, deberían ir poniéndose a cubierto. Para salvarse tendrían que encaminarse hacia otras profesiones menos integradas en el juego capitalista (el arte, la ciencia, la enseñanza…) o bien hacer un elegante corte de mangas y abandonar parcialmente el mundo de la empresa. Eso es lo que he hecho yo: ahora estoy contratada a tiempo parcial y reservo la mayor parte de mi tiempo a otras actividades mucho más emocionantes[3]. ¡Haced como yo, pequeños ejecutivos, colegas asalariados, neoesclavos, víctimas del sector terciario, tropas de reserva del proceso económico, hermanas y hermanos que trabajáis a las órdenes de jefecillos mediocres y serviles, obligados a ir disfrazados toda la semana y a perder el tiempo en reuniones inútiles y seminarios absurdos!

Entre tanto, y dado que las salidas por la tangente hay que prepararlas con un poco de antelación, ¿por qué no os dedicáis a grangrenar el sistema desde el interior? Imitad vagamente los comportamientos del ejecutivo medio, copiad su vocabulario y sus gestos, pero sin «implicaros». No seréis los primeros: según un reciente sondeo de IFOP[4], el 17 por ciento de los ejecutivos franceses de nivel medio se consideran «activamente desvinculados» de su trabajo, lo que significa que han adoptado una actitud tan poco constructiva que se asemeja al sabotaje… Solo el 3 por ciento de los ejecutivos «se vuelcan a fondo», según la expresión consagrada, y se consideran «activamente vinculados». Hay que reconocer que la cifra es muy baja. En cuanto al resto, los que no se incluyen en ninguna de estas dos categorías, la empresa se esfuerza en «motivarlos»: de ahí la proliferación de seminarios pensados para subir el ánimo de los ejecutivos un poco quemados. Está claro que, en el momento en que nos planteemos cómo se puede incitar a los empleados a meterse en faena, es porque estos no se toman muy enserio su trabajo. Mi abuelo, self-made man del mundo de los negocios, no se levantó ninguna mañana preguntándose si se sentía «motivado»: se limitaba a hacer su tarea.

Adoptar este tipo de «desvinculación activa» no tiene por qué valeros ningún disgusto siempre que lo hagáis con discreción. De todos modos, estáis rodeados de incompetentes y mediocres que no se darán mucha cuenta de vuestra falta de entusiasmo. Además, podéis estar seguros de que, en caso de que alguien la advirtiera, no se atrevería a deciros nada. De hecho, sancionaros tendría dos consecuencias negativas para vuestro jefe (o jefa) inmediato: en primer lugar, sería una prueba de que no ha sabido dirigiros, y en segundo lugar, un eventual castigo limitaría vuestras posibilidades de cambiar de puesto. Ha sido gracias a esta omertá, precisamente, como ciertas personas han logrado una promoción espectacular: sus superiores jerárquicos estaban dispuestos a todo para librarse de ellos, incluso a ascenderlos. Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la hipocresía…

Pierre de Coubertin decía que lo importante era participar, pero, hoy en día, lo importante es participar lo menos posible. Tal vez, quién sabe, podría ser suficiente para derribar todo el sistema: los comunistas estuvieron setenta años mano sobre mano y al final, un día, el Muro de Berlín terminó por caer… Mientras tanto, no nos hagamos ilusiones: es mejor no esperar nada de una revolución porque la humanidad ha repetido siempre los mismo errores, la burocracia, la mediocridad extrema de los jefes y, en los periodos algo agitados, cuando la gente se pone realmente nerviosa, el patíbulo. Estas son las tres ubres de la historia (¡ah!, pero ¿la historia tiene ubres?).

Así pues, veamos algunos principios que pueden resultar útiles para comprender el mundo empresarial tal como es verdaderamente y no como pretende ser.

UN NUEVO CÓDIGO DE INTERPRETACIÓN

En la empresa, cuando alguien te dice algo o cuando lees un documento, puedes aplicar ciertas claves para descifrar su sentido oculto. Este método de descodificación, que adopta la forma de una pauta de interpretación, ayuda a leerlo todo como un libro abierto; no hay que olvidar que la empresa es un texto: habla, comunica, y escribe. Es cierto que lo hace muy mal, pero no importa, porque gracias a eso, la tarea de descifrar y comprender el sentido de lo dicho es mucho más divertida.

Invertir los signos. Cuanto más alude a una cosa la gran empresa, más carente está de ella. Por ejemplo, la empresa «revaloriza» las profesiones especializadas en el momento en que estas desaparecen, se complace en hablar de «autonomía» pero exige cumplimentar un formulario por triplicado para cualquier fruslería y recabar la opinión de seis personas antes de adoptar la decisión más anodina, y se escuda en la «ética» cuando en realidad no cree en nada.

Seguir el hilo circular del discurso. El discurso de la empresa se desarrolla circularmente, como un pez que se muerde la cola. Basta con tomar una idea y tirar del hilo hasta el final: es inevitable regresar al punto de partida. El universo de la empresa se caracteriza porque muy a menudo la reunión es la finalidad del trabajo, y la acción es el objetivo último de la acción (a menos que suceda lo contrario).

Distinguir entre estupidez y mentira. Cuando se trabaja en una empresa lo más difícil es distinguir los matices, y a veces la experiencia nos lleva a descubrir que en realidad… «no es una cosa y otra, son las dos». Por ejemplo, cuando tus superiores jerárquicos aseguran que «el personal es nuestro valor más importante», o que «tus ideas son esenciales para nosotros», están diciendo banalidades sin consecuencias, pues todo el mundo sabe que un mundo así no existe. Ahora bien, la frase «con nosotros podrás desarrollar especialidades muy diversas, vivir grandes aventuras y responsabilizarte de misiones y proyectos variados e innovadores», se trata evidentemente de una patraña. Y cuando un empresario afirma cosas como «no he oído ningún rumor» o «aquí practicamos una política de apertura», generalmente está mintiendo también. La combinación de estupidez e hipocresía es fructífera y ha dado lugar a la práctica del management moderno, que algunos han bautizado pomposamente como neomanagement.

Aplicar un principio de realidad. Algunas cosas que son factibles en la vida corriente, en el mundo empresarial se tornan difíciles; y las que en la vida cotidiana son difíciles sin más, en el trabajo resultan completamente imposibles. Por ejemplo, se puede predecir el fracaso asegurado de cualquier intento de reestructuración a gran escala, al igual que el de todo proyecto que se prolongue durante más de dos años y, de una forma general, el de cualquier cosa que se haga por primera vez.

Ver las cosas en perspectiva. Hay que situar las cosas y los acontecimientos dentro de su contexto. La empresa no se puede separar del mundo en el que prospera (o más bien, tal como están las cosas, en el que se marchita). No es más que el síntoma de un mundo que se ha hundido en la mentira y que aplaza sin cesar el golpe de gracia recurriendo a sobornos inmensos y a una retórica hueca acompañada de una gesticulación sin sentido.

AVISO: AMIGO INDIVIDUALISTA, SIGUE TU CAMINO

Querido individualista, hermano de armas y de corazón, este libro no te está destinado, porque la empresa no es para ti. El trabajo en las grandes compañías es como un grillete para esos individuos que, abandonados a sí mismos y con ayuda de su libre entendimiento, podrían optar por pensar, dudar, ver y, quien sabe, ¡incluso enfrentarse al orden! Y eso no se pude tolerar. Si alguna vez aparece alguien con ideas nuevas, hay que evitar a toda costa que esas ideas perturben el grupo. Evidentemente, en un mundo donde se aconseja ser dócil y está bien visto cambiar el fusil de hombro cada cinco minutos al mismo tiempo que los demás, el individualista es un factor de perturbación, una fuente de discordia. Por eso se prefiere al cobarde, el débil, el obediente, el que se inclina, sigue el juego, se adapta al molde y al final logra abrirse un hueco sin provocar demasiada agitación.

Nuestro insociable individualista, en cambio, aparte de ser incapaz de hacer lo mismo que el resto, cuando además tiene las ideas claras no es muy dado a la conciliación: por eso, lógicamente, inspira desconfianza. Las DRH (direcciones de recursos humanos) lo ven venir de lejos: tenso, obstinado, testarudo, son los calificativos que se repiten en el apartado de análisis grafológico de su expediente. Y no saberse adaptar es feo: es feo salir del trabajo tan pronto como está terminada la tarea del día; es feo no participar en el cóctel de fin de año, no compartir el roscón de Reyes con los compañeros o no dar nada para el regalo de jubilación de la señora Michu; es feo volver corriendo al hotel en cuanto acaba la reunión con los socios de Taiwan; es feo rechazar el café propuesto durante el cofee-break o traerse una fiambrera cuando todo el mundo baja a comer a la cafetería de la empresa.

A quienes se comportan así, sus colegas los ven como una especie de cactus de oficina porque no respetan las imprescindibles normas de convivencia, que se manifiestan en los cócteles de empresa, las bromas establecidas, la campechanía y los besos hipócritas (actitudes que es obligatorio simular, so pena de exclusión). Pero quizá lo que sucede es que nuestros cactus han comprendido perfectamente en qué punto radica la barrera infranqueable entre el trabajo y la vida personal. Quizá se han dado cuenta de que mantenerse eternamente disponibles para una inverosímil sucesión de proyectos, la mitad de ellos completamente estúpidos y la otra mitad mal planteados, es un poco como cambiar de pareja sexual cada seis meses; con veinte años la cosa puede tener su gracia, pero al cabo del tiempo, seguir con la misma actitud termina por hacerse pesado.

En neomanagement, en el fondo, es la elección obligatoria.

Veamos pues, en seis capítulos, todas la razones para desmotivarse.