RECUERDO que una vez, estando ausente
de España, a muchas leguas de tus riscos
donde sólo las cabras ramonean,
recibí de un amigo de la infancia,
de uno de esos amigos que se pierden
de nuestra vista largos años, una
carta en que me decía que habitaba
allá en tu seno azul, como maestro
de escuela en una aldea que se esconde
enclaustrada en tus valles. Brevemente,
y como de pasada, me decía:
ahora vivo en un pueblo del Teleno,
de aquel que en nuestros juegos contemplábamos
embozado en su capa —son sus mismas
palabras— de blancura misteriosa.
Y sentí removerse en mis entrañas
toda la soledad, el tiempo todo
acumulado en días, meses, años
de amor, como si al peso de una piedra
se desplomara en mí que estaba lejos
el alud de emoción, el son silente
de algo que cae y nos arrastra al fondo
de su pureza. Porque entonces vibra
enteramente el alma, y es primero
un estremecimiento silencioso
y una luz en los párpados, y un simple
recuerdo nos arrastra con su empuje
desde lejos, lo mismo que una peña,
o el tenue movimiento de una rama,
o el pie de un corzo o de un pastor, inician
a veces, en los flancos de los Alpes,
el hundimiento entero de una masa
de nieve sobre el valle. Así, temblando
en mi interior sentí la vida toda
con absoluta realidad, y aquella
carta encerraba para mí sustancia
de más sueño y más vida, de más tiempo
que muchos libros inmortales. Ciegas,
sentí agitarse las masas, ondas
de mi iluso vivir, con sed de verte,
con apretada sed de caminante
que refrescar su fiebre necesita,
despacio, libremente, rota el agua
entre sus manos, cual si sangre fuera
de dentro de pecho, monte nítido.
Luz matinal que entraste por mis ojos
para que el corazón frustrara al tiempo
y algo eterno tuviera en que ampararse
en medio de los años, como en lago
se deposita virgen el deshielo
que recogen los valles. Tal tu música
cabe en mi soledad, mis horas puebla
con su clara quietud, y cuando el día
llegue que se entreteje a nuestro sino,
y en mis manos vacías nada quede,
sé que tú todavía, piedra extática,
recibirás amor desde los pechos
de mis hijos: mi amor, el que mi espíritu
amasó para siempre en sus pupilas
con tu luz inmoral, monte indeleble.
Y así parece que al mirarte a ti
miro a mis hijos yo, y a verlos vuelvo
—desde fuera del tiempo, pero vivo—
fundido a tu sustancia, y que ya nunca
se ha de poder interrumpir la vida
a través de esa unión, como las nieves
se funden en el cauce, y tornan luego
desde el mar a tus cumbres solitarias.
TODO amor es Tu sombra, Dios viviente,
silenciado fluir que en sueños mana
perpetuamente bajo el alma humana
como pasan las aguas por el puente.
Así mi corazón en la corriente
siente Tu oscuridad, Tu fe devana,
y recibe el latir de Tu lejana
fuente de vida, cristalina fuente.
Y así en mi soledad de Ti soy parte
que suena silenciada en Tu armonía
mientras con valles y montañas giro,
y casi desprendido al contemplarte,
en mi íntima visión de lejanía,
piadosamente, las estrellas miro.