… Y MANUEL

No importa la vida, que ya está perdida;

y después de todo, ¿qué es eso, la vida?…

Cantares…

Cantando la pena, la pena se olvida.

MANUEL MACHADO

POBLADO a solas por las mil palabras,

que son o no son bellas,

que verso son o prosa

(según como se mire, dicho hubieras),

pienso en ti, en lo delgado

de ti, en lo delgadísimo que era

tu cantar: escogiendo, rechazando,

por el son de la cuerda,

el llanto o la sonrisa,

el desdén o la pena,

el hogar o la calle en tu camino,

hasta oír la ternura y casi verla.

Pienso en ti, y en tu clara

lección, de vida hecha…

Tu verso, dialogado

o hablado (porque espera

contestación parece dialogado;

y porque nada afirma y todo prueba),

dice bien lo que quiere

acompañar, e igual a todos [lega:

al que lo aprende de memoria, y canta,

o al que lo olvida en la memoria buena, .

rimando, sin saberlo, cualquier día,

su nuevo amor con tu palabra vieja.

… Cuando hablo de tu verso, bien lo entiendes,

hablo del que es mejor y más te lleva,

y de la noche hablo

que su brazo te dio de compañera.

Pienso en ti, y en tu fina

lentitud espectral (mitad presencia

y mitad lejanía),

y en tus manos que hablaban hasta quietas,

moviendo el aire claro de Sevilla

con la rubia cabeza,

y acendrando el sosiego,

noble, de la invitada calavera.

… Don Manuel enlutado

(vestido por la guerra),

cantador solitario

(más hablando hacia adentro que hacia fuera),

en el Madrid atónito de un día:

así hoy mi voz velada te recuerda.

Así mi voz velada,

y así de oscura la guitarra suena,

y hay palabras en nudo,

y hay palabras tirantes y que tiemblan,

y que se oyen con sólo

rozarlas, casi a ciegas.

Don Manuel enlutado, erguido el porte,

dibujado el semblante por la espera,

ojos de hastiado príncipe,

aún con luz matinal de primavera,

de la mano de Eulalia

(con su debilidad por toda fuerza),

desandando el camino,

tomando el sol que la bondad calienta

tras el balcón cerrado de los días,

y la cita de Antonio que se acerca.

Así mi voz velada,

y así la soledad que canta en ella,

y el estupor del último

clavel desnudo en la solapa negra.

¡Ay la melancolía de los límites!

¡Ay la delgada charla que se queda

ronca de madrugada,

al volver de la calle, un día cualquiera!