NACÍ en Astorga el novecientos nueve;
y allí quiero dormir, en mi remanso
familiar, a dos metros de la nieve.
Pero mientras mi sed de aurora canso,
en la brecha del tiempo andando España,
sólo en su perfección tendré descanso.
Lo mismo que el vaquero por la braña
leonesa, me siento solidario
de su anchura total en mi cabaña;
y al borde de mi recto campanario
(que es todo él universo) se arrodilla
en Roma mi proyecto milenario.
Como el sudor caliente tras la trilla
cumplo la obligación de un alma a solas;
y mi necesidad abunda y brilla.
Porque al más suelto ramo de amapolas
le es fácil alegrar, con su reflejo,
la mesa, el pan, la sal que estuvo en olas.
Canté a Vallejo, indiocristiano viejo:
tan pegado a su alma el cuero enjuto,
que era su piel irradiación de espejo.
Con su mentón punzante y resoluto
mascaba el hambre; y se murió de ella
(un jueves de aguácelo) en absoluto.
Comunista (en dolor) lavó su huella
callejeando la miseria: el hueco
de la hormiga, del pan, de la botella.
Murió en París profetizando el eco
de la lluvia en el vidrio despoblado,
igual que un palo que se encoge seco.
A Vallejo canté (silabeado
de emoción infantil) en su cartilla
de trébol y de tiempo apaleado.
Como al beber el pájaro se humilla
en la gota, su voz me aseguraba
que estaba manuscrita en la cuartilla:
(lo mismo que un cordero se destraba;
y su frágil balido pide amparo
en rota libertad…). Me recordaba
al niño que se empuja, tras el aro
que aún estaba en sus dedos; y que corre
inútilmente, como gira el faro.
Con su propia palabra se socorre
el poeta de verdad: así Machado,
que nunca se encerró en ninguna torre.
Ni se metió tampoco en fango o vado
(a propósito el pie de charca en charca),
para poder decir: yo lo he pisado.
El ser entero, la palabra abarca:
porque la sangre del carbón nos tizna
de piedad carbonera en santa marca.
Cual sale entre las losas, brizna a brizna,
la grama resurgente, que humedece
la paciente humildad de la llovizna,
el pan, en parva miga, resplandece.
Y la harina aldeana guarda el brillo
que en la hierba eucarística verdece.
Lo mismo que la ropa entre el membrillo,
la sustancia en el alma presentida
preserva en la vejez su olor sencillo:
porque puesta a morir está la vida;
y en simiente perpetua, y en respuesta
irrevocable, personal, seguida.
Como el que ya corona larga cuesta,
y ve morir, en torno suyo, todo,
a la redonda está mi vista puesta.
Quizá cuando volvamos el recodo
que para siempre y hasta el mar de tuerce,
nos miraremos ambos de otro modo.
La vida es una sombra que se ejerce
y un préstamo de alondra en la garganta;
hasta que el nudo justo la retuerce.
Mas dijeron a Lázaro: ¡Levanta!,
y se alzó como el aura del tullido,
aún desvelada y húmeda la planta.
¿Qué vio Lázaro allí, desaterido
su pecho, a voluntad irresistible?
Nadie más que el creyente lo ha entendido.
Amad siempre de cerca en lo posible,
y os será perdonada en abundancia
la huella en el atajo irrepetible.
¿Qué vio Lázaro, qué? ¿Volvió a su infancia
con Marta y con María: desvendando,
reanudando en sus ojos la distancia?
Su corazón (sellado) cae nevando
en el nuestro, que muere y resucita,
como pie que peligrara en copo blando.
¿Qué vio Lázaro allí, que no repita
la penumbra del alma, en alianza
con el cuerpo mortal que necesita?
En sus Cantos de vida y esperanza,
Rubén, su extremo de bondad nos lega:
con su alma dialogando en lontananza.
Contra aquel don Miguel (el de la brega),
y con plena justicia en el reproche,
mojó su brava pluma chorotega
toda en misericordia hasta el derroche,
explicando en su verbo la pureza
que iluminaba su dolor de noche.
No con hacha de pluma en la cabeza
despenachada: el leñador del roble
que tú cantas, destruye, mas no reza.
A Rubén la brotaba el hombre noble.
Rubén era Rubén de Nicaragua
y del tronco común en fronda inmoble;
mas Rubén era el niño que se fragua
en dolor a sí mismo a todos ratos;
y con su vaso servicial de agua.
Todo (como la mano que alisa
el pelo en resplandor de cielo humano)
obedece a una música sumisa.
Recuerdo mi recuerdo (y no es enano)
tan impaciente y niño como el día
de mi primera comunión. Temprano
(¡qué temprano, Dios mío, todavía!)
nos levantó mi madre (recién muerta)
y nos probó y planchó con su alegría.
Nos calzó los zapatos (ya está yerta),
nos mojó con sus besos el peinado,
nos miró en el espejo y en la puerta.
Nos dijo que era el día más soleado
del alma; que ni un príncipe reinante
estaba así de guapo a nuestro lado.
Nos riñó las arrugas su semblante,
nos repitió el cabello que reía,
nos cogió de la mano hacia adelante.
Nos puso una medalla {que latía
como la flor silvestre en el arbusto);
y nos miró la vida en lejanía.
Nací en octubre, en el minuto justo,
y a sazón de las doce: entre paredes
provincianas, llorando de disgusto;
golpeado como el pez contra las redes,
y sacado de pie sobre la arena;
derecho a voluntad, como tú puedes.
Vivo, como el que cumple una condena:
encarcelando en libertad la vida,
y convencido en todo de azucena.
Su mirada nos puso, haciendo herida
para siempre en la nuestra; y mi esperanza
es toda su esperanza, transmitida.
Ni puedo traicionarla, ni es mi usanza
la traición; y tu insulto no me hiere.
No puede herirme, como aquella lanza.
Mas si tu voz un día la profiere
te helaré con mi mano, y al diablo;
claro que no envilece el que lo quiere.
Mira mis ojos y verás que hablo
desnudo, y esperando tus insultos.
No me mancha ese estiércol, pobre Pablo.
¡Pobrísimo fantasma contra bultos
de carne y hueso, de verdad sin lonja;
de cuerpos y aniñándose en adultos!
Aquella lanza de empapada esponja,
de cardo en irrisión, yo la transforma
en jugosa penumbra de toronja.
Nací en Astorga, como pesa el tormo:
como una catedral desde un cimiento;
y con mi calle en sombra me conformo.
Te mando mi postal de sufrimiento,
con árboles y yedra de mi casa,
donde no vive nadie más que el viento.
Está arrimada a la muralla en masa
(como una tempestad junto al oído),
con los años de un niño que no pasa.
Igual que esa muralla (que he perdido)
vi en el riñón de Honduras la sorpresa
en ruinas de Copán; y vi dormido
(con esa luz interna que atraviesa
el sueño) la elegiaca muchedumbre,
mil años hacia atrás, que en tu alma pesa.
Vi atravesar la selva, en halo y lumbre,
el halcón del guerrero variopinto
(mil años hacia atrás), de cumbre en cumbre.
Paseaba el corazón sobre lo extinto
(como el trémulo sol bajo el ramaje)
descendido las gradas del recinto
apagado. La deuda que contraje
entonces, de respeto y de nobleza,
pervive en mi canción, no en tu coraje.
Somos los impacientes sin recreo,
armados por la luz de nuestros gritos,
con el pecho en fragancia y aleteo.
Y los equivocados señoritos
que firmamos tus Cantos Materiales;
porque éramos, en flor, unos benditos.
El apio, el mosto, el cuero, los metales,
los tomates cortados a navaja,
el arroz, la madera, las nupciales
palabras irreales (la mortaja),
el trigo en realidad (materialmente),
el candor los empapa y los viaja.
La lechuga rodeada de poniente
(la lechuga fantástica del grillo);
la combatida esperma confluente;
la escarcha que madruga en el ladrillo;
el gorrión que gotea en el alero;
la magistral lección del buen tomillo;
el mineral, la tiza del lucero;
las hierbas; los burdeles que visitas;
la música comprada por dinero;
las primeras palabras manuscritas;
el frenesí salvaje; los notarios;
las horas agrietadas y marchitas;
los cucos relojeros; los canarios
hogareños; los duendes colibríes;
el líquido Walt Whitman; los armarios
helándose en el humo que deslíes;
los espejos; las fibras de la muerte;
la roca taladrada de alhelíes;
la luna que en Wisconsin se divierte;
las aves del salitre; el repertorio
de todas las palabras, como a suerte;
el diccionario hambriento; el consultorio
verbal; el arqueológico rocío;
la polilla de estéril territorio,
establecen tu reino y señorío;
y en tu cámara oscura de aguardiente,
detrás del vidrio roto, se oye el frío.
Mis nudillos sin piel (como el relente
que llama en las ventanas, y que suena
como un soplo de música en la frente;
no como el sordo puño de la arena);
en medio de la densa madrugada
llaman a tu palabra nazarena.