¡Oh luna! ¡Cuánto abril!
JORGE GUILLEN
¡CUÁN guardado estarás, estuche nítido,
campo de altas estrellas verdeantes,
serpentino Jarama que te quedas
jugando con la arena y con los juncos!
¡Cuan guardadas, tus hojas repentinas
—yo lejos ya de ti, tú sin mí ahora—
estarán en la noche, culminante
de soledad, al pie del Guadarrama,
que prolonga su virgen conjetura
tras e] intenso azul de cada día!
Alto hacia las montañas, en tu nava
de vaguedad sumido, sin colores
ya tu color, tan sólo las estrellas
que envuelven a Madrid —foscas y límpidas
en un mismo temblor— verán tu pura
intimidad, tu límite sin oro,
tu violeta ya seco y desprendido
como la flor del cardo, mientras ellas,
las únicas, verán mi pensamiento
puramente también, y tu deleite,
tu luz, ellas serán, Jarama serio,
que te abres al azar, como la vida,
improvisando todo vagamente,
discurriendo sin cauce concluido
a través de lo igual, entre Alcobendas
y la luna, y los árboles, y todo
lo que aún a mi mirada está pegado
con existencia suave…
Pero ahora,
al regreso de abril bajo la hierba,
¡cuan guardado estarás, terruño lento,
belleza taciturna que en mi alma
vagas hecha bondad, recuerdo hecha
de un día interminable, innumerable,
de un. todo entrecruzado con la vida!
Pardos alcaravanes deshorados
desanclarán su cuerpo, desde el suelo
—perdido en luna rosa de hondonada
caliza—, y posarán su ruido triste,
como piedra tirada sin impulso,
aún meciendo la luz, el verde súbito
del día que ha pasado para siempre
y al que es preciso renunciar, lo mismo
que las montañas limpias a su forma.
Y es que ha pasado entero, ya ha pasado
otro día, ya somos otro día,
otro rumor distinto en viento y agua,
otro ser imprevisto, un nuevo cambio
dulcemente total… Es que ya somos
el ayer del mañana, y ya no somos,
ya hemos vivido y muerto aquel instante,
maravilloso instante repetido
de la jornada que se acaba entera
a espaldas de Madrid y de su ingenio,
y de su masa sorda, y de sus muros,
y de su vana hormiga, y de su siempre
callejeante luz, y ya ha pasado
el tiempo —entre mis párpados— el alma,
y todo continúa igual de ciego
esperando en nosotros.
Como el niño
que se marcha del hombre, todo espera,
interiormente roto y renovado,
jugando con la arena y con los juncos
seriamente, bailando con el agua
que brota de la noche. Todo espera
el invasor empañamiento lúcido,
la gran beatitud de la mañana,
y el movible silencio de los campos
oscuros todavía.
Mas la aurora
llegará tenuemente tras los montes
—los montes distraídos del Jarama—,
empujando las sendas de tu valle,
cuando yo esté dormido en blando sueño,
lejos de ti, cerrado entre paredes
de espesor animal, ajeno al puro,
al verde amanecer de aliento suave,
que poco a poco invadirá las cumbres,
animará la calma de los surcos
y teñirá de azul tu fresco lecho.
Yo estaré mientras tanto sordo al éxtasis,
al ímpetu sagrado, en mi descuido,
viendo palidecer intensamente
mi vida en el silencio de la noche,
como un amordazado; oyendo lejos
el ruido de la luz, mas sin tocarla,
sin oler lo nacido de tu hierba,
sin saber de tus pinos en la aurora,
de cómo es el color que te sorprende
y por los huesos vivos se te entra
de la tierra, mitad amanecida,
que el sol va retirando entre los troncos.
Yo estaré, descuidado, amaneciendo;
sin escuchar el silbo de agua y sombra,
y el verdor esponjado de tus campos,
y el rumbo de tus hojas y tus ramas.
¡Oh día —entre hoy y ayer— que el trigo mueve
con gracia sin igual para el regreso,
a ambos lados del cielo, en el camino!
¡Oh campo despegado por la luna
hace unas horas sólo, ya sin nadie,
sin sílabas, sin muebles en el cielo,
interiormente lleno de desnuda,
errante embriaguez negro naranja
contra el supremo azul de las techumbres
de Madrid! ¡Cuan guardados para siempre
los mil y mil tesoros desvividos
que puso entre mis manos un minuto
la realidad, y que serán ahora,
y que ya sólo son, consuelo vago
de esperar y esperar lo siempre nuevo!