INTRODUCCIÓN A LA IGNORANCIA

[Nana]

A Leopoldo María

Y te ve sonreír para nosotros,

como a la hierba en lo solo de un valle.

Se te ve sonreír para el silencio,

para el azul vivificante de la nieve,

para la luz descalza que hay en lo íntimo del agua,

para la libertad con sabor a ella misma,

para el rocío desprendido del bosque y para la piel de ignorancia del mundo.

Se te ve sonreír donde no estaba nadie,

más que el balido de la flor,

más que el son de la gota,

más que el hilo perdido de la araña,

más que el baile de la hierba y del cielo.

Se te ve sonreír y titilar desde lo último que tienes:

desde el amago de tus manos y el clavel de tus cuerdas vocales;

desde los tallos con aroma de un azul imprevisto;

desde el frescor sin trabajo de lo verde;

desde tus huesos que se sueltan del orbe.

Se te ve sonreír para todos, desde mi corazón hacia el tuyo;

desde tu rizo columpiado sin fuerza;

desde tus labios intermedios entre la esperanza y el tiempo;

desde tus ojos donde el tiempo no estaba.

Se te ve sonreír donde el tiempo no estaba,

como a la hierba en lo solo de un valle.

Nadie estaba entre las blandas laderas.

Nadie estaba en la delicia del mar vivo.

Nadie estaba en el beso de las hojas.

Nadie estaba en el vaivén del silencio.

Nadie estaba en lo vago de las cimas.

Nadie estaba,

y llegamos de repente,

sorprendiendo a las cosas en su origen,

avisando a los peces,

asustando a los álamos,

poniendo en fuga la materia del día,

igual que el alpinista cuando asciende perdiendo peso en la altura.

Nadie estaba: ¿Para quién todo aquello?

¿Para quién el dulce terror que en gozo puro se convierte?

¿Para quién lo concreto de la piedra y lo absoluto de la estrella que nace?

¿Para quién el rumor inasible y el inmenso depósito de vida,

de todo aquello? ¿Para quién todo aquello

desde la cumbre hollada y solitaria,

desde el tiempo sin límite,

desde el terreno de la nieve sin nadie?

Para ti,

Leopoldo María.

Para ti, pobre Niágara de besos.

Para ti, turquesa niña de tu madre.

Para ti todo aquello, y desde el dulce

latir de todo aquello,

se te ve sonreír,

para nosotros,

niños,

los más niños,

eternos creadores de ignorancia.

Para ti todo aquello, todo el aire,

toda la luz en pliegues infinitos,

todo el cansancio de excursión y de tiempo,

toda la soledad y todo aquello,

como tibio dolor entre plumas,

aun entre vagas plumas,

niño nuestro,

niño que estás aquí, que todavía

no estás aquí,

que vas,

que vienes,

desde dentro y el centro

de nosotros.

Para ti,

Leopoldo María,

diáfano en tu mudez,

despertado hacia el tiempo por nosotros,

intensamente alegre sin saberlo,

intensamente solo sin saberlo,

revelador de un Dios único,

sustancia de una muerte única,

presencia y puro vaso de agua

de un origen profético

y tuyo,

y que lo tienes tuyo

en dulce titilar,

en ganancia de sombra,

en único tesoro de días.

Para ti todo aquello sin sílabas.

Para ti todo aquello que es nuestro sin saberlo de fijo.

Para ti desde ahora,

tacto de ciego acompañante

que nos alquila en la feria del mundo.

Para ti la verdad en la miseria y los pies que se

cumplen andando.

Para ti las infinitas naranjas que al rodar se sonríen.

Para ti la tiniebla que es la hierba del cielo.

Para ti la palidez de un momento que parece la vida.

Para ti la bondad de todo aquello;

y más que quiero darte;

y el suelo que a tus plantas yo daría,

y el mar que si pudiera,

la luz que sí pudiera,

para ti,

Leopoldo María.

Se te ve sonriéndonos dormido,

necesitado de calor en la sombra,

necesitado de prodigio en el tiempo,

necesitado humanamente en nosotros.

Voluntad aún sin peso en las manos

—como la hierba por lo solo de un valle—,

se te ve con el brillo repentino del agua,

se te ve,

sirio intacto,

con luz de pocos meses, con límite en espera,

con existencia liberándose, con ternura voluble de hoja

con alma que transpira, noche y día,

peligro y confianza de su sino,

ignorancia suprema entre unos brazos.

Se te ve sonriendo con la música,

llevado, cuerpo iluso, por ella,

mecido en su figura de aire,

dormido por su silbo,

deletreado con el dedo en los labios,

movible en su palabra, nevado por sus alas,

suspenso por su seda en el viento.

Se te ve,

y tú nos cantas,

tú a nosotros nos cantas,

no nosotros a ti,

cada noche, para la experiencia en suspenso de la noche,

como en un nuevo suelo cada noche,

como en fresca memoria cada noche,

como en una sonrisa repartida,

al disolverse en niño nuestro sueño.