EN LA CATEDRAL DE ASTORGA

la muchedumbre

en mi remanso es agua eterna y pura.

M. DE UNAMUNO

AL abrirse tus puertas llega suave

la oscura certidumbre a toda el alma;

el hálito del mar desde una cumbre

no es más puro, más virgen la caricia

que flota por el aire en primavera,

al pie del monte, bajo el árbol denso

que entrecruza la luz de sombra y agua.

Todo el cuerpo recibe tu frescura

de manantial y de salud viviente,

y se sabe desnudo en tus rincones

absortos, que envejecen el espíritu

con mortal placidez, igual que el suelo

guarda tu frío en sí como un sudario.

La unión de mi visión con la penumbra,

lueñe, como el que mira en su memoria,

llena de paz mi pecho, y no es más vasta

la anchura de la mar en este instante

que el contenido igual de mi pasado,

inmóvil y sin olas: fe y sosiego

del tiempo en plenitud, del lento abismo.

Tu amor dentro del alma bebe a chorro,

como en regato pueblerino, el hombre

que gastó el corazón con sed viviéndole,

y eres como un regato de esperanzas

fluyendo entre las manos. Y eres trago

de agua fluvial y dulce, mar adentro.

Y eres mi ayer que queda.

Todo gira

en torno tuyo, planetariamente,

y al sol que brota o a la lenta luna

cambias y permaneces sobre el campo,

que a tu pie se oscurece y se ilumina

de tapial en tapial, borrando el surco,

y el pájaro y la flor. Cual tú silente,

también el alma ve su lontananza

de recuerdo total, girando en sombra

y en espaciosa luz, como a los ojos

se ofrecen al volver —cara a su infancia—,

las cosas al viajero que ha vivido

lejos de su costumbre muchos años,

y que hoy regresa, como yo, y contempla,

desde un otero, en soledad los muros,

en soledad los prados que conoce,

en soledad la gente, y las techumbres

que el campanario junta, y los rastrojos

donde canta un pastor. Así mi espíritu

mira en su soledad, y en ti descansa

un momento de pie, posando, leve,

la mirada en el valle; y viendo lejos,

pared por medio de su propia vida,

la juventud distante.

No es más bella,

no es más bella la rosa, y mi palabra,

mojándose en el tiempo dulcemente,

te canta, y tu humildad me entibia el pecho,

como el que aprieta contra si a su hijo

para darle calor con fuerza suave.

Son poso del que duerme tus campanas,

y lentitud vibrante son tus horas

de supremo perdón en noche oscura,

mientras la nieve cae o el cierzo vuelve

las esquinas, golpeando la tiníebla.

Pero al abrir tus puertas, todo es calma.

Sensible vagamente en el olvido

que cae desde tus bóvedas aéreas,

trasparece la luz, bajo el incienso

que baña de paciencia las pisadas

y desteje los cuerpos. No es más íntima

la lluvia sobre el valle, discurriendo

de piedra en piedra, y levantando bruscas

rachas mojadas de pinar, que el puro

y montañoso olor de multitudes

que tu frescor exhala. No es más libre

la gacela en el bosque, o en la cima

el águila que gira majestuosa

por barrancos y navas, que mi espíritu

postrado en tu mudez, sobre tu piedra

donde laten los pasos hondamente.

Mi corazón gastado por el tiempo.

Hay en tu seno libertad transida,

como sus gradas por los pies he visto,

y en tu tiniebla luz, y no es más leve

dormir en el regazo de una madre,

por cuna su latir; ni más alado

sosegar a la vera de una encina,

escuchando la brisa a techo abierto.

Porque al abrir tus puertas todo muere,

como la nieve en el hondón del monte.

Porque desaparece en la ceniza

el árbol de repente, y no es más súbita

la calma sobre el mar, después del viento.

Porque sí, como un niño.

Toda el alma

se me vuelve hacia ti, como en la noche

al desterrar los ojos en el cielo

y los pies en la tierra, donde afirman

su terca voluntad en lo entrañable,

igual que las raíces desnudadas

del abeto entre rocas. Tristemente,

como la hierba entre las losas sale,

mi ser transpira mansedumbre loca,

y estupor de mendigo solitario

que cumple su rutina al sol y al frío

del atrio abandonado a los gorriones.

Sino de humanidad bajo tu techo

el hombre busca, y venturosamente

se acoge a tu firmeza cotidiana,

y descansa contigo en el olvido

que entreabren las columnas, hacia el claustro

entrevisto, indeleble, con sosiego

de días y de años, roto sólo

por las graves bandadas vespertinas

de los grajos que anidan en tus torres.

Todo mi corazón piedad se hace

al abrirse tus puertas lastimeras;

a espaldas ya del mundo queda el alma,

sola en su plenitud; y no es más honda

la paz que hay en el mar que la que, viva,

profundamente tenebrosa y viva,

se abre a la esperanza, al pie del cárdeno

Cristo, bajo el vacío de tus naves,

inmensamente solitarias siempre

como el alba al nacer sobre el picacho.

No, no es la luz más bella que tu sombra,

Cristo de mi velar, Cristo desnudo

como enjuto ciprés de pobre aldea,

que empaña y amortaja el pensamiento

en la vidriada luz de sus pupilas

y en su torso de sed; que humildemente,

bajo el morado velo que le encubre

nos sostiene abrazados como a niños

atónitos, sin risa entre los párpados,

cansados de la calle.

No es más ciego

el corazón de un niño, que mi espíritu

sumido en lo increíble, y anhelante

de luz de eternidad, en esta umbría

que alucina al temblar, igual que un puente

roto bajo los pies; en este pozo

de jaspe y de quietud, donde silencia

su ruido la ciudad, su historia el pecho,

mientras mi fe se inclina y se retira

con los ojos cerrados, que reciben

tu oscura certidumbre en toda el alma.