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Jueves 15 de septiembre de 2005, veintiocho días después del primer asesinato

ESTACIÓN DE FERROCARRILES DE NORDENHAM, 145 KILÓMETROS AL OESTE DE HAMBURGO.

Fabel había dejado su coche abandonado, mal aparcado y de lado, con los faros todavía encendidos y, junto a Werner, había dado la vuelta al extremo sur del edificio de la estación. Siguiendo sus órdenes, Anna, Maria y Henk avanzaron hasta el extremo norte. Los agentes uniformados de Nordenham, para la intensa irritación de Fabel, habían anunciado su llegada desde varios kilómetros de distancia, con luces y sirenas atronando en la fresca noche. Tres divisiones rodearon el edificio desde atrás y desde los costados, mientras que otras tres frenaron sus coches en el otro extremo de las vías, con las luces de los faros apuntando al andén y al edificio de la estación.

Después de las sirenas, después de las carreras y después de las órdenes dadas a gritos, de pronto todo quedó muy silencioso. Fabel estaba en el andén y cobró conciencia de su respiración agitada: la oía en el repentino silencio, la veía florecer bajo la forma de grises nubecillas en el aire quieto, delgado y frío. Le invadió una profunda sensación de inquietud. Parecía haber algo inevitable, una surrealista familiaridad en el hecho de que ese grupo de personas se reunieran en ese lugar y a esa hora. La sensación de un destino que se cumplía.

Pero era otro grupo de personas quienes habían forjado el molde de ese destino. Todo había estado muy bien organizado. Nadie prestaría demasiada atención ni buscaría significados ocultos en la muerte de un asesino y terrorista. Con la desaparición de Franz Mülhaus, parecería que el jefe, el cerebro y el corazón de los Resucitados había sido extirpado. Su muerte equivalía a la muerte de la organización. El trato que Paul Scheibe había negociado anónimamente con los servicios de seguridad era que no se harían más investigaciones sobre los Resucitados. Y, por supuesto, ellos por su parte garantizaron que los Resucitados, simplemente, desaparecerían.

Los faros de los coches de la policía de Nordenham, ubicados al otro lado de las vías, iluminaron a las siluetas del andén como intérpretes en un escenario. Sus exageradas sombras se agigantaron en la fachada de la estación.

Fabel sacó su pistola automática reglamentaria y corrió hacia ellos.

—Yo pararía ahí, en su lugar —le gritó Frank Grueber. La hoja que tenía en la mano brilló con un resplandor frío y entusiasta en la oscuridad de la noche. Grueber había obligado a arrodillarse al hombre que tenía delante—. ¿Cree que me importa si muero aquí, Fabel? Soy eterno. La muerte no existe. Sólo hay olvido… olvido de lo que fuimos antes.

La mente de Fabel corrió a toda velocidad por las mil maneras posibles en que todo esto podría acabar. Cualesquiera que fuesen sus próximas palabras, cualquier acción que emprendiera en ese momento, tendría consecuencias; pondría en movimiento una cadena de acontecimientos. Y uno de los efectos totalmente probable sería la muerte de más de una persona.

El peso de la responsabilidad le producía dolor de cabeza.

A pesar de la época del año, el aire de la noche parecía escaso y estéril en su boca, y formaba grises fantasmas con su aliento, como si al llegar juntos a ese momento, a ese paisaje de llanura, en realidad hubiesen alcanzado una gran altura. Daba la impresión de que el aire era demasiado endeble como para transportar cualquier otro sonido que no fueran los jadeos y sollozos desesperados del hombre arrodillado. Fabel echó un vistazo a sus agentes, que estaban en pie, apuntando, en esa postura dura y de músculos tensos de aquellos que se encuentran al borde de la decisión de matar. Fue a Maria a quien más atención prestó, a su rostro blanco, los ojos de un celeste resplandeciente, los huesos y tendones de sus manos tensando la piel mientras aferraba su automática Sig-Sauer.

Fabel hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza, esperando que su equipo interpretara la señal de aguardar.

Miró intensamente al hombre que estaba de pie en el centro de la fuerte luz que proyectaban los focos. Fabel y su equipo habían intentado durante muchos días ponerle un nombre, una identidad, al asesino que estaban persiguiendo. Había resultado ser un hombre con muchos alias; el que se había dado a sí mismo para su perversa cruzada era Franz el Rojo; los medios, con su entusiasta determinación de difundir el miedo y el nerviosismo lo más posible, lo habían bautizado como el Peluquero de Hamburgo. Pero Fabel ya sabía cuál era su verdadero nombre. Frank Grueber.

Grueber miró los faros con ojos que parecían brillar con un resplandor incluso más fuerte, más descarnado, más frío. Tenía al hombre arrodillado agarrado del pelo, inclinándole la cabeza hacia atrás para dejar al descubierto su blanca garganta. Encima de la garganta, encima de la cara contorsionada por el terror, la carne de su frente tenía un corte recto que abarcaba toda la extensión de sus cejas, justo debajo del nacimiento del pelo, y la herida se abrió ligeramente cuando Grueber tiró del pelo hacia atrás. Un chorro de sangre cayó como una cascada por la cara del hombre arrodillado, quien dejó escapar un alarido agudo, como el de un animal.

—Por el amor de Dios, Fabel. —La voz del hombre arrodillado sonaba estrangulada y estridente por el terror—. Ayúdeme… Por favor… Ayúdeme, Fabel…

Fabel no prestó atención a los ruegos y mantuvo la mirada fija como un reflector sobre Grueber. Extendió la mano en el aire vacío, como si estuviera parando el tráfico.

—Tranquilo… tranquilícese. No pienso seguirle el juego en nada de esto. Ninguno de nosotros lo haremos. No vamos a interpretar los papeles que usted quiere. Esta noche, la historia no va a repetirse.

Grueber lanzó una risita amarga. La mano que sostenía el cuchillo giró y otra vez la hoja relampagueó, brillante y descarnada.

—¿Realmente cree que me voy a marchar? Este bastardo… —Volvió a tirar del pelo y el hombre arrodillado lanzó un nuevo alarido a través de una cortina de su propia sangre—. Este bastardo me traicionó a mí y a todo lo que defendíamos. Creyó que mi muerte le serviría para tener una vida nueva. Como hicieron los otros.

—Esto es pura fantasía —dijo Fabel—. Aquélla no fue su muerte.

—Ah, ¿no? ¿Entonces por qué usted comenzó a dudar de lo que creía mientras me buscaba? La muerte no existe; sólo el recuerdo. La única diferencia entre yo y todos los demás es que a mí se me ha permitido recordar, como si mirara a través de un pasillo de ventanas. Lo recuerdo todo. —Hizo una pausa, y el silencio sólo quedó interrumpido por el sonido distante de un coche que pasaba, a esas altas horas de la noche, a través de la ciudad de Nordenham, detrás de la estación y en otro universo—. Por supuesto que la historia se repetirá. La historia siempre se repite. Me repitió a mí… Usted se enorgullece mucho de haber estudiado historia en su juventud. Pero ¿alguna vez la entendió realmente? Todos somos variaciones del mismo tema… todos nosotros. Lo que ocurrió antes volverá a ocurrir. Aquél que fue antes, volverá a ser. Una y otra vez. La historia consiste en comienzos. La historia se hace, no se deshace.

—Entonces haga su propia historia —dijo Fabel—. Cambie las cosas. Vamos, dese por vencido, hombre. Esta noche la historia no va a repetirse. Esta noche no morirá nadie.

Grueber sonrió. Una sonrisa que era como un bisturí, brillante y fría y dura como el cuchillo que tenía en la mano.

—¿En serio? Ya veremos, Herr Erster Hauptkommissar.

—La hoja dio un salto ascendente hacia la garganta del hombre arrodillado.

Se oyó un grito. Y el sonido de un disparo.

Fabel giró en la dirección del disparo justo a tiempo para ver cómo Maria volvía a disparar. El primer tiro había acertado a Grueber en el muslo y le había hecho retorcerse. El segundo le dio en el hombro y Grueber soltó al hombre arrodillado. Werner corrió hacia delante, agarró al cautivo de Grueber y lo sacó de allí.

Maria avanzó, manteniendo el arma apuntada a Grueber, quien había caído de rodillas. Ella tenía la cara llena de lágrimas.

—No, Frank —dijo ella—. Esta noche no muere nadie. No voy a permitir que lo hagas. Tira el cuchillo. Ya no te queda nadie a quien herir.

Grueber miró las siluetas alejándose de Werner y el hombre al que había intentado matar. El sacrificio definitivo. Alzó la mirada hacia Maria y sonrió, con la sonrisa de un muchachito triste. Entonces dio un suspiro largo y profundo. Hubo un relámpago en forma de arco cuando él giró la hoja hacia arriba con ambas manos y la hizo caer con toda su fuerza sobre su pecho.

—¡Frank! —Maria gritó y corrió hacia él.

La cabeza de Grueber cayó lentamente hacia delante y hacia abajo. Al morir, pronunció una única palabra en la noche.

—Traidores…

1.40 H, HOSPITAL WESERMARSCH-KLINIK, NORDENHAM

Cuando Fabel y Werner entraron en la sala del tercer piso de la Wesermarsch-Klinik, el Kriminaldirektor Horst van Heiden ya estaba allí, de pie junto a la cama del jefe de gobierno de Hamburgo, el Erster Bürgermeister Hans Schreiber. La enfermera del mostrador había informado a Fabel de que había administrado a Schreiber un sedante suave, pero que estaba alerta.

Schreiber tenía la frente cubierta por una gruesa venda quirúrgica, pero Fabel vio que la protuberancia de la línea de las cejas se había inflamado y descolorido como protesta por la violencia ejercida contra el cuero cabelludo. El resto de la cara estaba tan hinchado que Fabel prácticamente no lo habría reconocido. Schreiber giró en dirección a Fabel pero era evidente que no tenía la fuerza suficiente como para sentarse en la cama. Sonrió débilmente.

—Me alegro de que esté aquí, Fabel —dijo el jefe de gobierno de Hamburgo—. Le debo un agradecimiento. —Hizo una pausa y se corrigió—. Le debo mi vida. Si no hubiese llegado allí en el momento justo. Si Frau Klee no hubiera disparado… —Dejó el pensamiento sin terminar, como modo de enfatizar la terrible alternativa.

Fabel asintió.

—Sólo hice mi trabajo.

Schreiber se señaló la cabeza vendada.

—Me han dicho que necesitaré cirugía plástica. También tengo bastante dañados los nervios.

Dos policías uniformados entraron en la sala. Fabel les ordenó que se ubicaran al otro lado de la puerta.

—No puede entrar nadie más que los profesionales médicos directamente a cargo de la atención de Herr Schreiber —dijo a los dos agentes cuando salían de la habitación.

—Mi esposa vendrá más tarde —dijo Schreiber.

—Nadie —repitió Fabel.

—Me parece innecesario, Herr Fabel —protestó Schreiber—. El peligro ya ha pasado. Grueber está muerto y es evidente que actuaba solo, siguiendo su propio plan demente.

—¿Entonces por qué lo escogió a usted? —preguntó Fabel—. Todas las otras víctimas tenían una conexión directa con Franz el Rojo Mülhaus y los Resucitados. ¿Por qué se fijó en usted?

—Dios sabrá. —El rostro hinchado de Schreiber no dejaba traslucir expresión alguna, pero su tono era de irritación. En cierto modo, Fabel había supuesto que Van Heiden protestaría por el interrogatorio al Erster Bürgermeister, pero el Kriminaldirektor guardó silencio—. Escuche, Fabel —continuó Schreiber—. Estoy demasiado dolorido y demasiado cansado y angustiado para psicoanalizar a un lunático que trató de matarme, o para hacer hipótesis sobre sus motivos. Estaba loco. Además actuaba como un terrorista. Yo soy la máxima autoridad en la ciudad de Hamburgo y jefe del gobierno estatal. Dedúzcalo usted mismo. Después de todo, para eso le pago.

—Oh, ya lo he hecho, Herr Erster Bürgermeister. —Fabel se volvió hacia Werner y extendió la mano. Werner le entregó una bolsa de pruebas de plástico transparente. En su interior había una gruesa libreta, cuya encuadernación de cuero tenía manchas de humedad y dejaba ver el paso del tiempo—. Franz el Rojo Mülhaus sabía que le había llegado la hora. Sabía que las autoridades lo encontrarían. Sin embargo, estaba dispuesto a no dejarse atrapar vivo. También albergaba serias dudas sobre la lealtad de sus subordinados. En especial de su lugarteniente, a quien la periodista Ingrid Fischmann identificó como Bertholdt Müller-Voigt. Ese ayudante de Mülhaus era también el que había conducido la furgoneta cuando secuestraron a Werner, el industrial, ocho años antes. Si bien el resto del grupo se esfumó después del secuestro de Wiedler, las autoridades pudieron identificar a Franz el Rojo y al holandés, Piet van Hoogstraat, quienes se vieron obligados a seguir viviendo como fugitivos, financiados por sus excompañeros.

—Fabel… —Schreiber suspiró y, con un gesto de dolor, giró la cabeza hacia Van Heiden—. ¿No podemos hablar de esto en otro momento?

—Eso fue lo que ocurrió aquel día de 1985 en el andén de Nordenham —continuó Fabel, como si Schreiber no hubiese dicho nada—. El holandés, Van Hoogstraat, no compartía el fervor revolucionario de Mülhaus. Estaba agotado, después de casi una década de vivir siempre huyendo. Quería una salida sin tener que pasar la mayor parte del resto de su vida tras las rejas. De modo que cerró un trato. Un trato que le garantizaría una sentencia reducida. Un trato concebido por los restantes miembros de la banda que querían cerrar ese capítulo de sus vidas. Un trato concebido por el segundo de Mülhaus y negociado desde el anonimato por el jefe de planes del grupo, Paul Scheibe. Sabían que jamás atraparían vivo a Mülhaus, y que su muerte finalmente cerraría la puerta a esa amenaza de escarnio público y arresto. Ya habían comprado el silencio del holandés con el trato que habían hecho con las autoridades, pero el hecho de que Van Hoogstraat muriera en el andén fue como un beneficio adicional para ellos. El silencio se hizo total. Los Resucitados ya no resucitarían más.

Fabel hizo una pausa y miró la libreta embolsada que tenía en la mano.

—Qué extraño —añadió con una media sonrisa—. Fue el mismo Frank Grueber quien me dijo una vez que «la verdad es la deuda que tenemos con los muertos». —Fabel se acercó a la cama de Schreiber—. El misterio es cómo hizo Grueber para averiguar la identidad de los antiguos miembros de los Resucitados, puesto que los únicos que la conocían eran ellos mismos. Si Brandt hubiese sido el asesino, entonces tendría sentido… su madre, que justamente había pertenecido al grupo, podría habérselo contado a su hijo. Pero el secreto era tan grande, estaba tan celosamente protegido, que ella ni siquiera le dijo a Franz Brandt que Mülhaus era su padre. Entonces ¿cómo logró Frank Grueber descubrir la identidad de los otros? Después de todo, le habían adoptado a los once años y le habían criado en un universo diferente, con padres adoptivos adinerados, en Blankenese. Sus primeros años, que había pasado yendo de un lado a otro constantemente, privado de cualquier otra educación que no fuera el lavado de cerebro político que le hacían sus padres, debió de haberle parecido una pesadilla lejana. Pero había una cosa que sí recordaba. Como ya he dicho, Mülhaus no confiaba en ninguno de sus excompañeros, pero había una persona en la que sí confiaba. Su hijo. Franz Mülhaus era arqueólogo, y debió de decirle al joven Frank que la tierra protege la verdad del pasado para las generaciones futuras. Le contó a su hijo que había enterrado la verdad en la tierra, cuidadosamente envuelta y protegida y escondida del mundo. Seguramente le hizo memorizar la ubicación para que, si Mülhaus era traicionado, entonces los otros no pudieran seguir viviendo impunes y libres.

Hans Schreiber permaneció inmóvil y sin decir nada, mirando el techo desde debajo de la frente inflamada y los párpados hinchados.

—Franz el Rojo Mülhaus enterró esta libreta, junto con numerosos documentos más, con relatos detallados sobre todo lo que ocurrió durante la vida activa de los Resucitados. También detalla meticulosamente el papel de cada miembro del grupo y sus responsabilidades especiales. Y hay un diario, además. Mi gente lo está leyendo en este preciso momento. Estoy seguro de que averiguaremos muchas cosas.

»Lo extraño es que… el único nombre que esperaba ver en la lista no está: Bertholdt Müller-Voigt. Él no era la mano derecha de Mülhaus. Ni siquiera era miembro del grupo. Es más, creo que tampoco los apoyaba activamente o en secreto. Verá, las organizaciones terroristas como los Resucitados son como agujeros negros en el espacio. Son pequeños pero su masa, su influencia en todo lo que los rodea, es enorme. La gravedad que generan absorbe todo lo que se encuentra a su alcance. Tomemos, por ejemplo, a un joven abogado y periodista de izquierdas que empieza como simpatizante y luego se convierte en miembro. Más tarde, en el número dos de la organización. No Müller-Voigt. Su única conexión con los Resucitados era que, al igual que Mülhaus, tuvo una relación con Beate Brandt. Algo que usted y Paul Scheibe no pudieron perdonarle, porque los dos estaban obsesionados con ella. Por eso usted no pudo resistirse, veinte años después, a conspirar para poner pruebas en manos de Ingrid Fischmann que parecían incriminarlo, aunque no tantas como para reactivar el interés en los Resucitados. Fue un juego peligroso, en especial cuando su propia esposa empezó a caldear los ánimos. Pero la cuestión es que Müller-Voigt nunca cruzó la línea. Se apasionaba por el medio ambiente y la justicia social, pero sus principios también se extendían a no sustraer vidas humanas. Ingrid Fischmann se equivocó de político, ¿verdad, Herr Erster Bürgermeister?

—Por Dios, Fabel —dijo Van Heiden—. ¿Está seguro de esto?

—No hay dudas. Aquí está todo. —Fabel levantó la libreta—. Corroborado por las otras pruebas que Mülhaus dejó enterradas. Encontramos todo en el sótano de Grueber. Fue así como me enteré de que él iba tras Schreiber. Se había guardado al mejor para el final.

Werner dio un paso adelante.

—Hans Schreiber, está usted bajo arresto por el secuestro y homicidio de Thorsten Wiedler, en o después del 14 de noviembre de 1977. Estoy seguro de que usted, como abogado diplomado, conoce sus derechos bajo la Ley General de la República Federal de Alemania.