Miércoles 14 de septiembre de 2005, veintisiete días después del primer asesinato
13.00 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO
Los días iban perdiendo definición, y se fundían los unos con los otros en un letargo sin fisuras. Fabel había dormido un par de horas, con interrupciones, en el Präsidium. Pero el hecho de que dos homicidios, ejecutados de maneras completamente distintas por el mismo asesino, hubieran coincidido, significaba que, incluso con todos los recursos de los que disponía, él y su equipo estaban haciendo esfuerzos más duros y más prolongados de lo que deberían. Todos estaban cansados. Cuando uno estaba cansado, su eficiencia no rendía al máximo. Y estaban buscando a un asesino de una eficiencia suprema.
Ya había amanecido cuando Fabel consiguió hacerse un poco de tiempo para ir a su casa a dormir unas horas y tomar una ducha que, con un poco de suerte, refrescaría sus sentidos y su capacidad de pensar.
Pero, para su frustración, se vio obligado a conducir justo al principio de la hora punta matinal y ya eran las ocho de la mañana cuando hizo girar la llave en la puerta de su apartamento. Al hacerlo, las imágenes de la casa de Brandt le vinieron a la mente. Casi esperaba encontrar otro cuero cabelludo en su apartamento. Aquél había sido su refugio, su lugar seguro lejos de la locura y la violencia de los otros. Pero ya no. Las ventanas habían sido limpiadas exhaustivamente, así como el resto del apartamento, pero él habría jurado que había un sutil olor a sangre flotando en el aire. El sol de la mañana ardía en el cielo sobre el Alster y entraba a raudales por las ventanas que daban al este. Sin embargo, para los ojos cansados de Fabel, aquella luz parecía, de alguna manera, estéril y fría. Como la de un depósito de cadáveres.
—Hay un sobre para ti sobre tu escritorio, chef —le dijo Anna cuando Fabel pasó por la Mordkommission de camino a su oficina—. Llegó esta mañana, cuando no estabas. Considerando todo lo que ha ocurrido, los de seguridad lo retuvieron abajo y lo pasaron dos veces por el detector. Está limpio.
—Gracias. —Fabel entró en su oficina y colgó la chaqueta en el respaldo de la silla. Era un sobre grande y grueso y cuando lo abrió encontró una gruesa carpeta de tapas azules unidas con dos gruesas bandas elásticas. Bajo una de las bandas había un casete; debajo de la otra, una tarjeta de salutación. Sacó la tarjeta y la contempló durante un largo rato, casi como si, aunque la letra era meticulosa y clara, no pudiera entender el significado de las palabras.
«Lo que le prometí. Espero que le sirva. Un cordial saludo. I. Fischmann».
Siguió contemplando aquella nota escrita por la mujer con quien había hablado apenas dos semanas antes. Parecía imposible que, en ese pequeño lapso, la inteligencia, el ser que se escondía detrás de esa letra, hubiese desaparecido.
Sacó el casete y las bandas de la carpeta. Ingrid Fischmann había compilado un detallado dossier con toda la información que tenía sobre los Resucitados, así como datos de contexto sobre la banda Baader-Meinhof y otros grupos militantes y terroristas. Había fotocopiado y escaneado artículos, fotografías, expedientes. No había ningún documento original; ella se había tomado el esfuerzo de hacer copias para Fabel de todos los archivos más importantes. Salvo que lo que él tenía en las manos en ese momento era todo lo que había sobrevivido del trabajo de Ingrid Fischmann; los fantasmas de los originales que ella había trabajado tanto para mantener a salvo pero habían quedado destruidos por la explosión y el incendio que se produjo como consecuencia.
Le llevó un rato localizar un reproductor de casete en el edificio y tardaron quince minutos en traérselo. Mientras esperaba, hojeó el resto del material que había en la carpeta; no había duda de que era exhaustivo y Fabel necesitaría bastante tiempo para revisarlo detalladamente, pero sabía que tenía que hacerlo. Dentro de toda esa información podría encontrarse un detalle pequeñísimo, un hilo delgadísimo que le proporcionaría la coherencia que necesitaba tan desesperadamente en ese caso.
Después de que un agente uniformado le entregara el reproductor, Fabel cerró la puerta de su despacho, un gesto que todos los que trabajaban con él sabían interpretar como una señal de que no quería que lo molestaran, y conectó el contestador automático en su teléfono. El casete que Ingrid Fischmann le había enviado no era de la misma época que la grabación original, y el zumbido de la estática que sonó tan pronto presionó el botón de reproducción le hizo pensar que probablemente se tratara de la copia de una copia. Subió el volumen un poco para compensar. Se oyeron unos golpes y el sonido amortiguado de los movimientos de un micrófono. Luego, la voz de un hombre.
«Me llamo Ralf Fischmann. Tengo treinta y nueve años y era el chófer de Herr Thorsten Wiedler, del Grupo Industrial Wiedler. Por causa de esa tarea, recibí tres disparos, uno en el costado y dos en la espalda, efectuados por los terroristas que secuestraron a Herr Wiedler. No puedo entender qué pecado cometí para merecer que me dispararan. Pero, de la misma manera, tampoco puedo entender cuál fue el gran pecado cometido por Herr Wiedler para merecer que lo arrancaran de su familia.
»Ya han pasado dos meses desde que me dispararon. Al principio los médicos exhibían un alegre optimismo y me decían que era como esperar a que un hematoma se curara, que cuando disminuyera la inflamación en la columna vertebral, ¿quién sabría? Bueno, la inflamación ya ha disminuido y los médicos no suenan tan optimistas. Soy un lisiado. Nunca volveré a caminar. Eso ya lo sé, así como lo saben los médicos pero aún no quieren admitir. Soy un hombre sencillo; no soy estúpido, pero nunca tuve grandes ambiciones. Lo único que quería era trabajar mucho, mantener a mi familia y ser la mejor persona posible. Por alguna razón, la forma en que he vivido, con honradez y modestia, era ofensiva para alguien. Tan ofensiva que consideraron necesario meterme balas en la columna vertebral.
»Trabajé tres años para Herr Wiedler. Era un buen hombre. Uso el tiempo pasado porque me parece muy poco probable que siga vivo. Un buen hombre y un buen jefe. Era originario de Colonia y, como es típico allí, era amable y campechano… trataba a todos sus empleados como iguales. Si hacías algo mal, algo que no le gustaba, te lo decía. De la misma manera, podía invitarte a tomar una copa en un bar y hablar contigo sobre tu familia. Siempre me preguntaba por mi hija Ingrid y mi hijo Horst. Sabía que Ingrid era muy brillante y me prometió que llegaría lejos.
»El trabajo que hacía para Herr Wiedler era de chófer, en general. Le llevaba de su casa a la oficina cada día, y también cuando tenía reuniones en otras partes de Hamburgo y en el resto de la República Federal. Verán, Herr Wiedler detestaba viajar en avión. Si teníamos que atravesar todo el país, hasta Stuttgart o Múnich, por ejemplo, él conversaba conmigo para que no me aburriera de tanto conducir por la Autobahn. A veces estudiaba algunos papeles en la parte trasera del coche, pero por lo general se sentaba conmigo delante y hablaba. A Herr Wiedler le gustaba mucho hablar. Me caía muy bien y me parecía esa clase de hombre que, si no fuera mi jefe, estaría feliz de tener como amigo. Quiero creer que él pensaba lo mismo de mí.
»La mañana del 14 de noviembre de 1977 estábamos los dos en el coche. Yo lo había recogido, como era habitual, en su casa en Blankenese. A diferencia de la mayoría de las mañanas, en que tenía que llevarlo directamente a su oficina, me había pedido que lo fuera a buscar más tarde porque teníamos que ir directamente a Bremen, donde él tenía una reunión con una empresa que era cliente de la suya. Desde el secuestro, ese detalle siempre me ha intrigado. Me resultaría más fácil de entender si la emboscada hubiera tenido lugar en nuestro camino normal hasta las oficinas centrales de Wiedler, que estaban hacia el norte, pero nos estaban esperando en el camino al centro de la ciudad, donde cogeríamos la A1 en dirección de Bremen. Sólo se me ocurre que los terroristas tenían a alguien dentro de la compañía Wiedler, o que algún miembro de la banda nos siguió desde la residencia de Wiedler y estaba en contacto con los otros a través de intercomunicadores.
»Eran alrededor de las diez y media de la mañana. Estábamos a punto de coger la Autobahn cuando vi una furgoneta negra Volkswagen que estaba parada, pero en un ángulo que daba a entender que había efectuado un viraje brusco. Había un hombre con traje de ejecutivo agitando los brazos frenéticamente sobre la cabeza y lo que parecía un cuerpo tumbado en medio del camino. Daba la impresión de que la furgoneta lo había arrollado. Detuve el coche a un lado del camino. Había otro coche detrás de nosotros que también paró. Herr Wiedler y yo corrimos hasta la persona herida y una pareja joven salió del coche de detrás de nosotros y nos siguió. Cuando nos acercamos al cuerpo vimos que tenía puesto un mono azul y no pudimos distinguir si era hombre o mujer. Entonces, de pronto, la persona que estaba en el suelo se puso de pie de un salto y vimos que llevaba puesto un pasamontañas. Creo que era un hombre, aunque no muy alto. Tenía una metralleta. El hombre del traje de ejecutivo y del abrigo elegante sacó una pistola y nos apuntó. Todos nos paralizamos. Herr Wiedler, yo y la joven pareja. De pronto, dos personas más con monos azules y pasamontañas saltaron de la furgoneta llevando metralletas. Recuerdo haber pensado que el terrorista que había fingido ser un hombre de negocios era el único que no llevaba pasamontañas y me aseguré de echarle un buen vistazo. Él se dio cuenta y se enfadó mucho y me gritó a mí y a los otros que dejáramos de mirarlo.
»Los dos enmascarados de la VW corrieron, cogieron a Herr Wiedler y comenzaron a empujarlo hacia la furgoneta mientras los otros seguían apuntándonos. Di un paso adelante y el hombre del mono levantó su arma, de modo que me detuve y levanté las manos. Eso fue todo lo que hice. No hice ningún otro movimiento y el momento de actuar ya había pasado. Por eso no entiendo por qué me disparó. El hombre del traje dijo que yo lo estaba mirando otra vez y lo siguiente que recuerdo es el sonido de su arma. Recuerdo haber pensado que debían de estar usando balas de fogueo, porque era imposible que erraran a esa distancia, y yo no sentí ningún dolor, ningún impacto. Nada. Entonces noté algo mojado en mi costado que corría por mi pierna. Miré hacia abajo y me di cuenta de que sangraba de una herida justo encima de la cadera. Giré y empecé a caminar hacia el coche. No estaba pensando con lucidez; debió de ser la impresión. Sólo recuerdo haber pensado que tenía que llegar al coche y sentarme. Entonces oí dos disparos más y supe que me habían acertado en la espalda. Mis piernas, simplemente, dejaron de funcionar, y caí sobre el suelo de cara. Oí el grito de la mujer de la pareja joven, luego el chirrido de las ruedas cuando la furgoneta se alejó llevándose a Herr Wiedler. Eso no lo vi porque estaba boca abajo, pero me di cuenta de que era lo que estaba ocurriendo.
»La joven pareja corrió hacia mí y luego la mujer corrió hasta el camino para buscar ayuda mientras el chico permanecía a mi lado. Era una sensación muy extraña. Yo estaba allí, con la mejilla apretada contra la superficie del camino, y recuerdo haber pensado que parecía estar más caliente que yo. También recuerdo haber pensado que había defraudado a Herr Wiedler. Que tendría que haber hecho más. Iba a morir de todas maneras, de modo que tendría que haber hecho que valiera de algo. Entonces empecé a pensar en mi esposa Helga, y en los pequeños Ingrid y Horst, y en que se las tendrían que arreglar sin mí. Fue entonces cuando me enfadé de verdad y decidí que no iba a morir. Mientras yacía esperando que llegara la ambulancia, me concentré con fuerza en mantenerme consciente y la forma en que lo hice fue tratando de recordar cada detalle del hombre que no había podido esconder su rostro. Suponía que si lo atrapaban a él, podrían encontrar a los otros.
»Ésos fueron los detalles que le di al dibujante de la policía. Le obligué a rehacer el dibujo una y otra vez. Cuando me preguntó si ya habíamos captado un parecido general al terrorista, le dije que sí, pero que su tarea no había terminado. Le dije que podríamos conseguir un retrato-robot perfecto del hombre que me disparó. De modo que reiniciamos el dibujo muchas veces más. Cuando terminamos, no teníamos la versión de un dibujante. Teníamos un retrato.
»Quedaré confinado a esta silla de ruedas por el resto de mi vida. Durante los últimos dos meses he tratado de entender qué es lo que estas personas creen que pueden lograr con la violencia. Dicen que esto es una revolución, una rebelión. ¿Pero una rebelión contra qué? Llegará un momento en el que se sabrá la verdad. Tal vez yo muera antes, pero esta cinta, y el retrato-robot que he ayudado a crear del terrorista que me disparó, son mi declaración».
Fabel apretó el botón de stop. Ahora entendía por qué Ingrid Fischmann estaba tan motivada para revelar la verdad. La voz de la cinta había hecho que Fabel se sintiera obligado a encontrar a las personas que habían secuestrado y asesinado a Thorsten Wiedler y consignado a Ralf Fischmann a una agonía corta e infeliz en una silla de ruedas; la presión que habría sentido Ingrid, como hija de Fischmann, era inimaginable.
Abrió la carpeta y buscó el dibujo que Ralf Fischmann había descrito en la cinta. Lo encontró. Una corriente eléctrica le recorrió la piel e hizo que se le pusieran de punta los pelos de la nuca. Ralf Fischmann tenía razón: había obligado al dibujante a lograr un nivel de detalle mucho más alto de lo que era habitual en los retrato-robot de la policía. Era, por cierto, un retrato.
Fabel miró fijamente la cara muy real de una persona muy real. Una cara que reconocía.
—Ahora lo entiendo, cabrón —le dijo en voz alta a la cara que tenía delante—. Ahora sé por qué no querías que nadie te tomara una fotografía. Los otros tenían la cara tapada… tú eras la única persona que alguien vio.
Fabel dejó la imagen de un joven Gunter Griebel sobre su escritorio, se levantó de la silla y abrió de golpe la puerta de su oficina.
13.20 H, POLIZEÄSIDIUM, HAMBURGO
Werner había convocado a todo el equipo en la sala principal de reuniones. Fabel le había pedido que organizara ese encuentro para poder comunicarles lo que había descubierto sobre Gunter Griebel. Estaba claro que todas las víctimas habían pertenecido al grupo terrorista de Franz el Rojo Mülhaus, los Resucitados. También era más que probable que todos hubieran participado del secuestro y asesinato de Thorsten Wiedler. Fabel estaba convencido de que los asesinatos estaban relacionados con aquel suceso, pero la persona con más motivos para efectuarlos, Ingrid Fischmann, también había sido asesinada. Ella había mencionado a un hermano. Fabel había decidido encargar a alguien que lo rastreara y estableciera su paradero en el momento de cada homicidio.
Sin embargo, los acontecimientos se adelantarían a todas sus ideas.
La mayoría de los miembros de la brigada de Homicidios, al igual que el mismo Fabel, habían dormido muy poco en los últimos dos días, pero él se dio cuenta de que algo había disipado la fatiga de sus colegas. Ellos estaban sentados, en actitud expectante, en torno a la mesa de reuniones de madera de cerezo, mientras una fila de rostros muertos y despojados del cuero cabelludo —Hauser, Griebel, Schüler y Scheibe— los contemplaban desde el tablero de la investigación. Aún no habían tenido tiempo de obtener una imagen de la última víctima, Beate Brandt, pero Werner había apuntado su nombre junto a las otras imágenes, dejando un espacio para ella entre los muertos, como una tumba recién cavada pero todavía vacía. Centrada sobre la fila de víctimas, la intensa mirada de Franz el Rojo Mülhaus flotaba sobre la sala desde la vieja fotografía de la policía.
—¿Qué tenéis vosotros? —Fabel se sentó en el extremo de la mesa que estaba más próximo a la puerta y se frotó los ojos con la base de las manos, como si tratara de quitarles el cansancio.
Anna Wolff se puso de pie.
—Bueno, para empezar, nos han informado de una denuncia sobre una persona desaparecida. Un tal Cornelius Tamm.
—¿El cantante? —preguntó Fabel.
—Ése mismo. Me temo que es un poco anterior a mi época. Nos hemos enterado de ello porque Tamm es contemporáneo de las otras víctimas. Desapareció hace tres días después de una actuación en Altona. Tampoco se encontró su furgoneta.
—¿Quién se ocupa de ello?
—He puesto a un equipo a cargo —dijo Maria Klee. Parecía tan cansada como Fabel—, con algunos de los agentes adicionales que nos han asignado. Les he dicho que probablemente estén buscando a la próxima víctima.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Fabel—. Pareces destrozada.
—Estoy bien… Sólo tengo dolor de cabeza.
—¿Qué otras cosas hay? —Fabel se volvió hacia Anna.
—Hemos tratado de deducir de qué va todo esto —respondió Anna Wolff con una sonrisa—. ¿Acaso Franz el Rojo Mülhaus, supuestamente muerto hace veinte años, ha regresado de la tumba? Bueno, tal vez sí. He revisado todos los datos que tenemos sobre Mülhaus, así como recortes de prensa de aquella época. —Anna hizo una pausa y hojeó la carpeta que tenía delante, sobre la mesa—. Tal vez Franz el Rojo haya regresado para vengarse bajo la forma de su hijo. Mülhaus no estaba solo en aquel andén de Nordenham. Tenía a su lado a su novia, Michaela Schwenn, con quien mantenía una relación estable, y al hijo de ambos, que tenía diez años. El muchacho lo vio todo. Vio morir a su padre y a su madre.
Fabel sintió un cosquilleo en la nuca, pero sólo dijo:
—Eso no significa que su hijo haya salido a vengarse.
—Según los agentes de la GSG9 que estuvieron en la escena, la última palabra de Mülhaus antes de morir fue «traidores». Estos asesinatos no son ataques psicóticos sin motivo, chef. Todo esto es una venganza. Una deuda de sangre. —Anna hizo otra pausa. Podía verse la insinuación de una sonrisa jugando en las comisuras de sus labios rojos y carnosos.
—De acuerdo… —suspiró Fabel—. Adelante. Es evidente que estás por dar un golpe maestro…
La sonrisa de Anna se hizo más amplia. Señaló la fotografía en blanco y negro de Mülhaus que colgaba del tablero de la investigación.
—Es extraño, ¿verdad?, la forma en que algunas imágenes se convierten en iconos. La manera en que relacionamos automáticamente una imagen con una persona y a esa persona con una época y un lugar, con una idea…
Fabel hizo un gesto de impaciencia y Anna continuó.
—Recuerdo lo impresionada que quedé al ver una fotografía de Ulrike Meinhof antes de que se convirtiera en una terrorista de pelo desgreñado y tejanos. Era de ella y su marido en una pista de carreras. Estaba vestida como una típica y recatada Hausfrau de los años sesenta. Antes de que se radicalizara. Eso me hizo pensar y busqué otras fotografías de Mülhaus. Como saben, son muy escasas. Esta imagen que tenemos aquí es la que conocemos, la que se usó en los carteles de la policía en los años ochenta. Es en blanco y negro, pero podemos ver que el pelo de Mülhaus es realmente oscuro. Negro. Pero luego recordé las fotografías de Andreas Baader de 1972, cuando lo arrestaron. Llevaba el pelo teñido de rubio ceniza.
Anna sacó una ampliación en papel satinado de gran tamaño y la ubicó junto a la fotografía policial. Ésta era a todo color. Era de un Franz Mülhaus más joven, sin su característica perilla. Pero había un rasgo que destacaba sobre todos los demás: su pelo. En el cartel de la policía el pelo de Mülhaus estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente amplia y pálida, pero en la nueva imagen le caía sobre las cejas y le enmarcaba la cara en poblados rizos enmarañados. Y era rojo. Un rojo exuberante, moteado de reflejos dorados.
—El apodo de Franz el Rojo no se debía a su ideología política. Era por su pelo. —Anna clavó un dedo en la fotografía en blanco y negro y miró directamente a Fabel—. ¿Te das cuenta? Durante todo el tiempo que fue fugitivo, ocultó su característico pelo rojo tiñéndolo de oscuro. La BKA recibió la información de que Mülhaus se había oscurecido el pelo y cambiaron la imagen para que concordara. Pero hay más… al parecer el hijo de Mülhaus tenía el mismo color de pelo. Y cuando se fugaron juntos, Mülhaus también le tiñó el pelo a su hijo.
Hubo un silencio después de que Anna dejara de hablar. Entonces Werner expresó lo que todos pensaban.
—Mierda. La cuestión del cuero cabelludo y el pelo teñido. —Se volvió hacia Fabel—. Ahí tienes tu simbolismo.
—¿Sabemos qué ocurrió con el hijo? —le preguntó Fabel a Anna.
—Los de servicios sociales se niegan a entregarnos el expediente hasta que obtengamos una orden judicial para acceder a esa información. Ya estoy en ello.
Fabel contempló la fotografía del joven Mülhaus. Debía de tener unos veinte años. Era evidente que se trataba de la obra de un aficionado, una fotografía hecha en exteriores a la luz del sol de un verano muy lejano en el tiempo. Mülhaus ofrecía una amplia sonrisa a la cámara y entrecerraba los ojos para protegerlos de la luz. Era un joven feliz y despreocupado. No había nada escrito en aquel rostro que sugiriera un futuro relacionado con homicidios y violencia. Al igual que lo que le había ocurrido a Anna con la fotografía de Ulrike Meinhof, a Fabel esa clase de imágenes siempre le resultaban fascinantes: todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez.
Fabel se concentró en el pelo que brillaba rojo y dorado bajo el sol de verano. Había visto un pelo como ése antes. Lo había visto apenas unas horas antes.
—Anna… —Se puso de espaldas al tablero.
—¿Chef?
—La primera prioridad es verificar los antecedentes de Beate Brandt. Necesito saber cuál era su relación con Franz Mülhaus, si es que la tenía. —Fabel se volvió hacia Werner—. Y necesito que tú verifiques la dirección que nos proporcionó Franz Brandt. Creo que he de tener otra conversación con él.
En ese momento sonó su teléfono móvil. Era Frank Grueber, que estaba al frente del equipo forense en la casa de Beate Brandt.
—Habéis encontrado otro pelo, ¿verdad? —dijo Fabel.
—En efecto —respondió Grueber—. Nuestro amigo está poniéndose poético. Lo dejó dispuesto sobre la almohada, junto al cadáver. Pero eso no es todo. Hemos revisado toda la casa para ver si al asesino se había descuidado en algo.
—¿Y?
—Y hemos encontrado unos rastros en el cajón de un escritorio, en el dormitorio convertido en estudio que usaba su hijo. Al parecer, allí se almacenó una buena cantidad de explosivos.
14.10 H, EIMSBÜTTEL, HAMBURGO
Mientras Fabel se dirigía a toda velocidad a través de Hamburgo rumbo a la dirección de Eimsbüttel que Franz Brandt le había dado a Werner, sintió que todo encajaba.
Brandt había demostrado tener sangre fría. Sangre muy fría. Mientras Fabel lo interrogaba, el joven le había preguntado por qué el asesino teñía el pelo de rojo. Ya conocía la razón, pero había utilizado su falsa pena para camuflar su intención de interrogar al interrogador, tratando de descubrir cuánto sabía la policía sobre sus motivos. Incluso se había sentado junto a un póster del otro Franz el Rojo, el cuerpo del pantano, que estaba colgado en la pared arriba de él, y le había mencionado el hecho de que Franz el Rojo era su apodo en la universidad.
Todo encajaba: el mismo pelo, la misma profesión, incluso el mismo sobrenombre. Su edad también concordaba. Fabel suponía que Beate Brandt había adoptado a Franz, con diez años de edad, después de que éste presenciara la muerte de su padre y de su madre natural en el tiroteo del andén de Nordenham. Tal vez Beate lo hiciera movida por la culpa. Fuera cual fuese la traición que se había cometido, Beate Brandt había tenido algo que ver y, a pesar de que lo había educado como a su hijo, Franz le había administrado a ella el mismo ritual justiciero que al resto de sus víctimas.
Estacionaron junto al cordón que había instalado la brigada MEK al final de la calle. Lo primero que Fabel había hecho era desplegar una división MEK de apoyo. Fabel siempre se preguntaba si había alguna diferencia real entre un terrorista y un asesino en serie: los dos mataban en grandes cantidades, los dos trabajaban siguiendo un plan abstracto que con frecuencia resultaba imposible de entender para los demás. Brandt, sin embargo, había desdibujado la frontera entre ambos más que ningún otro. Llevaba a término sus crímenes de venganza con el simbolismo ritual de una psicosis avanzada, pero al mismo tiempo instalaba bombas sofisticadas para deshacerse de cualquiera que representara una amenaza. Y cuando Brandt llamó a Fabel al móvil para informarle de que estaba sentado sobre una bomba, utilizó tecnología para alterar la voz, sólo por si Fabel lo reconocía del breve encuentro previo que habían tenido en el emplazamiento de HafenCity.
La dirección que les había dado Franz Brandt correspondía a un edificio de apartamentos de cuatro pisos con una entrada directa hacia la calle, lo que limitaba la oportunidad de invadir el apartamento por sorpresa.
—Haga que sus hombres cubran la parte trasera —le dijo Fabel al comandante de la MEK—. Este tipo aún no sabe que sospechamos de él y tengo una razón legítima para volver a interrogarlo sobre la muerte de su madre. Si es que es su verdadera madre. Llevaré a dos de mi equipo hasta su puerta.
—Considerando lo que me ha contado sobre él, me parece poco aconsejable —dijo el otro—. En especial si es tan hábil con los explosivos como parece. He contactado con la brigada de artificieros y nos mandarán una división. Sugiero que esperemos hasta que lleguen y que luego entre mi gente con apoyo de los artificieros.
Fabel estaba a punto de protestar cuando el comandante de la MEK lo interrumpió.
—Usted y sus agentes pueden seguirnos, pero, si insiste en entrar solo antes que nosotros, puede terminar con policías muertos.
La afirmación del oficial de la MEK hizo efecto en Fabel. Él ya había pasado por eso, ya se había enfrentado a un oponente peligroso en un ámbito cerrado. Y había costado vidas.
—De acuerdo —suspiró—. Pero que quede claro que necesito vivo a este hombre.
La expresión del comandante de la MEK se ensombreció.
—Eso es lo que siempre tratamos de lograr, Herr Erster Hauptkommissar. Pero es evidente que esta persona es un terrorista profesional. A veces no es tan fácil.
A Fabel, Maria, Werner, Anna y Henk les entregaron ropa antibalas para todo el cuerpo. Luego, siguieron a un equipo de cuatro agentes de la MEK y a un especialista en desactivar bombas que avanzaban por la parte delantera del edificio en una estudiada postura, corriendo en cuclillas, manteniéndose agachados y con los cuerpos presionados contra la pared del edificio. Después de que entraran, el comandante de la MEK indicó con un gesto de la mano que Fabel y sus agentes permanecieran en el vestíbulo, mientras el equipo de armas especiales subía por la escalera. A Fabel le resultaba notable que un equipo de hombres tan corpulentos y fuertemente armados, ataviados con corazas blindadas, pudieran moverse con tanto sigilo.
El silencio se hizo insoportable para los agentes de la Mordkommission que esperaban en el vestíbulo, y luego se hizo añicos al mismo tiempo que la puerta del apartamento, cuando los de la MEK irrumpieron. Desde el pasillo, Fabel y su gente pudieron oír los gritos de los agentes de la MEK. Luego silencio. Fabel indicó a sus subordinados que lo siguieran por la escalera, deteniéndose en el rellano de la planta anterior. El comandante de la MEK salió del apartamento.
—Está limpio. Pero espere a que los artificieros lo verifiquen.
En ese momento, un técnico de explosivos vestido con un mono azul subió corriendo la escalera y los pasó de largo.
—Al diablo con esto —dijo Fabel—. Brandt no tiene ni idea de que andamos tras él. Y éste es el apartamento de su novia. No habrá puesto una bomba aquí. Voy a subir. —Trepó los escalones de dos en dos y entró en el apartamento detrás del técnico de explosivos, sin prestar atención a las protestas del comandante de la MEK. Werner se encogió de hombros y subió tras su jefe, seguido de Maria, Anna y Henk.
El apartamento era pequeño y tanto su decoración como los muebles sugerían un ambiente femenino. Fabel supuso que Brandt no pasaría mucho tiempo allí. También estaba claro que el joven arqueólogo no usaba tanto la habitación que tenía en casa de su madre, y a Fabel le cruzó por la cabeza la idea de que tal vez Brandt tenía otro sitio, un escondite del que no sabían nada. No tenía mucho sentido permanecer allí; el pequeño apartamento estaba repleto de agentes y Fabel se dio cuenta al primer vistazo de que no ganaría nada si revisaba el piso, aunque tendría que someterse a la formalidad de llamar a un equipo forense tan pronto le aseguraran que el departamento estaba limpio.
Justo en ese momento sonó el teléfono móvil de Maria. A ella le costaba oír a su interlocutor en medio de la agitación que había en el apartamento y salió al pasillo.
Fue uno de esos momentos en los que mil pensamientos, mil resultados posibles, nos cruzan la mente en un lapso demasiado pequeño para medirlo. Comenzó cuando uno de los técnicos de explosivos levantó de pronto la mano, dándole la espalda al resto de los agentes, y gritó una sola palabra:
—¡Silencio!
Fue entonces cuando Fabel lo oyó. Un bip. El segundo especialista en explosivos se acercó al primero, se quitó el casco y giró el oído hacia el sonido. Todos lo imitaron al mismo momento, siguiendo la mirada de los artificieros.
Estaba encima del reproductor de CD. A primera vista parecía simplemente otro aparato de audio: una pequeña caja gris de metal con una luz roja que se encendía y apagaba al unísono con los bips.
Mientras Fabel contemplaba el dispositivo, hipnotizado por la luz roja intermitente que brillaba al ritmo de los bips, se preguntó por qué se quedaba allí inmóvil, en lugar de salir corriendo y salvar la vida.
Entonces el bip pasó a ser constante, la luz roja del detonador de la bomba dejó de encenderse y apagarse y se mantuvo encendida.
14.20 H, EIMSBÜTTEL, HAMBURGO
Cuando Maria Klee volvió a entrar en el apartamento con el teléfono móvil todavía en la mano, los rostros que se volvieron hacia ella parecían despojados tanto de color como de expresión.
—¿Me he perdido algo? —preguntó.
—No exactamente —dijo Fabel—. Creo que en realidad algo nos ha perdido a nosotros.
El especialista en desactivar bombas estaba con el detonador, aquella caja gris y metálica, aferrado en su mano enguantada, con los cables colgando. Cuando la luz había pasado a ser un rojo constante, él se había abalanzado hacia delante y simplemente había arrancado el detonador de cuajo con cables y todo. «No teníamos nada que perder», explicó más tarde. Cuando Maria entró, el otro artificiero estaba sacando cuidadosamente el reproductor de CD y el amplificador de los estantes.
—Lo tengo —dijo, después de levantar un pequeño paquete gris envuelto en plástico que estaba oculto detrás del equipo de audio—. Ya estamos a salvo.
—Bien hecho —le dijo Fabel al primer técnico—. Si no se hubiera movido tan rápido…
El artificiero meneó la cabeza.
—Me temo que no puedo adjudicarme el mérito de eso. Actué más por reflejo que por otra cosa. Me habría resultado imposible llegar a tiempo para desconectar el detonador. Fue el mismo dispositivo el que falló. Algo salió mal, por alguna razón. Supongo que habría algún fallo en el detonador. Me parece poco probable que los cables se soltaran. Por lo que he visto en la bomba debajo de su coche, este tipo es bastante meticuloso.
El otro técnico metió delicadamente el paquete explosivo dentro de un contenedor de paredes gruesas.
—La masa del dispositivo alcanzaba para matar a todos los que estábamos dentro del apartamento, pero no habría puesto en riesgo la integridad de la estructura, salvo por las ventanas, que habrían salido volando hasta Buxtehude.
—Creo que sí me he perdido algo —dijo Maria.
—¿Quién te ha llamado? —preguntó Fabel.
—Oh… Era Frank. Frank Grueber, quiero decir. Ya ha regresado de la escena del homicidio de la casa de la madre de Brandt. Sacó unos pelos del dormitorio de Brandt hijo. De un cepillo. Consiguió hacer un análisis de ADN rápido para averiguar si había algún nexo familiar entre su pelo y el antiguo.
—¿Y?
—Hay bastantes marcadores comunes para sugerir una relación muy cercana. Probablemente de padre e hijo. Al parecer, hemos dado con el hijo de Franz el Rojo.
Después de una situación de gran peligro y amenaza, sobreviene una gran fatiga. La adrenalina que ha recorrido el cuerpo permanece allí y absorbe hasta los últimos restos de energía. Músculos que no han hecho nada, pero que han estado tensos como cuerdas de violín, comienzan a doler, y un agotamiento nauseabundo y tembloroso se instala en el cerebro y en el cuerpo. Fabel caminó hasta su coche sintiéndose completamente exhausto.
Werner colocó su tranquilizadora corpulencia en el asiento del pasajero del BMW de Fabel. Los dos hombres se quedaron sentados durante un momento, sin hablar.
—Estoy demasiado viejo para esta mierda —dijo—. Realmente pensé que no saldríamos de ésta. Jamás he estado tan asustado en toda mi vida.
Fabel suspiró.
—Por desgracia, Werner, yo sí. Ésta es la tercera vez que me he topado de bruces con una bomba y ya estoy harto. Lo único que quería hacer era proteger a la gente. Para mí, ser policía se trataba de eso… interponernos entre los hombres, las mujeres y los niños y el peligro. Años atrás, cuando Renate y yo aún estábamos juntos y Gabi era una niña, fuimos de vacaciones a Estados Unidos. A Nueva York. Vi un coche patrulla de la policía de Nueva York, y a un costado del mismo ponía «To protect and serve». Proteger y servir. Recuerdo que entonces pensé que tendríamos que poner esa frase en todos los coches de la Polizei de Hamburgo. Pensé: «Eso es lo que yo hago, lo que soy».
—Jan —dijo Werner—. Ha sido un día larguísimo y terrible. Déjame conducir. Te llevaré a casa.
—¿Qué estamos haciendo aquí, Werner? Un lunático se está vengando de personas que conspiraron para matar a otras personas hace veinte años. Un asesino matando asesinos. Tienes que admitirlo: hay algo de justicia natural en todo eso. Esos gilipollas casi parten en dos nuestro país. Todavía tengo fragmentos de bala en el cuerpo del arma de una chica de dieciocho años. ¿Y para qué? ¿Qué se consiguió con la muerte de Franz Weber? ¿Qué conseguí con volarle la cara a una jovencita que tendría que haber pensado solamente en los chicos y en la ropa para la discoteca? Ahora tendría treinta y ocho años, Werner, si no la hubiera matado. Si Svensson no le hubiera clavado sus garras, ella estaría llevando a sus chicos a la escuela. Iría al gimnasio tres veces por semana para reducir la cintura. Y tal vez, cada tanto, pensaría: ¿no estaba loca cuando era joven?, ¿en qué estaba pensando? Habría tenido hijos, Werner. Toda una generación borrada porque yo tiré del gatillo.
—Es lo que hacemos, Jan —dijo Werner—. Si no hubieses estado allí durante aquel asalto al banco, habría muerto otra persona. Tal vez muchas más.
—Quiero una nueva vida, Werner. Una vida distinta de todo esto. Le he dicho a Van Heiden que este caso sería el último. Se acabó. Voy a renunciar a la Polizei de Hamburgo tan pronto este cabrón esté tras las rejas. Un antiguo compañero de escuela me ofreció un trabajo. Voy a aceptarlo.
—No puedes estar hablando en serio, Jan. No me importa lo que digas. Jamás habríamos tenido el número de condenas que hemos logrado si tú no hubieses estado al cargo. Y, a pesar de todo lo que dices sobre la muerte, cada vez que metes a un asesino en prisión salvas sólo Dios sabe cuántas vidas.
—Tal vez eso sea cierto, Werner. Pero es hora de que lo haga otro. —Fabel le dedicó a su amigo una sonrisa cansada y triste—. Ya he tomado la decisión. De todas maneras, volvamos al Präsidium. Tengo que terminar algo antes.
Fabel acababa de girar la llave del encendido cuando sintió el peso de la mano de Werner en su brazo. Cuando Fabel se volvió hacia él, Werner estaba mirando directamente hacia delante a través del parabrisas, como si algo lo hubiese hipnotizado.
—Dime que no estoy viendo visiones —dijo Werner, haciendo un gesto en dirección del cordón policial.
Fabel siguió su mirada. Una joven pareja estaba protestando delante de un agente uniformado y el hombre señalaba el edificio de apartamentos.
Fabel y Werner abrieron ambas puertas del coche al mismo tiempo y comenzaron a correr hacia donde Franz Brandt discutía con el policía.
21.30 H, POLIZEÄSIDIUM, HAMBURGO
Fabel dirigió el interrogatorio de Franz Brandt. Anna y Henk llevaron a su novia, Lisa Schubert, a otra sala de interrogatorios. Franz Brandt respondió a las preguntas de Fabel con una confundida incredulidad, luego con angustia y, finalmente, con una furia cruda y amarga. Sostenía no saber nada sobre la bomba en el apartamento de Schubert y la sugerencia de que estaba implicado en la muerte de su madre lo indignó profundamente. Después de que Fabel suspendiera el interrogatorio e hiciera que trasladaran a Brandt a una celda, habló con Anna y Henk, quienes confirmaron que Schubert había respondido de la misma manera. Incluso había exhibido señales de un leve shock.
A Fabel no le gustó. Brandt se había mostrado astuto y cuidadoso durante toda su campaña de crímenes, dando la impresión de estar siempre un paso delante de ellos. No tenía sentido que adoptara una estrategia tan insensata de negativa total. Pero, por otra parte, era evidente que tenía que estar loco para cometer los crímenes que había cometido.
Fabel volvió a su despacho. Había mandado a Maria a su casa más temprano; ella parecía estar realmente mal y su dolor de cabeza no había disminuido. Anna y Henk se quedaron. Había llegado la orden judicial y Anna había conseguido los códigos y contraseñas para acceder a los registros de los servicios sociales, y ahora ambos estaban tratando de confirmar como hecho legal que Franz Brandt era el niño de diez años que había visto morir a Franz el Rojo Mülhaus en una estación de ferrocarriles de Nordenham. El niño que había oído cómo su padre, con sus últimas palabras, había exigido venganza para aquellos que lo habían traicionado. Después de que salieran del interrogatorio, Fabel le dijo a Werner que podía irse a casa a descansar, pero que él se quedaría porque aún le quedaban «cosas por hacer» en su oficina.
Fabel sacó la carpeta de Ingrid Fischmann del cajón y la puso sobre el escritorio. Al hacerlo, exhaló el suspiro de un hombre que vuelve a recorrer un antiguo territorio en busca de respuestas.
21.30 H, OSDORF, HAMBURGO
Grueber le había dado a Maria dos codeínas antes de meterse en el baño para darse una ducha. Ella entró en la cocina en busca de un vaso de agua para tomarlas.
Lo que había empezado como una jaqueca vaga y generalizada se había concentrado y se había convertido en una aguda migraña que la presionaba sin piedad detrás de las retinas. Siempre le había molestado un poco tomar píldoras para el dolor de cabeza: la insinuación de una austera luterana que se escondía en su interior le decía que era mejor dejar que la naturaleza siguiera su curso. Pero el agua y el puritanismo de Alemania del Norte no iban a solucionar aquello sin ayuda. Cogió un vaso del armario de la cocina y lo llenó de agua. Al girarse, el vaso se le resbaló de la mano y se hizo añicos contra las baldosas del suelo de la cocina. Maria soltó un taco y miró a su alrededor en busca de una palita y un cepillo. Los encontró en el armario de bajo mesada, donde evidentemente Grueber guardaba los materiales de limpieza.
Había un recipiente, empujado al fondo del armario y lejos de la puerta, que llamó la atención de Maria. Tuvo la sensación de que había sido escondido deliberadamente, colocado fuera de la vista y del alcance. Y por eso se puso de rodillas en las duras baldosas de la cocina y estiró la mano dentro del armario para sacar el recipiente.
Tinte para el pelo.
Era la conclusión más loca posible y ardió en su mente durante una fracción de segundo: en su cerebro se sucedieron una serie de diapositivas de las escenas de los homicidios, con los cueros cabelludos arrancados y empapados en tintura roja. Y Grueber allí de pie, con su mono de forense, sosteniendo el pelo rojo en la mano. Luego las imágenes desaparecieron. Era un pensamiento delirante: ¿qué conexión posible podría tener Frank con las víctimas? Volvió a mirar el frasco de plástico. Era moreno oscuro, no rojo. Suspiró y empezó a ponerlo donde estaba pero hizo una pausa y lo sacó para examinarlo nuevamente. Era del color del pelo de Grueber. Un moreno muy oscuro. Casi negro. ¿Frank se teñía el pelo?
Maria guardó el recipiente en el fondo del armario, con la etiqueta mirando para atrás, tal y como lo había encontrado, y volvió a colocar los otros artículos que lo habían ocultado. Se permitió una sonrisa por la coquetería de su novio. ¿Por qué se teñiría el pelo? ¿Acaso habría encanecido prematuramente? Maria había visto fotografías de sus padres. Ambos tenían el mismo pelo oscuro que Grueber pero, por lo que había podido notar, no se les había puesto blanco antes de tiempo. A menos que, desde luego, ellos también se lo tiñeran. Volvió a mirar durante un momento el tinte de pelo que estaba debajo del fregadero. No podía entender por qué un misterio tan insignificante le causaba un hormigueo de incomodidad en su interior. Estaba escondido. Tal vez pertenecía a una exnovia. Pero ¿por qué lo habría dejado allí, en lugar de tirarlo?
Se incorporó y uno de sus tacones aplastó un fragmento de vidrio roto. Él estaba allí cuando ella giró. De pie, cerca. Demasiado cerca. En el mismo lugar en el que se colocaba Vitrenko en sus sueños. Sus ojos eran totalmente diferentes en color y forma, pero por primera vez Maria se dio cuenta de que albergaban la misma crueldad insensible y sin emoción.
Lo supo. Sonrió a Grueber y dijo, en tono alegre:
—No te había visto. Me has asustado.
Pero lo sabía.
Frank Grueber le ofreció un reflejo frío y estéril de la sonrisa de Maria. Extendió la mano y apartó una corta hebra de pelo rubio de las cejas de Maria.
—¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? —dijo.
Maria asintió.
—Tú estabas procesando aquel cuerpo del parque Sternschanzen. Fabel estaba fuera y yo estaba a cargo de la investigación… —Maria volvió a sonreír. Trató de mostrarse relajada. Había dejado su arma en el vestíbulo, en el antiguo perchero. Había muchas antigüedades en esa casa. Todo tenía que ver con el pasado.
—En efecto. —Grueber continuó acariciándole el pelo, la mejilla, con una mirada vacía y enfocada en otro lugar y en otra época—. Recuerdo la primera vez que te vi. Después de un solo segundo todo quedó grabado en mi cabeza, cada rasgo, cada gesto. Fue como si te reconociera. Como si nos hubiésemos conocido antes pero no pudiera recordar dónde y cuándo. ¿Tú sentiste lo mismo?
Maria pensó en mentir, pero decidió encogerse de hombros. Trató de deducir cuál sería la distancia hasta la puerta de la cocina, luego hasta el perchero, sumar a eso el tiempo necesario para sacar el arma de la cartuchera y quitarle el seguro. Si lo golpeaba con la suficiente fuerza…
Grueber sonrió. Sacó la otra mano de detrás de la espalda y levantó el arma de Maria. Se la puso contra la piel blanda de debajo de la mejilla y presionó con suavidad.
—Te amo, Maria. No quiero lastimarte, pero si debo hacerlo, debo hacerlo. Eso significa que tendremos que esperar hasta nuestra próxima vida para volver a vernos.
Maria echó la cabeza hacia atrás, pero Grueber mantuvo la presión del caño del arma y le colocó la otra mano en la nuca, acunándole la cabeza.
—No hagas nada estúpido, Maria. Soy totalmente capaz de matarnos a los dos. Por favor no me obligues. Ya hemos muerto juntos antes. En un andén de ferrocarril, hace mucho, mucho tiempo. Pero éste no es nuestro momento. Aún no.
—¿Por qué, Frank? ¿Por qué mataste a todas esas personas?
Grueber sonrió.
—Ven, Maria. Aún no has visto todo lo que hay en la casa.
21.45 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO
Anna Wolff arqueó la espalda hacia atrás y se frotó los ojos. Necesitaba apartarse un momento de la pantalla del ordenador. Había pasado la última hora revisando los registros de los servicios sociales para encontrar dónde y cuándo Beate Brandt había adoptado a Franz. No había nada. Salió al pasillo y se sirvió una taza de café de la máquina. Un par de agentes de la brigada de Homicidios se acercaron y ella conversó con ellos un rato, postergando deliberadamente el momento de volver a la pantalla y a los interminables nombres en el archivo.
Acababa de volver a la oficina cuando entró Henk.
—¿Cómo va? —preguntó. Anna hizo una mueca.
—No avanzo nada. No puedo encontrar ningún registro de que Brandt fuera entregado al cuidado de Beate Brandt o que ella lo adoptara.
—Eso es porque hemos mirado todo este asunto al revés. —Se sentó en el borde del escritorio de Anna. Había una insinuación de triunfo en su sonrisa—. Creo que será mejor que vayamos a ver a Fabel.
21.55 H, OSDORF, HAMBURGO
El cerebro de Maria procesó todos los datos disponibles a la máxima velocidad posible. Trató de correr un telón al pánico que golpeaba para entrar y evaluó la situación. Grueber le había dicho que tenía que poner las manos detrás de la espalda, probablemente para poder atarla. En ese caso, quedaría indefensa. Pero tenía motivos para creer que, a pesar de su demencia y de la extrema violencia que había ejercido sobre sus víctimas, con aquellas mutilaciones rituales, él no tenía intención de matarla. Ella no era parte de su serie. No formaba parte de su lista de víctimas. Por otra parte, había otras personas que se habían interpuesto en su camino: Ingrid Fischmann y Leonard Schüler. Grueber los había matado aunque tampoco estuvieran en su lista. A Schüler, incluso, le había arrancado el cuero cabelludo, para dejar un mensaje en la ventana de Fabel.
Maria recordó la llamada que Grueber había hecho a su teléfono móvil justo cuando estaba en el apartamento de la novia de Franz Brandt. Lo había preparado todo para que ella saliera del apartamento al mismo tiempo que detonaba a distancia la bomba de su interior. Había querido que ella sobreviviera.
Obedeció a Grueber y puso las manos detrás de la espalda. Él le sujetó las muñecas con un cordel y ella se dio cuenta de que debería haber dejado el arma sobre la encimera de la cocina. Durante una fracción de segundo consideró la posibilidad de golpearlo para hacerle perder el equilibrio y agarrar el arma. Pero justo entonces sintió el fuerte roce de la cuerda al apretarse contra su piel.
Grueber cogió a Maria del brazo, sin violencia, y la hizo salir de la cocina y avanzar por el pasillo hasta la escalera que venía del vestíbulo junto a la entrada. Había una entrada baja y arqueada debajo de la escalera que antes él le había dicho que daba a un sótano repleto de cajas de embalar. Con un movimiento del arma de Maria, le indicó que se echara hacia atrás mientras él buscaba la llave en su bolsillo. Abrió la puerta, extendió el brazo y encendió la luz antes de hacerle el gesto de que entrara al sótano.
Al hacerlo, ella comenzó a arrepentirse amargamente de no haber aprovechado la oportunidad antes de que él le atara las manos.
22.00 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO
Fabel estaba sentado a su escritorio, mirando una fotografía y tratando de extraer su verdadero significado, cuando sonó el teléfono. Era Susanne, que lo llamaba desde su apartamento y, por un instante, Fabel quedó desconcertado.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella—. Suenas raro.
—Estoy bien —dijo él, sin dejar de contemplar la fotografía que tenía sobre el escritorio—. Cansado, nada más.
—¿Cuándo vendrás a casa?
—No lo sé —dijo Fabel—. Estoy completamente inundado de trabajo. Creo que no terminaré hasta bastante tarde. No tiene sentido que me esperes despierta. De hecho, tal vez lo mejor sea que esta noche me vaya a mi casa. Así no te molesto cuando llegue.
—De acuerdo —dijo ella, con una insinuación de incertidumbre en la voz—. Entonces nos veremos mañana. ¿Estás seguro de que te encuentras bien?
—Estoy bien. No te preocupes por mí. Sólo necesito dormir un poco. Escucha, será mejor que siga trabajando… Hasta mañana.
Fabel colgó y dejó la mano apoyada en el teléfono. Recordaba haber tenido muchas conversaciones telefónicas similares con su esposa, Renate. Llamadas a altas horas de la noche desde la Mordkommission, o desde la escena de un crimen, o desde el depósito de cadáveres. Demasiadas de esas llamadas, que habían erosionado constantemente su matrimonio y la fidelidad de su mujer.
Pero en esa ocasión no había sido del todo honesto con Susanne sobre sus razones para no ir a su casa. Esa noche necesitaba estar solo, necesitaba su propio tiempo y espacio para pensar. Se sentía enterrado bajo un peso insoportable que no podía sacarse de encima con un solo esfuerzo, por enorme que fuera. Eran como escombros, que tenía que ir quitando uno por uno.
Y uno de ellos estaba delante de él, sobre su escritorio.
Todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez. Ésa era la idea que se le había ocurrido al mirar la fotografía del joven, preterrorista, Franz Mülhaus; también cuando Anna había descrito la fotografía de una Ulrike Meinhof recién casada. Una vida anterior a la que conocemos.
Fabel había pasado las últimas dos horas revisando la carpeta que le había mandado Ingrid Fischmann inmediatamente antes de su muerte y la tenía abierta sobre el escritorio. Recortes de prensa, entrevistas, una cronología que trazaba la evolución y la diversificación de los grupos de protesta, los activistas y los terroristas, y fotocopias de libros sobre el terrorismo interno alemán.
Y fotografías.
Aquella foto en sí no tenía nada que ver con el caso que estaba investigando. Y tampoco tenía nada que ver con lo que le había ocurrido a él veinte años atrás. Tenía que ver con algo, con alguien, totalmente diferente.
Había encontrado la fotografía con una nota autoadhesiva pegada en la parte de atrás, al final de la carpeta de Fischmann. Databa de 1990, una época en que la voluntad y la razón de ser del activismo izquierdista estaban desapareciendo a gran velocidad. El Muro acababa de ser derribado y las dos ex Alemanias seguían aceptándose mutuamente con entusiasmo y esperanza. Era una época en que el mundo vio cómo millones de personas en toda Europa del Este se habían levantado en verdadera protesta contra las dictaduras comunistas. Los antiguos eslóganes del activismo izquierdista empezaban a sonar huecos, incluso embarazosos.
La nota adosada a la fotografía decía: «Christian Wohlmut, anarquista de Múnich, buscado como sospechoso de ataques a intereses estatales y comerciales de Estados Unidos en el territorio de la República Federal. Fotografiado con una mujer desconocida».
Una mujer desconocida. La fotografía era borrosa y parecía tomada de lejos. La chica, que tenía más o menos edad de ser estudiante, estaba a la izquierda y ligeramente atrás de Wohlmut. Era alta y delgada y tenía un largo pelo oscuro, pero sus rasgos estaban fuera de foco. Aún así, era reconocible. Para quien la conociera.
Fabel leyó el expediente relacionado con Wohlmut. Había sido uno de los últimos manotazos de un movimiento agonizante. Había formado un grupo que finalmente se había disuelto, pero no sin antes colocar un par de dispositivos bastante toscos en blancos americanos. Una carta bomba había arrancado los dedos a una secretaria de diecinueve años de edad en las oficinas de una compañía petrolera americana. Wohlmut había sido atrapado y había pasado tres años en la cárcel.
Fabel volvió a examinar a la chica alta de pelo largo y oscuro. Wohlmut le hablaba a alguien fuera de la cámara, y la chica a su lado lo escuchaba con atención. Al hacerlo, inclinaba la cabeza en un ángulo característico. Una pose de concentración.
Todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez. Se oyó un golpe en la puerta y él deslizó la fotografía en la parte de atrás de la carpeta.
Anna y Henk entraron.
22.00 H, OSDORF, HAMBURGO
No había cajas de embalar en el sótano de Grueber. No había desorden.
Era un sótano espacioso; de hecho, parecía desproporcionado respecto de la pequeña puerta oculta debajo de la escalera por la que se accedía a él, y Maria escudriñó las paredes para ver si podía encontrar una ventana o una puerta que diera directamente al mundo exterior. Pero sabía que estaban demasiado profundo. Pensó en el moribundo sol del anochecer, que estaría tiñendo el césped entre los arbustos y las plantas del jardín de Grueber. De pronto, Maria cobró conciencia de la masa de la casa sobre ella, el suelo oscuro que yacía, frío y apretado, al otro lado de las paredes del sótano que la rodeaban.
El techo del sótano era sorprendentemente alto. Maria calculó que tendría unos dos metros de altura, y todo aquel espacio había sido reformado para que Grueber lo usara como lugar de trabajo. Había bancos y equipos junto a las paredes, estanterías y armarios metálicos para herramientas. Maria oyó un chirrido metálico continuo y una gran abertura de acero pulido empotrada en una pared con un ventilador girando detrás de un protector de red. Supuso que Grueber había instalado alguna clase de sistema de control de temperatura y humedad. El espacio del sótano estaba interrumpido por una serie de columnas pesadas y cuadradas que evidentemente sostenían las paredes superiores. En el centro del sótano, cuatro columnas hacían las veces de esquinas de una zona cubierta que parecía una suerte de improvisado cuarto de limpieza, con paredes formadas por láminas gruesas y resistentes de plástico semiopaco. Maria sintió que su miedo aumentaba varios grados; estaba claro que ese sector tenía un propósito especial y ella tuvo la nauseabunda sensación de que ese propósito podría tener que ver con su futuro inmediato.
Grueber pareció captar su miedo. Frunció el ceño y había tanto furia como tristeza en su expresión. Extendió la mano y le acarició la mejilla.
—No voy a lastimarte, Maria —dijo—. Yo nunca, nunca te haría daño. No soy un psicópata. No mato sin motivo. Deberías saberlo a estas alturas. Me ha sido dado el don de ver a través de los velos que separan cada vida, cada existencia. Y por eso valoro más la vida… no menos. Los que murieron… lo merecían. Pero tú no. Tampoco Fabel. Por eso no hice detonar la bomba que puse en su coche. Verás, todos estamos unidos. En cada vida, todos volvemos a reunirnos para resolver lo que ha quedado pendiente en nuestra reencarnación anterior. Tú, yo, Fabel… hemos estado aquí antes y volveremos a estar aquí. No te preocupes, Maria. No te lastimaré. Sólo que no puedo permitir que obstaculices lo que debe ocurrir esta noche. Esta noche, mi venganza se habrá completado.
—Frank —dijo Maria—. Basta de asesinatos. Deja que termine aquí. Yo cuidaré de ti. Yo te ayudaré.
Él volvió a sonreírle.
—Dulce Maria, no lo entiendes, ¿verdad? Todo lo que he aprendido en esta vida, todas las habilidades que he adquirido, han sido para terminar lo que debo terminar esta noche. —La cogió del hombro y la llevó hacia aquellas láminas gruesas y semiopacas—. Te daré un ejemplo de lo que estoy hablando. Tú ya has visto mis reconstrucciones. Cómo he reconstruido a los muertos, aplicando capa tras capa, proporcionándoles carne y sustancia y piel. Restaurando su identidad. Bueno, puedo hacer lo mismo hacia atrás… quitar las capas de los vivos. Destruir su identidad…
Grueber apartó la gruesa cortina plástica. Maria oyó un sonido estridente que llenó el sótano y se dio cuenta de que era su propio grito.
22.03 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO
—Henk ha descubierto algo —dijo Anna.
—De acuerdo —dijo Fabel, echándose hacia atrás en la silla—. Veamos de qué se trata…
—Como usted indicó, hemos revisado la historia de Brandt y la de su madre, Beate. Frank Grueber, el forense, como ya sabe, ha confirmado la paternidad de Franz Brandt. Él es, definitivamente, el hijo de Franz Mülhaus.
—Dime algo que no sepa —replicó Fabel en tono de fatiga.
—Tal vez Franz Mülhaus sí fuera su padre, pero él no fue adoptado por Beate Brandt. —Henk dejó caer una fotocopia sobre el escritorio de Fabel—. Éste es el certificado de nacimiento de Franz Karl Brandt. Padre desconocido. Madre Beate Maria Brandt, entonces residente en 22 Hubertusstrasse, Niendof, Hamburgo. Ella no lo adoptó. Él nos dijo la verdad: ella era su madre. Es posible que él ni siquiera supiera que Franz el Rojo Mülhaus era su verdadero padre. No hay ninguna conexión entre Beate Brandt y Franz el Rojo Mülhaus ni nada que sugiera que ella militaba en algún movimiento radical en los años setenta u ochenta. Pero el ADN prueba que ella tuvo un hijo con él. Lo que significa —añadió después de una pausa— que Franz Brandt es hijo de Mülhaus. Pero no hijo de Michaela Schwenn. Y eso, a su vez, quiere decir que él no era el niño en el andén de Nordenham con el pelo teñido de negro.
—¿Un hermano?
—Sabemos que Mülhaus tenía relaciones sexuales con muchas de sus seguidoras, así como con otras mujeres que tal vez no estuvieran relacionadas con su movimiento. Podría ser que el asesino fuera un medio hermano de Brandt y que éste ni siquiera supiera que existe —dijo Anna.
—Pero un momento —dijo Fabel—. Olvidáis que Brandt dejó una bomba en el apartamento de su novia para hacernos volar a todos en pedazos.
—Y luego él y su novia se nos acercan directamente —dijo Henk—. Usted mismo lo ha dicho: parecía extraño. Yo creo que él no sabía nada sobre la bomba.
—Shit —dijo Fabel—. Eso significa que el asesino sigue suelto. Tenemos que averiguar qué ocurrió con aquel niño del andén.
—A eso me refería cuando dije que buscábamos en la dirección equivocada —replicó Henk—. Estábamos tratando de probar que Brandt era el hijo que estábamos buscando. Verificando la conexión hacia atrás. Tendremos que volver a revisar los expedientes de adopción. Pero esta vez debemos buscar el apellido Schwenn.
—Tengo los códigos de acceso aquí mismo. —Anna señaló su libreta—. ¿Puedo usar tu ordenador?
Después de empujar a un costado la carpeta con la información de Ingrid Fischmann, Fabel se puso de pie y dejó que Anna ocupara su asiento. Ella se conectó a la base de datos e ingresó los parámetros de búsqueda: el nombre «Schwenn» y el período de 1985 a 1988.
—¡Lo tengo! —dijo—. Aquí hay cuatro nombres. Dos son adopciones de 1986. Será uno de éstos… —Anna hizo clic en el primer archivo—. No… es una niña de cuatro años. —Hizo un clic en el siguiente—. Tal vez éste… no, la edad está mal.
—Buscó el tercer archivo.
Fue la expresión de Anna lo que asustó a Fabel. Esperaba su habitual mueca de satisfacción insolente por haber encontrado una evidencia crucial. Pero en cambio se puso de pie de repente y Fabel notó que había perdido el color de la cara.
—¿Qué ocurre, Anna? —preguntó Fabel.
—Maria… —Fue como si cada músculo del rostro de Anna se hubiese tensado—. ¿Dónde está Maria?
—La mandé a su casa. Tenía migraña —dijo Fabel—. Regresará mañana por la mañana.
—Tenemos que encontrarla, chef. Tenemos que encontrarla ahora.
22.05 H, OSDORF, HAMBURGO
—Fascinante, ¿no?
Maria no oyó la pregunta de Grueber. Sintió que le zumbaban los oídos, que cada uno de sus nervios ardía, cuando miró el cuerpo masculino tumbado sobre la mesa metálica sostenida por dos caballetes. Estaba desnudo. Desnudo no sólo de ropa, sino de piel. Estaba esculpido sobre tendones rojos, en carne viva. Unas gotas de sangre, pequeñas y redondas, manchaban la superficie de aluminio de la mesa.
—He invertido mucho para que este lugar de trabajo fuera perfecto. —Grueber no despotricaba ni deliraba. Maria calibró la escala de su locura a partir de ese tono medido y sereno—. He gastado una fortuna en insonorizar este sótano. A los de la empresa de construcciones les dije que trabajaría con máquinas muy ruidosas. Por eso he tenido que instalar una bomba de aire con control de temperatura. Cuando la puerta está cerrada, este lugar queda totalmente hermético e insonorizado. Lo que me ha venido bien, puesto que aquél —Grueber señaló la silueta sobre la mesa despojada de piel, de humanidad—… gritó como una niñita.
Maria sintió golpes en la cabeza y náuseas.
—Oh, mis disculpas… Él es Cornelius Tamm. —Grueber se excusó como si se hubiera olvidado de presentar a alguien en una fiesta—. Ya sabes, el cantante.
—¿Por qué? —Maria encontró, en alguna parte, fuerzas para hacer esa pregunta.
—¿Por qué? ¿Por qué hago esto? Porque él me traicionó. Todos ellos. Hicieron un trato con las autoridades fascistas y me vendieron. Mi vida. Piet van Hoogstraat era la única otra persona que la policía tenía identificada, de modo que lo mandaron a él para que me señalara. Pero fue Paul Scheibe el que lo negoció todo, desde una distancia segura. Los otros le hicieron caso. Incluso Cornelius, mi amigo. —Se volvió hacia Maria. Había una insinuación de lágrimas en sus ojos—. Yo morí, Maria. Morí. —Apoyó una mano en el pecho—. Todavía siento el lugar en el que me entraron las balas. Te vi morir, y luego morí yo, de rodillas, en aquel andén.
—¿De qué hablas? ¿A qué te refieres con que moriste? ¿Quién crees que eres, Frank?
Él enderezó la espalda.
—Soy Franz el Rojo. Soy eterno. He vivido desde hace casi dos mil años. Y probablemente desde antes, pero aún no lo puedo recordar. Fui un guerrero que entregó la vida como sacrificio para su pueblo, para la renovación de la Tierra. Dos veces. Una vez, hace un milenio y medio; la segunda vez, como Franz el Rojo Mülhaus.
—¿Franz el Rojo Mülhaus? —dijo Maria con tono de incredulidad—. Sin que ni siquiera entremos en todo el asunto de la reencarnación, has hecho mal las cuentas. Tú naciste mucho antes de que Mülhaus muriera.
—No lo entiendes —respondió él, con una sonrisa condescendiente—. Yo era el padre y el hijo. Mis vidas se superpusieron. Vi mi propia muerte desde dos perspectivas. Yo soy mi propio padre.
—Oh, ya veo. Lo siento, Frank. —Maria lo entendió todo—. ¿Franz el Rojo Mülhaus era tu padre?
—Siempre estábamos huyendo. Siempre. Tuvimos que teñirnos el pelo de negro. —Grueber se pasó la mano a través de su tupido pelo, que era demasiado oscuro—. Si no, todos hubieran notado nuestro pelo rojo. Y luego nos traicionaron. Mi madre y mi padre fueron asesinados por agentes de la GSG9. Un sacrificio organizado por estos traidores. Vi morir a mi padre. Le oí decir «traidores». Después, se me llevaron. Me adoptaron los Grueber, que no tenían niños porque no podían. Pero me criaron como si los primeros diez años de mi vida no hubieran ocurrido. Como si yo fuera de ellos desde siempre. Después de un tiempo, incluso yo mismo empecé a sentir que todo lo que había ocurrido antes había sido una pesadilla. Descubrí que no podía recordar cosas. Era como si hubieran barrido con toda aquella vida. Como si me la hubieran borrado.
—¿Qué ocurrió, Frank? ¿Qué fue lo que te hizo cambiar?
—Estaba en la universidad, estudiando arqueología. Visité el Landesmuseum de Hanóver. Fue allí donde lo vi. A Franz el Rojo. Estaba acostado en una vitrina, con la cara tan podrida que casi le había desaparecido, pero con esa gloriosa melena de pelo rojo todavía intacta. Entonces supe, en ese instante, que estaba mirando los restos de un cuerpo que yo había ocupado una vez. Me di cuenta de que podemos vernos como fuimos antes. Como vivimos antes. Fue entonces cuando todo volvió a mí. Recordé que mi padre me había dicho que había escondido una caja en un viejo yacimiento arqueológico. Me había dicho que si alguna vez le ocurría algo, yo tenía que encontrar la caja y sabría la verdad.
Grueber dejó que la gruesa lámina de plástico cayera y ocultara el horror del cuerpo despellejado de Tamm. Se acercó a uno de los armarios colocados contra la pared del sótano. Cuando le dio la espalda, Maria se debatió con furia para liberar las manos de las ligaduras, pero estaban demasiado apretadas. Grueber sacó una oxidada caja de metal del armario.
—El diario secreto de mi padre y detalles de su grupo. Recordé dónde había dicho que la había escondido, exactamente. Fui, la desenterré, y esta caja me contó toda la historia, y me proporcionó los nombres de todos los traidores. —Grueber hizo una pausa—. Pero fue más que mis recuerdos de la infancia lo que regresó aquel día cuando vi a Franz el Rojo. Fue toda mi memoria. Mis recuerdos de todo lo que ocurrió antes de esta vida. Supe que el cuerpo que estaba mirando había sido mío una vez. Que yo lo había habitado más de mil quinientos años antes. También supe que había habitado el cuerpo de mi padre. Que el padre y el hijo eran uno. El mismo.
—Frank… —Maria miró aquel rostro pálido y juvenil. Recordó que lo había bautizado como Harry Potter la primera vez que lo había visto. Que siempre le había parecido un buen hombre. Un hombre amable—. Estás enfermo. Deliras. Sólo vivimos una vez, Frank. Tú lo tienes todo… enredado en la cabeza. Lo entiendo. En serio. Ver cómo mataron a tus padres así. Escucha, Frank, quiero ayudarte. Puedo ayudarte. Sólo desátame.
Grueber sonrió. Llevó a Maria a una silla y la obligó a sentarse.
—Sé que tienes buenas intenciones —dijo—, y sé que cuando dices que quieres ayudarme eres sincera y no intentas engañarme. Pero esta noche, Maria, el mayor traidor de todos ellos va a morir. Él era mi mejor amigo, mi delegado en los Resucitados. Él planeó el secuestro de Wiedler. Él tiró del gatillo que mató a Wiedler. Un acontecimiento que trató de enterrar, junto conmigo. Me consideraba un estorbo para sus ambiciones políticas. Las mismas ambiciones que sigue teniendo hoy. Pero esta noche, esas ambiciones, y su vida, llegarán a su fin. No puedo permitir que interfieras con lo que tengo planeado para esta noche, Maria. Lo siento, pero no…
Grueber sacó un rollo de resistente cinta de embalar y envolvió con ella el torso de Maria y el respaldo de la silla, sujetándola con fuerza.
—Realmente no puedo permitir que me detengas… —dijo, buscando el estuche de terciopelo.
22.30 H, OSDORF, HAMBURGO
Fabel y Werner aparcaron delante de la casa de Grueber. Los dos coches plateados y azules de la Polizei de Hamburgo que los seguían habían apagado las luces policiales en la esquina y aparcaron detrás de Fabel. Cuatro agentes uniformados salieron de ellos.
El teléfono móvil de Werner sonó justo cuando todos estaban reunidos en la acera. Después de una breve conversación con respuestas de una sola palabra, Werner colgó y se volvió hacia Fabel.
—Era Anna. Ni ella ni Henk han podido contactar con Maria en su teléfono móvil ni en el número de su casa. Han ido a su apartamento. No hay nadie. Ahora vienen hacia aquí. —Werner alzó la mirada hacia el imponente bulto de la mansión de Grueber—. Si Maria está en alguna parte, es allí dentro…
—De acuerdo. —Fabel se volvió hacia los agentes uniformados—. Dos de ustedes, vayan hacia atrás. Ustedes dos, vengan con nosotros.
La entrada principal de la casa de Grueber estaba hecha de roble y tenía la silueta y sustancia del portón de una iglesia. Estaba claro que no cedería con facilidad a un ariete, de modo que Fabel ordenó a los uniformados que reventaran uno de los enormes ventanales rectangulares. Recordaba aproximadamente la distribución de la casa por el breve tiempo que había pasado allí como invitado de Grueber, y los guió hasta el estudio de éste.
—Cuando rompamos la ventana, tenemos que entrar y encontrar a Maria lo antes posible.
A la señal de Fabel, los dos policías uniformados clavaron el ariete con fuerza y velocidad en el centro de la ventana, haciendo añicos el cristal y los soportes de madera que sostenían las hojas de vidrio. El espacio que quedó no era lo bastante grande como para permitir el ingreso de un hombre, de modo que usaron el ariete dos veces más. Fabel sacó de la cartuchera su pistola automática reglamentaria y trepó por la ventana rota. Cayó sobre el escritorio de Grueber y mandó al suelo la cabeza reconstruida de una niña de dos mil quinientos años de edad. Werner y los dos uniformados lo siguieron.
Diez minutos después estaban en el vestíbulo principal, a los pies de la escalera. Habían revisado cada habitación, cada armario. Nada. Fabel, incluso, llegó a gritar el nombre de Maria al vacío de una casa que sabía que estaba deshabitada.
Se oyó un golpe en la puerta y Fabel la abrió para dejar pasar a los otros agentes uniformados.
—Hemos revisado los jardines y el garaje. Allí no hay nadie, Herr Erster Hauptkommissar.
Un coche aparcó fuera y Anna y Henk llegaron corriendo al pasillo.
—Nada… —dijo Fabel con tristeza—. Es evidente que se la ha llevado.
—Herr Erster Hauptkommissar —exclamó uno de los agentes uniformados desde detrás de la ornamentada escalera—. Aquí hay una especie de puerta. Podría ser un sótano…
22.40 H
Frank Grueber había desarrollado sus conocimientos durante toda su vida. Tenía estudios formales de arqueología e historia, pero además había pasado gran parte de su tiempo libre aprendiendo una gran cantidad de habilidades diversas. Sus adinerados padrastros le habían proporcionado los medios con los que convertir su vida entera en un continuo programa de aprendizaje, un interminable preparativo para la misión de su vida. Ahora, allí de pie delante de la casa de su último objetivo, el sentido de convergencia alcanzó un punto máximo. Abrumador.
Grueber se quedó de pie en la entrada para coches, con el estuche de terciopelo en una mano, la pistola reglamentaria de Maria en la otra, cerrando los ojos y tomando un largo, lento, profundo respiro. Dejó que su cuerpo se vaciara de toda emoción. Permitió que la gran calma descendiera sobre él, la calma que le permitiría actuar con una precisión perfecta y una eficiencia letal.
Zanshin.
22.40 H, OSDORF, HAMBURGO
La puerta pequeña y cerrada con llave estaba hecha del mismo roble grueso de la de la entrada y no cedía a las patadas de los agentes de policía. Por fin, después de varios golpes fuertes con el ariete, cedió.
—¡Maria! —gritó Fabel mientras se abalanzaba encima de la puerta y pasaba al sótano.
—¡Por aquí!
Fabel siguió la voz corriendo por el amplio sótano. La encontró atada a una silla, cerca de la zona rodeada por cortinas de plástico.
—Grueber… —dijo ella—. Es Frank. Está loco. Cree que es la reencarnación de Franz el Rojo Mülhaus… Creo que debe de ser el verdadero hijo de Mülhaus.
—Así es —dijo Fabel mientras le desataba las manos y luchaba con la cinta de embalar. Señaló con un movimiento de la cabeza la zona de las cortinas de plástico.
—Cornelius Tamm —dijo ella. Fabel usó un cortaplumas para cortar la cinta. Ella se puso de pie—. Créeme, Jan. No es agradable. Pero tendrás que dejarlo así por ahora… Ha ido a buscar a su última víctima.
—¿Quién?
—Bertholdt Müller-Voigt. Frank dijo que iba a coger al miembro más antiguo del grupo después de Mülhaus. También dijo que era político. Mira eso. Aquella caja. Mülhaus la enterró y le dijo a Frank dónde encontrarla después de su muerte. Tiene todos los nombres.
Fabel abrió la caja. Había varias libretas, un diario, una pequeña bolsa de plástico, una fotografía y un libro de contabilidad. Todo estaba encuadernado con un cuero marrón que se había deslustrado después de haber estado enterrado en la tierra húmeda. Fabel examinó la fotografía. Una imagen de familia: Mülhaus, una mujer de pelo largo y color hueso que Fabel supuso que sería Michaela Schwenn y un muchacho de unos nueve años, claramente Grueber. Pero fue la mujer la que llamó la atención a Fabel.
—Mierda, Maria —dijo, pasándole la fotografía a ella—. Michaela Schwenn… podrías ser tú… la similitud es asombrosa…
Maria contempló la imagen. Fabel revisó el resto del contenido de la caja. Sacó la bolsa de plástico y vio que contenía un grueso mechón de pelo rojo. Grueber había puesto uno en cada escena y, cuando al equipo forense de la primera escena se le había pasado por alto, Grueber lo había encontrado. Fabel hojeó cada una de las libretas, absorbiendo la información lo más rápido posible para hallar el dato que necesitaba. Y lo encontró.
—Vamos… —Avanzó hacia la puerta del sótano y ordenó a dos de los agentes uniformados que permanecieran allí y protegieran la escena—. Te equivocaste de político, Maria… Y creo que sé adónde lo llevará.
Por un momento, Maria siguió contemplando la imagen de una mujer que parecía exactamente igual a ella. Luego dejó caer la fotografía en su caja y salió del sótano detrás de Fabel.