Lunes 12 de septiembre de 2005, veinticinco días después del primer asesinato
15.00 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO
Fabel pasó la mayor parte del día recopilando y analizando la información que había reunido la brigada, distribuyéndola, redirigiendo rutas investigativas y reasignando recursos. Anna Wolff había llevado una fotografía de Paul Scheibe a The Firestation y el camarero negro había dicho que Scheibe podía ser el segundo hombre con quien Hauser se encontraba a veces. Pero no estaba seguro. Estaba solo en su oficina cuando Markus Ullrich, el hombre de la BKA, golpeó a su puerta. No tenía su característica sonrisa.
—Herr Fabel… Me pregunto si podría hablar un momento con usted y Frau Klee… en privado…
—Voy a Colonia —dijo Maria después de que Ullrich terminara—. Esto no es ningún condenado accidente.
—Ni lo sueñes —dijo Fabel. En la sala de reuniones estaban sólo él, Ullrich y Maria—. Esto es cosa de la policía de Colonia. Y tal vez te hayas olvidado, pero nosotros estamos en medio de nuestra propia investigación.
—La policía de Colonia no conoce a Vitrenko. —La expresión de Maria se había endurecido—. Está claro que creen que fue un accidente. Un accidente y una condenada coincidencia.
Ullrich levantó la mano.
—No son estúpidos, Frau Klee. Lo que he dicho es que las evidencias sugieren que se trató de un accidente. Un reventón a alta velocidad en la Autobahn. Créame, me he asegurado de que la policía de Colonia no tuviera ninguna duda sobre la importancia de la muerte de Herr Turchenko. Y, como le he dicho, ya han iniciado una investigación sobre Vitrenko.
Fabel recordó haber estado sentado en la cafetería del Präsidium, apenas dos semanas antes, charlando con Turchenko sobre el renacimiento de Ucrania. Ahora Turchenko estaba muerto y su guardaespaldas de la GSG9, que estaba viajando con él, yacía en coma en un hospital de Colonia.
—De acuerdo —dijo Maria—. Esperaré hasta que resolvamos este caso. Pero tan pronto cojamos a ese cabrón iré a Colonia a seguir con el asunto de Turchenko.
—Con el mayor de los respetos —respondió Ullrich—. Su interferencia con nuestra investigación ya ha provocado la desaparición de una testigo. Sería aconsejable que se mantuviera fuera de esto.
Maria no prestó atención al hombre de la BKA.
—Como he dicho, chef, voy a Colonia a seguir con esto apenas termine este caso. Se me deben días de vacaciones y los cogeré. Si me ordenas que no vaya renunciaré e iré de todas maneras. Digas lo que digas, voy a ir.
Fabel suspiró.
—Ya hablaremos de esto, Maria. Pero ahora necesito que te concentres al cien por ciento en el asunto que tenemos entre manos.
Maria hizo un brusco gesto de asentimiento.
—Mientras tanto —prosiguió Fabel—, yo tengo que ver a alguien sobre otra cuestión.
18.00 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO
Beate sostuvo la puerta entreabierta, sujeta al marco con una cadena de seguridad. Había visto quién era a través de la mirilla, pero de todas maneras no quería bajar la guardia hasta saber qué hacía allí, sin haber pedido cita, a esa hora. Tanto la cadena como la lente telescópica de la mirilla eran nuevas medidas de seguridad que había instalado desde que se había enterado de las muertes de Hauser y Griebel. Ni siquiera habría abierto la puerta, si no hubiera sido por el hecho de que había leído sobre otro asesinato que había tenido lugar el día anterior: una tercera víctima que no tenía absolutamente nada que ver con el grupo. Tal vez todo aquello era una coincidencia.
—Lo siento —dijo con entusiasmo el joven de pelo oscuro—. No quería molestarla. Es sólo que tenía que verla. No sé cómo describir lo que me está pasando… creo que debe de ser mi renacimiento… ya sabe, lo que usted dijo que sucedería… hace tiempo tengo algunos sueños muy especiales.
—Es muy tarde. Llámeme mañana y le daré una nueva cita.
—Por favor —dijo el joven—. Creo que la última sesión debió de estimularlos. Sé que estoy a punto de hacer un gran avance, y eso me está volviendo loco. Realmente necesito su ayuda. No me molesta pagar extra, puesto que no es su horario habitual…
Beate examinó al entusiasmado joven, suspiró, cerró la puerta, liberó la cadena de seguridad de su soporte y la volvió a abrir para dejarlo pasar.
—Gracias. Lamento mucho esta inconveniencia. Y, por favor, perdone que entre con esto… —dijo mientras entraba al apartamento de Beate, señalando el bolso grande que tenía en la mano derecha—. Iba rumbo al gimnasio…
19.30 H, HAMMERBROOK, HAMBURGO
Heinz Dorfmann era delgado y parecía estar en forma, pero cada uno de sus setenta y nueve años había dejado su marca en él. Fabel se dio cuenta de que estaba examinándolo muy detalladamente. Había visto una fotografía suya junto con Karl Heymann: dos jóvenes sonriendo en un paisaje monocromático. Sin embargo, Fabel había visto el cadáver de Heymann hacía unas pocas semanas; el cuerpo de un muchacho de dieciséis años; un rostro unido a una juventud eterna y desecada. Herr Dorfmann se excusó al tiempo que entraba a la pequeña cocina de su apartamento.
—Mi esposa murió hace siete años —dijo, como explicando por qué tenía que ocuparse el mismo de la tarea de traer el café.
—Lo lamento, Herr Dorfmann —replicó Fabel. Mientras el anciano servía el café, Fabel analizó la habitación. Estaba limpia y ordenada y, si bien al principio Fabel creyó que no la habían decorado desde los años setenta o principios de los ochenta, luego se dio cuenta de que sencillamente había sido redecorada en el mismo estilo, con los mismos tonos beige y de color hueso de otras décadas. Siempre le fascinaba a Fabel la forma en que la gente mayor acostumbraba a quedarse fijada en un período en particular, como si esa época definiera quiénes eran, o cuándo habían dejado de notar que el mundo a su alrededor estaba cambiando. Los anaqueles estaban llenos de libros sobre Hamburgo: planos de calles, estudios fotográficos de la ciudad, libros de historia, libros de referencia sobre el Hamburger Platt, el dialecto bajo alemán que sólo se hablaba en esa ciudad, así como diccionarios de inglés y libros de idiomas. En uno de esos estantes había una placa de cobre sobre un soporte de madera en el que se veía el grabado de la fortaleza Hammaburg, que se usaba en el escudo de armas de la ciudad.
—Entiendo que usted era guía turístico, ¿verdad, Herr Dorfmann?
—Fui profesor durante veinte años. De inglés. Luego me hice guía turístico. Al principio trabajaba para el ayuntamiento, y luego por libre. Como hablo muy bien el inglés, la mayor parte del tiempo buscaba grupos de Canadá, los Estados Unidos, Gran Bretaña, además de grupos del interior de Alemania. Para mí no era como un trabajo. Adoro mi ciudad y me gustaba ayudar a la gente a descubrirla. Me jubilé hace más de diez años, pero todavía hago algunos trabajos esporádicos para la Rathaus… paseo a turistas por las cámaras del ayuntamiento. ¿Usted quería preguntarme sobre Karl Heymann? —Herr Dorfmann sirvió el café—. Déjeme decirle que hace mucho, mucho tiempo que no oía ese nombre.
—¿Lo conocía bien? —Fabel le mostró la fotografía de los dos adolescentes, sonriendo inseguros ante la cámara.
—Por Dios. —Dorfmann sonrió—. ¿De dónde demonios sacó usted eso? La hizo la hermana de Karl. Recuerdo haber posado para esa fotografía como si fuera ayer. Era un día muy soleado. El verano de 1943, uno de los más calurosos que recuerdo. —Levantó la mirada—. Sí, conocía a Karl Heymann. Era mi amigo. Éramos vecinos y él estaba en la misma clase que yo en la escuela. Karl era un muchacho brillante. Pensaba demasiado las cosas, en una época en la que no convenía pensar. También conocí a su hermana Margot, que tenía unos años más que Karl y que siempre lo seguía como una gallina clueca. Era una muchacha hermosa, y todos los chicos estaban enamorados de ella. Pero Margot adoraba a Karl… después de su desaparición, siempre dijo que se había escapado de Alemania, que había aceptado un puesto en un buque de carga para no hacer el servicio militar. Yo fui a verla después de la guerra y ella me dijo que Karl había ido a Estados Unidos y que le estaba yendo muy bien. Dijo que Karl siempre había hablado de hacer algo así desde antes de la guerra.
—¿Usted la creyó?
Herr Dorfmann se encogió de hombros.
—Eso fue lo que ella me dijo. Quise creerlo. Pero todos sabíamos que Karl había desaparecido la noche de la tormenta de fuego, como mucha otra gente. Y fue aquella noche cuando lo vi por última vez. Aquella noche pertenecía a los muertos, Herr Fabel, no a los vivos. Después, siempre supuse que él era uno de los muertos. Otro nombre en un papel clavado en una pared. Eran miles, ¿sabe? Miles y miles de innumerables pedacitos de papel con nombres en ellos, a veces con una fotografía, preguntando si alguien los había visto, clavados en las ruinas de una casa o de un edificio de apartamentos, donde se decía dónde podían encontrar a sus familias. ¿Recuerda que hicieron lo mismo cuando aquellos terroristas atacaron las torres de Nueva York? ¿Paredes cubiertas con notas y fotos? Era así, pero diez veces más grande.
—¿Dice que vio a Karl aquella noche? ¿La noche del 27 de julio?
—Vivíamos en la misma calle, muy cerca de aquí. Éramos amigos cercanos. Él no era mi mejor amigo, pero sí un amigo cercano. Karl era un muchacho tranquilo, sensible. En cualquier caso, habíamos quedado en cruzar al otro lado del Alster donde tomaríamos un tranvía para ir juntos al centro. Pero no lo hicimos.
—¿Por qué?
—Estábamos a punto de subirnos al tranvía cuando Karl, de pronto, me cogió de la manga. Dijo que le parecía que tenía que quedarse cerca de su casa. Le pregunté por qué y no tenía ninguna razón. Era más bien una sensación instintiva, supongo. Como sea, no fuimos. Volvimos a casa y cogimos nuestras bicicletas. Él tenía razón. Era una noche para estar cerca de casa.
—¿Usted estaba con él cuando comenzó el bombardeo?
Heinz Dorfmann le dedicó una sonrisa triste e insegura y por primera vez Fabel pudo detectar el fantasma del joven en la fotografía con Heymann.
—Como le he dicho, era un verano maravilloso. Recuerdo que estábamos muy bronceados. —Echó la cabeza hacia atrás, como si la dirigiera hacia el fantasma de un sol extinguido mucho tiempo antes—. Había tanta luz, tanto calor… Todo estaba muy seco. Los británicos lo sabían. Lo sabían y se aprovecharon de ello. Sabían que estaban acercando una llama a una caja de yesca.
»Nos habíamos acostumbrado a los bombardeos. Los británicos bombardearon Bremen y Hamburgo en 1941, pero no habían podido lanzar incursiones significativas. Los aviones debían regresar después de haber pasado sólo un minuto sobre la ciudad. Más aún, Hamburgo estaba bien preparada; nos habían aconsejado que fortificásemos nuestros sótanos y los convirtiéramos en refugios para bombas. Y además había unos inmensos refugios públicos. Eran enormes, y podían albergar a cuatrocientas personas con total facilidad. Estaban construidos con hormigón de dos metros de espesor y probablemente eran los más resistentes a las bombas de cualquier ciudad europea. Tal vez nos protegieron de las explosiones, pero no nos protegieron del calor.
»En 1943 los británicos ya podían traer cargamentos de bombas más grandes y mantenerse más tiempo sobre la ciudad. Y nosotros pasábamos más tiempo en los refugios. Hasta que, a finales de julio de 1943, los británicos vinieron con todo. Dos noches antes habían bombardeado el centro de la ciudad… eso fue cuando atacaron el Nikolaikirche y el zoológico. La noche siguiente hubo sólo una incursión minúscula, para inquietarnos a todos. Pero la noche del 27 y la mañana del 28 convirtieron Hamburgo en un infierno. Dejaron muy clara su intención con el nombre que le dieron a la operación… no había forma de que pudieran sostener que lo ocurrido fue un accidente. “Operación Gomorra”, la llamaron. Usted sabe lo que le pasó a la ciudad de Gomorra en la Biblia, ¿verdad?
Fabel asintió.
—Fue justo antes de la medianoche. Por alguna razón, las sirenas no sonaron con bastante anticipación, como sí lo habían hecho otras veces. Nosotros no teníamos un sótano en nuestro edificio, de modo que nos volcamos a la calle. Era una noche hermosa, clara y cálida, y de pronto el cielo se llenó de «árboles de Navidad», como todos los llamábamos por entonces. Eran hermosos, realmente hermosos. Inmensos racimos de centelleantes luces rojas y verdes, grandes nubes de luces, descendiendo con elegancia sobre la ciudad. Incluso me detuve a mirarlos. Desde luego, eran bengalas indicadoras para la siguiente oleada de bombas. Yo lo oí acercarse. No puede imaginarse cómo sonaba: los motores de casi ochocientos aviones de guerra combinados en un único zumbido reverberante y ensordecedor. Es asombroso el terror que puede evocar un sonido. Fue entonces cuando oímos otro estruendo. Un sonido todavía más terrible. Como el trueno, pero mil veces más fuerte, rugiendo en el cielo. La gente empezó a entrar en pánico. A correr. A gritar. Todos se volvieron locos y yo perdí de vista a mi familia en medio de la multitud. Y a Karl. A él tampoco pude verlo. Entonces apareció de la nada y me agarró del brazo. Estaba enloquecido de preocupación… él también había perdido a su familia. Decidimos dirigirnos al refugio principal, suponiendo que nuestras familias harían lo mismo.
»Llegamos al refugio público pero las puertas estaban cerradas y tuve que golpear con fuerza antes de que un viejo con un casco de guardián, de Luftschutz, nos dejara entrar. Buscamos pero no pudimos encontrar a nuestras familias, y exigimos que nos dejaran salir nuevamente, pero ellos se negaron a abrir las puertas. Recuerdo haber pensado que no importaba, a que en cualquier caso todos moriríamos. Nunca había oído que nos atacaran con tantas bombas. La oleada siguiente no fue tan intensa. Explosiones más silenciosas, como si estuvieran usando bombas más ligeras. Pero, por supuesto, no era eso. Los cabrones nos estaban tirando fósforo. Lo tenían todo planeado: primero explosivos de alto impacto para destruir los edificios y luego el fósforo para iniciar los incendios. Yo me vi obligado a quedarme ahí sentado y pensar en mi madre y mis dos hermanas que estarían fuera. Sólo podía albergar la esperanza de que hubieran encontrado un refugio. A Karl le ocurría lo mismo, pero estaba histérico. Quería salir para buscar a su hermana y a su madre. Al principio, en el refugio todos estábamos calmados, pero nuestros nervios estaban tan destrozados como los edificios de fuera. Entonces empezó a hacer más calor. Un calor que no podría describir. Aquel refugio público se convirtió en un horno. Como todos los otros, era hermético, salvo por las bombas que dejaban pasar el aire de fuera. Estábamos usando una bomba manual, de fuelles, pero tuvimos que dejarlo porque estábamos llenando el refugio de humo y un aire tan caliente que quemaba. Finalmente, comenzamos a asfixiarnos. Lo que no sabíamos era que lo mismo ocurría en sótanos y refugios de todo Hamburgo. La tormenta de fuego, ¿sabe? Era como una bestia hambrienta que se alimentaba de oxígeno. Chupaba todo el aire. En toda la ciudad, primero los niños y los ancianos, luego los demás, se asfixiaron o murieron cocinados en refugios sin aire. Algunos de nosotros insistimos en que abrieran las puertas para ver lo que ocurría fuera, pero los otros dijeron que no. Finalmente, cuando cesó el sonido de los bombardeos, todos estaban tan desesperados por la falta de aire que se decidió correr el riesgo.
»No puedo describirle lo que vi, Herr Fabel. Cuando abrimos aquellas puertas, fue como abrir los portales del mismo infierno. Lo primero que notamos fue la forma en que el aire salía del refugio como un sifón, arrastrando a la gente. Todo ardía. Pero no como uno se imagina un edificio en llamas, era como un alto horno inmenso. Los británicos habían calculado que si derrumbaban los edificios y luego soltaban el fósforo, podían crear corrientes ascendentes que aumentarían la temperatura a un punto tal de causar la combustión espontánea de edificios, de gente, que no habían sido atacados directamente. En algunos puntos de la ciudad, la temperatura llegó a los mil grados. Yo salí tambaleándome del refugio y comencé a jadear y a boquear como si hubiera corrido una maratón. Simplemente, no podía hacer llegar aire suficiente a los pulmones. No podía creer lo que veía. La gente ardiendo, como antorchas. Había un niño… No sé si era un niño o una niña, pero por su tamaño supuse que tendría unos ocho o nueve años, tumbado boca abajo, semihundido en la calle. El alquitrán se había derretido ¿sabe? Fue entonces cuando vi a una figura caminando por la calle. Era la cosa más horrible y al mismo tiempo más fascinante que he visto jamás. Era una mujer, aferrando algo contra su pecho, creo que se trataba de un bebé. Estaba caminando en línea recta por la calle. No se tambaleaba. No corría. Pero ella y el bebé en sus brazos estaban… sólo puedo describirlo como incandescentes. Era como si los hubieran moldeado a partir de una única y brillante llama. Era como mirar un ángel de fuego. Recuerdo que en ese momento pensé que no importaba si yo vivía o moría. Que ver aquello era más de lo que cualquiera debería soportar en toda una vida. Y entonces ella desapareció. Como usted sabrá, la tormenta de fuego creaba corrientes a la altura del suelo que tenían la fuerza de huracanes; vientos de doscientos cincuenta kilómetros por hora que arrastraban a la gente y los chupaban hacia las llamas. Ella y el bebé salieron despedidos hacia un edificio en llamas, como si el fuego hubiera extendido la mano para coger un bocado.
Fabel observó al anciano. Su voz seguía normal, calmada; pero tenía los ojos brillantes, con lágrimas contenidas.
—Recuerdo que maldije a Dios por haberme dado la vida, por permitir que yo naciera justo en esa época, justo en aquel lugar. Y pensé que tal vez había llegado el fin de los tiempos. Era fácil imaginar que el mundo entero desaparecería con esa guerra. Fue entonces cuando me di cuenta de que Karl ya no estaba a mi lado. Miré a mi alrededor, pero era como buscar una sola alma en el caos y horror del infierno.
»Recuerdo que mi instinto me decía que tenía que buscar agua. Imaginaba que si llegaba al Alster o al Elba… el Alster estaba más cerca… entonces tendría una probabilidad mayor de sobrevivir.
Por un momento, Dorfmann pareció sumido en sus pensamientos.
—Me pregunto si eso era lo que trataba de hacer Karl. Usted me dijo por teléfono que lo encontraron junto al puerto. Tal vez se le había ocurrido la idea de llegar al Elba. Cuando llegué al Alster, ya estaba lleno de gente. Muertos o agonizando. Más velas humanas. Se habían arrojado tratando de apagar las llamas, pero como los habían rociado con fósforo, seguían ardiendo mientras flotaban en el agua.
Fabel depositó la tarjeta de identidad nazi y la fotografía del cuerpo momificado sobre la mesa. Heinz Dorfmann volvió a ponerse las gafas de lectura.
—Ése es Karl… —Frunció el ceño al examinar la foto del cuerpo—. ¿Éste es su aspecto actual? —Meneó la cabeza, maravillado—. Es asombroso. Evidentemente está muy delgado… desecado. Pero lo habría reconocido de inmediato.
—¿Sabe qué le ocurrió a su hermana, Margot? ¿Tiene alguna idea de dónde vive… si, por cierto, todavía está viva? Estoy tratando de ubicar al pariente más cercano.
—Me temo que no sé mucho. Se casó con un hombre mayor que ella cuando la guerra terminó. Él se llamaba Pohle. Gerhard Pohle.
20.30 H, HAMMERBROOK, HAMBURGO
Fabel caminó hasta su coche. Había llovido mientras él estaba en el apartamento de Herr Dorfmann y, después de un día tan caluroso, la lluvia le había dado al aire del anochecer un fresco aroma a limpio. Fabel bajó la mirada hacia el pavimento mientras caminaba, al asfalto oscurecido por la humedad, y volvió a pensar en la descripción que le había hecho Herr Dorfmann de aquella noche caliente y seca en que Hamburgo se había convertido en un infierno ardiente en la tierra. No podía imaginárselo. Su Hamburgo.
Llegó al coche, destrabó las puertas con su mando a distancia, subió y cerró la puerta. Apoyó las manos sobre el volante un momento. La historia. Él había estudiado historia, había querido enseñarla. La ironía era que, al investigar estos casos, la historia lo estaba asfixiando.
Puso la llave en el contacto y la giró. Nada.
—Shit! —dijo Fabel. Era un hombre que sabía muchas cosas; sus conocimientos se extendían por una variedad de temas y siempre le gustaba aprender algo nuevo, estirar los límites de su comprensión del mundo. Pero esos conocimientos jamás habían incluido la mecánica automovilística. Con irritación, buscó en su bolsillo el teléfono móvil. Justo cuando logró sacarlo de allí, el teléfono le ganó la mano y empezó a sonar. Lo abrió con furia.
—Hola… —No logró ocultar la irritación de su voz.
—Hola, Herr Fabel…
Fabel supo que era el asesino. Una vez más, su interlocutor utilizaba alguna clase de filtro electrónico que alteraba su voz y le daba una profundidad y una lentitud antinaturales; una voz distorsionada, artificial. Inhumana.
—Me alegro de que no sacara la llave del contacto; en caso contrario, no estaríamos conversando ahora.
—¿A qué se refiere? —La boca de Fabel se secó de pronto. Sabía a qué se refería su interlocutor. Una bomba. Se inclinó hacia delante, revisó el suelo del coche cerca de sus pies y buscó cables bajo el volante—. ¿Quién habla?
—Ya responderé a esas preguntas en su momento, Herr Fabel. Pero, por ahora, necesito que sea consciente de que he puesto un dispositivo explosivo innecesariamente grande en su coche. Si usted abre la puerta por segunda vez, el dispositivo se detonará; si saca la llave del encendido, el dispositivo se detonará; o si levanta su peso del asiento del chófer… bueno, creo que ya se hará una idea. Me temo que la consecuencia de cualquiera de esos actos sería una explosión desproporcionada. El resultado no sería sólo su desaparición, Herr Fabel, sino la muerte de varios residentes de Hammerbrook, así como extensos daños a las propiedades de toda la zona. Oh, también debería decirle que puedo, en el momento que lo decida, detonar el dispositivo a distancia.
—De acuerdo —dijo Fabel—. Ha logrado que le preste atención. —El corazón le golpeaba en el pecho. Miró por el parabrisas y vio un agradable atardecer de verano, las calles lavadas por la lluvia y el tono rojo que el sol poniente salpicaba sobre las paredes de los edificios que daban al oeste. Gente haciendo sus cosas. Se sintió terriblemente solo en el centro de su propio universo, el único consciente de que la muerte y la destrucción estaban a un latido de distancia. De pronto, las imágenes que Herr Dorfmann había conjurado momentos antes en la mente de Fabel regresaron con una claridad renovada. Una joven pareja con un bebé en su cochecito pasó junto al BMW de Fabel, caminando sin ninguna otra intención aparente que disfrutar de aquel anochecer de verano. Fabel sintió deseos de bajar la ventanilla y gritarles que corrieran a cubrirse pero, por lo que sabía, también era posible que hubiese trampas en las ventanillas. Vio cómo tardaban lo que parecía una eternidad en pasar de largo el coche.
—Estoy seguro de que me está prestando atención, Herr Fabel. —La voz electrónicamente distorsionada carecía de cualquier sutileza de entonación—. Y creo que en las próximas horas también me prestarán atención una buena cantidad de agentes de la Polizei de Hamburgo, incluyendo la brigada de artificieros. Verá, me conviene dejarlo vivo, porque su gente tardará siglos en sacarlo de esta situación. A ello debemos añadir el tiempo que los forenses deberán dedicarle al sitio. Pero no le quepa duda de que si intenta algo desaconsejable, detonaré el dispositivo. El efecto seguirá siendo el mismo.
La mente de Fabel corría a toda velocidad. Por lo que sabía, la persona al otro lado de la línea podía estar vigilándolo desde una distancia segura. Recorrió con la mirada ambos lados de la calle y miró por el espejito retrovisor, haciendo todo lo posible por mantener el trasero firmemente plantado en el asiento.
—¿De modo que de pronto usted es todo un experto en explosivos? —Fabel cargó su voz de desprecio—. ¿Espera que crea que tiene la capacidad de meter una bomba en mi coche, en una calle pública, en los cuarenta y cinco minutos que estuve fuera? Pensé que lo suyo era arrancar cueros cabelludos, Winnetou.
—Muy gracioso —la voz grave y distorsionada lanzó una carcajada que sonó como algo salido de una pesadilla—. Winnetou… Pero no finja que no entiende mis referencias culturales, Herr Fabel. Yo no soy ningún indio americano, ningún personaje salido de un relato de Karl May. Usted sabe que la tradición que estoy reviviendo es muy antigua y muy europea en sus orígenes. Y, en cualquier caso, si quiere poner a prueba mis habilidades como diseñador de bombas… o como bromista, adelante. Lo único que tiene que hacer es salir del coche. Si miento, no ocurrirá nada. Pero si no… En cuanto al dispositivo… lleva bastante tiempo en su coche. Lo único que he hecho ha sido activarlo desde lejos. Ah, por cierto, ¿le gustó el regalito que le dejé en su apartamento?
—Condenado cabrón… —siseó Fabel por teléfono—. Voy a cogerte. Te juro que te encontraré, no importa cuánto tiempo me lleve.
—¿Sabe, Herr Fabel? Usted es notablemente agresivo para alguien que se encuentra sentado sobre una gran cantidad de fuertes explosivos. Si yo presionara el botón adecuado, usted no podría encontrar a nadie. Nunca. De modo que ¿por qué no se calla y escucha lo que tengo que decirle?
Fabel no dijo nada. Sintió una película de sudor entre su oreja y el teléfono móvil. El corazón seguía latiéndole con fuerza y tenía náuseas. Creía a la voz inhumana de su oreja. Creía en la bomba debajo de él.
—Bien —dijo la voz—. Ahora podemos hablar. En primer lugar, usted se preguntará por qué he hecho tantos esfuerzos para ponerlo en peligro. Y, para el caso, por qué no he detonado la bomba antes. Bueno, es simple. Como ya he dicho, liberarlo a usted de esta particular situación llevará tiempo. Y, mientras tanto, yo cogeré otro cuero cabelludo. Lo he puesto en un aprieto interesante, Herr Fabel. Tendrá que decidir cuántos recursos se dedicarán a rescatarlo a usted y cuántos a impedir que yo ponga fin a otra vida.
—Tenemos más recursos de los que tú puedes ocupar —dijo Fabel con una voz muerta e inexpresiva.
—Es posible, pero tengo que decirle que usted está sentado sobre una de dos bombas. La otra se encuentra en un sitio que no revelaré por ahora. Pero he dejado una nota con la dirección y todos los detalles.
—¿Dónde?
—Ahí está la cuestión. He adjuntado la dirección al explosivo de la bomba de su coche. De modo que, incluso si los artificieros consiguieran desactivar el interruptor de presión debajo de su asiento o de la puerta, no podrían intentar una detonación controlada. Si lo hiciesen, destruirían la única pista de la ubicación de la segunda bomba. Y la segunda bomba será detonada, créame, Herr Fabel.
—¿Cuándo? ¿A qué hora está preparada para detonar esa segunda bomba?
—No dije nada de que estuviera con un temporizador, Herr Fabel.
—¿De modo que ahora eres un terrorista? ¿De qué se trata todo esto?
—Usted no es estúpido, Herr Fabel. Esto siempre ha tenido que ver con el terrorismo, como usted ha dicho. También con la traición. Lo que me trae a mi asunto principal: quiero que abandone el caso. Tómese unas vacaciones, un descanso. Le he dado una excusa: la presión de la situación en la que se encuentra. Verá, Herr Fabel, voy a darle más información sobre este caso que la que usted ha logrado obtener por su cuenta. Las personas que estoy matando merecen morir. Ellos mismos son asesinos. Y, cuando termine, no volveré a matar jamás. No quedan muchos, Fabel. Sólo dos más. Después de que estén muertos, desapareceré y nunca volveré a matar. Y, como he dicho, todas mis víctimas son culpables. De hecho, usted mismo los consideraría culpables de crímenes contra el Estado.
—¿Hauser? ¿Griebel? ¿Scheibe? ¿Dices que eran terroristas?
—Ya me ha oído. —La voz electrónicamente muerta habló sin pasión—. Pero preste atención a mis palabras, Herr Fabel: es su decisión. Puede elegir retirarse del caso y permitirme terminar lo que he empezado, o añadiré otras víctimas a mi lista. Víctimas muy específicas. Nadie tiene que saber de esta parte de nuestra conversación. Usted puede elegir entre alejarse y vivir su vida, y permitir que otros vivan las suyas. Después de todo, las personas que tengo que ejecutar no significan nada para usted. Pero hay otros, Fabel… Otras personas que no merecen morir tal vez mueran, dependiendo de la decisión que usted tome. Ahora voy a colgar. Le sugiero que contacte a sus colegas de la brigada de artificieros sin demora. Pero, antes de cortar, voy a mandarle algunas fotografías por el teléfono móvil. Por cierto… qué pelo tan hermoso. Un castaño rojizo maravilloso. Casi rojo.
La línea enmudeció. El teléfono hizo un pitido y la pantalla le indicó a Fabel que había recibido un mensaje con imágenes. Abrió el mensaje y sus entrañas dieron un vuelco repentino e intenso.
—Cabrón… —Fabel sintió que las lágrimas le ardían en los ojos mientras pasaba las imágenes.
Volvió a mirarlas todas. Fotografías de una muchacha con el pelo largo y castaño rojizo. Fotografías de ella al volver de la escuela; de ella con sus amigas; de ella de compras en las tiendas de Neuer Wall junto a su padre.
21.15 H, HAMMERBROOK, HAMBURGO
La calle entera se había convertido en un decorado de cine. Fabel estaba sentado, entrecerrando los ojos para protegerlos de las deslumbrantes luces de arco voltaico, montadas en soportes altos, que se habían instalado en torno a su coche. El área había sido evacuada por completo y Fabel se dio cuenta de que le preocupaba lo que le habrían dicho a Herr Dorfmann para hacerlo salir de su casa: esperó que fuera cualquier cosa, excepto que había una bomba en su calle.
La primera persona en hablar con Fabel fue el comandante del LKA7, la brigada de artificieros, quien se acercó al coche solo. El comandante le habló en un tono tranquilo, pero a alto volumen, para que Fabel pudiera oírlo a través del cristal de la ventanilla, que seguía cerrada, y le pidió que recordara absolutamente todo lo que el que lo llamó le había dicho sobre el dispositivo, así como cualquier otra cosa que pudiera darles una pista sobre dónde podría estar escondida la segunda bomba. Fabel tenía la boca seca y sentía náuseas, pero trató de mantenerse sereno y de concentrarse mientras recordaba cada uno de los detalles.
El comandante de los artificieros le escuchó, asintió, tomó notas y le habló todo el tiempo en un tono de calma que le había dado la experiencia, pero eso sólo sirvió para poner a Fabel más nervioso sobre la situación. La aparición misma del jefe de la brigada tampoco había hecho mucho para tranquilizarlo: había aparecido detrás del coche de Fabel con un amplio delantal de grueso Kevlar, dividido en segmentos articulados, encima de su mono negro, con la cabeza protegida por un pesado casco y la cara cubierta por un grueso visor de Perspex. El especialista se agachó hacia el suelo y se tumbó de costado junto al coche, extendió un tubo telescópico negro con un espejo en la punta y, lenta y cuidadosamente, lo deslizó bajo el vehículo de Fabel.
Después de un momento, volvió a aparecer en la ventanilla, gruñendo por el esfuerzo de incorporarse.
—De acuerdo… —Sonrió tristemente—. Me temo que no es ninguna broma… por lo que puedo ver. A menos que sea una bomba falsa muy convincente, al parecer tenemos una cantidad muy importante de explosivos de gran potencia sujeta a la parte inferior de su coche. Lo sacaremos de ésta, Herr Kriminalhauptkommissar. Puedo prometérselo. Pero tendrá que quedarse quieto un rato.
Fabel sonrió débilmente, apoyó la cabeza en el reposacabezas y cerró los ojos. Se sentía impotente e indefenso. Él sabía que tenía prácticamente una obsesión con el control, con reducir al mínimo los elementos azarosos. Pero en ese momento se encontraba en una situación de la que no tenía ningún control. Trató de no pensar en los explosivos que estaban debajo de él ni en el hecho de que su vida estaba en las manos de los especialistas que desactivarían la bomba, como si fueran cirujanos y él yaciera en un quirófano. Lo único que podía hacer era quedarse allí sentado, sin moverse, y esperar a que lo liberaran.
Al menos eso le daba tiempo para pensar.
Sabía que los miembros de su equipo estarían en el perímetro de la zona evacuada, esperando. Cuando llamó al Präsidium, habló primero con la brigada de artificieros y luego pidió que le pasaran a la Mordkommission, pero los del escuadrón le habían dicho que no hiciera más llamadas con su móvil y que lo apagara tan pronto colgara. Fabel podría haber dejado alguna clase de mensajes, pero finalmente decidió no hacerlo. Todavía no sabía qué diría a sus colegas. Ver las fotografías de Gabi le había asustado terriblemente.
Era evidente que aquel tipo le había seguido. Le había acechado. Eso explicaría, tal vez, cómo se había enterado de lo de Leonard Schüler; ese arrogante hijo de puta debía de haber encontrado la manera de rastrear todos los movimientos hechos por los miembros de la Mordkommission. Incluso podría haber seguido a Schüler desde el Präsidium. No. Eso no encajaba. ¿Cómo se habría enterado de lo de Schüler? A aquel delincuente de poca monta lo había traído un agente uniformado. Una vez dentro del edificio del Polizeipräsidium, los únicos que lo habían visto eran los miembros de la Mordkommission. Una idea empezó a formarse en el cerebro de Fabel: Leonard Schüler no había sido del todo honesto respecto de lo que había visto, respecto de lo que sabía del asesino. ¿Por qué les había ocultado cosas? ¿Habría participado de los asesinatos, después de todo? ¿Habría estado en esto junto con el tipo de la voz del teléfono? Tal vez el radar de Fabel esta vez había fallado.
Tres artificieros del LKA7 se sumaron a su comandante. Traían consigo cuatro grandes bolsos de lona que colocaron a unos metros del coche. Sacaron sus materiales y los depositaron en el suelo. Fabel se sintió reconfortado por la metodología experimentada y los movimientos decididos y tranquilizadores de los miembros de la brigada. Dos agentes sacaron algo que parecía un macizo ordenador portátil, demasiado grande, junto con unos cables, y se ubicaron debajo del coche, fuera de la vista de Fabel.
Se quedó sentado en el BMW descapotable que tenía desde hacía seis años y esperó. Mientras tanto, hizo todo lo que pudo para pensar en una manera de salir de aquel enredo.
Gabi. Fabel había reprimido el instinto de sentir pánico y pedir a la brigada de artificieros que les dijeran a los miembros de la Mordkommission que fueran a protegerla. Si lo hubiera hecho, le habría enseñado las cartas al asesino, quien sabría que Fabel había divulgado toda la conversación a sus superiores. Por ahora, Gabi estaba a salvo; fuera cual fuese el asunto del que el Peluquero de Hamburgo tenía que ocuparse esa noche, tenía que ver con una de las personas de su lista. Gabi era su carta de triunfo, que por el momento no usaría. Fabel sabía que, si bien había dado la impresión de que el asesino le había dicho más de lo aconsejable, en realidad le había contado sólo lo que quería que Fabel supiese. Al menos Fabel sabía con seguridad que todo esto estaba relacionado con el pasado de las víctimas.
Empezó a oír unos golpecillos debajo del coche, cuando los especialistas en desactivar bombas comenzaron a trabajar. Eran golpes muy delicados, pero para los sentidos agudizados de Fabel, cada golpecito reverberaba a través del vehículo y de su cuerpo como un martillo golpeando una campana.
Podía hacerlo. Abandonar el caso. De hecho, si le contaba al Kriminaldirektor Van Heiden exactamente lo que el asesino le había dicho, lo más probable era que su jefe insistiera en que le pasara el caso a otro. Fabel reflexionó amargamente sobre la verdad de la lógica del asesino: esas personas no significaban nada para él; su hija lo significaba todo. Abandona el caso. Deja que lo siga otro.
Más golpecitos. Fabel sintió la boca todavía más seca. Miró su reloj: eran las 23:45. Llevaba tres horas sin poder abrir una puerta o una ventanilla y, en consecuencia, no había tenido acceso a agua. Tal vez todo terminaría allí. Un falso movimiento de un par de alicates, un corte en la conexión equivocada, y todo habría terminado. Ése podría ser el final del camino que había tomado tantos años atrás, después del asesinato de Hanna Dorn. El camino equivocado.
Sentado en el asfixiante calor de su coche, pendiente de cada sonido y cada movimiento realizado por los especialistas en desactivar bombas que estaban debajo de él, Fabel era consciente del hecho de que la persona con la que había hablado por su teléfono móvil casi tres horas antes probablemente ya había asesinado y mutilado a otra víctima. Ideas e imágenes giraron por un cerebro que estaba demasiado cansado para pensar, que llevaba demasiado tiempo asustado como para poder ver más allá de esa experiencia inmediata. Las fotos de su hija, tomadas a escondidas por un maníaco, le volvían una y otra vez a la mente.
Mientras estaba allí sentado, esperando el rescate o la muerte, Jan Fabel tomó una decisión sobre su futuro.
Ocurrió tan rápido que terminó antes de que Fabel supiera lo que estaba ocurriendo. De pronto uno de los artificieros abrió la puerta del coche y otro lo sacó de él. Los dos hombres hicieron correr a Fabel para alejarlo del coche, llevándolo más allá del resplandor de las luces de arco voltaico y al otro lado del perímetro. Van Heiden, Anna Wolff, Werner Meyer, Henk Hermann, Maria Klee, Frank Grueber y Holger Brauner estaban reunidos junto al cordón. Grueber y Brauner ya se habían puesto sus monos forenses, así como los otros cinco forenses del equipo que los acompañaban. Alguien le pasó una botella de agua y Fabel bebió golosamente.
El comandante del LKA7 se acercó.
—Ya hemos desactivado el dispositivo. Lo estamos desarmando para encontrar la ubicación de la segunda bomba. Hasta ahora nada. ¿Cuál es el asunto con este tipo, Herr Fabel? ¿Es un terrorista o un extorsionador, o sólo un maníaco?
—Todas esas cosas —respondió Fabel con un suspiro de agotamiento.
—Sean cuales sean sus motivos, este tipo sabe lo que hace. —El jefe de los artificieros se dispuso a dirigirse a su vehículo blindado. Fabel lo detuvo poniéndole una mano en el brazo.
—Él no es el único que sabe lo que hace —dijo—. Gracias.
—De nada. —El comandante de la brigada de artificieros sonrió.
—¿Te encuentras bien, Jan? —preguntó Werner.
Fabel le dio otro sorbo a la botella de agua. Se limpió la boca con la base de la mano.
—No, Werner. Todo lo contrario. —Se volvió hacia Van Heiden—. Tenemos que hablar, Herr Kriminaldirektor.