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Jueves 1 de septiembre de 2005, catorce días después del primer asesinato

0.02 H, GRINDELVIERTEL, HAMBURGO

Leonard supo, en el instante en que vio al hombre con el arma sentado en un rincón junto al televisor, que iba a morir. De una forma u otra.

Lo primero que le impresionó fue lo oscuro que era el pelo de aquel joven; demasiado oscuro para su cutis tan pálido. Tenía una pistola automática negra y Leonard notó que sus manos estaban cubiertas con guantes blancos de cirujano. El hombre del arma se puso de pie. Era alto y delgado. Leonard supuso que podría vencerlo, fácilmente, si no hubiera sido por el arma que tenía en la mano. «Abalánzate sobre él —pensó—. Incluso si consigue disparar, al menos morirás rápido. Y hasta podría errar el tiro». Leonard pensó en las dos fotografías que el policía le había enseñado; en lo que este joven con ese rostro pálido e impasible había hecho. Leonard pensó con fuerza, con tanta fuerza que le dolió la cabeza. «¿Por qué no te le echas encima? ¿Qué tienes que perder? Una bala es mejor que lo que te hará si se lo permites».

—Relájate, Leonard. —Era como si el hombre de pelo oscuro le hubiese leído el pensamiento—. Cálmate, no hay ningún motivo para que salgas lastimado. Sólo quiero hablar contigo. Eso es todo.

Leonard supo que estaba mintiendo. «Échate encima de él». Pero quiso creer la mentira.

—Por favor, Leonard… por favor, siéntate, así podemos hablar. —Señaló la silla que acababa de dejar libre.

«Hazlo ahora… agarra el arma». Leonard se sentó. El otro lo observó impasible, con la misma falta de emoción, de expresión.

—No se lo dije. No les he contado nada —declaró Leonard con entusiasmo.

—Vamos, Leonard —dijo el hombre de pelo oscuro, como si estuviera regañando a un niño—, los dos sabemos que eso no es cierto. No les has contado todo, pero les has contado bastante. Y sería muy inconveniente que les contaras más.

—Escuche, yo no quiero saber nada de esto. Debe saberlo. Tiene que darse cuenta de que no voy a contarles nada más. Me iré… se lo prometo… jamás volveré a Hamburgo.

—Tranquilo, Leonard. No voy a lastimarte, a menos que trates de hacer algo estúpido. Sólo quiero discutir sobre nuestra… situación. —El hombre de pelo oscuro se apoyó contra la pared y puso el arma sobre la mesa, junto a las llaves. «¡Hazlo! ¡Hazlo ahora!», gritaban los instintos de Leonard. Sin embargo, siguió sentado, como si su cuerpo se hubiese fusionado con la silla. El otro buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un par de esposas. Se las arrojó a Leonard antes de volver a coger el arma—. No te asustes, Leonard. Esto es sólo para mi protección, ¿entiendes? Por favor… póntelas.

«Ahora. Hazlo ahora. Si te pones las esposas, él tendrá un control absoluto sobre ti. Podrá hacer todo lo que quiera. ¡Hazlo!». Leonard se puso las esposas, primero en una muñeca, luego en la otra.

—Bien —dijo el hombre de pelo oscuro—. Ahora podemos relajarnos. —Pero, mientras hablaba, entró en el dormitorio de Leonard y regresó con un bolso grande de cuero negro—. No te alarmes, Leonard. Sólo tengo que sujetarte mejor. —Sacó un rollo de cinta aislante, gruesa y negra, del bolso, y empezó a rodear con él el pecho y los antebrazos de Leonard y el respaldo de la silla. Con fuerza. Luego cortó un pedazo y lo estiró sobre la boca de Leonard. Sus protestas quedaron reducidas a fuertes balbuceos. La combinación de la mordaza y la cinta demasiado ajustada le dificultaba la respiración, y el martilleo de su corazón retumbaba en su pecho apretado. El otro, satisfecho después de comprobar que Leonard ya no representaba amenaza alguna, volvió a dejar el arma sobre la mesa. Acercó la única otra silla que había en el apartamento y la ubicó enfrentada a la de Leonard. Se inclinó hacia delante, poniendo los codos sobre las rodillas, y apoyó la mandíbula sobre los dedos entrelazados. Durante un largo rato, pareció estudiar al chico. Después habló.

—¿Crees en la reencarnación, Leonard?

El hombre atado miró al asesino sin comprender.

—¿Crees en la reencarnación? No es una pregunta complicada.

Leonard negó vigorosamente con la cabeza. Tenía los ojos bien abiertos y enloquecidos. Asustados. Ojos que recorrieron la cara de su atacante en busca de alguna señal de piedad o compasión, en busca de cualquier cosa que se acercara a una emoción humana.

—¿No? Bueno, estás en minoría, Leonard. La amplia mayoría de la población de este mundo incluye la reencarnación entre sus sistemas de creencias. El hinduismo, el budismo, el taoísmo… para muchas culturas es natural y lógico creer en alguna clase de regreso del alma. En las aldeas de Nigeria, es común encontrarse con un ogbanje… un niño que es la reencarnación de otro que murió en su infancia. Lo siento… no te molesta que hable mientras voy preparando todo, ¿verdad?

—El hombre de pelo oscuro se incorporó y sacó una gran lámina cuadrada de poliuretano negro del bolso; a continuación, sacó una bolsa negra de plástico. Detrás de la mordaza, Leonard emitió un sonido incomprensible que el asesino al parecer tomó por un asentimiento, puesto que continuó con su explicación.

—En cualquier caso, hasta Platón creía que nosotros existimos antes como seres superiores y nos reencarnamos en esta vida como castigo por haber caído en desgracia… algo que también formaba parte de las primeras creencias de los cristianos, en realidad, hasta que lo suprimieron y lo calificaron de herejía. Si lo piensas un poco, la reencarnación es fácil de aceptar porque todos hemos tenido experiencias que no pueden explicarse de ninguna otra manera. —El asesino extendió la lámina cuadrada de plástico sobre el suelo y la pisó. Se quitó la chaqueta y la camisa, las dobló cuidadosamente y las puso en la bolsa negra—. Nos ocurre a todos… nos encontramos con alguien a quien jamás habíamos visto antes en toda nuestra vida, y sin embargo experimentamos una extraña sensación de reconocimiento, o sentimos que lo conocemos de hace muchos años. —Se quitó los zapatos—. O vamos a algún lugar nuevo, un lugar en el que jamás habíamos estado, y sin embargo sentimos una inexplicable familiaridad. —Se desabrochó la hebilla del cinturón, luego se quitó los pantalones, que puso en la bolsa junto con los zapatos. En ese momento, estaba sobre el cuadrado negro vestido sólo con calcetines y calzoncillos. Tenía un cuerpo pálido, delgado y anguloso. Casi infantil. Frágil. Sacó del bolso un mono blanco de una sola pieza, como los que usaban los expertos forenses en las escenas de crímenes, salvo que éste parecía cubierto con una lámina de plástico. Leonard sintió unas náuseas repentinas cuando se dio cuenta de que era la misma tela protectora que usaban los trabajadores de los mataderos—. ¿Sabes, Leonard? Todos hemos estado antes aquí. De una manera u otra. Y a veces regresamos, o nos mandan de vuelta, para resolver alguna cuestión pendiente de una vida anterior. A mí me han mandado de vuelta.

Extrajo una redecilla del bolso, se cubrió con ella su tupido pelo negro, luego levantó la capucha del mono encima de la redecilla y tiró del cordón hasta que formó un círculo apretado en torno a su cara. Se cubrió los pies con unas fundas protectoras azules antes de empezar a formar un espacio en el centro de la sala, moviendo los muebles y las escasas pertenencias personales de Leonard hacia las esquinas con mucho cuidado, como si tuviera miedo de romper algo.

—No te preocupes, Leonard, dejaré todo tal y como estaba… —Le dedicó una sonrisa fría y vacía—. Cuando hayamos terminado.

Hizo una pausa y recorrió la habitación con la mirada, como si comprobara que estuviera lista para lo que fuera que tenía planeado hacer a continuación. Volvió a plegar con mucho cuidado el cuadrado de plástico negro y lo guardó en el bolso.

Leonard sintió el ardor de las lágrimas de sus ojos. Pensó en su madre. En lo mucho que la había desilusionado. En que había robado para hacerle daño.

El asesino desplegó una segunda lámina de plástico negro, bien gruesa y mucho más grande que la primera, y la colocó en el espacio que había dejado vacío. Luego se ubicó detrás de Leonard, cogió el respaldo de su silla, la inclinó hacia atrás y comenzó a «caminar» con ella por el piso, arrastrándola sobre las dos patas traseras sobre el plástico negro. A esa altura Leonard ya podía sentir y oír su propio pulso, la sangre fluyendo por sus orejas, los labios latiendo contra la mordaza de cinta aislante.

—En cualquier caso —continuó el asesino—, no es sólo que crea en la reencarnación. Sé que es real. Una ley de la naturaleza, tan sólida e incontrovertible como la ley de la gravedad. —Sacó un estuche de terciopelo del bolso y lo colocó sobre el plástico negro, junto a la silla—. Verás, Leonard, se me ha concedido un don. El don de la memoria… una memoria que viene de más allá del nacimiento, de más allá de la muerte. La memoria de mis vidas anteriores. Tengo una misión que cumplir. Y esa misión consiste en vengar un acto de traición que tuvo lugar en mi última vida. Por eso estaba allí aquella noche en que me viste, cuando merodeabas detrás del apartamento de Hauser. Aquél era el comienzo de mi búsqueda. Luego, la noche siguiente, maté a Griebel. Pero me queda más por hacer, Leonard. Mucho más. No puedo permitir que tú interfieras.

El hombre de pelo oscuro retrocedió un par de pasos y examinó a su víctima, fuertemente sujeta a la silla. Acomodó la lámina de plástico negro, alisándola. Luego examinó las paredes de la habitación, aparentemente evaluándolas. Se acercó a una de ellas y arrancó el póster de un grupo de rock americano, dejando al descubierto la mancha que Leonard, en un momento poco característico de preocupación por el aspecto de su hogar, había tratado de ocultar. Una vez más, el asesino dio un paso atrás y examinó la pared.

—Esto servirá. —Se volvió hacia Leonard y sonrió ampliamente, exhibiendo unos dientes blancos y perfectos—. ¿Sabías, Leonard, que arrancar el cuero cabelludo forma parte de la tradición cultural europea desde sus mismos comienzos?

Leonard gritó, pero sus alaridos quedaron reducidos a balbuceos frenéticos y agudos detrás de la mordaza de cinta aislante que llevaba puesta.

—Lo hacían todos aquellos que aportaron su sangre a nuestro linaje: los celtas, los francos, los sajones, los godos y, por supuesto, los antiguos escitas, en las solitarias y vacías estepas que fueron la cuna de Europa. Arrancarles el cuero cabelludo a los que sucumbieron a nuestras manos en la batalla, o simplemente llevarse el cuero cabelludo de un enemigo personal al que matamos en un combate individual para resolver un desacuerdo o vengar una afrenta es una costumbre que está en el centro mismo de nuestra identidad cultural. Nosotros arrancábamos cueros cabelludos, y lo hacíamos con orgullo. ¿Has oído hablar de un antiguo historiador griego llamado Heródoto?

No hubo respuesta por parte de Leonard, con excepción de los sollozos desesperados y estremecedores de un hombre que se enfrentaba a una muerte terrible y que se debatía contra sus ataduras y su mordaza. El asesino no prestó atención y continuó hablando a su manera relajada e informal, como si estuviera en una cena social. Esa calma, esa impasibilidad, era lo que más asustaba a Leonard; le habría sido más fácil entenderlo, asumirlo, si el hombre que estaba a punto de quitarle la vida se hubiera mostrado enfurecido, o temeroso, o emocionado de alguna u otra manera.

—A Heródoto se le considera el padre de la historia. Él recorrió el que en aquel entonces era el mundo civilizado y escribió sobre los pueblos que encontró. Pero también se aventuró en tierras desconocidas, tierras salvajes, más allá del mundo de su cultura. Visitó la Ucrania, que estaba en el centro del reino escita, y documentó la vida de las personas que conoció allí. —El asesino volvió a examinar la pared de la que había arrancado el póster. Se detuvo un momento para quitar las tachuelas y los fragmentos de póster que habían quedado y luego limpió la superficie manchada con su mano enguantada—. Según Heródoto, los guerreros escitas raspaban toda la carne del interior de los cueros cabelludos que habían cogido y se los frotaban continuamente entre las manos hasta que se volvían blandos y suaves. Una vez que hacían eso, usaban los cueros cabelludos como servilletas en los festines y, cuando no, los colgaban de las bridas de sus caballos. Cuantas más de esas servilletas tenía un guerrero, mayor era su ascendiente sobre los otros. Heródoto cuenta que muchos de los guerreros más exitosos cosían sus cueros cabelludos para hacerse un manto. —Algo parecido a la admiración cruzó el rostro hasta el momento impasible del asesino—. Y no estamos hablando de una tierra remota y un pueblo lejano. Ésa era nuestra cultura. Todas nuestras raíces están allí. —Hizo una pausa y pareció sumirse en sus pensamientos—. Imagínate esto… imagina una sala con noventa, tal vez cien personas. No son muchas. Y cada persona de esa sala está lo más relacionada posible con las otras: padres e hijos, madres e hijas. Imagínalo, Leonard, pero imagina que son todos de la misma edad, noventa generaciones reunidas en el mismo momento de la vida. En toda la sala se perciben las similitudes familiares. Tal vez seis, siete, ocho generaciones atrás ves una cara igual a la tuya. Eso es todo lo que nos separa a ti y a mí de aquellos guerreros escitas, Leonard. Noventa individuos muy conectados entre sí. Y la verdad, la verdad que he descubierto, es que no son sólo nuestros rasgos, nuestros gestos, nuestra aptitud para determinadas actividades o la inclinación hacia determinados talentos lo que se repite generación tras generación. Nos repetimos nosotros mismos, Leonard. Somos eternos. Regresamos, una y otra vez. A veces nuestras vidas se superponen, como ha ocurrido con las mías. Yo he sido mi propio padre, Leonard. He visto la misma época desde dos perspectivas. Y puedo recordarlas ambas…

Cogió el estuche de terciopelo azul oscuro y lo abrió sobre la lámina de plástico negro. Retrocedió un momento, examinando los preparativos. Leonard miró el estuche, que estaba abierto y extendido. Sobre él había un gran cuchillo, cuyo mango y hoja estaban forjados a partir de una pieza continua de resplandeciente acero inoxidable. Los sollozos de Leonard aumentaron su intensidad. Comenzó a debatirse con fuerza pero infructuosamente contra las ligaduras. El asesino puso la mano con suavidad sobre el hombro de Leonard, como si quisiera consolarlo.

—Tranquilízate, Leonard. Tú has escogido esto. Recuerda que te has preguntado si no te convenía tratar de quitarme el arma. Oh, sí, Leonard, pude leerte como un libro. Pero decidiste no hacerlo. Decidiste aferrarte a la vida hasta el último segundo, más allá de lo terrible que fuera. ¿Quieres oír algo gracioso, Leonard? —Recogió el arma y la sostuvo delante de su cautivo—. Ni siquiera es real. Es una réplica. Tú te entregaste a mí, a esta muerte, basándote en la idea de un arma. En un pedazo de metal inservible.

Detrás de las ataduras, Leonard gimió. Tenía la cara empapada de lágrimas.

—Vamos, Leonard —dijo el hombre de pelo oscuro, sin ninguna malicia—. Sé que no eres muy feliz con tu vida, de modo que ahora voy a mandarte a la próxima. Pero primero, ¿ves el espacio que he dejado en aquella pared? Allí voy a colgar tu cuero cabelludo. —Hizo una pausa, sin prestar atención a los gritos desesperados y amortiguados de su víctima, como si estuviera reflexionando. Por fin una sonrisa apareció en su cara, una sonrisa fría e insensible, de una intensidad terrible que no concordaba con la máscara inexpresiva de su rostro—. No… allí no… ahora que lo pienso, tengo un lugar mucho, pero mucho mejor…

22.00 H, PÖSELDORF, HAMBURGO

Fabel llevaba despierto veinticuatro horas.

Se había armado un escándalo monumental con los medios y con todos los que tenían voz en Hamburgo. Una vez más, Fabel se encontraba teniendo que planear el curso de una investigación al tiempo que esquivaba el doble torbellino de la atención de los medios y la presión política. Era otra de las características de su trabajo que lo agotaban; debía de haber existido una época en que la tarea policial fuera mucho más fácil, cuando la única presión que sufría un investigador era detectar y atrapar al autor del crimen.

Después de haber pasado casi todo el día en la escena del crimen, Fabel tuvo que regresar al Präsidium para una importante reunión estratégica. De pronto, los recursos habían dejado de ser un problema y Fabel se encontró con que le habían asignado investigadores de todos los distritos de Hamburgo. Montó una sala operativa en el principal salón de conferencias e hizo trasladar allí todos los tableros y archivos relacionados que estaban en la brigada de Homicidios. Exhausto como estaba, Fabel tuvo que dirigirse a un público de cincuenta investigadores, comandantes de divisiones uniformadas y jerarcas de alto rango. También notó que Markus Ullrich y un par de sus colegas de la BKA habían venido a ver el espectáculo. Fabel ya no podía negar que se le había añadido una dimensión política, y posiblemente también alguna inquietud relacionada con el terrorismo, al caso.

Susanne los llevó a todos en el coche de Fabel. Dijo que él estaba demasiado cansado para conducir y que necesitaba dormir un poco. Fabel respondió que lo que necesitaba era un trago. Anna, Henk y Werner declararon que ellos también se sumarían. Estaba claro que necesitaban tomarse un respiro de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Maria también dijo que se encontraría con Fabel en el bar habitual de Pöseldorf, pero esperaría a Frank Grueber e iría con él en taxi.

Ya eran casi las diez de la noche cuando llegaron. Bruno, el jefe de camareros, saludó a Fabel con entusiasmo. Fabel le estrechó la mano y le dedicó una fatigada sonrisa con la que expresó el mensaje tácito de que «ha sido un día difícil». Luego él, Susanne y el equipo se sentaron junto a la barra y pidieron sus copas. Sonaba un disco compacto con la canción futbolística Hamburg, meine Perle y un grupo de jóvenes en el otro extremo de la barra cantaban el himno extraoficial de Hamburgo con gran entusiasmo. Su pasión pareció intensificarse cuando les tocó cantar la estrofa que informaba a los berlineses de que «nos cagamos en vosotros y en vuestra canción». Era fuerte, era grosera, era alegre. Fabel lo absorbió todo. Aquél era el sonido vulgar y bullicioso de la vida, del vigor; estaba a un millón de kilómetros del reino de muerte en el que él y sus agentes habían pasado las últimas treinta y pico horas. Era lo que necesitaba oír.

Fabel quería emborracharse. Después de la sexta cerveza, comenzó a sentir sus efectos; cobró conciencia de la cargada lentitud de su habla y sus movimientos que siempre aparecía cuando había bebido de más. Siempre llegaba hasta ese punto, y jamás lo traspasaba. «Pero esta noche —pensó—, esta noche sólo quiero emborracharme». La verdad era que Fabel nunca se sentía cómodo cuando había bebido demasiado alcohol. En realidad, jamás se había emborrachado seriamente en toda su vida, incluso en sus tiempos de estudiante. Siempre había habido un punto, cuando estaba bebiendo, en que el miedo de perder el control se imponía. En que temía hacer el ridículo.

Cuando llegaron Maria y Grueber todos se apartaron de la barra y su estrepitoso coro y ocuparon una mesa en el fondo del bar. Por alguna razón, Fabel empezó a mencionar el trabajo de Gunter Griebel, y lo que Dirk le había contado sobre su experiencia.

—Tal vez todos volvemos —dijo Anna, y su expresión melancólica daba a entender que ese concepto no le parecía muy atractivo—. Tal vez no somos más que variaciones del mismo tema y experimentamos cada conciencia como si fuera única.

—Hay un cuento italiano maravilloso y trágico de Luigi Pirandello que se llama «El otro hijo» —dijo Susanne—. Trata de una madre siciliana que les entrega cartas a todos los que sabe que van a emigrar a América para que puedan pasárselas a sus dos hijos, que habían emigrado varios años antes, pero de los que nunca tuvo noticias. Ella se siente desgarrada por el dolor de la separación. Sin embargo, en realidad esos hijos nunca se han preocupado por ella, mientras que el tercero, que se ha quedado a su lado, es lo más afectuoso y devoto que un hijo puede ser. Luego nos enteramos de que, años antes, en la época en que aquella madre era una mujer joven, un famoso bandido había arrasado la aldea con su pandilla. Una vez allí la había violado brutalmente y, como resultado, ella había quedado embarazada. Cuando el chico creció, a pesar de ser un muchacho sensible y cariñoso, desarrolló una complexión enorme y se convirtió en la imagen de su padre natural, el bandido. Y, cada vez que la madre veía a ese hijo devoto y cariñoso no sentía más que odio y desprecio. Él no era su padre, pero lo único que ella veía era la reencarnación del bandido que la había violado. Es una historia trágica y escrita de una manera bellísima. Pero también nos afecta porque es algo que todos hacemos: vemos continuidad en la gente.

—Pero ese cuento es sobre la apariencia, sobre una semejanza física entre padre e hijo. La personalidad del hijo era totalmente diferente —dijo Fabel.

—Cierto —respondió Susanne—. Pero la madre sospechaba que la persona que se encontraba debajo de esa semejanza superficial era, de alguna manera, la misma. Una variación sobre el mismo tema.

—Recuerdo —intervino Henk Hermann, con actitud pensativa— que cuando yo era niño me cansaba de que mi madre y mi abuela siempre estuvieran diciendo lo mucho que yo me parecía a mi abuelo. El aspecto, los modales, la personalidad… todo el paquete. Yo estaba harto de que me dijeran: «Oh, eso lo hacía tu abuelo…» o «¿No es la viva imagen de su abuelo…?». Para mí él era una persona que estaba enterrada, literalmente, en la historia. Había muerto en la guerra, ¿sabéis? Había fotografías suyas por toda la casa y yo no entendía de qué parecido hablaban. Luego, cuando mi abuela murió y yo era ya adulto, volví a encontrar todas esas fotografías suyas. Y era yo. Incluso había una foto en la que aparecía con su uniforme de la Wehrmacht. Os diré que fue una experiencia bastante inquietante, ver mi cara en ese uniforme. Realmente te hace pensar. Quiero decir, alguien como yo, que tuviera que vivir en aquellos tiempos…

Pasaron a un nuevo tema, pero Fabel notó que Henk pareció más reservado que lo normal durante el resto de la noche y se arrepintió de haber traído a colación ese asunto.

El bar estaba justo en la esquina del apartamento de Fabel y él y Susanne fueron andando hasta allí. Cuando llegaron, Fabel abrió la puerta del apartamento e hizo un movimiento exageradamente caballeresco con el brazo para indicarle a Susanne que entrara al apartamento antes que él.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella—. Debes de estar agotado.

—Sobreviviré… —dijo él y la besó—. Gracias por preocuparte. —Encendió la luz.

Los dos lo vieron al mismo tiempo.

Fabel oyó el penetrante alarido de Susanne y le sorprendió sentir que todo resto de borrachera desaparecía de inmediato de su cuerpo, arrasado por la oleada de terror que los cubrió a ambos.

Fabel atravesó la sala corriendo. Desenfundó su arma automática reglamentaria y echó la corredera hacia atrás para meter una bala en la recámara. Se volvió hacia Susanne. Ella estaba paralizada, con ambas manos en la boca y los ojos bien abiertos de la impresión. Fabel levantó la mano, indicándole que se quedase donde estaba. Se acercó al dormitorio, abrió la puerta de golpe y entró, recorriendo la habitación con la mira del arma. Nada. Encendió la luz del dormitorio para volver a verificarlo y luego pasó al baño.

El apartamento estaba vacío.

Se acercó hacia ella, dejando el arma sobre la mesa lateral mientras atravesaba la sala. La rodeó con un brazo y la guió hacia el dormitorio, poniendo su cuerpo entre ella y el ventanal de su apartamento.

—Quédate aquí dentro, Susanne. Pediré ayuda.

—Por Dios, Jan… en tu propia casa… —Su cara había perdido todo el color y su maquillaje manchado de lágrimas se destacaba crudamente contra su palidez.

Él cerró la puerta del dormitorio con ella dentro y volvió a cruzar la sala, cuidándose de mirar aquel ventanal que le había dado tanto placer, con esa vista siempre cambiante del Alster. Abrió el teléfono y presionó el botón de marcación rápida donde tenía grabado el teléfono del Präsidium. Habló con el Kommissar que estaba de turno en la brigada de Homicidios, le dijo que Anna Wolff, Henk Hermann, Maria Klee y Werner Meyer estarían de regreso a sus respectivas casas y le indicó que los llamara a sus teléfonos móviles y les transmitiera la orden de que se dirigieran a su apartamento.

—Pero, antes que nada —dijo, oyendo su propia voz monótona y apagada en el silencio de su apartamento—, mande un equipo forense completo. Tengo una escena secundaria de homicidio aquí.

Colgó, apoyó la mano sobre el teléfono un momento y siguió dándole la espalda al ventanal deliberadamente. Luego se volvió.

En el centro de la ventana, apretado y adherido al vidrio por su propia viscosidad y por tiras de cinta aisladora, había un cuero cabelludo humano. Unos gruesos riachuelos de sangre y tintura roja surcaban el cristal. Fabel sintió náuseas y apartó la mirada, pero se dio cuenta de que no podía quitarse la imagen de la cabeza. Logró avanzar hacia el dormitorio y hacia el sonido de los sollozos de Susanne. En la distancia, oyó el creciente clamor de sirenas policiales que se acercaban a él por la Mittelweg.

1.45 H, PÖSELDORF, HAMBURGO

Fabel dispuso que una agente llevara a Susanne a su propio apartamento y se quedara allí con ella. Susanne se había recuperado significativamente de la impresión y había tratado de poner distancia profesional con lo ocurrido, como psicóloga forense en activo. Pero la verdad era que aquel asesino había entrado en la vida personal de Fabel y Susanne. Era la primera vez que ocurría algo así. Fabel trató de contener la furia que bullía en su interior. Su casa. Aquel cabrón había estado allí, en su espacio privado. Y eso significaba que sabía más sobre Fabel que lo que éste sabía sobre él. También significaba que a Susanne habría que vigilarla. Protegerla.

Acudieron todos los miembros del equipo. La impresión y la ira eran evidentes en su cara, incluso en la de Maria Klee. Su novio, Frank Grueber, estaba a cargo del grupo de forenses que trabajarían en el lugar, pero como se había dado cuenta de que su propio jefe tenía una íntima relación profesional y personal con Fabel, había llamado a Holger Brauner a su casa. Brauner se presentó minutos después de los otros y, si bien permitió que Grueber procesara la escena, examinó cada muestra, cada rincón, personalmente.

Fabel sentía náuseas. La impresión y el horror a los que él y Susanne habían tenido que enfrentarse, la bebida que había consumido antes, el cansancio acumulado producto de no haber dormido durante dos días y la violación de su espacio personal, todo aquello se combinaba en un repugnante remolino en su estómago. Su apartamento era demasiado pequeño para que entraran todos y los miembros de la brigada se quedaron fuera, en el rellano. Fabel ya había tenido que lidiar con los vecinos, que exhibían esa curiosidad excitada y alarmada que él ya había visto en innumerables escenas de crímenes. Pero eran sus vecinos. Esa escena del crimen era su propia casa.

Cobró conciencia de que su gente había iniciado alguna clase de debate en el rellano y luego Maria se separó de los otros y se le acercó, recogiendo a Grueber en el camino.

—Escucha, chef —dijo Maria—. He hablado con los otros. Tú no puedes quedarte aquí, y me parece que la doctora Eckhardt necesita un tiempo para recuperarse de todo esto. Tendrás que alojarte en casa de alguno de nosotros al menos un par de noches. Para procesar esta escena hacen falta muchas horas y después… bueno, no te conviene permanecer aquí. Werner ha dicho que puedes quedarte en su casa con su esposa, pero estarían un poco estrechos. Así que hablé con Frank al respecto.

—Tengo una casa grande en Osdorf —dijo Grueber—. Con muchísimas habitaciones. ¿Por qué no empaca unas cuantas cosas? Puede quedarse todo el tiempo que haga falta.

—Gracias. Muchas gracias. Pero prefiero ir a un hotel.

—Creo que debería aceptar la oferta de Herr Grueber. —La voz salió de detrás de Fabel. El Kriminaldirektor Horst van Heiden estaba en la escalera. Fabel pareció sorprendido durante un momento. Le agradaba el hecho de que su jefe se hubiera tomado la molestia de acudir en persona en medio de la noche. Pero luego se dio cuenta del significado.

—¿Le preocupa mi cuenta de gastos? —Fabel sonrió débilmente ante su propio chiste.

—Sólo creo que el apartamento de Herr Grueber sería más seguro que un hotel. Hasta que cojamos a este maníaco, usted estará bajo protección personal, Fabel. Pondremos un par de agentes fuera de la casa de Herr Grueber. —Van Heiden echó una mirada a Grueber buscando la formalidad de su aprobación. Grueber asintió con un movimiento de la cabeza.

—De acuerdo —dijo Fabel—. Gracias. Juntaré algunas cosas más tarde.

—Está decidido, entonces —dijo Van Heiden. Grueber cogió las llaves del coche de Fabel y dijo que Maria lo llevaría a su casa y él volvería con el coche de Fabel una vez que terminara de procesar la escena.

—Gracias, Frank —dijo Fabel—. Pero antes tengo que ir al Präsidium. Tenemos que tratar de entender qué significa todo esto.

Van Heiden cogió a Fabel del codo y lo guió hacia una esquina. A pesar de la niebla del cansancio que parecía borronear cada pensamiento, Fabel no pudo evitar preguntarse cómo se las arreglaba Van Heiden para parecer tan atildado a las dos de la mañana.

—Esto es un mal asunto, Fabel. No me gusta nada que este hombre lo eligiera a usted como blanco. ¿Sabemos cómo ha entrado?

—Hasta ahora los forenses no han logrado encontrar ningún indicio de entrada forzada. Y, como suele ocurrir con este criminal, no ha dejado prácticamente ningún rastro de su presencia en la escena. —Fabel sintió otro vuelco en el estómago cuando se refirió a su propia casa como «la escena».

—Entonces no sabemos cómo entró —dijo Van Heiden—. Y sólo Dios sabe cómo averiguó dónde vive usted.

—Tenemos una pregunta mucho más urgente… —Fabel señaló con un movimiento de la cabeza el cristal de la ventana, donde estaban el pelo y la piel teñidos de un fuerte color rojo—. Y esa pregunta es: ¿a quién pertenece ese cuero cabelludo?

2.00 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO

Todos los miembros de la Mordkommission estaban presentes. A Fabel lo incomodaba el hecho de que Van Heiden sintiera que su presencia constante era, por alguna razón, necesaria. Todos tenían las expresiones antinaturales de quienes deberían estar exhaustos, pero sin embargo están tensos, con un nerviosismo eléctrico. Al mismo Fabel le resultaba difícil concentrarse, pero era consciente de que de él dependía que el equipo, y él mismo, recuperaran la compostura.

—Los forenses siguen procesando la escena —dijo—. Pero todos sabemos que sólo obtendremos lo que este tipo decida que obtengamos. Esta escena difiere de las otras en dos aspectos. Primero, tenemos el cuero cabelludo pero falta el cuerpo. Y debe de haber un cuerpo en alguna parte. Segundo, ahora sabemos con seguridad que el asesino usa los cueros cabelludos para mandar un mensaje. En este caso, dirigido a mí. Alguna clase de advertencia o amenaza. De modo que, si seguimos la lógica, los cueros cabelludos de las otras escenas también intentaban mandar un mensaje. Pero ¿a quién?

—¿A nosotros? —Anna Wolff estaba desplomada en una silla. Su cara estaba despojada de su habitual pintalabios y maquillaje, y se la veía pálida y cansada bajo su mata de pelo negro—. Tal vez crea que está hostigando a la policía de esa manera. Después de todo, ya hemos pasado por algo así antes. Y el hecho de que utilizara la residencia de uno de nosotros para su exhibición parecería apoyar esta teoría.

—No lo sé —dijo Fabel—. Si fueran sólo los cueros cabelludos, podría ser. Pero esto de teñir el pelo de rojo… Si nos habla a nosotros, entonces utiliza un vocabulario que no entendemos. Tal vez, en lugar de eso, está hablando a través de nosotros. Tengo la sensación de que su público son otras personas.

—Eso es posible, pero ¿quién es la tercera víctima? —Van Heiden se puso de pie y se acercó al tablero de la investigación. Examinó las imágenes de ambas víctimas—. Si esto tiene que ver con sus historias, entonces debemos suponer que tenemos otra víctima de entre cincuenta y sesenta años en alguna parte.

—A menos… —Anna se puso de pie como si la hubiera picado un insecto.

—¿A menos qué? —preguntó Fabel.

—El tipo que arrestaron. El testigo potencial. ¿No crees que…?

—¿Un testigo? —Van Heiden parecía sorprendido.

—¿Schüler? Lo dudo. —Fabel hizo una pausa. Pensó en cómo había amenazado a aquel delincuente de poca monta con el espectro del asesino que arrancaba cueros cabelludos. No podía ser; no había manera de que el asesino se enterara de su existencia—. Anna… tú y Henk id a ver cómo está, sólo por si acaso.

—¿Qué es esto de un testigo, Fabel? —dijo Van Heiden—. No me ha dicho nada sobre que tenía un testigo.

—No lo es. Es el tipo que robó la bicicleta de la casa de Hauser. Vio a alguien en el apartamento, pero sólo pudo darnos una descripción parcial y muy vaga.

Después de que Anna y Henk se marcharan, Fabel recapituló el caso con el resto del equipo. No tenían nada. Ninguna pista. El asesino era tan talentoso para eliminar su presencia forense de la escena que dependían exclusivamente de lo que pudieran deducir por la selección de las víctimas, lo que no les dejaba otra cosa que la sospecha de que todo aquello estaba conectado con su pasado político.

—Hagamos un intervalo —dijo Fabel—. Creo que a todos nos vendría bien un poco de café.

La cafetería del Polizeipräsidium estaba prácticamente vacía. Había un par de policías uniformados sentados en una esquina, charlando en voz baja. Fabel, Van Heiden, Werner y Maria recogieron sus tazas de café y se abrieron paso hasta una mesa que estaba en el extremo opuesto de la cafetería, lo más alejada posible de la de los dos agentes. Se produjo un silencio incómodo.

—¿Por qué lo ha escogido a usted, Fabel? —preguntó Van Heiden por fin.

—Tal vez fuera sólo para probar que puede —dijo Werner—. Para mostrarnos lo astuto y poderoso que es. Y lo peligroso que es.

—¿Realmente cree que puede espantar a la policía? ¿Qué dejaremos el caso?

—Claro que no —dijo Fabel—. Pero creo que Werner tiene razón. El otro día recibí una extraña llamada telefónica en el coche. En el momento pensé que era una broma pesada, pero ahora estoy bastante seguro de que era el hombre que buscamos. Tal vez sienta que puede disminuir mi eficacia, sacudirme un poco, por así decirlo. Y lo ha logrado, maldita sea. Incluso es posible que espere que me aparten del caso si logra que me afecte demasiado en lo personal.

Otro silencio. De pronto, Fabel sintió deseos de estar solo. Necesitaba tiempo para pensar. Primero tenía que dormir, luego pensar. Sentía una presión cada vez mayor en la cabeza. Se dio cuenta de que la presencia de Van Heiden, más allá de lo buenas que fueran sus intenciones, le impedía razonar con claridad. Le dio un sorbo a su café y le supo amargo y arenoso en la boca. La presión de su cabeza aumentó y se sintió acalorado y sudoroso. Sucio.

—Perdónenme un momento —dijo, y se dirigió a los baños de hombres. Se salpicó agua en la cara, pero eso no le hizo sentir más fresco ni más limpio. La náusea lo atacó de manera tan repentina que apenas llegó al cubículo antes de vomitar. Su estómago se vació y él continuó dando arcadas, con las entrañas apretándose en espasmos. La náusea pasó y él regresó al lavabo y se enjuagó la boca con agua fría. Volvió a salpicarse la cara; estaba vez sí lo refrescó un poco. Sintió la robusta presencia de Werner a sus espaldas.

—¿Estás bien, Jan?

Fabel cogió unas toallas de papel y se secó la cara, examinándose en el espejo. Se le veía cansado. Viejo. Un poco asustado.

—Estoy bien. —Se enderezó y tiró las toallas a la papelera—. En serio. Ha sido un día bastante largo. Incluyendo la noche.

—Lo atraparemos, Jan. No te preocupes. No se saldrá con la suya…

El sonido del teléfono móvil de Fabel interrumpió a Werner.

—Hola, chef… —Fabel se dio cuenta por el tono, por aquel débil temblor en la voz de Anna Wolff, de lo que estaba a punto de decir—. Yo tenía razón, chef, era él. Ese cabrón mató a Schüler.

15.00 H, OSDORF, HAMBURGO

Fabel se despertó y sintió el pánico de los que están perdidos.

Una insinuación de luz diurna se filtraba por los bordes de las cortinas pesadas y oscuras que colgaba sobre una ventana que no debería estar allí. Estaba acostado en una cama que era más pequeña de lo que debería y que se encontraba en una posición incorrecta y en el cuarto equivocado. Por un momento que pareció estirarse hasta el infinito, no pudo deducir dónde estaba ni por qué estaba allí. Sentía una desorientación total, y el corazón golpeó en su pecho como un martillo.

Cuando se acordó, fue en etapas. Cada uno de los fragmentos de su historia reciente chocó contra él como un tren expreso. Recordó el horror de su apartamento, la nauseabunda violación de su hogar; el grito de Susanne; la presencia de un preocupado Van Heiden; el vómito en el baño de la cafetería. El recuerdo de un momento de relajación con Susanne y su grupo parecía estar a toda una vida de distancia.

Estaba en la casa de Frank Grueber. Ahora lo recordaba. Habían llegado a un acuerdo. Él había preparado una maleta y un bolso y Maria Klee le había llevado a través de la ciudad hasta Osdorf. Van Heiden había dispuesto que hubiera un coche patrulla, plateado y azul, en la puerta.

Recordó también el momento antes de venir aquí. Más horror. Esta vez había sido un horror triste y patético: Leonard Schüler, a quien Fabel había tratado con tanto empeño de atemorizar, sentado y atado en la silla de su escuálido apartamentito, con el cuero cabelludo arrancado y la garganta abierta de un tajo, su cara muerta manchada de sangre, de tintura roja. De lágrimas.

Cuando estaban allí, reunidos alrededor del cuerpo sentado de Schüler, todos tuvieron el mismo y terrible pensamiento que ardió en la mente de Fabel, pero nadie se atrevió a expresarlo en voz alta: el hecho de que las amenazas de Fabel, aquella terrible ficción que había usado para asustar a aquel delincuente de poca monta, se habían hecho realidad. Fabel cogió del brazo a Frank Grueber, que estaba al frente del equipo forense de la escena, y le rogó:

—Encuéntreme algo para seguir adelante. Cualquier cosa. Por favor…

Fabel giró las piernas y se sentó en el borde de la cama. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió la cabeza, que le seguía martillando de una manera nauseabunda. Se sentía abatido y exhausto. Era como si una niebla densa y húmeda se hubiera formado a su alrededor, penetrando en su cerebro, nublándole el raciocinio y haciendo que le pesaran y le dolieran brazos y piernas. Trató de pensar a qué le recordaba aquella asquerosa sensación en el centro de su pecho; entonces lo vio claro. Le recordaba a la angustia, como una forma atenuada del dolor desgarrador que había sentido cuando perdió a su padre. Y a cuando su matrimonio murió. Fabel se sentó en el borde de una cama extraña y se preguntó qué era aquello que estaba lamentando. Algo precioso, algo especial, que había mantenido separado del mundo de su trabajo, había sido violado. No era un hombre nada supersticioso, pero volvió a pensar en que había roto la regla tácita de no hablar del trabajo con Susanne, y lo había hecho en su propio apartamento. Era casi como si hubiera abierto una puerta y la oscuridad que tanto se había esforzado por mantener fuera de su mundo personal hubiera entrado en oleadas. Después de casi veinte años, sus dos vidas habían chocado entre sí.

Encontró la luz de la mesilla de noche y la encendió. La repentina y dolorosa luminosidad le hizo parpadear. Miró su reloj: eran las tres de la tarde. Sólo había dormido tres horas. Había quedado asombrado por el tamaño y la comodidad del apartamento de Grueber. «Padres con dinero… mucho dinero…», le había explicado Maria en un burlón tono de conspiración, como un desacostumbrado intento de humor que había sido torpe e inapropiado. Grueber le había hecho pasar a un amplio dormitorio de huéspedes que tenía prácticamente el mismo tamaño que la sala del apartamento de Fabel. El policía se arrastró de la cama y avanzó hacia el baño en suite. Se afeitó antes de darse una ducha fría que no le ayudó mucho a librarse de la sensación de estar contaminado. Lo había visto muchas veces, en las víctimas o testigos de actos violentos. Pero nunca lo había sentido. De modo que era así.

Fabel imaginó que Maria y Grueber todavía estarían en la cama y no quiso interrumpir el descanso que ambos necesitarían después de una noche tan extenuante. Los había visto juntos cuando llegaron a la casa. Grueber siempre le había caído bien y le pareció triste, aunque estaba claro que él le tenía mucho cariño a Maria, que no funcionaran como pareja. Claro que a esa altura Fabel ya sabía cuál era la razón de la falta de intimidad entre Maria y Grueber, y entendía la cautela con la que Grueber exteriorizaba cualquier clase de afecto físico. Pero le entristecía ver a dos jóvenes que evidentemente albergaban fuertes sentimientos el uno hacia el otro incapaces de funcionar plenamente como pareja debido a una pared invisible entre ellos.

El apartamento tenía dos plantas y, después de darse una ducha y vestirse, Fabel bajó a la cocina. Una breve búsqueda le hizo descubrir un poco de té. Se preparó una taza y se sentó en la gran mesa de roble de la cocina. Oyó el sonido de alguien que bajaba por la escalera y Grueber entró en la habitación. Se le veía notablemente refrescado y Fabel sintió un poco de envidia de esa energía juvenil.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Grueber.

—Más o menos. ¿Dónde está Maria?

—Está tratando de dormir un par de horas más. ¿Quiere que la despierte?

—No… No, déjela. Pero yo tengo que volver al Präsidium. No podemos permitir que este rastro se enfríe.

—Me temo que está enfriándose en este mismo momento —dijo Grueber en tono de disculpa—. He hecho todo lo posible, en serio. Pero no hemos logrado encontrar nada en ninguna de las dos escenas que pueda ayudarnos a identificar a ese demente. Sí dejó su característico pelo rojo… esta vez en su apartamento, no en la escena principal del crimen. Llamé a Holger Brauner mientras usted dormía. Dijo que el pelo era idéntico a los otros dos y es de la misma antigüedad, entre veinte y treinta años.

—¿Nada más? —Había un tono de lúgubre incredulidad en la voz de Fabel. Un golpe de suerte; eso era lo único que necesitaba. Que el asesino se descuidara una sola vez.

—Me temo que no.

Shit —dijo Fabel, «mierda» en inglés—. No puedo creer que este cabrón pueda entrar en mi apartamento y pegar un cuero cabelludo humano en una ventana sin dejar rastros.

—Lo siento —dijo Grueber, ya un poco a la defensiva—. Pero es así. Tanto Herr Brauner como yo revisamos una y otra vez ambas escenas. Si hubiera algo, lo habríamos encontrado.

—Lo sé… Lo lamento, no quise insinuar que no las hubieran procesado correctamente. Es sólo que… —Fabel dejó que la frase se apagara con un gesto de impotencia y frustración. Su propio equipo había interrogado a los vecinos una y otra vez; nadie había visto a nadie entrar o salir de su apartamento. Era como si se enfrentaran a un fantasma.

—Sea quien sea el asesino —dijo Grueber—, siempre tengo una sensación muy extraña… casi como si desprocesara la escena antes de marcharse. Como si conociera técnicas forenses.

—¿Por qué, por la forma en que limpia cuando termina?

—Más que eso. —Grueber frunció el ceño, como si intentara concentrarse en algo que estaba más allá de su alcance—. Yo creo que hay tres etapas. Primero, tiene que llegar muy preparado e instalar algo para proteger la escena. Alguna clase de lámina, tal vez, y es posible que incluso utilice alguna clase de ropa protectora que evite que deje rastros en la escena. En segundo lugar, tiene que limpiar después de cada homicidio. Culpamos a aquella mujer, la limpiadora, por destruir evidencias forenses. Ella no hizo nada de eso. Seguramente no había nada que destruir. Luego deja su firma… ese solitario pelo antiguo de color rojo, y lo hace de manera que se asegura de que lo encontremos. Por eso digo que es como si entendiera la forma en que procesamos una escena.

—Pero la primera vez casi no lo encontraron —dijo Fabel.

—Eso sí fue culpa de la mujer de la limpieza. Lo había blanqueado parcialmente y lo había empujado dentro de la juntura, en el borde la bañera. Imagino que el asesino lo dejó en algún lugar más obvio.

—No estará sugiriendo que nos enfrentamos a un técnico forense, ¿verdad?

Grueber se encogió de hombros.

—O tal vez haya leído mucho sobre técnicas forenses.

Fabel se puso de pie.

—Voy al Präsidium…

—Si quiere mi opinión —dijo Grueber, sirviéndole a Fabel una segunda taza de té—. Debería descansar el resto del día. Más allá de quién sea el asesino y de si tiene o no experiencia forense, es un tipo listo, y le gusta probarlo. Pero, como los dos lo sabemos, estas personas jamás son tan listas como sus egos les hacen creer. En algún momento se descuidará. Y lo atraparemos.

—¿Usted cree? —dijo Fabel en tono de desesperación—. Después de lo de anoche, ya no estoy nada seguro.

—Bueno, lo que realmente creo es que debería quedarse aquí a descansar. Cuanto más refrescado esté, mejor podrá pensar. —Fabel le lanzó una mirada de furia a Grueber, y el joven levantó las manos—. Ya sabe a lo que me refiero… En cualquier caso, como ya le he dicho, está usted en su casa. De hecho… sígame…

Grueber hizo salir a Fabel de la cocina y lo guió por un pasillo que daba a una habitación amplia y luminosa que había convertido en un estudio. Las paredes estaban forradas de estanterías y había dos escritorios: uno era claramente un escritorio normal de trabajo, con un ordenador, blocs y carpetas; el otro se utilizaba como una especie de banco de trabajo. Lo que llamó la atención de Fabel era la efigie de barro de una cabeza, puntuada a intervalos regulares, como puntos en una cuadrícula, con pequeñas estaquillas blancas.

—Pensé que esta habitación le interesaría… Aquí es donde me ocupo de mi trabajo nocturno. Y hago la mayoría de mis investigaciones.

Fabel se acercó y examinó la cabeza de barro.

—Había oído hablar de esto —dijo—. Me lo contó Holger Brauner. Entiendo que es usted todo un experto en reconstrucciones.

—Me contento con decir que esto me mantiene bastante ocupado en mi tiempo libre. La mayor parte de lo que hago se relaciona con la arqueología, pero tengo la esperanza de poder utilizarlo para identificaciones forenses, cuando se descubre un cuerpo que está demasiado descompuesto para su identificación.

—Sí… eso nos sería muy útil. ¿Hay un cráneo debajo de esto? —preguntó Fabel. A pesar de su cansancio, no pudo evitar sentirse fascinado. Se dio cuenta de que Grueber había añadido capas de tejido blando a los huesos. Primero los músculos principales, luego los tendones más pequeños. Era una representación perfecta de una cara humana, a la que le faltaba la capa externa de grasa y piel. A Fabel le parecía ver en ella una suerte de precisión anatómica. Y, de una manera extraña, era hermosa. La ciencia convertida en arte.

—Sí —contestó Grueber—. Bueno, no, el original no. Me mandaron un vaciado de la universidad. Hicieron un molde de alginato y el vaciado que crearon es una reproducción absolutamente perfecta del cráneo original. En eso baso mis reconstrucciones.

—¿Quién es? —Fabel examinó los detalles de la obra de Grueber. Era como mirar uno de los dibujos anatómicos de Da Vinci.

—Esa mujer viene de Schleswig-Holstein. Pero de una época en que no existía el concepto de Schleswig-Holstein ni de Alemania y el idioma que hablaba no tenía ninguna relación con el alemán. Hablaba una especie de protocelta. Y lo más probable es que perteneciera a los ambronios o los cimbrios. Eso significaría que lo más parecido hoy en día a su lengua nativa sería el galés moderno.

—Es… hermosa —dijo Fabel.

—Sí, ¿verdad? Creo que la terminaré en un par de semanas. Lo único que me queda por hacer es añadir el tejido blando sobre la capa muscular. Eso es lo que hace que el modelo parezca vivo.

—¿Cómo juzga el espesor del tejido? —preguntó Fabel—. Deben de ser sólo conjeturas, ¿no?

—En realidad no. Existen lineamientos para el espesor del tejido facial según los grupos étnicos. Es evidente que ella pudo haber sido gorda o particularmente delgada. Pero viene de una época en que no había excedentes de comida, y la vida cotidiana era mucho más extenuante que la de hoy. Creo que lograré acercarme bastante al aspecto que tenía dos mil doscientos años atrás.

Fabel meneó la cabeza, maravillado. Como le había ocurrido con la imagen del Hombre de Cherchen que le había mostrado Severts, otra vez se le abría una ventana a una vida que ardió y se extinguió dos milenios antes de que él naciera.

—¿Usted trabaja mayormente con cuerpos de los pantanos? —preguntó.

—No. He reconstruido soldados muertos durante las guerras napoleónicas, víctimas de pestes de finales de la Edad Media, y tengo mucho trabajo con momias egipcias. Ésas son las que más me gustan… por su antigüedad, supongo. Y por el exotismo de su cultura. Es extraño, con frecuencia me siento hermanado con aquellos cirujanos sacerdotes que disponían los cuerpos de sus reyes, reinas y faraones para la momificación. Estaban preparando a sus amos para la reencarnación, el renacimiento. Muchas veces siento que estoy cumpliendo esa tarea… devolviéndole la vida a las momias que ellos prepararon.

Fabel recordó que el arqueólogo Severts le había dicho algo prácticamente idéntico.

—Para mí, lo más importante —prosiguió Grueber— es crear algo preciso. Fiel. Hago esto por la misma razón por la que decidí estudiar arqueología y por la que luego me convertí en especialista forense. La misma razón por la que usted y Maria son investigadores de homicidios. Todos creemos lo mismo… que la verdad es lo que le debemos a los muertos.

—Después de anoche, yo ya no sé por qué hago lo que hago, para ser honesto —dijo Fabel. Miró la expresión de entusiasmo e interés de Grueber. Fabel había estado muy preocupado por Maria, pero no imaginaba que pudiera encontrar a alguien mejor que aquel hombre para ella.

—Fíjese en esto. —Grueber señaló un lado de la cabeza reconstruida, por encima de la sien—. Este músculo es el primero que aplicamos, el temporal. Y esto… —Señaló una amplia lámina de músculo en la frente— es el músculo occipitofrontal. Son los más grandes de la cabeza y la cara de un hombre. Cuando el asesino levanta el cuero cabelludo, practica un corte que abarca toda la circunferencia del cráneo. —Cogió un lápiz y, sin tocar la superficie de arcilla, trazó un arco alrededor de los músculos que había descrito—. Es relativamente fácil quitar un cuero cabelludo. Si se corta a través de toda la dermis dando la vuelta completa, luego uno puede tirar hacia arriba con poco esfuerzo. El cuero cabelludo, básicamente, está apoyado sobre la capa muscular y anclado por un tejido conector. Los últimos dos cueros cabelludos fueron quitados de esa manera, pero hizo un corte mucho más profundo en la primera víctima, Hauser. ¿Recuerda que casi se veía como si frunciera el ceño? Eso se debía a que el músculo occipitofrontal estaba seccionado, lo que había encogido la frente a la altura de las cejas. —Grueber dejó caer el lápiz sobre la mesa—. Está haciéndose más eficiente. Nuestro arrancador de cueros cabelludos está perfeccionando su técnica.

Por un momento, Fabel se sintió transportado nuevamente a la noche antes, a su apartamento. Al ejemplo de esa «técnica» que el asesino le había dejado a él.

—Como he dicho —continuó Grueber—, este tipo no es tan inteligente como cree. Sé que no es mucho, pero al menos prueba que no siempre lo hace todo a la perfección. —Suspiró—. En cualquier caso, pensé que le interesaría mi biblioteca. Maria me dijo que usted estudió historia. Yo he estudiado arqueología… Por favor, coja cualquier cosa que quiera leer mientras esté aquí. Yo debo seguir trabajando… tengo que ocuparme de un par de cosas y no he tenido una noche tan extenuante como la suya.

Después de que Grueber se marchara, Fabel se sentó y examinó la cabeza parcialmente reconstruida. Era como si quisiera hablar, flexionar sus músculos sin carne y mover la boca para susurrar el nombre del monstruo al que estaba persiguiendo. Estaba claro que Grueber debía de tener mucho dinero para darse el gusto de poseer un lugar como ése. Los muebles eran antiguos, en su mayoría, y ofrecían un fuerte contraste con el ordenador y los otros equipos de la sala, que eran claramente caros y de última generación.

La curiosa mezcla de elementos profesionales y personales del estudio le hizo recordar a Fabel la habitación en la que habían hallado el cuerpo de Gunter Griebel, aunque en este ámbito se había gastado bastante más dinero. Esa semejanza lo perturbó, y por un segundo su imaginación lo llevó a un lugar en el que no quería estar: ¿y si el chiflado al que estaban persiguiendo empezaba a volcar su atención en Fabel y su equipo? En una imagen espontánea y repentina que se formó en su mente, Fabel vio al joven Frank Grueber atado a su antigua silla de cuero, con la coronilla desfigurada. Pensó en Maria, que ya había sobrevivido al horror de una puñalada, durmiendo arriba, y cómo su experiencia le había hecho desarrollar una fobia al contacto físico. Volvió a recordar la forma en que, durante aquella misma investigación anterior, Anna había sido drogada y secuestrada. Y ahora se había producido aquella atrocidad en su propia casa.

Fabel sintió el impulso de coger las llaves y salir corriendo hacia el Präsidium, pero Grueber tenía razón: estaba demasiado exhausto y confuso para ser de utilidad. Descansaría un par de horas más, incluso trataría de dormir, antes de reincorporarse.

Se acercó a las estanterías de nogal. Fabel siempre se sentía reconfortado si estaba rodeado de libros y la colección de Grueber era extensa pero no muy variada en cuanto a temática. La arqueología era el tema principal de aquella biblioteca; el resto de los libros trataban de historia de diferentes períodos, geología, tecnología, metodología y anatomía forense. Todo lo que no era arqueología estaba relacionado con esa disciplina. Fabel cogió un par de volúmenes de los anaqueles y se desplomó en la antigua silla de cuero Chesterfield. El primer libro que había llamado su atención era sobre momias. Se trataba de un libro de gran formato con grandes láminas satinadas a todo color, y Fabel encontró en él exactamente la misma fotografía del Hombre de Cherchen que le había enseñado Severts. Una vez más, Fabel se sintió admirado al ver el rostro perfectamente conservado de un hombre de cincuenta y cinco años que había muerto tres mil años antes de que Fabel naciera. Leyó durante un minuto y luego volvió a hojear el libro hasta que encontró la imagen igualmente sorprendente del Hombre de Neu Versen: Franz el Rojo. Sintió un vuelco en el estómago cuando contempló esa calavera, que casi era un esqueleto, con su poblada mata de pelo rojo. Le recordaba los cueros cabelludos que el asesino había arrancado y dejado en cada escena. El libro detallaba el descubrimiento de Franz el Rojo en Bourtanger Moor, cerca del pequeño pueblo de Neu Versen, en noviembre de 1900. También proponía una hipótesis sobre la naturaleza de la vida y la muerte de Franz el Rojo. Decía que, en vida, había sido herido en una batalla. Y que esa vida había llegado a su fin porque le habían cortado la garganta, tal vez en una ceremonia ritual, antes de que lo sumergieran en el oscuro tremedal de Bourtanger Moor. Hojeó más páginas. En cada una de esas láminas a todo color había una cara del pasado, conservada en húmedos pantanos o en áridos desiertos, o preparada para la otra vida por los sacerdotes cirujanos que había mencionado Grueber. Fabel trató de leer, de concentrarse en algo que apartara su mente de todo lo que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas, pero sentía los párpados pesados como si fueran de plomo.

Se quedó dormido.

Llevaba bastante tiempo sin tener uno de sus sueños. Y había pasado aún más desde que había admitido a Susanne que había tenido uno. Sabía que a ella le preocupaba la forma en que las presiones y los horrores del trabajo de Fabel se manifestaban en las nítidas pesadillas que poblaban su mente cuando dormía.

Soñó que estaba en una extensa llanura. Fabel, que había crecido en las verdes llanuras de Ostfriesland, supo que ése era otro sitio, un lugar de lo más extraño. El pasto en el que estaba le llegaba casi hasta los tobillos, pero era seco y quebradizo y del color de los huesos. El horizonte que se veía a lo lejos era tan inflexiblemente chato y luminoso que los ojos le dolían de mirarlo. Encima, un inmenso cielo, descolorido y cargado, sólo interrumpido por unas enfermizas franjas de nubes color óxido.

Fabel giró lentamente 360 grados. Todo se veía igual: una uniformidad ininterrumpida y enloquecedora. Se quedó de pie, preguntándose qué hacer. Caminar no tenía sentido, puesto que no había dónde ir ni hito alguno que lo guiara. Aquél era un mundo sin dirección, sin destino.

De pronto aparecieron unas siluetas en el paisaje, caminando hacia él. No estaban juntas, sino separadas entre sí por cientos de metros, como un grupo separado de camellos cruzando un desierto monótono.

La primera figura se acercó. Era un hombre alto y delgado, vestido con ropas de colores fuertes. Tenía una barba prolijamente recortada y un pelo castaño un poco largo que se agitaba y se enredaba en el aire mientras caminaba. Fabel extendió la mano, pero la silueta no pareció notarlo y pasó de largo como si no estuviera allí. En ese momento, Fabel vio que la cara de aquel hombre tenía una delgadez antinatural y que sus párpados colgaban hacia abajo de manera irregular. Tenía el labio inferior retorcido, lo que dejaba al descubierto los dientes a un costado de la cara. Fabel lo reconoció. Le extendió la mano al Hombre de Cherchen, pero éste siguió caminando, ciego a la presencia de Fabel. La siguiente figura que pasó a su lado era una mujer muy alta y elegante a quien Fabel reconoció como la Belleza de Loulan.

Pero cuando se aproximó la tercera figura, se oyó un sonido terrible. Como el trueno, pero más fuerte que cualquier trueno que Fabel hubiera oído antes. Sintió que la tierra seca se sacudía y se agrietaba a sus pies, agitando el pasto seco y, de pronto, todo a su alrededor, empezaron a salir del suelo unos edificios rotos y negros, como dientes irregulares y ennegrecidos. La tercera figura era más pequeña que las otras y tenía ropa moderna. Se acercó: era un joven de pelo delgado, ralo y rubio, vestido con un traje de sarga azul que le iba demasiado grande. Para cuando llegó junto a Fabel, una fea ciudad negra de angulosos edificios, tan vacíos como la muerte, había crecido alrededor de ellos. Al igual que las otras momias que habían pasado de largo a Fabel, las mejillas de aquel joven eran huecas y sus ojos estaban hundidos y cubiertos de sombras. Al caminar, extendió un brazo rígidamente, en el mismo gesto congelado por la muerte que tenía cuando Fabel lo había visto por primera vez, semienterrado en la arena de la línea costera del Elba. Cuando llegó junto a Fabel no se limitó a pasar de largo como los otros. En cambio, inclinó la cabeza y miró, con sus ojos huecos, aquel cielo inmenso y sombrío.

Fabel también alzó la mirada. El cielo se oscureció como si estuviera llenándose de aves, pero reconoció el zumbido sordo y amenazador de antiguos aviones de guerra. El zumbido se hizo más fuerte, ensordecedor, cuando los aviones llegaron encima de ellos. Fabel se quedó allí, mudo e inmóvil, viendo las bombas que caían desde el cielo. Una enorme tormenta empezó a rugir, el aire calcinante giró en remolinos y vibró con tremendos alaridos, y los edificios negros empezaron a resplandecer como carbones encendidos. Sin embargo, Fabel y el joven permanecieron intactos, invulnerables a la tormenta de fuego que bullía a su alrededor.

Durante un momento, el joven miró a Fabel con su cara inexpresiva y sin edad. Luego se volvió y caminó unos pocos pasos hasta el edificio más cercano, que estaba envuelto en llamas y que chupaba vorazmente el aire para alimentar el gran fuego que vivía en su interior. El joven se tumbó delante del edificio, que Fabel supuso que sería el Nicholaikirche, se cubrió con una manta de asfalto derretido y brasas y se durmió, dirigiendo el brazo extendido hacia el edificio incendiado. Fabel se sentó recto, sin salir del todo de su sueño, y durante unos momentos trató de oír el sonido de las bombas que caían desde arriba. Miró a su alrededor y reconoció el estudio de Grueber, con sus muebles antiguos y caros, sus bibliotecas de nogal y el busto aún no terminado de una chica de Schleswig-Holstein que había muerto muchos años antes.

Fabel miró su reloj: ya eran las seis y media. Había dormido otras dos horas. Todavía sentía el peso del agotamiento en sus brazos, pero al oír movimiento en la cocina fue hacia allí y encontró a Maria Klee bebiendo café.

—¿Estás lo bastante bien como para venir conmigo? —La pregunta sonó más como una declaración de lo que le habría gustado. Maria asintió, se puso de pie y le dio un último sorbo al café—. Bien —dijo él—. Reunamos al equipo. Vamos a revisar todo lo que tenemos. Otra vez. Tiene que haber algo que hayamos pasado por alto.

Mientras salía del apartamento de Grueber, Fabel usó su teléfono móvil para llamar a Susanne y comprobar cómo se encontraba. Ella le dijo que estaba bien, pero había un tono de incertidumbre en su voz que Fabel jamás había oído hasta ese momento. Cogió su chaqueta y sus llaves y salió hacia el coche patrulla, plateado y azul, que los esperaba fuera.