Miércoles 31 de agosto de 2005, trece días después del primer asesinato
9.10 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO
Fabel llevaba desde las siete y media en su escritorio. Había vuelto a revisar los expedientes de la BKA que le había prestado Ullrich y había cogido el bloc de dibujo de su escritorio y volcado en él toda la información que tenía.
Llamó al despacho de Bertholdt Müller-Voigt. Después de explicar quién era, le informaron de que el senador de medio ambiente estaba trabajando en su casa, lo que era habitual en él, para demostrar también de esa manera su interés en reducir los kilómetros de sus desplazamientos y, por lo tanto, su impacto en el medio ambiente. Su secretaria añadió que, de todas maneras, volvería a llamar a Fabel para darle una cita para ese mismo día.
Fabel hizo otra llamada. Henk Hermann le había conseguido el número telefónico de Ingrid Fischmann, la periodista.
—Hola, ¿Frau Fischmann? Le habla Herr Kriminalhauptkommissar Jan Fabel, de la Polizei de Hamburgo. Pertenezco a la Mordkommission y en la actualidad investigo el homicidio de Hans-Joachim Hauser. Me preguntaba si podríamos encontrarnos. Creo que usted podría ayudarme con algunos datos de contexto…
—Oh… Ya veo… —La voz de la mujer al otro lado de la línea sonaba mucho más joven y tenía menos autoridad de la que Fabel, por alguna razón, había esperado—. De acuerdo… ¿qué le parece a las tres de la tarde en mi despacho?
—Muy bien. Gracias, Frau Fischmann. Tengo la dirección.
Pocos minutos después de cortar la comunicación con Ingrid Fischmann, lo llamó la secretaria de Bertholdt Müller-Voigt para informarle de que el senador podría hacerle un hueco si él se trasladaba directamente a su casa particular. Le pasó a Fabel una dirección cerca de Stade en la Altes Land, en las afueras de Hamburgo y en la costa sur del Elba. «A él no le molesta que yo sí haga kilómetros de más», pensó Fabel cuando colgó el teléfono.
Müller-Voigt vivía en una casa enorme y moderna en la que cada ángulo y cada detalle dejaban a las claras que allí había trabajado un arquitecto muy caro, y Fabel reflexionó sobre la manera en que los activistas ecologistas de izquierdas de antaño parecían haber abrazado el consumo conspicuo con gran entusiasmo. Sin embargo, cuando se acercó a la puerta principal, notó que lo que parecía ser un tejado de mármol azul sobre toda la fachada principal era, en realidad, un grupo de paneles solares.
Müller-Voigt abrió la puerta. Era igual a como Fabel recordaba haberlo visto en el restaurante de Lex: un hombre pequeño pero en buena forma, con hombros anchos y un rostro bronceado, abierto en una sonrisa amplia y de dientes blancos.
—Herr Kriminalhauptkommissar, por favor… pase.
Fabel había oído hablar del encanto de Müller-Voigt; al parecer era su arma principal tanto con las mujeres como con sus opositores políticos. Como todos sabían de sobra, podía desactivarlo cada vez que le resultaba necesario y transformarse en un opositor agresivo y muy directo. El político hizo pasar a Fabel a una amplia sala con un techo abovedado del doble de altura de lo normal y con paneles de madera de pino. Le ofreció un trago a Fabel, que éste rehusó.
—¿Qué puedo hacer por usted, Herr Fabel? —preguntó Müller-Voigt, mientras se sentaba en un gran sofá esquinero y le indicaba a Fabel que hiciera lo propio.
—Estoy seguro de que se habrá enterado de las muertes de Hans-Joachim Hauser y Gunter Griebel —dijo Fabel.
—Por Dios, sí. Un asunto terrible, terrible.
—Usted conocía bastante bien a Herr Hauser, al parecer.
—Sí, es cierto. Pero desde hacía muchos años no lo trataba socialmente. De hecho, en los últimos tiempos casi no lo veía. Tal vez me topara con Hans-Joachim en alguna conferencia o reunión. Y, por supuesto, también conocía a Gunter. No tanto, desde luego, y llevaba más tiempo sin verlo que a Hans-Joachim, pero sí le conocía.
Fabel parecía sorprendido.
—Lo siento, Herr Müller-Voigt. ¿Ha dicho usted que conocía a ambas víctimas?
—Sí, desde luego. ¿Qué tiene de extraño?
—Bueno… —dijo Fabel—. El único propósito de esta visita era averiguar si usted podía arrojar alguna luz sobre alguna conexión posible entre las víctimas. Una conexión, debo añadir, que hasta ahora no habíamos podido encontrar. Ahora parece que ese nexo es usted.
—Me halaga que me considere tan importante para su investigación —dijo Müller-Voigt con una sonrisa—, pero puedo asegurarle que yo no era la única conexión. Ellos se conocían.
—¿Está seguro?
—Por supuesto. Gunter era un tipo raro. Alto y desgarbado, no hablaba mucho, pero participó activamente en el movimiento estudiantil. De todas maneras, no me sorprende que esa conexión no apareciera en su radar. Él se esfumó después de un tiempo, como si hubiera perdido interés en el movimiento. Pero tanto él como Joachim fueron miembros del Colectivo Gaia durante un tiempo. Yo también.
—Ah, ¿sí?
—Debo admitir que el Colectivo Gaia tuvo muy corta vida. Era más que nada un grupo de charlas. Yo lo abandoné cuando se volvió… cómo podría decirle… demasiado esotérico. La objetividad política se embarró con filosofía barata. Paganismo, esa clase de cosas. El Colectivo terminó evaporándose. Eso ocurría muy a menudo en aquel entonces.
—¿Cuán bien se conocían entre sí? —preguntó Fabel.
—Oh, no lo sé. No eran amigos ni nada parecido. Sólo a través del Colectivo Gaia. Tal vez se vieran fuera, pero no podría decirlo. Sé que a Griebel se lo tenía en muy alta estima por su intelecto, pero tengo que admitir que a mí me resultaba un tipo muy aburrido, muy serio y bastante unidimensional… como muchas de las personas que se metieron en el movimiento. Y tampoco era especialmente comunicativo.
—¿Y usted no había tenido ningún contacto con Griebel desde los días del Colectivo Gaia?
—Ninguno —dijo Müller-Voigt.
—¿Quién más participaba?
—Fue hace mucho tiempo, Herr Fabel. Toda una vida.
—Tiene que acordarse de alguien.
Fabel observó a Müller-Voigt mientras éste se frotaba con aire reflexivo su barba cortada que empezaba a ponerse gris. Le resultó imposible darse cuenta de cuánto estaba ocultando aquel hombre, si es que lo hacía.
—Recuerdo que había una mujer con la que tuve una relación durante un tiempo —dijo Müller-Voigt—. Se llamaba Beate Brandt. No sé qué ha sido de ella. Y Paul Scheibe… Él también era miembro del Colectivo Gaia.
—¿El arquitecto?
—Sí. Acaba de ganar la licitación de un importante proyecto arquitectónico en HafenCity. Él es el único miembro del grupo con quien todavía mantengo un contacto regular, si excluye las escasas ocasiones en las que me he topado con Hans-Joachim. Paul Scheibe era y es un arquitecto muy talentoso… muy innovador en sus diseños de edificios de impacto ambiental mínimo. Este último concepto para el Überseequartier de HafenCity es inspirado.
Fabel apuntó los nombres de Beate Brandt y Paul Scheibe.
—¿Recuerda a alguien más?
—No, en realidad… ningún nombre, en cualquier caso. En realidad nunca estuve muy metido en el Colectivo Gaia, ¿sabe?
—¿Recuerda si Franz Mülhaus participaba del Colectivo?
Müller-Voigt pareció desconcertado por la mención de ese nombre, pero luego su expresión se oscureció con un gesto de sospecha.
—Oh… ya veo. A usted no le interesa para nada mi posible conexión con las víctimas, ¿verdad? Si ha venido a interrogarme sobre Franz el Rojo Mülhaus debido a las falsas acusaciones que ha hecho circular Ingrid Fischmann, entonces salga ya mismo de mi casa.
Fabel levantó una mano.
—En primer lugar, he venido aquí exclusivamente porque estoy tratando de averiguar la conexión que existía entre las víctimas. En segundo lugar, y esto se lo aseguro, Herr Senator… estoy llevando a cabo la investigación de un homicidio y usted va a responder a todas las preguntas que le haga. No me importa su posición; hay un maníaco suelto mutilando y asesinando personas que estaban relacionadas con su círculo en los años setenta y ochenta. Podemos hacerlo aquí o en el Polizeipräsidium, pero lo vamos a hacer.
Los ojos de Müller-Voigt estaban clavados en Fabel, y éste se dio cuenta de que la intensidad de la mirada del político no se debía a la furia, sino al hecho de que estaba evaluando a Fabel, tratando de decidir si estaba marcándole un farol o no. Estaba claro que Müller-Voigt había estado en demasiadas peleas políticas como para ponerse nervioso fácilmente. A Fabel ese distanciamiento frío y carente de emoción le resultaba perturbador.
—No sé qué piensa usted de mí y de la gente de mi clase, Herr Kriminalhauptkommissar. —Müller-Voigt relajó la tensión de su postura y se echó hacia atrás en el sofá—. Me refiero a los que participamos activamente en el movimiento de protesta. Pero cambiamos Alemania. Muchas de las libertades, muchos de los valores fundamentales que todos dan por sentado en nuestra sociedad pueden atribuirse directamente a que nosotros en aquella época defendimos una posición. Nos acercamos a un momento, si es que de hecho ya no lo hemos alcanzado, en que una vez más podemos sentirnos orgullosos de ser alemanes. Una nación liberal y pacifista. Y eso lo hicimos nosotros, Fabel. Mi generación. Nuestras protestas sacudieron las últimas y oscuras telarañas de los rincones de nuestra sociedad. Nosotros fuimos la primera generación con un recuerdo directo de la guerra, del Holocausto, y dejamos bien claro que nuestra Alemania no tendría nada que ver con aquella Alemania. Admito haber marchado en las calles. Admito que los ánimos estaban caldeados. Pero en el fondo de mis convicciones está mi pacifismo: no creo en ejercer violencia contra la Tierra y no creo en ejercer violencia contra otro ser humano. Como he dicho, he hecho cosas, en el fragor del momento, de las que ahora me arrepiento, pero yo jamás, ni en aquel entonces ni ahora, podría sustraer una vida humana por una convicción política, no importa lo fuerte que ésta sea. Para mí, eso es lo que me diferencia de lo que ocurrió entonces. —Hizo una pausa, clavando la mirada en Fabel—. Si hay una pregunta acechando por allí que tal vez usted no quiera formularme, entonces permítame que se la conteste de todas maneras. A pesar de las insinuaciones de Ingrid Fischmann, y a pesar del capital político que ha tratado de ganar la esposa del Erster Bürgermeister con esas acusaciones, yo no tuve ninguna clase de participación en el secuestro y asesinato de Thorsten Wiedler. No tuve nada que ver ni con ese episodio ni con el grupo que estaba detrás.
—Bueno, como ya le he dicho, mi único interés reside en la conexión entre las dos víctimas —dijo Fabel—. Sólo quería saber si Mülhaus había pertenecido al Colectivo Gaia.
—No, por todos los cielos. Creo que eso sí lo recordaría. —Müller-Voigt adoptó una expresión reflexiva—. Aunque sí entiendo por qué lo pregunta. Mülhaus tenía una perspectiva bastante extraña sobre el movimiento y había algunas similitudes entre sus ideas y las del Colectivo. Pero no… Franz el Rojo Mülhaus no tuvo ninguna participación en ese grupo.
—¿Quién era el líder del Colectivo?
Durante un momento, dio la impresión de que la pregunta de Fabel había confundido a Müller-Voigt.
—No había ningún líder. Era un colectivo. Por lo tanto, tenía un liderazgo colectivo.
Hablaron unos quince minutos más hasta que Fabel se levantó y le agradeció a Müller-Voigt su tiempo y su actitud cooperativa. A su vez, Müller-Voigt le deseó a Fabel la mejor de las suertes en su búsqueda del asesino.
Mientras Fabel salía a la calle desde la amplia entrada para coches y cogía la carretera que lo llevaría de regreso a la ciudad, reflexionó sobre el hecho de que había encontrado un punto de contacto directo entre Hans-Joachim Hauser y Gunter Griebel, y volvió a pensar en lo sincero y franco que parecía Müller-Voigt. «¿Entonces por qué —se preguntó— tenía la sensación de que Müller-Voigt no le había dicho nada de nada?».
En el camino de regreso a Hamburgo por la B73, Fabel telefoneó a Werner. Le contó sobre la conexión entre las víctimas y le hizo un resumen de los puntos destacados de todo lo demás que Müller-Voigt le había contado.
—Necesito hablar con ese arquitecto, Paul Scheibe —dijo—. ¿Podrías conseguir su número y organizar una cita? Si lo intentas con el número de su estudio, tal vez sea mejor.
—Desde luego, Jan. Ahora te llamo.
Fabel acababa de coger la A7 y estaba dirigiéndose al Elbtunnel cuando sonó el teléfono de su coche.
—Hola, Jan —dijo Werner—. Acabo de tener una conversación de lo más extraña con la gente que trabaja en el estudio de arquitectura de Scheibe. Hablé con su ayudante, un tipo que se llama Paulsen. Se puso realmente muy nervioso cuando le dije que lo llamaba de la Mordkommission… Pensó que era porque habíamos encontrado el cuerpo de Scheibe o algo parecido. Según Paulsen, el lunes Scheibe asistió a una recepción en el Rathaus y no se le ha vuelto a ver desde entonces. Al parecer el lanzamiento formal de este gran proyecto para la HafenCity se hará esta noche y les preocupa que él no aparezca. Parece que tenemos una persona desaparecida entre manos.
—O un sospechoso de homicidio dado a la fuga —dijo Fabel—. Manda a alguien allí para que averigüe todos los detalles. Creo que nosotros tendríamos que asistir a la fiesta de lanzamiento del proyecto. Estaré en el Polizeipräsidium antes de las cinco. Ahora me dirijo a la Universidad y luego me encontraré con Fischmann, la periodista, a las tres. ¿Alguna otra cosa?
—Sólo que Anna ha descubierto una pista sobre la momia de la segunda guerra mundial. La familia ya no vive en esa calle. Tuvieron que irse por los bombardeos durante la guerra, pero Anna encontró a un tipo que era amigo del muerto. ¿Quieres que siga con ello?
—No, no hace falta. Prefiero hacerlo yo. Yo lo empecé. Dile a Anna que deje los datos sobre mi escritorio.
Fabel acababa de colgar cuando el teléfono de su coche volvió a sonar.
—Fabel… —dijo con impaciencia.
Se oyó un zumbido electrónico. Luego una voz que no era humana.
—Va a recibir una advertencia… —La voz estaba distorsionada con alguna clase de dispositivo electrónico. Fabel comprobó el identificador de llamadas, pero no se había registrado ningún número.
—¿Quién demonios habla? —preguntó.
—Recibirá una advertencia. Sólo una. —La línea quedó muda.
Fabel contempló el tráfico que avanzaba hacia el Elbtunnel. La llamada de algún chiflado. Tal vez incluso alguien que no sabía que estaba hablando con un número de la policía. Pero en alguna parte, en el fondo de su cabeza, empezó a sonar una alarma.
10.00 H, DEPARTAMENTO DE ARQUEOLOGÍA, UNIVERSITÄT DE HAMBURGO
—¿Ya ha encontrado a los familiares del residente de HafenCity? —El doctor Severts sonrió y le ofreció una silla a Fabel.
—No. Todavía no, por desgracia. Me temo que tengo algunos asuntos más urgentes en mente.
—¿Ése al que llaman el Peluquero de Hamburgo?
—Sí. Está resultando… —Fabel buscó la palabra correcta— todo un desafío para nosotros. Y, para ser honesto, estoy aferrándome desesperadamente a las pocas pistas que puedo encontrar.
—¿Por qué tengo la sensación de que yo soy una de esas pistas?
—Lo siento, pero estoy tratando de encarar esto desde todos los ángulos. Necesito establecer el significado de que este maníaco arranque el cuero cabelludo a sus víctimas. No lo sé… Se me ocurrió que usted podría proporcionarme alguna perspectiva histórica sobre eso.
—Debo decirle que el significado no es difícil de descifrar, por lo que me parece —dijo Severts—. Arrancarle la cabeza o el cuero cabelludo a un enemigo derrotado es una de las formas más antiguas y más extendidas de la recolección de trofeos. Cuando matas a tu enemigo, le quitas el cuero cabelludo. Al hacerlo no sólo has matado a tu enemigo: también lo has denigrado o humillado, y tienes un trofeo que prueba tu éxito como guerrero. En todos los continentes hubo al menos una cultura en la que arrancar la cabeza o el cuero cabelludo de los enemigos era un rasgo importante.
—No lo sé… —Fabel frunció el ceño mientras conjuraba la imagen del estudio de Griebel, su ralo cuero cabelludo teñido de un rojo antinatural y clavado a sus estantes de libros—. Este asesino no se lleva el cuero cabelludo de la escena del crimen. Lo exhibe, lo ubica de manera prominente en el hogar de su víctima.
—Tal vez ésa sea su manera de exhibir su destreza. Los guerreros escitas acostumbraban a poner el cuero cabelludo de sus enemigos en las bridas de sus caballos, para que todos pudieran verlos. Tal vez este Peluquero crea que exhibirlos en el mismo sitio en que ha matado a sus víctimas es la manera más eficaz de enseñarlos.
—Ha dicho que arrancar el cuero cabelludo era una actividad habitual. ¿Aquí también? ¿En esta parte de Europa? —preguntó Fabel.
—Por supuesto. Se han descubierto numerosos ejemplos en Alemania. En particular en la región de donde usted proviene… En Ostfriesland, quiero decir. Eso no significa necesariamente que sus antepasados frisones cogieran más cueros cabelludos que otras culturas, sino sólo que las condiciones ambientales de Ostfriesland han permitido la conservación de muchos cuerpos y artefactos en los pantanos y ciénagas. La última vez que nos vimos hablamos de Franz el Rojo. Bueno, en Bentheim, cerca de la frontera holandesa y nada lejos de donde encontraron a Franz el Rojo, descubrieron calaveras a las que les habían arrancado el cuero cabelludo, y también algunos de esos cueros, en un yacimiento de la Edad del Bronce. —Severts se acercó a su biblioteca y escogió un par de manuales, que llevó hasta el escritorio. Hojeó uno de ellos durante un momento—. Sí… aquí hay un ejemplo que está realmente cerca de su ciudad natal. En la década de 1860 se recuperaron cinco cuerpos de los pantanos de Tannenhausener Moor.
Fabel sabía exactamente de qué hablaba Severts. Tannenhausen era una aldea que se encontraba en los suburbios del norte de Aurich, la ciudad más grande de Ostfriesland. Era una zona de llanuras anegadizas y cubiertas de vegetación, oscuras ciénagas, lagunas y lagos. Tannenhausen estaba ubicada entre tres brezales: Tannenhausener Moor, Kreitüttenmoor y Meerhusener Moor. De niño, Fabel recorría esa zona en bicicleta muy a menudo. Era un lugar místico. Y en el centro del brezal había un lago amplio y antiguo, el Ewiges Meer, o Mar Eterno. El nombre mismo hablaba de tiempos inmemoriales, a lo que se añadía el hecho de que se había descubierto que el brezal que lo rodeaba estaba entrelazado con pasarelas de maderas construidas entre cuatro y cinco mil años antes.
—A los cinco cuerpos de Tannenhausen les habían arrancado el cuero cabelludo —continuó Severts—, y se han producido hallazgos similares en toda Europa, incluso en Siberia. Al parecer era una costumbre muy extendida en la Europa de la Edad del Bronce, desde los Urales hasta el Atlántico. De hecho, los escitas lo hacían con tanta frecuencia que la palabra griega para el acto de arrancar el cuero cabelludo era aposkythizein.
Fabel reflexionó un momento sobre la rama escocesa de sus antepasados. Los escoceses sostenían que su tierra original era Escitia, en las Estepas, y que habían pasado a través de África del Norte, deteniéndose en España e Irlanda durante varias generaciones, antes de conquistar Escocia. Se imaginó a alguien tal vez no muy distinto a sí mismo que, no demasiadas generaciones antes, podría haber cometido de manera rutinaria el mismo acto que el asesino al que estaba persiguiendo.
—¿Y el significado de arrancar el cuero cabelludo siempre estaba relacionado con la victoria? —preguntó—. ¿Sólo para probar cuántos enemigos había matado ese guerrero?
—Principalmente sí, pero no exclusivamente. Hay pruebas de cueros cabelludos arrancados a personas, incluso niños, que habían fallecido de muerte natural, no violenta. Ello podría indicar que llevarse el cuero cabelludo tal vez fuera una forma de conmemorar o recordar a los muertos. De honrar a los antepasados.
—No creo que sea ése el motivo del tipo al que busco —dijo Fabel.
Severts se echó hacia atrás en la silla, con el inmenso póster de la Belleza de Loulan como fondo.
—Si quiere mi opinión… personal, no profesional… le diría que esto de arrancar el cuero cabelludo es algo tan común en casi todas las culturas que prácticamente es un instinto. Yo no sé mucho de psicología ni de las características propias de su trabajo, Fabel, pero sí sé que a los asesinos en serie y a los psicópatas les gusta llevarse trofeos de sus víctimas. Creo que el cuero cabelludo es el ejemplo más arquetípico de ese afán por llevarse trofeos. Tal vez su asesino lo haga porque siente que es lo que debe hacer, y no porque quiera hacer alguna astuta referencia cultural o histórica.
Fabel se puso de pie y sonrió.
—Quizá tenga razón. —Le estrechó la mano a Severts—. Muchas gracias por su tiempo, Herr doctor.
—De nada —dijo Severts—. ¿Puedo pedirle un favor a cambio?
—Por supuesto…
—Por favor infórmeme si consigue encontrar a la familia del cuerpo momificado en HafenCity. Casi nunca consigo averiguar el nombre verdadero y asignar una vida real a los restos humanos que encuentro en mi trabajo.
—Me temo que en mi trabajo se da exactamente el caso opuesto —dijo Fabel—. Pero claro que lo haré.
MEDIODÍA, HASVESTEHUDE, HAMBURGO
Fabel había telefoneado al Polizeipräsidium y le había pedido a Werner que le dijera al ayudante de Paul Scheibe que lo esperara. El estudio de arquitectura se encontraba en un edificio de aspecto muy moderno, entre los estudios de la radio NDR y el Innocentia-Park, en Hasvestehude. Las líneas limpias y los ángulos amplios de las oficinas de Scheibe le recordaron a Fabel la casa de Bertholdt Müller-Voigt en Altes Land. Se preguntó si Scheibe había sido el arquitecto de Müller-Voigt y le irritó no haberle formulado al político una pregunta tan obvia.
El sol del mediodía estaba cubierto con una delgada capa de nubes. Fabel se quitó las gafas de sol y se quedó sentado en silencio en el coche durante un momento. Cuando llamó a Werner, también le pidió que averiguara si la Sección Técnica podía hacer algo para averiguar quién había hecho aquella extraña llamada al teléfono de su coche. Sabía que era muy poco probable, pero la llamada lo había inquietado. El dispositivo para distorsionar la voz parecía demasiado elaborado para un bromista y Fabel tenía la incómoda sensación de que tal vez hubiera hablado con el denominado Peluquero de Hamburgo. Vio a una muchacha bonita que pasaba andando cerca del coche, riéndose mientras conversaba con alguien por su teléfono móvil: una persona que tenía una vida normal y conversaciones normales.
Cuando Fabel entró por las amplias puertas acristaladas del Architecturbüro Scheibe, lo recibió un hombre alto y delgado de unos treinta y cinco años con la cabeza afeitada. Se presentó como Thomas Paulsen, director asistente del estudio. Había un gesto de disculpa escondido tras su sonrisa.
—Gracias por venir, Herr Kriminalhauptkommissar, pero me alegro de informarle de que nuestras preocupaciones sobre Herr Scheibe se han disipado. Tuvimos noticias de él hace diez minutos.
—No he venido a averiguar cosas sobre una persona desaparecida —respondió Fabel—. Necesito hablar con Herr Scheibe sobre un caso que estoy investigando. ¿Dónde está?
—Oh… no nos lo ha dicho. Pidió disculpas por haber desaparecido, pero al parecer le surgió una emergencia familiar de la que tuvo que ocuparse con muy poco tiempo de preaviso. Salió de la ciudad el lunes, inmediatamente después del almuerzo en el Rathaus, y por eso no hemos podido contactarlo desde entonces —explicó—. Déjeme decirle que estamos todos muy aliviados. El principal lanzamiento para el público y para la prensa tendrá lugar esta noche en el Speicherstadt. Herr Scheibe nos ha asegurado que estará allí para hacer la presentación.
—¿Ha hablado con él usted mismo?
—Bueno, no… no he hablado. Ha enviado un correo electrónico. Pero nos ha garantizado que estará allí.
—Entonces yo también —dijo Fabel—. Si vuelve a tener noticias de Herr Scheibe, por favor dígale que tendrá que hacer un hueco para hablar conmigo.
—Muy bien… pero sé que estará extremadamente ocupado. Habrá…
—Créame, Herr Paulsen, lo que yo tengo que hablar con Herr Scheibe es mucho, mucho más importante. Lo veré a usted, y a él, esta noche.
Fabel decidió almorzar en el puesto de Dirk Stellamanns junto al puerto. El velo de nubes que cubría el sol ya se había movido y la luz se hizo más nítida y de bordes más afilados, destacando las mesas y las sombrillas brillantes esparcidas en torno al tenderete de Dirk. Había bastante gente cuando Fabel llegó pero Dirk le sonrió por encima de las cabezas de sus clientes al verlo llegar.
Fabel se sentía acalorado y pegajoso y pidió una cerveza Jever y agua, junto con un bocadillo de salchicha y queso, y llevó todo a una de aquellas mesas altas hasta el pecho que estaba libre. Una vez que amainó la clientela, Dirk se le acercó.
—¿Cómo va la cacería del apache?
Fabel puso cara de desconcierto.
—El tipo que arranca cueros cabelludos… ¿Ya estás a punto de cogerlo?
—Me parece que no. —Fabel se encogió de hombros en un gesto de abatimiento—. Me siento como si estuviera empantanado con un montón de basura. Recuerdos genéticos… terroristas… y podría escribir un libro sobre la costumbre de arrancar cueros cabelludos en las diferentes épocas de la humanidad.
—Ya lo cogerás, Jannick —dijo Dirk—. Siempre lo haces.
—No siempre… —Pensó en que Roland Bartz también le había llamado Jannick—. Estoy pensando en largarlo, Dirk.
—¿El trabajo? Jamás lo harías. Es tu vida.
—Ya no estoy tan seguro de eso —dijo Fabel—. Ni siquiera de que alguna vez lo haya sido. Me han ofrecido otra cosa. La posibilidad de volver a ser un civil.
—No lo veo claro, Jan…
—Yo sí. Estoy harto de la muerte. La veo a mi alrededor todo el tiempo. No lo sé. Tal vez tengas razón, este caso me está afectando.
—¿A qué te referías con lo de recuerdos genéticos? ¿Qué tiene que ver con los asesinatos?
Fabel le hizo un resumen lo más breve y coherente que pudo sobre el trabajo al que se dedicaba la víctima Gunter Griebel.
—¿Sabes algo, Jan? Yo lo creo. Creo que hay algo de cierto en eso.
—¿Tú? —Fabel sonrió con escepticismo—. Bromeas…
—No… —replicó Dirk con una expresión seria—. Sí que lo creo. Recuerdo una vez, cuando yo llevaba sólo un par de años en la fuerza, que nos llamaron por un robo en una casa. Era invierno y había nevado. El tipo había salido por la ventana trasera en medio de la noche y había dejado sus huellas en la nieve. Eran las únicas huellas que había, de modo que lo único que teníamos que hacer era seguirlas. Lo rastreamos por la nieve, moviéndonos rápido para alcanzarlo. Y finalmente lo hicimos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Fabel con recelo, como si esperara el remate de un chiste.
—Es sólo que, mientras lo hacíamos, mientras nos movíamos rápido y de noche, persiguiendo a otro ser humano, tuve una sensación muy extraña. No era agradable. Realmente sentí que lo había hecho antes. Lo sentía, pero no podía recordarlo.
—No me digas que ahora crees en la reencarnación… —dijo Fabel.
—No. No tiene nada que ver con eso. Era como un recuerdo que no me pertenecía, pero que alguien me había transmitido. —Dirk se echó a reír, sintiéndose repentinamente avergonzado—. Ya me conoces… siempre he tenido un lado místico. Fue extraño… eso es todo.
15.00 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO
El edificio estaba discretamente ubicado en una esquina del Schanzenviertel. El estilo de su arquitectura era Jugendstil y Fabel notó que detrás de los desagradables graffiti se veía una elegante mampostería con refinados rasgos Art Decó. No había ninguna placa en la puerta ni cartel en la pared que indicara las funciones de las oficinas del interior y, después de gritar su nombre y la naturaleza del asunto que lo traía por el altavoz del interfono, Fabel tuvo que aguardar unos segundos antes de que el zumbido y el ruido metálico de la puerta le indicaran que podía entrar.
Ingrid Fischmann lo esperaba en lo alto de la corta escalera. Era una mujer de unos treinta y cinco años con un pelo largo, lacio y castaño claro. Su rostro podría haber sido bonito si no fuera por la pesadez de sus rasgos, que lo hacían casi masculino. El pelo, que le llegaba hasta los hombros, la falda larga y holgada y la blusa se combinaban entre sí dándole un aspecto vagamente hippie que parecía discordante con su edad.
Ella sonrió cortésmente y extendió la mano como saludo.
—Herr Fabel, pase, por favor.
Había dos salas principales que salían de la diminuta recepción. Era evidente que una de ellas se utilizaba exclusivamente para almacenar expedientes y materiales de referencia, mientras que la otra era la oficina de Frau Fischmann. A pesar de que estaba abarrotada de archivadores y bibliotecas, y de los tableros con fechas, citas y noticias que estaban en las paredes, seguía dando la sensación de la sala de una vivienda que alguien había convertido en despacho.
—Mi apartamento está a dos calles de aquí —le explicó Frau Fischmann mientras se sentaba detrás de su escritorio. Fabel vio que en la pared, junto a la única ventana de la oficina, había una copia del cartel de la policía de 1971 sobre la banda Baader-Meinhof. Diecinueve caras en blanco y negro bajo el título Anarchistische Gewalttäter-Baader/Meinhof Bande. Aquel póster había adquirido un nivel casi icónico, como símbolo de un momento y un ánimo particular de la historia alemana—. Alquilo estas oficinas. No sé por qué, pero siempre creí necesario separar mi vivienda del ambiente de trabajo. Por otra parte, uso esta dirección para recibir toda la correspondencia profesional. Teniendo en cuenta la sensibilidad de algunas de las personas sobre las que escribo, no es buena idea anunciar dónde vivo. Por favor, Herr Fabel, siéntese.
—¿Puedo preguntarle por qué escribe lo que escribe? Quiero decir, la mayor parte de todo aquello sucedió antes de su época, en realidad.
Fischmann sonrió, revelando unos dientes un poco demasiado grandes.
—¿Sabe por qué accedí a encontrarme con usted, Herr Fabel?
—Para ayudarme a atrapar a un asesino psicótico, espero.
—Desde luego. Pero en primer lugar soy periodista. Me huelo una historia detrás de todo esto, y espero recibir algo a cambio.
—Me temo que no me interesa realizar un intercambio con usted, Frau Fischmann. Mi única preocupación es atrapar al asesino antes de que se pierdan más vidas. Para mí las vidas son más importantes que las noticias de los periódicos.
—Por favor, Herr Fabel. Accedí a encontrarme con usted porque llevo varios años exponiendo la hipocresía de los que tuvieron algo que ver o participaron activamente en el terrorismo interno de los años setenta y ochenta, y que ahora buscan puestos públicos o éxito comercial. En todos mis estudios no he encontrado aún ni una sola razón firme e inteligente de por qué estos mocosos malcriados de clase media jugaron a ser revolucionarios. Lo que me más me ofende es la forma en que algunas figuras de la izquierda intentaron intelectualizar el asesinato y la mutilación de ciudadanos inocentes. —Hizo una pausa—. Como policía de Hamburgo, sabrá usted que la Polizei de esta ciudad sufrió lo suyo a manos de la Fracción del Ejército Rojo y sus simpatizantes. Seguramente sabe que el primer policía alemán asesinado por la Fracción era un agente de la Polizei de Hamburgo.
—Por supuesto. Norbert Schmidt, en 1971. Tenía apenas treinta y tres años.
—Seguido en mayo de 1972 por un tiroteo entre la Polizei y la Fracción del Ejército Rojo en el que el Hauptkommissar Hans Eckhardt fue herido y más tarde murió.
—Sí, también lo sé.
—Y luego, por supuesto, el otro tiroteo entre agentes de la policía de Hamburgo y miembros de un grupo escindido, el Grupo de Acción Radical, en 1986, después del asalto fallido a un banco. Un policía murió y otro sufrió heridas muy graves. El agente herido tuvo mucha suerte y sobrevivió. Hirió de muerte a Gisela Frohm, que estaba con los terroristas. Tan pronto usted dijo su nombre, supe quién era, Herr Fabel. Su nombre surgió en mi investigación sobre Hendrik Svensson y el Grupo de Acción Radical. Fue usted quien disparó y mató a Gisela Frohm, ¿verdad?
—Sí, por desgracia. No tenía alternativa.
—Lo sé, Herr Fabel. Cuando me enteré de que usted estaba investigando el homicidio de Hauser, como ya he admitido, sentí que había una historia allí que me interesaba.
—Pero estos homicidios tal vez no tengan nada que ver con su investigación. Es sólo que las dos víctimas, Hauser y Griebel, eran contemporáneos y habían participado, en grado diferente, en las actividades radicales. He examinado su pasado y no he podido encontrar ninguna conexión directa entre ellos. Pero por otra parte las mismas figuras aparecen una y otra vez en esas historias. Una de ellas es Bertholdt Müller-Voigt, el senador de medio ambiente de Hamburgo. Entiendo que usted ha investigado la historia como activista de Müller-Voigt.
—Su historia como terrorista. —Había amargura en la voz de Fischmann—. Müller-Voigt tiene ambiciones políticas que van más allá del Senado de Hamburgo. Grandes ambiciones. Ya le ha declarado la guerra al que era su aliado político más cercano, el Erster Bürgermeister Hans Schreiber, sólo porque lo considera un rival potencial para el futuro… un futuro que él espera que lo lleve a Berlín. Su ambición me ofende porque no tengo absolutamente ninguna duda de que él era el chófer del vehículo en el que el industrial Thorsten Wiedler fue secuestrado y luego asesinado.
—Estoy enterado de sus acusaciones contra el senador Müller-Voigt. También sé que la esposa de Hans Schreiber la cita a usted. Pero ¿tiene alguna prueba?
—En cuanto a Frau Schreiber… Las ambiciones políticas de su marido me resultan apenas un poco menos repugnantes que las de Müller-Voigt. Ella me está usando para sus propios fines, pero está generando un nivel de conciencia pública que yo no podría haber logrado sola. Pero para responder a su pregunta… No, no tengo ninguna prueba que pudiera presentarse en un tribunal. Pero estoy trabajando en ello. Estoy segura de que usted sabrá lo difícil que es trabajar en un caso viejo, en el que el rastro se ha enfriado.
—Es cierto. —Fabel sonrió con amargura. Pensó en los numerosos casos fríos que había reabierto durante su carrera. También pensó en su abandonada búsqueda de la familia del adolescente que había yacido enterrado en la arena seca del puerto durante sesenta años.
—Todo lo demás que he hecho en mi carrera hasta ahora, todos aquellos pasados políticos que he revelado… Todo ello ha sido un preparativo para destruir la carrera de Müller-Voigt y, con suerte, llevarlo a un tribunal por sus crímenes. Algo que tal vez podamos lograr trabajando juntos, Herr Hauptkommissar.
—Pero ¿por qué Müller-Voigt? ¿Por qué lo ha escogido a él?
Había una resolución fría y dolorosa en la expresión de Ingrid Fischmann. La periodista abrió el cajón de su escritorio, sacó dos fotografías y se las entregó a Fabel. En la primera se veía una gran limusina negra Mercedes de un modelo de los años setenta. Estaba aparcada delante de un edificio de oficinas y un chófer de uniforme negro estaba abriéndole la puerta a un hombre de mediana edad con gruesas gafas de montura negra.
—¿Thorsten Wiedler? —preguntó Fabel.
Fischmann asintió.
—Y su chófer.
La segunda fotografía era del mismo vehículo, pero más de cerca, y aparcado en una entrada para coches con suelo de gravilla. El Mercedes brillaba a la luz del sol y había un cubo y un paño delante de la rueda delantera. Fabel miró la foto y lo entendió todo. El chófer había hecho un intervalo mientras limpiaba el coche y se había acuclillado para hablar con una niña pequeña, de unos seis o siete años. Su hija.
—Y aquí, de nuevo —dijo Ingrid Fischmann—, está el chófer de Herr Wiedler: Wilhelm Fischmann.
—Ya veo —dijo Fabel. Le devolvió las fotografías—. Lo siento mucho.
—La muerte de Thorsten Wiedler llegó a los titulares. Mi padre quedó paralizado por el ataque y no recibió más que una mención pasajera. Murió por sus heridas, Herr Fabel, pero tardó más de cinco años. Fue una experiencia que también destrozó a mi madre. Yo crecí en un hogar en el que no se sabía qué era la alegría. Todo porque una panda de chicos de clase media con ideas mal concebidas y robadas se sintieron justificados para destruir cualquier vida que casualmente estuviera allí cuando ellos llevaban a cabo lo que llamaban sus misiones.
—Entiendo. Y realmente lo lamento. ¿Usted está totalmente convencida de que Müller-Voigt participó en ello?
—Sí. El grupo que realizó el ataque no era la Fracción del Ejército Rojo. Era una de las numerosas pandillas escindidas que surgieron en aquella época. Lo único que los diferenciaba del resto era que habían elegido un nombre más poético. A todos los demás los obsesionaban las iniciales… Por cierto, ¿sabía que una de las razones por las que la Fracción del Ejército Rojo, Rote Armee Fraktion en alemán, eligió ese nombre era que compartía las iniciales con la RAF, la Royal Air Force, o Fuerza Aérea Real? Una broma macabra, ¿sabe? La Royal Air Force echó a bombazos a los nazis de Alemania. La nueva RAF consideraba que su función era poner bombas y asesinar para echar al fascismo y al capitalismo del Estado de Alemania Occidental. Y, por supuesto, usted tuvo contacto directo con el GAR, dirigido por Svensson. Pero esta pandilla tenía una mentalidad más esotérica. Se llamaban Los Resucitados. Su líder era Franz Mülhaus, también conocido como Franz el Rojo.
Fabel sintió una punzada de reconocimiento. El otro Franz el Rojo. El objeto de un terror muy especial. Franz el Rojo Mülhaus y su grupo eran considerados lo más extremista de lo extremista. Volvió a recordar la imagen que había visto en la oficina de Severts del original Franz el Rojo, el cuerpo momificado que había dormido durante siglos en el oscuro y frío tremedal cerca de Neu Versen.
—Mülhaus y su grupo eran muy difíciles de clasificar —continuó Ingrid Fischmann—. Hasta los otros grupos de la izquierda anarquista y extremista les tenían desconfianza. Algunos incluso sostenían que no tenían nada que ver con la izquierda. Eran una manifestación del radicalismo ecologista que muchas veces iba de la mano con los grupos izquierdistas. Pero no se consideraba que Franz el Rojo y sus Resucitados estuvieran haciendo una contribución seria al movimiento.
—¿Por qué?
Ingrid Fischmann frunció los labios.
—Por muchas razones. No exhibían una orientación marxista clara. Por supuesto que había otros grupos que tampoco eran claramente marxistas pero sí eran aliados de Baader-Meinhof o se alineaban con ellos, como el Movimiento 2 de Junio, de Berlín Occidental, que tenía una filosofía más anarquista. Los Resucitados no estaban expresamente relacionados con Baader-Meinhof y su posición era ecologista. En aquella época había dos áreas comunes para los marxistas, los anarquistas y los ecomilitantes: las protestas antinucleares a partir de los años sesenta, y, por supuesto, Vietnam.
—¿Pero todavía había dudas sobre cuál era el terreno común que compartían los Resucitados? —preguntó Fabel.
—Exacto. Al igual que los otros grupos, su blanco preferido eran los industriales. Pero no específicamente porque eran capitalistas, sino más bien por el daño que percibían que sus empresas hacían al medio ambiente. Mismos objetivos, razones diferentes… En cierta manera, los Resucitados no iban por el mismo camino que la RAF y otros grupos izquierdistas, sino más bien por un camino paralelo que coincidía en algunas cosas. Un buen ejemplo es el secuestro y posterior asesinato de Hans-Martin Schleyer en octubre de 1977 a cargo de Baader-Meinhof-RAF y el de Thorsten Wiedler de principios de noviembre a cargo de los Resucitados. Los dos formaron parte del llamado Otoño Alemán de ese año. La diferencia es que Schleyer fue escogido porque a) era un exnazi y había sido un SS Hauptsturmbannführer en Checoslovaquia durante la guerra y b) era un industrial adinerado, principal ejecutivo de Daimler-Benz y jefe de la federación de empresarios de Alemania Occidental, con fuertes contactos políticos con el partido dirigente, la Unión Demócrata Cristiana. Y, por supuesto, el contexto de las seis semanas de secuestro de Schleyer y su asesinato era todo aquel asunto del secuestro de Mogadiscio y los suicidios de Raspe, Baader y Ensslin en la prisión de Stammhein.
»Por otra parte, si bien Thorsten Wiedler también era un industrial exitoso, no estaba en el mismo grupo que Schleyer. Provenía de un contexto socialdemócrata, de clase trabajadora, era demasiado joven para haber hecho el servicio militar durante la guerra y no tenía ninguna inclinación ni significado político en particular. La razón por la que los Resucitados lo escogieron era, al parecer, que sus fábricas generaban mucha contaminación. Por supuesto que había mucha retórica sobre la llamada “solidaridad” con la RAF durante el Otoño Alemán y Wiedler también representaba, de una manera más modesta, el capitalismo de Alemania Occidental. Pero su secuestro fue visto como contraproducente para la “revolución” y sirvió para aislar a los Resucitados todavía más. Creo que ésa es la razón por la que el grupo jamás emitió ningún comunicado claro sobre lo ocurrido con Wiedler. Se convirtió en motivo de vergüenza para ellos. El cuerpo jamás fue hallado y a la familia de Wiedler se le negó el derecho de enterrarlo y llorarlo. A todo esto hay que añadir el toque muy “hippie” de la política de Franz el Rojo y los Resucitados. Había muchas paparruchadas que hoy podríamos llamar New Age.
—¿Qué clase de paparruchadas? —preguntó Fabel.
—Bueno, los Resucitados son uno de los grupos más difíciles de investigar, porque se mantenían relativamente aislados, pero uno de sus miembros, Benni Hildesheim, desertó y se pasó a la RAF. Cuando lo arrestaron en los años ochenta, declaró que los Resucitados estaban demasiado chalados para él. Dijo que habían escogido ese nombre porque creían que Gaia, el espíritu de la Tierra, se protegía a sí mismo generando una banda de guerreros, de verdaderos creyentes, para defender al planeta cuando éste estuviera en peligro. Estos guerreros resucitaban una y otra vez, en diferentes épocas, cada vez que se los precisaba. De allí, los Resucitados. Al parecer, a Franz el Rojo Mülhaus también le gustaba afirmar que todos estaban juntos en ese grupo porque todos ellos habían vivido y combatido juntos antes, en otras épocas de la historia, cuando la Tierra los había necesitado para que la protegieran. No eran ideas que encajaran bien con la inflexible racionalidad de la ideología marxista de Baader-Meinhof.
—¿Y cómo encajan Müller-Voigt y Hans-Joachim Hauser con Franz el Rojo Mülhaus?
—¿Hauser? No lo sé. Hauser era uno de esos tipos que se promueven a sí mismos todo el tiempo y se la pasan colgados a los otros. No conozco ninguna otra conexión directa entre él y los Resucitados o Müller-Voigt, salvo que él había manifestado abiertamente su apoyo a las primeras «intervenciones» de Franz el Rojo… Interrupciones de las sesiones del Senado de Hamburgo, sentadas en instalaciones empresariales o industriales, esa clase de cosas. Pero cuando las cosas comenzaron a caldearse, y empezaron a robar bancos, poner bombas y matar gente, Hauser, como muchos otros de la izquierda elegante, de pronto empezó a expresar menos su apoyo. De hecho, ese silencio relativo podría fácilmente interpretarse como que había decidido mantener un perfil bajo. En cuanto a Müller-Voigt, él y Franz el Rojo se juntaron a fines de los años setenta. Después de que Mülhaus apareciera en la lista de criminales buscados por el asesinato del presidente de una compañía farmacéutica de Hanóver, y luego, por supuesto, por el asunto de Thorsten Wiedler, yo sospecho que Müller-Voigt operaba como «legal» para los Resucitados.
—¿Pero cree que esa participación se profundizó?
—Le contaré algo muy personal, Herr Fabel. Mi padre grabó una cinta. Pidió una grabadora cuando todavía estaba en el hospital. Había sido un hombre muy vigoroso y en buena forma y enfrentarse a un futuro en silla de ruedas lo volvió profundamente depresivo. Pero también muy furioso. Estaba decidido a hacer lo que fuera para ayudar a encontrar a Herr Wiedler y atrapar a sus secuestradores. Mucho después de la muerte de mi padre, cuando yo estaba en edad de decidir qué iba a estudiar en la universidad, escuché la cinta. Mi padre describía los acontecimientos de aquel día con mucho detalle. Era como si quisiera que se supiera la verdad. Fue cuando escuché aquella cinta que decidí convertirme en periodista. Para contar la verdad.
—¿Y qué decía?
Ingrid Fischmann pareció vacilar un momento. Luego dijo:
—Mire, voy a mandarle una copia. Y también conseguiré algunas fotografías e información general y le enviaré todo por correo. Pero, en resumen, mi padre decía que calculaba que habían participado seis terroristas. Sólo logró ver bien a uno de ellos. Los otros llevaban pasamontañas. Logró darle una descripción muy detallada a la policía y éstos hicieron un retrato-robot de esa persona. Pero no sirvió de nada. Como usted sabe, jamás atraparon a nadie por el secuestro de Wiedler. Salvo si considera que el deceso de Franz el Rojo Mülhaus fue un acto de justicia.
—¿Y cómo puede estar segura de que Bertholdt Müller-Voigt estuvo implicado? —preguntó Fabel.
—¿Recuerda a Benni Hildesheim, del que le hablé hace un momento? ¿El desertor de los Resucitados que se pasó a la banda Baader-Meinhof? Bueno, yo lo entrevisté después de que saliera de la cárcel y él afirmó que había unos cuantos individuos que hoy eran bastante influyentes que o bien habían participado directamente en las acciones de los Resucitados o habían proporcionado apoyo logístico y estratégico. Casas seguras, armas y explosivos, esa clase de cosas. Hildesheim me dijo que había seis personas implicadas en el secuestro de Wiedler, lo que coincide con el relato de mi padre. Afirmó conocer las identidades de los seis, así como las de todos los que estaban en la red de apoyo.
—¿No se las dijo a usted?
Ingrid Fischmann lanzó una risita cargada de cinismo.
—Hildesheim exhibió una veta capitalista notable para un exterrorista marxista. Quería dinero a cambio de la información. Por supuesto que no sabía que yo era la hija de una de las víctimas del grupo, pero sí le dije que se fuera al infierno. Yo quería saber la verdad sobre quién mató a mi padre, pero no a cualquier precio. Hildesheim parecía convencido de que algún diario amarillo aceptaría su precio. Insistía en que algunos de los nombres sacudirían a la clase dominante hasta los cimientos, esa clase de idioteces. Tiene que recordar que esto fue en la misma época en que Bettina Röhl, la hija de Ulrike Meinhof, mandó una carta de sesenta páginas al fiscal del Estado exigiendo que se acusara y se juzgara al ministro de relaciones exteriores, Joschka Fischer, por el intento de asesinato de un policía en los años ochenta. No es inconcebible que hubiera otros en altos cargos del gobierno que tuvieran unos cuantos trapos sucios que ocultar.
—¿Pero Hildesheim no obtuvo la suma que quería? —preguntó Fabel.
—No. Murió antes de cerrar ningún trato.
—¿Cómo murió? ¿Hubo algo sospechoso en ello?
—No. Ninguna conspiración. Simplemente un hombre de mediana edad que fumaba demasiado y hacía muy poco ejercicio. Infarto. Pero sí me dio algo a cuenta. Me dijo que sabía con toda seguridad quién había sido el chófer aquel día… y que había pasado a ser una importante figura política. Sólo que su nombre y las pruebas para respaldar la acusación eran parte del trato que él quería cerrar. Por desgracia, no sobrevivió para compartirlo conmigo.
—¿Hildesheim mencionó a Hauser alguna vez?
Ella meneó la cabeza.
—¿Y a Gunter Griebel?
—Me temo que no… Creo que ni siquiera me crucé con ese nombre en mi investigación.
Hablaron durante otros quince minutos. Ingrid Fischmann le resumió la historia del movimiento militante alemán y su transición de la protesta y la acción directa al terrorismo. Conversaron sobre los objetivos de los distintos grupos, el apoyo que obtuvieron de la excomunista Alemania Oriental, la red de seguidores y simpatizantes que hizo posible que muchos de ellos evitaran ser capturados durante tanto tiempo. También hablaron del hecho de que había varias personas sueltas que ocultaban un pasado violento detrás de la fachada de una vida normal sin que otros lo supieran, tal vez ni siquiera sus familiares y amigos cercanos. Por fin, se dijeron todo lo que tenían para decirse y Fabel se levantó.
—Gracias por haberme dedicado tanto tiempo —dijo. Le estrechó la mano a Fischmann—. Realmente me ha sido muy útil.
—Me alegro. Le mandaré esa información cuando pueda encontrarla. Tal vez tarde uno o dos días —dijo, sonriendo—. Espere un momento y bajaré con usted. Tengo que ir al centro.
—¿Quiere que la lleve?
—No, gracias —dijo—. Tengo que hacer algunas paradas en el camino. —Se colocó un par de gafas en la punta de la nariz y revisó su gran bolso, hasta que encontró una pequeña libreta negra—. Lo lamento… he instalado una nueva alarma de seguridad. Tengo que marcar el código cada vez que salgo pero nunca consigo recordarlo.
Hicieron una pausa en la puerta mientras ella tecleaba lentamente el código en el panel de control de la alarma, verificando cada número en la libreta negra.
Una vez en la calle, Fabel se despidió de Ingrid Fischmann y la observó mientras ella bajaba por la acera. Una joven mujer alemana que se había pasado la vida investigando a la generación anterior a la suya; una persona que buscaba la Verdad. Fabel recordó la razón que le había dado el joven Frank Grueber para convertirse en un especialista forense: «la verdad es la deuda que tenemos con los muertos».
Pensó que casi podría ser el lema nacional de Alemania.
19.30 H, SPEICHERSTADT, HAMBURGO
Fabel regresó al Polizeipräsidium antes de las cinco. De inmediato, convocó a una reunión en la brigada de Homicidios e informó a su equipo de lo que había averiguado en el transcurso del día. Empezaba a parecer que los homicidios no habían sido efectuados al azar por un asesino en serie, sino que el motivo tenía que ver con la historia política de las víctimas.
Anna y Henk relataron lo que habían averiguado, o lo que no habían podido averiguar, en The Firestation. Parecía cada vez menos probable que los homicidios estuvieran relacionados con la sexualidad de Hauser y Anna tenía la sensación de que aquel tipo mayor con quien Hauser se encontraba en The Firestation tal vez tuviera más que ver con su pasado político que con sus preferencias sexuales.
—Tal vez era Paul Scheibe —sugirió Werner.
—Eso lo averiguaremos esta noche —dijo Fabel—. Quiero que vosotros, Anna, Henk, Werner y Maria, me acompañéis a la presentación. Tenemos que examinar bien a los invitados, y yo necesito tener una larga charla con Scheibe.
Fabel regresó a casa, comió, se duchó y se cambió antes de volver a reunirse con su equipo en Speicherstadt. Anna y Henk habían llegado antes y habían hablado con los colaboradores de Scheibe.
—La mierda ha empezado a salpicar hacia todos lados —le dijo Anna a Fabel—. Parece que tenemos un faltón. Nadie ha visto a Scheibe, y ésta es su gran noche. Su personal está muy nervioso porque Scheibe había insistido en que él tenía que ser el único que revelara el modelo. Al parecer lo terminó a solas y aunque el Senado sí llegó a ver el proyecto, hoy se revelaría para el resto del mundo… Se supone que ha añadido algunos toques que nadie conocería hasta esta noche.
—¿Y qué va a hacer el equipo de Scheibe?
—Por ahora están subiendo por las paredes. Tienen a todas las figuras importantes de Hamburgo aquí reunidas y la estrella que iba a lanzar el espectáculo no se ha presentado.
—¿Alguna vez había hecho algo así?
—No con algo tan importante como esto… Pero en los últimos tiempos Paulsen estaba muy preocupado por él. Al parecer Scheibe se había mostrado muy estresado respecto de algo, lo que supuestamente es muy poco habitual en él. Scheibe es un tipo dado a la bebida, a la arrogancia y a considerarse el centro de todo… pero para nada alguien con tendencia a estresarse.
—Lo que sugeriría que ha aparecido algo nuevo en el horizonte —dijo Werner.
—O algo viejo… —Dijo Fabel—. De acuerdo… mezclémonos.
Fabel hizo pasar a su equipo al salón, exhibiendo sus placas ovales de la Kriminalpolizei a los irritados porteros. El lugar estaba lleno de personas de zapatos caros y peinados elegantes que se reunían en pequeños grupos, charlando y riendo, mientras unos camareros de uniforme no dejaban de rellenarles las copas de Pinot Grigio.
Fabel, Maria y Werner se dirigieron al otro extremo de la sala; Fabel les indicó a Anna y Henk que permanecieran junto a la puerta y se mantuvieran alerta a cualquier indicio de la llegada de Scheibe. Mientras se abría paso entre la multitud, Fabel vio a Müller-Voigt rodeado de un grupo particularmente grande de admiradores. Se dio cuenta de que el senador de medio ambiente lo había visto y lo saludó con un movimiento de la cabeza, pero Müller-Voigt se limitó a fruncir el ceño, como si la presencia de Fabel lo desconcertara.
Las luces se atenuaron y Fabel observó un trajín de actividad sobre la plataforma iluminada, donde una lona blanca ocultaba la visión del futuro de Paul Scheibe a los ojos de una audiencia expectante y cada vez más nerviosa. Paulsen, el asistente de Scheibe, mantenía una agitada discusión con los otros dos miembros del equipo del arquitecto.
Después de una pausa, Paulsen se dirigió al centro del podio que estaba delante del modelo con un gesto de incomodidad. Durante un momento, miró el micrófono aprensivamente.
—Damas y caballeros, muchas gracias por su paciencia. Por desgracia, Herr Scheibe se ha visto obligado a ocuparse de una emergencia familiar inesperada e ineludible. Como es obvio, está haciendo grandes esfuerzos para llegar aquí a tiempo. Sin embargo, la fuerza y la innovación de su obra hablan por sí solas. La visión de Herr Scheibe para el futuro de HafenCity y para el estado de Hamburgo es un concepto audaz y sorprendente que refleja la ambición de nuestra gran ciudad.
Paulsen hizo una pausa. Miró al otro lado del salón, donde acababa de entrar una mujer que Fabel supuso que también sería parte del equipo de Scheibe. La mujer hizo un movimiento casi imperceptible de negación con la cabeza y Paulsen se volvió hacia el público con una sonrisa débil y resignada.
—De acuerdo… Creo que… eh… será mejor si nos limitamos a seguir adelante con la presentación… Damas y caballeros, es un gran placer, en nombre del Architecturbüro Scheibe, desvelar la creativa, única, audaz y novedosa estética de Herr Scheibe para el Überseequartier de HafenCity. Con ustedes, el KulturZentrumEins…
Paulsen se apartó hacia un costado y la prístina cubierta de lona blanca comenzó a ascender. El público empezó a aplaudir, pero con un entusiasmo en sordina, cuando el gran modelo arquitectónico quedó al descubierto.
Los aplausos murieron.
Cuando la cobertura de lona ascendió del todo y quedó fuera del alcance de los focos, un silencio cayó sobre toda la sala. Un silencio que pareció congelar el momento. Fabel sabía lo que estaba viendo, sin embargo su cerebro se negaba a asimilar la información. El resto de la audiencia estaba igualmente atrapada en aquel momento fosilizado, como si también ellos buscaran aprehender la imposibilidad de lo que estaban mirando.
Los focos, uno con luz roja, otro con luz azul, y el principal con luz blanca, habían sido ubicados cuidadosamente de modo que destacaran cada borde, cada ángulo de aquel vasto modelo arquitectónico, que era blanco; de modo que dramatizaran y enfatizaran lo que se iba a ver. Pero la creatividad que iluminaron con esa cruda espectacularidad y énfasis no era obra de Paul Scheibe.
Los gritos comenzaron.
Se extendieron de persona a persona como una llama ardiente; estridentes y penetrantes. A través del griterío, Fabel pudo oír la maldición de Anna Wolff. Varias personas, en especial las que estaban cerca del modelo, vomitaron.
El paisaje en miniatura se extendía bajo las luces. Pero su objeto central, el KulturZentrumEins, en realidad no se veía. El cuerpo desnudo de Paul Scheibe lo había aplastado bajo su peso. Era como si un dios inmenso y espantoso hubiera sido arrojado de los cielos y se hubiera estrellado contra la Tierra en HafenCity. Scheibe yacía, un poco reclinado, entre los elementos hechos añicos de su visión. Su carne desnuda relucía con un tono azul y blanquecino a la luz del reflector, y su sangre brillaba con un rojo subido sobre el modelo. Quien fuera que hubiera ubicado allí el cadáver, había usado parte del modelo para sostenerlo y dejarlo como si estuviera sentado, de modo que Scheibe mirara al público.
El cuero cabelludo había sido arrancado. Yacía a sus pies, extendido y teñido, como los de las otras víctimas, con un antinatural color rojo. La cúpula sanguinolenta de su cráneo refulgía bajo las luces. Tenía un tajo en la garganta.
Fabel empezó a correr antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Se abrió paso empujando a algunos aturdidos miembros del público, quienes se apartaban sin protestar, como si estuviera atravesando un almacén lleno de maniquíes de moda. Percibió que Anna, Henk y Werner lo seguían.
Uno de los fotógrafos de la prensa levantó la cámara y su flash inundó el auditórium. Anna se abrió paso hacia el fotógrafo, le agarró la cámara con una mano y lo empujó hacia atrás con la otra. El fotógrafo empezó a quejarse y exigió que le devolviera la cámara.
—Ya no es su cámara. Es una evidencia policial. —Escudriñó al resto de los fotógrafos de la prensa con una mirada de rayos láser—. Y eso va también por ustedes. Ésta es la escena de un crimen y voy a confiscar cualquier cámara que se utilice.
A esa altura Fabel ya había llegado al frente de la sala y había agarrado a Paulsen, quien seguía paralizado, contemplando el modelo.
—¡Haga salir a su gente al pasillo! ¡Ahora! —le gritó a Paulsen en la cara. Luego se volvió hacia sus agentes—. Anna, Henk… sacad al público al pasillo también. Werner… vigila la puerta principal y asegúrate de que no salga nadie del edificio. —Abrió su teléfono móvil y apretó el botón de marcación rápida en el que tenía grabado el número de la Mordkommission. Ordenó que se despachara un equipo forense e informó de que necesitaba divisiones de policías uniformados para asegurar el sitio del crimen de inmediato. También pidió más policías vestidos de paisano para que ayudaran a tomar declaración a cada uno de los miembros del público. Tan pronto cortó la comunicación con la Mordkommission, presionó otro botón.
Van Heiden no protestó porque lo molestaran en su casa; sabía que si Fabel lo llamaba tenía que tratarse de algo urgente. El mismo Fabel se oyó a sí mismo describiendo la escena a Van Heiden con una voz apagada y monótona. Van Heiden pareció prestar más atención al contexto tan público en el que se había encontrado el cadáver que en el hecho mismo de que otra persona hubiera perdido la vida.
Después de terminar la llamada a Van Heiden, Fabel se encontró solo en el auditórium. Solo, salvo por eso que una vez había sido Paul Scheibe. El arquitecto había tenido algo para contarle. Algo valioso, algo que tal vez no estuviera dispuesto a contarle voluntariamente. Pero en ese momento estaba allí sentado sobre su trono aplastado de cartón y madera balsa, con el cuero cabelludo arrancado, desnudo y muerto: un rey mudo y sin corona, contemplando su reino vacío.
23.45 H, GRINDELVIERTEL, HAMBURGO
Leonard Schüler había bebido demasiado. Eso no era poco común en él. Y, después de todo, había sido una semana difícil. Todavía se sentía perseguido por aquel rostro —aquel rostro frío, pálido e inexpresivo que había visto en la ventana del apartamento de Hauser—, pero lo tenía en la mente cada vez menos, a medida que pasaban los días. Más que nunca, estaba convencido de que había hecho lo correcto en no dar una descripción completa del asesino a la policía. A pesar de que ya no creía casi en nada y que tampoco reflexionaba profundamente sobre las cosas, Leonard Schüler se daba cuenta de que no podía dejar de recordar aquella noche, aquel hombre de la ventana, y de preguntarse si el Diablo realmente existía.
Pero había llegado el momento de olvidarlo. De dejarlo donde pertenecía, en el pasado.
Schüler había sentido ganas de celebrar y se había reunido con unos amigos en un bar que quedaba en una esquina a dos manzanas de su apartamento. Era un lugar ruidoso y lleno de humo, rebosante de una tosca exuberancia y música rock muy fuerte. Era exactamente el tipo de lugar en el que necesitaba estar.
Era la una de la madrugada cuando se marchó. No se tambaleaba al caminar, pero sí se daba cuenta de que el acto normalmente inconsciente de dar un paso le exigía cierta concentración. Había sido una buena noche y todos se habían desahogado bastante; tal vez demasiado para Willi, el dueño… Pero en el camino de regreso hasta su casa, Schüler sintió algo hueco en su interior. Aquélla era su vida. Aquello era todo lo que él representaba. Era cierto que no había salido de la mejor de las casas, pero otros con circunstancias similares habían logrado más, habían hecho más consigo mismos. Él era lo bastante honrado como para culparse a sí mismo por los fracasos de su vida aunque, en momentos más oscuros, se permitía compartir parte de la responsabilidad con su madre. La madre de Schüler seguía siendo una mujer joven, de unos cuarenta años, puesto que lo había tenido a él a los dieciocho. Leonard nunca había conocido a su padre, y dudaba de que su madre supiera con seguridad quién era. Ése era un tema que ella siempre evitaba, y a lo sumo sostenía que el padre de Leonard había sido un novio que había muerto de una enfermedad no revelada antes de que pudieran casarse. Pero, atando los minúsculos y dispersos cabos que había podido deducir del pasado de su madre, y leyendo mucho entre líneas, Leonard había llegado a sospechar que ella había trabajado como prostituta en algún momento de su vida, y con frecuencia se preguntaba si su anónimo padre no habría sido un cliente.
De todas maneras, aquello había tenido lugar antes de los primeros recuerdos del mundo de Leonard. Su madre lo había criado sola, con un anacrónico sentido de vergüenza al respecto. En algún momento durante la infancia de Leonard, ella se había convertido en una cristiana «renacida», y había pasado a ser un modelo de remilgada probidad y abstinencia, y esa infancia había quedado ensombrecida por la omnipresencia de la religión. Él siempre había odiado esa rectitud moral de su madre, desde que podía recordarlo. Le había incomodado, irritado. Su madre le habría dado menos vergüenza si hubiera seguido vendiendo mamadas a desconocidos. En ocasiones, Leonard pensaba que ésa era la razón por la que se había convertido en ladrón: para provocar la vergüenza de su madre.
«No robarás…», repitió ella sin cesar, meneando la cabeza, cuando la policía lo llevó a su casa la primera vez. «No robarás… ¿Sabes qué será de ti, Leonard?», le dijo. «El diablo vendrá por ti. El diablo vendrá a buscarte y te llevará directamente al infierno».
Esas mismas palabras resonaron en la cabeza de Leonard cuando aquel investigador le habló, cuando le describió lo que aquel psicópata le haría si se enteraba de su existencia. Si lo encontraba.
Schüler no era estúpido. No se hacía ilusiones sobre el acto por el que había sido concebido. Un polvo rápido y mugriento por unos pocos Deutchsmarks. Pero siempre imaginaba que tal vez su padre biológico era algún empresario adinerado y exitoso o algún profesional que probablemente había estado borracho y había comprado los servicios de su madre sólo en aquella ocasión. Alguien a quien le funcionaba la cabeza. Una clase mejor de persona. ¿De qué otra manera podría explicar su propia inteligencia? Él había asistido a una Gesamtschule, una escuela integrada, y no había dudas de que, con apenas un poco de esfuerzo de su parte, podría haber pasado el examen Abitur, lo que le habría garantizado una plaza en la universidad. Pero no había hecho ese esfuerzo. Había deducido que existían dos maneras para obtener lo que deseabas en la vida: podías ganártelo o podías robarlo. Y para ganártelo había que trabajar demasiado.
Entonces había terminado así. Desempleado, con veintiséis años, un ladrón. ¿Sería demasiado tarde para cambiar las cosas? ¿Para empezar de nuevo? ¿Para construir una nueva vida?
Empujó la puerta de su edificio. Cada escalón pareció representarle un esfuerzo monumental. Abrió la puerta de su apartamento, que estaba cerrada con llave, y arrojó las llaves sobre la cómoda de segunda mano que estaba junto a la puerta. Se apoyó en el marco durante un momento y permaneció de pie en el umbral, entre la cruda luz del pozo de la escalera y la oscuridad de su piso. Se oyó un clic cuando la luz del pasillo, que tenía un temporizador para ahorrar electricidad, se apagó y lo sumió en una oscuridad absoluta. Respiró una o dos veces, sintiendo el gusto de la cerveza espesándose en su boca y un repentino mareo por haber perdido el anclaje visual.
En ese momento se encendió la luz de la sala de su apartamento. Schüler se quedó de pie, parpadeando, tratando de deducir cómo podría haber accionado el interruptor accidentalmente, cuando lo vio sentado en la silla junto al televisor. El mismo hombre. El mismo rostro que lo había contemplado a través de la ventana del apartamento de Hauser. El asesino.
El diablo había venido a llevárselo al infierno.