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Martes 30 de agosto de 2005, doce días después del primer asesinato

10.30 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO

Fabel telefoneó a Markus Ullrich, el agente de la BKA, desde su despacho en la brigada de Homicidios. Ullrich pareció sorprendido de tener noticias de Fabel, pero no daba la impresión de estar ocultando algo.

—¿En qué puedo ayudarle, Herr Kriminalhauptkommissar? ¿Es sobre Frau Klee?

—No, Herr Ullrich. —La verdad era que Fabel sí quería seguir conversando sobre el asunto con Ullrich, pero ése no era el momento apropiado. Lo que necesitaba era un favor—. Recordará usted que el Kriminaldirektor Van Heiden preguntó por el caso en el que estoy trabajando. El del denominado Peluquero de Hamburgo, ¿verdad?

—Lo recuerdo.

—Alguien me ha sugerido que examine más de cerca la historia de las víctimas. Específicamente, que puede haber algunos trapos sucios ocultos de los días en que eran activistas estudiantiles, o más tarde, durante los años conflictivos. Ambos eran agitadores políticos, aunque en grados diferentes. Y se me ha ocurrido que si había algunas sospechas sobre ellos…

—… Entonces nosotros en la BKA tendríamos un expediente, ¿es eso?

—Sólo es una idea que se me ha ocurrido… —A continuación, Fabel hizo un resumen de lo que se sabía sobre ambas víctimas hasta el momento.

—De acuerdo —dijo Ullrich—. Veré qué puedo hacer.

Después de colgar, Fabel fue a la oficina principal de la Mordkommission y habló con Anna Wolff. Le pasó los detalles de la tarjeta de identidad de la segunda guerra mundial que se había encontrado junto a la momia de HafenCity.

—¿Podrías ponerte en contacto con los archivos del Estado y ver qué podemos averiguar? Me gustaría saber si hay algún pariente superviviente al que podamos notificarle la noticia.

Anna examinó la información que le entregó Fabel y se encogió de hombros.

—Bien, chef.

Fabel habló con sus distintos agentes para informarse de sus avances. Los dos asesinatos con el cuero cabelludo arrancado habían eclipsado todo lo demás y Fabel se alegró por el hecho de que la muerte en una pelea en el Kiez fuera el único otro caso pendiente, porque era relativamente fácil de cerrar. Había momentos en que Fabel se sorprendía por pensar de esa manera, por agradecer que el final violento de otra vida humana fuera convenientemente claro y por lo tanto exigiera menos de los recursos de su equipo. Detestaba la obligada insensibilidad que traía aparejado el ser el investigador de la muerte de otros.

—Todavía no hemos conseguido nada de los registros telefónicos de ninguna de las víctimas —dijo Henk Hermann, anticipándose a la pregunta de Fabel—. No hemos encontrado ningún número que no pueda explicarse claramente.

Fabel le dio las gracias y regresó a su despacho. Todavía había algo que le molestaba. Su instinto le decía que las víctimas conocían al asesino.

11.45 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

La sala estaba cargada con el aroma espeso y dulce del incienso. Las persianas estaban cerradas y la habitación estaba iluminada con la luz suave y bailarina de dos docenas de velas.

Beate Brandt estaba sentada con los ojos cerrados. Tenía una mano apoyada en la frente y la otra en el pecho de su cliente. Su pelo era largo y caía en cascada sobre los hombros, como cuando tenía dieciocho años. Pero el brillo satinado y sensual con el que antes encandilaba los corazones de los hombres se había perdido más de una década antes. Ahora era más gris que negro y ya no refulgía, sino que se veía seco y rugoso. De la misma manera, la oscura belleza de Beate, que había heredado de su madre italiana, se había apagado. Seguía teniendo huesos fuertes y rasgos delicados, pero la piel que los recubría se había llenado de pliegues y arrugas, como si alguien hubiera cubierto descuidadamente un buen cuadro.

—Respira profundo… —le dijo a su cliente, que parecía tener una edad parecida a la de su hijo y estaba acostado boca arriba, con los ojos bien cerrados—. Estamos regresando. A una época más allá de la vida, pero antes de la muerte. Sólo cuando nos enfrentemos a la vida que ha terminado podremos experimentar el renacimiento.

Aplicó presión sobre la frente de su cliente. Tenía los dedos cubiertos con grandes anillos, algunos de los cuales exhibían símbolos astrológicos. Su cliente tenía una piel pálida e impecable y ella comparó la lisa perfección de sus cejas con las arrugas de la palma de su mano y el engrosamiento de sus dedos, que alguna vez habían sido delgados. «¿Por qué —se preguntó— nuestros cuerpos envejecen cuando en nuestro interior nos sentimos exactamente igual que hace media vida?».

—Regresa… —Su voz era poco más que un susurro—. Regresa a la infancia. ¿Lo recuerdas? Luego más atrás. Más atrás…

Beate siempre había tenido que esforzarse para llegar a fin de mes. O, dicho de una manera más adecuada, había tenido que esforzarse para llegar a fin de mes y al mismo tiempo mantener un perfil bajo. La idea de convertirse en una capitalista de poca monta le parecía desagradable, pero peor era trabajar para algún otro. Además, tenía que pensar en su hijo. Había hecho todo lo posible para asegurarse de que a él nunca le faltara nada. Como madre soltera, no le había sido fácil. Y, por supuesto, siempre estaba la dificultad añadida de que alguien husmeara demasiado en su pasado cuando ella se presentara a algún puesto de trabajo. Había empezado con una pequeña tienda de moda en el Viertel, pero a medida que pasaba el tiempo se hizo evidente que su idea de lo que era chic en el Schanzenviertel estaba un poco atrasada —una década atrasada— respecto de lo que los clientes buscaban. Después de cerrar la tienda, luchó por encontrar algo que le permitiera ganar dinero. Entonces se le ocurrió el concepto del renacimiento. Beate sabía que todo aquello era una tontería. Una parte de ella, en lo profundo de su ser, encontraba atractiva la idea de la reencarnación, incluso posible, pero toda aquella historia de la «inducción del renacimiento» era pura mierda. Ella debía saberlo: después de todo, la había inventado.

Miró al cliente tumbado en el suelo delante de ella. Era uno de sus habituales, y llevaba tres meses asistiendo. Desde los homicidios de Hans-Joachim y Gunter había tomado la decisión de no admitir a clientes nuevos. Ningún desconocido. Aquellas muertes la habían dejado impresionada, atemorizada. Después de todo, si bien sus caminos no se habían cruzado en veinte años, Hans-Joachim vivía a tan sólo un par de calles.

Por lo tanto, sólo les franqueaba la entrada a aquellos clientes a los que venía atendiendo desde hacía un tiempo. Incluso había tratado de inventar una nueva variedad de «terapia de grupo», para poder atender a más de uno a la vez. Pero debido a la naturaleza íntima y personal de su «tratamiento», a sus clientes no les gustaba mucho participar en sesiones grupales. La idea más inspirada de Beate había sido montar una página de Internet a través de la cual podía ofrecer consultas en línea. Incluso había comprado un programa mediante el cual la gente podía cargar su fecha y lugar de nacimiento y recibir un resumen de una vida pasada probable. Y todo eso se pagaba mediante un sistema seguro de transacciones con tarjeta de crédito a través de Internet. Sin riesgos, sin gastos; sólo ganancia.

El concepto central del negocio de Beate era una idea esencialmente sencilla: que todos hemos vivido antes, varias veces, y que tiene que haber una llave para abrir aquellas vidas pasadas. Por supuesto que, teniendo en cuenta el crecimiento exponencial de la población del planeta, que todos tuviéramos una vida anterior era una imposibilidad estadística. Beate, que había estudiado matemática aplicada en la Universität de Hamburgo, lo sabía demasiado bien. Pero hubo un momento, mucho tiempo antes, en que ella había estado dispuesta a suspender su incredulidad en nombre de algo más grande. Más aún: el mundo de hoy estaba lleno de personas que buscaban algo que diera sentido a su existencia; o un refugio en alguna otra verdad, alguna otra vida, cualquier cosa que ofreciera algo menos banal que su vida cotidiana. De modo que Beate, la atea, la racionalista, la matemática, se había establecido como una gurú New Age que ayudaba a la gente a redescubrir sus vidas anteriores. Había aprendido los principios básicos de la hipnosis, aunque dudaba que alguna vez hubiera logrado hipnotizar a algún cliente. Lo más probable era que ellos mismos se engañaran suponiendo que se encontraban en un estado hipnótico, para poder creer todas las idioteces que escupían sobre sus vidas del pasado, creer que esas tonterías surgían de algo más profundo que una simple combinación de imaginación, expresión de deseos y algo que probablemente habían leído alguna vez por ahí. Pero para cubrirse, ella hablaba de «meditación guiada», haciendo recaer en el cliente la responsabilidad de su propia hipnosis.

De todas maneras, el primer concepto era imperfecto. Beate no tardó en descubrir que una vez que ayudaba a su cliente a descubrir una «vida anterior», éste se marchaba contento, y con él una fuente de ingresos. Entonces se dio cuenta de que debía añadir otra dimensión a su «terapia», algo que prolongara el tratamiento. Fue entonces cuando se le ocurrió tanto la idea de la página web como el concepto de un «renacimiento integral de la persona». El principio era que para estar «completo», uno debía dejar al descubierto todas las vidas anteriores, combinarlas con la existencia actual y luego experimentar un «renacimiento», después del cual uno se volvía íntegro y dejaba atrás todo su pasado para empezar nuevamente. Una verdadera vida nueva.

A Beate no se le escapaba la ironía. Allí, en esa sala de su apartamento, soltaba una mezcla casera de paparruchadas New Age e idioteces psicológicas sobre la reencarnación y el renacimiento. Al igual que los otros miembros del grupo, ella se había reinventado, poniendo distancia entre sí misma y su vida anterior. Pero, a diferencia de algunos de ellos, había decidido mantener el perfil más bajo posible. Mientras algunos del grupo se habían sentido evidentemente inmunes a que los descubrieran, ella había buscado el anonimato. Aun así, parecía que mantener un perfil bajo no garantizaba ninguna protección. Hans-Joachim Hauser siempre había sido un egocéntrico arrogante que se exhibía todo el tiempo; pero, según creía, Gunter Griebel había elegido, como ella misma, una vida lo más reservada posible. Sin embargo, alguien lo había descubierto.

Echó una mirada al reloj de la pared. Esa sesión parecía interminable. El joven paciente estaba convencido de que tenía múltiples vidas anteriores que descubrir; sin embargo, sostenía que había algún obstáculo en el camino, algo que no podía esquivar. Beate suspiró pacientemente y trató de facilitarle el camino a través de los años, a través de los siglos, para averiguar quién había sido antes, y cuándo.

En ocasiones sentía el impulso de gritarles a sus clientes en la cara que todo aquello era un timo, un fraude; que no había nada que poner al descubierto salvo sus propias deficiencias y su incapacidad de reconciliarse con el hecho de que este mundo, hoy, era todo lo que había en la vida. Siempre divertía a Beate el hecho de que la mayoría de sus clientes exhibieran la misma falta de precisión cronológica y técnica que los típicos escritores de novelas baratas cuando descubrían sus vidas anteriores. La mayoría eran mujeres de mediana edad que cumplían alguna fantasía recordando una vida anterior en la que habían sido hermosas cortesanas, voluptuosas aldeanas o princesas de cuentos de hadas. Pocas «vidas anteriores» tenían que ver con las pestes, las enfermedades, las hambrunas y la pobreza extrema que habían sido tan habituales en toda la historia.

Pero este joven era diferente. Había encarado todo el proceso con entusiasmo. Desde el primer momento, había hablado con convicción sobre su necesidad de visitar una vida previa. Era como si buscara alguna forma de verdad. Un pasado real. Una vida verdadera.

Lo único que Beate no podía entregarle.

—¿Puedes ver algo? —preguntó.

El joven frunció el ceño, y su pálida frente se arrugó en un gesto de concentración. Beate había notado lo atractivo que era desde su primer encuentro. Y también había tenido la extraña sensación de que lo conocía de algún lugar. En otra época, podría haber sido suyo. En otra época, ella podía poseer a cualquier hombre. Cualquier cosa. El mundo se desplegaba como una alfombra delante de ella, amplio y nuevo y limpio, esperando sus pisadas. Luego todo se había convertido en polvo.

—Veo algo —dijo él, con vacilación—. Sí, veo algo. Un lugar. Estoy delante de un gran edificio, y estoy esperando algo, o a alguien.

—¿Es en esta vida, o en una época anterior?

—Anterior. Fue antes.

—Describe el edificio.

—Es grande. De tres plantas. Tiene una fachada amplia con varias puertas. Yo estoy de pie, fuera. —El joven mantuvo los ojos cerrados, pero de pronto hubo una gran urgencia en su voz—. Lo veo. Lo veo todo muy claro.

—¿Qué ves? —Beate volvió a echar un vistazo al reloj de la pared. Si él había visto una vida anterior, entonces mejor que fuera corta, o tendría que pagar una hora extra.

—Dos vidas. Tres, contando ésta. Todo está muy claro, y veo cada una como si estuviera recordando el día de ayer.

—¿Tres vidas, dices?

—Tres vidas, pero una. Un continuo. La muerte no fue el fin; no fue más que una breve interrupción. Una pausa.

«Eso —pensó Beate—, tengo que recordarlo: “Un continuo con la muerte como una breve interrupción”. Brillante. Puedo usarlo».

—Continúa —urgió al joven cliente—. Háblame de tu primera vida. ¿Ésa es la época en que estabas delante de este gran edificio?

—No… no, ésa fue la segunda vez. Aquello fue antes.

—Háblame de tu primera vida. ¿Dónde estás? ¿Quién eres? —Beate se esforzó por ocultar la impaciencia de su voz.

—No es importante. Mi primera vida fue simplemente un preparativo… Me estaban preparando.

—¿Cuándo ocurrió esto?

—Hace un milenio. Más. Me sacrificaron y me dejaron en la ciénaga, bajo el agua llena de barro. Luego depositaron ramas de avellanos y hayas sobre mí y agregaron piedras encima. Hacía mucho frío. Estaba todo muy oscuro. Mil años en la oscuridad y el frío. Entonces renací.

—¿Como quién renaciste?

—Alguien… —La arruga en la frente del cliente se hizo más profunda—. Alguien… que usted conoció.

—¿Yo te conocí? —Ella posó la vista sobre su cliente y estudió la cara. Sus ojos seguían cerrados. Por alguna razón, aquella afirmación la había perturbado. Todo aquello era una tontería, desde luego, pero volvió a recordar la primera sesión con aquel joven. Desde un principio le había parecido que lo reconocía, que lo había visto antes en alguna parte. Pero luego se dio cuenta de que, sencillamente, le recordaba a otra persona, alguien a quien, en ese momento, no lograba identificar del todo.

—Estoy allí ahora. El edificio. Puedo verlo claramente… —El joven no prestó atención a la pregunta. Abrió los ojos, miró el techo, pero su mirada estaba fija en otro lugar, en otro tiempo—. Es una estación de ferrocarril. Puedo verlo. Estoy en una estación de tren. Es una estación pequeña, pero el edificio detrás de mí es grande y viejo. Delante de mí, más allá del andén que está al otro lado, la tierra está vacía y plana. Hay un río ancho…

Se quedó callado un momento y una expresión de intensa concentración se desplegó por sus rasgos. Luego meneó la cabeza.

—Lo siento… —La miró directamente por primera vez desde el inicio de la sesión. Le sonrió como pidiéndole disculpas—. Se ha ido.

—Has dicho que me conocías en esta vida anterior.

Su cliente giró las piernas y se sentó en el borde de la camilla.

—No lo sé… es sólo una sensación que tengo. No puedo explicarlo, ni nada.

Beate reflexionó un momento sobre esas palabras. Luego miró su reloj. La hora había terminado.

—Bueno, tal vez podamos seguir con esto en nuestra próxima sesión. —Abrió su agenda y verificó la fecha y la hora. Su cliente se levantó y se puso la chaqueta—. Creo que la sesión de esta semana te ha hecho bien —dijo—. Pareces más relajado que la primera vez que viniste.

—Sí estoy más relajado —sonrió él, mientras caminaba hacia la puerta—. Siento que me estoy acercando a un estado mental muy especial, muy plácido. Los japoneses tienen una palabra para nombrarlo…

—¿Oh? —Beate le abrió la puerta. Su cliente del mediodía llegaría en cualquier momento.

—Sí —dijo él al salir—. Lo llaman zanshin.

12.40 H, WINTERHUDER FÄRHAUS, HAMBURGO

La cafetería que estaba en el punto de salida del ferry de Winterhuder se encontraba a una distancia razonable del Polizeipräsidium. Era habitual que Fabel celebrara allí las reuniones de su equipo cuando quería discutir sobre un caso de una manera más informal; era un cambio de escenario respecto de la Mordkommission. Cuando Markus Ullrich lo llamó esa mañana, Fabel le sugirió que se encontraran allí, en el café Färhaus.

Fabel llegó temprano y le pidió un café al camarero, que lo conocía como un cliente habitual pero no tenía la menor idea de que era un investigador de homicidios. A Fabel le gustaba que la mayoría de la gente jamás lo viera como un policía, y nunca ofrecía esa información porque sí. Era como si tuviera dos identidades. Dos vidas separadas en dos Hamburgos separadas: la ciudad en la que vivía y que amaba, y la ciudad en la que él era un policía. Con frecuencia se preguntaba, incluso después de tanto tiempo, si ésa era la profesión para él. Sabía que era bueno en lo suyo, pero cada caso nuevo, cada nueva crueldad infligida por un ser humano sobre otro, lo iba socavando. Aquélla no era la primera vez que Fabel se distraía pensando en lo que podría haber pasado, en lo que él podría haber sido si no hubiera tomado la decisión de incorporarse a la Polizei de Hamburgo. Y todo el tiempo sentía la presencia de la tarjeta de Roland Bartz en su bolsillo: un billete de regreso a una vida normal.

Salió de su ensimismamiento cuando divisó la silueta achaparrada de Ullrich bajando por la escalera hacia la cafetería. El hombre de la BKA estaba vestido con un oscuro traje formal, una camisa oscura y una corbata también oscura, y llevaba un pequeño maletín de ejecutivo. Daba toda la impresión de que se reunía con Fabel para venderle un seguro. Fabel recordó su reunión con el profesor Van Halen, el genetista con traje de negocios; al parecer, todo el mundo estaba volviéndose «corporativo».

—Gracias por venir —dijo, mientras le estrechaba la mano a Ullrich—. Se me ocurrió que existía alguna remota posibilidad de que ustedes tuvieran algo en sus expedientes sobre alguna de las víctimas, o ambas, considerando sus antecedentes.

Los dos se sentaron y suspendieron la conversación mientras el camarero se acercaba y tomaba nota de lo que querían.

—Le he traído un material interesante, Herr Fabel. —Ullrich puso el maletín sobre las piernas y lo palpó, como si insinuara que en su interior se ocultaban tesoros. Luego, con mucha deliberación, lo dejó en el suelo a su lado, en un claro gesto de «lo dejaremos para después»—. Tenemos bastante que discutir, pero antes quiero aclarar las cosas sobre la situación con Maria Klee… Espero que no pensara usted que la traté con demasiada dureza. Después de todo, ella puso en riesgo una operación importante.

—Para mí habría sido mucho mejor que discutiera el asunto conmigo en primer lugar, antes de acudir directamente al Kriminaldirektor Van Heiden.

Ullrich se encogió de hombros.

—En realidad no tuve la oportunidad de hacerlo de esa manera. Los jefes de la operación, especialmente, debo decirle, los del LKA6 de la Polizei de Hamburgo, estaban furiosos con Frau Klee por andar pisoteando su investigación. Se trata de una operación muy delicada.

—Pero por el amor de Dios, Ullrich, usted sabe el alto grado de implicación de mi equipo en la investigación de Vitrenko.

—Aquél era un caso anterior. Lo lamento, Fabel, pero la vida sigue. Nos enfrentamos a la amenaza que Vitrenko representa en la actualidad. Y es algo mucho más grande de lo que la Polizei de Hamburgo puede manejar por sí sola. Teníamos agentes de la BKA, del LKA6, de la Policía Federal de Fronteras, de la división del crimen organizado de la Policía de Colonia… una enorme cantidad de horas de trabajo invertidas en esa operación. Lamento no haber podido hablar con usted personalmente, pero también había muchas cuestiones políticas en el medio… Sólo quería que usted supiera que no estaba pasándole por encima deliberadamente.

—Bueno, está bien —dijo Fabel.

—En cualquier caso… —Ullrich levantó su maletín—. He hecho lo que me ha pedido: he investigado un poco a las dos víctimas.

—¿Y?

—Y, aunque la relación es vaga, hay demasiadas coincidencias, al menos, en mi opinión, para decir que el tal Peluquero de Hamburgo los elige al azar. Como usted sospechaba, la LKA de Hamburgo y la BKA federal tenían expedientes de inteligencia sobre Hans-Joachim Hauser. Él estuvo muy activo durante todos los años ochenta. Me pareció que eso podría interesarle. Sólo como contexto histórico. He hecho una copia del expediente… —Ullrich buscó en su maletín y extrajo una gruesa carpeta que depositó sobre la superficie pintada de blanco de la mesa metálica de la cafetería. No había nada en su portada color beige que diera alguna pista sobre su contenido. Fabel estaba a punto de cogerla cuando Ullrich le puso las manos encima—. Por favor, no la pierda. Aunque sea una copia, sería de lo más embarazoso. No hay mucho ahí como para sorprenderle, Herr Fabel. Pero aquí es cuando las cosas se ponen interesantes… —Depositó una segunda carpeta sobre la primera—. La BKA también tenía un expediente sobre la segunda víctima en aquella época.

Fabel se inclinó hacia delante.

—¿Estaban vigilando a Griebel?

—Ya me parecía que eso le llamaría la atención. —Ullrich sonrió—. En la superficie no encontré ninguna conexión directa entre Hauser y Griebel salvo que, como usted dijo, asistían a la Universität de Hamburgo más o menos en la misma época y los dos ejercían militancia política, aunque en diferente grado. Pero creo que lo más interesante es que más tarde se sospechó que ambos hombres eran miembros de la denominada RAF-Umfeld.

—¿Griebel también? —Fabel estaba familiarizado con el término: la RAF-Umfeld se refería a la red difusa y amplia de simpatizantes que habían proporcionado apoyo, ya fuera financiero o logístico, a la Fracción del Ejército Rojo o banda Baader-Meinhof y otras organizaciones terroristas.

—Griebel también —confirmó Ullrich—. Como sabe, durante los años setenta y ochenta, los grupos terroristas anarquistas de Alemania se sostenían a través de esa clase de redes. Al principio estaban los «Schili», o la «izquierda chic», que eran en su mayor parte liberales de clase media que financiaban las actividades de los anarquistas. Los Schili eran, en su mayoría, abogados de izquierda, periodistas, conferenciantes universitarios y gente parecida que entregaban dinero para apoyar las actividades de acción directa de los anarquistas… hasta que esa acción directa dejó de ser irrupciones en restaurantes finos, pintar consignas en los edificios estatales y posar desnudos para la prensa y se convirtió en secuestros, asesinatos y bombas. Los activistas se volvieron terroristas y todo aquello fue demasiado para la izquierda fina. Realmente sirvió para separar la paja del trigo, y los grupos terroristas se quedaron con un núcleo duro de simpatizantes que cumplían funciones en las que en realidad no violaban la ley.

—Lo sé —dijo Fabel—. Los llamaban los «legales».

—Exacto. Pero además de los legales, había una red nacional de células latentes, a quienes se podía convocar para que violaran la ley y financiaran o apoyaran las actividades del grupo terrorista principal, o incluso también para efectuar algún asesinato de alto perfil… Éstos, en la superficie, llevaban vidas normales y no llamaban la atención. Por lo general los grupos terroristas escogían personas que nunca habían estado conectadas oficialmente con el movimiento de protestas ni con ninguna clase de actividad política. —Ullrich empujó las carpetas hacia Fabel—. Aquí verá que se sospechaba que Hans-Joachim Hauser era un legal; manifestaba abiertamente su apoyo a la causa, pero no violaba la ley. En cambio, a Herr Doktor Griebel se lo consideraba un posible agente latente…

—¿Y se pensaba que estaban relacionados con la Fracción del Ejército Rojo?

—He ahí la cuestión. Como sabe, había bastante polinización cruzada entre grupos… El Colectivo de Pacientes Socialistas, las Células Revolucionarias, la Rote Zora y la banda Baader-Meinhof… y también había una buena cantidad de actividad por libre, por falta de una palabra mejor. Sé que usted se cruzó con uno de esos grupos independientes al principio de su carrera local.

Fabel hizo un seco gesto de asentimiento. Era evidente que Ullrich se refería al tiroteo de 1983 en el Commerzbank provocado por el Radikale Aktionsgruppe o Grupo de Acción Radical de Hendrik Svensson, en el curso del cual Franz Webern había muerto y Fabel había sido herido y se había visto obligado a tomar otra vida para salvar la suya. No le gustaba la idea de que el hombre de la BKA lo hubiera investigado a él. Pero, en cualquier caso, se dijo, ésa era la actividad a la que se dedicaba Markus Ullrich.

—Como recordará —continuó Ullrich—, después de los suicidios de Meinhof, Baader, Ensslin y Raspe en 1976 y 1977 en la prisión de Stammhein, el terrorismo interno alemán perdió el rumbo y se fragmentó mucho… lo que en realidad nos hizo el trabajo mucho más difícil. Y también tuvo como resultado un elevado incremento del nivel y la intensidad de la violencia. La verdad es que Hauser y Griebel eran ambos objetivos de baja prioridad… y en ningún lado se sugiere que hubiera una conexión entre ellos. Sí tenían conocidos comunes, pero lo mismo ocurriría con cualquiera que tuviera alguna relación con toda aquella escena, aunque sólo fuera marginal. Hay otra cosa respecto de Griebel.

—¿Sí?

—Noté que su expediente había sido actualizado recientemente. Volvieron a investigarlo hace poco. Hace un par de años, de hecho. Tengo la sensación de que estaba relacionado con su área de investigaciones. No podría decirle por qué esa especialidad tenía algún interés, pero los agentes antiterroristas sintieron la necesidad de investigarlo de nuevo. De todas maneras, siguió siendo baja prioridad. En cualquier caso… feliz lectura.

—Le agradezco realmente que haya hecho esto por mí —dijo Fabel cuando llegó el almuerzo.

—De nada. Lo único que le pediría es que si el contexto político de estos homicidios ofrece alguna pista real, hágamelo saber. Tal vez este caso tenga alguna dimensión que nos interese. Y, Herr Fabel… —Ullrich parecía inseguro, como si estuviera decidiendo si iba a decir o no las siguientes palabras.

—¿Sí?

—Tenga cuidado. Como verá en los expedientes, algunas de las personas sometidas a nuestro escrutinio en el pasado hoy son figuras importantes. Lo único que tiene que hacer es mirar un poco el gabinete del gobierno de Gerhard Schröder: un ministro de relaciones exteriores que ha admitido su participación en la violencia callejera y un ministro de interior que fue abogado de la defensa de la banda Baader-Meinhof. —Ullrich se refería a Joschka Fischer, a quien habían «expulsado» cuando Bettina Röhl, la hija de Ulrike Meinhof, había entregado a la prensa fotografías de Fischer atacando a un agente de policía, y también a Otto Schily, que había representado a los terroristas en los comienzos de su carrera legal—. Y hay otros con grandes ambiciones más cerca de nosotros…

—¿Como Müller-Voigt?

—Exacto… si resulta que tiene que investigar por allí, cuídese las espaldas.

Fabel lanzó una risa triste.

—No me preocupan los ataques políticos —dijo—. Ya estoy bastante acostumbrado a estas alturas.

—No es de los ataques políticos de lo que tiene que preocuparse… —dijo Ullrich—. No puedo creer que los denominados «latentes» que ocupaban ese sitio en aquel entonces sigan creyendo en toda esa basura, pero llevan una vida normal desde hace dos décadas. Estoy seguro de que algunos ellos están dispuestos a lo que sea para protegerse. Como he dicho… tenga cuidado.

19.30 H, PÖSELDORF, HAMBURGO

Fabel se pasó la tarde leyendo los expedientes de la BKA. Todo era tal cual lo había descrito Ullrich: Hauser y Griebel habían habitado el mismo paisaje, habían seguido caminos similares, habían conocido a las mismas personas, pero no había ninguna evidencia que diera entender que esos caminos se habían cruzado alguna vez. De todas maneras, la lógica sugería que no era imposible que al menos hubieran oído hablar el uno del otro. Y el mero hecho de que los servicios de seguridad no hubieran podido confirmar la existencia de ningún contacto entre ellos no significaba que en realidad nunca se hubieran visto.

Susanne tenía que trabajar hasta tarde en el Instituto de Medicina Legal, de modo que Fabel regresó a casa solo. El almuerzo con Ullrich le había dejado prácticamente sin apetito, de modo que cogió un bocadillo y una botella de Jever, los llevó a la sala y los puso sobre la mesita que estaba junto a su ordenador portátil y los expedientes. Se quedó sentado un momento, dando sorbos a la cerveza y contemplando, a través de los ventanales, el Alsterpark y la amplia extensión del Alster, cuya agua resplandecía suavemente bajo la luz de las últimas horas de la tarde. Era una escena que debería haberlo relajado, pero algo que no podía identificar seguía perturbándolo. Fabel era un hombre ordenado, una obsesión que surgía del miedo al caos que con frecuencia ardía en su interior. Le había asustado ver esa misma paranoia en su punto más extremo en Kristina Dreyer. Y esa necesidad de orden se veía afectada por las tenues conexiones y las amplias coincidencias que rodeaban a las dos víctimas. Cuando las miraba desde lejos, alcanzaba a percibir una red de hilos interrelacionados, pero cuando se acercaba todo se deshacía como una telaraña en el viento.

Oyó el sonido de la puerta de su apartamento que se abría y la voz de Susanne anunciando su llegada. Ella entró y en un gesto de agotamiento exagerado se desplomó sobre el sofá junto a Fabel. Luego arrojó las llaves, el bolso y el teléfono móvil a su lado. Le besó.

—¿Has tenido un día difícil? —preguntó él.

Susanne asintió con gesto de fatiga.

—¿Tú también?

—Ha sido más confuso que otra cosa. Déjame que te traiga una copa de vino… —Cuando volvió de la cocina, pasó a relatarle su reunión con Ullrich y la información de los expedientes—. ¿Crees que estoy errando el tiro? Me refiero a eso de investigar las historias personales de las víctimas.

—Francamente… sí. —La voz de Susanne estaba teñida de cansancio e irritación. Fabel estaba violando la regla tácita de no hablar sobre el trabajo durante el tiempo libre que pasaban juntos—. Estás complicándolo demasiado. Piénsalo. Fíjate en los cuerpos desfigurados. Los pequeños rituales del asesino, incluyendo dejar los cueros cabelludos como una exhibición. Es obra de un psicópata. Tú ves un significado en la historia de las víctimas, pero tienen un contexto similar porque son más o menos de la misma edad. Tal vez simplemente el asesino posee una hostilidad psicótica contra los hombres de mediana edad. Y la mutilación de los cuerpos da una clara impresión de psicosis. Piensa en los homicidios con motivos políticos… nueve de cada diez veces son atentados o asesinatos claros… una bomba en la calle, una bala en la cabeza.

Fabel dio un sorbo a la cerveza.

—Creo que tienes razón —dijo, y se levantó de la silla—. Bueno, iré a prepararte algo de comer.

19.40 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

A Stefan Schreiner le encantaba el Schanzenviertel. Para él era la parte más vital, más variada y más vibrante de Hamburgo. Su apartamento se encontraba en esa zona. Y también su ronda.

Schreiner llevaba siete años como comisario de la rama uniformada de la Polizei y los últimos cuatro años había patrullado el Schanzenviertel. Se enorgullecía de estar sintonizado con el barrio: los tenderos, los residentes, incluso aquellos que vendían cada tanto un poco de marihuana, lo tenían por un policía relajado y amable. Pero también se sabía que, si bien estaba dispuesto a mirar para otro lado cuando no se producía ningún daño real, Stefan Schreiner era un agente de policía honesto, dedicado y eficaz. No podía decirse lo mismo del agente que le habían puesto como compañero para el turno de noche: Peter Reinhard tenía los galones azules de Polizeimeister, y por lo tanto era subordinado de Schreiner. A éste le parecía que Reinhard jamás pasaría de Polizeimeister. Observó cómo regresaba al coche desde el puesto de comidas rápidas con una taza desechable de café, con tapa plástica, en cada mano. Reinhard era un hombre de gran tamaño que pasaba un tiempo desproporcionado en el gimnasio levantando pesas y se movía de una manera bastante jactanciosa. «No es una buena idea moverte así en el Schanzenviertel si eres policía», pensó Schreiner. Él había dedicado mucho tiempo a construir puentes en esa zona, y Reinhard no era la clase de compañero con el que le gustaba que lo vieran.

Reinhard se metió en el asiento del pasajero del coche patrulla Mercedes azul y plateado y le pasó a Schreiner una de las tazas. Después de hacerlo, se alisó la corbata azul y la pechera de la camisa, asegurándose de que no se hubiera derramado nada encima.

—Estos nuevos uniformes están bien, ¿verdad? —dijo.

—Supongo que sí. —No era una cuestión que ocupara mucho la mente de Schreiner. Los uniformes de la Polizei de Hamburgo habían cambiado el año pasado; en lugar de los tradicionales verde y mostaza, ahora eran azul oscuro.

—Me recuerdan a los uniformes americanos. —Reinhard hizo una pausa—. N… Y… P… D… —Pronunció las iniciales en inglés—. Los antiguos eran una mierda… Te hacían parecer un guardia forestal.

—Mmm… —Schreiner lo escuchaba sólo a medias. Dio sorbos a su café y observó a un ciclista que se acercaba por la estrecha calle. De pronto se le ocurrió que sería mucho mejor patrullar ese barrio en bicicleta. Ya se hacía en otras partes de la ciudad. Pediría autorización. El ciclista se acercó. La otra ventaja sería que no habría espacio para Reinhard en una bicicleta.

—Pienso que éstos se parecen más a verdaderos uniformes de policía… —Reinhard parecía satisfecho con mantener la conversación por sí solo—. Quiero decir, el azul es el color internacional de la policía…

La bicicleta pasó junto al coche patrulla y Schreiner saludó con un movimiento de cabeza al ciclista, quien no le prestó atención. No era inusual que los locales del Schanzenviertel se mostraran recelosos de la policía, incluso hostiles. Todavía quedaban resabios de una época más radical en que los residentes habituales del barrio veían a los policías como fascistas.

—¡Mierda! —Schreiner pasó a la acción intempestivamente. Le pasó la taza de café a Reinhard para que la cogiera, derramando un poco en su preciosa camisa azul. Luego abrió la puerta del coche y salió—. ¡Un momento, alto! —le gritó al ciclista, quien miró al policía por encima del hombro y reaccionó alejándose de él a toda velocidad. Schreiner volvió al coche, cerró la puerta de un golpe y apretó el acelerador. El coche arrancó con tanta violencia que se derramó más café sobre la camisa de Reinhard.

—Lo que no entiendo —dijo Fabel al tiempo que depositaba un plato de pasta delante de Susanne— es por qué la BKA volvió a investigar a Griebel recientemente. No parece que hubiera ningún interés significativo que proteger en eso.

—¿Dices que era epigenetista? —Susanne cogió un bocado de pasta demasiado caliente y movió la mano como un ventilador delante de la boca antes de continuar—. ¿Qué clase de trabajo hacía?

Fabel le hizo un resumen de lo que sabía y lo poco que había entendido del trabajo de Griebel.

—Las otras cosas en las que estaba implicado… ya sabes, todo este asunto de la memoria heredada, a mí me sonaron bastante poco científicas…

—Pero en realidad no lo son —dijo Susanne—. Hay una cantidad asombrosa de ADN que se transmite de una generación a la otra pero que no se sabe para qué sirve… cuando se trazó el mapa del genoma humano, descubrieron que más del noventa y ocho por ciento del ADN es el que se llama «ADN basura»… o, para darle un nombre más adecuado, «no codificado».

—¿Tú para que crees que está ese ADN?

—Sólo Dios lo sabe. Algunos científicos suponen que son las defensas acumuladas contra los retrovirus. Ya sabes, todos los bichos que hemos combatido a lo largo de nuestra historia como especie. Otros creen que parte de él tiene funciones específicas que sencillamente no entendemos. Una teoría es que a través de él heredamos nuestros comportamientos instintivos, incluso que contiene recuerdos genéticos; que experiencias reales de un antepasado pueden transmitirse a sus descendientes.

—A mí todo eso me suena bastante improbable.

—En realidad no es mi área, desde luego. —Susanne se encogió de hombro—. Pero me lo he cruzado cada tanto. Hay una teoría según la cual algunos de nuestros temores o fobias irracionales deben su origen a recuerdos genéticos acumulados en el denominado ADN basura. Por ejemplo, el miedo a las alturas puede haber quedado codificado porque algún antepasado se traumatizó ya sea por haber caído o por haber sido testigo de la muerte de otro que se cayó. Así como podemos desarrollar miedo al fuego, claustrofobia, etcétera, debido a algún trauma de nuestra propia experiencia, también podría ser que aquellas fobias que parecen no tener ninguna fuente directa sean heredadas.

Fabel pensó en Maria y en su miedo de que la tocaran por el trauma que había experimentado. Se sobresaltó al pensar que semejantes temores pudieran transmitirse de una generación a la siguiente.

—Pero todo esto son especulaciones, ¿no? —preguntó.

—Hay muchas cosas que no pueden explicarse a través de la herencia cromosómica normal. La tolerancia a la lactosa, por ejemplo. En teoría no deberíamos ser capaces de beber la leche de otras especies. Sin embargo, en todas las culturas en las que la cría de ganado, cabras, yaks y animales semejantes era habitual, desarrollamos tolerancia a la leche de esos animales. Y no fue necesario que cada generación volviera a desarrollar esa tolerancia… simplemente se transmitió. Y eso no puede explicarse mediante la selección natural o la transmisión de ADN congénito. Tiene que haber otro mecanismo para la transferencia genética.

Fabel puso la cara de alguien que está reflexionando sobre algo que no entiende del todo.

—¿Y los recuerdos? ¿Crees que es posible transmitirlos de una generación a la siguiente?

—Para ser honesta… no lo sé. Para mí, el problema principal es que los procesos implicados son totalmente diferentes e independientes. Los recuerdos son fenómenos neurológicos. Están relacionados con las sinapsis, las neuronas, el sistema nervioso. La herencia de ADN es un proceso genético. No entiendo cuál sería el mecanismo biomolecular que podría grabar un proceso en el otro.

—¿Pero…?

—Pero los comportamientos instintivos son difíciles de explicar, en especial las formas más abstractas del instinto, que no tienen nada que ver con nuestro origen como especie. Por supuesto que la psicología jungiana ya ha analizado todo ello, aunque llevó demasiado lejos todas estas teorías. Pero lo que a mí me intriga son las experiencias comunes y sencillas.

—¿Por ejemplo?

—Cuando estuvimos en Sylt me contaste que la primera vez que visitaste la isla sentiste que la conocías de toda la vida. Es una experiencia relativamente habitual… una experiencia psicológica, supongo que podrías llamarla así. Por ejemplo, un granjero que jamás ha salido de Baviera, mucho menos de Alemania, un buen día se va de vacaciones al extranjero…, a España, digamos. Pero a pesar de que este renuente turista virgen jamás había expresado ningún interés en España, de pronto llega a algún lejano pueblo de montaña y experimenta una inexplicable sensación de familiaridad. Sabe instintivamente cómo encontrar el castillo, la parte vieja de la ciudad, el río, etcétera. Y cuando ya está de vuelta en Oberbayern, sufre una extraña forma de nostalgia.

—¿Esto es habitual?

—Bastante. En este momento se están realizando varios estudios sobre este fenómeno. No estamos hablando de alguna especie de déjà-vu extendido, te advierto. Estas personas tienen conocimientos específicos de un lugar que jamás habían visitado en su vida.

—¿Entonces qué significa? ¿Es una prueba de la reencarnación?

—Muchas personas lo han tomado de esa manera. Lo que, desde luego, es una tontería, pero puedes entender la lógica… o la falta de lógica, ya sabes a lo que me refiero. Pero algunos psicólogos serios y algunos genetistas creen que puede ser evidencia de alguna clase de memoria heredada o genética. De todas maneras, como ya he dicho, no entiendo cómo el fenómeno neurológico o psicológico de la memoria puede transferirse y grabarse en la estructura física biomolecular del ADN. Por lo general creo que esas experiencias se deben a una información que tal vez se haya cogido fragmentada durante toda una vida de leer, mirar documentales en la televisión, etcétera; todo esparcido por el subconsciente pero unido a partir de un solo punto de reconocimiento. Por ejemplo, nuestro granjero bávaro ve la aguja de la iglesia al bajarse del autobús. Tiene una extraña sensación de déjà-vu, de familiaridad, porque su subconsciente está uniendo esa imagen como las piezas esparcidas de un rompecabezas, formado por pedacitos de información.

—Pero otros científicos, como Gunter Griebel, creen que tiene algo que ver con la sopa de ADN que todos llevamos encima.

—Sí. Por ejemplo, que nuestro granjero bávaro tenía un antepasado lejano que vivió en la región de España y de quien ha heredado recuerdos ancestrales de ese país. Y, por supuesto, hay otro fenómeno que todos experimentamos: la sensación de que conoces a alguien de algo, incluso cuando es la primera vez que te encuentras con esa persona. No sólo por su aspecto, sino por su personalidad. O la forma en que algunas personas nos caen bien o mal instantáneamente, sin que tengamos ninguna base para ese prejuicio. Es uno de los conceptos favoritos de los que creen en la reencarnación: el hecho de que un grupo de individuos está unido entre sí a través de todas sus encarnaciones. Y que los reconocemos apenas volvemos a encontrarnos con ellos en una nueva vida.

Fabel se acercó a la nevera y sacó otra botella de Jever.

—¿Y cuál es la teoría científica detrás de este fenómeno?

—Por Dios, Jan… eso depende de tu perspectiva. Como psicóloga podría señalarte una docena de factores psicológicos que estimulan una falsa sensación de reconocimiento, pero sé que hay algunas teorías bastante locas al respecto. La cuestión es que cada persona de este planeta se relaciona con las otras; más allá de lo separados que estemos, todos compartimos un ancestro genético común. El mundo tiene una población de seis mil quinientos millones de personas. Pero si nos remontamos tan sólo unos tres mil años atrás, más o menos a la época de las momias de China Occidental que me mencionaste, habría sólo, digamos… menos de doscientos millones de personas en todo el mundo. No somos más que variaciones sobre los mismos temas, una y otra vez. De modo que es más que concebible que se repita la misma configuración de rasgos junto al mismo tipo de personalidad. Todos tendemos a asociar determinados rasgos con determinadas personalidades y a prejuzgar a la gente por su aspecto. Decimos que alguien parece inteligente, o amable o arrogante, basándonos en sus rasgos y en nuestra experiencia con personas de apariencia similar. Y, en ocasiones, cuando conocemos a alguien, sentimos que lo hemos visto antes, porque estamos armando una imagen compuesta de varias personas que tenían un aspecto similar y personalidades similares. —Susanne bebió un sorbo de vino y se encogió de hombros—. No es una reencarnación. Es una coincidencia.

19.42 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Tendría que haber sido una competencia desigual: un coche patrulla Mercedes contra una bicicleta vieja. Pero el Schanzenviertel era una maraña de calles estrechas, llenas de coches aparcados, y Stefan Schreiner se vio obligado a acelerar y frenar en ramalazos breves e ineficaces. Mientras maniobraba por obstáculos y esquinas en su persecución del ciclista, su compañero Peter Reinhard se esforzaba por volver a ponerles la tapa de plástico a los recipientes de café y colocarlos en los soportes para tazas del coche.

—¿Te molestaría decirme qué demonios ocurre? —Reinhard había encontrado una toalla de papel y había comenzado a limpiarse la parte delantera de la camisa, empapada de café.

—Esa bicicleta… —Schreiner se mantuvo concentrado en su persecución—. Es robada.

A esa altura se encontraban en una calle de una sola dirección, que también estaba repleta de coches aparcados y que no ofrecía ninguna posibilidad de girar. El ciclista se dio cuenta de que los policías estaban en desventaja y se detuvo de golpe, obligando a Schreiner a frenar con fuerza. Antes de que los policías tuvieran tiempo de salir del coche, el ciclista se metió entre dos vehículos aparcados, subió a la acera y empezó a volver por donde había venido. Schreiner aceleró el coche patrulla marcha atrás y, girando en el asiento, avanzó hacia atrás por la calle, a toda la velocidad que podía teniendo en cuenta lo estrecha que era y la cantidad de coches que había en ella.

—¿Qué? —preguntó Reinhard sin poder creerlo—. ¿Me has llenado la camisa de café por una bicicleta robada?

—No es una bicicleta robada cualquiera. —Schreiner hizo una pausa mientras hacía girar el Mercedes de culata en la Lipmannsstrasse. Volvió a perseguir al ciclista después de un chirrido de las ruedas—. Se la robaron a Hans-Joachim Hauser. Éste podría ser el asesino.

El ciclista había perdido la ventaja de los coches aparcados que limitaban la velocidad del coche patrulla, y volvió a subir a la acera. Reinhard se inclinó hacia delante en su asiento, olvidando por completo el café derramado en la camisa de su uniforme.

—Entonces cojamos a ese cabrón.

Schreiner se dio cuenta de que el ciclista conocía bien el barrio. Hizo un abrupto giro a la izquierda, pasando a la Eifflerstasse, y volvió a avanzar en sentido opuesto al del tráfico en aquella calle de una sola mano, obligando a Schreiner a clavar los frenos para no chocar contra un Volkswagen que venía de frente. Schreiner salió del coche de un salto y corrió por la acera tras el ciclista, con Reinhard pisándole los talones y los insultos del chófer del Volkswagen resonando en sus oídos. El ciclista estaba alejándose; miró hacia atrás por encima del hombro, sonrió y levantó un puño en un gesto de desafío. Pero duró poco; sin percatarse de la persecución que tenía lugar en la acera, el chófer de un coche aparcado abrió la puerta y el borde de ésta chocó contra la bicicleta que pasaba y la hizo estrellarse contra la pared de un edificio. Cuando el ciclista rodó y se puso boca arriba, aferrándose la rodilla lastimada, los dos policías ya estaban encima de él con sus pistolas apuntándolo a la cabeza.

—¡Quédate en el suelo! —le gritó Reinhard al aturdido ladrón de bicicletas—. Las manos sobre la cabeza. —El ciclista hizo exactamente lo que le decía.

—De acuerdo… de acuerdo… —dijo, mientras miraba las armas de fuego que lo apuntaban—. Lo admito, por el amor de Dios… ¡Yo robé la puta bicicleta!

21.10 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO

Para Fabel estaba claro que el joven de rostro pálido y pelo rubio que estaba sentado en la sala de interrogatorios de la brigada de Homicidios no tenía nada que ver con el asesinato de Hans-Joachim Hauser. Leonard Schüler tenía el aspecto de un animal atrapado por la luz de dos faros delanteros. Y, por lo que Fabel había leído sobre los antecedentes de Schüler como delincuente de poca monta, sencillamente no encajaba con la imagen del asesino.

Fabel se echó hacia atrás, apoyándose contra la pared junto a la puerta, y dejó que Anna y Henk dirigieran la entrevista.

—No sé nada de ningún homicidio —declaró Schüler, mientras sus ojos iban a toda velocidad de un agente a otro, como si buscara alguna confirmación de que le creían—. Quiero decir, oí que habían matado a ese tal Hauser, pero, hasta que me arrestaron, ni siquiera sabía que la casa de la que saqué la bicicleta era la suya.

—Bueno —sonrió Anna—, la mala noticia para ti es que eres lo único que tenemos hasta ahora. Herr Hauser encadenó la bicicleta cuando llegó a su casa, a eso de las diez de la noche; luego la señora de la limpieza lo encuentra sin su pelo a las nueve de la mañana del día siguiente. Hay una sola persona a la que podemos ubicar cerca de la víctima entre esas horas: tú.

—Pero yo no estaba cerca de él —protestó Schüler—. No puse el pie dentro del apartamento. Sólo vi la bicicleta y la robé.

—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Henk.

—Creo que cerca de las once. Once y media. Había estado bebiendo con unos amigos y supongo que bebí de más. Salí a caminar y vi la bicicleta. Y pensé, bueno, por qué caminar si puedes ir en bicicleta. Era una broma, nada más, un chiste. Estaba encadenada, pero pude abrir el candado.

—¿Con qué? Por lo que sabemos, a Herr Hauser le gustaba mucho aquella bicicleta y supongo que tendría una cadena bastante fuerte.

—Yo tenía un destornillador… —Schüler hizo una pausa—. Y un par de alicates.

—¿Sueles salir a tomar algo con los bolsillos llenos de herramientas? —Henk tiró una bolsa plástica de evidencias sobre la mesa, y se oyó un fuerte ruido metálico—. Esto es lo que te encontramos encima cuando te arrestamos… Destornillador, alicates, la hoja de una sierra de arco y… esto sí que es interesante… dos pares de guantes quirúrgicos de látex, desechables. No estoy seguro de si eres un carpintero que trabaja las veinticuatro horas o un cirujano nocturno.

Schüler volvió a pasar la mirada de Henk a Anna y de Anna a Henk, como si esperase que le dieran alguna idea sobre lo que tenía que decir.

—Escucha, Leonard —continuó Henk—. Tienes tres condenas por allanamiento de morada y una por robo de coches. Por eso echaste a correr cuando el coche patrulla trató de detenerte. No porque te preocupara que te vieran con una bicicleta robada… Podrías haber dicho que la encontraste tirada. Pero en realidad habías salido a ver qué apartamento podías robar. Lo mismo que la noche en que robaste la bicicleta. Me cuesta creer que no te pareció que valiera la pena echar un rápido vistazo para ver si había algo bueno que robar.

—A ver, les repito… no me acerqué a la casa. Estaba un poco borracho, de modo que cogí la bicicleta. Por el amor de Dios, ¿creen que me la habría quedado si me hubiese cargado al dueño?

—Buen argumento… —Fabel se apartó de la puerta, desde donde había escuchado la entrevista. Acercó una silla a Leonard e inclinó la cara hacia al joven. Cuando habló, lo hizo con un tono tranquilo y deliberado de amenaza—. Quiero que me escuches, Leonard. Quiero que me entiendas muy claramente. Yo cazo gente. En este caso estoy persiguiendo a una persona muy particular… Al igual que yo, él es un cazador de otros hombres. La diferencia es que él los acecha, los encuentra, y entonces les hace esto… —Fabel miró a Anna e hizo un chasquido impaciente con los dedos. Ella le entregó el expediente con las fotografías de las escenas de los crímenes. Fabel cogió una de la carpeta y la acercó tanto a la cara de Schüler que éste tuvo que echarse hacia atrás. Cuando enfocó la vista en la imagen, su expresión se retorció de desagrado. Fabel apartó la imagen y la reemplazó por otra—. ¿Ves lo que hace este tipo? Ésta es la persona que me interesa, Leonard. Éste es el que busco. Tú, por el contrario, eres una mierdecita que no vale nada y que estoy tratando de sacarme del zapato. —Fabel se inclinó hacia atrás en la silla—. Creo que es importante mirar las cosas con cierta perspectiva. Sólo quiero que lo entiendas. Lo entiendes, ¿verdad, Leonard?

Schüler asintió en silencio, con un movimiento de la cabeza. Hubo una pausa que duró lo que un latido.

—También quiero que entiendas esto. —Fabel depositó las fotografías de ambas víctimas a la vista, sobre la superficie de la mesa. Como ocurría con todas las imágenes tomadas en las escenas de un crimen, los colores eran fuertes, iluminados por flash, y nítidos. Los ojos de mirada muerta de Hans-Joachim Hauser y Gunter Griebel apuntaban hacia el techo, desde unas cabezas devastadas—. Si no me convences en los próximos dos minutos de que me estás diciendo toda la verdad… ¿sabes qué haré?

—No… —Schüler trató de sonar como si Fabel no lo hubiera sacudido. No lo logró—. No… ¿qué hará?

Fabel se puso de pie.

—Te soltaré.

Schüler lanzó una risita de confusión y miró a Anna y a Henk. Los dos se mantuvieron impasibles.

—Te dejaré salir de aquí —continuó Fabel—. Y me aseguraré de que sea de conocimiento público que tú eres el testigo principal de este homicidio. Incluso hasta podría permitir que algún periodista de alguno de los periódicos menos escrupulosos crea que ha logrado sonsacarme tu nombre y dirección. Entonces… —Fabel lanzó una risita pequeña y cruel—. Oh, entonces, Leonard, muchacho, entonces ya no tendrás que volver a preocuparte por nosotros. Como ya he dicho, yo no cazo presas pequeñas, como tú. Pero puedo usarte de carnaza. —Fabel volvió a inclinarse hacia Schüler—. Tú no entiendes a este hombre. Ni siquiera podrías empezar a pensar de esa manera. Pero yo sí. Yo he cazado a muchos asesinos como él. A demasiados. Déjame decirte que no ven ni sienten el mundo como nosotros. Algunos de ellos no sienten temor, lo digo en serio. Algunos… la mayoría de ellos, en realidad… matan sólo para ver cómo es morir para otro ser humano. Y unos cuantos de ellos saborean cada muerte de la misma manera en que el resto de nosotros disfrutaría de un buen vino o una buena comida. Y eso significa que tienen que hacer que la experiencia dure lo más posible. Deleitarse hasta el último segundo. Y, créeme, Leonard… si nuestro amigo piensa que tú podrías llevarnos hasta él, que tal vez lo vieras sin que él te viera a ti, no se detendrá ante nada para perseguirte y matarte. Pero no sólo te matará. Imagina cómo debe ser estar atado a una silla mientras él te va cortando en rebanadas y te arranca el cuero cabelludo de la cabeza. Y todo ese dolor, todo ese horror, constituirá exactamente lo último que experimentarás en la tierra. Un momento eterno. Oh no, Leonard, él no sólo te matará. Antes te llevará al infierno consigo. —Fabel se puso de pie y señaló la puerta con un brazo—. Entonces, Leonard, ¿quieres que te suelte…?

Schüler sacudió la cabeza con resolución.

—Les diré todo. Todo lo que sé. Sólo asegúrese de que mi nombre no salga a la luz.

Fabel sonrió.

—Buen chico. —Se volvió hacia Anna y Henk mientras salía por la puerta—. Os dejo a cargo de esto…

Fabel se sirvió una taza de café al regresar a su oficina. Se sentó a su escritorio, colgó la chaqueta en el respaldo de la silla y miró el reloj. Eran las nueve y media. A veces sentía que no había ningún refugio en el que pudiera esconderse de su trabajo; éste podía alcanzarlo sin importar dónde se encontraba o qué hora era. Además estaba irritado consigo mismo por haber discutido sobre el caso con Susanne en el tiempo libre de ambos, aunque sólo fuera sobre el trabajo de Griebel. Incluso se arrepentía de haberse llevado a casa los expedientes que le había dado Ullrich. Pero algo respecto de la segunda víctima le molestaba y no conseguía saber qué era. Se sentía como si tuviera una piedra diminuta en el zapato que le molestaba todo el tiempo pero que no podía localizar.

Buscó en su escritorio y sacó un gran bloc de dibujo del cajón. Lo abrió en la página en la que había empezado a trazar un esquema del caso del Peluquero de Hamburgo. Era un proceso que había repetido muchas veces antes, con muchos casos: una perversión de la función creativa para la que se habían inventado esos blocs. Fabel trazaba los perfiles de mentes enfermas y retorcidas, de muerte y dolor. Volvió a pensar en lo que le había dicho a Schüler; no eran más que bravatas, desde luego, pero le molestó pensar que sí había sido cierto lo que le había dicho sobre que él era un cazador de hombres, una persona a la que le resultaba cada vez más fácil entrar en la mentalidad de aquellos a los que cazaba.

Una vez más, se preguntó cómo había terminado allí, metido hasta los codos en la sangre y la suciedad de otros. Esa vida lo había acorralado poco a poco. Se habían producido pasos definidos y discretos en el camino. El primero había sido el asesinato de Hanna Dorn, su novia en la universidad. En realidad él no la conoció tanto tiempo ni tan bien, pero ella fue una figura significativa en su paisaje. Y se la había quitado, de forma repentina y violenta, un asesino que la había elegido a ella como víctima, completamente al azar. Fabel había quedado tan confuso como desolado, y, tan pronto se graduó, se unió a la Polizei de Hamburgo. Luego se produjo el tiroteo en el Commerzbank. Fabel —un pacifista, que en lugar del servicio militar había elegido el servicio civil, y había conducido ambulancias en su Norden natal en lugar de cumplir un período de conscripción más corto en las fuerzas armadas— se vio obligado a hacer lo que siempre se había prometido que no haría jamás: acabar con una vida humana. Luego, durante su período en la Mordkommission, cada nuevo caso le quitaba una parte de él y lo convertía en algo que jamás había querido ser.

A veces sentía que estaba usando la vida de otra persona, como si hubiera cogido el abrigo equivocado en el guardarropa de un restaurante. Él no había planeado nada de eso.

Bajó la mirada hacia el bloc de dibujos, aunque por el momento no lo veía, sino que trataba de mirar otra vida. Esa vez no se trataba de la mente de un asesino o la vida de la víctima de un homicidio, sino la vida que debería, que podría, haber sido suya. Tal vez Fabel se había convertido precisamente en eso: en la víctima de un homicidio.

Buscó en su chaqueta y sacó la cartera. Cogió la tira de papel que Sonja Brun le había dado con su número telefónico y la tarjeta de Roland Bartz y las depositó sobre el escritorio. Una vida nueva. Podía coger el teléfono, hacer dos llamadas y cambiarlo todo. ¿Cómo sería —se preguntó— preocuparse por cosas sin importancia? ¿No tener que tomar decisiones de vida o muerte? Miró el teléfono que estaba sobre su escritorio durante un momento, imaginándolo como el portal hacia una nueva vida, luego suspiró y volvió a guardar el pedacito de papel y la tarjeta en la cartera, antes de volver la atención al bloc de dibujo.

Dos víctimas en el mismo día. Ninguna pista sólida y poco que las conectara entre sí. Uno buscaba la atención de la gente; el otro era prácticamente un recluso. La única temática común que Fabel podía intuir, más allá de la posibilidad de un radicalismo político en la juventud de ambos, era la forma en que sólo parecían existir como reflejo. Hauser había tratado de establecerse como gurú ecologista y figura importante de la izquierda, y había terminado siendo una nota al pie de página en las biografías de otros. Griebel sólo parecía existir a través de y para su trabajo, incluso mientras vivió su esposa.

Antes, Fabel había escrito el nombre de Kristina Dreyer en la página, le había hecho un círculo con un rotulador y lo había conectado con el de Hauser. Lo tachó. También había conectado el nombre de Sebastian Lang al de Hauser. Fabel no había entrevistado a Lang personalmente, pero Anna le había asegurado que su coartada era sólida. Había un signo de interrogación como referencia al hombre mayor que, según Anna, habían visto junto a Hauser en The Firestation ¿Podría haber sido Griebel? Había muy pocas fotografías claras del científico en vida, un hombre claramente tímido delante de las cámaras, y la foto de la morgue, con el cuero cabelludo arrancado, no servía para una identificación. Fabel anotó que tenía que indicarle a Anna que llevara un dibujo de Griebel a The Firestation para ver si alguien del personal lo reconocía.

Se oyó un golpe a la puerta y Anna Wolff entró sin que se lo pidieran, como era habitual en ella. Henk Hermann la siguió.

—Gracias por ablandar a Schüler —dijo Anna, en un tono que dejó a Fabel inseguro de si lo decía en serio o no—. Fue difícil hacerlo callar. Quedó muy asustado del coco que amenazaste que le echarías encima.

—¿Algo útil? —preguntó Fabel.

—Sí, chef —dijo Henk—. Schüler admitió que estaba recorriendo el área a pie, buscando apartamentos y casas para robar. Según él, no fue un reconocimiento muy exhaustivo… Al parecer hace su mejor trabajo en las horas de madrugada, cuando los ocupantes están dormidos, pero el Schanzenviertel es una zona llena de clubes y bares, de modo que pensó que podría encontrar algunas casas vacías a esa hora de la noche. En cualquier caso, no había tenido suerte y el ocupante de una casa había estado a punto de atraparlo, de modo que había decidido parar por ese día. Iba de camino a su casa cuando notó la bicicleta encadenada fuera del apartamento de Hauser y se preguntó: «¿Por qué no?». Lo interesante es que dijo que se le ocurrió verificar el apartamento, sólo por si acaso, de modo que fue a la parte trasera, donde hay un pequeño patio con acceso a las ventanas de la sala, el dormitorio y el baño. Dice que no avanzó más porque pudo ver que el ocupante estaba en la casa.

—¿Vio a Hauser?

—Sí —dijo Anna—. Vivo. Estaba sentado en la sala bebiendo, de modo que Schüler decidió conformarse con la bicicleta.

—Pero lo principal es que Hauser no estaba solo —continuó Henk—. Tenía un invitado.

—¡Ah! —Fabel se inclinó hacia delante—. ¿Nos ha dado una descripción?

—Schüler dice que el invitado de Hauser estaba sentado de espaldas a la ventana —dijo Anna—. Y él tenía ganas de salir del patio para que no lo vieran, de modo que no prestó demasiada atención a ninguno de los hombres. Pero, por lo que dijo, uno de los dos era Hauser, sin duda alguna. Describió al otro como más joven, tal vez de unos treinta años, delgado y de pelo oscuro.

—¿Esa descripción no encaja con el tipo que descubrió a Kristina Dreyer limpiando los rastros del asesinato? —dijo Fabel.

—Sebastian Lang… Sí, ¿verdad? —Anna sonrió—. Tengo una fotografía de Lang que usé cuando estuve preguntando por Hauser.

—¿Lang te entregó una fotografía suya voluntariamente? —preguntó Fabel.

—No exactamente. —Anna intercambió una mirada con Henk—. La cogí prestada de la escena del crimen. Técnicamente era propiedad del difunto. No de Lang.

Fabel lo dejó pasar.

—¿Le mostraste la fotografía a Schüler?

—Sí —dijo Anna—. No es concluyente, diría. Schüler ha dicho que podría ser el mismo tipo; el color del pelo es el mismo y la complexión aproximadamente la misma, también. Pero él no logró ver lo bastante bien al invitado de Hauser como para hacer una identificación firme. De todas maneras, creo que deberíamos hacerle una visita a Herr Lang. Me gustaría volver a verificar su coartada.

—Esta vez —dijo Fabel—, creo que yo también iré.

22.35 H, EIMSÜTTEL, HAMBURGO

Ya eran más de las diez y media cuando Fabel, Anna y Henk golpearon a la puerta del apartamento de Sebastian Lang, en el segundo piso de un impresionante edificio en Ottersbekallee, a unos pocos minutos del área del Schanzenviertel donde estaba la residencia de Hans-Joachim Hauser. Hasta ese momento, Fabel no se había encontrado con Lang: era un hombre alto de unos treinta años, muy delgado, con un cutis pálido, ojos celestes y pelo oscuro. No cabía duda de que su aspecto encajaba con la somera descripción del hombre que Schüler había visto en el apartamento de Hauser. El rostro de Lang era perfectamente proporcionado; sin embargo, en vez de hacerlo apuesto, esa perfección de sus rasgos parecía feminizarlo. Maria lo había descrito como un chico «bonito». La otra característica notable de la cara de Lang era su ausencia de expresión y, cuando se hizo a un lado con un suspiro para permitir que los agentes entraran, no había nada en la máscara de su rostro que revelara el grado de su enfado.

Hizo pasar a Fabel, Anna y Henk a la sala. Al igual que su ocupante, el piso estaba inmaculado y ordenado; nada parecía estar fuera de lugar. Era como si Lang tratara de efectuar el menor impacto posible en su ambiente vital. Evidentemente estaba leyendo cuando Fabel y los otros llegaron, y había depositado el libro, con toda meticulosidad, sobre la mesita lateral. Fabel lo levantó. Era una especie de historia política de la Alemania de posguerra, abierto en un capítulo sobre el terrorismo interno alemán de los años setenta y ochenta.

—¿Usted es estudiante de historia, Herr Lang? —le preguntó Fabel.

Lang cogió el libro de manos de Fabel y lo cerró. Luego lo guardó en el espacio que había dejado en la ordenada biblioteca de su casa.

—Es tarde, Herr Kriminalhauptkommissar, y realmente no me agrada que me molesten en mi casa —dijo Lang—. ¿Podría decirme por favor de qué se trata todo esto?

—Desde luego, Herr Lang. Y le pido disculpas por molestarlo a esta hora, pero suponía que usted estaría más que dispuesto a responder cualquier pregunta que pudiera ayudarnos a entender lo que le ocurrió a Herr Hauser.

Otro suspiro.

—Está acabando con mi paciencia, Herr Fabel. Por supuesto que quiero ayudar a atrapar al asesino de Hans-Joachim. Pero cuando la policía se presenta en grupo a acosarme en mi casa después de las diez de la noche, entiendo que no sólo vienen a verificar algunos datos.

—Cierto… —dijo Fabel—. Ha aparecido un testigo. Vio a alguien en el apartamento de Herr Hauser la noche del homicidio. Alguien que encaja con su descripción.

—Pero eso es imposible. —El tono de protesta de Lang no se tradujo en ningún gesto—. O, al menos, es posible que alguien como yo estuviera allí, pero no era yo.

—Bueno —dijo Anna—. Eso es algo que todavía tenemos que confirmar.

—Por el amor de Dios, le he dado todos los detalles de mi paradero aquella noche… —Lang se acercó a un escritorio junto a la puerta y abrió un cajón. Regresó hacia los agentes con algo en cada mano—. Aquí está el resguardo de la entrada de la exposición a la que asistí. Como verán, tiene la fecha del martes en cuestión. Y aquí… —Le dio el resguardo a Fabel. En la otra mano tenía una pluma y un cuaderno—. Aquí están otra vez los nombres y los números telefónicos de las personas que pueden confirmar que estuvieron conmigo aquella noche, y le aseguro que lo harán.

—¿Dice usted que llegó a su casa alrededor de la una de la madrugada? —Fabel le pasó el resguardo a Anna.

—Sí. —Lang cruzó los brazos en una actitud de desafío—. Nosotros… quiero decir, mis amigos y yo… fuimos a cenar después. Ya le he dado a ella… —Hizo un gesto en dirección de Anna—… el nombre del restaurante y el camarero que nos atendió. Dejamos el restaurante a la una menos cuarto.

—¿Y volvió a su casa solo?

—Sí. Solo, Herr Fabel. De modo que no puedo proporcionarle una coartada para después de esa hora.

—Es posible que eso no tenga importancia, Herr Lang —dijo Fabel—. Todos los indicios dan a entender que Herr Hauser murió entre las diez y las doce de la noche.

A Fabel le pareció detectar algo que perturbaba la expresión impasible de Lang, como si asignarle una hora al sufrimiento y la muerte de Hauser lo hubiera hecho más real.

—¿Su relación con Herr Hauser no era exclusiva? —preguntó Anna.

—No. Al menos, no por parte de Hans-Joachim.

—¿Conoce a alguna otra persona con la que hubiera podido estar relacionado?

Durante un momento, Lang pareció confundido.

—¿A qué se refiere con «relacionado»? Oh… Oh, ya veo. No. Hans-Joachim tenía innumerables aventuras, pero no había nadie… bueno, yo era su único compañero.

—¿A qué creyó que nos referíamos cuando le preguntamos si estaba relacionado con alguna otra persona? —preguntó Fabel.

—No, a nada. Sólo que no estaba seguro de si se refería a una relación profesional o personal. O política, en el caso de Hans-Joachim. Es sólo que él era muy, bueno, extraño, respecto de sus conocidos. Una noche se emborrachó un poco y me dio un sermón diciéndome que no debía involucrarme con el grupo equivocado. Sobre las malas decisiones.

Fabel miró el sitio de la biblioteca en el que Lang había guardado el libro.

—¿Alguna vez Herr Hauser le habló de su pasado? Quiero decir, de sus días como activista, esa clase de cosas…

—Todo el tiempo —dijo Lang con expresión de fatiga—. Se lo pasaba dándome la lata sobre cómo su generación había salvado Alemania, cómo sus acciones de aquella época habían formado la sociedad de hoy. Parecía pensar que mi generación, según sus palabras, estaba jodiéndolo todo.

—¿Pero alguna vez le comentó algo sobre sus actividades? ¿O sus conocidos?

—No, lo que es raro. La única persona que mencionaba a veces era Bertholdt Müller-Voigt. Ya sabe, el senador de medio ambiente. Hans-Joachim lo odiaba profundamente. Decía que Müller-Voigt creía que podía llegar a canciller algún día, y que de eso se trataba toda esa basura de Lady Macbeth y la esposa del Erster Bürgermeister Schreiber. Según Hans-Joachim, Müller-Voigt y Hans Schreiber estaban cortados por el mismo patrón. Oportunistas descarados. Los había conocido a ambos en la universidad y los despreciaba desde entonces… en especial a Müller-Voigt.

—¿Alguna vez habló de las acusaciones que Ingrid Fischmann publicó en la prensa sobre Müller-Voigt? ¿Todo ese asunto del secuestro de Wiedler?

—No. Al menos, a mí no.

—¿Herr Hauser tuvo algún contacto con Müller-Voigt? Reciente, quiero decir.

Lang se encogió de hombros.

—No que yo sepa. Yo creo que Hans-Joachim habría hecho todo lo posible por evitarlo.

Fabel asintió. Reflexionó un momento sobre lo que Lang le había dicho. No le servía de mucho.

—Usted debe de saber que mataron a otro hombre de la misma manera, a menos de veinticuatro horas del asesinato de Herr Hauser. Ese hombre era el doctor Gunter Griebel. ¿El nombre le suena de algo? ¿Herr Hauser mencionó alguna vez al doctor Griebel?

Lang meneó su delicada cabeza.

—No. No podría decir que se lo oyera mencionar.

—Hablamos con el personal de The Firestation —intervino Anna—. Nos dijeron que a veces vieron a Herr Hauser hablando y bebiendo con otro hombre, más o menos de su edad. ¿Tiene alguna idea de quién podría ser?

—No, lo siento —respondió Lang—. Escuchen, no es que quiera ponerles obstáculos ni crear una situación incómoda ni nada de eso. Es sólo que Hans-Joachim me incluía en su vida sólo cuando le convenía. No hay prácticamente nada que ustedes pudieran contarme sobre él que pudiera sorprenderme. Era un hombre muy pero que muy reservado… a pesar de que se pasaba la vida buscando publicidad. A veces creo que Hans-Joachim se ocultaba a la vista de todos… se escondía detrás de su personalidad pública. Era como si hubiera algo muy profundo en él que no quería que viera nadie.

Fabel ponderó las palabras de Lang. Lo que había dicho sobre Hauser también podía aplicarse a Griebel, pero de manera diferente.

—Todos somos así —dijo—. En un grado u otro.

En el coche, de regreso al Polizeipräsidium, Fabel habló sobre Lang con sus dos subordinados.

—Volveré a verificar los detalles —dijo Anna—. Pero, para ser honesta, su coartada no lo deja totalmente fuera de sospecha por la muerte de Hauser. Si hubiera ido directamente del restaurante al apartamento de Hauser y si permitimos un margen de error en la hora estimada de la muerte, entonces es posible que hubiera llegado a hacerlo.

—Eso sería estirar demasiado los tiempos —dijo Fabel—. Aunque tengo que admitir que hay algo en Lang que me molesta. De todas maneras, lo que más lo deja fuera del cuadro es el hecho de que tu secuencia de los acontecimientos no coincide con la declaración de Schüler. Él vio a Hauser sentado con un invitado que encaja aproximadamente con la descripción de Lang entre las once y las once y media; la coartada de Lang para ese lapso es sólida.

Fabel dejó a Henk y a Anna en el Polizeipräsidium y condujo hasta su casa, en Pöseldorf. Hamburgo brillaba bajo el oscuro calor de la noche de verano. Había algo en la mente de Fabel que oscurecía todo lo relacionado con el caso, pero su cansado cerebro no podía esquivarlo. Mientras conducía, se dio cuenta de que estaba enfrentándose a un caso que se enfriaba cada vez más. Un caso sin pistas. Y eso significaba que tal vez no podría seguir avanzando hasta que el asesino atacara nuevamente. Considerando que había matado a dos personas en un período de veinticuatro horas y que no había dado otro golpe desde entonces, era totalmente posible que el trabajo del criminal estuviera terminado.

Y que se hubiera salido con la suya.

MEDIANOCHE, GRINDELVIRTEL, HAMBURGO

Mientras Fabel conducía a su casa desde el Polizeipräsidium, Leonard Schüler estaba sentado en su apartamento de un dormitorio de Grindelviertel, dando las gracias de lo que se había librado. No lo habían acusado de nada. Había admitido el robo de la bicicleta y que aquella noche llevaba encima las herramientas para robar casas pero, como había dicho el policía mayor de edad, nada de eso les había interesado. Aquel policía le había afectado bastante con su cháchara sobre tirárselo como carnaza al chiflado que le había arrancado el cuero cabelludo a esos tipos. Pero a pesar de que Leonard se había asustado, también había sido listo; sabía que no le convenía entregarles más que el mínimo. La razón por la que la amenaza del policía más viejo lo había asustado tanto era que Leonard había podido ver al tipo del apartamento mucho mejor de lo que había admitido. Y el tipo del apartamento también le había echado una buena mirada a Schüler.

Su intención había sido entrar en el apartamento, si no había nadie. Había planeado su huida con un poco más de anticipación de lo habitual. Después de forzar el cerrojo de la bicicleta, la había dejado contra la pared del callejón, antes de deslizarse hacia el patio interior. No estaba muy oscuro aquella noche, pero cuando Leonard llegó a hurtadillas a la parte posterior del apartamento, los edificios que rodeaban el patio proyectaron unas sombras muy espesas. A Schüler le pareció que era un golpe de suerte para un ladrón. Pero era evidente que a uno de los ocupantes le preocupaba mucho la seguridad y había instalado un sistema de detección de movimientos que inundó el patio con una luz cegadora. Schüler quedó temporalmente deslumbrado por la luz y dio un paso en falso hacia atrás. Los cubos para reciclar la basura debían de haber estado demasiado llenos, porque Schüler derribó algunas botellas que estaban al lado de los cubos y éstas hicieron un fuerte estrépito en el empedrado del patio. Schüler tomó un momento para acomodar los ojos a esa luz fuerte y repentina. Fue entonces cuando los vio. Estaba claro que la torpeza de Schüler les había interrumpido la conversación. Ellos se acercaron a la ventana y miraron directamente a Schüler, que estaba a apenas un metro y medio de distancia. Eran dos: un tipo de más edad, el que ahora sabía que era Hauser, y otro más joven. La expresión, o la falta de ella, en el rostro del tipo más joven, le había asustado realmente. Incluso más ahora, que se había enterado de lo que aquel joven había cometido después.

Era la cara muerta e inexpresiva de un asesino.

Ahora, cuando recordaba aquella mirada, aquella calma terrible en la cara de un hombre que seguramente sabía los horrores que estaba por perpetrar, sentía un escalofrío en lo más profundo de su ser.

El policía de más edad, Fabel, tenía razón. Había descrito a un monstruo que llevaba a la gente al infierno antes de morir. Schüler no quería tener nada que ver con eso. Fuera quien fuese —fuera lo que fuese— aquel asesino, la policía jamás lo atraparía.

Schüler ya estaba fuera de todo aquello.