Lunes 29 de agosto de 2005, once días después del primer asesinato
9.30 H, NEUSTADT, HAMBURGO
Cornelius Tamm se sentó y trató de deducir cuál sería la brecha generacional entre él y el joven que estaba al otro lado de la mesa; estaba claro que era lo bastante joven como para haber sido su hijo y, sin estirar demasiado la imaginación o la cronología, incluso su nieto. La diferencia de edad a favor de Cornelius, de todas maneras, al parecer no era suficiente para el joven, quien se había presentado como «Ronni», con su gel en el pelo, sus desagradables orejas y su ridícula perilla, y se había abstenido de usar un trato formal para hablar con Cornelius. Era evidente que consideraba que eran colegas; o que su posición como jefe de producción le daba derecho a ser informal.
—Cornelius Tamm… Cornelius Tamm… —Ronni había pasado los últimos diez minutos hablando de la carrera de Cornelius, y su uso del tiempo pasado había sido notorio. En ese momento estaba allí sentado, repitiendo el nombre de Cornelius y contemplándolo desde el otro lado de ese gran escritorio como si estuviera analizando un objeto del pasado que podía despertarle un poco de nostalgia, pero que no tenía el valor de una verdadera antigüedad—. Dime, Cornelius… —El muchacho con las grandes ideas y las orejas más grandes estiró los labios por encima de su perilla en una sonrisa falsa—. Espero que no te moleste que te lo pregunte: si quieres hacer un CD de «grandes éxitos», ¿por qué no vas a tu sello actual? Sería mucho más sencillo, por el tema de los derechos y tal…
—Yo no lo denominaría mi sello actual. Hace años que no grabo para ellos. La mayor parte de mi trabajo en la actualidad es dar conciertos en directo. Es mucho mejor… realmente me excita mucho interactuar con…
—He visto que vendes CD en tu página web —lo interrumpió el joven—. ¿Cómo van las ventas? ¿Realmente haces tus propios envíos?
—Me va bien… —Desde un principio, a Cornelius le había desagradado el aspecto del joven. Además de la irritante perilla, Ronni era de baja estatura y tenía orejas prominentes y, lo que ya era de por sí bastante raro, una de ellas, la derecha, se separaba de la cabeza en un ángulo mucho más espectacular que la otra. En un tiempo notablemente corto, Ronni había logrado convertir ese vago desagrado de Cornelius en un odio floreciente y ardiente.
—Supongo que la mayoría de los que compran tu material son unos vejetes… aunque no hay nada de malo en ello. Mi papá era uno de tus mejores fans. Todas esas canciones protesta de los años sesenta…
Cornelius había pasado varias horas preparando el documento de su presentación, explicando por qué le parecía que un CD de sus grandes éxitos atraería no sólo a sus fans tradicionales, sino también a una nueva generación de jóvenes descontentos. El documento estaba en el escritorio delante de Ronni, sin abrir.
—Hay muchos cantautores de tu generación dando vueltas por allí, pero me temo que ya no venden. Los que logran algo son los que han intentado crear material nuevo que sea relevante para el día de hoy… como Reinhard Mey. Pero, para ser honesto, la gente ya no quiere política en la música. —Ronni se encogió de hombros—. Lo lamento, Cornelius, pero me parece que no estamos destinados a estar juntos… Me refiero a nuestro sello y a tu estilo.
Cornelius vio sonreír a Ronni y sintió que su odio crecía todavía más. No era sólo que la sonrisa de Ronni fuese superficial y falsa, sino que tenía la intención de que Cornelius se diera cuenta de que era superficial y falsa. Cogió el documento con su propuesta y le devolvió la sonrisa.
—Bueno, Ronni, me siento desilusionado. —Avanzó hacia la puerta sin estrecharle la mano—. Después de todo, está claro que tienes un buen oído para la música. El derecho, quiero decir…
10.30 H, UNIVERSITÄTSKLINIKUM, HAMBURG-EPPENDORF, HAMBURGO
Estaba claro que el profesor Von Halen consideraba que debía quedarse durante toda la entrevista, como un adulto responsable que está presente mientras la policía interroga a dos niños. Sólo cuando Fabel pidió hablar a solas con Alois Kahlberg y Elisabeth Marksen, los dos científicos que trabajaban con Gunter Griebel, accedió a regañadientes y abandonó la oficina.
Ambos científicos eran más jóvenes que Griebel y durante el interrogatorio de Fabel había quedado claro que los dos sentían una elevada estima por su colega fallecido. Admiración, casi. Alois Kahlberg tenía unos cuarenta y cinco años y era un hombre pequeño que se asemejaba a un pájaro, y que acostumbraba a echar la cabeza hacia atrás para ajustar el ángulo de su visión, en lugar de empujar sus gafas grandes, pasadas de moda y de gruesos lentes, por el puente de la nariz. Elisabeth Marksen tendría unos diez años menos y era una mujer nada atractiva y excepcionalmente alta cuyo cutis estaba siempre ruborizado.
Fabel los interrogó sobre los hábitos de su colega muerto, su personalidad, su vida privada; lo único que obtuvo fue un retrato bidimensional de Griebel. No importaba cuánta luz enfocase uno sobre él: no se formaba ninguna sombra, no surgía ninguna sensación de profundidad o textura. Sencillamente, jamás había tenido ninguna conversación ni con Marksen ni con Kahlberg que no estuviera relacionada con el trabajo o no fuera la menos importante de las charlas sin importancia.
—¿Y qué hay de su esposa? —preguntó.
—Murió hace cinco años. De cáncer —respondió Elisabeth Marksen—. Era profesora, creo. Él nunca hablaba de ella. La vi una vez, más o menos un año antes de que muriera, en una recepción. Era callada, como él… no parecía cómoda en un entorno social. Era una de esas recepciones de la empresa a las que estamos todos más o menos obligados a asistir, y Griebel y su esposa pasaron la mayor parte del tiempo en un rincón, hablando entre sí.
—¿Su muerte tuvo un gran impacto en él? ¿Hubo algún cambio significativo en su comportamiento? ¿Se deprimió de una manera excesiva?
—Siempre era difícil saberlo con el doctor Griebel. No dejaba salir mucho a la superficie. Sé que visitaba la tumba todas las semanas. Está enterrada cerca de Lurup, de donde era su familia. O bien en el Altonaer Hauptfriedhof o en el Flottbeker Friedhof.
—¿No tenían hijos?
—Él nunca lo mencionó.
Fabel recorrió con la mirada la elegante oficina de Von Halen. En una de las vitrinas vio una pila de folletos satinados, y supuso que los usarían para presentar las instalaciones a inversores y socios comerciales.
—¿Cuál era exactamente la clase de investigación que realizaba el doctor Griebel? —preguntó—. El profesor Von Halen me lo comentó pero en realidad no lo entendí.
—Epigenética —respondió Kahlberg desde detrás de sus gruesos lentes—. Es un área de la genética, muy reciente y muy especializada. Estudia la manera en que los genes se activan y se desactivan y la forma en que eso afecta a la salud y la longevidad.
—Alguien habló una vez sobre la memoria genética. ¿Qué es eso?
—Ah… —La actitud de Kahlberg se modificó un poco y Fabel supuso que eso era lo más parecido a una demostración de interés que aquel hombre podía expresar—. Ése es el área más reciente de la investigación epigenética. En realidad, es muy simple: cada vez hay una evidencia mayor de que podemos caer víctimas de enfermedades y trastornos que no deberíamos padecer… que en realidad pertenecen a nuestros antepasados.
—Me temo que no suena tan simple para mí.
—De acuerdo, déjeme explicárselo de otra forma… Básicamente hay dos causas de enfermedades: están los trastornos para los que tenemos una predisposición genética, una tendencia congénita. Luego existen las causas ambientales de una enfermedad: fumar, la polución, la dieta, etcétera… Éstas siempre se consideraron totalmente diferentes, pero las últimas investigaciones han demostrado que en realidad podemos heredar trastornos de causa ambiental.
Fabel parecía que seguía sin comprender, de modo que Elisabeth Marksen retomó el hilo.
—Todos pensamos que estamos separados de nuestra historia, pero se ha descubierto que no es así. En el norte de Suecia hay un pueblo pequeño que se llama Överkalix. Es una comunidad muy próspera y tanto la calidad como el nivel de vida son muy elevados. Sin embargo, los médicos locales notaron que la población tendía a sufrir problemas de salud que por lo general sólo se relacionan con la desnutrición. Hay dos factores más que también hacen peculiar a Överkalix. Primero, se encuentra al norte del círculo polar ártico y se ha mantenido relativamente aislado durante toda su historia, lo que significa que la población actual tiende a descender de las mismas familias que estaban allí cien o doscientos años atrás. Segundo, Överkalix mantiene con un rigor muy poco común sus registros parroquiales y cívicos. Asientan no sólo los nacimientos y las muertes, sino también las causas de las muertes y las buenas y malas cosechas. El lugar se convirtió en el objetivo de un importante proyecto de investigación y los resultados demostraron que hace un siglo y medio la población, cuya subsistencia dependía de la agricultura, sufrió varias hambrunas. Muchos murieron por ello, pero entre los supervivientes, un número todavía mayor sufrió trastornos relacionados con la desnutrición. Después de comparar los registros médicos contemporáneos con los históricos, se hizo evidente que los descendientes de las víctimas de las hambrunas exhibían exactamente los mismos problemas de salud, aunque ni ellos ni sus padres habían pasado hambre en toda su vida. Eso era una prueba de que nos equivocábamos al pensar que transmitimos a nuestros hijos sólo los cromosomas y genes con los que nacemos, completos e inalterados. El hecho es que lo que experimentamos, los factores ambientales que nos rodean, pueden tener un efecto directo en nuestros descendientes.
—Increíble. ¿Y esta teoría se basa exclusivamente en ese pueblo sueco?
—Sólo al principio. Luego se amplió el alcance de las investigaciones y se encontraron numerosos ejemplos más. Se ha comprobado que los descendientes del Holocausto suelen ser susceptibles a los trastornos relacionados con el estrés y las situaciones traumáticas. Una, dos y tres generaciones más tarde sufren de síntomas de estrés postraumático relacionados con un acontecimiento que ellos mismos no han experimentado. En un primer momento se suponía que eso era resultado de que sus padres o abuelos les habían contado detalles de sus experiencias, pero luego se descubrió que los mismos indicadores de estrés, incluyendo una cantidad elevada de cortisol en la saliva, aparecían en descendientes que no habían escuchado ningún relato personal de supervivientes del Holocausto.
—Sigo sin entenderlo —dijo Fabel—. ¿Cómo se transmite eso de una generación a la otra?
—Depende del género. En los varones, la respuesta transgeneracional está mediada por el esperma; en las mujeres se encuentra en la programación fetal.
Fabel volvió a parecer desconcertado.
—Los factores ambientales y experimentales que se transmiten son, específicamente, los experimentados por los varones antes y durante la pubertad, y por los fetos femeninos en la matriz. Básicamente, los «datos», por falta de una palabra mejor, se almacenan en el esperma que se forma en la pubertad. Las niñas nacen con todos sus óvulos, de modo que el momento crucial para un bebé femenino es cuando aún está en la matriz. Lo que la futura madre experimenta durante el embarazo se transmite al feto, que entonces almacena ese recuerdo genético en sus óvulos, que están formándose.
—Asombroso. ¿Y eso era lo que investigaba el doctor Griebel? —preguntó Fabel.
—Hay una gran cantidad de investigadores de todo el mundo que trabajan en este área. La epigenética se ha convertido en un campo de exploración importante y cada vez mayor. Usted probablemente recordará las grandes esperanzas que todos albergábamos respecto del Proyecto del Genoma Humano. Se creía que podíamos encontrar los genes de todas las enfermedades y trastornos, pero fracasamos. Se destinó una cantidad inimaginable de dinero, recursos y horas de ordenador para trazar el mapa del genoma humano, y terminamos descubriendo que, después de todo, no era tan complicado. La complejidad reside en todas las combinaciones y permutaciones dentro del genoma. La epigenética podría proporcionarnos la clave que estamos buscando. Herr Doktor Griebel era uno más de un puñado de científicos que están marcando el camino para comprender los mecanismos de la transferencia genética.
Fabel se quedó sentado un momento, considerando lo que los científicos le habían contado. Ellos aguardaron pacientemente; Kahlberg, con su aspecto de pájaro, detrás de las gruesas pantallas de sus gafas, Marksen con su rostro sonrojado y carente de expresión, como si entendieran que un lego necesitaría tiempo para asimilar la información. A Fabel todo aquello le parecía fascinante, pero también inútil para su investigación. ¿Qué motivo podría haber encontrado el asesino de Griebel en su trabajo?
—El profesor Von Halen me comentó que el doctor Griebel tenía algunos proyectos menores a los que dedicaba parte de su tiempo —dijo por fin.
Kahlberg y Marksen se miraron con complicidad.
—Si la aplicación comercial no es inmediatamente obvia —dijo Kahlberg—, entonces Herr Professor Von Halen lo ve como un desvío. La verdad es que el doctor Griebel estaba estudiando el campo más amplio de la herencia genética. Específicamente, la posibilidad de la memoria heredada. No sólo en el nivel cromosomático, sino verdaderos recuerdos transmitidos de una generación a la otra.
—Pero eso no es posible, ¿verdad?
—Hay pruebas de que sí es posible en otras especies. Sabemos que en las ratas, por ejemplo, un peligro aprendido por una generación es evitado en la siguiente… lo que pasa es que no entendemos el mecanismo de esa conciencia heredada. El doctor Griebel acostumbraba a decir que el «instinto» era el menos científico de los conceptos científicos. Sostenía que hacemos cosas «instintivamente» porque hemos heredado la memoria de un comportamiento necesario para la supervivencia, como un bebé que aprende el movimiento de caminar minutos después del nacimiento, pero sin embargo tiene que volver a aprender a caminar casi un año más tarde… un instinto que aprendimos en algún momento de nuestro pasado genético lejano, cuando vivíamos en el desierto y la inmovilidad era potencialmente fatal. Al doctor Griebel le fascinaba ese tema. Estaba casi obsesionado.
—¿Usted cree en la memoria heredada?
Kahlberg asintió.
—Creo que es totalmente posible. Incluso probable. Pero, como ya he dicho, lo que ocurre es que aún no entendemos su mecanismo. Todavía falta realizar toda la tarea científica.
Elisabeth Marksen sonrió tristemente.
—Y sin el doctor Griebel, habrá que esperar mucho más.
—¿Has averiguado algo? —preguntó Werner cuando Fabel lo llamó con su teléfono móvil desde el aparcamiento del Instituto.
—Nada. Me parece que el trabajo de Griebel no tiene ninguna relación con su muerte. ¿Tú tienes alguna novedad?
—En realidad, Anna ha averiguado algo. Te lo explicará cuando regreses. Y el Kriminaldirektor Van Heiden quiere que Maria y tú vayáis a verlo hoy a las tres de la tarde.
Fabel frunció el ceño.
—¿Pidió específicamente que fuera Maria?
—Muy específicamente.
11.45 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO
Anna Wolff golpeó la puerta del despacho de Fabel y entró sin esperar respuesta. Fabel siempre hacía un esfuerzo consciente por no prestar atención a lo atractiva que era Anna, pero la luz de la mañana que entraba por el ventanal de la oficina hizo que a ella le brillara la piel y el pintalabios rojo enfatizó sus carnosos labios. Se la veía joven y animada y llena de energía, y Fabel se dio cuenta de que le irritaba esa juventud y esa sexualidad insolente.
—¿Qué tienes?
—Volví a entrevistar a Sebastian Lang, el amigo de Hauser… el que encontró a Kristina Dreyer limpiando la escena del crimen. Al parecer él y Hauser estaban lejos de irse a vivir juntos. Según Lang, la relación estaba resquebrajándose debido a la promiscuidad salvaje de Hauser. Aparentemente le gustaban los encuentros casuales, más allá de si estaba en una relación estable o no. Y les gustaban los jóvenes. Lang no quería hablar mucho al respecto. Creo que temía que sus celos se vieran como un motivo potencial, pero su coartada para el momento de la muerte de Hauser parece sólida.
Fabel tardó un momento en asimilar la información.
—Entonces tal vez podría ser que el hecho de que Hauser fuera homosexual tuviera algo que ver con el homicidio. En ese caso, deberíamos examinar más en detalle la sexualidad de Griebel. ¿Dónde tenía Hauser sus encuentros casuales?
—Al parecer en el mismo sitio en que conoció a Lang: un club gay en Sankt Pauli… tiene un nombre en inglés… —Anna frunció el ceño y pasó las hojas de su libreta—. Sí… un lugar que se llama The Firestation.
Fabel asintió.
—Ponte a ello. Id allí Paul y tú y haced preguntas.
Anna miró a Fabel con desconcierto y confusión.
—¿Te refieres a mí y Henk?
Durante unos segundos, Fabel no supo qué decir. Paul Lindemann era el anterior compañero de Anna. La muerte de Lindemann había afectado a Anna más que a cualquier otro miembro de la Mordkommission; y había golpeado con mucha fuerza a todo el equipo. ¿Por qué habría dicho eso? ¿Acaso había escogido a Henk Hermann para reemplazar a Paul sólo porque le recordaba a su agente muerto? Confundir dos nombres era algo más o menos normal, en especial los nombres de dos personas que, por decirlo de alguna manera, ocupaban el mismo espacio. Pero Fabel nunca confundía los nombres.
—Por Dios, Anna, lo siento…
—No hay problema, chef… —dijo Anna—. Yo también me olvido todo el tiempo de que Paul ya no está entre nosotros. Iré con Henk a investigar el club gay y cualquier cosa que podamos averiguar sobre el pasado de Hauser.
Fabel siguió a Anna fuera de la oficina y avanzó hasta el escritorio de Maria, que estaba justo enfrente del de Werner. Notó que ambos escritorios estaban perfectamente ordenados y limpios. Él había puesto juntos a Maria y Werner porque le parecía que combinaban habilidades y enfoques muy diferentes: una reunión de opuestos complementarios. La ironía era que ambos tenían un sentido idéntico del orden. Fabel recordó cómo acababa de confundir a Paul y Henk al hablar con Anna. Siempre se había permitido el autoengaño de pensar que era innovador y creativo en su elección de los miembros de su equipo. Pero tal vez no era tan innovador después de todo; tal vez, sin pensarlo, sólo escogía diferentes variaciones de un mismo tema.
—Es hora de que vayamos a la oficina del Kriminaldirektor Van Heiden —le dijo a Maria—. ¿Tienes alguna idea de qué va todo esto?
Era habitual que Fabel tuviera que presentarse en la oficina de su jefe, en especial durante una investigación de alto nivel, pero era muy poco común que Heiden solicitara específicamente la presencia de un agente de menor rango.
Maria se encogió de hombros.
—Ni idea, chef.
Para Fabel, su jefe representaba al perpetuo policía: siempre había habido policías como Horst van Heiden, en todas las fuerzas de seguridad de todas las regiones del mundo, desde el primer día en que había existido el concepto de policía. Incluso antes: Fabel podía imaginar a alguien como Van Heiden en el papel de vigilante de un pueblo medieval o alguacil de una aldea.
El Kriminaldirektor Van Heiden tenía unos cincuenta y cinco años y no era un hombre particularmente alto, pero su espalda siempre erguida y sus amplios hombros le daban una presencia desproporcionada respecto de su tamaño. Siempre se vestía bien pero sin imaginación y ese día se había puesto un traje azul de buen corte y una inmaculada camisa blanca con una corbata color ciruela. El traje, la camisa y la corbata parecían caros, pero de alguna manera Van Heiden siempre se las arreglaba para que hasta el traje más caro pareciera un uniforme de policía.
Además de Van Heiden, había dos hombres más aguardando a Fabel y a Maria. Fabel reconoció a uno de ellos, un hombre de baja estatura y físico robusto, también vestido de traje. Era Markus Ullrich, de la BKA, Bundeskriminalamt, la Oficina Federal del Crimen que operaba en todo el territorio alemán. Fabel y Ullrich se habían cruzado antes en un par de investigaciones importantes y el hombre de la BKA le había parecido a Fabel alguien fácil de tratar, aunque con una tendencia a proteger su propio territorio.
El otro hombre tenía la misma altura que Ullrich pero carecía de su desarrollo muscular. Llevaba gafas de montura ligera detrás de las cuales las pequeñas canicas de sus ojos celestes brillaban con una aguda inteligencia. Tenía el pelo rubio y tupido, meticulosamente cepillado hacia atrás y dejando al descubierto una frente amplia.
—Ya conoce a Herr Ullrich, por supuesto —dijo Van Heiden—. Pero permítame presentarle a Herr Viktor Turchenko. Herr Turchenko es un investigador de alto rango en la policía ucraniana.
Fabel sintió un frío en su interior, como si alguien le hubiera dejado la puerta abierta a un invierno olvidado. Se volvió para mirar a Maria pero el rostro de ella no reveló nada.
—Es un placer conocerlos a los dos —dijo Turchenko mientras extendía la mano primero a un agente y después al otro. Su cara se abrió en una sonrisa amplia y agradable, pero el acento fuerte y poco natural de su alemán le trajo recuerdos a Fabel y le hizo sentir que el frío en su interior se intensificaba.
—Herr Turchenko ha venido aquí a causa de una investigación que está realizando en Ucrania —continuó Van Heiden una vez que todos se sentaron—. Él pidió que tuviéramos esta reunión. Herr Turchenko quería hablar específicamente con usted, Frau Klee.
—Ah, ¿sí? —El tono de Maria estaba teñido de recelo.
—En efecto, Frau Klee. Creo que usted ha trabajado en un caso… en dos casos, en realidad… que tienen una conexión directa con mi investigación. —Turchenko extrajo una fotografía de su maletín y se la entregó a Maria. Al hacerlo, reemplazó su cálida sonrisa por una expresión sombría—. Tengo un nombre para usted… un nombre que creo que usted estaba buscando.
Maria miró la fotografía. Se trataba de una adolescente, de más o menos diecisiete años. La imagen era poco nítida y Maria dedujo que era el detalle de una ampliación. La chica en la fotografía parecía sonreírle a alguien o a algo que estaba fuera de campo. Lejos. Tal vez, pensó Maria, estaba mirando hacia el Oeste.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó con voz inexpresiva—. Me refiero a su verdadero nombre.
Turchenko suspiró.
—Magda Savitska. Dieciocho años. Proveniente de las afueras de Lviv, en el oeste de Ucrania.
—Magda Savitska… —Maria dijo el nombre en voz alta cuando le pasó la fotografía a Fabel—. Olga X.
—Es de la misma zona de Ucrania que yo —continuó Turchenko—. Su familia es buena gente. Creemos que Magda cayó víctima de un fraude que es la fachada de una red de tráfico sexual. Llevó a su casa una carta en la que le prometían un curso de peluquería en un instituto de Polonia, y después le garantizaba empleo en una peluquería de Alemania. Verificamos la dirección del instituto de Varsovia. Desde luego, no existe. Ningún instituto en Polonia, ningún trabajo en Alemania.
—Ha venido desde muy lejos sólo para encontrar a esta chica —dijo Fabel, devolviéndole la fotografía al ucraniano. Turchenko la cogió y la miró durante un momento antes de contestar.
—Esta chica es una entre muchas. Son miles las chicas engañadas o secuestradas y sometidas a esclavitud… cada año. Magda Savitska no es especial. Pero es representativa. Y es la hija de alguien, la hermana de alguien. —Apartó la mirada de la fotografía—. Creo que han atrapado a su asesino.
—Así es. El caso está cerrado —dijo Maria, e intercambió una mirada con Fabel—. Estaba trabajando aquí en Hamburgo como prostituta y uno de sus clientes la asesinó. Ya tenemos la confesión. Pero le agradezco que nos proporcionara su verdadera identidad.
—Herr Turchenko no ha venido aquí para encontrar al asesino —dijo Ullrich, el hombre de la BKA—. Como ya les ha dicho, su visita se relaciona con otro caso.
—Busco a los criminales organizados que trajeron a Maria y la obligaron a prostituirse —dijo Turchenko—. Específicamente, quiero dar con la cúpula de la organización. Lo que me trae al otro caso en el que usted está implicada… —Turchenko sacó otra fotografía de su maletín y se la entregó a Maria.
—Joder —dijo Maria con una vehemencia repentina. Le echó una breve ojeada a la fotografía y se la pasó a Fabel. No le hizo falta examinar la cara. Después de todo, la perseguía en sus sueños y también durante la vigilia. Era la misma cara, una copia de la misma fotografía que ella llevaba en su bolso—. ¡Lo sabía! Sabía que ese hijo de puta estaba relacionado con el Mercado de los Agricultores. ¡Malditos ucranianos!
Turchenko lanzó una risita y se encogió de hombros.
—Le aseguro, Frau Klee, que no somos todos iguales.
Fabel contempló la fotografía de Vasyl Vitrenko.
—Sé que esto reabre viejas heridas… —dijo Ullrich.
Fabel lo interrumpió.
—Ésa es una expresión de bastante mal gusto, Herr Ullrich…
—Lo lamento… No era mi intención…
Maria restó importancia a la disculpa de Ullrich.
—Sabía que había ucranianos relacionados con el tráfico de mujeres a Hamburgo. Sospechaba que Vitrenko estaba detrás de todo esto.
—Muy detrás —continuó Ullrich—. Nosotros hicimos muy buen trabajo… al hablar de «nosotros» me refiero a la división del crimen organizado de la Polizei de Hamburgo y a la BKA… Logramos desmantelar la operación de Vitrenko en Hamburgo. Y, por supuesto, usted y su equipo cumplieron un papel fundamental en hacer salir a Vitrenko. Si embargo, hay un par de elementos que no conseguimos eliminar. Creemos que Vitrenko está reconstruyendo su base en Alemania.
—¿Vitrenko sigue en Alemania? —El cutis de Maria empalideció aún más.
—No necesariamente —intervino Turchenko—. Como ya sabe, Vitrenko es un maestro en construir complejas estructuras de mando que lo separan de su actividad pero que mantienen una poderosa lealtad personal hacia él. Es posible que dirija todo desde lejos. No hay duda de que no se encuentra en Hamburgo y es posible que esté orquestándolo todo desde el extranjero. Tal vez incluso desde Ucrania. Pero sí… yo apostaría a que está en Alemania. Y he venido a buscarlo.
—También hemos confirmado que sus operaciones ya no se concentran solamente en Hamburgo ni en ninguna ciudad alemana de manera individual —dijo Ullrich—. En cambio, Vitrenko está usando una red de «nichos» de actividades delictivas para construir una base. La última vez trató de ponerse al frente de todo el crimen organizado de Hamburgo. Ahora su objetivo parece ser controlar las actividades clave, las más lucrativas, en todo el territorio de la república. Entre estas actividades se encuentra el tráfico de personas, específicamente el comercio sexual.
Maria parecía perpleja.
—Pero hemos eliminado a la mayoría de sus hombres clave… los que se denominaban «el equipo superior». ¿A quién utiliza ahora para construir su base de poder?
—Al igual que antes, está utilizando a extropas de la Spetsnaz. Los mejores hombres que ha podido encontrar. Y, como antes, tiene una relación personal con ellos. Pero se ha reinventado… y también a su operación. Esta última encarnación de Vasyl Vitrenko es, en cualquier caso, incluso más sombría que la anterior. —Ullrich señaló la foto que Fabel tenía en la mano—. Y hasta es posible que no se parezca en nada a esa imagen. Es totalmente posible que tenga un nuevo rostro. Un nuevo rostro y una nueva vida, en algún lugar completamente diferente.
—Entonces, ¿en qué podemos ser de ayuda? —preguntó Fabel con poco entusiasmo. Se sentía rodeado de fantasmas convocados involuntariamente con la mención del nombre de Paul Lindemann justo antes de esa reunión. A pesar de haber estudiado historia, Fabel estaba empezando a detestar el pasado y la forma en que volvía para acosarlo. Fue Van Heiden, quien hasta ese momento no había contribuido nada a la conversación, el que respondió la pregunta de Fabel.
—En realidad, es la Kriminalkomissarin Klee la que puede ser de ayuda. Frau Klee, creo que usted ha realizado una… bueno, supongo que la mejor forma de describirla sería una investigación paralela sobre la muerte de esta chica. Necesitamos saber todo lo que haya averiguado hasta ahora.
—Te dije que no siguieras con eso, Maria —dijo Fabel en tono cortante—. ¿Por qué has desobedecido mis órdenes?
—Lo único que hice fue hacer algunas preguntas… —Se volvió a Van Heiden y le contó de su encuentro con Nadja y lo que ésta le había dicho respecto del Mercado de los Agricultores—. Eso es todo lo que he podido averiguar. Me daba la impresión de que nadie hacía nada contra esos traficantes de personas.
Markus Ullrich se acercó a Maria y depositó una serie de grandes fotografías sobre el escritorio delante de ella como si estuviera repartiendo cartas. En ella podía verse a Maria en la calle hablando con prostitutas y en clubes hablando con encargados y camareras. Ullrich puso la última fotografía encima de todas las otras, como si fuera su carta de triunfo.
—¿Conoce a esta chica? ¿Es «Nadja»?
Maria se puso de pie.
—¿Me han estado vigilando?
Ullrich lanzó una risa cínica.
—Créame, Frau Klee, usted no es tan importante como para que la vigilemos. Pero sí tenemos montada una operación de vigilancia desde hace mucho tiempo, muy compleja y muy cara, enfocada en las actividades de esta pandilla ucraniana. Y en los últimos tiempos ha sido muy difícil llevarla a cabo sin que usted se entrometa en todas las imágenes, literalmente. De modo que, Frau Klee, ¿conoce usted a esta chica?
Maria volvió a sentarse. Asintió sin mirar a Ullrich.
—Nadja… No conozco el apellido. Me está ayudando todo lo que puede, que no es mucho. Era amiga de Olga… —Maria se corrigió—. Me refiero a Magda.
—Como puede ver, Frau Klee —Van Heiden retomó el hilo de la conversación—, alguien sí estaba haciendo algo respecto de estos traficantes de personas. Con la ayuda de los expertos en vigilancia de la BKA y con la cooperación de nuestros colegas ucranianos, estábamos siguiendo todo el asunto muy de cerca. Se trata de una operación importante con el objetivo de localizar y capturar al mismo hombre que la hirió tan gravemente. Y usted ha puesto en riesgo esa operación.
—Más aún… —Ullrich clavó el dedo en la fotografía de Maria hablando con Nadja—. Es probable que su intervención le haya costado la vida a ella. Ha desaparecido de nuestro radar… inmediatamente después de hablar con usted.
—Tengo que aclarar —dijo Maria—, que entregué todas mis notas sobre el caso denominado Olga X a la división de crimen organizado. También les comenté mi idea de que había una importante red de tráfico de personas conectada con este caso, aunque tal vez no directamente con la muerte de Olga… o debería decir Magda. Creo que habría sido prudente que me informaran en ese momento de que ustedes lo estaban investigando. En ese caso…
—Frau Kriminalkomissarin Klee —la interrumpió Van Heiden—. Su superior le ordenó que pasara el caso al LKA6 y que no volviera a implicarse en él. Su interferencia puede haberle costado la vida a una joven y haber abierto la brecha entre nuestra investigación y el objetivo final de localizar y capturar a Vitrenko.
La expresión de Maria se endureció, pero ella permaneció en silencio.
—Con el debido respeto a nuestros colegas de la LKA6 y la BKA —dijo Fabel—, tengo que señalar que las únicas personas que estuvieron cerca de capturar a Vitrenko fuimos Frau Klee y yo mismo. Y Frau Klee casi pierde la vida por ello. De modo que, si bien admito que fue muy irregular de su parte continuar con la investigación por su cuenta, creo que se le debe un poco más de respeto como agente profesional de policía que el que se le está mostrando en esta reunión.
El rostro de Van Heiden se oscureció, pero Turchenko intervino antes de que aquél tuviera la oportunidad de responder.
—He leído el expediente sobre lo que ocurrió aquella noche y tengo presente la gran valentía exhibida por Frau Klee, usted mismo y los dos desafortunados agentes que perdieron la vida. Mi deber consiste en encontrar al coronel Vitrenko y agradezco todo lo que han hecho hasta ahora. Me avergüenza que mi país produjera semejante monstruo y les prometo que estoy totalmente comprometido a llevar a Vasyl Vitrenko a la justicia. Yo, por decirlo de alguna manera, estoy de paso en Hamburgo, siguiéndole la pista. Me sentiría muy agradecido si pudiera hacerles más preguntas que pudieran ocurrírseme durante mi estancia en esta ciudad.
Fabel examinó al ucraniano. Tenía más aspecto de intelectual que de policía, y sus modales tranquilos y resueltos, así como el alemán perfecto pero poco natural con el que hablaba, parecían inspirar confianza.
—Si podemos serle de ayuda, desde luego que lo haremos —dijo Fabel.
—Mientras tanto —le dijo Ullrich directamente a Maria—, yo le agradecería que me proporcionara un informe completo de sus tratos con la prostituta desaparecida y cualquier otra cosa que haya averiguado.
Fabel y Maria se dispusieron a marcharse.
—Antes de que se vaya, Herr Fabel. —Van Heiden se inclinó hacia delante en la silla y apoyó los codos en el escritorio—. ¿En qué punto estamos con los homicidios y lo de los cueros cabelludos?
—Sabemos que la mujer a la que se encontró en la escena no está relacionada directamente con el homicidio y los forenses están tratando de averiguar a quién pertenecían los pelos dejados como firma. Hay una posibilidad, aunque en esta etapa no es más que una posibilidad, de que el asesino escogiera a las víctimas porque eran homosexuales. Ahora mismo lo estamos verificando. Salvo eso, estamos casi sin ninguna pista firme.
Van Halen hizo una expresión con la que daba a entender que estaba desilusionado, pero no sorprendido.
—Manténgame informado, Fabel.
Fabel y Maria no intercambiaron palabra hasta que estuvieron fuera del ascensor.
—Vamos a mi oficina… —dijo Fabel—. Ahora.
Como Fabel le indicó, Maria cerró la puerta después de entrar en el despacho.
—¿Qué demonios ocurre, Maria? —Una furia apenas contenida tensó el tono tranquilo de Fabel—. Yo esperaba esta clase de comportamiento de Anna en algunas ocasiones, pero no de ti. ¿Por qué insistes en ocultarme cosas?
—Lo siento, chef. Sé que me dijiste que no siguiera con el caso de Olga X…
—No me refiero sólo a eso. Estoy hablando de que me estás ocultando muchas cosas. Cosas que debería saber. Por ejemplo, ¿por qué diablos no me dijiste que acudías a la Clínica del Miedo del doctor Minks?
Hubo un latido de silencio y Maria miró a Fabel con una expresión desconcertada.
—Porque, francamente —dijo por fin—, es un asunto personal que no me pareció que fuera de tu incumbencia.
—Por el amor de Dios, ¿te encuentras en un estado psicológico tal que necesitas buscar tratamiento en una clínica de fobias y me estás diciendo que, a pesar de que soy tu superior, no es de mi incumbencia? Y no trates de decirme que esto no está relacionado con el trabajo. Vi tu cara cuando Turchenko nos contó quién era su objetivo. —Fabel se echó hacia atrás en la silla y relajó la tensión de sus hombros—. Maria, pensé que confiabas en mí.
Tampoco en ese momento Maria contestó directamente. En cambio, se volvió hacia la ventana y contempló las copas de los árboles del Winterhuder Stadtpark, que formaban una masa espesa y alta. Luego, habló con una voz tranquila e inexpresiva, sin mirar a Fabel.
—Sufro de afenfosfobia. Por ahora es leve, pero está empeorando cada vez más y el doctor Minks se encarga del tratamiento. Significa que tengo miedo de que me toquen. Eso es lo que el doctor Minks me está tratando. No puedo soportar la presencia física de otros muy cerca. Y es una consecuencia directa de que Vitrenko me apuñalara.
Fabel suspiró.
—Ya veo. ¿El tratamiento da resultado?
Maria se encogió de hombros.
—A veces creo que sí. Pero luego aparece algo que vuelve a desencadenarlo.
—Y esta obsesión con el caso de Olga X… Supongo que se debe a que sospechabas que Vitrenko estaba metido en ello…
—Al principio no. Era sólo que… bueno, tú estuviste presente en la escena del asesinato. Quedé muy afectada. Pobrecilla. Me pareció que estaba mal que muriera de esa forma. Más tarde, sí… me di cuenta de que había una relación probable con Vitrenko.
—Maria, el caso de Vitrenko no fue más que eso… un caso. No podemos convertirlo en una especie de cruzada personal. Como dijo Turchenko, todos queremos llevar a Vitrenko a la justicia.
—Pero se trata de eso, justamente… —Había una urgencia en el tono de Maria que Fabel no había oído antes—. Yo no quiero llevarlo a la justicia. Yo quiero matarlo.
14.30 H, HAMBURG ALTSTADT, HAMBURGO
Paul Scheibe estaba delante de las puertas del Rathaus, el consistorio. La vasta llanura del Rathausmarkt, la principal plaza de Hamburgo, parecía retorcerse bajo el caliente sol de verano con un río de turistas y viandantes. Scheibe se había puesto un traje ligero, de lino negro, y una camisa blanca sin cuello, para su reunión con Hans Schreiber, el Erster Bürgermeister de Hamburgo, y con Bertholdt Müller-Voigt, el Umweltsenator; sin embargo, a pesar de la ligereza de la tela, Scheibe sentía unos pegajosos chorros de transpiración que se le acumulaban en la nuca y en la parte baja de la espalda. La reunión se había celebrado con el objetivo de felicitarlo por el hecho de que su diseño del KulturZentrumEins para el área del Überseequartier de HafenCity hubiera sido elegido, y Scheibe había hecho todo lo posible por mostrarse complacido e interesado. Tal vez ésa era la razón por la que tanta gente le había preguntado si había algún problema. La característica profesional de Scheibe siempre había sido su arrogancia, su actitud distante respecto de los groseros aspectos comerciales de la arquitectura. Pero todos habían quedado contentos y se habían descorchado botellas de champán. Había habido mucho champán. Scheibe sentía un gusto cobrizo y seco en la boca y el alcohol no había hecho otra cosa que inquietarlo.
«La vida debe seguir», pensó. Y tal vez así sería. Tal vez era tan sólo una coincidencia el que dos miembros del grupo de gente que formaba parte de su vida pasada hubieran resultado asesinados de la misma manera, por la misma persona. O tal vez no.
Observó a los que paseaban e iban de compras, a los oficinistas y a los ejecutivos que caminaban a gran velocidad por el Rathausmarkt. Un músico callejero estaba tocando una pieza de Rimsky-Korsakov en un acordeón cerca del puente Schleusenbrücke, por el Alsterfleet. Scheibe estaba rodeado de gente, de ruido; se encontraba en el corazón mismo de una gran ciudad. Sin embargo, jamás se había sentido tan aislado y expuesto. ¿De modo que eso era sentirse perseguido?
Caminó. Caminó rápido y con un propósito que no entendía, como si el acto de un movimiento deliberado estimulara alguna idea sobre lo que debía hacer a continuación. Cruzó el Rathausmarkt en diagonal y subió por la Mönckebergstrasse. El gentío se hizo más denso cuando entró en el área peatonal de esa calle, que estaba llena de tiendas. Aun así, permitió que sus pies lo guiaran. Tenía calor y se sentía sucio; el pelo comenzaba a pegarse a la humedad del cuero cabelludo, y deseó que pudiera sacarse de encima el manto del cálido aire veraniego que parecía alterar su capacidad de pensar. No quería morir. No quería ir a la cárcel. Había logrado hacerse un nombre y sabía que un paso en falso en ese momento lo desacreditaría para siempre.
Se detuvo a las puertas de una tienda de productos electrónicos. En la pantalla de un gran televisor al otro lado del escaparate aparecía un informativo regional de la NDR sin sonido. Era una entrevista pregrabada a Bertholdt Müller-Voigt. A Scheibe le había costado aceptar la presencia desdeñosa y condescendiente de Müller-Voigt en el almuerzo y en ese momento lo vio sonreír con su sonrisa de político a través del cristal. Era como si se estuviera burlando de él, como acostumbraba a hacer tantos años atrás.
Müller-Voigt siempre había poseído, naturalmente y sin esfuerzo alguno, la clase de actitud de confianza en sí mismo y credibilidad intelectual que a Scheibe le había costado tanto proyectar. Müller-Voigt siempre había sido más listo, siempre había sido más atractivo, siempre había estado en el foco de atención. A Paul Scheibe le resultaba imposible perdonarle ninguna de esas cosas. Pero había algo más que alimentaba el odio de Scheibe, algo más profundo y más fundamental, que ardía como un carbón en el núcleo de su furia: Bertholdt Müller-Voigt le había quitado a Beate.
Por supuesto que, en aquel entonces, todos habían abjurado de algo tan burgués como la monogamia, y Beate, aquella estudiante de matemáticas italiana con el pelo color cuervo que había vuelto loco a Scheibe, jamás habría permitido que ningún hombre pensara que ella le pertenecía; de todas maneras, era lo más cercano a enamorarse que Paul había experimentado. No era sólo que Müller-Voigt se acostara con Beate; era que lo había hecho con la misma arrogancia desconsiderada con que había tenido sexo con docenas de mujeres. Para él no había significado nada, y Scheibe estaba bastante seguro de que en la actualidad Müller-Voigt probablemente ni siquiera lo recordaba.
Y en ese momento, dos décadas más tarde, cada vez que Paul Scheibe se encontraba con Müller-Voigt, o incluso oía mencionar el nombre del político, experimentaba los mismos sentimientos de envidia y odio que había padecido entonces, cuando eran estudiantes. Más tarde, Scheibe había logrado, de alguna manera, construir una vida nueva y más exitosa. Y Müller-Voigt había permanecido en los márgenes del mundo de Scheibe, como un recordatorio constante e indeseado de los viejos tiempos. Pero de pronto Müller-Voigt había dejado de ser el único recordatorio de aquella época.
Scheibe apretó la frente contra el cristal, esperando que estuviera fresco, pero el escaparate sólo reflejó el calor y la humedad de sus cejas. Un viandante que pasaba chocó contra él y lo arrancó de su ensimismamiento. ¿Qué hacía allí? ¿Qué haría después? Sabía que había salido del Rathausmarkt decidido a encontrar una respuesta.
Tenía que hallar un lugar tranquilo para pensar. Un lugar donde pudiera darle sentido a todo aquello.
Apartó la mirada de la pantalla de televisión y comenzó a caminar con resolución por la Mönckebergstrasse hacia la Hauptbanhhof de Hamburgo, la estación de tren.
14.30 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO
Hay una burocracia de la muerte: cada caso de homicidio genera una montaña de formularios que hay que presentar e informes que redactar. Después de su reunión con el policía ucraniano y Markus Ullrich, a Fabel le resultó difícil concentrarse en el papeleo que se había acumulado. Tenía tantas cosas en la cabeza que perdió la noción del tiempo y de pronto se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno.
Bajó en el ascensor hasta la cafetería del Polizeipräsidium y puso un bocadillo y un café en su bandeja. La cafetería estaba prácticamente vacía y se dirigió hacia la ventana para elegir una mesa. Fue entonces cuando vio a Maria sentada con Turchenko. El detective ucraniano estaba inclinado hacia atrás en la silla, mirando la taza de café que tenía delante sobre la mesa, y parecía estar dando una detallada explicación. Maria seguía con concentración las palabras del ucraniano. Había algo en esa imagen que no le gustó a Fabel.
—¿Les molesta que me siente con ustedes? —preguntó.
Turchenko alzó la mirada y le dedicó una amplia sonrisa.
—Para nada, Herr Kriminalhauptkommissar. Adelante.
Maria también sonrió, pero su expresión daba a entender que la interrupción la irritaba.
—Usted habla un alemán excelente, Herr Turchenko —dijo Fabel.
—Lo estudié en la universidad, además de la carrera de Leyes. Pasé un tiempo en la ex Alemania Oriental como estudiante. Siempre me he sentido fascinado por Alemania, y eso me convirtió en una elección obvia cuando buscaron a alguien que viniera aquí a rastrear a Vitrenko.
—¿También tiene experiencia en fuerzas especiales? —preguntó Fabel.
Turchenko se echó a reír.
—Por Dios, no… De hecho, hace poco que soy agente de policía. Era abogado penalista y civil en Lviv. Después de la Revolución Naranja, en la que yo participé activamente, pasé a ser fiscal de lo penal y luego fui contactado por el nuevo gobierno. Me preguntaron si estaría dispuesto a supervisar una nueva brigada contra el crimen organizado que se encargaría específicamente del contrabando de personas y la prostitución forzosa. Básicamente, mi trabajo consiste en frenar lo que se ha convertido en el nuevo comercio de esclavos. Me escogieron a mí porque no tengo conexiones con el viejo régimen.
—Entiendo que las cosas están cambiando en Ucrania.
Turchenko sonrió.
—Ucrania es un país hermoso, Herr Fabel. Uno de los más bellos de Europa. Aquí la gente no tiene la menor idea. También es un país repleto de todo tipo de recursos naturales… una tierra de una fertilidad increíble, que alimentaba a toda la ex URSS. Además posee ricos yacimientos de toda clase de minerales y tiene un gran potencial turístico. Yo amo a mi país y tengo grandes esperanzas para su futuro. Creo que se convertirá en una de las naciones más exitosas y ricas de Europa. Hará falta más de una generación para lograrlo, desde luego, pero ocurrirá. Y los primeros pasos ya se han dado… la democracia y la liberalización. Pero hay problemas. Ucrania está dividida. En el oeste, miramos a Occidente para fijar nuestro futuro. Pero en Ucrania oriental todavía hay gente que cree que tenemos que mantener cierta unidad con Rusia. —Turchenko hizo una pausa—. Ustedes, los alemanes, tendrían que poder entenderlo. Su país ha renacido muchas veces, y no todas las reencarnaciones han sido positivas. En Ucrania estamos atravesando un renacimiento. Nuestro país está empezando una nueva vida, una vida que creamos nosotros en la calle.
Y las personas como Vasyl Vitrenko no tienen nada que hacer en ella.
—Vitrenko es una presa extremadamente peligrosa —dijo Fabel—. Tendrá que tener mucho cuidado.
—Yo soy cauteloso por naturaleza. Y tengo a su policía aquí, para protegerme. —Turchenko hizo un amplio gesto con el brazo, como si abrazara a la totalidad del Polizeipräsidium—. Tengo un guardaespaldas de la GSG9 conmigo todo el tiempo. —Lanzó una risita y se llevó un dedo a la sien—. No soy un hombre de acción. Soy un hombre de pensamiento. Creo que la manera de encontrar y capturar a este monstruo es pensar mejor que él.
Fabel sonrió. Aquel pequeño ucraniano le caía bien; era un hombre que claramente creía en lo que había dicho, que sentía entusiasmo por su trabajo profesional. Fabel se dio cuenta de que lo envidiaba.
—Le deseo suerte —dijo.
15.40 H, HOHENFELDE, HAMBURGO
—¿Cómo ha ido? —dijo Julia frunciendo el ceño. A Cornelius le molestó el hecho de que ese entrecejo fruncido creara tan pocas arrugas en su frente, como si su juventud se negara a rendirse a su preocupación. A Cornelius le parecía que estaba rodeado de juventud. Y que ésta se burlaba de él fuera donde fuese.
—No ha ido. —Cornelius arrojó las llaves sobre la mesa y se quitó la chaqueta.
Julia tenía treinta y dos años; Cornelius, exactamente treinta años más. Había dejado a su mujer por Julia tres años antes, en las vísperas de su cumpleaños número cincuenta y nueve. Su matrimonio había vivido casi tanto como la mujer por la que le había puesto fin y la edad de Julia era más cercana a la de sus hijos que a la suya. En aquel entonces, Cornelius supuso que estaba recuperando una percepción de juventud, de vigor. Pero ahora se sentía cansado todo el tiempo; cansado y viejo. Se sentó a la mesa.
—¿Qué te ha dicho? —Julia le sirvió una taza de café y se sentó al otro lado de la mesa.
—Ha dicho que mi momento ha pasado, básicamente eso. —Contempló a Julia como si estuviera tratando de deducir qué estaba haciendo ella en su cocina, en su apartamento. En su vida—. Y tiene razón, ¿sabes? El mundo ha seguido andando. Y en algún lugar del camino me dejó atrás.
Cornelius apartó el café. Sacó un vaso y una botella de whisky de un armario y se sirvió una generosa cantidad.
—Eso no te va a ayudar… —dijo Julia.
—Tal vez no cure la enfermedad. —Bebió un sorbo importante e hizo un gesto torciendo la cara—. Pero seguro que ayuda con los síntomas. Me anestesia.
—No te preocupes. —La sonrisa reconfortante de Julia no sirvió para otra cosa que irritar a Cornelius todavía más—. Te ofrecerán algo interesante pronto. Ya lo verás. Por cierto, alguien te ha llamado por teléfono cuando no estabas, hace unos quince minutos.
—¿Quién?
—Al principio no ha querido dejar ningún nombre. Luego ha dicho que te dijera que era Paul y que te llamaría más tarde.
—¿Paul? —Cornelius frunció el ceño como si estuviera tratando de pensar quién podría ser Paul, luego le restó importancia encogiéndose de hombros—. Voy a mi estudio. Y me llevo mi anestesia.
Fue otro el nombre que llamó su atención. Cuando se puso de pie, vio un ejemplar del Hamburger Morgenpost sobre la mesa. Cornelius dejó el vaso y cogió el periódico. Lo contempló fijamente durante un largo momento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Julia—. ¿Algún problema?
Cornelius no respondió y siguió concentrado en el artículo. Nombraba a alguien que había muerto asesinado. Pero el nombre llevaba veinte años muerto para Cornelius. Era la noticia de la muerte de un fantasma.
—Nada —dijo, y dejó el periódico sobre la mesa—. Nada de nada.
Fue entonces cuando dedujo quién era Paul.
19.40 H, ESTACIÓN DE FERROCARRILES DE NORDENHAM, 145 KILÓMETROS AL OESTE DE HAMBURGO.
Era un atardecer hermoso. Los rescoldos del sol flotaban en el horizonte detrás de Nordenham y el Weser resplandecía en silencio en su camino hacia el Mar del Norte. Paul Scheibe nunca había pisado Nordenham antes, lo que era irónico, considerando la forma en que aquel pequeño pueblo de provincias había proyectado una sombra gigantesca en su vida.
Durante un momento, Scheibe volvió a ser exclusivamente un arquitecto, mientras contemplaba la estación de ferrocarriles de Nordenham. Arquitectónicamente no era su estilo; aun así, era un edificio sorprendente, aunque tuviera el tradicional estilo sólido, a veces austero, del norte de Alemania. Recordó haber leído que tenía más de cien años y que poco tiempo antes lo habían declarado patrimonio oficial.
Aquí.
Había ocurrido aquí, sobre este andén. Éste era el escenario en que se había desarrollado el drama más importante de su vida, y él no había estado presente. Ni tampoco los otros. Seis personas, a 150 kilómetros de distancia, habían tomado la decisión de sacrificar a un ser humano sobre este andén. Una vida que llegaba a su fin, seis vidas libres para volver a empezar. Pero no había sido sólo una vida la que se había perdido en este sitio. Piet también había muerto aquí, al igual que Michaela y un policía. De todas maneras, Paul Scheibe nunca había sentido culpa sobre esas vidas perdidas; todo había quedado eclipsado por la intensa sensación de alivio, de liberación, que llegaba de saber que todo había terminado. Pero no había terminado. Algo, alguien, había regresado de aquella época oscura.
«Dedúcelo —se decía sin parar—. Dedúcelo». ¿Quién estaba matando a los miembros del grupo? Tenía algo que ver con ese lugar y con lo que había ocurrido allí. Pero ¿quién estaba detrás de eso? ¿Podría ser alguno de los cuatro miembros que quedaban? A Scheibe le resultaba imposible imaginarlo; sencillamente, no había nada que ganar, ni tampoco había rencores, viejas cuentas que saldar. Sólo el deseo de no tener nada que ver entre sí.
Scheibe sintió que lo sobrecogía algo frío: ¿y si Franz no había muerto en ese sitio? Habían adorado a Franz, le habían seguido; pero, más que nada, le habían temido. ¿Y si su muerte había sido un fraude, una conspiración, alguna clase de pacto con las autoridades? ¿Y si, de alguna manera, había sobrevivido?
No tenía sentido, pero esos homicidios debían de tener alguna relación con lo que había ocurrido allí, en aquel andén ferroviario de provincias veinte años antes. Scheibe ya comenzaba a arrepentirse de haberle dejado un mensaje a Cornelius. No iba a ponérselo fácil al asesino, ni tampoco iba a arriesgar su carrera retomando relaciones que convenía mantener olvidadas. Se había esforzado demasiado por todo lo que había logrado desde la última vez que se vieron; no pensaba abandonar nada de aquello.
Scheibe miró su reloj; ya eran casi las ocho. Se sentía cansado y sucio. No había comido desde el almuerzo en la Rathaus y sentía un vacío en su interior. Se sentó en un banco del andén y contempló sin comprender las vías y el paisaje llano que estaba al otro lado. Su mirada atravesó el Weser y se perdió en el Luneplate, al otro lado.
Podía resolver este asunto. Ésa era la razón por la que ellos siempre habían confiado en él en aquella época: su capacidad para planificar una estrategia de la misma manera en que podía planificar un edificio. Más que una estructura, pero con todos los detalles integrados. Él había sido el arquitecto de lo que había tenido lugar aquí: se había liberado a sí mismo y a los otros. Ahora tenía que volver a hacerlo. Buscó en el bolsillo de su arrugada chaqueta de lino negro y extrajo su teléfono móvil. No, podrían rastrear su número; después de todo, hacía muy poco tiempo le habían explicado los riesgos de usar un teléfono móvil. Sabía que tenía que ser muy cuidadoso. Llamaría a la policía. Una llamada anónima. Haría un trato que lo mantuviera fuera de todo esto. Como la última vez.
Un teléfono público. Tenía que encontrar un teléfono público. Paul se volvió y recorrió con la mirada el paisaje que lo rodeaba.
Fue entonces cuando el joven de pelo negro salió al andén. No hubo ninguna vaga sensación de reconocimiento. Paul no hizo ningún esfuerzo por recordar dónde o cuándo o en qué circunstancias había visto aquel rostro antes. Tal vez porque estaba viéndolo en ese contexto.
El joven avanzó hacia Paul con aire decidido.
—Sé quién eres —dijo Paul—. Sé exactamente quién eres.
El joven sonrió y sacó la mano brevemente del bolsillo de la chaqueta para enseñarle la Makarov automática.
—Vayamos a algún lugar más privado para hablar. Tengo el coche aparcado fuera —dijo, señalando la salida del andén con un movimiento de la cabeza.
20.00 H, SANKT PAULI, HAMBURGO
—Si esto arruina tu reputación, házmelo saber. —Anna Wolff le sonrió a Henk Hermann mientras se acercaban a la barra.
The Firestation era un edificio grande y cuadrado en el Kiez de Sankt Pauli. Por fuera era una más de aquellas edificaciones de obra vista de los años cincuenta que habían surgido en todo Hamburgo como hierbajos, en los sitios vacíos creados por las bombas de la segunda guerra mundial. En su interior, tampoco tenía nada notable, aunque de una manera completamente diferente. La decoración era una variación de la misma temática de diseño de moda que podía encontrarse en bares y clubes de todo el mundo: una sofisticación vagamente retro que no tenía nada de sorprendente ni de inspiradora. Incluso la música de fondo era la previsible banda de sonido chill-out. Para Anna, que prefería los clubes y bares un poco más movidos, The Firestation no era interesante. Pero, de todas maneras, no era un club diseñado para Anna. Ni para nadie de su sexo.
—Muy graciosa —murmuró Henk, y saludó con un gesto al barman negro de cabeza afeitada que se acercó a ellos.
—¿Qué puedo ofrecerles? —El barman negro hablaba alemán con un acento que era mezcla de africano e inglés.
Como respuesta, Henk exhibió su placa ovalada de policía.
—Nos gustaría hacerle algunas preguntas sobre uno de sus clientes.
—Ah, ¿sí?
—Es en relación con la investigación de un homicidio —dijo Anna—. Creemos que la víctima era un cliente habitual de este lugar. —Puso una fotografía de Hauser sobre la barra—. ¿Lo conoce?
El barman miró brevemente la fotografía y asintió.
—Es Herr Hauser. Sí, lo conozco, o lo conocía. Leí sobre su muerte en los periódicos. Terrible. Sí, era un cliente habitual.
—¿Con alguien en particular?
—No tenía a nadie especial, que yo supiera. Muchos tíos, en general…
Los otros dos encargados de la barra estaban ocupados y un cliente llamó al barman negro desde el otro extremo.
—Perdonen un momento…
Mientras iba a atender al cliente, Anna recorrió el club con la mirada. Considerando que era bastante temprano, y uno de los primeros días de la semana, había una cantidad importante de público. Como había supuesto, eran exclusivamente hombres, pero salvo por eso no había nada que distinguiera The Firestation de cualquier otro bar o club. Algunos tenían el aspecto y la indumentaria de haber venido directamente desde sus despachos. A Anna le resultó difícil imaginarse a Hauser en ese club: todo parecía demasiado «corporativo», demasiado normal. El barman negro regresó y pidió disculpas por la interrupción.
—Herr Hauser venía aquí muy a menudo, pero por lo general andaba con tíos más jóvenes, mucho más jóvenes. Acabo de preguntarles a los otros camareros. Martin me ha dicho que acostumbraba a venir con un tipo de cabello oscuro.
—¿Sebastian Lang? —Anna puso una fotografía de Lang en el mostrador, junto a la de Hauser.
—No lo conozco… ¿Martin? —El barman llamó a su colega, quien se acercó y examinó la fotografía.
—Es ése… —confirmó el segundo camarero—. Vinieron juntos durante un tiempo, pero luego el más joven de los dos dejó de venir. Pero antes que él, Herr Hauser solía beber con otro tipo más de su edad. No creo que fueran pareja ni nada así. Me parece que sólo eran amigos.
—¿Sabe el nombre de ese amigo?
—No, lo siento.
—¿Sigue viniendo?
El barman meneó la cabeza.
—No podría decirles si va a aparecer. Creo que sólo venía aquí a encontrarse con Herr Hauser.
—Gracias —dijo Henk, y le entregó al barman su tarjeta de contacto en la Polizei de Hamburgo—. Si vuelve a verlo, ¿puede llamarme a este número?
El barman cogió la tarjeta.
—Desde luego. —Frunció el ceño—. No creen que este tipo tuviera algo que ver con el homicidio de Herr Hauser, ¿o sí?
—De momento sólo estamos tratando de construir una imagen de los últimos días de la víctima —dijo Anna—. Y de la clase de gente a la que solía frecuentar. Eso es todo.
Pero mientras Henk y ella salían de The Firestation, Anna no pudo evitar pensar que aún no habían construido ninguna imagen.