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Sábado 27 de agosto de 2005, nueve días después del primer asesinato

20.30 H, NEUMÜHLEN, HAMBURGO

Susanne no había dicho nada directamente, pero Fabel se daba cuenta de que le había molestado el hecho de que él no hubiera reaccionado con más entusiasmo a ninguno de los apartamentos que ella había marcado con círculos rojos de rotulador. Sabía que aquello se debía en parte a que, en lugar de ver cada propiedad anunciada como una oportunidad de progreso, de hacer avanzar la relación, las veía como una pérdida. Pérdida de su independencia, de su propio espacio. Antes se sentía muy convencido de que eso era lo que quería, pero ahora que parecía que sí iba a suceder, Fabel sentía el vago dolor de la inseguridad.

La otra razón por la que no se había mostrado tan resuelto respecto a los apartamentos era que todos sus recursos mentales estaban dedicados a tratar de encontrar algún punto de entrada en el caso del Peluquero de Hamburgo; elegir un apartamento nuevo estaba, sencillamente, fuera del alcance de su radar.

Esa inseguridad se profundizó después de pasar la tarde con su hija, Gabi. Se habían encontrado en el centro de la ciudad y Fabel había sentido un pánico reprimido al ver acercarse a su hija de dieciséis años. Gabi estaba creciendo demasiado deprisa y él sintió que había perdido el control del tiempo; que había muchas cosas de la vida de su niña que se le estaban pasando por alto.

Pasaron la tarde juntos haciendo compras en las tiendas de moda de Neuer Wall, algo que apenas un año antes le habría resultado repugnante a Gabi, que en aquella época había sido muy poco femenina. También le dolió un poco a Fabel ver lo mucho que Gabi comenzaba a parecerse a su madre, Renate, la exesposa del comisario. En los últimos tiempos Gabi había decidido llevar el pelo más largo, y el fantasma de los cabellos rojos de Renate ardía en su color castaño rojizo. Mientras veía cómo ella hacía las compras, Fabel se dedicó a observar los gestos de su hija, sus modales. Así como su pelo ocultaba el fantasma de Renate, sus movimientos tenían el eco de la madre de Fabel, y su sonrisa y su actitud cordial la asemejaban a su hermano, lo que hizo que Fabel recordara lo que le había dicho Severts sobre el hecho de que todos estamos más relacionados con nuestra historia de lo que creemos.

Después de hacer las compras, Fabel y Gabi tomaron un café en el Alsterarkaden. Tanto el Rathausmarkt como toda la zona a lo largo del Alster estaban repletos de turistas. La oficina de turismo de la ciudad había anunciado poco antes que aquél había sido el año más exitoso para el sector en Hamburgo, y Fabel y Gabi lo experimentaron en carne propia cuando tuvieron que esperar diez minutos para una mesa. El camarero tardó bastante en limpiar la basura que había dejado una familia americana, pero por fin Fabel y Gabi pudieron sentarse a una mesa que daba a la Alsterfleet y desde la que alcanzaba a verse el Rathausmarkt. Fabel le confió a Gabi su dilema.

—Si no te sientes cómodo con la idea de ir a vivir juntos, entonces no deberías hacerlo —dijo ella.

—Pero yo la sugerí. Yo presioné al principio.

—Está claro que tienes dudas, dad —Gabi acostumbraba a usar esa palabra, «papá», en inglés—. Es un paso demasiado grande, a menos que estés absolutamente seguro. Tal vez Susanne no sea la mujer para ti, después de todo.

De pronto, Fabel se sintió incómodo debatiendo sobre su vida amorosa con su hija. Después de todo, él había pensado que la madre de Gabi era la «mujer para él».

—Pensé que Susanne te gustaba —dijo.

—Sí, claro que sí. Es perfecta. —Gabi hizo una pausa y contempló el Alsterfleet—. De eso se trata, dad… es perfecta. Es hermosa, inteligente, es agradable estar con ella… Tiene un trabajo súperguay… Como he dicho, es perfecta.

—¿Por qué tengo la sensación de que lo dices como si fuera algo malo?

—No es eso… es sólo que a veces Susanne puede ponerse demasiado perfecta.

—No entiendo a qué te refieres —mintió Fabel.

—No lo sé… Realmente es muy agradable, pero en ocasiones parece más retraída que… —Gabi dejó la frase sin terminar.

—¿Que yo? —Fabel sonrió.

—Bueno, sí. Da la impresión de que siempre está reprimiendo algo. Tal vez contigo sea totalmente diferente pero yo tengo la sensación de que sólo podemos ver a la Susanne que ella quiere mostrarnos… la Susanne perfecta. —Gabi se encogió de hombros, en un gesto de frustración—. Oh, ya sabes a lo que me refiero… de todas maneras, no hay absolutamente nada de malo en ella. El problema lo tienes tú. Debes saber si estás listo o no para esa clase de compromiso.

Fabel sonrió a su hija. Apenas tenía dieciséis años, pero en ocasiones parecía infinitamente más sabia que él. Y mientras estaban allí sentados, entre los turistas y los viandantes, observando a los cisnes deslizándose por la superficie del Alsterfleet, Fabel pensó que Gabi tenía toda la razón respecto a Susanne.

Fuera cual fuese la decisión definitiva, Fabel sabía que a Susanne empezaba a irritarle su falta de dirección. Reservó una mesa en un restaurante caro de Neumühlen. Estaba a sólo unos minutos del apartamento de Susanne en Övelgönne, de modo que se encontraron allí antes de coger un taxi hasta el sitio que él había escogido. En el restaurante había enormes ventanales que daban al Elba y desde los que podía verse un bosque de grúas que estaba al otro lado y los grandes bultos de los iluminados buques cargueros que se deslizaban en silencio. Era un paisaje industrial, pero poseía una belleza extraña e hipnótica, y Fabel se dio cuenta de que muchos de los comensales parecían atrapados por él. Habían llegado a las ocho y media, y la luz suave y cálida del atardecer se apretaba contra los inmensos paneles de los ventanales. Por primera vez en varios días, Fabel se sentía relajado. Y su ánimo mejoró incluso más cuando el camarero los hizo pasar a una mesa que estaba junto a la ventana.

«Esta noche —pensó— no voy a arruinar las cosas hablando del trabajo». Sonrió a Susanne y admiró la perfecta escultura de su cabeza y su cuello. Era una mujer hermosa, inteligente, generosa. Era perfecta, como había dicho Gabi. Pidieron la comida y se sentaron a charlar hasta que llegó el primer plato. De pronto Fabel se dio cuenta de que había alguien de pie a su lado y levantó la mirada, esperando ver al camarero. El hombre que estaba junto a la mesa era alto y llevaba una vestimenta cara. Apenas lo vio, Fabel se dio cuenta de que conocía de alguna parte a aquel hombre tan atildado, pero no pudo ubicarlo.

—¿Jannick? —El hombre alto usó el diminutivo del nombre de pila de Fabel. Era como lo llamaban sus padres y su hermano; como lo conocían en el colegio, pero la única persona de Hamburgo que había utilizado ese apelativo para referirse a Fabel era su amigo frisón, Dirk Stellamanns—. Jannick Fabel… ¿eres tú? —Se giró hacia Susanne y se inclinó en una reverencia a medias—. Lamento molestarla… pero soy un viejo amigo de la escuela de su marido.

Susanne rió pero no corrigió al desconocido.

—No hay ningún problema… —Se volvió hacia Fabel y sonrió con un aire travieso—. ¿Nos presentas… Jannick?

—Desde luego. —Fabel se incorporó y le estrechó la mano al otro. En ese momento, todas las piezas encajaron en su sitio, y le devolvió la sonrisa a Susanne con un gesto arrogante—. Susanne, permíteme que te presente a Roland Bartz. Uno de mis mejores amigos en la escuela.

Susanne le estrechó la mano a Bartz, quien volvió a disculparse por la interrupción.

—Escucha, Jan —dijo Bartz—. De verdad que no quiero molestarte, pero deberíamos vernos, en serio. Estoy aquí con mi esposa…

—¿Por qué no venís con nosotros? —sugirió Susanne.

—No, en serio, no queremos importunaros.

—De ninguna manera —dijo Fabel, y llamó a un camarero con un gesto—. Será bueno conversar sobre los viejos tiempos…

Bartz regresó a su mesa y volvió momentos más tarde acompañado de una mujer atractiva que era evidentemente mucho más joven que él. Fabel se había enterado, probablemente por boca de su madre, de que Bartz se había divorciado de su primera esposa dos años antes. La nueva Frau Bartz, quien se presentó como Helena, estrechó las manos a Susanne y a Fabel y se sentó a la mesa.

Fabel y Bartz no tardaron en ponerse a hablar sobre lo que había sido de sus compañeros de escuela. Nombres que Fabel había olvidado comenzaron a resucitar, aunque en ocasiones a él le costaba asignarles un rostro. Cuando lograba hacerlo, por lo general se trataba de la cara de un adolescente a quien no podía imaginar como un hombre de mediana edad. Incluso Bartz era distinto de cómo él se lo imaginaba. En otra época había sido un joven torpe y desmañado que había sido el primero en fumar de toda la clase, lo que había contribuido a empeorar el acné que moteaba su pálida piel. Ahora era un hombre elegante de mediana edad con algunos mechones grises en el pelo y una piel que ya no era pálida y llena de manchas sino bronceada por un sol que no brillaba en Hamburgo. Estaba claro que le había ido bien y en poco tiempo pasaron a hablar sobre lo que ambos habían hecho desde la última vez que se habían visto. Bartz quedó desconcertado con la noticia de que Fabel se había convertido en un detective de homicidios.

—Por Dios, Jannick… no te ofendas, pero eso es muy raro. Jamás te hubiera imaginado en esa profesión. Creía que habías decidido estudiar historia…

—Es cierto —dijo Fabel—. Pero me desvié, en cierta forma.

—Por el amor de Dios… un policía. Y encima comisario en jefe. ¿Quién lo habría supuesto?

—Es cierto: ¿quién? —dijo Fabel. Estaba empezando a sentirse irritado por la dificultad de Bartz de imaginarlo como policía. Bartz pareció darse cuenta.

—Lo siento… no quería ofenderte. Es sólo que siempre tuviste muy claro que querías ser historiador. Quiero decir, lo que haces es fabuloso… Dios sabe que yo no podría hacerlo.

—A veces creo que yo tampoco. Es un trabajo que termina afectándote, después de un tiempo. ¿Y tú?

—¿Yo? Oh, llevo varios años en el negocio del software. Tengo mi propia empresa. Nos especializamos en programas para investigación y cuestiones académicas. Tenemos más de cuatrocientos empleados y exportamos a todo el mundo. Prácticamente no hay ninguna universidad en el hemisferio occidental que no utilice alguno de nuestros sistemas en uno de sus departamentos.

A continuación, las dos parejas iniciaron una charla sobre temas generales. Helena, la esposa de Bartz, era una mujer amable y alegre, pero no podía decirse que tuviera una conversación interesante. Para Fabel estaba claro que su amigo no se había casado con ella por su intelecto. Por otra parte, empezaba a notar que disfrutaba de hablar con su antiguo compañero de escuela y no tardó en sentir que aquel hombre que había sido su amigo seguía cayéndole bien. Susanne, como era habitual, conquistó a la pareja con su talante cordial. Sin embargo, cada tanto Fabel notaba que Bartz lo miraba de una manera peculiar. Casi como si estuviera evaluándolo.

Comieron y conversaron hasta que ya no quedaron comensales en el restaurante. Bartz insistió en pagar la cuenta y pidió un taxi para ir con su esposa a Blankenese, donde tenían una «bonita casa», según sus propias palabras.

El aire nocturno seguía cálido y agradable cuando Fabel y Susanne acompañaron a Roland y Helena Bartz hasta el taxi. El cielo estaba despejado y había estrellas brillando sobre las vacilantes luces de los astilleros, en la otra orilla del Elba.

—¿Podemos dejaros en alguna parte? —preguntó Bartz.

—No, gracias, no será necesario. Ha sido fabuloso volver a verte, Roland. Debemos tratar de mantenernos en contacto.

Las dos mujeres se besaron y despidieron y Helena Bartz subió a la parte trasera del taxi, pero Roland permaneció allí un momento.

—Escucha, Jan. Espero que no te moleste que te lo diga, pero no sonabas muy satisfecho cuando hablabas de tu trabajo. —Bartz le entregó a Fabel una tarjeta—. Da la casualidad que estoy buscando a un director de ventas al extranjero. Alguien que trate con los yanquis y los británicos. Sé que hablas inglés como un nativo y siempre fuiste el tío más listo de la escuela.

Fabel quedó desconcertado.

—Por Dios… gracias, Roland. Pero no sé nada de ordenadores…

—Eso no tiene importancia. Tengo a cuatrocientas personas que trabajan para mí y que sí entienden de ordenadores. Necesito a alguien que entienda a los clientes. Dios sabe que en tu trabajo tienes que saber qué es lo que mueve a la gente. Y lo que no sabes sobre ordenadores, sé que puedes aprenderlo en un par de meses. Como he dicho, siempre fuiste el tío más listo de la escuela.

—Roland, no lo sé…

—Escucha, Jan, lo que podrías ganar conmigo haría que tu salario de policía parezca migajas. Y el horario sería muchísimo mejor. Y mucho menos estrés. Susanne ha dicho que estáis buscando una casa nueva para vivir juntos. Créeme, este trabajo cambiaría tu perspectiva sobre lo que podrías comprar. Siempre me caíste bien, Jannick. Sé que ahora somos personas diferentes. Adultos. Pero no estoy seguro de que hayamos cambiado en el interior. Lo único que te pido es que lo pienses.

—Lo haré, Roland. —Fabel le estrechó cálidamente la mano a su antiguo compañero de escuela—. Te lo prometo.

—Llámame y el puesto es tuyo. Pero no te demores demasiado. Necesito a alguien pronto.

Después de que se marcharan, Susanne metió su brazo a través del de Fabel.

—¿Qué ha sido todo eso?

—Nada. —Fabel se volvió hacia ella y la besó—. Una pareja agradable, ¿verdad? —dijo, y deslizó la tarjeta de Bartz en su bolsillo.