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Martes 23 de agosto de 2005, cinco días después del primer asesinato

10.00 H, DEPARTAMENTO DE ARQUEOLOGÍA, UNIVERSITÄT DE HAMBURGO

La sonrisa de Severts era tan ancha como su rostro estrecho y largo podía permitírselo. No estaba vestido de la misma manera que en la excavación de HafenCity; llevaba pantalones de pana, una áspera chaqueta de tweed con solapas angostas y pasadas de moda y una camisa a cuadros que estaba desabrochada a la altura del cuello y dejaba ver una camiseta oscura debajo. Pero si bien el estilo de su indumentaria era aparentemente más formal que el de la excavación, la combinación de colores terrosos era la misma. Su despacho era luminoso y amplio pero estaba repleto de libros, archivos y objetos arqueológicos. Un gran ventanal llenaba de luz la habitación, pero no dejaba ver más que otro pabellón de la universidad.

El arqueólogo le pidió a Fabel que se sentara. Mientras lo hacía, a Fabel le sorprendió darse cuenta de que había algo en la ropa de Severts, en su despacho y en los objetos representativos de su trabajo que estimulaba una envidia pequeña y triste en él. Durante un momento reflexionó sobre el hecho de lo cerca que había estado de seguir un camino similar, la forma en que se había apasionado por la historia europea y en que, en sus tiempos de estudiante, ya había desplegado el mapa de su futuro y trazado el rumbo de su carrera. Pero luego se había producido un solo acto sin sentido y de intensa violencia, la fuerte impresión de la muerte de alguien cercano a manos de un desconocido, y todos los puntos de referencia que esperaba ver en su futuro habían quedado borrados.

En lugar de convertirse en un investigador del pasado, se había convertido en un investigador de la muerte.

En la pared posterior al escritorio de Severts había un gran mapa de Alemania en el que se detallaban todos los yacimientos arqueológicos de la República Federal, los Países Bajos y Dinamarca. A su lado había un póster inmenso. La imagen era sorprendente: se trataba de una mujer muerta, yaciendo boca arriba. Tenía un manto de lana con capucha que rodeaba su cuerpo largo y delgado. Sobre la capucha había una pluma larga y la mujer tenía un pelo largo y rojizo, separado en el medio. La piel del rostro y la de la parte de las piernas que podía verse entre los bordes del manto y los mocasines de piel tenían el mismo aspecto de papel que el cadáver de HafenCity, sólo que las manchas eran más oscuras.

—Ah… —Severts se dio cuenta de que el póster había llamado la atención de Fabel—. Veo que usted también ha quedado cautivado por ella… El amor de mi vida. Tiene un talento único para conquistar el corazón de los hombres. Y para desconcertarnos… ella tiene bastante que ver con todo lo que creíamos sobre Europa. Herr Fabel, permítame presentarle a una verdadera mujer de misterio… la Belleza de Loulan.

—La Belleza de Loulan —repitió Fabel—. Loulan… ¿Dónde queda eso exactamente?

—¡De eso se trata! —respondió Severts, animado—. Dígame, ¿de dónde cree usted que es? Me refiero a sus orígenes étnicos.

Fabel se encogió de hombros.

—Diría que es europea, por el color del pelo y los rasgos. Aunque también supongo que la pluma le da un aire norteamericano.

—¿Y cuántos años cree que tiene mi novia?

Fabel la examinó más de cerca. Estaba claro que se había momificado, pero estaba mucho mejor conservada que cualquiera de los cuerpos de las ciénagas que había visto.

—No lo sé… mil años… mil quinientos como mucho.

Severts meneó la cabeza lentamente, sin alterar su radiante sonrisa.

—Le dije que era una mujer misteriosa. Este cuerpo momificado, Herr Fabel, tiene más de cuatro mil años. Mide casi dos metros y el color de su pelo en vida era rojo o rubio. Y, en cuanto a donde se la descubrió… allí está el misterio y la intriga. —Se acercó a un archivador y extrajo una gruesa caja—. Éste es el álbum de recortes de mi familia —explicó—. Siento pasión por las momias. —Se sentó a su escritorio y hojeó los contenidos del expediente, que parecían ser grandes fotografías con notas amarillas adosadas con un clip. Luego le pasó a Fabel una gran ampliación en papel satinado—. Este caballero proviene de la misma región. Se lo conoce como Hombre de Cherchen. Iba a enseñárselo de todas maneras, porque guarda bastante relación con el caso del cuerpo momificado que encontramos en HafenCity junto al Elba. Eche un vistazo. Este hombre lleva muerto tres mil años.

Fabel miró la fotografía. Era asombroso. Por un momento el policía volvió a convertirse en el estudiante de historia y sintió esa excitación de mariposas en el estómago que tiene lugar cuando se abre una ventana al pasado. El hombre de la fotografía estaba en perfecto estado de conservación. La similitud con el cadáver de HafenCity era sorprendente, salvo que el hombre de la foto, muerto tres milenios antes, había conservado incluso el tono de la piel. Tenía piel clara y pelo rubio oscuro. Su barba estaba cuidadosamente recortada y sus labios carnosos ligeramente separados y torcidos hacia arriba, a un costado, dejando al descubierto unos dientes perfectos.

—El Hombre de Cherchen se conservó bien porque permaneció intacto durante tres mil años en un ambiente anaeróbico. El proceso de momificación es exactamente el mismo que sufrió el cuerpo de HafenCity. Ambos representan un momento del tiempo capturado y preservado a la perfección para que nosotros lo observemos.

—Asombroso… —dijo Fabel. Volvió a estudiar al hombre. Era un rostro idéntico al que él podría encontrarse ese mismo día en la Hamburgo moderna.

—Hablamos de un pasado lejano. —Severts pareció leer los pensamientos de Fabel—. Pero aunque viviera hace tres mil años, eso sólo equivale a unas cien generaciones, más o menos. Piénselo… un número tan pequeño de personas, padre e hijo, madre e hija, separa a este hombre de usted y de mí. Herr Brauner me dijo que usted estudió historia, de modo que sabrá a qué me refiero cuando digo que no estamos tan separados de nuestras historias, de nuestro pasado, como nos gustaría. Pero hay más cosas interesantes respecto de este caballero. Al igual que la Belleza de Loulan, el Hombre de Cherchen era alto, con una estatura superior a los dos metros. Debía de tener unos cincuenta y siete años de edad cuando murió. Como puede ver, tenía el pelo y la piel claros. —Severts se inclinó hacia delante—. Vea, Fabel, ninguno de nosotros somos lo que creemos ser. Tanto la Belleza de Loulan como el Hombre de Cherchen forman parte de un número de cuerpos increíblemente bien conservados que se hallaron en la misma área y con los mismos indicadores culturales. Usaban ropa a cuadros multicolores, parecida al tartán escocés; eran todos altos y rubios. Y todos vivieron entre cuatro y tres mil años atrás en la misma parte del mundo. Cherchen y Loulan se encuentran en la China actual. Estos cuerpos se conocen como las momias de Ürümqi. Provienen de la cuenca del Tamir, que está en la Región Autónoma de Uigur, China Occidental. Es un área árida y estos cuerpos estaban enterrados bajo una arena extremadamente seca y fina. Se dice que los arqueólogos chinos que descubrieron a la mujer de Loulan lloraron cuando contemplaron su belleza. Este descubrimiento causó bastante revuelo, y tanto las autoridades chinas como el grupo dominante dentro de la arqueología se oponen firmemente a la premisa de que hace cuatro milenios unos europeos migraron y ocuparon la región. Uigur está ubicado en el punto de choque de las etnias turca y china y los nacionalistas turcos han declarado que la Belleza de Loulan es un símbolo de su derecho hereditario a ocupar la región. Sin embargo, estas momias no son más turcas que chinas. Esta gente tenía elementos culturales celtas. Tal vez incluso protoceltas. Los análisis de ADN que se les efectuaron a las momias en 1995 probaron de manera incontestable que eran europeas. Tienen marcas genéticas que las relacionan con los finlandeses y suecos de la actualidad, así como con algunas personas que viven en Córcega, Cerdeña y Toscana.

—Desde luego —dijo Fabel—. Recuerdo haber leído algo sobre esos descubrimientos. Si no me equivoco, el gobierno chino hizo todo lo que pudo por restarle importancia al hallazgo, porque cuestionaba su percepción de singularidad étnica como nación.

—Y todos conocemos el peligro que representa esa clase de mentalidad —dijo Severts—. Como le decía antes, ninguno de nosotros somos lo que creemos ser. —Hizo girar la silla y volvió a mirar la fotografía de la mujer momificada—. Más allá de los debates que causaron, la Belleza de Loulan y el Hombre de Cherchen ya son parte de nuestro mundo. De nuestra época. Y están aquí para hablarnos de sus vidas anteriores. Así como la momia de HafenCity tiene algo que decir sobre su época, que es mucho más cercana. —Severts señaló la fotografía del hombre de tres mil años que Fabel tenía en la mano—. A pesar de la amplia distancia entre las épocas en las que vivieron, hay muy poca diferencia entre el estado de conservación de su momia y el Hombre de Cherchen. Si no lo hubiésemos desenterrado, el «Hombre de HafenCity» también podría haberse mantenido intacto durante tres mil años. Y habría salido de su descanso sin ninguna alteración. Tendría exactamente el mismo aspecto… Es evidente que podemos utilizar la tecnología de datación para establecer alguna tosca escala temporal, pero en términos generales, con frecuencia dependemos más de los artefactos y del entorno más próximo a la excavación para establecer la fecha exacta a la que pertenece una momia. Lo que me trae de vuelta a nuestra momia del siglo XX.

Severts abrió un cajón del escritorio y sacó una bolsa sellada de plástico. En ella había una pequeña cartera, del tamaño de un bolsillo, y un pedazo de lo que parecía un cartón marrón oscuro.

Fabel cogió la bolsa y la abrió. El cartón estaba doblado formando una pequeña libreta. En la portada se veía el águila y la esvástica, los emblemas del régimen nazi.

—Su tarjeta de identidad —dijo Severts—. Ya tiene un nombre para el cuerpo.

La tarjeta de identidad parecía seca y quebradiza en las manos de Fabel. Y su único color consistía en matices del mismo marrón, incluyendo la fotografía. Sin embargo, logró distinguir la cara seria de un hombre joven y rubio. La adolescencia aún permanecía en sus rasgos, pero ya empezaban a aparecer los ángulos más duros de la edad adulta. A Fabel le sorprendió reconocer de inmediato el cuerpo junto al río en esa fotografía.

Kurt. La cara que Fabel estaba mirando, la cara que había contemplado en el emplazamiento de HafenCity, pertenecía a Kurt Heymann, nacido en febrero de 1927, residente en Hammerbrook, Hamburgo. Fabel volvió a leer los detalles. En el presente tendría setenta y ocho años. A Fabel le resulto difícil comprenderlo. El tiempo, sencillamente, se había detenido para Kurt Heymann, con dieciséis años, en 1943. Había sido condenado a una juventud eterna.

Fabel examinó la cartera de cuero. También había perdido toda flexibilidad, y su superficie era como un áspero pergamino bajo las puntas de los dedos del detective. En su interior se encontraban los restos de algunos billetes de Reichmarks y la fotografía de una muchacha joven y rubia. Lo primero que se le ocurrió a Fabel era que se trataba de la novia de Heymann, pero pudo notar que había una semejanza entre ambos. Una hermana, tal vez.

Le dio las gracias a Severts y, mientras se levantaba, le devolvió la fotografía del Hombre de Cherchen. Cuando Severts abrió la caja para guardarla, otra de las imágenes llamó la atención de Fabel.

—Ah, a ése lo conozco… —Fabel sonrió—. Un frisón oriental, como yo. ¿Puedo?

Fabel extrajo la fotografía. A diferencia de las otras momias, la cara prácticamente había desaparecido y sólo se veía el esqueleto, y algunas franjas intermitentes de una piel marrón y correosa extendida sobre los huesos desnudos. Lo que volvía notable a aquella momia era el hecho de que su tupida melena, así como la barba, se habían mantenido completamente intactas. Y ese pelo era lo que le había dado su nombre. Porque, si bien la denominación oficial de la momia era la de la aldea frisona cerca de la cual había sido descubierta en el año 1900, había sido esa melena vibrante y sorprendentemente roja lo que había capturado la imaginación tanto del público como de los arqueólogos.

—Sí, claro —dijo Severts—. El famoso Franz el Rojo. O, dicho más correctamente, el Hombre de Neu Versen. Magnífico, ¿verdad? ¿Y dice que es de la misma zona que usted?

—Más o menos. Yo soy de Ostfriesland pero más al norte: Norddeich. Neu Versen está en Bourtanger Moor. Pero he oído hablar de Franz el Rojo desde que era un niño.

—Bien, él es un perfecto ejemplo de lo que decía sobre que estas personas tienen una segunda vida… una vida en nuestra época. En la actualidad recorre el mundo como parte de la exposición La misteriosa gente de las ciénagas. En estos días se encuentra en Canadá, si no me equivoco. Pero es una buena ilustración de lo que Franz Brandt le comentó en el emplazamiento de HafenCity sobre las diferentes clases de momificación. Es un cuerpo del pantano, y totalmente diferente de los cuerpos de Ürümqi. Toda la carne se le descompuso y sólo ha quedado la piel, endurecida y curtida por los ácidos del pantano, convirtiéndolo básicamente en un saco de piel que contiene su esqueleto. Pero lo asombroso es el pelo. Es obvio que no era de ese color en un principio. Las tinturas del pantano lo han teñido.

Fabel contempló la imagen que tenía en las manos mientras escuchaba a Severts. Franz el Rojo, con su corona de pelo rojo ardiendo en su calavera como llamas, parecía estar gritándole. El pelo. El pelo teñido de rojo.

Fabel sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

11.00 H, ALTONA NORD, HAMBURGO

Maria le había preguntado a Werner si podría suplantarla durante alrededor de una hora. De todas maneras, en el momento de hacerlo se había puesto de pie y había cogido la chaqueta del respaldo de la silla, convirtiendo la pregunta en una especie de afirmación. Werner había apartado la silla de su escritorio, que estaba enfrente del de Maria, y se había echado hacia atrás, para examinarla como si estuviera evaluando la situación.

—No le va a gustar si se entera… —Werner se frotó su hirsuto cuero cabelludo con ambas manos.

—¿Quién? —dijo Maria—. ¿Enterarse de qué?

—Sabes de lo que hablo. Vas a seguir husmeando en el caso de Olga X, ¿verdad? El chef dejó bien claro que debías dejarlo.

—Sólo voy a hacer lo que él me indicó: ir a Crimen Organizado para informarles del contexto del caso. ¿Me suplantarás o no?

Werner respondió al tono agresivo de la voz de Maria encogiendo sus pesados hombros.

—Puedo arreglármelas.

Maria se deprimía cada vez que la veía.

Esa estructura había tenido un propósito alguna vez. En otra época, la gente pasaba sus días de trabajo allí, tomando su almuerzo en la cafetería, conversando entre sí o debatiendo sobre la productividad, las ganancias, los aumentos salariales. Ese edificio ancho de una sola planta de Altona-Nord había sido una fábrica en otra época; pequeña, probablemente relacionada con ingeniería liviana o algo similar. Pero ahora se había convertido en una cáscara lúgubre y vacía. Casi ninguna de las ventanas permanecía intacta; las paredes estaban llenas de franjas donde el yeso había desaparecido o manchadas con graffiti; en el suelo había una gruesa y polvorienta capa de polvo y pilas de escombros o basura.

Era un territorio poco probable para el amor.

Pero ese edificio proporcionaba un lugar para que el sector más degradado del negocio de la prostitución de Hamburgo realizara sus actividades. En su mayor parte eran chicas heroinómanas, o adictas a otras drogas, que cobraban mucho menos que las que trabajaban en las zonas más atractivas de Herbertstrasse y Kiez. Las chicas que operaban aquí eran mayoristas: hacían la mayor cantidad de servicios lo más rápido posible para alimentar su hábito o las carteras de sus proxenetas.

La evidencia estaba allí, descarnada, a la sombría luz del día: preservativos usados esparcidos por el roñoso suelo de la fábrica.

Olga X no consumía drogas. Eso había quedado establecido en la autopsia. La habían obligado a vender su cuerpo en ese lugar sórdido y miserable mediante alguna otra coacción.

Maria atravesó el gran vacío de la parte principal de la fábrica y se detuvo a pocos metros de la esquina. Irónicamente, estaba limpia y vacía; el equipo forense que había asistido a la escena se había llevado hasta el último escombro para examinarlo. Aquello había ocurrido tres meses antes, y daba la impresión de que las chicas que llevaban allí a sus clientes habían evitado esa esquina en particular. Tal vez sentían que ese rincón estaba maldito. O embrujado. Sólo había una cosa nueva: un pequeño ramillete de flores marchitas dispuesto con tristeza en la esquina, que alguien había dejado como patético recuerdo de la vida que había terminado allí.

Maria recordaba aquel rincón como la primera vez que lo vio. Como si su mente hubiera fotografiado y archivado la escena, siempre se le presentaba perfecta y completa en su memoria. Olga no había sido una chica grande. Había sido de complexión delgada y de huesos livianos, y la había encontrado tirada en un enredo de brazos y piernas en ese rincón, con su sangre mezclándose con el polvo del suelo formando una pasta pálida y arenosa. Maria nunca dejaba que las escenas de los crímenes la afectaran tanto como a sus colegas masculinos. Pero aquel asesinato sí la había afectado. En realidad no entendía por qué haber visto los frágiles restos de una prostituta anónima la había dejado sin dormir durante varias noches, pero más de una vez se le había ocurrido que podría tener algo que ver con el hecho de que ella misma había estado a punto de convertirse en la víctima de otro homicidio. La otra cosa que la angustiaba respecto de la muerte de esa muchacha era la forma en que la habían engañado. La mayoría de los casos que investigaba la Mordkommission de la Polizei de Hamburgo pertenecían a un ámbito determinado: bebedores y drogadictos crónicos, ladrones y narcotraficantes y, por supuesto, prostitutas. Pero a esta chica la habían obligado a entrar en este mundo. La promesa de una vida nueva en Occidente con un trabajo decente y un futuro mejor había resultado un fraude. En cambio, Olga, o fuera cual fuese su verdadero nombre, había entregado su propio dinero, probablemente todo el que tenía o el que había conseguido reunir, para venderse sin saberlo a la esclavitud y a una muerte sórdida y anónima.

Maria se inclinó y examinó el ramillete marchito. No era mucho, pero al menos alguien había reconocido que una persona, un ser humano con un pasado, con esperanzas y sueños, había perdido la vida en ese sitio. A alguien le había importado lo bastante como para dejar esas flores; y en ese momento, después de muchas averiguaciones discretas, Maria sabía quién era ese alguien.

Se enderezó cuando oyó el retumbar de la puerta al otro lado de la fábrica, seguido del sonido de unas pisadas.

11.10 H, EPPENDORF, HAMBURGO

—Esto es muy irregular, ¿sabe? —El doctor Minks hizo pasar a Fabel a su consulta y señaló la silla de cuero en un vago gesto de invitación—. Quiero decir, no pienso violar la confidencialidad de mi paciente, como comprenderá. —Minks se arrugó en el asiento enfrentado al de Fabel y examinó al comisario en jefe por encima de sus gafas—. Por lo general yo no comentaría nada sobre un paciente a menos que hubiera una orden judicial, pero Frau Dreyer me aseguró personalmente que está de acuerdo con que hable con usted sobre cualquier aspecto de su estado o tratamiento. Tengo que advertirle de que yo no me siento tan cómodo con esta situación como parece estarlo ella.

—Lo entiendo —dijo Fabel. Se sentía extrañamente vulnerable allí sentado delante de ese hombre anciano y pequeño con un traje lleno de arrugas. Fabel se dio cuenta de que estaba ubicado en el lugar que normalmente ocuparía uno de los pacientes del doctor Minks; lo que lo incomodó aún más—. Pero debo decirle que no creo que Kristina Dreyer sea culpable de nada excepto de haber destruido unas valiosas pruebas forenses. Y ni siquiera es probable que presentemos cargos por eso. Está claro que es resultado de su estado mental.

—Pero usted tiene a mi paciente en custodia —dijo el doctor Minks.

—Hoy será liberada. Puedo asegurárselo. Sin embargo, seguirá sometida a posteriores evaluaciones de su salud psicológica.

Minks meneó la cabeza.

—Kristina Dreyer es mi paciente y yo digo que su estado no le impide desenvolverse en la comunidad. Su psicóloga forense también solicitó mi evaluación. Se la mandé esta mañana. A propósito, me sorprendió enterarme de que esa psicóloga forense era la doctora Eckhardt.

—¿Conoce a Susanne? —preguntó Fabel, sorprendido.

—Es evidente que no tanto como usted, comisario.

—La doctora Eckhardt y yo… —Fabel luchó para encontrar las palabras adecuadas. Le irritó sentir que se ruborizaba—… tenemos una relación personal, además de profesional.

—Ya veo. Conocí a Susanne Eckhardt en Munich. Yo era su profesor. Ella era una estudiante de un ingenio y una comprensión fuera de lo común. Estoy seguro de que es muy valiosa para la Polizei de Hamburgo.

—Sí lo es. —Dijo Fabel. Le había mencionado a Susanne que se encontraría con Minks, y durante un momento se preguntó por qué ella no le había dicho que lo conocía—. En realidad, no trabaja directamente para la Polizei. Su despacho está en el Instituto de Medicina Legal de Eppendorf… Y allí desempeña su trabajo como consultora especial de la brigada de Homicidios.

Hubo una pausa, durante la cual Minks continuó estudiando a Fabel como si él mismo fuera un paciente al que había que evaluar. Fabel rompió el silencio.

—Usted trataba a Kristina Dreyer por sus fobias, ¿correcto?

—En términos estrictos, no. Yo trataba a Frau Dreyer por una constelación de problemas psicológicos. Sus miedos irracionales no eran más que la manifestación, los síntomas de ese estado. Un elemento clave de su tratamiento consistía en desarrollar estrategias para ayudarla a llevar una vida relativamente normal.

—Conoce las circunstancias en que se encontró a Kristina Dreyer… y el hecho de que ella declaró que se sintió obligada a limpiar la escena del crimen. Tengo que preguntárselo directamente: ¿cree que Kristina Dreyer es capaz de haber cometido el homicidio de Hans-Joachim Hauser?

—No. Por lo general no me gusta hacer conjeturas sobre lo que el estado mental de mis pacientes podría obligarlos a hacer, pero no. Puedo afirmárselo categóricamente. Creo en el relato de Kristina y creo que no asesinó a Hauser. Kristina es una mujer asustada. Por eso la trato aquí, en mi clínica del miedo. Cuando mató antes, se debió a que su miedo se amplificó hasta un grado que ni usted ni yo comprendemos del todo. Le proporcionó una fortaleza superior a lo que cualquiera esperaría de una mujer de su estatura. Ella reaccionó a una amenaza directa y sostenida contra su vida después de un período continuo de malos tratos. Pero, de todas formas, usted ya sabe todo esto, ¿verdad, Herr Fabel?

—Gracias por su opinión, Herr Doktor… —Fabel se levantó para irse y esperó que Minks hiciera lo mismo. En cambio, el psicólogo permaneció sentado y contempló a Fabel con su mirada suave pero constante. No había nada descifrable en la expresión de Minks, pero Fabel sintió que estaba sopesando cuidadosamente sus palabras siguientes. Volvió a sentarse.

—Yo conocía a Hans-Joachim Hauser, ¿sabe? —continuó Minks—. La víctima del asesinato.

—Oh —dijo Fabel, sorprendido—. ¿Eran amigos?

—No… Por el amor de Dios. Sería más correcto decir que le conocí, hace muchos años. Le he visto un par de veces desde entonces, pero en realidad no teníamos mucho que decirnos. Nunca me cayó muy bien. —Minks hizo una pausa—. Como sabe, aquí me dedico a tratar las causas y los efectos del miedo; las fobias y las situaciones que las causan. Una de las cosas principales que les enseño a mis pacientes es que jamás deben permitir que sus fobias den forma a sus personalidades. No deben dejar que sus temores definan quiénes son. Pero, por supuesto, eso no es cierto. Lo que nos define es nuestro miedo. A medida que crecemos, aprendemos a temer el rechazo, el fracaso, el aislamiento e incluso el amor y el éxito. Usted, por ejemplo, Herr Fabel… Yo adivinaría que usted proviene de un típico ambiente provinciano del norte de Alemania y que ha vivido en la región toda su vida. Tiene la actitud típica de los alemanes del norte: se apartan de las cosas, reflexionan cuidadosamente antes de hablar o actuar. Luego necesita la tranquilidad de que algún otro confirme sus observaciones o sus acciones. Teme dar un paso en falso. Cometer un error. Y las consecuencias de ese paso en falso. Por eso necesitaba que yo lo reconfortara confirmando su punto de vista sobre Frau Dreyer.

—No necesito que usted apruebe mis teorías, Herr Doktor. —Fabel no logró ocultar el filo de su voz—. Lo único que necesito son sus opiniones sobre su paciente. Y, en realidad, se equivoca usted. No he vivido en Alemania del Norte toda mi vida. Mi madre es escocesa y viví en el Reino Unido unos años, de pequeño.

—Entonces la mentalidad debe de ser parecida. —Minks se encogió de hombros dentro de la arrugada tela de su chaqueta—. De todas maneras, todos tenemos miedos y esos miedos tienden a influir en la manera en que reaccionamos ante el mundo.

—¿Qué tiene que ver todo esto con Hauser?

—Uno de los temores más comunes que todos tenemos es el miedo a la exposición. En todos nosotros hay algún aspecto de nuestra personalidad que tememos revelar al mundo. Algunas personas, por ejemplo, tienen miedo de su pasado, de esa persona diferente que eran antes.

—¿Está diciéndome que Hauser era una persona así?

—Tal vez le resulte difícil creerlo, Herr Fabel, pero en otra época yo fui algo así como un radical. Era estudiante en 1968 y participé de muchas de las cosas que ocurrieron en aquella época. Pero estoy contento con todo lo que hice y con quién era entonces. Todos hicimos cosas en aquel momento que tal vez fueran… desaconsejables… pero tenían mucho que ver con el fervor de la juventud y la emoción de la época. De todas maneras, lo más importante es que cambiamos algo. Alemania es un país diferente gracias a nuestra generación y yo estoy orgulloso del papel que me tocó. Sin embargo, hay otros que tal vez no se enorgullezcan tanto de sus acciones. Yo conocí a Hauser en el año 1968. Era un joven pomposo, arrogante y terriblemente vanidoso. Le encantaba estar rodeado de admiradores y hacer pasar toda clase de ideas prestadas como si fueran suyas.

—No veo qué tiene eso de relevante. ¿Por qué eso haría que un hombre le tema a su pasado?

—Parece inofensivo, ¿verdad? Robar los pensamientos de otros… —Minks se había hundido tanto en la silla que parecía que había estudiado el arte del reposo toda su vida, pero un brillo distante ardía detrás de los suaves ojos, que seguían clavados en Fabel—. Pero la cuestión es de quién eran los pensamientos que tomaba prestados… De quién era la ropa que se ponía como suya. Lo que suele ocurrir en las épocas emocionantes y peligrosas es que la emoción puede hacer que uno se vuelva ciego al peligro. Uno pocas veces es consciente de que entre la gente que conoce en momentos como ése hay individuos peligrosos.

—Doctor Minks, ¿tiene algo específico que decirme sobre el pasado de Herr Hauser?

—¿Específico? No. No hay nada específico que pueda señalarle… Pero puedo indicarle el rumbo. Le aconsejo que haga un poco de arqueología, Kriminalhauptkommissar. Excave un poco en el pasado. No estoy seguro de lo que encontrará… pero sí de que encontrará algo.

Fabel contempló al hombre pequeño en el sillón, con su traje arrugado y su cara arrugada. Por mucho que lo intentó, no logró imaginar al doctor Minks como un revolucionario. Pensó en presionarlo un poco más, pero supo que sería un esfuerzo inútil. Minks no revelaría nada más. A pesar de lo críptico de sus palabras, estaba claro que había tratado de proporcionarle una pista.

—¿También conocía al doctor Gunter Griebel? —le preguntó—. Fue asesinado de la misma manera que Hauser.

—No… En realidad no. Leí sobre su muerte en los periódicos, pero no lo conocía.

—¿Entonces no sabe si existía alguna relación entre Hauser y Griebel?

Minks meneó la cabeza.

—Creo que Griebel y Hauser eran contemporáneos. Tal vez su arqueología revele que compartieron un pasado. De todas maneras, comisario, ya le he dado mi opinión sobre Kristina. Ella es totalmente incapaz de la clase de homicidio que está investigando.

Fabel se incorporó y esperó a que Minks se levantara de la silla en la que estaba despatarrado. Se estrecharon la mano y Fabel le agradeció la ayuda.

—Oh, por cierto —dijo Fabel cuando llegó a la puerta—, creo que conoce usted a una de mis agentes, Maria Klee.

Minks lanzó una carcajada y meneó la cabeza.

—Vamos, Herr Fabel, puedo haberle permitido cierta flexibilidad porque tenía la autorización de Kristina Dreyer, pero no pienso violar la confidencialidad entre médico y paciente confirmando o negando mi conocimiento de su colega.

—Yo no he dicho que ella sea una paciente —dijo Fabel mientras salía—. Sólo que creía que usted la conocía. Adiós, Herr Doktor.

11.10 H, ALTONA NORD, HAMBURGO

Cuando las pisadas se hicieron más fuertes, Maria retrocedió hacia el rincón donde una joven había muerto golpeada y estrangulada. A pesar de que la mayoría de las ventanas de aquella fábrica abandonada estaban rotas, Maria sentía el aire a su alrededor como algo quieto, caliente y pesado. Una mujer apareció en el umbral y miró hacia todos lados con actitud de nerviosismo antes de entrar. Maria salió de las sombras, la mujer la divisó y avanzó a través de la fábrica un poco más tranquila.

—No es posible que me quede mucho tiempo… —dijo a modo de saludo mientras se aproximaba a Maria. Tenía un fuerte acento del Este de Europa en la voz y hablaba con la gramática de alguien que había aprendido alemán en la calle. Maria supuso que no tendría más de veintitrés o veinticuatro años, aunque de lejos había parecido mayor. Llevaba un vestido barato y colorido que había acortado para que el dobladillo no le cubriera más que la parte superior de los muslos. Sus piernas estaban desnudas y sus zapatos eran sandalias de tacón alto y tiras ajustadas en torno a los tobillos. El vestido estaba hecho con una tela delgada que se le ajustaba a la altura de los senos y le acentuaba claramente el contorno de los pezones. Colgaba de un par de tirantes delgados y dejaba al descubierto el cuello y los hombros. Toda esa vestimenta estaba pensada para exudar cierta clase de sexualidad estridente y disponible. Pero en realidad su color ofrecía un contraste discordante con la piel pálida y llena de irregularidades de la muchacha y, en combinación con sus hombros huesudos y brazos delgados, la hacían verse enferma y algo patética.

—No hace falta que te quedes mucho tiempo, Nadja —respondió Maria—. Sólo necesito el nombre.

Nadja miró más allá de Maria hacia la esquina de la fábrica abandonada. La esquina donde ella había dejado las flores.

—Ya he dicho, no sé cuál era su verdadero nombre.

—No es el nombre de ella lo que busco, Nadja —dijo Maria en un tono tranquilo—. Quiero saber quién la puso en la calle.

—Ella no tenía un chulo, uno solo no. Era nueva para el grupo.

—¿El grupo?

—Todas trabajamos para misma gente. Pero no voy a decirle quiénes son. Como están las cosas, me matarán si saben que yo hablé con usted.

Maria cogió la mano de Nadja y giró la palma hacia arriba. Con la otra mano, metió algunos billetes de cincuenta euros en ella y cerró los dedos de Nadja en torno al dinero.

—Esto es importante para mí. —Maria sostuvo la mirada de Nadja con sus pálidos ojos grises y azulados—. Soy yo la que paga por esta información. No la policía.

Nadja abrió el puño y miró los billetes arrugados. Volvió a ponérselos en la mano a Maria.

—Guarde dinero. No he venido a verla para sacarle pasta. Puedo ganar más que esto en un par de horas esta noche.

—Pero no puedes conservarlo, ¿verdad? —Maria no hizo ningún gesto para coger el dinero—. ¿Cómo conociste a Olga?

Nadja lanzó una risita vacía y meneó la cabeza. Cada movimiento parecía electrizado por el miedo. Hizo una pausa para encender un cigarrillo y Maria se dio cuenta de que le temblaban las manos. La mujer echó la cabeza hacia atrás y lanzó un chorro de humo hacia el aire espeso y caliente.

—¿Cree que dinero significa algo? Yo antes pensaba que dinero era la respuesta a todos los males; pensaba que Alemania era el lugar donde ganar. Y terminé así. Pero cojo su dinero; tengo que probar que cada segundo fuera de su vista gano pasta para ellos.

Nadja cogió tres billetes de cincuenta euros y le devolvió el resto a Maria.

—La chica que usted llama Olga. Ella no rusa, ella de Ucrania. La trajeron los mismos que me trajeron a mí.

Maria sintió la excitación de una sospecha confirmada.

—¿Traficantes de personas?

Se oyó un ruido desde el exterior del edificio, cerca de las puertas principales. Ambas mujeres giraron y observaron la puerta un momento antes de continuar la conversación.

—Usted debería saberlo —dijo Nadja—. Las cosas han cambiado en Hamburgo. Antes sólo dos clases de prostitutas: las chicas que trabajan en Kiez, en Sankt Pauli… allí incluso puedes encontrar estudiantes universitarias que quieren ganar algunos billetes… y las yonquis que necesitan para pagar droga. Esas chicas lo más bajo del negocio. Ahora hay algo nuevo. Nosotras. Las otras chicas nos llaman el Mercadillo de los Agricultores… nos traen del Este como ganado y nos venden. La mayoría de Rusia, Bielorrusia o Ucrania. Muchas también de Albania y unas cuantas de Polonia y Lituania.

—¿Quién dirige el Mercadillo de los Agricultores?

—Si se lo digo, irá a buscarlos. Entonces ellos deducirán quién se lo dijo y me matarán. Pero antes me torturarán, y matarán a mi familia. Usted no tiene idea de cómo son. Cuando traen chicas lo primero es violar. Luego pegan y dicen que matarán a familias si no ganamos dinero para ellos.

—¿Y eso es lo que ocurrió contigo?

Nadja no respondió, pero una lágrima empezó a recorrer el contorno de su nariz antes de que ella se la limpiara con un brusco movimiento de la mano.

—Se lo hicieron a la chica que usted dice Olga. Ella confió. Le dijeron que tenían un buen trabajo para ella en el Oeste. Confió en ellos porque eran ucranianos, como ella.

—¿Ucranianos? —Maria sintió una opresión en el pecho, como si su cuerpo estuviera apretando una vieja herida—. ¿Has dicho que la gente detrás del Mercadillo de los Agricultores son ucranianos?

Nadja miró con gesto nervioso la puerta de la fábrica.

—Debo irme ahora…

Maria miró fijamente a la joven y famélica prostituta.

—¿El nombre Vasyl Vitrenko significa algo para ti?

Nadja meneó la cabeza. De pronto, Maria comenzó a rebuscar en su bolso. Sacó la fotografía en color de la cabeza y los hombros de un hombre con un uniforme militar soviético.

—Vasyl Vitrenko. ¿No has oído hablar de él, en conexión con las personas que están trayendo a las chicas de Europa del Este? ¿Esta persona podría ser el jefe?

—No sé. No reconozco. Le doy mi dinero a hombre diferente.

—¿Estás segura de que nunca lo has visto? —Maria sostuvo la fotografía cerca de la cara de Nadja y su voz se tiñó de urgencia—. Mírale la cara. Míralo.

Nadja examinó la imagen más de cerca.

—No… Nunca visto antes. No olvidaría esa cara.

La tensión pareció evaporarse de la postura de Maria. Contempló la fotografía que tenía en la mano. Vasyl Vitrenko le devolvió la mirada con unos ojos color esmeralda que eran crueles, fríos y luminosos como el centro del infierno.

—No… —dijo—. Supongo que no.

12.30 H, HAMBURGUER HAFEN, HAMBURGO

Dirk Stellamanns había sido agente de uniforme cuando Fabel se incorporó a la Polizei de Hamburgo. Era un tipo grande como un oso, cordial y de sempiterna sonrisa. Dirk era quien le había enseñado a Fabel las cosas que conlleva ser policía y que no se aprenden en la Escuela Estatal: las sutilezas y los matices, la forma en que puedes entrar a una habitación y entender la situación y evaluar los riesgos con tu primera mirada.

Dirk Stellamanns había estado a cargo de la patrulla de Sankt Pauli y trabajaba en la famosa comisaría de Davidwache. Con las doscientas mil personas que pasaban cada fin de semana por esos dos kilómetros cuadrados de bares, teatros, discotecas, clubes de striptease y, desde luego, la notoria Reeperbahn, era una patrulla en la que el arma más eficaz de un policía consistía en su capacidad para hablar con la gente. Dirk le había enseñado a Fabel cómo se podía desactivar una situación explosiva con unas pocas palabras dichas en el momento adecuado; cómo a una persona que parecía destinada al arresto se la podía mandar a su casa con una sonrisa en la cara. Todo dependía de la manera en que uno lidiaba con la situación. Fabel había quedado admirado y bastante envidioso de la habilidad verbal de Dirk. Él tenía una conciencia clara de sus propias virtudes como policía, pero también de sus debilidades: en ocasiones, Fabel se daba cuenta de que podría haberle sacado más a un sospechoso o a un testigo si hubiera manejado la situación un poco mejor.

Dirk había estado presente cuando dispararon a Fabel y a su compañero. Un robo que había salido mal, perpetrado por miembros de un grupo terrorista, había dejado a Fabel malherido. Su compañero no había sobrevivido. Franz Webern, de veinticinco años, que llevaba menos de tres años casado y era padre de un bebé de dieciocho meses, había quedado tumbado en la calle a las puertas del Commerzbank y había tiritado de frío mientras el calor de su sangre se escapaba de su cuerpo y florecía oscuramente en el pálido asfalto.

Aquél fue el día más oscuro de la carrera de Fabel. Terminó con él herido en un muelle junto al Elba, delante de una chica de diecisiete años armada con tópicos políticos y una pistola automática que se negaba a bajar.

«Ella se negó a bajar la pistola…». Fabel repetía esa frase como un mantra año tras año en un intento de disminuir aunque fuera sólo un poco el intolerable peso de saber que él le había quitado la vida; que le había disparado a la cara y la cabeza y que ella se había derrumbado como una muñeca rota y había caído en las aguas oscuras y frías. Dirk acompañó a Fabel cada día, cada vez que no estaba trabajando. En el momento en que Fabel empezó a recuperar una vaga y tenue conciencia, se dio cuenta de la presencia tranquila y sólida de Dirk junto a la cama del hospital.

Fabel aprendió que había lazos que, una vez forjados, no podían romperse.

Dirk, finalmente, se retiró de la policía. Llevaba tres años al frente de aquel chiringuito de comidas rápidas junto al puerto. Y Fabel iba allí al menos una vez cada quince días; no porque apreciara particularmente las variedades de currywurst que Dirk ofrecía, sino porque ambos hombres sentían la necesidad de esas bromas triviales, sin objetivo y sin sentido que siempre flotaban en la superficie de su amistad.

Pero en algunas ocasiones, Fabel necesitaba bucear más profundo. Cada vez que había un caso que lo ponía nervioso, un asesinato con la capacidad de impresionarlo, incluso después de tantos años de enfrentarse a la muerte, Fabel no acudía a Otto Jensen, su mejor amigo y con quien tenía mucho más en común. Acudía a Dirk Stellamanns.

El puesto de comida rápida de Dirk era una extensión de la inmensa personalidad de su dueño. Estaba bien iluminado, escrupulosamente limpio y rodeado de un grupo de mesas que llegaban a la altura del pecho rematadas con sombrillas blancas. Dirk, con su corpulento cuerpo protestando contra su ajustado e inmaculado delantal blanco de cocinero, sonrió con alegría cuando Fabel se acercó.

—Vaya, vaya… veo que te has hartado de esos restaurantes caros de Pöseldorf… —Dirk le habló a Fabel en frisón. Ambos eran de Frisia Oriental y siempre se comunicaban entre sí utilizando el peculiar idioma de la región, una vieja mezcla de alemán, holandés e inglés antiguo—. ¿Quieres un poco de comida de verdad?

—Una Jever y un bocadillo de queso me bastarán —dijo Fabel con una sonrisa desoladora. Siempre pedía lo mismo cuando iba allí a la hora del almuerzo. Una vez más, se sintió irritado por su propia previsibilidad. Bebió un sorbo de la fría cerveza con aroma a hierbas que había pedido, que también era de Frisia Oriental.

—Se te ve alegre, como siempre. —Dirk se inclinó hacia delante y apoyó los codos en el mostrador—. ¿Qué ocurre?

—¿Has leído lo del asesinato de Hans-Joachim Hauser?

—¿Lo del Peluquero de Hamburgo? —Dirk frunció los labios—. Hauser y otro tío, un científico. ¿Tú estás con eso?

Fabel asintió y bebió otro sorbo de cerveza.

—Es terrible. Sólo Dios sabe cómo la prensa se ha enterado de los detalles, pero son bastante precisos. Ese tío les arranca el cuero cabelludo.

—¿Es cierto que los tiñe de rojo?

Fabel volvió a asentir.

—¿De qué va todo esto? —Dirk hizo un gesto de incredulidad—. Dios sabe que vi muchas cosas en mi época, pero siempre hay un psicópata que se presenta con algo nuevo y te sorprende. Ese tipo debe de estar loco de remate.

—Así parece. —Fabel examinó su vaso de cerveza antes de beber otro sorbo—. La cuestión es que no se lleva sus trofeos. Los cuelga para que todos los vean.

—¿Un mensaje?

—Eso es lo que comienzo a preguntarme.

Fabel se encogió de hombros. A pesar de la luz del sol, sintió frío en su interior. Tal vez fuera la cerveza; tal vez fuera la helada astilla de inquietud que se le había formado desde que vio la fotografía del Hombre de Neu Versen: Franz el Rojo, cuyo pelo había quedado teñido de un rojo subido después de dormir mil años en un pantano frío y oscuro.

—Pero ¿por qué lo haría? —Fabel formuló la pregunta más para sí mismo que para Dirk—. ¿Qué significado tiene el color rojo?

—¿El rojo? Es el color de las advertencias, ¿verdad? O algo político. El rojo es el color de la revolución, de la vieja Alemania Oriental, el comunismo, toda esa mierda. —Dirk hizo una pausa para atender a una clienta. Aguardó hasta que la mujer no pudiera oírlo para continuar—. ¿Acaso Hauser no estaba relacionado con todo aquello en los años sesenta y setenta? Tal vez el asesino tenga algo contra los «rojos».

—Podría ser… —Fabel suspiró—. Quién sabe lo que pasa por una mente como ésa. Esta mañana hablé con alguien que me sugirió que revisara el pasado de Hauser; específicamente su pasado político, más de lo que lo haría normalmente en un caso así. Pero nadie me ha comentado que Hauser participara en nada parecido a la «acción directa».

—Nunca se sabe, Jan. Hay muchas personas en altos puestos políticos que tienen algunos trapos sucios que ocultar.

Fabel dio otro sorbo a la cerveza.

—De verdad que necesito algo a lo que aferrarme…

21.30 H, OSDORF, HAMBURGO

Maria se sentó en el sofá y sostuvo la copa vacía de vino sobre la cabeza, agitándola como si estuviera haciendo sonar una campanilla. Frank Grueber salió de la cocina y la cogió.

—¿Otra?

—Otra. —La voz de Maria era monótona y triste.

—¿Te encuentras bien? —Grueber había estado en la cocina, metiendo en el fregadero los platos de la cena que había preparado. A pesar de sus treinta y dos años, Grueber conservaba el aspecto de un muchacho. Tenía las mangas subidas hasta los codos, dejando al descubierto sus delgados antebrazos, y su pelo grueso y oscuro le caía sobre las cejas, que estaban fruncidas en un gesto de preocupación—. Has bebido bastante…

—Un día difícil. —Maria lo miró y sonrió—. He estado investigando el pasado de aquella joven rusa que asesinaron hace tres meses. —Se corrigió—. Ucraniana.

—Pero yo creía que ya habías capturado al asesino —dijo Grueber desde la cocina. Reapareció con una copa de vino tino, que depositó sobre la mesa delante de Maria antes de sentarse en el sofá a su lado.

—Sí… Lo capturamos entre todos. Es sólo que ella no tiene nombre, un nombre real. Quiero devolvérselo. Lo único que ella deseaba era una vida nueva. Estar en otra parte, ser otra persona. Dios sabe que hay ocasiones en que puedo identificarme con eso.

Maria le dio un largo sorbo a su Barolo. Grueber apoyó el brazo en el respaldo del sofá y acarició con suavidad el pelo rubio de Maria. Ella sonrió débilmente.

—Estoy preocupado por ti, Maria. ¿Has vuelto a ver a ese médico?

Maria se encogió de hombros.

—Tengo una cita esta semana. Le detesto. Y no estoy para nada segura de que sirva. No sé si existe algo que pueda servirme. De todas maneras, mejor cambiemos de tema… —Señaló con un gesto el gran aparador antiguo que estaba ubicado contra la pared de la sala—. ¿Es nuevo? —preguntó.

Grueber suspiró sin dejar de acariciarle el pelo.

—Sí… Lo compré el fin de semana. —Su tono dejaba bien claro que le molestaba cambiar de tema—. Necesitaba algo para esa pared.

—Parece caro —dijo Maria—. Como todo… —Movió la copa para referirse a la sala y a la casa en general.

—Perdón —dijo Grueber.

—¿Perdón por qué?

—Por ser rico. No puedes elegir la cuna en la que naces, ¿sabes? Yo no pedí tener padres adinerados, de la misma manera que otros no pidieron nacer pobres.

—A mí no me molesta… —dijo Maria.

—¿No? Yo me las arreglo solo, ¿sabes? Siempre lo he hecho.

Maria volvió a encogerse de hombros.

—Como he dicho, no me molesta. Debe de ser bonito tener dinero. —Recorrió la sala con la mirada. La decoración era de buen gusto y se notaba que era muy cara. Maria sabía que Grueber era el dueño de aquel apartamento y que no tenía que pagar hipoteca. Era la parte inferior de una inmensa mansión en Hochkamp, una zona de Osdorf. Ella sospechaba que él también era dueño de la otra parte del edificio, que estaba en alquiler. El apartamento mismo representaba una propiedad inmobiliaria muy valiosa. Hamburgo era una de las ciudades más ricas de Alemania y Maria sabía que los padres de Grueber eran ricos incluso para los niveles de Hamburgo. Más aún, Frank Grueber era hijo único. Una vez le había explicado a Maria que sus padres prácticamente habían perdido toda esperanza de tener un hijo. Como consecuencia, Grueber había crecido en un mundo donde podía tener todo lo que quisiera. Además, en poco tiempo heredaría una fortuna y era evidente que ya tenía considerables recursos financieros a su disposición. Maria se había preguntado con frecuencia por qué alguien escogería la carrera de científico forense cuando podía elegir cualquier cosa.

—Tener dinero no garantiza la felicidad —dijo Grueber.

—Eso es extraño. —Maria lanzó una risa pequeña y dolorosa—. Porque no tenerlo garantiza la infelicidad…

Se dio cuenta de que había vuelto a pensar en Olga X, y en Nadja, y en los sueños que debieron tener ellas sobre una nueva vida en el Oeste. Para Olga, el apartamento de Grueber probablemente habría sido la encarnación de su sueño y, en su ingenuidad, seguramente había pensado que podría alcanzar aunque fuera sólo una pequeña parte de su sueño trabajando duro en un hotel o restaurante de Alemania. Maria siempre imaginaba el pasado de Olga de la misma manera: el estereotipo de una pequeña aldea en una vasta estepa, con robustas babushkas, sus cabezas cubiertas con bufandas negras, transportando unas cestas pesadas y muy cargadas. Y siempre imaginaba a una Olga sonriente y de cara radiante mirando con esperanza hacia el oeste. Sabía que era más probable que Olga proviniera de alguna gris y deprimida metrópolis postcomunista, pero no podía sacarse el lugar común de la cabeza.

—Eres un buen hombre, Frank —dijo Maria, sonriendo—. ¿Lo sabes? Eres amable, dulce. Una persona decente. No sé por qué me aguantas, con todos mis complejos. La vida sería mucho más simple para ti si no estuvieras conmigo.

—¿Sí? —dijo Grueber—. Es mi decisión. Y estoy contento con ella.

Maria miró a Grueber. Ya había pasado un año desde que lo conoció. Llevaban seis meses en esa relación, pero aún no había habido sexo entre ellos. Contempló sus grandes ojos azules, su rostro juvenil y la tupida mata de pelo negro. Lo deseaba. Dejó la copa sobre la mesa y se inclinó hacia delante, puso una mano detrás de su cabeza y lo acercó hacia ella. Se besaron, y ella le metió la lengua en la boca. Él deslizó su brazo a su alrededor y ella pudo sentir el calor de su cuerpo.

—Vayamos al dormitorio —dijo. Se puso de pie y lo guió de la mano.

Se desvistió tan rápido que perdió un botón de la blusa. No quería que pasara el momento; no quería que esa ventana de normalidad se cerrara de golpe. Se tumbó en la cama y tiró de él. Lo ansiaba. Entonces sintió a Grueber encima de ella, apretándose contra ella. Sintió su cuerpo sobre el suyo y de pronto creyó que se ahogaría, que se asfixiaría. Una oleada de náuseas la sobrecogió y quiso gritarle que saliera de encima, que dejara de tocarla. Miró el rostro dulce, apuesto y juvenil de Frank Grueber y sintió una repulsión profunda y violenta. Grueber se dio cuenta de que algo iba mal y se echó atrás. Pero Maria cerró los ojos y tiró de él hacia ella. A través de los párpados cerrados imaginó que era otra la cara que la miraba y la repulsión desapareció.

Dejó los ojos cerrados y, cuando Frank Grueber la penetró, mantuvo el asco a raya trayendo otra cara a la mente, una cara angulosa y cruel. Una cara que la miraba con ojos fríos, verdes y sin amor.