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Lunes 22 de agosto de 2005, cuatro días después del primer asesinato

11.15 H, MARIENTHAL, HAMBURGO

Fabel estaba solo en el jardín trasero de la mansión del difunto doctor Griebel, entrecerrando los ojos para protegerlos del fuerte sol. La casa tenía paredes blancas y estaba estructurada en tres plantas bajo un amplio techo de tejas rojas que caía a ambos lados hasta llegar al piso. El diseño de las casas vecinas era diferente sólo superficialmente. Detrás de Fabel había otra hilera de mansiones también impresionantes, dándole la espalda y los jardines.

El jardín de Griebel era una gran extensión de césped con algunos tupidos arbustos y un grupo de árboles que proporcionaban un poco de cobertura. Pero se veía desde todos lados. El asesino no había entrado por allí. De todas maneras, parecía incluso más difícil entrar desde la parte delantera de la casa o los lados, a menos que el homicida fuera tan habilidoso en el robo con allanamiento como lo era para borrar todo rastro forense. Y Brauner y su equipo aún no habían encontrado ninguna evidencia de que hubiera entrado forzando alguna puerta o ventana ni en esa casa ni en el apartamento de Hans-Joachim Hauser.

—Te dejaron entrar —dijo Fabel al jardín vacío, al fantasma de un asesino que se había marchado mucho tiempo antes de la escena. Dio la vuelta a la casa resueltamente hasta llegar a la parte delantera y se detuvo ante la puerta principal, que estaba cruzada por tiras de la cinta roja y blanca de la policía y que tenía un anuncio policial prohibiendo la entrada—. Nadie te vio aquí. Eso significa que Griebel te dejó entrar muy rápidamente. ¿Te esperaba? ¿Habíais quedado en veros?

Fabel sacó su teléfono móvil, apretó el botón de memoria con el número de la brigada de Homicidios y pidió hablar con Anna Wolff.

—Necesito los registros telefónicos de Griebel del último mes. Todo lo que podamos conseguir. De la casa, de la oficina, del móvil. Necesito nombres y direcciones de todos con los que habló. Comienza a partir de la semana pasada. Y quiero que Henk haga lo mismo con las llamadas de Hauser.

—De acuerdo, chef, ya mismo nos ponemos a ello —dijo Anna—. ¿Vas a volver al Präsidium?

—No. Entrevistaré a los colegas de Griebel esta tarde. ¿Cómo les está yendo a Maria y Werner con el seguimiento de Hauser?

—No lo sé, chef. Ellos siguen en el Schanzenviertel. La razón por la que te pregunté si volverías es que te ha llamado un tal doctor Severts.

—¿Severts? —Fabel quedó desconcertado por un momento, luego recordó al arqueólogo joven y alto cuya piel, pelo y ropa parecían haber adoptado la tonalidad de la tierra con la que trabajaba. Apenas habían pasado tres días desde que Fabel había contemplado el cuerpo momificado de un hombre congelado en un momento que había tenido lugar más de sesenta años antes. Y sólo habían transcurrido cuatro días desde que Fabel se había sentado a la mesa en el restaurante de su hermano en Sylt y había charlado sin preocupaciones con Susanne sobre cosas sin ninguna importancia.

—Ha preguntado si podrías encontrarte con él en la universidad. —Anna le dio a Fabel el número del teléfono móvil de Severts.

—De acuerdo, lo llamaré. Mientras tanto, consigue los registros telefónicos.

—Por cierto —añadió Anna—, ¿has visto los diarios esta mañana?

Fabel sintió que su corazón daba un vuelco por anticipado.

—No… ¿Por qué?

—Al parecer tienen mucha información sobre las escenas de los crímenes. Saben que había un pelo teñido y también que a las víctimas les habían arrancado el cuero cabelludo. —Anna hizo una pausa, luego añadió, en tono vacilante—: Y le han puesto un nombre al asesino: «Der Hamburger Haarschneider».

—Brillante. Totalmente brillante, carajo… —dijo Fabel, y colgó.

«El peluquero de Hamburgo». Un nombre perfecto para aterrorizar a toda la población de la ciudad.

13.45 H, BLANKENESE, HAMBURGO

Scheibe colgó el teléfono. El miembro de la comisión encargado de darle la buena noticia había quedado claramente sorprendido con su reacción. O la falta de ella. Scheibe se había mostrado cortés, contenido; casi modesto. Cualquiera que conociera aunque fuera un poco al egocéntrico Paul Scheibe se hubiera asombrado ante esa respuesta tan apagada a la noticia de que su concepto para el KulturZentrumEins había ganado la licitación arquitectónica para el área del Überseequartier.

Pero Paul Scheibe absorbió este triunfo, que apenas unos días antes habría sido un glorioso broche de oro para su carrera, como un impacto vago y sordo en lo profundo de sus entrañas. Una amarga victoria; casi un insulto, considerando su situación actual. Scheibe estaba demasiado consumido por una emoción más inmediata y más elemental —el miedo— como para siquiera fingir algún entusiasmo.

Escuchó la noticia en la radio mientras conducía hacia su mansión en Blankenese. Gunter. Gunter estaba muerto. Clavó los frenos con tanta fuerza para acercar su Mercedes al bordillo de la acera que los coches que lo seguían tuvieron que hacer una difícil maniobra para esquivarlo, y los chóferes hicieron sonar sus bocinas mientras gesticulaban furiosamente. Pero Scheibe no prestó atención a nada de lo que sucedía a su alrededor. En cambio, su universo se llenó con una frase que consumió todo lo demás como una explosión solar: el doctor Gunter Griebel, un genetista que trabajaba en Hamburgo, había sido hallado asesinado en su casa de Marienthal. El resto del informe pasó como una ola por encima de Scheibe: fuentes policiales se negaban a confirmar que Griebel había sido asesinado de una manera similar a la de Hans-Joachim Hauser, el activista ecologista cuyo cuerpo se había encontrado el viernes anterior.

Habían sido seis. Ahora eran cuatro.

Paul Scheibe se quedó de pie en la cocina de su casa, con la mano todavía apoyada en el teléfono montado en la pared, mirando sin comprender por la ventana que daba a su jardín y sin ver nada. Notó que una ligera brisa soplaba y el sol bailaba sobre las ramas y las hojas, rojas como la sangre, del arce que había cultivado y cuidado con tantos esfuerzos. Pero no pudo ver otra cosa que su propia muerte inminente. Entonces, como si lo hubiera atravesado una corriente de alto voltaje, cogió el teléfono y marcó un número. Le contestó una mujer y él le dio el nombre de la persona con la que quería hablar. La voz de un hombre empezó a decir algo pero Scheibe lo interrumpió.

—Gunter está muerto. Primero Hans, ahora Gunter… No es ninguna coincidencia. —La voz de Scheibe se estremeció por la emoción—. No puede ser una coincidencia… Alguien nos está buscando. Matándonos uno a uno…

—¡Cállate! —siseó la voz al otro lado de la línea—. Maldito imbécil… Mantén la boca cerrada. Me pondré en contacto contigo esta tarde. O esta noche. Quédate donde estás… y no hagas nada, no hables con nadie. Ahora corta.

El tono monocorde de la línea telefónica retumbó fuerte y agudo en la oreja de Scheibe. Lentamente, colgó el aparato. Su mano sobrevoló encima del teléfono y él la miró. Temblaba con violencia. Scheibe se apoyó en la encimera de mármol y su cabeza cayó hacia delante. Por primera vez en veinte años, Scheibe lloró.

14.30 H, UNIVERSITÄTSKLINIKUM, HAMBURG-EPPENDORF, HAMBURGO

Fabel no tuvo ninguna dificultad en encontrar el departamento de genética donde había trabajado Griebel. Se encontraba dentro del mismo complejo edilicio que albergaba tanto el Institut für Rechtsmedizin —el Instituto de Medicina Legal— como la clínica de psiquiatría y psicoterapia donde Susanne realizaba la mayor parte de sus tareas. El Universitätsklinikum —el Complejo Clínico Universitario— era el centro de las principales investigaciones clínicas y biomédicas de Hamburgo, así como también de muchas de las principales funciones médicas de la ciudad. La conexión de Fabel con el complejo se había producido mayormente a través de su departamento forense, que tenía fama mundial. El complejo había crecido con los años y en la actualidad se extendía hasta el lado norte de Martinistrasse, como una verdadera ciudad pequeña.

El profesor Von Halen, que dirigía el departamento, estaba aguardando a Fabel en la recepción. Era un hombre mucho más joven de lo que Fabel esperaba y no encajaba con la idea que tenía el policía de un científico. Tal vez debido al estereotipo fijado en su mente, y tal vez debido también a la fotografía para la que Griebel había posado tan a desgana, Fabel había supuesto que Von Halen llevaría una bata blanca. En cambio, estaba vestido con un traje oscuro que parecía caro y una corbata tal vez demasiado colorida. Cuando Fabel atravesó las puertas de la recepción casi esperó que Von Halen lo hiciera pasar a un salón de exposición y ventas con los últimos modelos de coches Mercedes. Pero sus prejuicios se vieron reconfirmados cuando el científico lo guió a través de un laboratorio y un grupo de despachos, cuyos ocupantes estaban todos adecuadamente ataviados con batas blancas. Fabel también notó que la mayoría de ellos dejaban lo que estaban haciendo y lo miraban mientras él pasaba. Era obvio que ya había corrido la noticia de la muerte de Griebel, o que Von Halen había hecho alguna clase de anuncio oficial.

—Ha sido un impacto enorme para todos nosotros. —Von Halen pareció leer los pensamientos de Fabel—. Herr doctor Griebel era un hombre muy tranquilo y mayormente reservado, pero el personal que trabajaba con él lo apreciaba mucho.

Fabel recorrió con la vista el laboratorio mientras pasaban. Vio menos tubos de ensayo de los que habría imaginado en un laboratorio científico y muchos más ordenadores.

—¿Había algún rumor sobre el doctor Griebel? —preguntó—. A veces obtenemos más pistas a través del Kafeeklatsch que a través de los hechos conocidos sobre las víctimas.

Von Halen negó con la cabeza.

—Gunter Griebel era esa clase de personas a las que no se las puede relacionar con ningún tipo de rumores… ya sea como fuente o como sujeto. Como he dicho, mantenía su vida personal muy separada de la profesional. No conozco a nadie de aquí que haya compartido alguna actividad social con él o que conociera a algún amigo o conocido suyo fuera del trabajo. Nadie tenía el conocimiento personal necesario como para difundir algún rumor.

Cruzaron un par de puertas dobles y salieron del laboratorio. Al final de un amplio pasillo, Von Halen hizo pasar a Fabel a una oficina. Era grande y luminosa y llena de muebles caros de un estilo contemporáneo. Von Halen se sentó detrás de una amplia extensión de haya y le indicó a Fabel que se sentara. Una vez más, a Fabel lo impresionó lo «empresarial» que se veía el despacho de Von Halen. Unió todo eso con su elegante traje y llegó a la conclusión de que el jefe del departamento estaba muy metido en el negocio de la ciencia.

—¿El trabajo que hacen aquí tiene algún aspecto comercial? —preguntó.

—En el mundo de hoy, Herr Fabel, todas las investigaciones con algún potencial para aplicaciones biotécnicas o médicas tienen un aspecto comercial. Este departamento de genética se mueve entre dos mundos: el académico y los negocios… somos parte de la universidad pero también somos una compañía registrada. Una empresa.

—¿El doctor Griebel trabajaba en algún área de investigaciones comerciales?

—Como ya he dicho, en definitiva todas las investigaciones tienen una aplicación comercial. Y un precio. Pero para darle una respuesta sencilla: no. El doctor Griebel estaba trabajando en un campo que en algún momento ofrecerá ventajas enormes para diagnosticar y prevenir una amplia gama de enfermedades y trastornos. Los frutos de las investigaciones del doctor Griebel tendrán un gran valor comercial, pero eso ocurrirá dentro de muchos años. El doctor Griebel era un científico puro. Le interesaban los desafíos y la potencial innovación… dar un salto hacia delante en la ciencia humana y todos los beneficios que surgen de esos adelantos. —Von Halen se recostó en su silla de ejecutivo, forrada en cuero—. Y, para ser honesto, yo consentía bastante a Gunter. En ocasiones se salía de lo planeado y a veces se enfrentaba a unos cuantos molinos de viento, pero sé que jamás perdía de vista los objetivos de sus investigaciones.

—¿De modo que usted diría que no hay ninguna conexión posible entre el trabajo del doctor Griebel y su asesinato?

Von Halen lanzó una risita amarga.

—No, Herr Kriminalhauptkommissar… yo no creo que haya ningún motivo de esa clase. Ni de ninguna otra. Gunter Griebel era un científico inofensivo, muy trabajador y dedicado, y la razón de que alguien hiciera… bueno, lo que le hicieron… está totalmente fuera de mi comprensión. ¿Es cierto? ¿Lo que los diarios dicen que le hicieron?

Fabel evitó la pregunta.

—¿Exactamente cuál era el área de investigación del doctor Griebel?

—La epigenética. Estudia cómo se encienden y se apagan los genes y la forma en que eso previene o promueve el desarrollo de ciertas enfermedades y trastornos. Es un campo que aún está en pañales, pero que se convertirá en una de las más importantes de las ciencias de la vida.

—¿Con quién trabajaba?

—Estaba al frente de un equipo de tres personas. Los otros dos eran Alois Kahlberg y Elisabeth Marksen. Puedo presentárselos, si lo desea.

—Me gustaría hablar con ellos, pero tal vez otro día. Puedo llamar para concertar una entrevista. —Fabel se levantó—. Gracias por su tiempo, Herr profesor.

—De nada.

Después de levantarse para irse, Fabel examinó una fotografía en la pared que estaba junto a la puerta. Era una imagen grupal de todo el equipo de investigación, la misma gente que había visto de camino al despacho de Von Halen.

—¿Esta fotografía es reciente? —le preguntó al científico con el traje elegante.

—Sí. ¿Por qué?

—Es sólo que Herr doctor Griebel parece no estar en ella.

—No… Sí que está. —Von Halen señaló una silueta alta en el fondo. En la fotografía, esa persona se había ubicado parcialmente detrás de otro colega y tenía la cabeza un poco inclinada, lo que impedía que la cámara captara una imagen clara de su rostro—. Ése es Gunter… arruinando la foto, como siempre. —Von Halen suspiró—. Supongo que ya no volveremos a tener ese problema…

16.10 H, PRÄSIDIUN DE LA POLICÍA, HAMBURGO

Tan pronto como Fabel regresó al Präsidium telefoneó a Severts, el arqueólogo, y quedaron en encontrarse a la mañana siguiente en su oficina en la Universität de Hamburgo. Severts le dijo a Fabel que habían descubierto algunos elementos personales en la excavación de HafenCity que claramente pertenecían al hombre momificado.

Pero Fabel tenía en mente una muerte más reciente, y apenas colgó convocó a Anna Wolff y a Henk Hermann a su despacho.

—Hemos conseguido la mayoría de los registros telefónicos de ambas víctimas —dijo Anna, como respuesta a la pregunta de Fabel—. Estamos tratando de relacionar los números con nombres o instituciones. Debo decir que Griebel no era el más social de los animales… No hay mucho para investigar en sus facturas telefónicas. Hauser, por el contrario, parecía estar pegado permanentemente al teléfono. Estamos empezando por los números a los que Hauser más llamó o los que más lo llamaron a él.

—Eso tiene sentido, por supuesto —dijo Fabel—. Pero es posible que el número que estoy buscando no haya sido utilizado con mucha frecuencia. Tal vez sólo en una ocasión. Incluso podría haber sido de un teléfono público.

—¿Qué es lo que está buscando, chef? —preguntó Henk.

—Al parecer ambas víctimas dejaron entrar al asesino en sus casas —dijo Fabel—. Eso sugeriría que o bien Hauser y Griebel conocían a su asesino o asesinos, o que éste arregló encontrarse con ellos previamente.

—Pero nos enfrentamos a una persona que claramente hace muchos esfuerzos para evitar dejar rastros forenses —intervino Anna—. ¿No es demasiado esperar que dejara su número telefónico en un registro?

—Es cierto… —Fabel suspiró ante la inutilidad de la tarea—. Pero tengo la impresión de que el contacto se estableció de alguna manera. Como he dicho, supongo que sería a través de un teléfono público o de una línea descartable de teléfono móvil… algo que no podamos conectar con ninguna persona en particular. Siempre existe la posibilidad de que el contacto se hiciera de otra manera. Tal vez incluso acercándose a las víctimas en la calle con alguna historia razonable. Sólo quiero saber si mi teoría está justificada antes de empezar a buscar en la dirección equivocada.

—Y en cualquier caso —dijo Henk—, siempre existe alguna posibilidad remota de que nuestro hombre se descuidara… tal vez pensando que nosotros no buscaríamos en las llamadas telefónicas.

Fabel sonrió con tristeza.

—Me gustaría poder creer eso… pero el calificativo de «descuidado» no encaja con este asesino.

—Aquí hay algo interesante… —Henk puso algunas páginas de un expediente lado a lado sobre el escritorio de Fabel. Consistían en recortes de prensa y fotografías de Hans-Joachim Hauser. La más reciente era un fotograma de un noticiero de la NDR—. ¿Veis el denominador común?

Fabel se encogió de hombros.

Henk señaló las imágenes una tras otra.

—A Hans-Joachim Hauser siempre le interesaba que lo vieran haciendo lo que predicaba. No tenía coche y jamás se trasladaba en coches de otros.

Fabel volvió a mirar las fotografías. En un par de ellas, se veía a Hauser en bicicleta por las atestadas calles de Hamburgo. En las otras, Fabel pudo ver la bicicleta deliberadamente ubicada en el fondo, o captada de manera accidental en parte del cuadro.

—Ha desaparecido… —dijo Henk.

—¿La bicicleta?

Henk asintió con un gesto.

—La hemos buscado en todas partes y no está. Era muy particular, estaba llena de cientos de pequeñas pegatinas con mensajes ecologistas. Él nunca iba a ningún lado sin ella. Le pregunté por la bici a Sebastian Lang, el amigo de Hauser… —Henk enfatizó la palabra «amigo»—. Dijo que Hauser siempre dejaba la bicicleta encadenada en el pequeño patio que está detrás de su apartamento. Como es obvio, los forenses buscaron huellas digitales en el patio y revisaron las ventanas del fondo. No hallaron nada. Según Lang, Hauser tenía la misma bicicleta desde sus tiempos de estudiante. Al parecer estaba muy orgulloso de ella.

Fabel volvió a mirar las fotografías. Era una bicicleta muy común, muy anticuada, para nada algo que un asesino psicótico se llevaría como trofeo. A menos, por supuesto, que el asesino conociera la relación de Hauser con ella. ¿Pero por qué dejaría el cuero cabelludo y se llevaría la bici?

—¿Sabemos si falta algo más en la casa del doctor Griebel?

—Nada que sepamos con seguridad… —respondió Anna—. El doctor Griebel también tenía un ama de llaves… probablemente no tan eficiente como Kristina Dreyer, pero ella dice que no ha notado que faltara nada obvio.

—De acuerdo… —Fabel le devolvió las fotografías a Henk—. Ponte en contacto con la rama uniformada… Quiero que ésta sea la bicicleta más buscada de toda la historia de la policía alemana.

Después de que Henk y Anna se marcharan de su despacho, Fabel telefoneó a Susanne al Instituto de Medicina Legal. Susanne estaba haciendo una evaluación más completa de Kristina Dreyer antes de que se decidiera si debían presentarse cargos contra ella por haber destruido pruebas con la intención de hacerlo. Oficialmente, seguía siendo sospechosa del primer homicidio, pero el solitario pelo rojo que había aparecido en cada una de las escenas de los asesinatos, así como el hecho de que a ambas víctimas se les hubiera arrancado el cuero cabelludo de la misma manera exactamente, indicaban que se enfrentaban al mismo asesino.

—El informe estará listo mañana, Jan —le explicó Susanne—. Para ser honesta, voy a recomendar que se le haga una evaluación clínica a cargo del psicólogo de un hospital y que impliquemos en esto a los servicios sociales. Mi opinión es que no se la puede responsabilizar por sus actos en cuanto a haber limpiado la escena del crimen.

—Me parece que coincido contigo, sólo por haber hablado con ella y conocer su pasado. Pero voy a consultar al doctor Minks, el psicólogo de la Clínica del Miedo, sobre ella. —Fabel hizo una pausa—. Casi no valió la pena que nos fuéramos, ¿verdad? Nada más llegar nos encontramos con toda esta mierda…

—No importa… —La voz de Susanne era cálida y sonaba casi somnolienta—. Ven a mi casa esta noche y cocinaré algo interesante. Podemos mirar las páginas de anuncios inmobiliarios en el Abendblatt y ver qué hay disponible dentro de nuestro rango de precios.

—Sé de dos propiedades que están por salir al mercado —dijo Fabel en tono sombrío—. Sus dueños ya no las necesitan.

17.30 H, BLANKENESE, HAMBURGO

Para cuando sonó el teléfono, Paul Scheibe ya llevaba bebiendo desde hacía unas buenas tres horas. Sin embargo, la calidez de la uva francesa no había conseguido derretir el frío del miedo que le apretaba el estómago. Tenía la cara pálida y cubierta de una brillante capa de sudor frío y grasiento.

—Busca un teléfono público y llámame a este número. No uses tu móvil. —La voz le pasó el número y la línea enmudeció. Scheibe buscó lápiz y papel y lo apuntó.

Scheibe parecía encandilado por la luz de las últimas horas de la tarde mientras caminaba desde su mansión hasta la costa del Elba. Blankenese está construida sobre una empinada orilla y es famosa por sus senderos, que comprenden miles de escalones. Con los pies pesados después de todo lo que había bebido aquella tarde, Scheibe bajó con dificultad hasta el teléfono público que, según sabía, se encontraba junto a la playa.

Su llamada fue atendida después del primer ring. Le pareció oír el sonido de equipos pesados en el fondo.

—Soy yo —dijo. Las tres botellas de merlot le habían puesto la voz gruesa y arrastrada.

—Maldito gilipollas —susurró la voz al otro lado de la línea—. Nunca… nunca uses el número de mi oficina o de mi móvil para cualquier cosa excepto para llamadas oficiales. Después de tantos años, y particularmente con todo lo que está pasando, había pensado que tendrías la sensatez de no arriesgarte a que nos encontraran.

—Lo lamento…

—No digas mi nombre, imbécil —lo interrumpió la voz al otro lado de la línea.

—Lo lamento —repitió Scheibe mansamente. Algo más que el vino le espesó la voz—. Sentí pánico. Por Dios… primero Hans-Joachim, ahora Gunter. Esto no es una coincidencia. Alguien nos está matando uno por uno.

Hubo un pequeño silencio en la línea.

—Lo sé. Sin duda, eso parece.

—¿Eso parece? —resopló Scheibe—. Por el amor de Dios, hombre… ¿Has leído lo que les hicieron a los dos? ¿Has leído aquello del pelo?

—Lo he leído.

—Es un mensaje. Eso es lo que es… un mensaje. ¿No lo entiendes? El asesino les tiñó el pelo de rojo. Alguien está buscando a todos los miembros del grupo. Voy a irme. Voy a desaparecer. Tal vez me vaya al extranjero, o algo así… —Había desesperación en la voz de Scheibe, la desesperación de un hombre sin plan que fingía tener una estrategia para enfrentarse a algo a lo que no había forma de enfrentarse.

—Tú te quedarás donde estás —replicó la voz al otro lado del teléfono—. Si intentas huir, llamarás la atención sobre ti mismo… y sobre el resto de nosotros. Por el momento la policía piensa que están buscando a un asesino al azar.

—¿Entonces debo quedarme sentado a esperar a que me arranquen el cuero cabelludo?

—Quédate allí y espera instrucciones. Me pondré en contacto con los otros…

El teléfono enmudeció. Scheibe siguió sosteniendo el auricular contra la oreja y contempló desconcertado la arena bordeada de césped de la orilla de Blankenese. Su mirada llegó hasta el Elba y observó cómo un gran barco carguero se deslizaba en silencio. Sintió que le ardían los ojos y una tristeza grande y plomiza empezó a formarse en su pecho cuando pensó en otro Paul Scheibe, el Paul Scheibe que había sido una vez, jactancioso y lleno de las arrogantes certezas de la juventud. Un Paul Scheibe en tiempo pasado cuyas decisiones y acciones habían regresado para perseguirlo.

Su pasado estaba partiendo en dos su presente. Su pasado estaba alcanzándolo… y en ello le iría la vida.