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Viernes 19 de agosto de 2005, el día después del primer asesinato

8.57 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Ella se detuvo un momento y alzó la mirada al cielo, entrecerrando los ojos para protegerlos del sol matinal que brillaba con tanto optimismo sobre el Schanzenviertel. Era su primera cita del día. Miró su reloj y se permitió una pequeña y tensa sonrisa de satisfacción. 8:57 de la mañana. Tres minutos antes.

Sobre todas las cosas, Kristina Dreyer se enorgullecía de no llegar tarde jamás. Así como con muchos otros aspectos de su vida, Kristina era obsesiva con su puntualidad. Era parte de su reinvención de sí misma, de cómo definía la persona en la que se había convertido. Kristina Dreyer había conocido el Caos; lo había conocido de una manera que la mayoría de la gente ni siquiera podía imaginar. El Caos la había tragado. La había despojado de su dignidad, de su juventud y, más que nada, le había arrancado cualquier sensación de control sobre su propia vida que ella pudiera haber tenido.

Pero había vuelto a ponerse a cargo de la situación. Si anteriormente su vida había sido pura anarquía y confusión, ahora estaba caracterizada por una regulación absoluta de cada día. Kristina Dreyer llevaba su vida con una exactitud sin concesiones. En su vida todo era simple, limpio y ordenado: su ropa, incluyendo su ropa de trabajo; su pequeño y prístino apartamento; su Volkswagen Golf con las palabras «Limpieza Dreyer» en los paneles de las puertas; y su vida que, como su apartamento, había decidido no compartir con nadie.

La exactitud inflexible de Kristina era especialmente notoria en su trabajo. Ella era excelente en lo que hacía. Había formado una lista de clientes a lo largo de Eimsbüttel que le ocupaba toda la semana, y cada uno de sus empleadores confiaba en ella por su meticulosidad y su honradez. Y, más que nada, confiaban en ella porque era absolutamente formal.

Kristina limpiaba bien. Limpiaba apartamentos, limpiaba casas. Limpiaba hogares grandes y pequeños, para jóvenes y para viejos, alemanes y extranjeros. Encaraba cada hogar, cada tarea, de la misma manera escrupulosa y metódica. No se le escapaba ningún detalle. No tomaba ningún atajo.

Tenía treinta y seis años, pero parecía considerablemente mayor. Era de baja estatura y bastante delgada. En una época de su vida, menos de una docena de años antes, pero toda una vida atrás, sus rasgos habían sido finos y delicados. Ahora sólo daba la impresión de que su piel estaba demasiado tirante sobre la angulosa estructura de su cráneo. Sus pómulos altos y angulosos asomaban agresivamente de la cara y la piel que se tensaba a su alrededor estaba un poco enrojecida y rugosa. Su nariz era pequeña pero, también en esa zona, justo debajo de la protuberancia, los huesos y cartílagos parecían protestar por su encierro e insinuaban una antigua fractura.

Tres minutos antes. Su sonrisa se desvaneció. Llegar demasiado temprano era casi tan malo como llegar demasiado tarde. Su cliente jamás se enteraría: Herr Hauser ya estaría en el trabajo. Pero la puntualidad de Kristina significaba que el orden de su propio universo estaba a salvo, que ningún hecho azaroso penetraría en él y se extendería como un cáncer hasta transformarse en un caos que amenazara su cordura y su vida. Como había ocurrido antes.

Giró la llave y abrió la puerta, empujándola con la espalda, mientras metía la aspiradora en el vestíbulo.

Tal y como Kristina lo veía, ella se había dado a luz a sí misma. No tenía hijos —ni ningún hombre para tenerlos—, pero se había creado de nuevo, se había dado una nueva vida y había dejado atrás todo lo que había ocurrido. «No dejes que tu historia defina quién eres ni quién puedes llegar a ser», le había dicho alguien una vez cuando estuvo en su punto más bajo. Había sido un momento decisivo. Todo había cambiado. Todo lo que había sido parte de aquella antigua vida, aquella vida oscura, había sido abandonado. Tirado. Olvidado.

Pero en el momento en que Kristina Dreyer estaba a punto de atravesar el umbral del apartamento que tenía que limpiar aquella luminosa mañana de viernes, la historia salió de su antigua vida y la cogió de la garganta en un apretón inflexible.

Ese olor. El hedor denso, nauseabundo y cobrizo de la sangre rancia flotando en el aire. Lo reconoció de inmediato y comenzó a temblar.

La muerte estaba allí.

9.00 H, EPPENDORF, HAMBURGO

Su angustia estaba oculta en lo profundo de su ser. Para un observador casual, no había nada en su compostura que insinuara cualquier otra cosa que seguridad y una absoluta confianza en sí misma. Pero el doctor Minks no era un observador casual.

Su primer paciente del día era Maria Klee, una mujer joven y elegante de alrededor de treinta años. Era muy atractiva; tenía el pelo rubio y peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente ancha y pálida; su rostro era un poco largo y la nariz parecía estirada una fracción de centímetro hacia abajo, lo que volvía su cara un poco demasiado estrecha y, por lo tanto, la alejaba de ser una belleza perfecta.

Estaba ubicada al otro lado de la mesa del doctor Minks, cruzando las piernas, delgadas y cubiertas por un pantalón caro, mientras sus dedos de uñas perfectas descansaban sobre las rodillas. Estaba sentada con la espalda recta, perfectamente compuesta, alerta pero relajada. Sus ojos azul grisáceo contemplaban al psicólogo con una mirada firme, segura pero no desafiante. Una mirada que parecía decir que estaba esperando que le formularan una pregunta o que le expusieran una proposición, pero que ella no tenía ningún reparo a esperar, paciente y cortésmente, a que el doctor hablara.

Por el momento, él no lo hacía. El doctor Friedrich Minks se tomó su tiempo mientras examinaba las notas sobre la paciente. Era un hombre de una indeterminada mediana edad; de baja estatura, regordete, con una piel apagada y un pelo negro que ya estaba raleando; sus ojos eran oscuros y blandos detrás de los cristales de sus gafas. En contraste con su desenvuelta paciente, Minks daba la impresión de que había caído sobre la silla y que el impacto lo había arrugado aún más dentro de su traje, ya bastante desarrapado de por sí. Alzó la mirada y contempló la cuidadosa imagen de seguridad que ella construía con su lenguaje corporal. Casi treinta años de experiencia como psicólogo le permitieron descubrir la farsa casi de inmediato.

—Usted es muy severa consigo misma. —El acento suabiano de la infancia, que el doctor Minks había abandonado hacía mucho tiempo, todavía se le filtraba al pronunciar las vocales—. Y tengo que decirle que eso es parte de su problema. Lo sabe, ¿verdad?

Los tranquilos ojos grises de Marie Klee no se movieron ni un milímetro, pero ella se encogió de hombros ligeramente.

—¿A qué se refiere, Herr Doktor?

—Sabe exactamente a qué me refiero. Usted no se permite tener miedo. Es todo parte de esas defensas que ha construido a su alrededor. —Se inclinó hacia delante—. El miedo es natural, y después de todo lo que le ha ocurrido, es más que natural… Es una parte esencial del proceso de curación. Así como sintió dolor mientras su cuerpo se curaba, tiene que sentir miedo para que su mente pueda curarse.

—Sólo quiero seguir con mi vida, doctor Minks. Sin que todas estas tonterías se interpongan.

—No son tonterías. Es una etapa de la recuperación postraumática que debe atravesar. Pero como usted ve el temor como un fracaso y lucha contra sus reacciones naturales, esta etapa de recuperación se hace mucho más larga… y me preocupa que se estire indefinidamente. Y ésa es la razón de todos los ataques de pánico que está sufriendo. Usted ha sublimado y reprimido su miedo y su horror natural por lo que le sucedió hasta que éstos salieron a la superficie de esta forma distorsionada.

—Se equivoca —dijo ella—. Nunca traté de negar lo que me ocurrió. Lo que… lo que él me hizo.

—Eso no es lo que he dicho. No es el acontecimiento mismo lo que usted niega. Está negándose el derecho de experimentar el miedo, el horror, o incluso su furia ante lo que este hombre le hizo. O ante el hecho de que él aún no ha pagado por sus acciones.

—No tengo tiempo para compadecerme de mí misma.

Minks meneó la cabeza.

—Esto no tiene nada que ver con la autocompasión. Esto tiene todo que ver con el estrés postraumático y con el proceso natural de curación. De resolución. Hasta que usted resuelva este conflicto en su interior, jamás será capaz de conectarse adecuadamente con el mundo que la rodea, con la gente.

—Yo trato con gente todos los días. —Un brillo de desafío apareció en los ojos grises azulados de la paciente—. ¿Está diciendo que estoy poniendo en riesgo mi eficiencia?

—Tal vez no ahora mismo… pero si no empezamos a dejar descansar a los fantasmas, esto, finalmente, se manifestará en su conducta profesional. —Minks hizo una pausa—. Por lo que me ha dicho, usted está mostrando cada vez más señales de afenfosfobia. Considerando la clase de tarea que usted realiza, yo pensaría que eso podría presentar dificultades significativas. ¿Lo ha hablado con sus superiores?

—Como sabe, ellos me mandaron a hacer una terapia física y psicológica. —Movió la cabeza hacia atrás ligeramente y un filo defensivo apareció en su voz—. Pero no. No he discutido estos… problemas actuales con ellos.

—Bueno —dijo el doctor Minks—, usted sabe lo que pienso al respecto. Creo que sus jefes deberían conocer las dificultades que está atravesando. —Hizo una pausa—. Ha mencionado a un hombre con quien comenzó una relación. ¿Cómo va eso?

—Bien… —La voz de Maria perdió su tono de desafío y parte de la tensa energía de sus hombros pareció desaparecer—. Le tengo mucho cariño. Y él a mí. Pero no hemos… no hemos podido llegar a tener intimidad, aún.

—¿Se refiere a que no tienen contacto físico… a que no se abrazan ni se besan? ¿O se refiere al sexo?

—Me refiero al sexo. Y a todo lo que se le acerca. Sí nos tocamos. Sí nos besamos… pero en ese momento yo empiezo a sentir… —Apretó los hombros, como si su cuerpo estuviera comprimido en un espacio pequeño—. En ese momento aparecen los ataques de pánico.

—¿Él entiende por qué usted se aparta de él?

—Un poco. No es fácil para un hombre, o para nadie, sentir que su roce, su proximidad, es repelente. Se lo he explicado en parte y él ha prometido que guardaría el secreto. Yo sabía que lo haría, de todas maneras. Pero sí lo entiende. Sabe que vengo a verlo a usted… bueno, no a usted específicamente… Sabe que estoy viendo a alguien por mi problema.

—Bien. —Minks volvió a sonreír—. ¿Y los sueños? ¿Ha tenido alguno más?

Ella asintió. Sus defensas comenzaban a desmoronarse y su postura se había encorvado un poco más. Seguía con las manos sobre las rodillas, pero sus perfectas uñas estaban retorciendo una pequeña parte de la tela de su caro pantalón hecho a medida.

—¿El mismo? —preguntó Minks.

—Sí.

El doctor Minks se inclinó hacia delante en la silla.

—Necesitamos regresar allí. Necesito visitar su sueño con usted. Lo entiende, ¿verdad?

—¿Otra vez?

—Sí —dijo Minks—. Otra vez. —Le hizo el gesto de que se relajara en su asiento—. Vamos a volver a su sueño. Al momento en que vuelve a ver a su atacante. Voy a empezar a contar, ahora. Regresamos, Maria… uno… dos… tres…

9.00 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Kristina dejó la puerta abierta, apoyando la aspiradora y la bandeja con los elementos de limpieza contra las bisagras de la misma, para dejar libre una ruta de escape. Sus antiguos instintos comenzaron a subir desde un lugar muy profundo de su interior, despertados por el aroma de la muerte reciente en el aire. Cobró conciencia del ruido de un movimiento rítmico y veloz y se dio cuenta de que era el sonido de su pulso en los oídos. Se agachó y recogió un limpiador en aerosol de la bandeja y lo aferró con fuerza en su temblorosa mano, como un arma.

—¿Herr Hauser? —gritó en el vestíbulo, hacia las silenciosas habitaciones que estaban al otro lado. Se esforzó por captar algún sonido, algún movimiento, alguna señal de que hubiera algo vivo en ese apartamento. Dio un salto cuando un coche pasó por la calle, afuera, y la percusión de una estrepitosa música de baile americana se sincronizó con la pulsación de la sangre que inundaba sus oídos. El apartamento siguió en silencio.

Avanzó lentamente por el vestíbulo hacia la sala, sosteniendo el detergente en una mano con vacilación, mientras la otra le proporcionaba un apoyo inseguro e iba recorriendo con el tacto las librerías que cubrían la pared del pasillo. Al hacerlo, Kristina no pudo evitar que sus temblorosos dedos registraran una insinuación de polvo en un anaquel, al que habría que dedicarle una atención especial.

Sintió que su nerviosismo disminuía cuando entró en la luminosa sala y no encontró nada impropio, salvo por el hecho de que Herr Hauser la había dejado especialmente desordenada: una botella de whisky y un vaso medio vacío reposaban sobre la mesa junto al sillón; había libros y revistas esparcidos sobre el sofá. Kristina siempre se preguntaba cómo alguien tan preocupado por el ambiente en general podía ser tan descuidado en su ámbito personal. La asidua limpiadora de los hogares de otras personas barrió la sala con la mirada, registrando y organizando mentalmente el trabajo que habría que realizar. Pero una Kristina anterior, una Kristina en tiempo pasado, le gritó desde lo más profundo de su interior que allí había muerte; su olor a mortaja flotaba en el aire viciado del apartamento.

Regresó al vestíbulo. Se detuvo de pronto, como si la energía necesaria para el más mínimo movimiento tuviera que ser desviada hacia su oído. Un sonido. Del dormitorio. Un tamborileo. Avanzó hacia la puerta del aposento. Volvió a decir «Herr Hauser» en voz alta e hizo una pausa. Ninguna respuesta, excepto ese ominoso sonido de la habitación. Aferró con más fuerza el frasco de detergente y abrió la puerta con tanta violencia que ésta chocó contra la pared, regresó y se cerró con un golpe en su cara. Volvió a empujarla, esta vez con más cuidado. El dormitorio era grande y luminoso, con paredes totalmente blancas y un pulido suelo de madera. La ventana estaba un poco abierta y una brisa agitaba las barras verticales de la persiana, que golpeaban rítmicamente contra la ventana. Kristina soltó el aliento que no sabía que estaba conteniendo con una risita que era al mismo tiempo un suspiro de alivio. Pero la angustia no la abandonó del todo, y la hizo regresar al vestíbulo.

El vestíbulo tenía forma de L. Kristina avanzó con un poco más de seguridad y llegó al punto en que había un giro a la derecha que daba a un segundo dormitorio y al cuarto de baño. Cuando dio la vuelta a la esquina, notó que la puerta del segundo dormitorio estaba abierta y dejaba pasar la brillante luz solar de las ventanas sobre la puerta del baño, que estaba cerrada. Kristina se quedó paralizada.

Había algo clavado a la puerta del baño. Sintió una nauseabunda oleada de terror. Era una especie de piel de animal, aunque Kristina no pudo deducir de qué clase. La piel estaba mojada y manchada con algo de un fuerte color rojo. Daba la impresión de que la habían arrancado poco tiempo antes y aún había sangre corriendo por la superficie blanca de la puerta.

Avanzó muy lentamente hacia la puerta y contempló la piel, tratando de darle algún sentido. Su mano se estiró, como si fuera a tocarla, y sus dedos se detuvieron justo antes de llegar al cuero brillante y rojo.

El tiempo que su cerebro tardó en asimilar lo que sus ojos estaban viendo y en darle sentido fue demasiado corto como para medirlo. Un pensamiento simple, una simple declaración de hechos que penetró como un cuchillo en Kristina e hizo trizas en un instante su mundo ordenado. Oyó un alarido inhumano de terror que reverberó en las paredes del vestíbulo y salió tropezando por la puerta de la casa, que aún seguía abierta. De alguna manera, mientras la frágil fibra del mundo de Kristina Dreyer se desgarraba, ella se dio cuenta de que el alarido era suyo.

Tanto terror, tantos recuerdos reprimidos durante tanto tiempo, regresando en una oleada. Todo a partir de una sola comprensión: lo que ella estaba mirando no era piel de animal.

9.10 H, EPPENDORF, HAMBURGO

Maria estaba en el centro del campo de su paisaje onírico. Como siempre ocurría en su sueño, la realidad aparecía exagerada. La luna que flotaba en el cielo era demasiado grande y brillante, como la luz de un escenario. El pasto que acariciaba sus piernas desnudas y que se arremolinaba en silencio siguiendo la orden de una brisa muda se movía de una forma demasiado sinuosa. No había sonidos. No había olores. Por el momento, el mundo de Maria se había reducido a dos sentidos: la vista y la sensación. Miró al otro lado del campo. Una voz suave con una insinuación de acento suabiano interrumpió el silencio. Una voz que pertenecía a algún lugar que no era el mundo en el que ella se encontraba.

—¿Dónde estás ahora, Maria?

—Estoy allí. Estoy en el campo.

—¿Es el mismo campo y la misma noche? —preguntó la voz incorpórea del psicólogo.

—No… no. Quiero decir, sí… pero todo es diferente. Es más grande. Más ancho. Es como el mismo lugar pero en un universo diferente. Un momento diferente. —A lo lejos pudo ver un galeón, cuyas grandes velas blancas se agitaban de una manera imaginaria por un débil viento, mientras navegaba hacia Hamburgo. Parecía avanzar a través del pasto que se agitaba, en lugar de agua—. Veo un barco. Un velero muy antiguo. Se aleja de mí.

—¿Qué más?

Ella giró y miró en otra dirección. Un edificio roto, como un castillo en ruinas, aparecía pequeño y oscuro en el límite del campo, como si fuera el límite del mundo. Una luz fría y dura parecía brillar en una de las ventanas.

—Veo un castillo donde antes estaba al granero abandonado. Pero está muy lejos. Demasiado lejos.

—¿Tienes miedo?

—No. No, no tengo miedo.

—¿Qué otra cosa ves?

Ella se dio la vuelta y tuvo un pequeño sobresalto. Él había estado allí, detrás de ella, todo el tiempo. Y como ella había tenido ese mismo sueño tantas veces antes, ya sabía que él iba a estar allí, y sin embargo volvió a asustarse cuando se lo encontró cara a cara otra vez. Pero, como en todos los sueños anteriores, no sintió nada parecido a ese temor crudo y descarnado que su rostro le producía en los momentos de vigilia, cada vez que lo veía en una fotografía o cada vez que resurgía de una manera repentina e incontrolable del oscuro vestíbulo de la memoria donde ella trataba de mantenerlo encerrado.

Era alto, y sus pesados hombros estaban recubiertos por una exótica armadura y una capa negra. Se quitó su ornamentado casco. Su rostro estaba construido con agudos ángulos eslavos y poseía una belleza insensible. Sus ojos, de un color verde penetrante, luminoso y espantosamente frío, ardieron en los de ella. Él sonrió; su sonrisa fue la de un amante, pero los ojos siguieron fríos. Se acercó tanto que ella pudo sentir su aliento helado.

—Está aquí —dijo Maria, mirando a los ojos verdes pero hablándole a un doctor en otra dimensión.

—Estoy aquí —dijo el eslavo de cruel belleza.

—¿Tienes miedo? —La voz de Minks, la voz de otra dimensión, de pronto se volvió más apagada. Más lejana.

—Sí —respondió ella—. Ahora tengo miedo. Pero me gusta este miedo.

—¿Sientes alguna otra cosa además de miedo? —preguntó Minks, pero su voz se había desvanecido hasta tal punto que ella casi no pudo oírla. Maria sintió que su temor se modificaba. Se agudizaba.

—Su voz se está apagando, doctor Minks —dijo ella—. Apenas puedo oírle. ¿Por qué su voz está más apagada?

Minks respondió, pero su voz se había alejado demasiado y ella no pudo entender la respuesta.

—¿Por qué no puedo oírle? —Había una nueva magnitud en su miedo. Ardía como un horno, fuerte y profundo—. ¿Por qué no puedo oírle? —le gritó al cielo oscuro con esa luna demasiado grande.

Vasyl Vitrenko se inclinó hacia delante y movió la cabeza para besarla en la frente. Sus labios eran secos, fríos.

—Porque estás equivocada, Maria. —En su voz había un fuerte acento de Europa del Este—. El doctor Minks no está aquí. Ésta no es una de tus sesiones de hipnoterapia. Esto es real. —Buscó dentro de su capa negra, que se revolvía por el viento—. Esto no es ningún sueño. Y no hay nadie aquí excepto tú y yo. Solos.

Maria quiso gritar pero no pudo. En cambio, contempló, como si estuviera hipnotizada, el maligno brillo de la luna reflejado en el cuchillo largo y de hoja ancha de Vasyl Vitrenko.

9.10 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Kristina nunca había visto un cuero cabelludo humano, pero supo con una certeza absoluta que eso era precisamente lo que estaba mirando. Al principio, el color del pelo le había impedido identificarlo como algo humano. Rojo. Un rojo antinatural.

Pero ya no había dudas en su mente de que se trataba del pelo de un hombre, un pelo húmedo y brillante. Y de la piel, un disco de piel grande y hecho jirones. Lo habían clavado a la puerta del baño con tres chinchetas. La parte superior estaba doblada y dejaba el descubierto la fruncida y sanguinolenta parte de abajo, donde habían cortado y arrancado la piel del cráneo. Se había formado una inmensa mancha roja y brillante en forma de Y que caía por la madera de la puerta.

Sangre.

Kristina sacudió la cabeza. No, otra vez no. Ya había visto demasiada sangre en su vida, ya estaba bien. Ahora no, justo cuando ella había recuperado su vida. Era muy injusto.

Volvió a inclinarse hacia delante y sintió que sus piernas se estremecían, como si les costara sostener el peso de su cuerpo. Sí, había sangre, pero demasiada como para ser sólo sangre. Y el rojo era demasiado intenso. El mismo rojo subido que aparecía en el pelo empapado y apelmazado.

Su pulso retumbó en sus oídos, en un ritmo que se incrementó cuando un pensamiento simple pero obvio le cruzó la cabeza. ¿De quién era ese pelo?

Kristina extendió sus temblorosos dedos y los presionó contra un área de la superficie de madera de la puerta que no estaba manchada con ese rojo refulgente.

—¿Herr Hauser…? —Su voz era aguda y trémula.

Empujó y abrió la puerta del baño.

9.12 H, EPPENDORF, HAMBURGO

Vitrenko sonrió a Maria. Cruzó el brazo alrededor de la espalda de ella y la acercó hacia él, como si estuvieran a punto de bailar. Ella pudo sentir la inflexible solidez de su cuerpo, apretado con fuerza contra el suyo.

—¿Me amas? —le preguntó él.

—Sí —respondió ella, y lo decía en serio. Su terror disminuyó. Él separó su cuerpo del de ella pero siguió agarrándolo con firmeza. Levantó el cuchillo y pasó su afilado borde por sus hombros y sus pechos y lo dejó quieto, con su punta fría y aguda presionando ligeramente el espacio blando justo debajo del esternón.

—¿Quieres que lo haga? —preguntó—. ¿Otra vez?

—Sí. Quiero que lo hagas otra vez. —Ella miró esos ojos verdes que seguían relampagueando con un brillo frío y cruel.

Se oyó el estallido de un trueno. Luego otro. Ella sintió que la presión de la punta del cuchillo sobre su abdomen se incrementaba, y el agudo dolor cuando la hoja penetró en su piel. Hubo dos fuertes truenos más y el mundo que la rodeaba se disolvió en la oscuridad.

Abrió los ojos y se encontró mirando al doctor Minks. Él tenía las manos juntas y hacia delante, como si hubiera estado aplaudiendo: el trueno que la había traído de regreso. Ella se enderezó y recorrió el despacho con la mirada, como si estuviera asegurándose de que había vuelto a la realidad.

—Me ha dejado fuera, Maria —dijo él—. No ha querido que estuviese allí.

—Él tomó el control —dijo ella, y tosió cuando se dio cuenta de que le temblaba la voz.

—No, no es cierto —dijo el doctor Minks—. Usted tomó el control. Él no existe en sus sueños, usted lo recrea. Usted controla sus palabras y sus acciones. Fue su voluntad la que decidió excluirme. —Hizo una pausa y volvió a desplomarse en la silla, examinando sus notas nuevamente, pero su ceño seguía fruncido—. ¿Vio las mismas edificaciones y los mismos motivos que antes?

—Sí. El galeón donde estaba la policía portuaria aquella noche y el castillo con el viejo granero. Lo que no entiendo es por qué todo es tan elaborado en el sueño. ¿Por qué él se ha puesto una armadura? ¿Y por qué todo parece haberse convertido en una especie de equivalente histórico?

—No lo sé. Podría deberse a que usted está tratando, en su mente, de ubicar todo lo que ocurrió aquella noche en el pasado… en un pasado lejano, casi como una vida anterior. ¿Usted siente que es la misma noche en que la apuñalaron?

—Sí y no. Es como la misma noche, pero en otra dimensión o universo o algo así. Como usted dice, es como si fuera en una época completamente diferente, también.

—Y, en esa situación, ¿usted deja que su atacante se le acerque? ¿Le permite un contacto personal íntimo?

—Eso es lo que nunca alcanzo a entender —dijo Maria—. ¿Por qué le dejo tocarme, cuando no puedo dejar que me toque nadie más?

—Porque él es el origen de su trauma. La fuente de su miedo. Sin este hombre, usted no tendría ningún estrés postraumático, ni afenfosfobia, ni ataques de pánico. —Minks cogió un grueso cuaderno encuadernado en cuero y comenzó a escribir en él. Arrancó una página y se la entregó a Maria—. Quiero que tome esto. Tengo la sensación de la terapia sola será insuficiente para el largo camino que debemos recorrer.

—¿Drogas? —Maria no extendió la mano para coger la receta—. ¿Qué es?

—Propanolol, un betabloqueante. Lo mismo que le recetaría si tuviera presión alta. Es una dosis muy suave y quiero que tome sólo una tableta de ochenta miligramos en, bueno, en los días difíciles. Puede llegar a ciento sesenta miligramos si las cosas se ponen muy feas. Usted no padece de asma ni ningún problema respiratorio, ¿verdad?

Maria negó con un gesto.

—¿Para qué sirve?

—Es un inhibidor noradrenalínico. Restringe los químicos que genera su cuerpo cuando siente miedo. O ira. —Empujó la receta en dirección de Maria y ella la cogió.

—¿Afectará al desempeño de mi trabajo?

Minks sonrió y meneó la cabeza.

—No, no debería. A algunas personas las hace sentirse cansadas o aletargadas, pero no como si le diera Valium. Tal vez la haga un poco más lenta, pero no sentirá ningún otro efecto negativo. Y, como he dicho, sólo quiero que las tome cuando lo sienta realmente necesario.

El doctor Minks se puso de pie y le estrechó la mano a Maria. Ella notó que la palma del psicólogo era fresca y carnosa. Y bastante húmeda. Apartó su propia mano un poco demasiado rápido.

Después de confirmar la cita de la semana siguiente con la secretaria de Minks, Maria caminó hacia el ascensor. Al hacerlo, se detuvo para sacar dos cosas de su bolso. La primera era un pañuelo, con el que se limpió enérgicamente la mano que Minks le había estrechado. La segunda era su pistola reglamentaria, una Sig Sauer 9 mm automática, protegida en su funda con clip, que enganchó al cinturón antes de presionar el botón para llamar el ascensor.

9.12 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Kristina Dreyer se quedó paralizada en el umbral del baño. Abrió la boca para gritar, pero su temor estranguló el sonido de su garganta. Durante cuatro años, dos veces a la semana, Kristina había limpiado el baño de Herr Hauser hasta que brillaba como un bisturí. Había cubierto cada superficie, barrido cada esquina, pulido cada grifo y cada accesorio. Era un espacio tan familiar para ella que podría haberlo recorrido con los ojos cerrados.

Pero ese día no. Ese día era un infierno desconocido.

El baño era grande y luminoso. Una ventana alta y sin cortina, cuya parte inferior tenía un panel de cristal esmerilado, daba al pequeño patio cuadrado que estaba detrás del apartamento. A esa hora de la mañana, cuando el ángulo del sol era el adecuado, el baño estaba inundado de luz. A algunos esa decoración les habría resultado demasiado clínica, pero no a Kristina, para quien nada podía ser demasiado limpio, demasiado estéril. Todo el cuarto estaba revestido de baldosas y azulejos de cerámica: grandes y de un pálido color celeste en el suelo; azulejos pequeños y de un blanco más luminoso en las paredes. Siempre había sido una delicia limpiar el baño de Herr Hauser porque la luz alcanzaba todos los rincones y las baldosas siempre reaccionaban al toque abstergente de Kristina con un brillo entusiasta.

Había una gran mancha de sangre, con forma de arco iris, trazando una curva en las baldosas celestes del suelo. En uno de sus extremos, Herr Hauser yacía desplomado donde lo habían dejado, entre el inodoro y un costado de la bañera. La sangre relucía contra el blanco resplandeciente de la porcelana de la taza del inodoro. Desde su posición al otro lado del baño, Hauser fulminó con la mirada a Kristina, con la boca muy abierta y una expresión que podría haber sido casi de sorpresa, si no fuera por la forma en que sus cejas cubrían sus ojos, frunciéndole el ceño en un gesto de desaprobación. Había silencio, interrumpido tan sólo por un grifo goteante que iba tatuando lentamente el esmalte de la bañera. Una vez más, algo borbotó y luchó por liberarse de la garganta cerrada de Kristina; algo entre un grito y una arcada.

La cara de Hauser estaba surcada de gotas de una sangre brillante y viscosa. Alguien le había cortado la frente en una línea, mayormente recta, pero irregular en algunos puntos, a unos cinco o seis centímetros encima de las cejas. Era un corte profundo. Hasta el hueso. Le rodeaba las sienes y pasaba por encima de las orejas. La piel, la carne y el pelo por encima del corte habían sido arrancados de la cabeza de Hauser y la cúpula ensangrentada del cráneo había quedado al descubierto. La cara llena de sangre de Hauser y el cráneo expuesto arriba miraron a Kristina como una horrible parodia de un huevo duro encajado con fuerza en una huevera. Había incluso más sangre empapando la camisa y los pantalones de Hauser. Kristina descubrió un segundo corte que le atravesaba la garganta y el cuello. Dejó caer el spray limpiador al suelo y apoyó el hombro contra la pared. De pronto sintió que toda la fuerza de sus piernas desaparecía y se deslizó hacia abajo, con la mejilla frotando contra el frío beso de los azulejos de porcelana. Se desplomó en un rincón, junto a la puerta, imitando la postura de su cliente muerto. Comenzó a sollozar.

Había tanto para limpiar. Tanto para limpiar.

9.15 H, POLIZEIPRÄSIDIUM DE HAMBURGO. ALSTERDORF, HAMBURGO

La nueva jefatura de la policía de Hamburgo —el Polizeipräsidium— estaba situada al norte del parque municipal Winterhuder Stadtpark. Jan Fabel nunca tardaba mucho en cubrir en coche el trayecto entre su apartamento en Pöseldorf y Alsterdorf, pero acababa de terminar una vacación de cuatro días. Apenas cuarenta y ocho horas antes, había estado junto a Susanne en la playa amplia y sinuosa de List, en la isla de Sylt del Mar del Norte. Cuarenta y ocho horas y toda una vida atrás.

Mientras conducía a través de las vetas de luz solar que bailaban entre los árboles del Stadtpark, Fabel sintió que no tenía ninguna prisa en volver a entrar en la realidad de su vida como jefe de la Mordkommission, la brigada de Homicidios. Pero cada noticia que sonaba en la radio de su coche parecía hundirse en él como plomo, anclándolo cada vez más a su mundo acostumbrado, al tiempo que el recuerdo de una larga franja de arena dorada bajo un cielo vasto y luminoso se alejaba de su mente.

Fabel captó el final de un informe sobre las próximas elecciones generales: la coalición conservadora CDU/CSU, dirigida por Angela Merkel, había aumentado su ya espectacular ventaja en las encuestas. Daba la impresión de que la apuesta del canciller Gerhard Schröder de celebrar elecciones anticipadas no daría resultado. Un comentarista analizaba el cambio de estilo y aspecto de Frau Merkel: al parecer había tomado a Hillary Clinton como modelo para su peinado. Fabel suspiró mientras escuchaba cómo los dirigentes de los distintos partidos se «posicionaban» de acuerdo al electorado; según pensaba, la política alemana ya no tenía nada que ver con firmes convicciones o ideales políticos, sino con individuos. Como había ocurrido antes con los británicos y los americanos, los alemanes estaban empezando a valorar más el estilo que la sustancia, más las personalidades que la ideología.

Mientras conducía a través del soleado parque, empezó a prestar atención cuando se produjo un enfrentamiento entre dos de esas personalidades. Hans Schreiber, el Erster Bürgermeister socialdemócrata de Hamburgo, estaba participando en un airado debate con Bertholdt Müller-Voigt, el Umweltsenator, ministro de Medio Ambiente de la ciudad, que era miembro del partido político Bündnis90-Die Grünen. Era el mismo hombre que Fabel y Susanne habían visto en el restaurante de Lex en Sylt. El SPD y los verdes eran parte de la coalición gobernante en Alemania, y el carácter político del gobierno municipal de Hamburgo también era rojiverde, pero en la conversación grabada no se notaba mucho que Müller-Voigt era, de hecho, un ministro nombrado por Schreiber. Las grietas preelectorales en las estructuras políticas alemanas comenzaban a hacerse evidentes. La animosidad entre ambos hombres durante el último mes estaban bien documentadas: Müller-Voigt se había referido a la esposa de Schreiber, Karin, como Lady Macbeth, en referencia a las despiadadas ambiciones que ella albergaba para su marido: específicamente, que éste se convirtiera en el canciller federal de Alemania. Fabel conocía a Schreiber —lo conocía mejor de lo que a Schreiber le habría gustado— y no le resultaba difícil suponer que éste compartía plenamente las ambiciones de su esposa.

Fabel paró ante una luz roja en el Winterhuder Stadtpark. Contempló con actitud distraída a un ciclista vestido de lycra que cruzaba delante de él, luego se volvió y vio que el coche que se había detenido junto al suyo estaba conducido por una mujer de unos treinta años. Ella estaba regañando a los dos niños del asiento trasero por alguna que otra travesura, dirigiendo su ira a través del espejo retrovisor, moviendo la boca animadamente, con una furia enmudecida al otro lado de las ventanas cerradas del coche. Más atrás del coche de la madre enfadada, un trabajador de parques y jardines barría el sendero que corría entre unos árboles imponentes hacia la gran torre, que terminaba en una cúpula, de la Winterhuder Wasserturm.

El día a día de una ciudad. Vidas pequeñas con pequeñas preocupaciones sobre cosas pequeñas. Personas cuya actividad cotidiana no las obligaba a enfrentarse a la muerte.

El informativo pasó a dar las últimas noticias sobre Londres, donde unos atentados suicidas habían conmocionado la ciudad. Una segunda campaña de ataques había fallado, muy probablemente debido a detonadores deficientes. Fabel trató de tranquilizarse pensando que Hamburgo estaba muy lejos de esos problemas. Que era otra tierra. El terrorismo que había convulsionado a Alemania en los años setenta y los ochenta había pasado a la historia, más o menos para la misma época en que se había derribado el Muro. Pero en Alemania había un dicho sobre Hamburgo: «Si llueve en Londres, en Hamburgo abren el paraguas». Era un sentimiento que a Fabel, que tenía orígenes británicos, siempre le había gustado, que le había dado una sensación de pertenecer a un lugar; pero este día no le proporcionaba ninguna alegría. Hoy, no había ningún sitio donde uno pudiera considerarse a salvo.

Incluso en Hamburgo, el terrorismo y sus consecuencias invadían insidiosamente la vida cotidiana. El trayecto mismo entre el centro de Hamburgo y su apartamento en Pöseldorf se había modificado desde las atrocidades ocurridas en Estados Unidos el 11 de septiembre. El consulado americano estaba situado en la orilla del Alster y, después de los ataques, la calle que corría a lo largo de la orilla y que pasaba frente al consulado había quedado cerrada permanentemente, lo que significaba que Fabel había tenido que alterar el recorrido que seguía cada día desde que se había mudado a Pöseldorf.

El semáforo se puso verde y el conductor detrás de él hizo sonar la bocina, arrancando a Fabel de sus pensamientos. Giró en dirección al Polizeipräsidium.

La siguiente noticia en la radio se refería, irónicamente, a las protestas por el cierre del consulado general británico en Hamburgo, una sugerencia que irritaba a la ciudad más anglófila de Alemania y que además se enorgullecía de ser, después de Nueva York, la ciudad con el mayor número de consulados del mundo. Pero la «Guerra contra el Terror» estaba modificando la forma en que los estados se relacionaban entre sí. Mientras Fabel dejaba el coche en el protegido aparcamiento del Polizeipräsidium, el futuro tomaba una forma sombría y vaga en su mente y oscurecía todavía más su ánimo postvacacional.

La jefatura de la policía de Hamburgo se había construido menos de cinco años antes y todavía tenía el aspecto de un edificio nuevo, como un abrigo recién comprado que todavía no ha adoptado la forma de quien lo usa. El concepto arquitectónico del Polizeipräsidium consistía en recrear la «Polizei Stern», la estrella policial, en forma de edificio, de modo que sus cinco pisos se extendían hacia los puntos cardinales desde un atrio circular sin techo.

La Mordkommission —la brigada de Homicidios de la policía de Hamburgo— estaba en el tercer piso. Cuando salió del ascensor, Fabel fue recibido por un hombre de pelo ralo, mediana edad y la complexión de un tronco de árbol. Llevaba un expediente metido bajo un brazo y un café en la mano libre. Sus pesados rasgos se deshicieron en una sonrisa cuando vio a Fabel.

—Hola, chef, ¿qué tal ha sido el descanso?

—Demasiado corto, Werner —dijo Fabel y le estrechó la mano al Kriminaloberkommissar Werner Meyer. Werner había trabajado junto a Fabel más tiempo y mucho más cerca que cualquier otro miembro de la Mordkommission. Su imponente presencia física en realidad no se correspondía para nada con su manera de encarar la tarea policial. Werner era metódico, en un grado casi obsesivo, para procesar las evidencias, y su atención a los detalles había sido un factor clave en la resolución de unos cuantos casos difíciles. También era un amigo íntimo de Fabel.

—Deberías haberte tomado otro día —dijo Werner—. Para hacer un puente con el fin de semana.

Fabel se encogió de hombros.

—Sólo me quedan unos pocos días de vacaciones y quiero tomarme otro puente en Sylt en un par de meses. Es el cumpleaños de mi hermano. —Los dos hombres avanzaron por el pasillo curvo que seguía, como todos los pasillos principales del Polizeipräsidium, el círculo del atrio central—. En cualquier caso, las cosas están bastante tranquilas últimamente. Eso me pone nervioso. Creo que es hora de que llegue un caso importante. ¿Qué ha ocurrido en mi ausencia?

—Nada lo bastante grande como para molestarte —dijo Werner—. Maria ató los cabos del caso de Olga X, y hubo un homicidio durante una revuelta en Sankt Pauli, pero, excepto eso, nada más. He organizado una reunión de equipo para informarte.

El equipo se reunió en la sala principal de la brigada de Homicidios justo antes del mediodía. Además de Fabel y Werner, estaba la Kriminalkomissarin Maria Klee, una mujer alta y elegante de unos treinta años. Su aspecto no era el que uno relacionaría automáticamente con una agente de policía. Lucía un caro corte de pelo en su rubia cabellera y su discreto y elegante traje gris y blusa color crema la hacían parecer la abogada de una empresa importante. Maria compartía con Werner Meyer la segunda línea de mando después de Fabel. En el último año y medio, Werner y Maria habían comenzado a llevarse bien como colegas, pero sólo después de que el equipo casi la perdiera en la misma operación en la que había muerto otro de sus miembros.

Había dos agentes más jóvenes en la mesa cuando Fabel llegó. Los comisarios Anna Wolff y Henk Hermann eran, ambos, protegidos de Fabel. Él los había escogido porque tenían estilos y actitudes muy diferentes. Fabel tenía un sistema de dirección que consistía en juntar a personajes opuestos en el mismo equipo; mientras otros lo habrían considerado un riesgo de conflictos, él lo veía como la oportunidad de equilibrar cualidades complementarias. Anna y Henk todavía estaban buscando ese equilibrio; Paul Lindemann, el compañero anterior de Anna, había muerto asesinado. Y lo había hecho tratando de salvarle la vida a ella.

Anna Wolff parecía incluso menos una agente de policía que Maria Klee, pero de una manera completamente diferente. Tenía veintiocho años pero parecía más joven, y por lo general se vestía con tejanos y una chaqueta de cuero que le quedaba demasiado grande. Llevaba su pelo negro muy corto y puntiagudo, encima de su bonito rostro, y sus grandes ojos oscuros y carnosos labios siempre estaban realzados por un maquillaje oscuro y un lápiz pintalabios rojo como un camión de bomberos. Habría sido mucho más fácil imaginársela trabajando en una peluquería en lugar de como detective de Homicidios. Pero Anna Wolff era una mujer dura. Venía de una familia de supervivientes del Holocausto y había estado en el ejército israelí antes de regresar a su Hamburgo natal. De hecho, probablemente era el miembro más duro del equipo de Fabel: inteligente y ferozmente resuelta, pero impulsiva.

Henk Hermann, su compañero, no podría haber ofrecido un mayor contraste. Era un hombre alto y desgarbado con un cutis pálido y una perpetua expresión de entusiasmo. Así como Anna no podría haberse parecido menos a una agente de policía, Henk no podría haberse parecido más. Lo mismo podría haberse dicho sobre Paul Lindemann, y Fabel sabía que, en un principio, la semejanza física entre Henk y su predecesor fallecido había molestado a los otros miembros del equipo.

Fabel recorrió la mesa con la mirada. Siempre le desconcertaba lo diferentes que eran esas personas. Una familia improbable. Individuos muy distintos que de alguna manera habían terminado en una profesión muy peculiar y dependiendo tácitamente el uno del otro.

Werner informó a Fabel de los casos actuales. Mientras éste había estado ausente, se había producido sólo un homicidio: una gresca entre borrachos, un sábado por la noche, en la puerta de un club nocturno de Sankt Pauli, había terminado con un joven de veintiún años desangrado en la calle hasta morir. Werner cedió la palabra a Anna Wolff y Henk Hermann, quienes resumieron el caso y los adelantos realizados hasta el momento. Era la clase de homicidio que constituía el noventa por ciento de la tarea de la Mordkommission. Deprimente, sencillo y directo: un momento de ira insensata, por lo general alimentada por el alcohol, que daba como resultado una vida perdida y la otra arruinada.

—¿Tenemos alguna otra cosa? —preguntó Fabel.

—Estoy atando los cabos sueltos del caso de Olga X. —Maria pasó hacia atrás algunas páginas de su cuaderno. Olga X no sólo no tenía apellido sino que era poco probable que Olga fuera su nombre de pila, pero el equipo había sentido la necesidad de adjudicarle alguna clase de identidad. Nadie sabía con exactitud de dónde había venido, pero estaban seguros de que era de algún país de Europa del Este. Había trabajado como prostituta y un cliente la había golpeado y estrangulado; un tipo gordo y con calvicie incipiente de treinta y nueve años de edad que era empleado de una aseguradora, se llamaba Thomas Wiesehan y vivía en Heimfeld con su esposa y tres hijos, sin ninguna clase de antecedentes policiales.

El doctor Möller, el patólogo, había estimado la edad de Olga entre dieciocho y veinte años.

Fabel parecía desconcertado.

—Pero Werner me dijo que el caso de Olga X ya estaba terminado y cerrado, Maria. Tenemos una confesión completa de culpabilidad respaldada por unas pruebas forenses incuestionables. ¿Qué «cabos sueltos» te quedan por atar?

—Bueno, en realidad nada respecto del homicidio mismo. Es sólo que tengo la sensación de que está relacionado con el tráfico de personas. Una pobre chica de Rusia o Dios sabe dónde atrapada en la prostitución con la promesa de un trabajo decente en Occidente. Olga fue víctima de esclavitud antes de convertirse en víctima de homicidio. Wiesehan la mató, sin duda… pero algún mafioso la puso allí para que él la matara.

Fabel examinó a Maria de cerca. Ella le devolvió la mirada con sus francos e indescifrables ojos grises y azulados. Maria no era de las que se implicaban tan profundamente en un caso; Anna, sí; incluso el mismo Fabel. Pero Maria no. Su eficiencia como detective siempre había estado caracterizada por un enfoque frío, profesional y distante.

—Entiendo cómo te sientes —suspiró Fabel—. En serio. Pero eso no es asunto nuestro. Teníamos que resolver un asesinato y lo hemos resuelto. No digo que lo dejemos ahí. Pasa todo lo que tengas a los de Vicio, con copia a la LKA6. —Fabel se refería a la Landeskriminalamt 6, la Oficina Estatal de Delitos número 6, un departamento de la Polizei de Hamburgo que acababa de sufrir una reforma y que contaba con noventa agentes, también conocido como el Súper LKA, formado específicamente para combatir el crimen organizado.

Maria se encogió de hombros. No había nada legible en sus claros ojos grises con tonos azulados.

—De acuerdo, chef.

—¿Algo más? —preguntó Fabel.

El teléfono sonó antes de que nadie tuviera la oportunidad de decir algo más. Werner cogió el auricular y emitió interjecciones de asentimiento al tiempo que garabateaba unas notas en un bloc.

—Justo a tiempo —dijo después de colgar—. Han descubierto un cuerpo en una excavación arqueológica, junto al Speicherstadt.

—¿Antiguo?

—Eso es lo que están tratando de establecer, pero Holger Brauner y su equipo ya están de camino. —Werner se refería al jefe de la división forense—. ¿A quién le encargo esto, chef?

Fabel extendió la mano abierta por encima de la mesa.

—Dámelo a mí. Vosotros ya tenéis bastante con cerrar el homicidio de la pelea. —Cogió el bloc y apuntó los detalles en su cuaderno. Se puso de pie y cogió la chaqueta que estaba en el respaldo de la silla—. Y un poco de aire fresco me vendrá bien.

MEDIODÍA, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Kristina sabía que había vuelto a enfrentarse cara a cara con el Caos. Había convivido con él durante años. La había llevado al borde de la locura una vez y ella lo había extirpado de su vida en un proceso que había sido casi tan traumático y doloroso como si se lo hubiera arrancado de su propia carne.

Ahora el Caos bramaba y rugía a su alrededor. Algún lejano malecón se había roto y un maremoto llevaba tiempo avanzando y esperando el momento en que ella abriera la puerta del apartamento de Herr Hauser para echársele encima. Ella sabía que estaba librando la batalla más grande de su vida: que debía volver a derrotar al Caos.

Ya era mediodía. Había trabajado en el baño toda la mañana. Una vez más, la porcelana refulgía con un brillo estéril y frío; el suelo había recuperado su resplandor. Herr Hauser estaba en la bañera. Kristina había combatido al Caos con Método. Se había negado a dejar que el terror la encegueciera y había trazado una estrategia para devolver el orden al baño.

Había empezado metiendo a Herr Hauser en la bañera, para contener el desastre en una sola área. Mientras se esforzaba por hacerlo, el cráneo expuesto, frío y húmedo por la sangre y los restos de tejidos, se apretó contra su mejilla. Kristina corrió hasta el inodoro para vomitar, se tomó unos momentos para recuperarse, y luego reanudó su tarea. Desnudó a Herr Hauser y metió la ropa empapada de sangre en una bolsa de residuos. A continuación sacó el cabezal de la ducha de su soporte y le enjuagó la sangre manualmente. Le puso una segunda bolsa negra de residuos sobre la cabeza y el cuello, la cerró firmemente con una cinta de embalar que había encontrado en uno de los cajones de Herr Hauser y luego la selló a la altura de los hombros. Después, con mucho cuidado, quitó la cortina de la ducha de la barra y envolvió con ella el cuerpo de Herr Hauser. Una vez más, usó la cinta de embalar para cerrar con fuerza esa improvisada mortaja.

A continuación, Kristina se vio obligada a volver a levantar el peso muerto de Hauser. Tiró del cuerpo hasta sacarlo de la bañera y lo depositó sobre el suelo limpio, para luego disponerse a desinfectarla. Herr Hauser siempre había insistido en que Kristina utilizara materiales de limpieza que no fueran agresivos con el medio ambiente: vinagre para limpiar el inodoro, esa clase de cosas. Esa indicación había hecho mucho más difícil el trabajo de Kristina, pero a ella no le había molestado. Le encantaba fregar, restregar y sacar brillo. De todas maneras, en ese momento realizó la misma tarea con un detenimiento casi excesivo. Usó blanqueador para la bañera, el inodoro y el lavabo y limpió las baldosas y los azulejos con una solución blanqueadora. Después recorrió cada superficie con un aerosol antibacterias.

Ya había terminado. No había derrotado al Caos. Lo sabía. Sólo lo había eludido. Había estado allí toda la mañana, lo que significaba que había defraudado al otro cliente de las mañanas de los viernes antes de la hora del almuerzo. No habría sido tan terrible si tan sólo hubiese llegado tarde, pero en realidad ni siquiera se había presentado. Ello generaría un efecto dominó en los clientes de todo el día, y luego los del día siguiente, y luego los de toda la semana. La reputación de puntualidad y fiabilidad que había tardado cuatro años en formar había desaparecido en cuatro horas. Su teléfono móvil había empezado a sonar justo después de la hora en que tenía que presentarse a su segunda cita y ella se había visto obligada a desconectarlo para concentrarse en su tarea.

Kristina examinó el cuarto de baño. Al menos allí, el orden había sido restaurado. Con la excepción de Herr Hauser, meticulosamente amortajado en polietileno y abandonado de manera desordenada en el suelo junto a la bañera, el baño parecía más limpio y brillaba con más fuerza que nunca.

Se apoyó en la pared, con un paño de limpiar colgando en su mano cubierta con un guante de goma, y se permitió una pequeña sonrisa de satisfacción. Fue en ese momento cuando cobró conciencia de que había alguien de pie detrás de ella, en el umbral del baño. Se volvió de repente y ambos se sobresaltaron. Un joven alto, delgado, de pelo oscuro, rasgos delicados y ojos azules grandes y asombrados miró a Kristina, luego vio la momia cubierta con la cortina de la ducha junto a la bañera. Su cara adoptó una tonalidad blanquecina y él lanzó un ruido de alarma antes de darse la vuelta y correr por el pasillo hacia la puerta.

Kristina contempló inexpresivamente el umbral otra vez vacío durante un momento antes de regresar al baño.

Tal vez se le había olvidado algún rincón.

MEDIODÍA, ÁREA DE HAFENCITY, JUNTO AL SPEICHERSTADT, HAMBURGO

Si había algún paisaje que definía la ciudad de Hamburgo para Fabel, era ése.

Mientras él conducía por Mattenwiete y cruzaba el puente de Holzbrücke en dirección del Elba, el horizonte se abrió hacia delante y las intrincadas espiras y aguilones de la Speicherstadt penetraron en la sedosa extensión de un cielo totalmente azul.

Speicherstadt significa «ciudad de almacenes» y es exactamente eso: fila tras fila de imponentes y ornamentados almacenes de ladrillo rojo, entrelazadas con calles empedradas y canales, dominando la zona costera de la ciudad. Aquellos hermosos edificios decimonónicos habían sido los pulmones que daban vida al comercio de Hamburgo.

Para Fabel, había algo en la arquitectura de la Speicherstadt que resumía lo que él sentía por su ciudad adoptada. La arquitectura era ornamentada y transmitía seguridad, pero siempre práctica y contenida. Ésa era la manera en que la ciudad más rica de Alemania y sus habitantes exhibían la riqueza y el éxito: con claridad pero con decoro. La Speicherstadt era también un símbolo de la independencia de Hamburgo y su particular rango de ciudad-estado dentro de Alemania; una independencia que en distintos momentos de la historia de Hamburgo había sido bastante precaria. Las estatuas de Hammonnia y Europa, las personificaciones de Hamburgo y Europa como diosas, montaban guardia en los montantes del puente Brooksbrücke y observaron a Fabel cuando él cruzó hacia el Speicherstadt.

Hasta hacía muy poco, aquélla había sido el área aduanera más grande del mundo, con puestos de aduana en casi todos los puntos de ingreso. Fabel pasó por la antigua aduana a su derecha, que había encontrado una nueva vida como una elegante cafetería de moda. Enfrente, al otro lado de la empedrada Kehrwieder Brook, el primero de los almacenes de la Speicherstadt también había hallado una nueva función: una serpenteante fila de turistas y locales esperaban que los dejaran entrar a la Mazmorra de Hamburgo, una idea que, como tantas otras, Hamburgo había importado de Gran Bretaña. Fabel nunca había podido entender la necesidad que tenían algunos de sentir miedo, de experimentar falsos horrores, ya que él ya tenía bastante con la realidad.

Fabel siguió un poco más por Kehrwieder Brook antes de girar a la izquierda y coger Kibbelsteg, que diseccionaba la Speicherstadt en una línea recta e ininterrumpida. Los amplios almacenes de ladrillos que estaban a ambos lados de la calle, muy bien mantenidos y rematados con ornamentadas terminaciones de bronce con tonalidades de verdín, resplandecían de rojo bajo el sol de mediodía. En esa zona, todavía se llevaban a cabo toda clase de transacciones. Unos andamios colgantes, suspendidos de los cabrestantes que asomaban en lo alto de los almacenes, subían grandes pilas de alfombras orientales y, cuando pasó por la Kaffeerösterei, el aire cálido se llenó con el olor que era la marca registrada de la Speicherstadt, el denso aroma de los tostaderos de café donde se preparaban los granos para su posterior almacenamiento.

Fabel siguió su camino y finalmente el XIX dejó sitio al XXI, cuando pasó bajo el arco formado por una selva de grúas en constante movimiento, que señalaban la ubicación del proyecto inmobiliario más grande de Alemania: HafenCity.

Hamburgo siempre había sido una tierra de oportunistas, de comerciantes y emprendedores. La actitud de feroz independencia de la ciudad se fundaba en su capacidad para mirar más allá de sus propios horizontes y conectarse con el mundo en general. En la Edad Media, los políticos hamburgueses siempre habían sido mercaderes y empresarios. Y siempre ponían los negocios antes que la política. Nada había cambiado.

La HafenCity era una gran idea, como lo había sido antes la Speicherstadt. Una visión audaz que tardarían veinte años en terminar. Una hilera por vez, las nuevas catedrales del comercio, todo acero y cristal y energía juvenil, ocupaban con dificultad su sitio detrás de las antiguas, los elegantes almacenes de ladrillo rojo de la Speicherstadt. Dos visiones nacidas en siglos separados y fusionadas por el calor de la misma ambición: convertir Hamburgo en el principal puerto comercial de Europa. La HafenCity iba construyéndose por etapas planificadas. Primero erigían una fila de inmuebles que combinaba apartamentos de lujo con pulcros edificios de oficinas de la era electrónica; una vez terminada, se iniciaba la segunda fila. Sin embargo, al mismo tiempo que se instalaban conexiones de Internet de alta velocidad en cada uno de esos relucientes edificios nuevos, flotaba en el aire el olor de los granos de café tostándose, recordándole al mundo feliz del siglo XXI que la vieja Speicherstadt seguía siendo una parte fundamental de la vida de la ciudad.

A Hamburgo le gustaba compartir su visión de futuro, por lo que se había construido junto al Elba una plataforma de observación de doscientos metros de altura con la forma del puente de mando de un barco y con el nombre, en inglés, de «HafenCity viewpoint» estampado en uno de sus lados color terracota. El mirador ofrecía a los visitantes un panorama de 360.º de lo que estaba por venir. Si miraban hacia una dirección podían ver el emplazamiento del futuro teatro de ópera, con su tejado de alta tecnología ondeando como si estuviera hecho de olas o velas, encima del antiguo muelle Kaispeicher A. Hacia la otra, el panorama trazaba una curva que rodeaba y dejaba atrás la nueva y lujosa terminal naviera y llegaba al punto en que los arqueados puentes de hierro que conectaban Hamburgo con Harburgo cruzaban el Elba. Toda la zona que rodeaba la torre de observación había sido limpiada y aplanada y esperaba, desnuda, sus nuevas y relucientes vestiduras.

Fabel dejó el coche en el irregular e improvisado aparcamiento, ubicado a unos doscientos metros de la plataforma de observación. Ya había dos miembros de la rama uniformada de la Polizei de Hamburgo en el lugar y habían procedido a acordonar la zona, como era habitual. En este caso, parecía una tarea redundante; la arqueología tiene una metodología muy similar a la forense, y el emplazamiento ya estaba rodeado con cuerdas y dividido en cuadrantes. Cuando Fabel empezó a caminar hacia la zona distinguió la familiar silueta de Holger Brauner, el jefe del departamento forense, que iba ataviado con su mono blanco y sus fundas azules para zapatos, aunque se había quitado la capucha y no llevaba la mascarilla puesta. Éste estaba conversando con un hombre más joven y más alto que tenía el pelo largo y oscuro, peinado hacia atrás y recogido en una coleta. Una camiseta verde oscura y unos pantalones cargo también verdes colgaban flojos en su desmañada complexión física. Ambos se volvieron en dirección de Fabel cuando éste se aproximó.

—Jan… —Holger Brauner miró a Fabel con una expresión radiante—. Te presento a Herr doctor Severts, del departamento de arqueología de la Universität de Hamburgo. Está a cargo de la excavación. Doctor Severts, éste es el Kriminalhauptkommissar Fabel, de la Mordkommission.

Fabel le estrechó la mano a Severts. La notó callosa y rugosa, como si la arena y la tierra con las que el joven trabajaba hubieran echado raíces en la piel de su palma, lo que concordaba con los colores de su ropa. Era como si el propio Severts fuera algo perteneciente a la tierra.

—El doctor Severts y yo estábamos hablando sobre lo parecidas que son nuestras disciplinas. De hecho, le estaba explicando que mi asistente, Frank Grueber, habría estado incluso más capacitado que yo para este caso. Él estudió arqueología antes de volcarse a la ciencia forense.

—¿Grueber? —dijo Fabel—. No tenía idea de que había sido arqueólogo.

Frank Grueber llevaba poco más de un año como miembro del equipo de Brauner, pero Fabel ya se daba cuenta de porqué aquél lo había elegido como su asistente. Grueber había demostrado poseer la misma habilidad que Brauner para descifrar tanto los detalles como el contexto en la escena de un crimen. A Fabel le pareció lógico que Grueber hubiese estudiado arqueología; para comprender la historia de un paisaje y la de la escena de un crimen hacía falta el mismo tipo de intelecto. Fabel recordó que una vez le había preguntado a Grueber por qué se había convertido en un especialista forense. «La verdad es la deuda que tenemos con los muertos», había sido la respuesta. Una respuesta que había impresionado a Fabel, y que también era coherente con una carrera como arqueólogo.

—Una pérdida para la arqueología y una ganancia para la ciencia forense —dijo Brauner—. Me siento afortunado de tenerlo en mi equipo. En realidad, Frank tiene una actividad paralela muy interesante. Reconstruye rostros a partir de esqueletos encontrados en yacimientos arqueológicos. Le mandan cráneos de universidades de todo el mundo para que él los reconstruya. Siempre creí que algo así nos sería útil a la hora de identificar restos desconocidos… Quién sabe, tal vez ello ocurra hoy…

—Me temo que no —dijo Severts—. Esta víctima sí tiene rostro… Por aquí, Herr Kriminalhauptkommissar. —El arqueólogo hizo una pausa mientras Fabel se ponía las fundas azules para los zapatos que Brauner le había entregado y luego lo guió por el emplazamiento. En una esquina, la tierra estaba cavada a mayor profundidad, en hileras anchas y escalonadas—. Hemos aprovechado la oportunidad que nos ofrecen todas estas demoliciones para revisar la zona en busca de restos del principio del medievo. En aquella época todo esto era una zona mayormente pantanosa, y en algún momento debió de haber estado completamente inundada, pero aun así siempre ha sido un puerto natural y un cruce de caminos…

—El comisario en jefe Fabel ha estudiado historia medieval europea —lo interrumpió Brauner.

Sin duda, la idea de que un policía de la brigada de Homicidios tuviera estudios académicos desconcertó un poco a Severts, puesto que éste se detuvo y miró a Fabel, evaluándolo con perplejidad. El arqueólogo tenía una cara larga y delgada. Después de un momento, su ancha boca se abrió en una sonrisa.

—¿En serio? Qué bien. —Reanudó su camino y guió a Fabel y Brauner hasta una esquina del emplazamiento. Tuvieron que descender dos niveles hasta detenerse en un área de unos cinco metros cuadrados. Cada uno de los niveles estaba alisado y parejo y Fabel notó que a esa altura todavía podía recorrer con la mirada lo que los rodeaba al nivel del suelo. No consiguió imaginarse la paciencia que sería necesaria para realizar una tarea semejante, y entonces dejó escapar una risita cuando la imagen de Werner le vino a la mente.

El suelo excavado a sus pies estaba ribeteado, con los estratos rocosos ubicados a un costado, una extraña mezcla de arena pálida, tierra seca y negra y alguna clase de silicato muy colorido y grueso que reflejaba la luz del sol. La superficie estaba salpicada de fragmentos de lo que parecía una basta arpillera y luego se dividía en escombros y piedras más irregulares hacia los bordes del área. En una esquina de la excavación había quedado al descubierto la mitad superior del cuerpo de un hombre. Yacía de costado, dándoles la espalda, pero inclinado en un ángulo suave, por lo que seguía enterrado de cintura para abajo. Daba la impresión de estar acostado en una cama.

—Lo encontramos temprano esta mañana —explicó Severts—. Al equipo le gusta empezar a trabajar a primera hora… llegar aquí antes de que haya mucho tráfico.

—¿Quién lo encontró? —preguntó Fabel.

—Franz Brandt. Es uno de mis estudiantes de posgrado. Después de haber expuesto el cuerpo lo suficiente como para establecer que no era antiguo, paramos y nos pusimos en contacto con la Polizei de Hamburgo. Fotografiamos y documentamos cada etapa de la excavación.

Fabel y Brauner se acercaron al cuerpo. Estaba claro que no era antiguo. El hombre muerto llevaba una chaqueta de gruesa sarga azul. Dieron la vuelta en torno al cadáver hasta que pudieron verle la cara. Era delgada, pálida y demacrada, rematada con mechones carbonizados de pelo rubio. Los ojos cerrados estaban hundidos en el cráneo y el cuello parecía demasiado delgado y esquelético para la camisa, que mantenía su color blanco. La cara del muerto tenía el aspecto de un papel viejo y amarillento y su mandíbula ancha y fuerte estaba cubierta, en algunas franjas, por una pálida barba de dos o tres días. Su extrema delgadez hacía difícil establecer su edad, pero había algo en su rostro y en esa barba poco crecida e irregular que sugería la idea de juventud. Tenía los labios un poco separados, como si estuviera a punto de hablar, y una de sus manos parecía estar agarrando algo en el aire. Algo invisible para los vivos.

—No puede haber estado aquí mucho tiempo —dijo Fabel, poniéndose en cuclillas—. Por lo que veo, la descomposición es limitada. Pero es el cadáver más extraño que he visto en mucho tiempo. Parece haberse muerto de inanición. —Se puso de pie y recorrió el emplazamiento con la mirada, con una expresión de desconcierto—. Alguien se tomó un gran esfuerzo para enterrarlo a esta profundidad. Un gran esfuerzo y mucho tiempo. No entiendo cómo pueden haberlo hecho sin que nadie los viera, incluso de noche.

—No lo hicieron —dijo Severts—. El suelo de alrededor no tenía ninguna señal de haber sido tocado.

Brauner se agachó cerca del cuerpo. Tocó el rostro con sus dedos protegidos por un guante de látex y luego, con un suspiro de frustración, se quitó uno de los guantes forenses y volvió a tocar la piel, que tenía la consistencia de un papel, con la mano desnuda. Sonrió tristemente y se volvió a Severts, quien asintió, en un gesto de comprensión.

—No se murió de hambre, Jan —dijo Brauner—. Ha sido la falta de humedad y aire lo que le hizo esto. Está desecado. Completamente seco. Una momia.

—¿Qué? —Fabel volvió a ponerse de cuclillas—. Pero parece un cadáver normal. Yo creía que los cuerpos momificados se ponían marrones y correosos.

—Sólo los que se encuentran en los pantanos —dijo un hombre alto, delgado y de pelo rojo recogido hacia atrás en una coleta, que se les había unido.

—Éste es Franz Brandt —dijo Severts—. Como ya le he dicho, Franz fue quien descubrió el cuerpo.

Fabel se incorporó y le estrechó la mano al joven pelirrojo.

—Desde el momento en que lo vi sospeché que había sido momificado —Brandt continuó explicando—. El doctor Severts, aquí presente, es un experto en la materia y yo mismo tengo un gran interés en las momias. Los cadáveres de los pantanos en los que usted piensa sufren un proceso totalmente distinto: los ácidos y los taninos de las turberas tiñen la piel de los cuerpos y los convierten, literalmente, en bolsos de cuero; a veces lo único que queda de ellos es su pellejo, mientras los órganos internos e incluso los huesos pueden disolverse y desaparecer. —Señaló el cuerpo con un movimiento de la cabeza—. Este tipo tiene la apariencia de las momias de los desiertos. El aspecto tan demacrado y la textura apergaminada de la piel… denotan que se desecó casi de inmediato en un ambiente privado de oxígeno.

—Y, a pesar de su aspecto, no murió recientemente. Pero, como pueden ver por la ropa, tampoco es una reliquia de la Edad Media. —Severts abarcó el área de la excavación en la que se encontraban con un movimiento de la mano—. Las evidencias que rodean el cuerpo me dan una idea de lo que ocurrió. Nuestros estudios geofísicos y los registros que tenemos de esta zona dan a entender que nos encontramos en un muelle de carga de la segunda guerra mundial.

Brauner pasó la mano por el ribete de piedrecitas brillantes. Cogió algunas y las hizo rodar entre los dedos.

—¿Vidrio?

Severts asintió.

—Era arena. Prácticamente todo lo que hay aquí es básicamente la misma arena pálida. Es sólo que parte de ella se ha mezclado con ceniza negra mientras este anillo exterior ha sufrido una exposición a un calor tan intenso que se convirtió en toscos cristales de vidrio.

Fabel asintió con una expresión triste.

—¿Los bombardeos británicos de 1943?

—Ésa es mi hipótesis —dijo Severts—. Encaja con lo que sabemos de esta zona. Y también con esta forma de momificación, que era un resultado habitual de las intensas temperaturas creadas por la tormenta de fuego. Me da la impresión de que este hombre se guareció en alguna clase de refugio antiaéreo junto al muelle, improvisado con bolsas de arena. Debió de producirse una explosión incendiaria muy cerca que, básicamente, lo horneó y lo enterró.

Los ojos de Fabel seguían clavados en el cuerpo momificado. Operación Gomorra. Los británicos descargaron bombas incendiarias y explosivos de alto poder sobre Hamburgo por la noche y los americanos durante el día, hasta llegar a 8344 toneladas. En algunas partes de la ciudad, la temperatura del aire a cielo abierto superó los mil grados. Alrededor de cuarenta y cinco mil ciudadanos de Hamburgo ardieron en las llamas o murieron cocinados bajo ese intenso calor. Fabel contempló las facciones delgadas y demasiado afinadas, lo que se debía a que la carne bajo la piel había perdido toda su humedad. Se había equivocado. Por supuesto que había visto cuerpos así antes: en viejas fotografías en blanco y negro de Hamburgo y también de Dresde. Muchas personas habían sido horneadas y convertidas en momias sin estar enterradas; desecadas en pocos instantes, expuestas a llamaradas de altísimas temperaturas en las calles sin aire o en los refugios antiaéreos que se habían convertido en hornos de panadería. Pero jamás había visto uno de carne y hueso, aunque esa carne estuviera desecada.

—Es difícil creer que este hombre lleve más de sesenta años muerto —dijo por fin.

Brauner sonrió y palmeó el hombro de Fabel con su ancha mano.

—Es simple biología, Jan. Para que haya descomposición se necesitan bacterias; las bacterias necesitan oxígeno. Si no hay oxígeno, no hay bacterias y por lo tanto no hay descomposición. Cuando lo extraigamos, probablemente hallaremos alguna descomposición limitada en el tórax. Todos tenemos bacterias en las entrañas, y cuando morimos, son las primeras en ponerse a trabajar. De todas maneras, haré un análisis forense completo del cuerpo y luego se lo pasaré al Institut für Rechtsmedizin de Eppendorf para que realicen una autopsia. Tal vez todavía estemos a tiempo de confirmar la causa de la muerte, aunque yo apostaría un año de mi salario a que fue asfixia. Y podremos deducir aproximadamente la edad biológica del cadáver.

—De acuerdo —dijo Fabel. Se volvió hacia Severts y su estudiante, Brandt—. Creo que no será necesario bloquear el resto de la excavación. Pero si encuentran algo que se relacione o que ustedes crean que se relaciona con este cuerpo, por favor infórmenme de ello. —Le entregó a Severts su tarjeta de la Polizei de Hamburgo.

—Lo haré —dijo Severts. Hizo un gesto en dirección al cadáver, que todavía parecía darles la espalda, girando el hombro, como si tratara de regresar a un sueño groseramente interrumpido—. Al parecer no se trata de la víctima de un homicidio, después de todo.

Fabel se encogió de hombros.

—Eso depende de su punto de vista.

13.50 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

La llamada entró justo cuando Fabel estaba volviendo al Polizeipräsidium. Werner llamó para informarle de que él y Maria estaban en el Schanzenviertel. Habían atrapado a una asesina, casi literalmente con las manos en la masa, limpiando la escena del crimen y a punto de deshacerse del cuerpo.

Estaba claro que Werner lo tenía todo controlado, pero Fabel sintió la necesidad de implicarse en una investigación «viva», después de haber pasado la mañana en un caso sin muchas posibilidades de desarrollo, que casi seguro se remontaba a sesenta años atrás y que tampoco era un homicidio. Le dijo a Werner que se trasladaría directamente a la dirección que éste le dio.

—Por cierto, Jan —dijo Werner—. Creo que deberías saber que la víctima es más o menos una celebridad… Hans-Joachim Hauser.

Fabel reconoció el nombre de inmediato. Hauser había sido un miembro bastante prominente de la izquierda radical en los años setenta, y en la actualidad era un vehemente defensor del medio ambiente a quien parecía gustarle bastante la atención de los medios.

—Por Dios… qué extraño… —dijo, tanto para sí mismo como para Werner.

—¿Qué cosa?

—La sincronía, supongo, ¿me entiendes?, cuando algo que no esperabas ver con tanta frecuencia de pronto surge varias veces en un lapso corto. Esta mañana, de camino al Polizeipräsidium, oí a Bertholdt Müller-Voigt por la radio. Ya sabes, el senador de Medio Ambiente. Se lo estaba haciendo pasar bastante mal a su jefe, Schreiber. Y, hace dos o tres noches, lo vi en el restaurante de mi hermano, donde yo estaba cenando con Susanne. Por lo que recuerdo, Müller-Voigt y Hauser eran como una especie de dúo en los años setenta y ochenta… —Fabel hizo una pausa, luego añadió en tono sombrío—: Lo que nos faltaba. El homicidio de una persona famosa. ¿Alguna señal de la prensa?

—Todavía no —dijo Werner—. Mira, a pesar de sus esfuerzos, y a diferencia de su colega Müller-Voigt, Hauser en realidad era una noticia vieja.

Fabel suspiró.

—Ya no…

Había una desordenada exuberancia en el Schanzenviertel. Era una parte de Hamburgo que, como tantas otras en esa ciudad, estaba experimentando muchísimos cambios. Se encontraba justo al norte de Sankt Pauli y no siempre había gozado de la más saludable de las reputaciones; todavía había problemas en el barrio, pero poco tiempo atrás se había convertido en un lugar codiciado para nuevos vecinos adinerados.

Y, por supuesto, era el barrio ideal para vivir si uno era un ecologista de izquierdas. El Schanzenviertel tenía todas las características de un barrio cool con la combinación justa: era uno de los distritos más multiculturales de Hamburgo y su amplia gama de restaurantes de moda representaba a la mayor parte de las cocinas del mundo. Sus salas de cine independiente, el teatro al aire libre en el parque Sternschanzen y el número requerido de cafés con terraza lo convertían en un lugar muy a la moda y cada vez más próspero, aunque también tenía bastantes problemas sociales, en su mayoría relacionados con las drogas, que evitaban que se lo considerara un barrio demasiado yuppie o pijo. Era esa clase de lugares en los uno anda en bicicleta y recicla la basura, en los que hay que vestirse con ropa chic de segunda mano y también en los que uno se sienta a beber café de comercio justo en una mesa en la acera mientras teclea en un ordenador portátil de titanio ultra guay, ultra delgado y ultra caro.

La residencia de Hans-Joachim Hauser se encontraba en la planta baja de un sólido edificio de apartamentos construido en la década de 1920, justo en el corazón del barrio, cerca de la intersección entre la Stresemanstrasse y la Schanzenstrasse. Había un racimo de vehículos policiales, con los nuevos colores plata y azul de la Polizei de Hamburgo, aparcados en el exterior y la acera delante de la entrada del edificio estaba acordonada con la cinta roja y blanca de las escenas de crímenes. Fabel aparcó su BMW de manera descuidada detrás de uno de los coches patrulla y un agente uniformado avanzó resueltamente desde el perímetro formado por la cinta para interceptarlo. Fabel salió del coche y exhibió su placa ovalada de la Kriminalpolizei mientras avanzaba hacia el edificio, lo que hizo retroceder al uniformado.

Werner Meyer estaba esperándolo en el umbral del apartamento de Hauser.

—Todavía no podemos entrar, Jan —dijo, señalando con un gesto el vestíbulo donde Maria estaba hablando con un joven de aspecto infantil ataviado con un mono blanco para tareas forenses. La mascarilla forense pendía floja de su cuello y se había quitado la capucha, dejando al descubierto una espesa mata de pelo negro sobre un rostro pálido con un par de gafas. Fabel lo reconoció; era el asistente de Holger Brauner, Frank Grueber, de cuyo pasado arqueológico le habían hablado Brauner y Serverts. Estaba claro que Grueber y Maria hablaban de la escena del crimen, pero había una relajada informalidad en la postura de Grueber. Fabel notó que Maria, en cambio, se apoyaba contra la pared con los brazos cruzados.

—Harry Potter y la doncella de hielo… —dijo Werner con ironía—. ¿Es cierto que aquellos dos están liados?

—Ni idea —mintió Fabel.

Maria mantenía casi toda su vida personal bajo cuatro llaves, junto con sus emociones, cada vez que se encontraba en el trabajo. Pero Fabel había estado allí —la única persona presente— mientras ella yacía cerca de la muerte después de haber sido apuñalada por uno de los asesinos más peligrosos que el equipo había perseguido en toda su existencia. Fabel había compartido el terror de Maria en aquellos tensos e interminables minutos hasta que había llegado el helicóptero de auxilio médico. Aquel temor compartido, aquella obligada intimidad, había creado un lazo tácito entre ellos y, en los dos años transcurridos desde entonces, Maria le había impartido a su jefe pequeñas confidencias sobre su vida personal, pero sólo relacionadas con aquellas cosas que podían tener algún impacto en su trabajo. Una de esas confidencias había sido su relación con Frank Grueber.

En el vestíbulo, Grueber terminó de pasarle su informe a Maria. Le tocó el codo en un gesto de despedida y avanzó por el pasillo del apartamento. Hubo algo en ese gesto que molestó a Fabel. No su informalidad, sino más bien la reacción de Maria, una tensión casi imperceptible en su postura. Como si la hubiera atravesado una corriente eléctrica muy débil.

Maria se acercó al umbral de la puerta desde el pasillo.

—Aún no podemos entrar —explicó—. Éste va a ser un trabajo muy difícil para Grueber. A la mujer, la asesina, la interrumpieron cuando estaba limpiando la escena. Al parecer hizo un muy buen trabajo y a los del departamento forense les está costando mucho encontrar algo que valga la pena. —Se encogió de hombros—. Pero supongo que es una cuestión académica. Si atrapas al asesino en la escena del crimen no hay mejor rastro forense que ése.

Fabel se volvió hacia Maria.

—A la sospechosa la interrumpieron cuando estaba limpiando la escena… ¿Quién?

—Un amigo de Hauser… —dijo Maria—. Un amigo muy joven y muy guapo de Hauser que se llama Sebastian Lang. Encontró la puerta sin cerrar… aunque, al parecer, él ya tenía su propia llave.

Fabel asintió. Hans-Joachim Hauser nunca había mantenido en secreto su homosexualidad.

—Lang había vuelto al apartamento a recoger algo antes de ir a almorzar al centro —continuó Maria—. Oyó ruidos en el baño y, suponiendo que se trataba de Hauser, entró e interrumpió a la asesina cuando estaba limpiando la escena.

—¿Dónde está la sospechosa? —preguntó Fabel.

—Los uniformados la han llevado al Polizeipräsidium —respondió Werner—. Parece una persona muy perturbada… nadie pudo sonsacarle algo que tuviera algún sentido, excepto que ella aún no había terminado de limpiar.

—De acuerdo. Si no podemos entrar en la escena del crimen, entonces deberíamos regresar a la Mordkommission y entrevistar a la sospechosa. Pero me gustaría que antes Frau Doktor Eckhardt le hiciera una evaluación psicológica. —Fabel abrió su teléfono móvil y presionó un botón en el que tenía un número grabado.

—Institut für Rechtsmedizin… Habla la doctora Eckhardt… —La voz que respondió era profunda y cálida y estaba teñida con un suave acento bávaro.

—Hola, Susanne… soy yo. ¿Cómo va todo?

Ella suspiró.

—Ojalá nos hubiéramos quedado en Sylt… ¿Qué ocurre?

Fabel le explicó la detención de la mujer en el Schanzenviertel y le dijo que quería que ella la evaluara antes del interrogatorio.

—Estoy ocupada hasta la tarde. ¿A las cuatro te parece bien?

Fabel miró su reloj. Eran la una y media. Si esperaban la evaluación, no podrían entrevistar a la sospechosa hasta el anochecer.

—De acuerdo. Pero creo que le haremos una entrevista preliminar antes.

—Bien. Nos vemos a las cuatro en el Polizeipräsidium —dijo Susanne—. ¿Cómo se llama la sospechosa?

—Un segundo… —Fabel se giró hacia Maria—. ¿Cuál es el nombre de la mujer bajo custodia?

Maria abrió su cuaderno y miró sus notas durante un momento.

—Dreyer… —dijo por fin.

—¿Kristina Dreyer?

Maria miró a Fabel, sorprendida.

—Sí. ¿La conoces?

Fabel no respondió a Maria sino que volvió a hablarle a Susanne.

—Luego te llamo —dijo, y cerró el teléfono para desconectarlo. Entonces se volvió hacia Maria—. Trae a Grueber. Dile que no me importa en qué estado está el análisis forense… Quiero ver la escena del homicidio y a la víctima. Ahora.

14.10 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Estaba claro que Grueber se daba perfecta cuenta de lo inútil que sería tratar de impedir que la brigada de Homicidios ingresara a la escena del crimen. Pero con una decidida autoridad que no concordaba con su aspecto juvenil, había insistido en que, en lugar del habitual requisito de fundas forenses azules para los zapatos y guantes de látex, todos los miembros de la división se pusieran el traje forense completo y mascarillas faciales.

—Ella no nos ha dejado casi nada —explicó Grueber—. Es el caso de limpieza de una escena de crimen más completo que he visto jamás. Ha pasado un limpiador o una solución blanqueadora en casi todas las superficies, y ha destruido prácticamente todos los rastros forenses y degradado cualquier ADN que hubiera podido sobrevivir.

Después de ponerse los trajes, Grueber hizo pasar a Fabel, Werner y Maria por el pasillo. Fabel miró cada una de las habitaciones. Había al menos un técnico forense en cada una. Notó lo ordenado y limpio que estaba el apartamento. Era grande y espacioso, pero había una sensación de encierro producida por el hecho de que prácticamente cada metro cuadrado libre de pared estaba lleno de estanterías. Había revistas meticulosamente apiladas en una de ellas y era evidente que los anaqueles del pasillo se habían utilizado para contener los libros, los discos de vinilo y los discos compactos que no habían entrado en la sala. Fabel hizo una pausa y examinó la música. Había varios álbumes de Reinhard Mey, pero en su mayoría eran discos antiguos que habían sido reeditados en CD. Al parecer Hauser había sentido la necesidad de escuchar las canciones protesta de una generación en la tecnología de la siguiente. Fabel lanzó una risita de reconocimiento cuando encontró el CD Ewigkeit de Cornelius Tamm, un cantante que había pretendido ser el Bob Dylan alemán y que había tenido bastante éxito en los años sesenta, antes de zambullirse espectacularmente en la oscuridad. Fabel extrajo un libro grande, con una portada brillante, de uno de los anaqueles: era una recopilación de las fotografías de Vietnam de Don McCullin; a su lado había una guía de viajes en inglés y varios manuales de ecología. Todo era bastante previsible. En el punto en que los anaqueles se interrumpían, todos los espacios libres de la pared estaban ocupados con pósteres enmarcados. Fabel se detuvo delante de uno de ellos: era una fotografía enmarcada en blanco y negro de un joven de bigote y pelo ondulado que le llegaba a los hombros. Estaba desnudo de cintura para arriba y sentado en un banco rústico con una manzana en la mano.

—¿Quién es el hippie? —Werner se había acercado a Fabel.

—Echa un vistazo a la fecha de la fotografía: 1899. Este tipo era hippie setenta años antes de que alguien inventara el concepto. Éste… —Fabel golpeó el vidrio con un dedo cubierto de látex— es Gustav Nagel, santo patrono de todos los ecoguerreros alemanes. Un siglo atrás intentó que Alemania rechazara la industrialización y el militarismo, que abrazara el pacifismo, se volviera un país vegetariano y regresara a la naturaleza. Te advierto que también quería que dejáramos de poner mayúsculas en los sustantivos. No sé qué relación tiene eso con una ideología ecologista. Tal vez para gastar menos tinta.

Fabel le devolvió a Nagel su mirada desafiante y de ojos claros y luego siguió a Grueber y a los otros por el pasillo. El foco principal de la atención del equipo forense se encontraba en el otro extremo, dentro del baño mismo.

—Encontramos aquí un par de bolsas de plástico para residuos —explicó Grueber mientras se acercaban a la puerta del cuarto de baño—. Hemos extraído un par de artículos de ellas pero las bolsas en sí ya están en Butenfeld —dijo, usando la forma abreviada para referirse al departamento forense del Instituto de Medicina Legal, la misma institución en la que Susanne trabajaba como psicóloga criminal. El Instituto era parte de la Clínica Universitaria de Butenfeld, al norte de la ciudad—. Uno de nuestros hallazgos es esto…

Grueber le hizo un gesto a uno de los técnicos, quien le entregó una bolsa de plástico para pruebas forenses grande, cuadrada y transparente. El plástico era grueso y semirrígido; en su interior, aplanado, había un disco de gruesa piel y pelo. Un cuero cabelludo humano. Se habían formado unos viscosos charcos de sangre en algunos sectores entre las paredes de la bolsa y en las esquinas.

Fabel examinó el contenido sin quitarle la bolsa a Grueber. Hizo a un lado la náusea que empezó a crecer en su estómago y el murmullo de asco de Werner a sus espaldas. El pelo era rojo. Demasiado rojo. Grueber le leyó la mente.

—El pelo está teñido. Y hay evidencias de tintura fresca en el cuero cabelludo y en las áreas contiguas de la piel. Aún no puedo decirle si el asesino usó tinte capilar o alguna otra clase de pigmento. Fuera lo que fuese, creo que lo aplicó inmediatamente después de arrancar el cuero cabelludo del cuerpo.

—Hablando de eso… ¿dónde está? —Fabel apartó la atención del magnético horror del cuero cabelludo. Después de todos aquellos años en la brigada de Homicidios, después de tantos casos, todavía había ocasiones en las que quedaba asombrado y desconcertado por la crueldad que los seres humanos son capaces de infligirse entre sí.

Grueber asintió.

—Por aquí… Como podrá imaginar, no es una escena muy agradable…

Fabel se dio cuenta apenas pusieron pie en el cuarto de baño de que Grueber no había exagerado las dificultades a las que debían enfrentarse para obtener pruebas forenses. No había absolutamente nada, más allá del paquete con forma de cuerpo que estaba junto a la bañera, que podría haber dado algún indicio de que ésa era la escena de un crimen. Hasta el aire olía a blanqueador, con un ligero aroma alimonado. Todas las superficies estaban relucientes.

—Tal vez Kristina Dreyer sea la sospechosa de este homicidio —dijo Werner en tono grave—, pero creo que voy a averiguar cuánto cobra por hora… me vendría bien que trabajara en mi casa.

—Qué curioso que hayas dicho eso… —respondió Maria, sin la menor insinuación de haber captado la ironía de Werner—. En realidad es limpiadora profesional. Trabaja de manera independiente y había un vehículo fuera que le pertenece lleno de elementos de limpieza… De ahí la eficiencia con que ha ordenado todo esto.

—Bien —dijo Fabel—. Veamos qué tenemos.

Era como si los especialistas forenses hubieran añadido otra capa de vendajes a una momia. La asesina había envuelto el cuerpo con la cortina de la ducha y lo había sellado con cinta de embalar. Los técnicos forenses habían añadido individualmente tiras numeradas de cinta Taser en cada centímetro cuadrado del exterior de la cortina y la cinta de embalar. Habían fotografiado el cuerpo desde todos los ángulos y estaban por trasladarlo al laboratorio forense en Butenfeld. Una vez allí, quitarían la cinta Taser tirita por tirita, y las transferirían a láminas Perspex donde cualquier rastro forense quedaría asegurado para su análisis. Si se descubría que el cuerpo oculto bajo la cortina de ducha estaba vestido, se repetiría el proceso para reunir cualquier fibra u otros restos de la ropa.

Fabel bajó la mirada hacia el paquete con forma humana.

—Ábranle la cara. Quiero asegurarme de que es Hauser.

Grueber apartó la cortina de ducha. Debajo, la cabeza y los hombros estaban cubiertos por plástico negro. Fabel hizo un gesto de impaciencia y Grueber cortó delicadamente la cinta de embalar y dejó al descubierto la cara y la cabeza. Hans-Joachim Hauser los miró con ojos vidriosos y el ceño fruncido. Fabel había supuesto que sufriría otro vuelco en el estómago, pero en realidad no sintió nada cuando contempló esa cosa que estaba allí. Y era eso: una cosa. Una efigie. Había algo en la forma en que le habían desfigurado la cabeza, en el hueso expuesto del cráneo del muerto, en la carne cerosa y sin sangre de la cara de Hauser, que le quitaba al cadáver toda su humanidad.

Fabel también había esperado experimentar alguna clase de reconocimiento. Hans-Joachim Hauser había estado muy implicado en el movimiento radical de los años setenta y ochenta. Había aparecido fotografiado junto a las luminarias adecuadas de la izquierda radical durante todos esos años —Daniel Cohn Bendit, Petra Kelly, Joschka Fischer, Bertholdt Müller-Voigt— pero, a pesar de todos sus esfuerzos, había permanecido suspendido entre el centro y los bordes de la atención de los medios. Fabel siempre pensaba en la forma en que la gente parecía atrapada en una época, en cómo a algunos les resultaba imposible avanzar. La imagen de Hauser que Fabel tenía archivada en su memoria era la de aquel joven delgado, casi femenino, con un pelo largo y tupido, que amonestaba al Senado de Hamburgo en la década de 1980. No había nada en la carne gris, cerosa y ligeramente hinchada de aquel rostro muerto que le diera un punto de referencia desde el que recuperar al Hans-Joachim Hauser de antes. Incluso trató de imaginar al cadáver con pelo. No sirvió de nada.

—Qué agradable —dijo Werner, como si tuviera mal sabor de boca—. Muy agradable. Una señora de la limpieza que se lleva cueros cabelludos. Supongo que no será una india americana, por casualidad.

—Arrancar el cuero cabelludo es una antigua tradición europea —dijo Fabel—. Nosotros ya nos dedicábamos a ello milenios antes que los nativos americanos. Ellos probablemente lo aprendieron de los colonos europeos.

Grueber apartó un poco más la cortina del cuerpo y dejó al descubierto el cuello de Hauser.

—Miren esto…

Había un tajo ancho y profundo que le atravesaba la garganta. Sus bordes eran limpios y regulares, casi quirúrgicos, y Fabel alcanzó a ver un estrato de gris marmolado y carne blanca debajo de la piel. No había nada de sangre en el corte; Kristina Dreyer había lavado el cuerpo y lo que Fabel veía tenía el aspecto de la muerte enjuagada que él relacionaba con los cadáveres de un depósito.

Fabel se volvió hacia Maria y Werner. Estaba a punto de decir algo cuando se dio cuenta de que Maria contemplaba fijamente la cabeza mutilada y el cuello de Hauser. No era una mirada horrorizada, ni tampoco su habitual aspecto de una evaluación serena; era, más bien, una actitud perpleja e inexpresiva, como si lo que quedaba de Hans-Joachim Hauser la hubiera hipnotizado.

—¿Maria? —Fabel frunció el ceño en un gesto de interrogación. Maria se sobresaltó como si regresara de algún lugar lejano.

—Debe de haber sido muy afilada… —dijo débilmente—. Me refiero a la hoja. Para hacer un corte tan limpio, debe de haber sido filosa como una hoja de afeitar.

—Sí, es cierto —respondió Grueber, que seguía en cuclillas junto al cuerpo. Fabel notó que si bien la respuesta del forense tenía un tono profesional, había una insinuación de preocupación personal en su expresión cuando levantó la mirada hacia Maria—. Quizá fuera un bisturí, o incluso una navaja de afeitar.

Fabel se incorporó. Pensó en la mujer que tenían en custodia. En una cara que recordaba vagamente de más de una década antes.

—Esto es tan metódico… —dijo por fin. Se volvió hacia Werner—. ¿Estás segura de que a la sospechosa, Kristina Dreyer, la atraparon cuando estaba limpiando? Quiero decir, ¿sabemos con seguridad que ella es la que hizo todo esto?

—No hay ninguna duda —dijo Werner—. De hecho, los uniformados tuvieron que usar la fuerza. Ella se negaba a dejar de limpiar, incluso después de que ellos llegaran.

Fabel escudriñó el cuarto de baño una vez más. Relucía con la esterilidad y la frialdad de un quirófano.

—No tiene sentido —dijo por fin.

—¿Qué cosa? —preguntó Maria.

—¿Por qué tamaña mutilación? Arrancar el cuero cabelludo, un corte tan exagerado en la garganta. Todo parece tener algún significado… como si hubiera un mensaje oculto.

—Por lo general lo hay —dijo Grueber, que ya había incorporado su desgarbada contextura y estaba de pie junto a los tres detectives. Todos, reunidos en un semicírculo, dirigieron la mirada a la efigie de carne y hueso que antes había sido un ser humano. Cuando hablaron, era como si se dirigieran al cadáver, un mudo moderador a través del cual podían transmitir mejor sus pensamientos—. Y la cuestión central del rito de arrancar cueros cabelludos es llevárselos. No entiendo por qué la asesina que ustedes tienen en custodia le arrancaría el cuero cabelludo a su víctima y luego la pondría en una bolsa de residuos con la intención de tirarla a la basura.

—A eso me refería —dijo Fabel—. Todo esto apunta a alguna clase de mensaje. Alguna especie de enfermo simbolismo. Pero siempre se hace de manera que alguien pueda recibir ese mensaje. Casi nunca se hace específicamente para la víctima, quien por lo general ya está muerta antes de la mutilación.

Maria asintió.

—¿Entonces por qué la cagaría así? ¿Para qué haría todo eso y luego se tomaría tantos esfuerzos para limpiar la escena del crimen y ocultar el cuerpo? ¿Y por qué tiraría el trofeo a la basura?

—Exactamente. Quiero que volvamos al Polizeipräsidium. Necesito hablar con Kristina Dreyer. Esto no encaja.

Justo en ese momento uno de los técnicos forenses llamó a Grueber. Fabel, Maria y Werner se reunieron detrás de Grueber cuando éste volvió a ponerse en cuclillas para examinar el área señalada por el técnico, en la juntura entre la pared azulejada de la bañera y el suelo. Fuera lo que fuese, Fabel no alcanzó a verlo.

—¿Qué estamos mirando?

El técnico cogió un par de pinzas quirúrgicas, sacó algo y lo levantó. Era un pelo.

—No lo entiendo —dijo el técnico—. Ya había verificado toda esta zona y había pasado esto por alto.

—No te preocupes. Es fácil no darse cuenta —dijo Grueber—. Yo estuve aquí antes y tampoco lo vi. Lo importante es que lo has encontrado.

Fabel se esforzó para ver el pelo.

—Me sorprende que lo haya descubierto, en cualquier caso.

Grueber cogió las pinzas que tenía el técnico y sostuvo el pelo bajo la luz. Sacó una lupa de su estuche y observó el pelo como un joyero evaluando un diamante caro.

—Qué extraño…

—¿El qué? —preguntó Fabel.

—Este pelo es rojo. Rojo natural, no teñido como el del cuero cabelludo. De todas maneras, es demasiado largo como para pertenecer a la víctima. ¿La sospechosa es pelirroja?

—No —respondió Fabel, mientras Maria y Werner intercambiaban una mirada. Habían sacado a Kristina Dreyer de la escena antes de que Fabel llegara.

15.15 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, ALSTERDORF, HAMBURGO

Cuando Fabel entró en la sala de interrogatorios, la expresión de Kristina Dreyer fue casi de alivio. Estaba sentada, pequeña y desamparada, vestida con un mono blanco forense que le habían dado cuando le quitaron su propia ropa para analizarla, el cual le quedaba demasiado grande.

—Hola, Kristina —dijo Fabel, y acercó una silla a Werner y Maria. Al mismo tiempo, le entregó un expediente a Werner.

—Hola, Herr Fabel. —Las lágrimas se acumularon en los apagados ojos azules de Kristina y una escapó a través de la rugosa superficie del pómulo. Había una tensa vibración en su voz—. Esperaba que fuera usted. He vuelto a estropearlo todo, Herr Fabel. Todo se ha vuelto… desquiciado… otra vez.

—¿Por qué lo hizo, Kristina? —preguntó Fabel.

—Tenía que hacerlo. Tenía que aclararlo todo. No podía permitir que volviera a ganar.

—¿Permitir que volviera a ganar qué cosa? —preguntó Maria.

—La locura. El desorden… toda esa sangre.

Werner, que había estado hojeando el expediente, lo cerró y se reclinó en la silla con una expresión que daba a entender que todas las piezas habían caído en su sitio.

—Lo lamento, Kristina —dijo—. No había reconocido su nombre. Ya hemos estado aquí antes, ¿verdad?

Kristina miró a Fabel con ojos de horror y de súplica. Fabel notó que al mismo tiempo ella comenzaba a temblar, y que su respiración se tornaba difícil y agitada. Fabel había visto sospechosos asustados antes, pero había algo pavoroso en el terror que pareció sobrecoger de pronto a Kristina, y una alarma sonó en la mente de Fabel.

—¿Se encuentra bien, Kristina? —preguntó. Ella asintió con un gesto.

—Esto no es lo mismo. Esto no es lo mismo de ninguna manera… —le dijo ella a Werner—. La última vez…

Su voz vaciló y Fabel se dio cuenta de que el temblor se había convertido en un pronunciado estremecimiento.

—¿Está segura de que se siente bien? —volvió a preguntar.

Todo ocurrió tan rápido que Fabel no tuvo tiempo de reaccionar. La respiración de Kristina adoptó un enfático y acuciante estridor; su cara se ruborizó con un tono rojo subido y acuciante y luego perdió todo color. Se levantó a medias de la silla y se aferró a los bordes de la mesa con una presión tal que los nudillos, enrojecidos por el detergente, se le pusieron blancos y amarillentos. Cada inhalación se convertía en un prolongado espasmo que le sacudía todo el cuerpo; sin embargo, las exhalaciones parecían cortas y superficiales. Semejaba una persona atrapada en un vacío, absorbiendo desesperadamente aire para llenar unos pulmones que lo pedían a gritos. Se tambaleó hacia delante, plegándose sobre la cintura, su cabeza cayó con fuerza contra la mesa y luego, como si tirara de ella una cuerda invisible, se sacudió hacia la derecha y se desplomó de costado. Fabel se abalanzó sobre ella para atraparla.

Maria se movió tan rápido que Fabel ni se dio cuenta de que ella había empujado su propia silla contra el suelo. De manera intempestiva, hizo a un lado a Fabel con el hombro, agarró a Kristina con fuerza de los antebrazos y la ayudó a sentarse en el suelo. Luego abrió la cremallera del mono de Kristina a la altura del cuello.

—Una bolsa… —les ladró Maria a Fabel y Werner, quienes la miraron sin entender—. Traedme una bolsa. Una bolsa de papel, de plástico… cualquier cosa.

Werner salió corriendo de la sala. Fabel se arrodilló junto a Maria, quien cogió la cara de Kristina entre las manos y la miró a los ojos.

—Escúcheme, Kristina, va a ponerse bien. Está sufriendo un ataque de pánico. Trate de controlar la respiración. —Maria se volvió hacia Fabel—. Está en un estado de pánico extremo y manda demasiado oxígeno al torrente sanguíneo… Llama a un médico.

Werner irrumpió en la sala con una bolsa marrón de papel. Maria la colocó sobre la nariz y la boca de Kristina y la apretó con fuerza. Cada jadeo hacía que la bolsa se arrugara sobre sí misma. Por fin, la respiración de Kristina retomó algo parecido a un ritmo normal. Dos enfermeros entraron en la sala de interrogatorios. Maria se puso de pie y se apartó para dejarlos trabajar.

—Va a recuperarse —dijo—. Pero creo que será mejor que la doctora Eckhardt lleve a cabo su evaluación antes de que volvamos a interrogarla.

—Muy impresionante —dijo Werner—. ¿Cómo supiste lo que había que hacer?

Maria se encogió de hombros, sin sonreír.

—Primeros auxilios básicos.

Pero, por segunda vez en el día, había algo en el lenguaje corporal de Maria que le dio a Fabel una vaga sensación de intranquilidad.

Fabel, Maria y Werner estaban sentados en la cafetería del Präsidium, tomando café en una mesa cerca del amplio ventanal desde el que podían ver las Bereitschaftpolizeikaserne, las barracas de la brigada antidisturbios que se encontraban al otro lado del aparcamiento.

—¿De modo que había sido un caso tuyo? —preguntó Werner.

—Uno de los primeros que tuve en la Mordkommission —dijo Fabel—. El caso de Ernst Rauhe. Era un sádico sexual muy peligroso… un violador y asesino en serie que se cargó a seis víctimas en los años ochenta antes de que lo atraparan. Se sentenció que era un psicópata y lo internaron en el pabellón de alta seguridad del hospital Krankenhaus Ochsenzoll. Él llevaba allí varios años cuando yo entré en la brigada.

—¿Se escapó? —preguntó Maria.

—Desde luego… —fue Werner quien contestó—. Yo llevaba uniforme en aquella época y participé en la cacería… Una dura caminata en zona pantanosa en busca de un lunático. El tipo recibió ayuda del interior.

—¿Kristina?

—Sí. —Fabel contempló su café y trazó un remolino en su superficie con una cuchara, como si estuviera revolviendo sus propios recuerdos en la taza—. Era enfermera en el hospital. Ernst Rauhe no era particularmente inteligente pero sí un manipulador consumado. Y como habréis notado, Kristina no posee la más resistente de las personalidades. Rauhe la convenció de que ella era el amor de su vida, su salvación. La conquistó totalmente y le hizo creer más allá de toda duda que él era inocente de todas las acusaciones que le habían hecho, pero, desde luego, debido a que lo habían internado en un hospital psiquiátrico, jamás lo tomarían en serio si intentaba probarlo. O, al menos, eso fue lo que le dijo. —Hizo una pausa y bebió un sorbo de café—. Más tarde se averiguó que Kristina había querido hacer una campaña para que lo dejaran en libertad, pero él la había convencido de que sería inútil y que ella debía ocultar al mundo su apoyo, hasta que pudieran usarlo de una manera más ventajosa.

—Es decir, para ayudarlo a escapar —dijo Werner—. Por lo que recuerdo, no sólo lo ayudó a escapar sino que lo ocultó en su propio apartamento.

—Oh, Dios… —dijo Maria—. ¡Ya me acuerdo!

Fabel asintió.

—Como dijo Werner, casi todas las divisiones de policías uniformados y detectives de Hamburgo y cercanías, Niedersachen y Schleswig-Holstein, participaron de la búsqueda. Nadie consideró que podría haber tenido ayuda de dentro ni que había salido en coche, con toda comodidad, del pabellón de alta seguridad. Durante casi dos años revisaron meticulosamente cada granero, cada edificación anexa y cada albergue de vagabundos. Pasó más de un mes hasta que el hospital se comunicó con la policía. Estaban muy preocupados por una de sus enfermeras, que había perdido peso y que se presentaba a trabajar llena de magulladuras. Más tarde se había ausentado durante varios días sin dar ningún tipo de aviso o contacto. Fue entonces cuando en el hospital averiguaron que, aunque limitado, ella había tenido algún contacto con Rauhe. Además de la pérdida de peso y los golpes, sus colegas informaron de que el comportamiento de aquella enfermera se había vuelto cada vez más extraño y reservado en las semanas anteriores a su desaparición.

—Y esa enfermera era Kristina Dreyer —concluyó Maria el pensamiento de su jefe.

—Lo primero que pensamos —dijo Fabel, después de asentir con un gesto— era que Rauhe la había seguido después de escaparse y que la había escogido como víctima mientras era paciente del hospital y, posteriormente, la había secuestrado y probablemente asesinado. Por eso se hizo participar a la Mordkommission. Yo fui con una división al apartamento de Kristina, en Harburgo. Oímos sonidos dentro… Lloriqueos… Entonces derribamos la puerta y, como esperábamos, nos encontramos con la escena de un homicidio. Pero no era Kristina la que había sido asesinada. Ella estaba de pie, desnuda, en el medio del apartamento. Estaba cubierta de sangre de los pies a la cabeza. De hecho, toda la sala estaba cubierta de sangre. Tenía un hacha en la mano y allí, en el suelo, estaba lo que quedaba de Ernst Rauhe.

—¿Entonces la historia se repite? —dijo Maria.

Fabel suspiró.

—No lo sé. Es que no encaja. Durante la investigación descubrimos que Ernst Rauhe se había divertido durante la última parte de su libertad violando y torturando reiteradamente a Kristina. Al parecer ella fue muy bonita, pero en los últimos días le destrozó la cara a golpes. Pero tal vez fuera el tormento psicológico al que la sometió lo que la llevó a matarlo, más que el maltrato físico. Él la hacía arrastrarse desnuda, como un perro. No la dejaba lavarse. Era horrible. Después la estrangulaba, varias veces, y siempre casi hasta la muerte. Ella se dio cuenta de que sólo era cuestión de tiempo que él se cansara de ella. Y cuando eso ocurriera, sabía que él la asesinaría, como había hecho con todas las otras.

—¿De modo que decidió atacar primero?

—Sí. Le pegó en la nuca con el hacha. Pero era demasiado pequeña y ligera y el golpe no lo mató. Cuando él se le abalanzó encima, ella siguió golpeándolo con el hacha, una y otra vez. Finalmente, Ernst Rauhe murió desangrado, pero las pruebas demostraron que Kristina continuó hachándolo durante mucho tiempo después de la muerte. Había sangre, restos de carne y huesos por todas partes. Le había aplastado la cara a golpes. En aquel entonces, aquélla fue, de lejos, la peor escena de un crimen a la que había asistido.

Maria y Werner se quedaron en silencio durante un momento, como si hubiesen sido transportados al pequeño apartamento alquilado de Harburgo, donde un Fabel más joven había quedado asombrado y horrorizado por una escena salida del mismo infierno.

—Kristina jamás fue condenada por el homicidio de Rauhe —continuó Fabel—. Se llegó a la conclusión de que se había vuelto temporalmente loca por el tratamiento sádico al que Rauhe la había sometido y que, en cualquier caso, tenía buenas razones para creer que él la mataría. Pero sí tuvo que cumplir seis años en Fuhlsbüttel por ayudarlo a escapar. Si él hubiera llegado a matar a alguna otra persona en ese período, dudo que la hubieran sentenciado a menos de quince años.

—Tienes razón —dijo Maria por fin—. No tiene sentido. Por lo que sabemos, Kristina no tenía ninguna relación con Hauser, salvo que le limpiaba la casa una vez por semana. Y hemos visto la mutilación del cadáver. Eso llevaría tiempo. Fue algo deliberado, y habría hecho falta premeditación… un plan. Además, tiene alguna clase de significado. Por lo que has dicho, cuando Kristina mató a Rauhe lo hizo en un frenesí producido por una acumulación de terror continuo y una repentina exaltación de pánico y furia. Todo bajo una emoción violenta. El asesinato de Hauser fue planeado, no hay duda de eso. A sangre fría.

Fabel asintió.

—Eso es lo que yo creo. Fijaos en el ataque que ella acaba de tener. No hay duda de que está terriblemente tensa, lo que no encaja con lo que hemos visto en la escena del crimen.

—Un momento —intervino Werner—. ¿No estamos olvidándonos de que la encontraron tratando de cubrir sus huellas? Si eres inocente, ¿por qué intentarías ocultar las pruebas? Además, es demasiada coincidencia que la persona que atrapamos hubiera matado a alguien antes.

—Lo sé —dijo Fabel—. No estoy diciendo que no fuera Kristina. Lo único que digo es que las piezas aún no encajan y que tenemos que mantener una actitud abierta.

Werner se encogió de hombros.

—Tú eres el jefe…

17.30 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, ALSTERDORF, HAMBURGO

Para cuando Susanne le dijo a Fabel que podía volver a entrevistar a Kristina Dreyer, el peso acumulado de su primer día de trabajo después de las vacaciones había empezado a afectarlo. Susanne y él estaban sentados en su oficina, bebiendo café y discutiendo el estado mental de Kristina. El cansancio pálido y resignado que delataban los ojos oscuros de Susanne era idéntico al que sentía Fabel. Lo que para ambos había comenzado como un primer día tranquilo se había convertido en algo complejo y exigente.

—Tendrás que tratarla con mucho cuidado —dijo Susanne—. Se encuentra en un estado muy frágil. Y creo que yo tendría que estar presente en la entrevista.

—De acuerdo… —Fabel se frotó los ojos, como si estuviera tratando de expulsar el agotamiento—. ¿Cuál es tu evaluación?

—Está claro que padece una neurosis severa, pero no veo ninguna clase de psicosis. Tengo que decir que, a pesar de las pruebas que hay en su contra, me parece que es una candidata muy poco probable para este homicidio. Mi opinión sobre Kristina Dreyer es que ella es más bien la víctima de un crimen, no la autora.

—De acuerdo… —Fabel le abrió la puerta a Susanne—. Vayamos a averiguarlo.

Kristina Dreyer parecía pequeña y vulnerable en el mono blanco forense que llevaba puesto desde varias horas antes. Fabel se sentó junto a la pared y permitió que Maria y Werner dirigieran la entrevista. Susanne se ubicó junto a Kristina, quien había renunciado al derecho de tener un representante legal.

—¿Se siente con ganas de hablar, Kristina? —le preguntó Maria, aunque no había un tono de petición en su voz. Encendió la grabadora negra sin esperar respuesta. Kristina asintió con un gesto.

—Lo único que quiero es aclarar todo esto —dijo—. Yo no lo maté. Yo no maté a Herr Hauser. Casi nunca lo veía.

—Pero Kristina —dijo Werner—, usted ya ha matado antes. Y la encontramos limpiando la escena de este homicidio. Si lo que quiere es «aclarar todo esto», ¿por qué no nos dice la verdad? Sabemos que mató a Herr Hauser y que trató de ocultarlo. Si no la hubiesen interrumpido, se habría salido con la suya.

Kristina contempló a Werner pero no respondió. A Fabel le pareció que temblaba un poco.

—Tranquilícese un poco, Kommissar —le dijo Susanne a Werner. Se volvió hacia Kristina y suavizó su tono—. Kristina, Herr Hauser ha sido asesinado. Como usted ha limpiado toda la suciedad le ha hecho muy difícil a la policía averiguar exactamente qué ha ocurrido. Y cuanto más tarden en llegar al fondo de este asunto, más difícil será encontrar al asesino, si no es usted. Debe contarles a los agentes todo lo que pueda sobre lo que ocurrió exactamente.

Kristina Dreyer volvió a asentir, luego le lanzó una mirada a Fabel por encima del hombro de Maria, como si buscara el apoyo del policía que la había arrestado más de diez años antes.

—Usted sabe lo que ocurrió aquella vez, Herr Fabel. Sabe lo que Ernst Rauhe me hizo.

—Sí, Kristina. Y quiero entender lo que ha ocurrido esta vez. ¿Herr Hauser le hizo algo?

—No… Por Dios, no. Como ya he dicho, prácticamente no lo veía. Él siempre se iba a trabajar antes de que yo llegara a su casa. Me dejaba el dinero sobre la repisa del vestíbulo. No me hizo nada. Nunca.

—Entonces, ¿qué ocurrió, Kristina? Si usted no mató a Herr Hauser, ¿por qué la encontraron limpiando la escena del asesinato?

—Había mucha sangre. Mucha. En todas partes. Enloquecí. —Kristina hizo una pausa; luego, aunque sin perder el temblor, su voz se endureció, como si hubiera tensado un cable de acero en sus nervios—. Llegué esta mañana a la casa de Herr Hauser para limpiar, como siempre. Tengo una llave, y entré. Supe que algo andaba mal apenas entré en el apartamento. Entonces encontré… Entonces encontré esa cosa…

—¿El cuero cabelludo? —preguntó Fabel.

Kristina asintió.

—Estaba clavado con un alfiler en la puerta del baño. Tardé muchísimo tiempo en limpiarlo.

—Un momento —dijo Werner—. ¿A qué hora llegó al apartamento de Herr Hauser?

—A las ocho y cincuenta y siete. Exactamente a las ocho y cincuenta siete de la mañana. —Mientras respondía, Kristina frotó con la punta del dedo un punto en la superficie de la mesa de interrogatorios—. Yo nunca, nunca llego tarde. Pueden verificarlo en mi libreta de citas.

—¿Entonces, después de que encontrase el cuero cabelludo, lo puso en la bolsa de residuos y comenzó a limpiar la puerta? —preguntó Werner.

—No. Primero entré en el baño y encontré a Herr Hauser.

—¿Dónde estaba?

—Entre el inodoro y la bañera. Sentado a medias, como si…

—¿Y dice que ya estaba muerto en ese momento? —preguntó Maria.

—Sí. —Sus ojos brillaron por las lágrimas—. Estaba allí sentado, con la parte superior de la cabeza arrancada… era horrible.

—Bien —dijo Susanne—. Tómese un momento para serenarse.

Kristina inhaló con fuerza y asintió. Sin darse cuenta, se humedeció la punta del dedo con la lengua y volvió a frotar el mismo punto en la superficie de la mesa, como si estuviera tratando de limpiar alguna mancha que era totalmente invisible para los otros que estaban presentes en la sala.

—Fue horrible —continuó por fin—. Horrible. ¿Cómo alguien podría hacerle algo así a una persona? Y Herr Hauser parecía tan amable… Como les he dicho, él casi nunca estaba en la casa cuando yo iba a limpiar, pero cada vez que me lo cruzaba, se mostraba muy atento y cortés. No sé por qué alguien le haría una cosa así…

—Lo que no sabemos ni entendemos —dijo Maria— es por qué alguien que encuentra la escena de un homicidio decide no contactar con la policía y, en cambio, se dispone a limpiarla… destruyendo pruebas esenciales. Si usted es inocente, Kristina, ¿por qué ocultó todos los rastros del crimen?

Kristina continuó frotando la mancha invisible en la superficie de chapa de la mesa de interrogatorios. Luego habló, sin levantar la mirada.

—Dijeron que tenía las facultades mentales perturbadas cuando maté a Rauhe. Que el equilibrio de mi mente se había alterado. Eso no lo sé. Pero sí sé que en la prisión, durante un tiempo, enloquecí. Estuve a punto de perder la razón para siempre. Fue por lo que Rauhe me hizo. Por lo que yo le hice a él. —Levantó la mirada, con el rostro endurecido y los ojos rojos y húmedos por las lágrimas—. Tenía ataques de pánico muy fuertes. Mucho peores que el que tuve hoy. Me sentía como si me sofocara, como si el mismo aire que estaba respirando me asfixiara. Era como si todos mis temores, todas las cosas que alguna vez me habían dado miedo, y todo aquel terror que Rauhe me había provocado… todo se me viniera encima en el mismo momento. La primera vez creí que tenía un infarto… y me alegré. Pensé que estaba a punto de salir de este infierno. En la cárcel empezaron a vigilarme por si decidía suicidarme y me obligaron a tener sesiones con el psiquiatra. Me dijeron que tenía un estrés postraumático extremo y un trastorno obsesivo compulsivo.

—¿Qué características tenía el TOC? —preguntó Susanne.

—Desarrollé una fuerte fobia a la contaminación… a la suciedad, a los gérmenes. En especial a todo lo que tuviera que ver con la sangre. Se hizo tan fuerte que dejé de menstruar. Pasé la mayor parte del tiempo que estuve en la cárcel entrando y saliendo del pabellón hospitalario. Cualquier motivo podía desencadenarlo. Los ataques de pánico se hicieron cada vez más graves hasta que finalmente me instalaron en el pabellón hospitalario de la prisión de manera permanente.

—¿Con qué la trataban? —preguntó Susanne.

—Clordiazepóxido y amitriptilina. Luego dejaron de darme la amitriptilina porque me colocaba demasiado. También hice mucha terapia, y eso me sirvió bastante. Si han revisado mi expediente, sabrán que me dejaron salir antes de lo esperado.

—¿Entonces la terapia dio resultado? —preguntó Werner.

—Sí y no… Mejoré bastante y pude enfrentarme a la vida cotidiana. Pero no fue hasta que me pusieron en libertad que comencé a estar mucho mejor. Me derivaron a una clínica especial, aquí en Hamburgo, que se especializa en fobias, trastornos de ansiedad y trastornos obsesivos compulsivos.

—¿La Clínica del Miedo, la que dirige el doctor Minks? —preguntó Maria.

—Sí… Ésa. —Kristina parecía sorprendida.

Hubo un breve silencio mientras todos aguardaban a que Maria continuara con la pregunta, pero no lo hizo, sino que se limitó a clavar en Kristina su mirada firme y gris azulada.

—El doctor Minks hizo maravillas —siguió Kristina—. Me ayudó a recuperar mi vida. A recomponerme una vez más.

—Debió de ser muy eficaz. —Werner se recostó en la silla y sonrió—. Tanto como para que usted se convirtiera en una limpiadora. Quiero decir, ¿acaso eso no significa que usted se enfrenta a su peor temor todos los días?

—¡Es exactamente así! —Kristina se animó repentinamente—. El doctor Minks me hizo enfrentarme a mis demonios. A mis temores. Comencé paso por paso, con el doctor Minks a mi lado para ayudarme. Fui exponiéndome cada vez más a las cosas que desencadenaban mis ataques de pánico.

—Anegamiento… —asintió Susanne—. El objeto de terror se convierte en un objeto familiar.

—Correcto… eso es exactamente lo que decía el doctor Minks. Afirmaba que yo podría aprender a controlar y canalizar mi fobia, hasta reducirla y vencerla. —Estaba claro, por la manera en que pronunciaba esas palabras, que Kristina estaba usando un vocabulario desacostumbrado que había tomado de su psicólogo—. Él me demostró que yo podía controlar el caos y poner orden en mi vida. Tanto, que terminé siendo una limpiadora. —Hizo una pausa y todo el fervor desapareció de su expresión—. Cuando entré en el apartamento de Herr Hauser… cuando vi a Herr Hauser y lo que le habían hecho, pensé que mi mundo estaba desmoronándose. Era como cuando yo estaba en mi viejo apartamento, cuando yo… —Dejó morir el pensamiento—. Pero el doctor Minks me enseñó que tengo que mantener el control. Me dijo que no debía permitir que mi pasado o mis temores me definieran, que definieran lo que soy capaz de hacer. El doctor Minks me explicó que tengo que contener lo que temo y que, al hacerlo, contendré el propio temor. Había sangre. Mucha sangre. Era como si estuviera al borde de un precipicio. Realmente sentí que estaba a un paso de volverme loca. Tenía que recuperar el control. Tenía que coger el miedo antes de que me cogiera a mí.

—¿Entonces empezó a limpiar? ¿Eso es lo que quiere decir? —preguntó Werner.

—Sí. Primero la sangre. Me llevó muchísimo tiempo. Luego todo lo demás. No lo dejé ganar. —Kristina volvió a frotar la mancha invisible en la superficie de la mesa. Una última vez, con decisión—. ¿No se dan cuenta? El Caos no ganó. Mantuve el control.

19.10 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, ALSTERDORF, HAMBURGO

El equipo celebró una breve reunión después del interrogatorio a Kristina Dreyer. Ella seguía siendo la principal sospechosa y la retendrían en custodia durante la noche, pero era evidente que ninguno de los miembros de la Mordkommission estaba convencido de su culpabilidad.

Después de que Fabel diera por terminada la reunión, le pidió a Maria que se quedara.

—¿Está todo bien, Maria? —le preguntó cuando estuvieron solos. La expresión de Maria transmitía, con suma elocuencia, su impaciencia y su frustración—. Es que no has hablado mucho durante la reunión…

—Creo que no había mucho que decir, para ser honesta, chef. Creo que tendremos que ver los resultados de los análisis forenses y patológicos para saber exactamente lo que ocurrió. Tampoco es que Kristina Dreyer nos dejara mucho material que analizar.

Fabel asintió, pensativo. Luego preguntó:

—¿Por qué conoces esa Clínica del Miedo a la que ella asistía?

—Tuvo bastante difusión cuando se abrió. Leí un artículo sobre la clínica en el Abendblatt. Es muy especial, y cuando Kristina dijo que asistía a una Clínica del Miedo, me pareció que era la única que encajaba.

Si Maria ocultaba algo, Fabel no consiguió descifrarlo en su rostro y se sintió, no por primera vez, profundamente irritado por esa actitud tan reservada y distante. Después de lo que habían pasado juntos, a él le parecía que merecía su confianza. Sintió el impulso de confrontarla, de preguntarle qué demonios le ocurría. Pero si había algo que Fabel sabía sobre sí mismo, era que él era un ejemplo típico de su edad y su contexto histórico, y que acostumbraba reprimir cualquier expresión espontánea de sus sentimientos. Ello significaba que se acercaba a las cosas de una manera más mesurada; también significaba que muchas veces el remolino de sus sentimientos se revolvía en lo más profundo de su ser. Decidió dejar el tema. No mencionó el hecho de que el comportamiento de Maria le preocupaba. No le preguntó si su vida seguía destrozada por el horror de lo que le había ocurrido. Y, lo más importante de todo, no le puso nombre al monstruo cuyo espectro, en momentos como éste, se interponía entre ellos: Vasyl Vitrenko.

Aquel hombre había entrado en sus vidas como un oscuro sospechoso durante la investigación de un homicidio y había dejado una marca muy tangible en cada uno de los miembros del equipo. Vitrenko era un exagente de la Spetsnaz ucraniana, tan habilidoso con los instrumentos de la muerte como un cirujano lo era con los de la vida. Había usado a Maria como táctica dilatoria mientras llevaba a cabo su escapatoria, dejando cruelmente su vida colgando de un hilo y obligando a Fabel a abandonar su persecución.

—¿Qué crees, Maria? —dijo por fin—. Hablo de Dreyer… ¿crees que ha sido ella?

—Es totalmente posible que ella volviera a dar ese paso hacia la locura. Tal vez no recuerde haber matado a Hauser. Tal vez cuando limpió la escena del asesinato también limpió el recuerdo del crimen de su mente. O quizás esté diciéndonos la verdad. —Maria hizo pausa—. El miedo puede hacer que todos nos comportemos de maneras extrañas.

20.00 H, MARIENTHAL, HAMBURGO

Aquello, después de todo, era a lo que el doctor Gunter Griebel le había dedicado la mayor parte de su vida. Tan pronto vio a aquel joven pálido y de pelo oscuro se produjo un instante de reconocimiento, se dio cuenta instintivamente de que estaba mirando un rostro que le era familiar: el de alguien a quien conocía.

Pero en realidad Griebel no conocía a aquel joven. Cuando empezaron a hablar, quedó claro que no se habían visto antes. Sin embargo, la idea de familiaridad siguió presente, acompañada de la sensación firme y tentadora de que ese reconocimiento llegaría muy pronto, de que si pudiera ubicar ese rostro en un contexto, todas las piezas encajarían en su sitio. Y el joven tenía una mirada desconcertante, un rayo láser clavado en el hombre mayor.

Pasaron al estudio y Griebel le ofreció una copa a su huésped, pero éste declinó la invitación. Había algo extraño en la forma en que el joven se desplazaba por la casa, como si cada movimiento fuera medido, calculado. Después de un momento de incomodidad, Griebel le indicó a su invitado que se sentara.

—Gracias por recibirme —dijo el más joven de los dos—. Le pido disculpas por la manera tan poco ortodoxa en que me presenté. No tenía la intención de molestarlo mientras usted le prestaba sus respetos a su difunta esposa, pero fue pura casualidad que estuviéramos los dos en el mismo lugar y a la misma hora, justo cuando yo estaba a punto de telefonearlo para concertar una entrevista.

—¿Ha dicho usted que también es científico? —preguntó Griebel, más para evitar otro incómodo silencio que por un interés genuino—. ¿Cuál es su disciplina?

—No es muy lejana de la suya, doctor Griebel. Estoy fascinado por sus investigaciones, en especial aquéllas referidas a la forma en que un trauma sufrido en una generación puede tener consecuencias en las generaciones siguientes. O que acumulamos recuerdos que pasan de generación en generación. —El joven estiró las manos en el cuero del sillón. Se las miró, y miró el cuero, como si estuviera reflexionando sobre ellas—. A mi manera, yo también busco la verdad. Tal vez la verdad que yo busco no sea tan universal como la suya, pero la respuesta se encuentra en la misma área. —Volvió a apuntar a Griebel con su rayo láser—. Pero la razón por la que estoy aquí no es profesional. Es personal.

—¿En qué sentido personal? —Griebel volvió a tratar de recordar si había visto antes a aquel joven y dónde o, si no, a quién le recordaba.

—Como le expliqué antes en el cementerio, estoy buscando las respuestas de algunos de los misterios de mi propia vida. Siempre he estado acosado por recuerdos que no son míos… por una vida que no es la mía. Y ésa es la razón por la que usted, y sus investigaciones, me interesan tanto.

—Con el mayor de los respetos —la voz de Griebel tenía un filo de irritación— ya he oído todo esto antes. Yo no soy filósofo. Tampoco soy psicólogo y, desde luego, no soy ninguna especie de chamán New Age. Soy un científico que investiga realidades científicas. No acepté verlo a usted para explorar los enigmas de su existencia. Sólo accedí a verlo por lo que usted dijo sobre… bueno, sobre el pasado… los nombres que ha mencionado. ¿De dónde ha sacado esos nombres? ¿Qué le ha hecho pensar que la gente que mencionó tenía algo que ver conmigo?

El joven abrió la boca en una sonrisa amplia, fría y sin alegría alguna.

—Parece que ha pasado tanto tiempo, ¿verdad, Gunter? Toda una vida. ¿Tú, yo y los otros? Tú has tratado de seguir adelante… de hacerte una vida nueva. Si es que puedes llamar vida a esta banalidad burguesa tras la que te escondes. Y todo el tiempo intentas fingir que el pasado no ha ocurrido.

Griebel frunció el ceño y se concentró con fuerza. Hasta la voz era familiar, con tonos que había oído en algún lugar, alguna vez, antes.

—¿Quién eres? —preguntó por fin—. ¿Qué quieres?

—Ha pasado mucho tiempo, Gunter. Todos vosotros os sentíais felices con vuestras nuevas vidas, ¿verdad? Pensabais que lo habíais dejado todo atrás. Que me habíais dejado atrás. Pero habéis construido vuestras vidas sobre la traición. —El joven señaló el estudio de Griebel, el equipo, los libros, con un desdeñoso gesto de la mano—. Has dedicado mucho tiempo, la mayor parte de tu vida, a tus estudios, a tu búsqueda de respuestas. Has dicho que eres un científico buscando verdades científicas; pero yo te conozco, Gunter. Tú estás buscando desesperadamente las mismas verdades que yo. Quieres ver en el pasado, averiguar qué es lo que nos hace ser como somos. Y, a pesar de todo tu trabajo, no has adelantado nada. Pero yo sí, Gunter. Yo he visto las respuestas que buscas. Yo soy la respuesta que buscas.

—¿Quién demonios eres? —volvió a preguntar Griebel.

—Pero Gunter… tú ya sabes quién soy… —la luminosa y helada sonrisa del joven se mantuvo fija en su sitio—. No me digas que no te das cuenta… —Se puso de pie y sacó un gran estuche de terciopelo del maletín que había dejado en el suelo a su lado.

20.50 H, PÖSELDORF, HAMBURGO

Fabel se sentía cansado hasta los huesos. Lo que había supuesto que sería un tranquilo primer día de regreso al trabajo había adoptado inesperadamente una forma inmensa y densa que se había ubicado, inmóvil e inevitable, en su camino. Sentía que los esfuerzos que había tenido que hacer para superar ese obstáculo le habían quitado toda la luz al día y toda la energía a su cuerpo.

Susanne había quedado a cenar en el centro con una amiga y Fabel se encontró sin saber qué hacer la primera noche después de sus vacaciones. Antes del salir del Präsidium, telefoneó a su hija, Gabi, que vivía con su madre, para ver si estaba libre para encontrarse con él e ir a comer algo, pero ella ya había hecho planes. Gabi le preguntó qué tal habían ido sus vacaciones y charlaron un rato antes de quedar en reunirse algunos días más tarde. Por lo general, Fabel se sentía reanimado después de hablar con su hija, que había heredado parte de la alegría irresponsable que caracterizaba a Lex, su hermano; pero esa noche el hecho de que ella no estuviera disponible no hizo otra cosa que perturbarlo todavía más.

No le gustaba cocinar para sí mismo y sintió la necesidad de estar rodeado de gente, de modo que decidió regresar a su apartamento para refrescarse antes de salir a comer. Fabel había vivido en el mismo sitio durante los últimos siete años. Estaba a una manzana de la Milchstrasse, en una zona que, para muchos, se había convertido en el lugar más de moda de Hamburgo: Pöseldorf, en el distrito de Rotherbaum. El apartamento de Fabel era el ático de un gran edificio de finales del siglo XIX. La antigua casa señorial se había reformado para crear tres elegantes apartamentos. Por desgracia, el rendimiento económico de Alemania en aquella época no era equivalente a la ambición de los constructores y los precios de la propiedad en Hamburgo se habían desplomado. Fabel había aprovechado la oportunidad de ser propietario en lugar de inquilino y había comprado aquel estudio en un ático. Muchas veces había pensado en la ironía de la situación: él había terminado en ese apartamento tan moderno y en una ubicación tan perfecta gracias a que su matrimonio y la economía alemana se habían desmoronado exactamente en el mismo momento.

Incluso con esa caída en los precios de las propiedades, lo único que Fabel pudo pagar en Pöseldorf era ese apartamento de un ambiente. Era pequeño, pero a él siempre le parecía que había valido la pena sacrificar espacio por esa ubicación. Cuando los constructores reformaron el edificio, reconocieron el potencial de su vista e instalaron enormes ventanales, que iban prácticamente desde el suelo hasta el techo, en el costado del edificio que daba a Magdalenen Strasse y desde donde se veía todo el verde del Alsterpark, el lago Aussenalster y las zonas de vegetación que lo bordeaban. A través de esas ventanas, Fabel podía ver los blancos y rojos transbordadores que cruzaban el Alster y, en un día claro, alcanzaba a divisar las elegantes mansiones blancas y la resplandeciente cúpula turquesa de la mezquita iraní en el Schöne Aussicht, en la otra orilla del Alster.

Había sido un lugar perfecto para él. Un espacio para no compartir con nadie. Pero a medida que su relación con Susanne fue desarrollándose, todo aquello comenzó a cambiar. Estaba comenzando una nueva etapa de su vida; incluso tal vez una nueva vida. Le había pedido a Susanne que se fuera a vivir con él y estaba claro que aquel apartamento de Pöseldorf era demasiado pequeño para los dos. El apartamento de Susanne sí era lo bastante grande, pero era alquilado y Fabel, que había dado el salto de inquilino a propietario, algo muy difícil en Alemania, no quería volver a alquilar. De modo que habían decidido reunir sus recursos y comprar otro apartamento. La economía estaba saliendo de un estancamiento que había durado ocho años y Fabel conseguiría un buen precio por su apartamento, o bien podría alquilarlo, y eso más los ingresos de los dos tal vez les permitiera costearse algo medianamente decente y no muy lejos del centro de la ciudad.

Todo sonaba bien y sensato, y había sido el mismo Fabel quien había propuesto la idea de vivir juntos, pero cada vez que pensaba en mudarse de Pöseldorf y su espacio pequeño e independiente con aquella vista tan grandiosa, su corazón daba un vuelco. Al principio, Susanne era la más renuente de los dos. Fabel sabía que ella había pasado por una mala experiencia con un compañero dominante. Aquel tipo había hecho mucho daño a su autoestima y la relación había sido un desastre para Susanne. Como resultado, ella protegía mucho su independencia. Eso era todo lo que Fabel sabía; por lo general Susanne era franca y sincera pero no estaba preparada para contarle nada más al respecto. Ni Fabel ni ninguna otra persona podían acceder a esa parte de su pasado. De todas maneras, poco a poco ella había comenzado a aceptar la idea de irse a vivir juntos y finalmente había pasado a ser la que más impulsaba la búsqueda de un nuevo lugar para compartir.

Fabel aparcó en el espacio asignado a su edificio y entró en su apartamento. Se dio una ducha rápida, se puso una camisa y pantalones negros y una chaqueta liviana inglesa antes de volver a salir y dirigirse a la Milchstrasse.

En sus orígenes, Pöseldorf había sido el Armeleutegegend —el barrio pobre de Hamburgo— y todavía tenía la atmósfera ligeramente disonante de una aldea en el corazón de una gran ciudad. Sin embargo, a partir de la década de 1960 se había puesto cada vez más de moda y, en consecuencia, el nivel financiero de sus residentes había pasado de un extremo al otro. La imagen de una impecable prosperidad chic había quedado subrayada por el éxito de nombres tales como el de la diseñadora Jill Sander, cuyo imperio en el mundo de la moda había empezado en un estudio y una boutique de Pöseldorf. La Milchstrasse se encontraba en el centro mismo de ese barrio, y era una calle estrecha repleta de vinerías, clubes de jazz, tiendas finas y restaurantes.

Fabel tardó menos de cinco minutos en llegar andando desde su apartamento a su cafetería y bar favorito. Ya había bastante gente cuando entró, y tuvo que abrirse paso entre el grupo de clientes que se agolpaban en el cuello de botella de la barra. Avanzó hasta la zona elevada del comedor, que estaba en el fondo, y se sentó en una mesa libre que estaba en una esquina, dándole la espalda a la pared de ladrillos. En el momento en que se acomodó se dio cuenta de pronto de lo cansado que estaba. Y viejo. Su primer día de regreso después de las vacaciones le había costado mucho y cada vez le resultaba más difícil volver a entrar en ritmo. Tratando de reunir apetito, se esforzó por apartar de su mente la imagen de la cabeza de Hans-Joachim Hauser con el cuero cabelludo arrancado. Pero se dio cuenta de que otra imagen desconcertante ocupaba su lugar: la fotografía tomada en el depósito de cadáveres de una muchacha joven y bonita con altos pómulos eslavos, a quien los traficantes de personas habían robado su nombre y su dignidad y a quien luego un don nadie gordo y con calvicie incipiente le robó la vida. Fabel coincidía con Maria en más aspectos de lo que le hubiera gustado admitir, y le habría encantado permitirle que continuara investigando el caso de Olga X, que encontrara a los criminales organizados que la habían arrastrado a la prostitución ofreciéndole la falsedad de una nueva vida. Pero ése no era el trabajo de su equipo.

La llegada del camarero a la mesa interrumpió sus pensamientos. Aquel hombre había atendido a Fabel varias veces antes y conversó con él sin prisas antes de tomar nota de su pedido. Era un pequeño rito que señalaba a Fabel como cliente habitual, pero que también le daba una sensación de lugar, de pertenecer a algún sitio. Fabel sabía que era una criatura de costumbres, un hombre previsible a quien le gustaban las rutinas con las que medir y mantener el orden de su universo. Allí, sentado en la cafetería que elegía invariablemente para cenar, se dio cuenta de que estaba irritado consigo mismo, con el hecho de que las apuestas intuitivas que estaba dispuesto a hacer en su trabajo no parecían extenderse a la manera en que organizaba su vida privada. Pero así era, justamente, como estaba su vida privada: organizada. Por un momento pensó en dar una excusa y marcharse, caminar unos pasos por la Milchstrasse y cenar en un sitio diferente. Pero no lo hizo; en cambio, pidió una cerveza Jever y una ensalada de arenque. Lo de siempre.

El camarero acababa de traerle la cerveza cuando Fabel se dio cuenta de que había alguien de pie a su lado. Levantó la mirada y vio a una mujer alta de unos veinticinco años, de pelo largo marrón oscuro y grandes ojos color avellana. Llevaba una elegante falda y una blusa, prendas sencillas y de buen gusto, que no ocultaban las mortales curvas de su silueta. Ella sonrió y sus dientes brillaron dentro de una boca carnosa y de labios pintados.

—Hola, Herr Fabel… Espero no molestarle.

Fabel se levantó a medias. Por un segundo, reconoció la cara, pero no pudo asignarle un nombre. Luego lo recordó.

—Sonja… Sonja Brun… ¿Cómo está? Por favor… —Señaló el asiento opuesto—. Por favor, siéntese…

—No… no, gracias. —Ella señaló con un vago gesto a un grupo de mujeres sentadas a otra mesa que estaba más cerca de la ventana—. He venido con unas amigas del trabajo. Pero al verlo aquí sentado he querido acercarme a saludarlo.

—Por favor, siéntese un momento. No la he visto desde hace un año. ¿Cómo se encuentra?

—Estoy bien. Más que bien. En el trabajo me va de maravilla. Me han ascendido. Ésa era la otra cosa que quería decirle… —Sonja hizo una pausa—. Realmente quería volver a agradecerle todo lo que hizo por mí.

Fabel sonrió.

—No es necesario. Ya lo ha hecho, muchas veces. Me alegro de que las cosas le estén saliendo bien.

Sonja adoptó una expresión seria.

—No es sólo que las cosas me estén saliendo bien, Herr Fabel. Es mucho más. Ahora tengo una vida nueva. Una buena vida. Nadie sabe nada de… bueno, del pasado. Y eso se lo debo a usted.

—No, Sonja. Se lo debe a usted misma. Se ha esforzado mucho para conseguirlo.

Se produjo una pausa incómoda y luego conversaron brevemente sobre el trabajo de Sonja.

—Debo volver a la mesa con mis amigas. Es el cumpleaños de Birgit y estamos celebrándolo. Ha sido muy agradable volver a verlo.

Sonja sonrió y extendió la mano.

—Yo también me alegro de verla otra vez, Sonja. Y realmente me pone muy contento que las cosas le salgan bien. —Se estrecharon la mano, pero Sonja permaneció sin moverse un momento más. Mantuvo la sonrisa, pero dio la impresión de que no estaba segura de qué hacer a continuación. Luego sacó una pequeña libreta de su bolso y escribió algo en ella antes de arrancar la hoja y entregársela a Fabel.

—Éste es mi número. Por si alguna vez anda por este barrio…

Fabel miró el papel.

—Sonja… Yo…

—No hay problema… —Ella sonrió—. Lo entiendo. Pero consérvelo… por si acaso.

Se despidieron y Fabel la observó mientras ella regresaba hacia la mesa de sus amigas. Movía sus piernas largas y bien torneadas con la elegancia gatuna que él recordaba. Sonja se reunió con sus amigas, alguien dijo una broma y todas rieron, pero en ese momento ella giró la cabeza y volvió a mirar a Fabel, sosteniéndole la mirada durante un momento, antes de sumergirse en la previsible alegría de una velada con sus compañeras de oficina.

Él volvió a mirar la tira de papel y el número de teléfono escrito en cifras grandes.

Sonja Brun.

Fabel la había conocido en el transcurso de un caso en que un policía muy valiente que operaba de incógnito, Hans Klugmann, había perdido la vida. Como parte de su tapadera, Klugmann se había convertido en el novio de Sonja Brun, una joven llena de vitalidad que de alguna manera se había visto arrastrada al negocio de las fotos pornográficas y a ejercer la prostitución. Había quedado claro que Klugmann sentía algo genuino por Sonja y había tenido la intención de liberarla de una existencia degradante y autodestructiva. Después de que Klugmann muriera, Fabel le había hecho en silencio una promesa a su colega muerto: terminar el trabajo y ayudar a Sonja a escapar del submundo de vicio y corrupción de Hamburgo.

De modo que había utilizado sus contactos para encontrarle a Sonja un pequeño apartamento de alquiler al otro extremo de la ciudad, junto con un trabajo en una tienda de ropa. Había conseguido datos de cursos que ella podía realizar y Sonja no tardó en obtener un nuevo puesto en una mensajería.

Unos pasos sencillos, pero que le habían cambiado la vida en una época en que podría haberse hundido mucho más si hubiera cedido a la pena de haber perdido a su amante y a la furia de descubrir que había estado viviendo en una mentira. Fabel se sintió bien por haberla visto tan bien instalada, y por el hecho de que ella hubiera logrado alejarse tanto de su vida anterior.

En el momento en que ella le entregó su número de teléfono, Fabel pensó que lo rompería en pedazos y lo tiraría en el cenicero apenas ella se marchara. Pero se dio cuenta de que no hacía más que contemplar el pedazo de papel y tratar de pensar en qué debería hacer con él. Por fin, lo dobló por la mitad y se lo guardó en la cartera.

Fabel acababa de terminar su café cuando sonó su teléfono móvil. Le irritó haberse olvidado de apagarlo. Con frecuencia se sentía fuera de ritmo, fuera de tiempo, en el mundo moderno: los teléfonos móviles en bares y restaurantes eran una de las numerosas intrusiones de la vida del siglo XXI que a él le resultaban intolerables. Durante toda la cena, que había tomado a solas, había tenido una sensación hueca en su interior. Sabía que estaba relacionada con haberse topado con Sonja y su nueva vida. Pensó en Kristina Dreyer. Tal vez era cierto que había limpiado la escena del crimen simplemente para mantener intacto el universo de orden y puntualidad que se había construido a su alrededor.

Fabel atendió su teléfono móvil.

—Hola, Jan, soy yo. —Era la voz de Werner—. Deberías haber aceptado mi consejo y haber extendido tus vacaciones hasta el próximo fin de semana…

22.00 H, SPEICHERSTADT, HAMBURGO

La mayoría de las luces ya estaban apagadas, pero un reflector central iluminaba, como una luna llena, la maqueta arquitectónica que se extendía sobre la superficie de la mesa. Paul Scheibe la contempló. Todavía sentía el aleteo del orgullo en su pecho cada vez que veía aquella representación tridimensional de su visión. Sus pensamientos, su imaginación, convertidos en una forma sólida, aunque aquella forma fuera en miniatura. Pero pronto, muy pronto, sus conceptos quedarían escritos en grandes letras en la cara de la ciudad. Su propuesta para el KulturZentrumEins —Centro Cultural Uno—, con vistas al Magdeburger Hafen, sería el atractivo principal del Überseequartier de HafenCity. Su propio monumento, en el corazón mismo de la nueva HafenCity. Superaría el impacto visual de la flamante sala de conciertos y ópera del Kaispeicher A y rivalizaría con la elegancia de la Strandkai Marina.

La construcción comenzaría en el año 2007, si su proyecto obtenía la aprobación del Senado y el jurado de diseñadores lo seleccionaba. Había, desde luego, otros proyectos que competían con el suyo, pero Scheibe sabía con una seguridad absoluta que ninguno de los otros tenía la más mínima posibilidad contra la audacia y la innovación de su visión. En las conferencias de prensa había adoptado la actitud de describir ingeniosamente los proyectos de la competencia como áreas para peatones. La frase, desde luego, no se refería a la función de esas áreas, sino a la pedestre capacidad de sus competidores.

La fiesta previa al lanzamiento no podría haber salido mejor. La prensa había acudido en masa y la presencia del Erster Bürgermeister de Hamburgo, Hans Schreiber, así como la del Umweltsenator, Müller-Voigt, y otros miembros importantes del Senado, había subrayado la importancia del proyecto. Y faltaban dos días más para el lanzamiento público.

Scheibe se quedó solo, una vez que todos los invitados se marcharon, y contempló su visión, extendiéndose delante de él, muy cerca. La secuencia de acontecimientos que ya se había puesto en marcha haría que sus ideas se convirtieran en una realidad concreta. En pocos años más, se pasearía junto al río contemplando galerías de arte, un teatro, salas de actuaciones y una sala de conciertos. Y todos los que lo vieran quedarían asombrados por su audacia, su visión, su belleza. No sería un solo edificio, pero tampoco estructuras separadas. Cada espacio, cada forma, se conectaría orgánicamente, tanto en lo relativo a su arquitectura como a su función. Como órganos individuales pero igualmente vitales, cada elemento se combinaría con los otros para dar vida y energía al conjunto. Y todo estaba diseñado de manera que su impacto ambiental fuera prácticamente nulo.

Sería un triunfo de la arquitectura y la ingeniería ecológica. Pero, más que nada, sería un testamento al radicalismo de Scheibe. Dio un largo y profundo trago a su Barolo.

—Ya me parecía que todavía estarías aquí… —Era la voz de un hombre. Hablaba desde las sombras que estaban en el umbral.

Scheibe no se volvió, pero suspiró.

—Y yo pensaba que te habrías marchado. ¿Qué ocurre? ¿No puedes esperar hasta mañana?

Se oyó un sonido de papel y una copia doblada del Hamburger Morgenpost voló en el charco de luz y cayó sobre el paisaje en miniatura. Scheibe agarró el periódico, se inclinó hacia delante y revisó la maqueta para ver si se había dañado.

—Por el amor de Dios, ten cuidado…

—Mira la primera página… —La voz habló con un tono firme y constante. Su dueño no salió de las sombras.

Scheibe desplegó el periódico. En la fotografía de la portada se veía el gigantesco Airbus 800 realizando su primer vuelo, justo cuando pasaba sobre der Michel, el capitel de la iglesia de San Miguel. Un titular proclamaba que 150 000 orgullosos ciudadanos de Hamburgo habían acudido a ver pasar el avión. Scheibe se volvió hacia las sombras y se encogió de hombros.

—No… un artículo más pequeño, cerca del final de la página…

Scheibe lo encontró. La muerte de Hans-Joachim Hauser sólo había conseguido un titular en letra más pequeña: «Radical y ecoguerrero de la década de 1970 es hallado asesinado en un apartamento de Schanzenviertel». El artículo incluía los escasos detalles que conocía la prensa sobre la muerte y luego pasaba a resumir la carrera de Hauser. Al Morgenpost le había parecido necesario mencionar las relaciones de Hauser con otras figuras más memorables de la izquierda extremista como manera de identificarlo. Era como si él sólo hubiera existido como reflejo de ellos. Había muy pocos datos de después de mediados de los años ochenta.

—¿Hans está muerto? —preguntó Scheibe.

—Más que eso… Hans ha sido asesinado. Lo encontraron hace unas horas.

Scheibe se volvió.

—¿Crees que es significativo?

—Por supuesto que es significativo, idiota. —Había poca furia en la voz del hombre de las sombras; más bien irritación, como si sus bajas expectativas sobre su interlocutor se hubieran confirmado—. El hecho de que uno de nosotros sufriera una muerte violenta podría ser una coincidencia, pero debemos asegurarnos de que no esté relacionado con… bueno, con nuestras vidas anteriores, tal vez ésa sea la mejor manera de expresarlo.

—¿Saben quién lo hizo? Aquí dicen que tienen a alguien en custodia.

—Mis contactos oficiales en el Präsidium no me han dado detalles, salvo para decirme que aún se encuentran al principio de la investigación.

—¿Estás preocupado? —Scheibe reconsideró la pregunta—. ¿Debería preocuparme?

—Tal vez no sea nada. Hans era un gay muy promiscuo, como sabes. Puede ser un mundo bastante oscuro el de nuestros amigos mariquitas.

—No pensaba que fueses un homófobo reaccionario… Mantienes ese aspecto de tu personalidad muy bien escondido de la prensa.

—Ahórrame la corrección política. Sólo esperemos que esto esté relacionado con su estilo de vida… que haya sido algo al azar. —El hombre de las sombras hizo una pausa. Por primera vez, sonó menos seguro de sí mismo—. Me he puesto en contacto con los otros.

—¿Has hablado con los otros? —El tono de Scheibe era una mezcla de asombro y furia—. Pero si todos habíamos acordado… Tú y yo… nuestros senderos tuvieron que cruzarse… Pero no he visto a ninguno de los otros en más de veinte años. Todos acordamos que jamás deberíamos tratar de ponernos en contacto. —Los ojos de Scheibe se desplazaron enloquecidos por la topografía delicada y frágil de la maqueta del KulturZentrumEins, como si quisiera asegurarse de que no estaba disolviéndose, de que no se evaporaba en el aire durante esa conversación—. No quiero tener nada que ver con ellos. Ni contigo. Nada de nada. En especial ahora…

—Escúchame, maldito cabrón engreído… Tus preciosos proyectos no valen nada. No tienen ningún sentido… no son más que una torpe expresión de tu mediocre egoísmo y tu presunción burguesa. ¿Crees que alguien se interesará por esta basura si lo tuyo llega a saberse? ¿Lo nuestro? Y recuerda tus prioridades. Tú sigues implicado. Todavía tienes que obedecerme.

Scheibe arrojó el periódico al suelo y dio un sorbo prolongado y demasiado profundo a su copa de barolo. Resopló con desprecio.

—¿Estás diciéndome que todavía crees en toda aquella mierda?

—Esto ya no tiene nada que ver con lo que uno cree, Paul. Es sobre la supervivencia. Nuestra supervivencia. No hicimos mucho por la «revolución», ¿verdad? Pero hicimos bastante… bastante como para que destruya todas nuestras carreras si ahora sale a la luz.

Scheibe contempló su copa, la giró y examinó el escaso vino que le quedaba con una expresión reflexiva.

—La «revolución»… Dios mío, ¿realmente creíamos que ésa era la manera de avanzar? Quiero decir, tú viste cómo era el Este cuando cayó el Muro… ¿Realmente era eso por lo que luchábamos?

—Éramos jóvenes. Éramos personas diferentes.

—Éramos estúpidos.

—Éramos idealistas. No sé tú, pero el resto de nosotros estábamos luchando contra el fascismo, contra la complacencia burguesa y esa clase de capitalismo salvaje y sin sentimientos que hoy en día está convirtiendo toda Europa, todo el mundo, en un parque temático al estilo americano.

—¿Alguna vez escuchas lo que dices? Eres una parodia de ti mismo… y a mí me parece que tú has aceptado el capitalismo con bastante entusiasmo. Y yo hago mi parte… —Scheibe dejó que su mirada volviera a sobrevolar la maqueta—. A mi manera. En cualquier caso, no me interesa entrar en un debate político contigo. La cuestión es que es una locura que volvamos a ponernos en contacto después de tantos años.

—Hasta que sepamos qué hay detrás de la muerte de Hans-Joachim, todos debemos estar alerta. Tal vez los otros hayan notado algo… poco común últimamente.

Scheibe giró sobre sus talones.

—¿Realmente crees que podríamos estar en peligro?

—¿No te das cuenta? —El otro volvió a irritarse—. Aunque la muerte de Hans no tuviera nada que ver con el pasado, sigue siendo un homicidio. Y un homicidio significa que tendremos a la policía husmeando, revisando la historia de Hans-Joachim. Una historia que nosotros compartimos, lo cual nos pone a todos en riesgo.

Scheibe se mantuvo callado durante un momento. Cuando habló, lo hizo con vacilación, como si temiera despertar de un largo sueño.

—¿Crees que…? ¿Acaso esto podría tener algo que ver con lo que ocurrió años atrás? ¿Lo de Franz?

—Tú infórmame si notas algo extraño. —El hombre de las sombras dejó sin responder la pregunta de Scheibe—. Volveré a comunicarme contigo. Mientras tanto, disfruta de tu juguete.

Scheibe oyó que la puerta de la sala de reuniones se cerraba con un golpe. Vació la copa y volvió a contemplar la maqueta sobre la mesa redonda. Pero en lugar de una visión radical del futuro, lo único que vio fue un montón de cartón blanco y madera.

22.00 H, MARIENTHAL, HAMBURGO

El doctor Gunter Griebel contempló a Fabel con desinterés por encima de las gafas de leer que descansaban casi en la punta de su nariz larga y delgada. Lo observó desde su sillón de cuero, con una mano en el manual que tenía sobre las piernas, la otra en el apoyabrazos. El doctor Griebel era un hombre de casi sesenta años cuya complexión alta había conservado la desmañada languidez de su juventud, pero en los últimos tiempos había adquirido una barriga protuberante, como si dos físicos incompatibles se hubiesen fusionado. Llevaba una camisa a cuadros, un cárdigan gris de lana y unos informales pantalones también grises. Todo aquello, al igual que el sillón y el libro especializado que tenía sobre las piernas, estaba profusamente salpicado de sangre.

El doctor Griebel daba toda la impresión de que había estado tan absorto analizando el contenido del manual que prácticamente no se había dado cuenta de que alguien le había cortado la garganta con una afilada hoja. Ni tampoco parecía perturbado por el hecho de que su atacante, a continuación, le hubiera hecho un tajo que le rodeaba la frente y la parte de atrás de la cabeza antes de arrancarle el cuero cabelludo del cráneo. Bajo la resplandeciente cúpula del cráneo expuesto, el rostro largo y delgado de Griebel mantenía una actitud inexpresiva, con ojos impasibles. Parte de la sangre había salpicado la lente derecha de sus gafas, como una muestra recogida en un portaobjetos para ser analizada en un microscopio. Fabel vio cómo se iba acumulando en una esquina de la lente formando un glóbulo espeso y viscoso, antes de caer sobre el cardigan, ya completamente lleno de sangre.

—Era viudo. —Werner anunció la situación en vida del cadáver desde donde se encontraba, de pie junto a Fabel—. Vivía aquí solo desde la muerte de su esposa, que fue hace seis años. Era algo así como un científico, al parecer.

Fabel examinó la habitación. Además de Fabel, Werner y el difunto doctor Griebel, había un equipo de cuatro técnicos forenses dirigido por Holger Brauner. La casa de Griebel era una de esas mansiones grandes pero no ostentosas que se encontraban en el área de Nöpps, dentro de Marienthal, una combinación de la sólida prosperidad hamburguesa con un poco de la modestia luterana del norte de Alemania. Esa habitación era más que un estudio. Tenía la atmósfera práctica y organizada de un sitio de trabajo habitual; además de los libros que forraban las paredes y el ordenador sobre el escritorio, había dos microscopios que parecían caros y que eran, claramente, para uso profesional, en otro extremo. Junto a los microscopios había otros elementos que, aunque Fabel no tenía idea de cuál era su propósito, también tenían aspecto de tratarse de algo serio y científico.

Pero el elemento central de la habitación se había añadido muy poco tiempo antes. Casi no había ningún espacio sin libros en las paredes, de modo que el asesino había clavado el cuero cabelludo de Griebel en los anaqueles de una biblioteca, desde donde goteaba sobre el suelo de madera. Era obvio que Griebel tenía una calvicie incipiente y el cuero cabelludo era tanto piel como pelo. Había sido teñido del mismo rojo subido que el cuero cabelludo de Hans-Joachim Hauser, pero la escasez de pelo hacía que contemplarlo fuera todavía más nauseabundo.

—¿Cuándo lo mataron? —le preguntó Fabel a Holger Brauner, sin apartar la mirada del cuero cabelludo.

—También en este caso la respuesta definitiva se la dará Möller, pero yo diría que éste es muy reciente. Un par de horas, como mucho. El rigor mortis ya ha comenzado en los párpados y la parte superior de la mandíbula, pero las articulaciones de los dedos, que son las que suelen endurecerse a continuación, todavía son totalmente móviles. De modo que un par de horas, o menos. Y las similitudes con el asesinato de Schanzenviertel son obvias… He echado un rápido vistazo a las notas de Frank Grueber.

—¿Quién dio la alarma? —Fabel se volvió a Werner.

—Un amigo. Otro viudo, al parecer. Se reúnen los viernes por la noche y se turnan para visitarse. Cuando éste llegó, encontró la puerta entreabierta.

—Tal vez interrumpiera al asesino. ¿Vio a alguien cuando llegó?

—No que recuerde, pero se encuentra terriblemente mal. Es un tipo de unos sesenta años, un ingeniero civil jubilado con antecedentes de problemas cardíacos. Cuando se topó con esto… —Werner señaló el cuerpo mutilado de Griebel con un movimiento de la cabeza— quedó en estado de shock. Hay un médico revisándolo en este momento, pero yo creo que pasará bastante tiempo hasta que podamos sacarle algo que tenga algún sentido.

Por un momento, a Fabel lo distrajo el pensamiento de que era posible que alguien viviera sesenta años sin cruzarse nunca con la clase de horror que para él era cosa de todos los días. Esa idea lo llenó de una especie de sorda admiración y bastante envidia.

Maria Klee entró en el estudio. La forma en que sus ojos se clavaron en el cuerpo mutilado le recordó a Fabel el modo en que ella había quedado casi hipnotizada por la desfiguración sufrida por Hauser. Maria siempre había sido muy distante en sus emociones al examinar a las víctimas de un homicidio, pero Fabel comenzaba a notar un sutil cambio en su comportamiento en las escenas de crímenes, en especial aquéllas en las que había heridas de cuchillo. Y aquel cambio sólo se había hecho visible cuando se reincorporó al trabajo después de recuperarse del ataque que había sufrido. Maria apartó la mirada del cadáver con un esfuerzo y giró hacia Fabel.

—Los uniformados han interrogado a todos los vecinos —dijo—. Nadie vio nada ni a nadie raro esta noche. Pero, considerando el tamaño de estas propiedades y el hecho de que están bastante lejos una de la otra, no es muy sorprendente.

—Estupendo… —murmuró Fabel. Era frustrante haber llegado tan cerca del momento en que había tenido lugar el crimen y encontrarse con que el rastro estaba desvaneciéndose.

—Si te sirve de consuelo, ahora sabemos algo con certeza —intervino Werner—. Kristina Dreyer estaba diciéndonos la verdad. Ella todavía está en custodia… de modo que no puede haber sido la causante de esto.

Fabel observó cómo el equipo forense comenzaba el procesamiento lento y metódico del cuerpo en busca de evidencias.

—No es mucho consuelo —dijo sin ánimo—. El hecho es que hay un tipo al que le gusta arrancar cueros cabelludos y anda suelto…