Jueves 18 de agosto de 2005, la noche del primer asesinato
22.15 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO
El secreto era pasar desapercibido.
Él sabía cómo funcionaban estas cosas: cómo una mirada insignificante en el coche de alguien que pasaba por ahí, aparentemente olvidada en un instante, podía ser resucitada por un investigador una semana o un mes más tarde y ensamblada junto a otra docena de gestos minúsculos y sin consecuencia alguna que llevarían a la policía directamente hacia él. Tenía que reducir su presencia en la escena de su crimen, en las zonas más próximas, en el área.
De modo que se quedó sentado, inmóvil, en la oscuridad y el silencio, esperando el momento de la convergencia.
Schanzenviertel es una zona de Hamburgo conocida por su energía; incluso a esa hora, un jueves por la noche, había bastante actividad. Sin embargo, esa estrecha calle lateral estaba tranquila y llena de coches. Era un riesgo usar su propio vehículo, pero un riesgo calculado; se trataba de un Volkswagen Polo oscuro lo bastante anónimo como para perderse sin llamar la atención entre todos los otros coches aparcados. Nadie notaría su coche, pero el peligro era que notaran su presencia en su interior. Esperando.
Poco antes había encendido la radio y había dejado que la cháchara lo envolviera. Había estado demasiado ensimismado como para prestar atención; su mente estaba demasiado llena con la cruda energía de la anticipación para que los informes de las campañas de los distintos candidatos a la Cancillería estimularan el desprecio que por lo general le provocaban. Luego, cuando se acercó el momento y su boca se puso seca y el pulso se hizo más veloz, apagó la radio.
Ahora estaba sentado en la oscuridad y el silencio, reprimiendo las emociones que surgían como grandes olas desde lo más profundo de su ser. Tenía que estar en el momento mismo, cerrarse a todo lo demás y concentrarse. Ser disciplinado. Los japoneses tenían una palabra para eso: zanshin. Él debía alcanzar su zanshin: ese estado de paz y relajación, de una falta absoluta de temor ante el peligro o los desafíos, que permitía que el cuerpo y la mente actuaran con una mortal precisión y eficiencia. Aun así, era imposible negar la sensación de un destino monumental a punto de cumplirse. No sólo su vida entera había sido una preparación para ese momento: más de una vida se había dedicado a ponerlo a él en ese lugar y en ese momento. El punto de convergencia estaba cerca. A pocos segundos.
Depositó cuidadosamente el estuche de terciopelo en el asiento contiguo. Echó una mirada hacia un lado y otro de la calle antes de desatar la cinta que lo cerraba y desenrollar el estuche. La hoja resplandeció, brillante y dura, aguda y hermosa a la luz de la calle. Imaginó su entusiasta filo partiendo la carne, separándola del hueso. Con este instrumento acallaría sus voces traicioneras, usaría esa hoja para crear un reluciente silencio.
Hubo un movimiento.
Dio la vuelta al terciopelo azul oscuro para ocultar aquella hermosa hoja. Puso las manos sobre el volante y miró hacia delante cuando la bicicleta pasó junto al coche. Observó cómo el ciclista pasaba una pierna por encima de la bicicleta, que aún seguía en movimiento, antes de bajarse con un trote. El ciclista quitó la cadena y el candado del soporte de la bicicleta y la empujó al pasaje que estaba a un costado del edificio.
Él se rió en silencio cuando observó el pequeño ritual de seguridad del ciclista. «No es necesario —pensó—. Déjala para que alguien te la robe. No volverás a precisarla en esta vida».
El ciclista salió del pasaje, sacó las llaves del bolsillo y entró en el apartamento.
En la oscuridad del coche, él cubrió sus manos con el látex de un par de guantes quirúrgicos. Buscó en la parte de atrás y recogió la bolsa de artículos de tocador del asiento trasero y la puso junto al estuche de terciopelo.
Convergencia.
Sintió que una gran calma descendía sobre él. Zanshin. Ahora se haría justicia. Ahora comenzaría la matanza.