Lunes 15 de agosto de 2005, tres días antes del primer asesinato
LIST, ISLA DE SYLT, 200 KILÓMETROS AL NOROESTE DE HAMBURGO
Quería conservar ese momento.
Sus sentidos se extendieron hasta el último rincón de la tierra, el mar y el cielo que lo rodeaban. Se quedó de pie, descalzo, y sintió la textura de la arena seca que escoriaba las plantas de sus pies y se le colaba entre los dedos. Sintió que ese lugar, ese momento, era todo lo que podía recordar de sí mismo. Aquí, pensó, no había pasado ni futuro, tan sólo este momento perfecto. Sylt se extendía larga, estrecha y llana en el Mar del Norte, sin presentar ningún perfil que dificultara el empuje del viento veloz que corría por el vasto cielo, en busca del flanco más sustancioso de Dinamarca. Mientras él seguía allí de pie, el viento protestó por su presencia tironeando con furia de la tela de sus pantalones, golpeando los faldones sueltos y el cuello de su camisa y haciendo flamear el ala rota de pelo rubio que colgaba por encima de su frente. Le restregó la cara y le apretó las arrugas de la piel mientras él seguía observando el correteo de las nubes a través de ese escudo inmenso y azul pálido del cielo.
Jan Fabel era un hombre de una altura un poco superior al promedio y tenía alrededor de cuarenta años, pero un aspecto un tanto juvenil se aferraba como un desterrado desobediente a su apariencia, a su complexión delgada y angulosa y a su pelo rubio y flameante. Sus ojos eran azul pálido y brillaban con inteligencia e ingenio, pero en ese momento estaban reducidos a estrechas ranuras entre los pliegues de la cara arrugada que presentaba al iracundo viento. Su rostro estaba bronceado y sin afeitar, y así como ese persistente aire juvenil de su postura insinuaba cómo había sido el joven que lo había precedido, el brillo plateado que resplandecía en el oro de su barba de tres días anticipaba al hombre más viejo que estaba por llegar.
Una mujer se acercó desde las dunas que estaban a su espalda; era tan alta como él, e iba vestida con camisa y pantalones de lino blanco. Sus pies estaban descalzos, pero llevaba un par de sandalias negras de tacón bajo en la mano. El viento también se arremolinó alrededor de ella, planchando y alisando el lino blanco contra las curvas de su cuerpo y convirtiendo en cables salvajes su pelo largo y negro. Fabel no vio a Susanne acercarse y ella se detuvo detrás de él, dejó caer las sandalias en la arena y le rodeó el cuerpo con los brazos, metiéndoselos entre los suyos. Él se volvió y la besó durante un largo rato, antes de que ambos giraran para enfrentarse al mar.
—Estaba pensando —dijo él por fin— que casi podrías olvidar quién eres, aquí parado. —Miró sus pies desnudos y empujó la arena con un dedo—. Ha sido maravilloso. Me alegro tanto de que vinieras conmigo… Sólo querría que no tuviéramos que marcharnos mañana.
—Ha sido maravilloso, es cierto. Pero, por desgracia, tenemos que volver a nuestras vidas… —Susanne sonrió en un gesto de consuelo; en sus palabras podía percibirse un ligero acento bávaro—. A menos que quieras preguntarle a tu hermano si precisa otro camarero.
Fabel inhaló profundo y contuvo el aliento durante un momento.
—Pues no estaría tan mal ¿no? No tener que lidiar con toda la mierda y el estrés.
Ella se echó a reír.
—Es evidente que jamás has trabajado como camarero.
—Podría hacer otra cosa. Cualquier cosa.
—No, no es cierto —dijo ella—. Te conozco. Empezarías a echarlo de menos antes de un mes.
Él se encogió de hombros.
—Tal vez tengas razón. Pero aquí me siento como una persona diferente, la persona que preferiría ser.
—Eso es porque estamos de vacaciones… —El viento formó una telaraña con el pelo de Fabel y lo dejó caer sobre su frente, ella se lo apartó.
—No, no es eso; es porque estamos aquí. No es lo mismo. Sylt siempre ha sido un lugar especial para mí. Recuerdo que la primera vez que vine sentí que lo conocía desde siempre. Me instalé aquí después de que me dispararan —dijo, y su mano rozó involuntariamente su lado izquierdo, como si estuviera verificando inconscientemente que esa vieja herida de dos décadas antes se había curado, después de todo—. Supongo que siempre relaciono este lugar con la idea de ponerme mejor. De sentirme a salvo y en paz. —Se echó a reír—. A veces, cuando pienso en el mundo de allá… —Señaló con un vago gesto el otro lado del mar, donde la masa de Europa yacía invisible—. El mundo al que tenemos que enfrentarnos, me asusto. ¿Tú no?
Ella asintió.
—A veces. Sí, yo también. —Susanne lo rodeó con un brazo y puso su mano sobre la de él, encima de donde había estado la herida. Lo besó en la mejilla—. Me estoy helando. Venga, vamos a comer…
Fabel no la siguió de inmediato. En cambio, dejó que el viento del Mar del Norte soplara con fuerza contra su cara durante unos momentos más, observando la espuma que formaban las olas contra la amplia orilla y las pocas nubes arrastradas por el viento que surcaban el inmenso escudo del cielo. Escuchó el canto de las aves marinas y el confuso rugido del océano y deseó desesperadamente pensar en alguna alternativa a convertirse en camarero. O en alguna alternativa a convertirse, una vez más, en un investigador de la muerte.
Por fin se dio la vuelta y siguió a Susanne en dirección de las dunas, el hotel de su hermano y el restaurante que estaba más allá.
La isla de Sylt, en Frisia del Norte, se extiende casi paralela a la costa en el punto en que el istmo de Alemania pasa a ser Dinamarca. En la actualidad, Sylt está conectada al continente por una delgada franja hecha por el hombre, el Hindenburgdamm, sobre la que una línea ferroviaria traslada a los ricos y famosos de Alemania a la zona del país preferida para pasar las vacaciones. La isla también cuenta con un aeropuerto regional y un servicio regular de ferry que va y viene del continente. En el verano, los estrechos caminos y las aldeas tradicionales de Sylt se llenan de relucientes Mercedes y Porsches.
En parte como referencia al hecho de que, originalmente, el hotel había sido una granja, Lex, el hermano mayor de Fabel, solía describir a esos acomodados inmigrantes de temporada como su «rebaño de verano». Ya hacía veinticinco años que Lex regentaba ese pequeño hotel y restaurante en List, en el extremo septentrional de Sylt. La combinación de su indiscutible talento como cocinero y la vista desde el restaurante de una delgada franja de arena dorada y mar garantizaba un flujo constante de huéspedes y comensales durante toda la temporada. En sus orígenes, el hotel había sido una tradicional granja frisona, y había conservado su fachada de Fachwerk, madera de roble, y su aspecto de solidez, con sus amplios techos que la protegían de los vientos del Mar del Norte. Lex había añadido un anexo que rodeaba dos lados de la construcción original, donde había instalado el restaurante. El hotel disponía de apenas siete habitaciones para huéspedes, que siempre estaban reservadas con meses de anticipación; pero Lex también tenía unas suites separadas, metidas entre los techos bajos y las amplias maderas, bajo las vigas de la antigua granja, que jamás alquilaba. Guardaba esas habitaciones para que las utilizaran sus parientes y amigos. Mayormente, las conservaba libres para cuando su hermano venía a pasar algunos días.
Fabel y Susanne bajaron a cenar cerca de las ocho. El restaurante ya estaba lleno de comensales elegantes y con aspecto de tener una buena posición económica, pero, como había hecho durante toda su estadía, Lex había reservado una de las mejores mesas para Fabel y Susanne, junto al gran ventanal. Susanne se había puesto un vestido negro sin mangas y había recogido su largo pelo color cuervo encima de la cabeza, dejando al descubierto su cuello elegante y delgado. El vestido se ajustaba a su figura y terminaba a una altura adecuada, justo encima de sus rodillas, para exhibir sus torneadas piernas, pero lo bastante bajo como para que pareciera discreto y de buen gusto. Fabel era muy consciente de la belleza de Susanne, como lo fue de las cabezas masculinas que giraron en su dirección cuando entraron. Llevaban más de un año de relación y ya habían dejado atrás las difíciles etapas del descubrimiento mutuo; eran una pareja establecida, lo que daba a Fabel una sensación de seguridad y comodidad. Y cuando Gabi, su hija, pasaba unos días con ellos, él, por primera vez desde la disolución de su matrimonio con Renate, sentía que era parte de una familia.
Boris, el checo que era jefe de camareros de Lex, los guió hacia su mesa. El sol, que estaba bajo en el horizonte, había repintado con tonos más dorados las franjas de arena, mar y cielo que llenaban el panorámico ventanal. Una vez se sentaron, Boris les preguntó en alemán con un agradable acento si querían beber algo antes de cenar. Pidieron vino blanco y Susanne inició su típico ritual en los restaurantes, que consistía en acomodarse en la silla y observar a los otros comensales. Al parecer, alguien que estaba por encima del hombro de Fabel le llamó la atención.
—¿Aquél no es Bertholdt Müller-Voigt, el político? —dijo Susanne. Fabel comenzó a volverse y ella le puso una mano en el antebrazo y se lo apretó—. Por el amor de Dios, Jan, no seas tan obvio. Para ser policía, tu talento para la vigilancia apesta.
Él sonrió.
—Eso podría explicar mi triste historial de condenas…
Volvió a girarse, esta vez fingiendo, de una manera deliberadamente torpe, que estaba abarcando todo el restaurante. Detrás de él, a su izquierda, había un hombre de unos cincuenta años con muy buen aspecto que llevaba una chaqueta oscura y un jersey de cuello vuelto, prendas ambas que poseían ese artificial aire informal de una marca de diseño muy cara. El pelo del hombre, cuyas entradas marcaban el inicio de una calvicie, estaba peinado con fuerza hacia atrás y algunas manchas grises moteaban su barba cuidadosamente recortada. Tenía la estudiada apariencia bohemia de un exitoso director cinematográfico, músico, escritor o escultor. Sin embargo, Fabel lo reconoció como alguien cuyo arte consistía en la polémica política. La mujer delgada y rubia que estaba sentada con él tenía fácilmente veinte años menos. Se movía con desenvoltura e irradiaba una elegante e insolente sexualidad. Sus ojos se cruzaron con los de Fabel durante un momento. Él se volvió hacia Susanne.
—Tienes razón. Es Müller-Voigt. Estoy seguro de que Lex estará encantado de enterarse de que su restaurante es lo bastante chic como para atraer a los niños mimados de la izquierda ecologista.
—¿Quién es la mujer que está con él?
Fabel sonrió alegremente.
—No lo sé, pero no cabe duda de que es ecológicamente correcta.
Susanne inclinó la cabeza ligeramente a un lado, una pose de concentración que, para Fabel, era exclusiva de ella.
—En serio, creo que la he visto antes. Es difícil mantenerse al día con las conquistas sexuales de ese tipo. Parece disfrutar de los titulares que genera en la prensa amarilla.
—Bueno, no parece estar tan entusiasmado con los titulares que Fischmann ha generado acerca de él… —Fabel se refería a Ingrid Fischmann, la periodista que se había empecinado en sacar a la luz a los políticos y celebridades que habían coqueteado con el extremismo o el terrorismo izquierdista durante los años setenta y ochenta.
—¿Crees que eso es cierto, Jan? —Susanne se inclinó hacia delante, en una actitud casi conspiratoria—. Me refiero a que él estaba conectado con el caso Wiedler…
—No lo sé… Hay muchas especulaciones y datos circunstanciales. Pero nada que pudiera servir, ni siquiera remotamente, para presentar una acusación, en lo que respecta a la Polizei de Hamburgo.
—¿Pero?
Fabel torció la cara, como si estuviera tratando de sopesar lo imponderable.
—Pero quién sabe lo que la BKA tiene sobre él. —Fabel se refería a la Bundeskriminalamt, la Oficina Federal del Crimen. Había leído el artículo sobre Müller-Voigt que había escrito Fischmann, en el cual la periodista analizaba el secuestro y posterior asesinato en 1977 del acomodado industrial de Hamburgo Thorsten Wiedler. El empresario ordenó a su chófer que parara en la carretera ante lo que aparentaba ser un grave accidente. En realidad, el accidente había sido fingido por miembros de la notoria pandilla terrorista de Franz Mülhaus, un hombre de triste fama conocido como Franz el Rojo. El violento grupo que éste dirigía era tan nebuloso como la ideología que lo sustentaba, y Mülhaus era el único de sus miembros al que había podido encontrarse.
El grupo de Franz el Rojo disparó al chófer de Wiedler, metió al industrial en la parte trasera de una furgoneta y marchó. El chófer sobrevivió a sus heridas por muy poco. Wiedler, sin embargo, no sobreviviría a su cautiverio. Lo que había ocurrido exactamente con él seguía siendo un misterio. La última imagen que se conocía de Wiedler era su cara llena de hematomas y blanqueada por la luz del flash de la cámara sobre un periódico que sostenía entre sus manos y en el que se veía la fecha; en esa fotografía, que sus captores habían enviado a su familia y a los medios, la expresión de su cara era sombría. Se anunció que el industrial había sido «ejecutado», pero, a diferencia de otras víctimas del terrorismo, no habían dejado el cuerpo en ningún lugar en el que pudiera encontrarse. De esa manera, habían conseguido arrojar sombras sobre la fecha de la muerte de Wiedler y habían eliminado cualquier posibilidad de examinar su cadáver en busca de evidencias forenses. A pesar de cientos de detenciones, y del hecho de que todos sabían que el grupo de Mülhaus estaba detrás del secuestro, no se había condenado a nadie por el homicidio.
En su artículo, la periodista Ingrid Fischmann daba mucha importancia al hecho de que Bertholdt Müller-Voigt, que en aquella época era una figura política mucho más radical, había sido detenido e interrogado por la policía durante cuarenta y ocho horas. La verdad era que se había investigado a casi todos los activistas políticos en la desesperada búsqueda de Wiedler. Ingrid Fischmann, sin embargo, destacaba el hecho de que, si bien no se sabía nada de los otros miembros del grupo terrorista que había participado, había pruebas que sugerían que quien conducía la furgoneta en la que habían secuestrado a Wiedler se había convertido en una importante figura pública. Ella dejaba en manos de sus lectores la posibilidad de deducir que aquel chófer había sido Müller-Voigt, sin hacer ninguna acusación directa que le permitiera a él demandarla.
Fabel se volvió nuevamente para mirar al hombre pequeño y de aspecto bohemio con su sensual acompañante rubia. Estaban conversando sin mirarse, con expresiones huecas, como si se limitaran a llenar el silencio entre cada bocado con sus palabras. Müller-Voigt no parecía un probable sospechoso de terrorismo, pero su ideología política había sido extremista. En los años setenta y ochenta había frecuentado a Daniel Cohn-Bendit, Joschka Fischer y otros notables izquierdistas y verdes. En la actualidad su ideario político era difícil de definir. A pesar de la confusa ideología de sus propuestas, se las había arreglado para llegar al Senado de Hamburgo y era el Umweltsenator, el senador de Medio Ambiente del gobierno estatal de Hamburgo, cuyo jefe era el Erster Bürgermeister Hans Schreiber.
—En cualquier caso —concluyó Fabel—. Lo más probable es que jamás sepamos qué grado de participación tuvo en aquel suceso, si es que lo tuvo.
Boris regresó y apuntó su pedido. Durante el resto de la cena, mantuvieron esa charla frívola y ligeramente melancólica de una pareja al final de unas vacaciones que habían disfrutado mucho. Mientras comían y conversaban, el sol se derretía lentamente en el mar, derramando su color en el agua. Se tomaron su tiempo con la comida y los otros comensales empezaron a abandonar el restaurante, hasta que sólo quedó un puñado de mesas ocupadas y el murmullo de las conversaciones se hizo más suave. Cuando llegó el café, Lex, el hermano de Fabel, salió de la cocina y se acercó a la mesa. Su rostro estaba lleno de arrugas; tenía el aspecto de alguien que se había pasado la vida sonriendo. La madre de Fabel era escocesa, pero todos sus genes celtas parecían haberse concentrado en su hermano. Lex era mayor que Fabel, pero parecía el menor de los dos en espíritu. Siempre había sido Fabel, el más sensato, quien había sacado a su hermano mayor de apuros en Norddeich, donde habían pasado su infancia. En aquel entonces, la inmadurez de Lex había irritado a Fabel. Ahora la envidiaba. Lex seguía con su delantal de cocinero y sus pantalones a cuadros, y aunque sus bondadosos rasgos se abrieron en su habitual sonrisa, sus movimientos parecían cansados.
—¿Una noche larga? —le preguntó Fabel.
—Todas las noches son así —dijo Lex, acercando una silla—. Y la temporada apenas acaba de empezar.
—Bueno, ha sido una cena verdaderamente maravillosa, Lex —dijo Susanne—. Como siempre.
Lex se inclinó, levantó la mano de Susanne y se la besó.
—Eres una dama muy inteligente y con mucho criterio, Susanne. Y por eso me resulta mucho más difícil entender por qué te has quedado con el hermano equivocado.
Susanne sonrió ampliamente y estaba a punto de decir algo cuando el sonido de unas voces alzadas atrajo la atención de los tres hacia la mesa que estaba en un rincón. La acompañante de Müller-Voigt se levantó de pronto, tirando la silla hacia atrás, y arrojó su servilleta sobre el plato de postre. Siseó a Müller-Voigt, que seguía sentado, algo que ellos no pudieron descifrar, y salió del restaurante. Müller-Voigt se limitó a contemplar su plato, como si pudiera averiguar allí qué tenía que hacer a continuación. Le hizo un gesto a Boris con su tarjeta de crédito, pagó sin fijarse en la cuenta y salió del restaurante sin mirar a ninguno de los otros comensales.
—Tal vez tuviera algo que ver con su posición sobre los gases invernadero —dijo Fabel con una sonrisa.
—Ha venido aquí unas cuantas veces en el último mes —intervino Lex—. Al parecer tiene una casa en la isla. No sé quién es la chica, pero no siempre está con él. Y no da la impresión de que vaya a regresar.
Susanne contempló el umbral a través del cual se habían marchado primero la mujer y después Müller-Voigt, y luego meneó la cabeza como si tratara de sacudirse el pensamiento que la rondaba.
—Estoy casi segura de haberla visto antes en alguna parte. —Bebió un sorbo de café—. Pero no puedo, por mucho que lo intente, recordar dónde fue.