Scholz rodeó a Fabel por los hombros y lo ayudó a levantarse con cuidado.
—¿Estás bien?
Fabel miró hacia su abrigo y cazadora rasgados.
—Simplemente sin aliento.
—Buen trabajo; tenías razón sobre su arma preferida. Si llega a llevar una pistola, este chaleco antipuñaladas no te habría servido de mucho.
—Vamos —dijo Fabel.
Los agentes de uniforme ya habían atrapado a dos de los hombres enmascarados y los habían despojado de sus máscaras. Fabel, Scholz y media docena de polis avanzaban entre la multitud, que se iba aclarando a medida que se alejaban de la procesión.
—¡Allí! —gritó uno de los uniformados, señalando una figura oscura que salía del gentío y corría en dirección al Rin.
—No… espera —gritó Scholz—. Allí hay otro —dijo, señalando a otra figura que corría hacia la estación—. Y otro.
Una tercera máscara dorada brilló bajo el sol de invierno al girar en dirección a ellos antes de echarse a correr hacia la parte trasera de la catedral.
—Tendremos que dividirnos y perseguirlos a todos —gritó Fabel—. Pero con un mínimo de tres hombres para cada uno, son unos hijos de puta muy peligrosos. Benni, vamos a por el de la catedral. ¿Vas armado?
Benni hurgó en su exagerado uniforme y sacó su SIG-Sauer automático. Ordenó a uno de los agentes que los acompañara, a él y a Fabel, y salieron los tres corriendo en la dirección que había tomado el enmascarado. Llegaron al lado sur de la catedral y, de pronto, se encontraron solos. Todavía se oía el griterío de la muchedumbre, pero a Fabel le parecía como si viniera de otro mundo. Se pararon a recuperar el aliento.
—No puede haber llegado detrás —dijo el agente uniformado—. No ha tenido tiempo.
Fabel alargó el cuello para mirar la inmensa presencia de la catedral que se levantaba ante ellos. Estaban en el lado sur y una hilera de sólidos buitres voladores, cada uno coronado por una torrecilla, flanqueaba la nave cual formación de soldados. Su mirada descendió hasta el nivel de la calle y advirtió una puerta lateral.
—¿Está abierta hoy la catedral? —preguntó.
—No para el público —dijo Scholz—, pero más tarde hay la misa precuaresma de Fastenpredigt. Probablemente la estén preparando.
—Ha entrado —dijo Fabel—. La catedral es como una encrucijada. Trata de despistarnos y de salir por el otro lado. ¡Vamos!
La robusta puerta cedió y luego se cerró de un portazo que resonó detrás de ellos. Al otro lado había un hombre tumbado sobre las losas del suelo. Tenía el pelo blanco revuelto y manchado por la sangre que le salía de una sien.
Scholz se arrodilló junto al canoso vigilante de seguridad:
—¿Está usted bien?
—He… He tratado de detenerlo. Le he dicho que la catedral estaba cerrada; me ha golpeado…
—Tú, quédate con él —le ordenó Scholz al poli de uniforme—. Avisa por radio. Quiero hombres en cada puerta de la catedral. Jan, no te separes de mí. Es probable que sea uno de los señuelos de Vitrenko, pero es mejor asegurarse.
Fabel desenfundó la automática que Scholz le había dado antes de la cita con Vitrenko. Bajaron por el centro del pasillo, más allá del vitral bajo el que Fabel había tenido la conversación sobre rinocerontes con un escritor mexicano.
—Este lugar es tan grande como un estadio de fútbol —le dijo a Scholz—. El muy cabrón podría estar en cualquier sitio.
—Tú mira por los bancos de la izquierda, yo miraré por la derecha.
Fueron avanzando por el pasillo, con los sonidos del carnaval del exterior ahora mucho más remotos. Examinaron el crucero y Fabel se encontró mirando tras el coro, donde estaba el relicario de los tres Reyes Magos, un enorme sarcófago dorado que brillaba tras el cristal. A su izquierda se oyó un sonido.
—Allí, tras ese biombo… —le susurró a Scholz, mientras giraba el objetivo de su arma. Scholz le puso una mano en el brazo, para frenarlo.
—Por el amor de Dios, no dispares. Ese biombo, como tú lo llamas, es el Klaren Alter. Tiene un valor incalculable.
—Mi vida también. —Fabel le hizo un gesto hacia el tríptico—. Tú ve hacia allí.
Fabel siguió apuntando hacia el tríptico y avanzó hacia el mismo, con pasos lentos y dispuesto a disparar. Comprobó que Scholz estaba en posición. Fabel rodeó el borde del tríptico. Algo lo golpeó con fuerza y lo hizo tambalear de lado. Oyó su arma cayendo al suelo y sintió el tacto frío del acero contra la mejilla. Levantó la vista y se encontró frente a una máscara dorada.
—Y ahora, ¿por qué no te levantas y tiras el arma? —oyó decir a Scholz, con calma pero con firmeza—. De lo contrario, tendré que meterte una bala en la cabeza.
—Déjame o lo mataré —dijo el enmascarado—. Juro que lo haré.
—Entonces te morirás —dijo Scholz—. Y nadie ganará la partida, Vitrenko.
El hombre apartó su automática de la cara de Fabel y la dejó en el suelo. Se levantó y se quitó la mascara. Tenía el pelo oscuro y parecía más joven, pensó Fabel, de lo que sería Vitrenko.
—No es él —dijo Fabel—. No creo que sea él.
—¿Estás seguro? —preguntó Scholz. Fabel se levantó y recuperó su arma automática. Se colocó al lado de Scholz y apuntó también a la figura.
—Tienes razón, Fabel. No soy Vitrenko. Ahora ya debe de estar muy lejos. Ya te dijo que no caería en una trampa.
—¿Quién eres?
—Pylyp Gnatenko. Para ti, un don nadie.
—¿Un don nadie dispuesto a morir o ir a la cárcel para ofrecerle al jefe unos cuantos minutos para huir? —preguntó Fabel.
—Haré lo que haga falta. Sigues sin saber nada de nuestro código, Fabel.
—Sal de las sombras. Quiero verte bien la cara.
Se oyó un ruido detrás de ellos y Fabel se dio la vuelta.
—¿Maria? —Fabel miró atónito la figura que tenía delante. Maria iba vestida con ropa negra de baratillo y estaba dolorosamente flaca, con la cara muy pálida y demacrada, casi gris. Tenía una herida abierta e hinchada en la frente. Su cabellera rubia había sido cortada y teñida de negro, exactamente como se lo había descrito el empleado del hotel a Fabel. Tenía dos armas automáticas y apuntaba directamente con ellas al ucraniano. Scholz apuntó su arma hacia ella.
—¡No, no! ¡No pasa nada! —gritó Fabel—. Es Maria, la agente de la que te hablé.
—Si no es mucha molestia —pidió Scholz— ¿me podrías contar qué coño está pasando?
—Es él —dijo Maria—. El demonio está aquí.
—No sabemos si es Vitrenko —dijo Scholz—. Dice que es sólo uno de sus títeres. Creo que será mejor que me dé estas armas, Frau Klee.
—Sus ojos, Jan. Mírale a los ojos. No ha podido cambiárselos.
—¡Salga de la sombra! ¡Ahora! —Fabel mantenía su arma apuntando a la figura.
El hombre sonrió y salió a la luz. Era demasiado joven, demasiado moreno para ser Vitrenko. Pero Fabel supo, tan pronto como sus ojos esmeralda brillaron bajo la luz proyectada por los ventanales, que era exactamente a quien estaban buscando.
—Pensé que mi nueva cara te podría engañar, pero, por desgracia, Frau Klee ya la ha visto.
—Me dijo que era un ucraniano llamado Taras Buslenko.
—¿El poli al que mandaron tras él?
Maria asintió. Vitrenko se puso las manos en la cabeza.
—Soy su prisionero —dijo—. Sin trampas.
—¿Te entregarás tan fácilmente? —dijo Fabel—. No me lo creo.
—Hay muchas maneras de huir —dijo Vitrenko—, como Frau Klee ya ha descubierto. Encontramos los restos de los vigilantes, Maria. Pobre Olga. Parece que tu mordedura es peor que tus ladridos. Pero, en fin, como decía, hay muchas, muchísimas maneras de huir. Y yo sé que vuestra Agencia Federal contra el Crimen querrá negociar con la información que les puedo dar. Al fin y al cabo, ya les he dado mucha.
—Lo sé —dijo Fabel—. El dossier que te has llevado eran páginas en blanco, pero tú ya sabías que no te lo daría, ¿no es cierto? Y en realidad no tenías ninguna necesidad de leerlo.
—¿Puedo repetir mi petición anterior? —Scholz, apuntando todavía a Vitrenko con su arma, fruncía el ceño enfadado—. ¿Puede alguien contarme qué cojones está pasando?
—El llamado dossier Vitrenko es una gilipollez. El topo dentro de la organización es el propio Vitrenko. Es pura desinformación; unas cuantas líneas de datos genuinos y el resto todo tonterías. Todo ese rollo de que estaba desesperado por echarle las manos encima era para convencer a la Agencia Federal de su autenticidad.
—¿Buslenko murió por una mentira? —La pregunta se clavó en la garganta de Maria—. Y todo lo que me has hecho a mí, ¿fue una farsa?
Vitrenko se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que te diga? Me quedé atrapado en el espíritu del carnaval. La mentira por la que murió Buslenko era que por Ucrania vale la pena morir. Era un patriota, un loco. Y ahora, si no os importa, ponedme las esposas y llevadme a una celda cualquiera. Es cierto que hay muchas pruebas contra mí; está todo en el dossier Vitrenko… O, espera, es todo inventado, ¿no? Me pregunto cuánto tiempo podréis retenerme…
—Está el asesinato del agente de policía en Cuxhaven. El intento de asesinato de Maria. El contenedor lleno de gente a la que dejaste morir abrasada. Creo que algo encontraremos.
—Y creo que mis abogados y sus expertos médicos tendrán mucho que decir sobre la credibilidad psíquica de Frau Klee como testigo. —Vitrenko sonrió—. ¿Sabes, Fabel? Volveré a salir, exactamente igual que la última vez. Sólo que, ahora, voy a tomar un camino distinto.
—Te equivocas… —dijo Maria, con voz apagada—. No será como la última vez.
Fabel y Scholz no tuvieron tiempo de reaccionar. Maria disparó con sus dos armas, apretando el gatillo hasta que hubo vaciado los dos cargadores. Los disparos se clavaron en el pecho y en el vientre de Vitrenko, que cayó atrás contra la pared. Los ojos esmeralda se volvieron opacos y extraviados mientras caía apoyado en la piedra, dejando un rastro de sangre tras él. Maria dejó caer las dos pistolas. Al mismo tiempo, Fabel advirtió que algo se vaciaba en su rostro.
Hasta bajo su fuerte conmoción, supo que lo que acababa de abandonarla no volvería jamás.